miércoles, 25 de marzo de 2015

DRAMA DE AMOR DE DIOS A NOSOTROS





Juan del Carmelo*

15 marzo 2015

De la indudable existencia.., del bien y del mal de esta dicotomía pueden sacarse muchas conclusiones de entre ellas la más importante es la demostrativa de la existencia de Dios. Digo indudable existencia de esta dicotomía, porque si bien, nadie pone en duda la existencia del bien y del mal, ya que diariamente lo estamos viviendo en nuestras propias carnes, el negar la existencia de Dios, está a la orden del día. La dichosa concupiscencia que todos tenemos y que resumidamente es una tendencia innata a ir hacia el mal y procurárselo a los demás, fue un fruto del pecado original del pecado original de nuestros primeros padres. Entre las muchas consecuencias que este pecado u ofensa a Dios nos originó no obedeciéndole, fueron los daños más significativos, los que se refieren a la parte espiritual de nuestro ser, es decir, a la parte que puede relacionarse con Dios, porque solo es nuestra alma la que se relaciona con Dios no nunca nuestro cuerpo o parte material.

Pongamos un ejemplo, si en vez de privarnos de la luz divina que emana de su Rostro, nos hubiese privado de la luz del sol y de la que emanan del resto de todos los astros, los ojos materiales de nuestra cara, no nos servirían para nada, tan inútiles como es en nuestro cuerpo el apéndice intestinal, que son muchos a los que les han operado de él y a los que no están operados, cualquier día el apéndice les da un disgusto y rápidamente tienen que parar por el quirófano.

Pues bien en esa situación nuestra visión sería siempre referida a los ojos de nuestra alma, y tendríamos acceso tal como lo tendremos el día que abandonemos este mundo, a todo lo que ahora no podemos ver, pues nuestra visión actual se circunscribe solo a ver, los elementos de origen material.

Dentro de esta hipótesis las posibilidades de salvación serían prácticamente totales. Primeramente no necesitaríamos fe, porque todos tendríamos evidencia de la existencia de Dios, lo cual quiere decir que no existiría el ateísmo, todo el mundo sabría que existe Dios, como ahora sabemos que existe el mar, las montañas, los ríos o los animales. Al tener capacidad de ver todo lo que se refiere al mundo del espíritu, podríamos ver la belleza o la inmundicia de las almas de nuestros semejantes. Posiblemente en vez de estar de moda, como actualmente sucede, la belleza de nuestros cuerpos o de nuestras caras, la moda sería tener un alma bella. Y si tenemos en cuenta que para la adquisición de un alma bella, es necesario, amar a Dios y cuanto más le amemos, más bella será nuestra alma, la conclusión será que todos amaríamos a Dios y el maligno no tendría posibilidad alguna de arrastrarnos a sus tinieblas de odio.

Pero si esto hubiese sucedido así, la prueba de amor para la que aquí nos encontramos para superarla, carecería de sentido, habríamos sido creados ante el cielo en el que el mal no existiría. El mal es una consecuencia del pecado, de la ofensa a Dios contraviniendo sus deseos. Habría sido un mundo sin sufrimiento alguno, pues el sufrimiento nos lo genera el mal y entonces todo habría sino Bien divino

Pero esta situación nos habría impedido, a nosotros superar la prueba de amor hacia Dios para la que aquí estamos y a Dios constatar la pureza y fuerza de nuestro amor a Él. La necesidad de existencia de esta prueba de constatación de nuestro amor a Dios, parte de la misma esencia y características propias del amor. El amor exige siempre una correspondencia entre los que se aman. Un amor no correspondido no es perfecto y termina siempre por desaparecer y Dios necesita saber que le aman

El amor a nosotros es eterno como siempre sucede con todo lo divino y por supuesto todo lo que pertenece al mundo de lo espiritual, solo lo material, lo que tiene su fundamento en la materia, es efímero. Nuestros amores humanos, sin lazo de unión con el amor de Dios, son siempre efímeros. Solo el amor humano apoyado en las gracias sacramentales del matrimonio, es perdurable. Ni siquiera, desgraciadamente son perdurables los amores entre hermanos o con otros familiares.

Para Dios es una necesidad que le demostremos nuestro amor a Él, Dios busca continuamente nuestro amor, porque su eterno y gran amor a nosotros así se lo demanda. Nos dice San Juan evangelista: “Y nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene. Dios es amor, y el que vive en amor permanece en Dios, y Dios en él”. (1Jn 4,16). Y Él en los libros proféticos nos dice: “Con amor eterno te he amado, por eso te trato con lealtad”. (Jr 31,3). Y en los libros proféticos encontramos a Isaías que refrendando el amor que Dios nos tiene, nos dice; “Ahora, así dice Yahveh tu creador, Jacob, tu plasmador, Israel. « No temas, que yo te he rescatado, te he llamado por tu nombre. Tú eres mío. 2 Si pasas por las aguas, yo estoy contigo, si por los ríos, no te anegarán. Si andas por el fuego, no te quemarás, ni la llama prenderá en ti. 3 Porque yo soy Yahveh tu Dios, el Santo de Israel, tu salvador. He puesto por expiación tuya a Egipto, a Kus y Seba en tu lugar 4 dado que eres precioso a mis ojos, eres estimado, y yo te amo. Pondré la humanidad en tu lugar, y los pueblos en pago de tu vida. 5 No temas, que yo estoy contigo; desde Oriente haré volver tu raza, y desde Poniente te reuniré. 6 Diré al Norte: "Dámelos"; y al Sur: "No los retengas", Traeré a mis hijos de lejos, y a mis hijas de los confines de la tierra; 7 a todos los que se llamen por mi nombre, a los que para mí gloria creé, plasmé e hice”. (Is 43,1-7).

El Cardenal Ratzinger, sobre el amor de Dios a nosotros escribía diciendo: “Todos nosotros existimos porque Dios nos ama. Su amor es el fundamento de nuestra eternidad. Aquel a quien Dios ama no perece jamás”. Y más tarde siendo Benedicto XVI en su encíclica Deus caritas est, nos dice: “Israel ha cometido « adulterio », ha roto la Alianza; Dios debería juzgarlo y repudiarlo. Pero precisamente en esto se revela que Dios es Dios y no hombre: “¿Cómo voy a dejarte, Efraím, cómo entregarte, Israel?... Se me revuelve el corazón, se me conmueven las entrañas. No cederé al ardor de mi cólera, no volveré a destruir a Efraím; que yo soy Dios y no hombre, santo en medio de ti” (Os 11, 8-9). El amor apasionado de Dios por su pueblo, por el hombre, es a la vez un amor que perdona. Un amor tan grande que pone a Dios contra sí mismo, su amor contra su justicia. El cristiano ve perfilarse ya en esto, veladamente, el misterio de la Cruz: Dios ama tanto al hombre que, haciéndose hombre él mismo, lo acompaña incluso en la muerte y, de este modo, reconcilia la justicia y el amor.

El Canónico polaco Tadeusz Dajczer, escribe: “…, precisamente así es Dios, un loco en su amor por el hombre…Cristo nada necesita para sí. Si quiere algo de ti, siempre se trata de tu bien. Él quiere amarte y quiere que aceptes su deseo, es decir, su amor…. El drama de Dios, que es amor, consiste en que no puede derramar su amor plenamente; en que no puede inundar el alma humana, a la que ama sin medida”.

Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.




* Juan del Carmelo que no es más que un seglar que, a finales de los años 80, experimentó la llamada de Dios y se vinculó al Carmelo Teresiano. Juan del Carmelo, es autor, editor y responsable del Blog El Blog de Juan del Carmelo, alojado en el espacio web de www.religionenlibertad.com

viernes, 20 de marzo de 2015

ORIENTE Y OCCIDENTE FRENTE A LA PERSONA DE CRISTO



13 de marzo de 2015

1. Pablo y Juan: Cristo visto desde dos ángulos



En nuestro esfuerzo por poner en común los tesoros espirituales de Oriente y Occidente, reflexionamos hoy sobre la fe común en Jesucristo. Tratamos de hacerlo como quien sabe hablar de uno que está presente, no de un ausente. Si no fuera por nuestra pesadez humana que lo impide, cada vez que pronunciamos el nombre de Jesús, debemos pensar que hay uno que se siente llamar por el nombre y se vuelve a mirar. También esta mañana Él está aquí con nosotros y escucha, esperemos con indulgencia, lo que diremos de Él.

