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sábado, 23 de septiembre de 2023

HIDALGO DESPUÉS DEL GRITO: EL NACIMIENTO DE UN EJÉRCITO


“Pocas horas me faltan para que me veáis marchar a la cabeza de los hombres que se precian de ser libres”, le dijo el cura de Dolores a la multitud que se había congregado en torno a él, en las escalinatas de la parroquia. Lo que siguió fue un remolino. En torno al sacerdote, poco a poco, se iba formando un huracán que arrasaría con el orden virreinal.



Por Bertha Hernández
La Crónica de Hoy | 17/09/2017

“Los negocios se atropellan y no tendré, por lo mismo, la satisfacción de hablar más tiempo ante vosotros”, advirtió Miguel Hidalgo, párroco de Dolores, a la gente que, sorprendida, lo contemplaba allí, parado en un escalón de la entrada de su iglesia. Lo habían encontrado, poco antes, mientras el campanero hacía repicar las campanas, desvaneciendo el sueño que aún dominaba esa oscura madrugada de septiembre de 1810.

De ese modo, el antiguo rector del Colegio de San Nicolás iniciaba un viaje sin retorno, donde las pequeñas y grandes tentaciones y glorias de la condición humana harían de él su presa, mientras perseguía la causa de la independencia de la Nueva España. Sin saberlo, también estaba diciéndole adiós a todo lo que era su mundo antes de aquella madrugada decisiva: Hidalgo jamás regresó a Dolores.

“Se retiró el señor Hidalgo”, recordó Pedro García, uno de aquellos seguidores de la primera hora. “Y comenzaron los preparativos de marchar, y todos se adelantaban entre sí para acompañarlo.” Había una razón muy concreta: el señor cura había ofrecido la invalidación de los tributos, y todavía mejor: a los que se fueran con él a la insurrección, les pagaría un peso diario si iban a caballo, y a los que se unieran a la infantería, cuatro reales. Visto así, la insurrección no resultaba mal negocio para aquellos que se sentían, con razón o sin ella, agraviados por el menosprecio en que los españoles europeos los habían tenido durante años y años.

“Cada individuo se preparaba con un garrote, honda, lanza o machete: así esperaban las determinaciones de su párroco”, contó García. Pedro José Sotelo, que en 1810 era un muchacho alfarero, que había hallado oficio y cobijo bajo la protección de Hidalgo, se dio cuenta de que el cura mandaba a sus compañeros a sacar las cosas que tenía ocultas en el taller: armas y hondas que llevaban semanas allí, y se las repartieron a los que de inmediato se sumaron al levantamiento.

Sotelo dejó en sus memorias un episodio que llama la atención sobre la decisión de Miguel Hidalgo de convertir a la Virgen de Guadalupe en la protectora y enseña del movimiento: traía con él una pequeña imagen de la virgen que se había aparecido en la Nueva España; la puso “en un lienzo blanco” y la convirtió en su secreta compañera de andanzas. Es probable que esta imagen a la que alude Sotelo fuese el escapulario, que aún se conserva, obsequio de unas monjas queretanas, y que Hidalgo llevó consigo hasta el día de su fusilamiento, en 1811.

El movimiento incesante llenó aquellas primeras horas del levantamiento. En Dolores todo era actividad. Había liberado el cura a unos 70 presos de la cárcel del pueblo, que de inmediato se alinearon a sus órdenes. Tenía Hidalgo encerrados en la prisión a todos los europeos que había en Dolores, y resolvió se los llevaría consigo, de modo que empezaron a ponerle aparejos a cuanto burro tuvieron a la mano, para llevarlos cabalgando.

LOS MIEDOS DE ABASOLO

Llegó la luz del día a Dolores. Seguía llegando gente. Hidalgo envió un mensajero, el sargento José Antonio Martínez, a la casa de Mariano Abasolo; capitán del regimiento de Dragones de la reina, como Allende, y dolorense muy adinerado. En aquel recado, Abasolo leyó las primeras órdenes de los sublevados: colaborar en la prisión de los europeos y entregar las llaves de un inquilino suyo, Antonio Gatica, en cuya morada se guardaban los beneficios de la venta del tabaco, que eran propiedad de la corona española. Todos esos recursos fueron incautados por Hidalgo para comenzar a financiar la rebelión.

Andando el tiempo, durante su juicio, Abasolo declaró que intentó desvincularse de los insurrectos. De hecho, no partió con el incipiente ejército el día 16 de septiembre. Hasta el 17 se trasladó a San Miguel el Grande [hoy de Allende] con el propósito de hablar con las autoridades de allá. Pero Hidalgo y sus huestes habían sido mucho más rápidos y ya eran dueños del lugar.