Partimos de las raíces bíblicas en el discurso de Jesús. Ya en el Nuevo Testamento vemos delinearse dos caminos distintos para expresar el misterio de Cristo. El primero de ellos es el de san Pablo. Resumimos los pasajes peculiares de este camino, esos por los que se convertirá en un modelo o arquetipo cristológico, en el desarrollo del pensamiento cristiano. Este camino,
  • primero, parte de la humanidad para alcanzar la divinidad de Cristo, de la historia para llegar a la preexistencia; es por tanto un camino ascendente; sigue la orden de manifestarse de Cristo, la orden con la que los hombres lo han conocido, no la orden del ser; 
  • segundo, parte de la dualidad de Cristo (carne y Espíritu) para llegar a la unidad del sujeto “Jesucristo nuestro Señor”; 
  • tercero, tiene en su centro el misterio pascual, es decir la obra, antes incluso que la persona, de Cristo. La gran curva entre las dos fases de la existencia de Cristo es la resurrección de los muertos. 
Para convencerse de la rectitud de esta reconstrucción, basta releer el denso pasaje – una especie de credo embrional – con la que el apóstol inicia la Carta a los Romanos. El misterio de Cristo es resumido así:


“nacido de la estirpe de David según la carne,
y constituido Hijo de Dios con poder según el Espíritu santificador
por su resurrección de entre los muertos,
Jesucristo, nuestro Señor,” (Rm 1, 3-4).

También en el himno cristológico de Filipenses 2, se habla antes de Cristo en la condición de siervo y después, a partir de la resurrección, de Cristo exaltado como Señor. El sujeto concreto, también cuando define a Cristo como “imagen del Dios invisible” (Col 1, 15), para Pablo es siempre el Cristo de la historia, también si la idea de la preexistencia no está ausente en sus escritos.

Una mirada rápida hacia adelante permite ver cómo serán acogidos y desarrollados estos pasajes paulinos de Jesús, en las generaciones sub-apostólicas. Carne y Espíritu, que en el origen indicaban dos fases udos tiempos de la vida de Cristo – antes y después de la resurrección -, pasarán a indicar, ya en san Ignacio de Antioquía, los dos nacimientos de Jesús, “de María y de Dios”, y finalmente las dos naturalezas de Cristo. Escribe Tertuliano:

“El apóstol enseña aquí las dos naturalezas de Cristo. Con las palabras ‘nacido de la estirpe de David según la carne’, él diseña la humanidad; con las palabras ‘constituido Hijo de Dios según el Espíritu’, él indica la divinidad” [1].

A este camino ascendente del misterio de Cristo, se une, con Juan, un camino descendente. Podemos sintetizar así las características de este segundo camino.

  • primero, parte de la divinidad, para llegar a la humanidad; el esquema está al revés: no más “carne – Espíritu”, sino “Logos – carne”; no antes lo humano, lo visible, y después lo divino y lo invisible, sino al contrario; Juan se coloca desde el punto de vista del ser, no del manifestarse a nosotros de Cristo, y según el ser está claro que la divinidad precede en él a la humanidad;
  • segundo, es un camino que parte de la unidad y alcanza una dualidad de elementos: Logos y carne, divinidad y humanidad; en el lenguaje posterior: parte de las persona para alcanzar a las naturalezas.
  • tercero, la gran división, el eje sobre el que gira todo, es la encarnación, no la resurrección o el misterio pascual.
De Cristo, interesa más la persona que la obra, el ser más que el actuar, comprendido el misterio pascual de muerte y resurrección. Este último sirve esencialmente para revelar quién es Jesús: “Cuando hayáis levantado al Hijo del Hombre, entonces conoceréis que Yo Soy” (Jn 8, 28). La existencia ante el Padre es constantemente antepuesta a su venida al mundo. Basta recordar las dos grandes afirmaciones del inicio del cuarto Evangelio para mostrar la validez de esta reconstrucción resumida:


“Al principio existía la Palabra,
y la Palabra estaba junto a Dios,
y la Palabra era Dios […].
Y la Palabra se hizo carne
y habitó entre nosotros”.

Se trazan así dos raíles en los que caminará toda la reflexión sucesiva de la Iglesia sobre Cristo. A pesar de las diferencias, hay una afinidad profunda y una comunicabilidad recíproca entre estos dos caminos, que se pueden recorrer en un sentido y en el otro. Para ambos, Pablo y Juan, en Jesucristo hay un elemento divino y un elemento humano, aún siendo el único sujeto. Para ambos él es el revelador y el redentor universal, aunque Juan insiste más sobre el revelador y Pablo más sobre el redentor. Para ambos, nuestra relación con Cristo está mediada y es posible por el Espíritu Santo. Es creyendo en Cristo, dicen ambos, que se recibe al Espíritu (Ga 3, 2; Jn 7, 39) y es recibiendo al Espíritu que se es capaz de creer en Cristo (1 Co 12, 3; Jn 6, 63).

Apenas se pasa a la época sucesiva, estos dos caminos tienden a consolidarse, dando lugar a dos modelos o arquetipos, y finalmente, en los siglos IV y V, a dos escuelas cristológicas. Las escuelas a las que me refiero son, una, la que por su mayor centro, Alejandría en Egipto, se llama Alejandrina y la otra la que, por la ciudad de Antioquía en Siria, es llamada Antioquena. La razón principal de su diferencia no es, como se ha pensado a veces, que los unos, los alejandrinos, se inspiran en Platón y los otros en Aristóteles, sino que los unos se inspiran preferentemente en Juan y los otros en Pablo.

Ninguno de los seguidores de uno u otro camino es consciente de elegir entre Pablo y Juan. Cada uno está seguro de estar de la parte de ambos, y esto es verdad. Sin embargo, el hecho es que las dos influencias son visibles y distinguibles, como dos ríos que, aún fluyendo juntos, continúan distinguiéndose por el color diferente de sus aguas. La diferencia entre las dos escuelas no es tanto que unos siguen a Pablo y otros a Juan, sino que algunos interpretaron a Juan a la luz de Pablo y otros interpretan a Pablo a la luz de Juan. La diferencia está en el esquema, o en la perspectiva de fondo que se adopta para ilustrar el misterio de Cristo.

En el debate entre estas dos escuelas, se puede decir que se han formado las líneas portadoras del dogma cristológico. La síntesis entre las dos instancias sucede, como se sabe, en el concilio ecuménico de Calcedonia en el 451, con la aportación determinante de Occidente, representado por san León Magno. Aquí la verdad de fondo, llevada adelante en Alejandría y reconocida en el concilio de Éfeso sobre la unidad de la persona de Cristo, es conjugada con la instancia fundamental de los antioquenos de la integra naturaleza humana de Cristo. Los dos caminos tradicionales son ambos reconocidos como válidos, para permanecer abiertas la una y la otra y comunicadas entre ellas.

La misma forma en la que se formula la definición de Calcedonia implementa este principio. El misterio de Cristo es formulado, en ella, dos veces y de dos formas distintas: primero, en la forma juaniana y alejandrina, partiendo de la afirmación de la unidad y alcanzando la afirmación de la distinción (“uno e idéntico Cristo, Señor e Hijo unigénito, en dos naturalezas”); después, de la forma paulina y antioquena, partiendo de la distinción de las naturalezas para alcanzar la afirmación de la unidad (“salvando las propiedades de cada una, las dos naturalezas se combinan para formar una sola persona e hipóstasis”). El mismo camino es recorrido sucesivamente en dos sentidos.


2. El rostro de Cristo en Oriente y Occidente


Nos preguntamos: ¿qué ha pasado después de Calcedonia, con las dos vías o los dos modelos fundamentales cristológicos elaborados por la Tradición? ¿Han desaparecido, nivelados, por la definición dogmática? A nivel teológico, desde entonces ha habido ciertamente una única fe en Cristo, común tanto en Oriente como en Occidente. San Juan Damasceno en Oriente [2] y santo Tomás de Aquino en Occidente han construido ambos su síntesis cristológica sobre Calcedonia. No ha habido, como sucedió con la Trinidad y el Espíritu Santo, diferencias doctrinales significativas entre la Ortodoxia y la Iglesia latina en la doctrina sobre Cristo.

Sin embargo, si ampliamos la mirada a otros aspectos de la vida de la Iglesia más allá de la teología dogmática, observamos que los dos modelos o arquetipos cristológicos de ningún modo se han perdido. Se han conservado y han dejado su huella, el primero en la espiritualidad ortodoxa y el segundo en la latina. En otras palabras, la Iglesia oriental ha privilegiado al Cristo juaniano y alejandrino y con él la centralidad de la encarnación, la divinidad de Cristo y la idea de la divinización; la Iglesia occidental ha privilegiado al Cristo paulino y antioqueno y con él la humanidad de Cristo y el misterio pascual.


No se trata evidentemente de una división rígida. Las influencias se han entrelazado y varían de un autor a otro, de una época a otra y de un ambiente a otro. Ambas Iglesias han creído – y con razón – valorizar de forma conjunta tanto a Juan como a Pablo, a pesar de que es admitido por todos que el Cristo de la tradición bizantina presenta rasgos diferentes al de la tradición latina.
Observemos algunos hechos que ponen de relieve esta diversidad, a partir del Cristo oriental. En el arte, la imagen más característica del Cristo ortodoxo es el Pantocrátor, el Cristo glorioso. Es el que la asamblea contempla frente a ella, en el ábside de las grandes basílicas. Está claro que incluso el arte bizantino conoce al crucificado, pero es también un crucificado con rasgos gloriosos y regios, donde el realismo de la pasión ya está transfigurado por la luz de la resurrección. Es por lo tanto el Cristo juaniano, para el que la cruz representa el momento de la “exaltación” (Jn 12, 32).

Del misterio de Cristo, sigue siendo colocado en primer plano el momento de la encarnación. Coherentemente, la salvación se concibe como una divinización del hombre gracias al contacto con la carne vivificante del Verbo. San Simeón el Nuevo Teólogo, por ejemplo, dice en una oración suya a Cristo:

“Bajando de tu excelso santuario, sin separarte del seno del Padre, encarnado y nacido de la Virgen María, ya entonces me has remodelado y dado la vida, liberado de la culpa de nuestros primeros padres y preparado para subir al cielo”[3].

Lo esencial ya ha sucedido con la encarnación del Verbo. La idea de la divinización regresa al primer plano, por el impulso de Gregorio Palamas y caracterizará “la cristología del último Bizancio” [4]. ¿Es ignorado tal vez el misterio pascual? Al revés, todo el mundo sabe la importancia excepcional que tiene la celebración de la Pascua en los ortodoxos. Pero he aquí, de nuevo, un signo revelador: del misterio pascual, el momento más valorado no es tanto el abajamiento cuanto la gloria; no es el Viernes Santo, sino el Domingo de Resurrección. Desde todos los punto de vista, prevalece la atención al Cristo glorioso y al Cristo “Dios”.

Estas características se encuentran en el ideal de la santidad que predomina en esta espiritualidad. La cumbre de la santidad se ve aquí en la transformación del santo en la imagen del Cristo glorioso. En la vida de dos de los santos más típicos de la Ortodoxia, san Simeón el Nuevo Teólogo y san Serafín de Sarov, nos encontramos con el fenómeno místico de la conformación al Cristo luminoso del Tabor y de la resurrección. El santo aparece casi transformado en luz.

Ahora demos un vistazo a algunos aspectos de la espiritualidad occidental. San Agustín escribe que, de los tres días que constituyen el Triduo Pascual, “el primer día, que significa la cruz, transcurre en la presente vida; los que significan la sepultura y la resurrección los vivimos en fe y en esperanza” [5]. Es decir: mientras estamos en esta vida, el Cristo crucificado nos es más cercano e inmediato que el resucitado.

De hecho, en el arte, la imagen característica de Cristo, en Occidente, es el crucificado. Es el que sobresale o se cuelga sobre el altar en las iglesias. La misma representación del crucificado, en un cierto momento, se separa del modelo glorioso, regio, y asume trazos realistas de verdadero dolor, e incluso espasmo. Es el crucificado paulino, que en la cruz se convirtió en “pecado” y “maldición” para nosotros (cf. Gal 3, 13).

Asume una gran relevancia, a partir de san Bernardo y luego con el franciscanismo, la devoción y la atención a la humanidad de Cristo y a los distintos “misterios” de su vida. La kénosis, o abajamiento, de Cristo ocupa un lugar prominente y con él el misterio pascual. En este contexto, encuentra su aplicación práctica el principio de la “imitación de Cristo”, que había estado en el centro de la teología antioquena. No en vano, el libro más famoso de espiritualidad, producido en la Edad Media latina, será precisamente La imitación de Cristo. En contra de cualquier intento de anular la humanidad de Cristo, para tender directamente a la unión con Dios, santa Teresa de Ávila afirmará que no hay una etapa de la vida espiritual en la que se puede prescindir de la humanidad de Cristo [6].

Los santos proporcionan, también aquí, una especie de respuesta práctica. ¿Cuál es, en Occidente, el signo de haber alcanzado la plenitud de la santidad? No es la conformación al Cristo glorioso de la Transfiguración, sino la conformación al Crucificado. La Ortodoxia no conoce casos de santos estigmatizados, mientras sí conoce, hemos visto, casos de santos transfigurados.
La Reforma protestante, en cierto modo, ha llevado al extremo algunos rasgos de este Cristo occidental, paulino, y de su misterio pascual. Ha elevado la “teología de la cruz” como criterio de toda teología, en controversia, a veces, con la “teología de la gloria”. Kierkegaard llegará a afirmar que, en esta vida, no podemos conocer a Cristo, si no en su abajamiento [7].

Es cierto que Lutero y los protestantes, en oposición a los excesos medievales de la imitación de Cristo, han afirmado que Cristo es ante todo un don que debe ser acogido con fe, más que un modelo a seguir con la imitación. Pero, incluso en este caso, ¿qué Cristo es visto como el “don” que debe ser acogido mediante la fe? No es el Logos que desciende y se hace carne, sino el Cristo pascual paulino, el Cristo “para mí”, no el Cristo “en sí mismo”.

Repito: cuidado con rigidizar estas distinciones; se convertirían en falsas y no históricas. Por ejemplo, la espiritualidad bizantina conoce todo un filón de santidad, llamado de los “locos por Dios”, en el que la asimilación a Cristo en su kénosis, está fuertemente acentuado. Con estas reservas, sin embargo, sigue habiendo una diferencia de énfasis innegable. Oriente ha caminado preferentemente sobre la vía inaugurada por Juan; Occidente sobre la inaugurada por Pablo. Pero ambos, fieles a Calcedonia, han sido capaces de abrazar, con su mirada, también al otro polo del misterio, manteniendo las dos vías comunicadas entre sí.

La gracia del momento presente es que se comienza a percibir la diversidad como una riqueza y no más como una amenaza. Un teólogo ortodoxo ha expresado este juicio: del Cristo latino, tomado aisladamente, puede derivar una concepción demasiado histórica, terrena y humana de la Iglesia, y del Cristo ortodoxo una concepción demasiado escatológica, desencarnada y no suficientemente atenta a su tarea histórica. Por ello concluía, “la auténtica catolicidad de la Iglesia no puede que englobar sea al Oriente que al Occidente”[8].
No es necesario, por lo tanto, eliminar o nivelar las diferencias que hemos indicado. Una vez reconocida la legitimidad y el carácter bíblico de los dos diversos enfoques, lo que es necesario es más bien el intercambio de dones, el respeto y la estima de la tradición de los otros. Es como si Dios hubiera hecho dos llaves para acceder a la plenitud del misterio cristiano y hubiera dado una a la cristiandad oriental, y otra a aquella occidental, de tal manera que ninguna de las dos pueda acceder a tal plenitud sin la otra.

En la ciudad de Colmar, en Alsacia, existe un famoso tríptico de Matthias Grünewald. En este cuando las dos alas del tríptico están cerradas, se ve representada la crucifixión; cuando están abiertas se ve, en el lado opuesto, la resurrección. La crucifixión es de un realismo impresionante: se ve a un Cristo espasmódico, con los dedos de las manos y de los pies retorcidos y extendidos como las ramas de un árbol seco; el cuerpo está como si hubiera sido arado, y tiene clavados espinas y clavos en cada parte. Es uno de esos cuadros de Cristo de los cuales Dostoevskij decía que, mirándolos durante mucho tiempo, “se puede incluso perder la fe” [9].


En la otra parte, el Resucitado aparece, en aquella pintura, sumergido en una luz fulgurante que apenas deja entrever los rasgos de un rostro humano. Si uno se detiene en este, corre el riesgo si no de perder la fe, seguramente de perder la confianza, porque este Cristo aparece lejos de su experiencia del dolor. Cuidado, por lo tanto, al dividir este tríptico, o al observarlo solamente por un lado. Es un símbolo eficaz de lo que debería suceder, a una escala más amplia, con el Cristo ortodoxo y el Cristo occidental. Estos deben mantenerse juntos.