Todavía quiso Abasolo eludir el compromiso. Se encaró con Hidalgo, y le espetó: “Yo no acompaño a vuestra merced; vuestra merced ve mis circunstancias, cuáles son”. Abasolo tenía mujer, madre e hijo y una fortuna considerable, tenía mucho que perder. Pero Miguel Hidalgo no estaba para vacilaciones:

“Vuestra merced está tan perdido como nosotros y así no hay más que seguir, porque no se encuentra seguridad sino en medio de las armas”. No le dio más opciones al temeroso capitán. Abasolo aseguró después, que no tuvo fuerzas para oponerse a la voluntad del cura de Dolores.

EL NACIENTE EJÉRCITO

Todos esos intentos de Abasolo por eludir la responsabilidad ocurrirían en los momentos de derrota. La mañana del 16 de septiembre de 1810, si no se sumó con presteza al movimiento, tampoco se opuso ni se resistió a facilitar la incautación de recursos.

Apareció un caballero, Luis Gutiérrez, con 200 hombres a caballo. A ellos les encargaron custodiar a los presos europeos. Allende, en aquellos momentos, recibió el encargo de dar orden y disciplina a quienes se unieran a la insurrección. Poco a poco, se empezaba a formar el círculo de mando de aquella primera insurgencia: los señores Miguel y Crescencio Rivascacho, Dionisio Rodríguez, Julián Zamudio, un sargento Montesuma (sic) al que apodaban El Gato, un médico o “profesor de medicina” llamado José Aguirre, y algunos más.

De los locales de la alfarería y la sedería surgieron más armas ocultas: lanzas, machetes, cuchillos de monte. A los indígenas se les proveyó de hondas. Las armas que les arrebataron a los españoles también se repartieron.

Con algo de trabajo se organizaron las primeras compañías de aquellos a quienes llamarían “insurgentes”. Dieron las diez de la mañana, y Miguel Hidalgo montó en su caballo y salió a la calle: se encontró con unos cinco mil hombres, calculó Pedro García, dispuestos a echarse a los caminos a una señal del cura.

Aún hizo una pausa Miguel Hidalgo: mandó llamar a los alfareros, a los que cuidaban de la cría de gusano de seda, a los encargados de la cría de abejas y a los que cultivaban lino, todos ellos hombres que tenían oficio y sustento por las iniciativas industriosas del señor cura. A ellos no les dijo que se fueran con él; les encargó, eso sí, que cuidaran mucho lo que tenían a su cargo. A tres en particular, Pedro José Sotelo, Manuel Morales y Francisco Barreto, les envió a cobrar algunas deudas pendientes, para entregar la ganancia a doña Vicenta, su hermana, y después alcanzarlo, porque los necesitaba para que ayudaran a su hermano, don Mariano, en la complicada tarea de administrar los recursos del nuevo ejército.

Los que se quedaban, conmovidos, se echaron a llorar. Hidalgo los abrazó y consoló; les aseguró que se volverían a ver muy pronto. Sólo entonces, se dispuso la marcha de los rebeldes.

“Era digno de verse”, escribió en su vejez Pedro García. “al señor Hidalgo solo, a caballo, en medio de aquel gentío que lo veía con tanto respeto y aprecio. Salieron de Dolores. Al cruzar el río, los indígenas llenaron sus morrales de piedras para las hondas. Otros andaban procurándose un arma, la que fuera, para seguir al padre Hidalgo.

Esa multitud creciente, bulliciosa, no tan ordenada como soñara Ignacio Allende, hizo un alto en la hacienda de la Erre, donde consiguieron aperos de labranza que sirvieran como armas. Antes de entrar a San Miguel el Grande, Hidalgo se detuvo en el santuario de Atotonilco, donde tomó el gran estandarte de la Virgen de Guadalupe para hacer de ella la gran patrona de la rebelión.