3. Unidos por el amor a Cristo


Hasta aquí hemos procedido en lo indicado por los Padres y los testigos del pasado. Hemos recorrido, sobre todo, la historia de las respectivas posiciones en torno a la persona de Cristo. Pero no es esto lo que nos hará realmente progresar en la vía de la unidad; no será, en otras palabras, la sustancial unidad doctrinal y de fe en Cristo, por indispensable que sea; ¡será la unidad en el amor por Cristo! Lo que une en profundidad a ortodoxos y católicos y que puede hacer pasar a un segundo plano cada diferenciación, es un común, renovado amor por la persona de Jesús de Nazaret. No pero el Jesús del dogma, de la teología y de las respectivas tradiciones, sino Jesús resucitado y viviente hoy. El Jesús que es para nosotros un “tú” y no un “él”. Para usar una distinción querida por un teólogo ortodoxo contemporáneo, no el Jesús personaje, sino el Jesús persona [10].

En el cuerpo humano hay dos pulmones, dos ojos, dos pies, dos manos (todas metáforas usadas con frecuencia para describir las relaciones de sinergia entre Oriente y Occidente), ¡pero hay un solo corazón! También el corazón de la Iglesia tiene un solo corazón y este corazón tiene que ser el amor por Cristo. Escribe uno de los autores espirituales más queridos, y no solo por la Ortodoxia, Nicolás Cabasilas:


“Al Salvador le ha sido ordenado el amor humano desde el principio, como su modelo y fin, casi un cofre tan grande y ancho que es capaz de acoger a Dios. (…). El deseo del alma va únicamente al Cristo. Aquí que es el lugar de su reposo, porque él solo es el bien, la verdad, y todo lo que inspira el amor (eros)” [11].

Igualmente, en toda la espiritualidad monástica occidental, ha resonado la máxima de san Benito: “No anteponer absolutamente nada al amor por Cristo” [12]. Esto no significa restringir al horizonte del amor cristiano de Dios a Cristo; sino amar a Dios en la manera en la cual él quiere ser amado. No se trata de un amor mediado, casi por un poder, por el cual quien ama a Jesús “es como si” amara al Padre. No, Jesús es un mediador inmediato; amando a él se ama, ipso facto, también al Padre, porque él es “una cosa sola con el Padre” (Jn 10, 30). El cristiano puede, con todo derecho, aplicar a Cristo resucitado y vivo en el Espíritu, lo que Pablo decía de Dios a los atenienses: “En él vivimos, nos movemos y existimos” (Hch 17, 28).

Ya que estamos en el Año de la Vida Consagrada, querría dedicar a esta un pensamiento particular. Me permito de retomar a propósito algunas reflexiones que hacía, hace algún tiempo atrás, en esta misma sede, comentando la encíclica de Benedicto XVI “Deus caritas est”. En ella el entonces Sumo Pontífice afirma que amor de donación y amor de búsqueda, ágape y eros (este último entendido en su sentido noble, no en el vulgar) son dos componentes inseparables en el amor de Dios por nosotros y de nuestro amor a Dios. En este reconocimiento, Oriente se ha adelantado a Occidente [13], que ha permanecido por mucho tiempo prisionero de la tesis contraria, es decir sobre la incompatibilidad entre ágape y eros [14].

El amor sufre aún, en este campo, de una nefasta separación, no solo en la mentalidad del mundo secularizado, sino también en el lado opuesto, entre los creyentes y en particular entre las almas consagradas. En el mundo encontramos, muchas veces, un eros sin ágape; entre los creyentes muchas veces un ágape sin eros. El eros sin ágape es un amor romántico, a menudo pasional, hasta la violencia. Un amor de conquista que reduce fatalmente al otro en objeto del propio placer e ignora toda dimensión de sacrificio, de fidelidad y de donación de sí, en otras palabras el ágape.

El ágape sin eros nos parece como un “amor frío”, un amar “con la cabeza”, sin participación de todo el ser, más por imposición de la voluntad que por impulso íntimo del corazón. Un ajustarse a un molde preconstituido, en lugar de crear uno propio e irrepetible, como irrepetible es todo ser humano ante Dios. Los actos de amor dirigidos a Dios se parecen, en este caso, a aquellos de ciertos enamorados inexpertos que escriben a la amada cartas copiadas de un prontuario.

El amor verdadero e integral es como una perla escondida dentro las dos valvas de una concha que son eros y ágape. No se pueden separar estas dos dimensiones del amor sin destruirlo. Así se presenta el amor de Dios hacia nosotros, revelado por la Biblia. Este no es solo perdón, misericordia, donación de sí; es también pasión, deseo, celos; no es solo amor paterno y materno, sino también esponsal. Dios nos desea, parece casi que no pueda vivir sin nosotros. Así quiere Cristo que sea también el amor de los consagrados por él.

La belleza y la plenitud de la vida consagrada depende de la calidad de nuestro amor por Cristo. Sólo éste es capaz de defender de los bandazos del corazón. Jesús es el hombre perfecto; en él se encuentran, en un grado infinitamente superior, todas esas cualidades y atenciones que un hombre busca en una mujer y una mujer en un hombre. El voto de castidad no consiste en la renuncia a casarse, sino en preferir un tipo de esponsalicio a otro, en casarse con “el más bello entre los hijos del hombre”. “Casto – escribe san Juan Clímaco – es aquel que expulsa al eros con el eros” [15], el amor de un hombre o de una mujer con el amor de Cristo.

Concluyamos escuchando el himno más antiguo a Cristo, conocido fuera de la Biblia, todavía en uso en las vísperas de liturgia ortodoxa, y en las liturgias católica, anglicana y luterana. Se utiliza en el momento de encender las luces vespertinas y por lo tanto se llama “lucernario”:

¡Oh luz gozosa de la santa gloria del Padre inmortal,
celeste, santo, bienaventurado, Jesucristo!
Al llegar al ocaso del sol y, viendo la luz vespertina,
alabamos a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Es digno cantarte en todo tiempo con voces armoniosas,
oh Hijo de Dios, que nos das la vida:
el universo proclama tu gloria.



P. Raniero Cantalamessa, de la Orden de los Frailes Menores Capuchinos


Notas:

[1] Tertuliano, Adv. Praxean, 27,11 (CCL 2, p.1199).
[2] Cfr. Juan Damasceno, De fide Orthodoxa III, (PG 94, 881 ss.) (trad. ital. Roma, Città Nuova 1998, pp.159-241).
[3] Simeón el Nuevo Teólogo, Himnos y oraciones (SCh 196, p.332).

[4] Cfr. J. Meyendorff, Cristología ortodoxa, Roma 1974, pp. 225.242.
[5] Agustín, Cartas, 55, 14, 24 (CSEL 34,1, p.195).
[6] Teresa de Ávila, Autobiografía, 22, 1 ss.
[7] Cfr. Kierkegaard, El ejercicio del cristianismo I-II (en Obras, editado por C. Fabro, Florencia 1972, pp.703 s.)
[8] P. B. Vasiliadis, en Ver a Dios. Encuentro entre Oriente y Occidente, EDB, Bolonia 1994, p.97.
[9] F. Dostoevskij, El idiota II, 4 (Garzanti, Milán 1982, I, p.269).
[10] J. D. Zizioulas, Du personnage à la personne, en L’etre ecclesial, Ginebra 1981, pp.23-56.
[11] N. Cabasilas, La vida en Cristo, II, 9 (PG 88, 560-561).
[12] Regla de S. Benito, 4 Prólogo.
[13] P. Evdokimov, La Ortodoxia, Bolonia 1965, p.161.
[14] Anders Nygren, Eros y ágape, Gütersloh 1937 (ed. ital. Bolonia, Il Mulino, 1971).
[15] San Juan Clímaco, La escalera del Paraíso, XV, 98 (PG 88, 880).

viernes, 13 de marzo de 2015

ORIENTE Y OCCIDENTE FRENTE AL MISTERIO DE LA TRINIDAD




1. Poner en común lo que nos une


La reciente visita del papa Francisco en Turquía, que terminó con un encuentro con el patriarca ortodoxo Bartolomé, y sobre todo su exhortación a compartir plenamente la fe común del Oriente cristiano y el Occidente latino, me han convencido de la utilidad de usar las meditaciones cuaresmales de este año para satisfacer este deseo del Papa, que es también el de toda la cristiandad.

Este deseo de compartir no es nuevo. El Concilio Vaticano II, en la Unitatis redintegratio, instó a una consideración especial de las Iglesias orientales y sus riquezas (UR, 14). San Juan Pablo II, en su carta apostólica Orientale lumen de 1995, escribió:

“Dado que creemos que la venerable y antigua tradición de las Iglesias Orientales forma parte integrante del patrimonio de la Iglesia de Cristo, la primera necesidad que tienen los católicos consiste en conocerla para poderse alimentar de ella y favorecer, cada uno en la medida de sus posibilidades, el proceso de la unidad”. [1]

El mismo santo Pontífice ha formulado un principio que creo que es fundamental para el camino de la unidad: “la puesta en común de tantas cosas que nos unen y que son ciertamente más que las que nos separan”. [2] La Ortodoxia y la Iglesia católica comparten la misma fe en la Trinidad; en la Encarnación del Verbo; en Jesucristo, que es verdadero Dios y verdadero hombre en una persona, que murió y resucitó por nuestra salvación, que nos ha dado el Espíritu Santo; creemos que la Iglesia es su cuerpo animado por el Espíritu Santo; que la Eucaristía es “fuente y culmen de la vida cristiana”; que María es la Theotokos, la Madre de Dios; que tenemos como destino la vida eterna. ¿Qué puede ser más importante que esto? Las diferencias intervienen en la manera de entender y explicar algunos de estos misterios, así que son secundarias, no primarias.

En el pasado, las relaciones entre la teología oriental y la teología latina estuvieron marcadas por un notable tinte apologético y polémico. Se insistía sobre todo (en los últimos tiempos, tal vez con un tono más irenista) en lo que distingue y que cada uno creía tener diferente y más correcto que el otro. Es hora de invertir esta tendencia y dejar de insistir obsesivamente en las diferencias (a menudo basadas en una forzadura, si no en una deformación, del pensamiento del otro) y en su lugar juntar lo que tenemos en común y nos une en una única fe. Lo exige perentoriamente el deber común de proclamar la fe en un mundo profundamente cambiado, con preguntas e intereses distintos de los de la época en la que nacieron las diferencias, y que, en su gran mayoría, ya no entiende el sentido de muchas de nuestras finas distinciones y está a años luz de distancia de ellas.

Hasta el momento, en un esfuerzo por promover la unidad entre los cristianos, se impuso una línea que puede formularse como: “resolver primero las diferencias, y luego compartir lo que tenemos en común”; la línea que prevalece cada vez más en los ambientes ecuménicos es: “compartir lo que tenemos en común y luego resolver, con paciencia y respeto mutuo, las diferencias”.

El resultado más sorprendente de este cambio de perspectiva es que las mismas diferencias doctrinales reales, en lugar de parecernos un “error”, o una “herejía” del otro, comienzan a parecernos cada vez más a menudo como compatibles con nuestra propia posición y, a menudo, incluso como un necesario correctivo y enriquecimiento de la misma. Se ha tenido un ejemplo concreto, en otro frente, con el acuerdo de 1999 entre la Iglesia católica y la Federación Mundial de las Iglesias luteranas, respecto a la justificación por la fe.

Un sabio pensador pagano del siglo IV, Quinto Aurelio Símaco, recordaba una verdad que adquiere todo su valor cuando se aplica a las relaciones entre las diferentes teologías de Oriente y Occidente: “Uno itinere non potest perveniri ad tam grande secretum”:[3] “no se puede llegar a un misterio tan grande por uno solo camino”. En estas meditaciones trataremos de mostrar no sólo la necesidad, sino también la belleza y la alegría de encontrarnos en la cumbre para contemplar la misma maravillosa vista de la fe cristiana, aunque se haya alcanzado por vertientes diferentes.

Los grandes misterios de la fe, en los que vamos a tratar de verificar el acuerdo de fondo, a pesar de la diversidad de las dos tradiciones, son el misterio de la Trinidad, la persona de Cristo, el Espíritu Santo, la doctrina de la salvación. Dos pulmones, una única respiración: esta será la convicción que nos guiará en nuestro viaje de reconocimiento. El papa Francisco habla en este sentido de “diferencias reconciliadas”: no silenciadas o banalizadas, sino reconciliadas. Tratándose de simples predicaciones cuaresmales, es evidente que tocaré estos problemas complejos sin ninguna pretensión de exhaustividad, con una intención y una orientación práctica, más que especulativa.


Me dispongo a esta empresa con mucha humildad y casi de puntillas, sabiendo lo difícil que es despojarse de sus propias categorías, para asumir las de los demás. Me consuela el hecho de que los Padres griegos, junto con los latinos, han sido durante años mi pan de cada día de estudio y muchos autores ortodoxos posteriores (Simeón el Nuevo Teólogo, Cabasilas, la Philokalia, Serafín de Sarov) han sido mi constante fuente de inspiración en el ministerio de la predicación, por no hablar de los iconos que son las únicas imágenes ante las cuales puedo rezar.



2. Unidad y trinidad de Dios


Comenzamos nuestro ascenso afrontando el misterio de la Trinidad, es decir a partir de la montaña más alta, el Everest de la fe. [4] En los primeros tres siglos de vida de la Iglesia, a medida que se iba explicitando la doctrina de la Trinidad, los cristianos se vieron expuestos a la misma acusación que ellos habían dirigido a los paganos: la de creer en más de una divinidad, de ser también ellos politeístas. Por eso el credo de los cristianos que, en todas sus distintas redacciones, durante tres siglos comenzaba con las palabras “Creo en Dios” (Credo in Deum), a partir del siglo IV, registra un pequeño, pero significativo añadido que ya no será omitido después: “Creo en un solo Dios” (Credo in unum Deum).

No es necesario rehacer aquí el camino que llevó a este resultado, podemos sin duda iniciar por la conclusión. Hacia el final del IV siglo se concluye la transformación del monoteísmo del Antiguo Testamento en el monoteísmo trinitario de los cristianos. Los latinos expresaban los dos aspectos del misterio con la fórmula “una sustancia y tres personas”, los griegos con la fórmula “tres hipostásis, una sola sustancia”. Después de un acalorado debate, el proceso se concluyó aparentemente con un acuerdo total entre las dos teologías: “¿Se puede concebir – exclamaba san Gregorio Nazianzeno – un acuerdo más pleno y decir más absolutamente que así la misma cosa, aún si con palabras distintas?”. [5]

Una diferencia, en realidad, permanecía entre las dos formas de expresar el misterio. Hoy en día es habitual expresarla así: los griegos y los latinos, en la consideración de la Trinidad, se mueven por lados opuestos; los griegos parten de las personas divinas, es decir, de la pluralidad, para alcanzar la unidad de naturaleza; los latinos, viceversa; parten de la unidad de la naturaleza divina, para alcanzar las tres personas. “El latino, ha escrito un historiador francés del dogma, considera la personalidad como una forma de la naturaleza; el griego considera la naturaleza como el contenido de la persona”. [6] Yo creo que la diferencia se puede expresar también de otra forma. Ambos, latinos y griegos, parten de la unidad de Dios; sea el símbolo griego que el latino comienzan diciendo: “Creo en un solo Dios”. Solamente que esta unidad para los latinos es concebida aún como impersonal o pre-personal; es la esencia de Dios que se especifica después en Padre, Hijo y Espíritu santo, sin, naturalmente, ser pensada como preexistente a las personas. En la teología latina, el tratado “De Deo uno”, sobre Dios uno, siempre ha precedido el tratado “De Deo trino”, es decir sobre la Trinidad.

Para los griegos, sin embargo, se trata de una unidad ya personalizada, porque para ellos “la unidad es el Padre, del cual y hacia el cual se cuentan las otras personas”. [7] El primer artículo del credo de los griegos dice también “Creo en un solo Dios Padre omnipotente”, pero “Padre omnipotente” aquí no está separado de “un solo Dios”, como en el credo latino, sino que hace un todo uno con ello. La coma no está después de la palabra “Dios”, sino después de la palabra “omnipotente”. El sentido es: “Creo en un solo Dios que es el Padre omnipotente”. La unidad de las tres personas divinas es dada por ellos, del hecho de que el Hijo está perfectamente (sustancialmente) “unido” al Padre, como lo está también el Espíritu Santo al Hijo”. [8]

Uno y otro modo de acercarse al misterio es legítimo, pero hoy se tiende cada vez más a preferir el modelo griego, en el que la unidad en Dios no es separable de la trinidad, sino que forma un único misterio y proviene de un único acto. En pobres palabras humanas, podemos decir lo que sigue. El Padre es la fuente, el origen absoluto del movimiento del amor. El Hijo no puede existir como Hijo si no recibe del Padre todo lo que es. “Es por causa del Padre – por el hecho de que el Padre existe – que existen también el Hijo y el Espíritu”, escribe Damasceno. [9]

El Padre es el único, también en el ámbito de la Trinidad, absolutamente el único, que no necesita ser amado para poder amar. Solo en el Padre se realiza la perfecta ecuación: ser es amar; para las otras personas divinas, ser es ser amado.

El Padre es relación eterna de amor y no existe fuera de esta relación. No se puede, por tanto, concebir al Padre en primer lugar como el ser supremo y sucesivamente reconocer en él una eterna relación de amor. Se debe hablar del Padre, como eterno acto de amor. El Dios único de los cristianos es por tanto el Padre; pero no concebido separadamente (¿cómo puede llamarse “padre”, si no porque tiene un hijo?), sino como el Padre siempre en acto de generar al Hijo y donarse a él con un amor infinito que les une a ambos y que es el Espíritu Santo. Unidad y trinidad de Dios surgen eternamente de un único acto y son un único misterio.

He dicho que hoy muchos, también en occidente, tienden a preferir el modelo griego (y yo mismo estoy entre estos); sin embargo debemos enseguida añadir que esto no significa renegar la aportación de la teología latina. Si, de hecho, la teología griega ha dado, por así decir, el esquema y la actitud justa para hablar de la Trinidad, el pensamiento latino le ha asegurado, con Agustín, el contenido de fondo y el alma, que es el amor.

Él funda su discurso de la Trinidad sobre la definición “Dios es amor” (1 Jn 4, 16), y ve en el Espíritu Santo el amor mutuo entre el Padre y el Hijo, según la tríada amante, amado, amor, que sus seguidores medievales explicitaron e hicieron casi canónica. [10] Sobre ella el teólogo Heribert Mühlen ha fundado recientemente su concepción del Espíritu Santo como el “Nosotros” divino, la koinonia personificada entre el Padre y el Hijo en la Trinidad, y, de forma distintas, entre todos los bautizados en la Iglesia. [11]

El primero de los orientales en valorar esta contribución de la teología latina fue san Gregorio Palamas que, en el siglo XIV, conoció finalmente en persona el tratado sobre la Trinidad de san Agustín. Escribió:

“El Espíritu del altísimo Verbo es como el amor inefable del Padre por su Verbo, generado de forma inefable; amor que este mismo Verbo e Hijo predilecto del Padre tiene, a su vez, por el Padre, en cuanto que posee al Espíritu que junto a él proviene del Padre y que descansa en él, en cuanto a él connatural”. [12]

La apertura de Palamas es retomada hoy, en otro contexto, por un conocido teólogo ortodoxo actual, cuando escribe: “La Expresión ‘Dios es amor’ significa que Dios ‘existe’ en cuanto Trinidad, como ‘persona’ y no como sustancia. El amor no es una consecuencia o una ‘propiedad’ de la sustancia divina… sino lo que constituye su sustancia”. [13] Me parece una explicación compatible con la definición que santo Tomás de Aquino, sobre la estela de Agustín, da de las personas divinas como “relaciones subsistentes”. [14]

La diferencia y la complementariedad de las dos teologías no se limita sin embargo solo a la forma de concebir el ser y las relaciones internas a la Trinidad. Aún con alguna excepción (entre los latinos, la de Agustín), es evidente que los griegos están más interesados a la Trinidad inmanente, fuera del tiempo, mientras los latinos están más interesados en la Trinidad económica, es decir como ésta se ha revelado en la historia de la salvación. Los unos según el genio propio, están más interesados en el ser y en la ontología, y los otros al manifestarse, es decir, a la historia. En esta luz, se comprende la costumbre de los latinos de iniciar el discurso sobre Dios con el tratado “Sobre Dios uno”, en vez de “Sobre Dios trino” y se entienden también los motivos que hay de mantener esta tradición, como riqueza para todos. En la historia de la salvación de hecho – lo veremos enseguida – la revelación del Dios uno ha precedido la del Dios trino.

El signo más evidente de esta diferencia de actitud son las dos formas distintas de representar la Trinidad en la iconología griega y en el arte occidental. El icono canónico de la ortodoxia, que tiene como su cumbre en Rublev, representa la Trinidad con las figuras de tres ángeles iguales y distintos, ubicados en torno a una mesa. Todo emana una paz y unidad sobrehumana. La historia de la salvación no es ignorada, como demuestra la referencia al episodio de Abrahán que acoge a los tres huéspedes, y la mesa eucarística entorno a la cual los tres están sentados, pero ésta permanece en el fondo.

En el arte occidental, desde la Edad Media en adelante, la Trinidad es representada de otra forma. Se ve al Padre que con los brazos extendidos toma los dos extremos de la cruz y, entre el rostro del Padre y el de Crucificado, asoma una paloma que representa el Espíritu Santo. Los ejemplos más conocidos son la Trinidad de Masaccio en Santa María Novella en Florencia y la de Dürer en el museo de Viena, pero se encuentran otros innumerables ejemplos, a nivel tanto popular como artístico. El Greco representa el Padre que rige en su seno el Hijo Jesús depuesto de la cruz bajo la paloma del Espíritu. Es la Trinidad como se ha revelado a nosotros en la historia de la salvación que tiene su vértice en la cruz de Cristo.





3. Dos caminos para mantener abiertos



Hagamos ahora un paso hacia adelante y busquemos la manera de ver cómo la fe cristiana tiene necesidad de tener abiertos y recorribles ambos caminos al misterio trinitario hasta aquí delineado. Dicho de manera esquemática. La Iglesia necesita acoger en plenitud el enfoque de la Ortodoxia a la Trinidad en su vida interior, o sea en la oración, en la contemplación, en la liturgia, en la mística: tiene necesidad de tener presente el enfoque latino en su misión evangelizadora ad extra.

No hay necesidad de demostrar el primer punto. A propósito, basta acoger con alegría y reconocimiento el riquísimo patrimonio de espiritualidad que viene de la tradición griega y bizantina y que varios teólogos ortodoxos, en tiempos recientes, han defendido y hecho accesible al público occidental. [15] Un texto de san Basilio expresa bien la orientación de fondo de la visión ortodoxa:

“El camino del conocimiento de Dios procede del único Espíritu, a través del único Hijo hasta el único Padre; inversamente, la bondad natural, la santificación según la propia naturaleza, la dignidad real se difunden del Padre, por medio del Unigénito, hasta el Espíritu”. [16]

En otras palabras, en el plano del ser o de la salida de las criaturas de Dios, todo parte del Padre, pasa por el Hijo y llega a nosotros en el Espíritu; en el orden del conocimiento o del regreso de las criaturas a Dios, todo comienza con el Espíritu Santo, pasa por el Hijo Jesucristo y vuelve al Padre. La perspectiva es siempre la trinitaria.

Explico en cambio por qué es necesario, hoy más que nunca, sea en Oriente que en Occidente, conocer y practicar también el enfoque latino del misterio de Dios uno y trino. San Gregorio Nazianzeno, en un texto famoso sintetiza así el proceso que ha llevado a la fe en la trinidad:
“El Antiguo Testamento anunció de manera explícita del Padre, mientras la existencia del Hijo fue anunciada de una manera más obscura. El Nuevo Testamento manifestó la existencia del Hijo, mientras hizo entrever la naturaleza divina del Espíritu Santo. Ahora el Espíritu está presente en medio de nosotros y nos concede de manera más indistinta la propia manifestación. No hubiera sido conveniente, cuando aún no era confesada la divinidad del Padre, proclamar abiertamente la del Hijo, ni habría sido seguro ponerse encima el peso de la divinidad del Espíritu Santo cuando no había sido aceptada la del hijo”. [17]

La misma pedagogía divina la vemos actuada por Jesús. Él dice a los apóstoles que no les puede revelar todo lo que sabe de sí mismo y del Padre suyo, porque ellos no habrían sido “capaces de cargar el peso” (Jn 16, 12).

Ahora, es verdad que nosotros vivimos en el tiempo en el cual la Trinidad se ha plenamente revelado y que por lo tanto tenemos que vivir constantemente bajo esta “luz trisolar”, como la llaman algunos Padres antiguos, sin perdernos en la contemplación de un Dios “ser supremo”, más cerca al Dios de los filósofos que a aquel revelado por Jesús. Pero ¿qué decir del mundo no creyente, secularizado que nos circunda y que de todos modos tienen que ser nuevamente evangelizado? ¿No está éste en las mismas condiciones del mundo antes de la venida de Cristo? ¿No tenemos que usar hacia él la misma pedagogía que Dios ha usado con la humanidad entera al revelarse?

Por lo tanto también nosotros tenemos que ayudar a nuestros contemporáneos a descubrir, antes de todo que Dios existe, que nos ha creado por amor, que es un padre bueno y se ha revelado a nosotros en la persona de Jesús. ¿Podemos honestamente comenzar nuestra evangelización hablando de las tres personas divinas? ¿No sería también esto, para usar la imagen de san Gregorio, poner en las espaldas de la gente un peso que no es capaz de soportar?
Hay que notar una cosa importante: El Padre que, según Gregorio Nazianzeno, se ha revelado primero en el Antiguo Testamento, no es aún “el Padre nuestro del Señor Jesucristo”, o sea un padre verdadero de un hijo verdadero; no es el Dios Padre de la Trinidad; esta revelación se realiza solamente con Jesús. Es aún el padre en sentido metafórico, en el sentido de “padre de su pueblo Israel” y, para los paganos, “padre del cosmos”, “padre celeste”. También para san Gregorio por lo tanto, la revelación sobre Dios ha comenzado con el “Dios uno”.

Hay un sentido por el cual la palabra “Dios” puede y tiene que ser usada para designar lo que las tres personas divinas tienen en común, o sea toda la Trinidad 18, sea con la Escritura que con los Padres antiguos, entendemos este elemento común como “naturaleza”, sustancia, o esencia (2 Pe 1, 4: “participantes de la divina naturaleza”, theia physis); sea como lo propone Johannes Zizioulas, lo entendemos como “ser en comunión”. [19]

La Iglesia tiene que encontrar el modo de anunciar el misterio de Dios uno y trino con categorías apropiadas y comprensibles a los hombres del propio tiempo. Así lo hicieron los padres de la Iglesia y los concilios antiguos, y es en esto, sobre todo, que consiste la fidelidad a ellos. Es difícil pensar que se pueda presentar a los hombres de hoy el misterio trinitario en los mismos términos de sustancia, hipóstasis, propiedad y relación subsistente, aunque la Iglesia no podrá nunca renunciar a usarlos en el ámbito de su teología y en los ámbitos de profundización de la fe.

Si hay algo en el lenguaje antiguo de los Padres, que la experiencia del anuncio demuestra que aún es capaz de ayudar a los hombres de hoy, si no a explicar al menos para que se hagan una idea de la Trinidad, esto es justamente el de Agustín que hace perno sobre el amor. El amor es por si mismo, comunión y relación; no existe amor excepto que entre dos o más personas. Cada amor es el movimiento de un ser hacia otro ser, acompañado por el deseo de unión. Entre las criaturas humanas esta unión es siempre incompleta y transitoria, aun en los amores más ardientes: solamente entre las personas divinas la unión se realiza en un modo de tal manera total que de los Tres, hace eternamente un solo Dios. Este es un lenguaje que también el hombre de hoy está en condiciones de entender.

4. Unidos en la adoración de la Trinidad


San Agustín nos sugiere la mejor manera para concluir esta reconstrucción de las dos vías de enfoque hacia el misterio de la Santísima Trinidad. Cuando se quiere cruzar un brazo de mar, dice, la cosa más importante no es quedarse en la costa y agudizar la vista para ver lo que hay en la orilla opuesta, sino subir a la barca que los lleva a aquella orilla. Así para nosotros la cosa más importante no es especular sobre la Trinidad, sino quedarnos en la fe de la Iglesia que es la barca que lleva a ella.[20] Nosotros no podemos abrazar el océano, pero sí podemos entrar en él; por más esfuerzos que hagamos no podemos abrazar con nuestra mente el misterio de la Trinidad, aunque podemos hacer algo más bello aún: ¡entrar en él!

Hay un punto en el que nos encontramos unidos y concordes, sin ninguna diferenciación entre Oriente y Occidente, y es el deber y la alegría de adorar a la Trinidad. Solamente en la adoración practicamos realmente, no solamente con palabras pero también en los hechos, el apofatismo, o sea aquella regla de humilde restricción al hablar de Dios, de decir no diciendo. Adorar a la Trinidad, según un espléndido oxímoron de san Gregorio Nazianzeno, es elevar a ella un “himno de silencio”. [21] Adorar es reconocer a Dios como Dios, y a nosotros mismos como criaturas de Dios. Es “reconocer la infinita diferencia cualitativa entre el Creador y la criatura”22;reconocerla sin embargo libremente, con alegría, como hijos y no como esclavos. Adorar dice el apóstol, es “liberar la verdad prisionera de la injusticia del mundo” (cfr. Rm 1, 18).

Concluyamos recitando juntos la doxología, que desde la más remota antigüedad, se eleva idéntica a la Trinidad, desde Oriente y desde Occidente: “Gloria al Padre, y al Hijo y al Espíritu Santo, como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén”.


P. Raniero Cantalamessa, de la Orden de los Frailes Menores Capuchinos



Notas:
1 Orientale lumen, n. 1
2 Tertio millennio adveniente, n. 16.
3 Q. A. Symmacus, Relatio de arae Victoriae, III,10, en “Monumenta Germaniae Historica”, Auctores antiquissimi Bd.6/1, rist. 1984.
4 Para una revisión crítica de las diferentes teologías de la Trinidad existentes hoy en las diversas Iglesias cristianas, cfr. Veli-Matti Kärkkäinen, The Trinity: Global Perspectives, Louisville, Kentucky, 2007.
5 Gregorio Nazianzeno, Oratio 42, 15 (PG 36, 476).
6 Th. De Régnon, Études de théologie positive sur la Sainte Trinité, I, París 1892, 433.
7 Gregorio Naz., Oratio. 42, 16 (PG 36, 4776).
8 Cfr. Gregorio de Nisa, Contra Eunomium 1,42 (PG 45, 464)
9 Juan Damasceno, De fide orthodoxa, I, 8 (PG 94, 824)
10 Agustín, De Trinitate,VIII, 9,14; IX, 2,2; XV,17,31; cfr. Ricardo de San Víctor, De Trin. III,2.18; S: Bonaventura, I Sent. d. 13, q.1.
11 Cf. H. Mühlen , Der Heilige Geist als Person. Ich – Du – Wir, Münster in W., 1963.
12 Gregorio Palamas, Capita physica, 36 (PG 150, 1145).
13 J. D. Zizioulas, Du personnage à la personne, in L’être ecclésial, Genève 1981, p. 38.
14 Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q.29, a. 4.
15 Cfr. V Lossky, La teología mística de la Iglesia de Oriente, Bolonia 1967 (ed. original Théologie mystique de l’Eglise d’Orient, París 1944; P. Evdokimov, La Ortodoxia, Bolonia 1965 (ed. original L’Orthodoxie, París 1959); J. Meyendorff, La teología Bizantina, Marietti 1984 (ed. original Byzantine Theology, Nueva York 1974).
16 Basilio de Cesarea, De Spiritu Sancto XVIII, 47 (PG 32 , 153).
17 Cfr. Gregorio Nazianzeno, Oratio 31 (Teologica II), 26; cfr. también Oratio 32 (Teologica III).
18 Agustín, La Trinidad, I,6,10: “El nombre ‘Dios’ indica toda la Trinidad, no sólo el Padre”.
19 J. Zizioulas, Being as Communion. Studies in Personhood and the Church, London, 1985.
20 Agustín, La Trinidad IV,15, 20; Confesiones, VII, 21.
21 Gregorio Nazianzeno, Carmi, 29 (PG 37, 507) (sigomenon hymnon).
22 Søren Kierkegaard, La enfermedad mortal.

jueves, 5 de marzo de 2015

¡ESCUCHADLE!

La Transfiguración, Anónimo, Benaki Museum



Génesis 22, 1-2. 9a. 10-13.15-18;
Romanos 8, 31b-34; Marcos 9, 2-10

El pasaje evangélico nos habla de la Transfiguración de Jesús. Un día Jesús tomó consigo a tres de sus discípulos y subió con ellos a lo alto de un monte (según la tradición, el Tabor). En un cierto momento, el rostro de Jesús comenzó a brillar con una luz fulgurante; y aparecieron Moisés y Elías, que hablaban con él. Por un instante, la realidad divina del Hijo de Dios, escondida bajo su humanidad, fue como liberada y Jesús apareció, también al exterior, como lo que era en realidad: la luz del mundo. Había una tal atmósfera de paz y de felicidad que Pedro no pudo dejar de exclamar: “Maestro, ¡qué bien se está aquí; hagamos tres tiendas…” Pero, en aquel instante se formó una nube que los envolvió y de la nube salió una voz que decía:

“Éste es mi Hijo amado; escuchadlo”.

Con estas palabras, Dios Padre entregaba a Jesús como su único y definitivo Maestro a la humanidad. Aquel imperativo “¡escuchadlo!” está cargado de toda la autoridad de Dios; pero, asimismo de todo el amor de Dios para con el hombre. Escuchar a Jesús, en efecto, no es sólo un deber y una obediencia, sino también una gracia, un privilegio, un don. Él es la verdad: siguiéndole, no podremos equivocarnos; es el amor: no busca más que nuestra felicidad.

Mas, ahora, como de costumbre, vengamos a lo práctico. La palabra “¡escuchadlo!” evidentemente no está sólo dirigida a los tres discípulos, que estaban en el Tabor, sino a los discípulos de Cristo de todos los tiempos. Es necesario por ello que nos planteemos la pregunta: “Hoy, ¿dónde habla Jesús para poderlo escuchar?”

Jesús nos habla, ante todo, a través de nuestra conciencia. Cada vez que la conciencia nos echa en cara algo del mal que hemos hecho, o nos anima a hacer algo de bueno, es Jesús el que nos habla mediante su Espíritu. La voz de la conciencia es una especie de “repetidor”, instalado dentro de nosotros, de la misma voz de Dios.

Pero, de sólo ella no basta. Es fácil hacerla decir lo que nos gusta escuchar. Puede ser deformada o efectivamente puesta a callar por nuestro egoísmo. Tiene necesidad por ello de ser iluminada y sostenida por el Evangelio y por la enseñanza de la Iglesia. El Evangelio es el lugar por excelencia en el que Jesús nos habla hoy. Son innumerables las personas que han hecho experiencia de ello en su vida. La gente ama distraerse, no pensar; por esto los programas de variedades, de juegos y concursos tienen tanta escucha. Sin embargo, cuando la familia se encuentra para tener que afrontar una crisis, un gran disgusto, entonces nos damos cuenta que sólo las palabras del Evangelio están a la altura de nuestro problema y tienen algo que decirnos. Todas las demás palabras suenan a vacías y nos dejan solos, presos de nuestros problemas.

Gracias a su Evangelio, Jesús habla y, a veces, es escuchado también fuera del círculo de sus discípulos. El ideal de la “no violencia”, por ejemplo, fue inspirado por Gandhi más que por su cultura hindú, por la lectura de las Bienaventuranzas evangélicas, como sabemos por su correspondencia con el escritor ruso Tolstoi. Los fundadores mismos del marxismo, especialmente Engels, reconocían en el Evangelio la fuente inspiradora de algunos de los principios más válidos de su doctrina social. Jesús habla “muchas veces y de distintos modos” (Hebreos 1, 1) y a veces su voz llega a nosotros, los cristianos, como de rebote, desde los de fuera de la Iglesia.

Pero, es claro que ello es la excepción. El lugar ordinario en donde Jesús nos habla hoy es precisamente la Iglesia, a través de su tradición y el magisterio de los sucesores de los apóstoles. A estos, Cristo les ha dicho: “Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha” (Lucas 10, 16). Sabemos por experiencia que las palabras del Evangelio pueden ser interpretadas frecuentemente de modos diversos, pueden venir sometidas a decir lo que los hombres de un cierto ambiente quieren hacerles decir. ¿Quién nos asegura una interpretación auténtica, si no es la Iglesia, instituida por Cristo precisamente para tal fin? Por esto, es importante que busquemos conocer la doctrina de la Iglesia y conocerla de primera mano, como ella la entiende y la propone; no según la interpretación, frecuentemente distorsionada y reductora, de las mass-media.

Pero, ahora debo cambiar de registro. Casi tan importante como saber dónde habla Jesús hoy es saber dónde no habla. Él no habla ciertamente a través de los magos, los adivinos, los nigromantes, los que dicen horóscopos, los que expresan mensajes extraterrestres; no habla en las sesiones espiritistas, ni en el ocultismo. En la Escritura leemos esta advertencia al respecto:

“No ha de haber dentro de ti nadie que haga pasar a su hijo o a su hija por el fuego, que practique la adivinación, la astrología, la hechicería o la magia, ningún encantador, ni quien consulte espectros o adivinos, ni evocador de muertos. Porque todo el que hace estas cosas es una abominación para Yahvé tu Dios y por causa de estas abominaciones desaloja Yahvé tu Dios a esas naciones a tu llegada” (Deuteronomio 18, 10-12).

Éstos eran los modos típicos de referirse a la divinidad por los paganos, que acarreaban auspicios consultando a los astros, o las vísceras de animales, o el vuelo de los pájaros. Había entre ellos dos clases expresas de sacerdotes, que sólo hacían esto; se llamaban los Augures (de ahí procede nuestro augurar y augurio) y los Auspicios o Protectores (de ahí nuestro auspiciar y auspicio). La relación con la divinidad no estaba basada en la obediencia, la confianza y el amor, sino en la astucia. Era importante arrebatar a la divinidad sus secretos y sus poderes.

Con aquella palabra de Dios: “¡Escuchadlo!” todo esto ha terminado. Hay un solo mediador entre Dios y los hombres; no estamos obligados ya más a ir “a tientas” para conocer el querer divino, para consultar esto o aquello. En Cristo tenemos toda respuesta.

Hoy desdichadamente aquellos ritos paganos han vuelto a estar de moda. Como siempre, cuando disminuye la fe verdadera, aumenta la superstición. Tomemos la cosa más inocua de entre todas, el horóscopo. No existe, se puede decir, periódico o estación de radio que no ofrezca diariamente a sus lectores u oyentes el horóscopo. Para las personas maduras, dotadas de una mínima capacidad crítica o de ironía, eso no es más que una inocua tomadura de pelo recíproca, una especie de juego y de pasatiempo. Pero, mientras tanto miremos los efectos a largo caminar. ¿Qué mentalidad se forma, especialmente entre los muchachos y los adolescentes? Aquella según la cual el éxito en la vida no depende del esfuerzo, de la aplicación en el estudio y la constancia en el trabajo, sino de factores externos, imponderables; del conseguir doblegarse en propia ventaja a ciertos poderes, propios o de otros. Peor aún, todo esto induce a pensar que en el bien y en el mal la responsabilidad no es nuestra, sino de las estrellas. Vuelve a la mente la figura de don Ferrante. Convencido que la peste no fuese debida al contagio, sino “a la fatal unión de Saturno con Júpiter” él –dice Manzoni– no tomó ninguna precaución en contra de ella y así murió “tomándosela con las estrellas” (I Promessi Sposi, cap. 37).

Es en verdad desconcertante ver cómo órganos de prensa de glorioso pasado o medios de comunicación públicos, que debieran desarrollar una función educativa, se presten a una obra tan claramente poco educativa y en la que ellos son los primeros en no creer.

Debo apuntar hacia otro ambiente en el que Jesús no habla y en donde por el contrario se le hace hablar todo el tiempo. El de las revelaciones privadas, mensajes celestiales, apariciones y voces de variada naturaleza. No digo que Cristo o la Virgen no puedan hablar incluso a través de estos medios. Lo han hecho en el pasado y lo pueden hacer, evidentemente, también hoy. Sólo que antes de dar por descontado que se trate de Jesús o de la Virgen que habla y no de la fantasía de alguien o, peor, de astutos que especulan en la buena fe de la gente, importa tener garantías. Es necesario, en este campo, esperar el juicio de la Iglesia, no precederle. No nos perdemos nunca con esperar, porque en el entretiempo tenemos ya todo lo que nos es necesario para conocer la voluntad de Dios y ponerla en práctica, si lo queremos. Dante decía bien a los cristianos de su tiempo:

“Cristianos, moveos de forma más grave:no seáis como plumas a todo viento,y no creáis que cada agua os lave.Tenéis el nuevo y el antiguo Testamento,y al pastor de la Iglesia que os guía:Esto os baste para vuestra salvación” (Paraíso V, 73-78).

San Juan de la Cruz decía que desde el Tabor se ha dicho a Jesús: “¡Escuchadlo!”, Dios en un cierto sentido ha llegado a estar mudo. Lo ha dicho todo, ya no tiene más cosas nuevas para revelar. Quien le pide nuevas revelaciones o respuestas le ofende, como si no se hubiese explicado claramente. Dios continúa diciendo a todos la misma palabra: “¡Escuchadlo! Leed el Evangelio: encontraréis más, no menos, lo que buscáis”.

El Evangelio de hoy nos ha puesto delante con toda su majestad a Cristo como Maestro de la Iglesia y de la humanidad. Descendamos también nosotros de nuestro pequeño Tabor llevando en el corazón el eco fuerte de aquella invitación del Padre: “Éste es mi Hijo amado; ¡escuchadlo!”



P. Raniero Cantalamessa, de la Orden de los Frailes Menores Capuchinos


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