El párroco de Dolores siguió su camino. Nunca volvió a su curato. Ni por un instante se le ocurrió retornar y recuperar su vida anterior. Estaba ya en el centro de un torbellino que arrasaba todo a su paso y que fue el principio del fin del mundo virreinal novohispano.

jueves, 24 de junio de 2021

LA MASONERÍA Y LA INDEPENDENCIA

 


Por Jorge Pérez Uribe | 9 de septiembre de 2012


Preámbulo


La bibliografía sobre la masonería es poco confiable, ya que es un tema recurrente en el esoterismo o en el género de “religión ficción”. Los mismos masones en sus ritos se remontan a la construcción del templo de Jerusalén y desde entonces fijan su origen. Otros gustan establecerlo dentro de la Orden de los Caballeros Templarios o bien, en otras épocas remotas; como cuando se inició la construcción de las grandes catedrales góticas. Las investigaciones históricas serias señalan su origen en el siglo XVIII y en específico consignan su nacimiento en Inglaterra, en la noche de San Juan, un 24 de junio [1] de 1717, en la cuál un nutrido grupo de caballeros ingleses se reunió en la taberna The Goose and Gridion. Tan confiable es esta fecha que encontraremos el nombre de San Juan en muchas logias que se fundaron posteriormente. Pero también la reacción del papado, 21 años después, nos hace ver lo confiable de esta fecha.


La Masonería en España


Diez años después de su fundación, el 17 de abril de 1728, se recibió en la Gran Logia de Inglaterra una carta en donde un grupo de ciudadanos británicos residentes en España solicitaban la constitución oficial de una logia en Madrid; sin embargo en 1768 fue borrada por falta de actividad. En 1729, la logia Saint John of Jerusalem solicitaba el permiso para su constitución en Gibraltar. Los historiadores consignan que en 1750, 1755 y 1772, otros grupos de ciudadano extranjeros intentaron crear logias en Madrid, Barcelona y Cádiz.

Para empeorar la situación de la masonería en España, el 20 de abril de 1738, el papa Clemente XII condenó de forma rotunda a los francmacons o Liberi muratori en su bula In eminenti, con castigo de excomunión. Ese mismo año, el 11 de octubre, Andrés de Orbe y Larreategui, Inquisidor general en España, emitía el edicto de prohibición sobre la Orden del Gran Arquitecto a todos los tribunales del Santo Oficio.

Una nueva condena, en 1751, por parte de Benedicto XIV, en su Constitución Apostólica Providas, vino a refrendar lo manifestado por su antecesor.

Ante las pruebas para acabar con la Iglesia y el Estado, que presentó el jesuita Rávago, ese mismo año, el monarca español Fernando VI, emitió un Real Decreto en que se prohibían las reuniones de francmasones.

Se puede decir que la presencia efectiva de logias masónicas en España fue nula hasta la invasión de las tropas francesas en 1808.


La Masonería francesa en España


Con la invasión Napoleónica, la masonería se convirtió en legal, además de ser apoyada por las nuevas autoridades (José I Bonaparte ocupó el cargo de Gran Maestre). Así nació una masonería bonapartista y otra compuesta por españoles afrancesados que crearon la Gran Logia Nacional de España (a esta perteneció Francisco Javier Mina).

Con la salida del ejército francés, las distintas logias desaparecieron casi por completo; y con la vuelta de Fernando VII al trono, volvió la persecución contra ellas. Tras la derogación de la Constitución de Cádiz, el primer Real decreto, fechado en mayo de 1814, prohibía tajantemente cualquier tipo de asociación clandestina. En ese mismo año se restableció el tribunal de la Inquisición, para luchar contra las “sectas anticatólicas introducidas durante la guerra de independencia”.

En una carta del monarca a su secretario de Estado Francisco Eguía, fechada en noviembre de 1817, el rey manifestaba su convencimiento de la existencia de logias en numerosas ciudades, integradas en muchos casos por militares, y le encomendaba la elección de personas de confianza para que informasen sobre las asociaciones masónicas.

Fernando VII llegó a promulgar hasta 14 decretos contra la Fraternidad, por lo que la contraofensiva no tardó en sentirse con un golpe de estado, planeado y ejecutado por la logia masónica Lautaro de Cádiz encabezada por el coronel Rafael del Riego y las tropas expedicionarias que venían a América. Riego formó una Junta Consultiva que tomó como rehén al soberano español, obligándolo a restablecer la Constitución de 1812.


Juntas soberanas y conspiraciones


A raíz de la invasión napoleónica a España y el vació de poder que ocasionaba la aprensión de Fernando VII, surgen en España juntas locales que se adjudican la soberanía, puesto que ésta al no ser ya detentada por el rey, retornaba al pueblo. En México también hay un intento de establecer una junta novohispana soberana, representado por los conspiradores de 1808: Lic. Azcárate, Lic. Primo de Verdad, Arzobispo Francisco Lizana, e incluso parece ser que el mismo virrey José Joaquín de Iturrigaray, simpatizaba con el proyecto; por lo cual los peninsulares derrocaron al virrey, apresando a los conspiradores.

Posteriormente ante el fracaso de este intento surgen conspiraciones secretas para independizar a la Nueva España en varias ciudades, siendo las más famosas, la de Valladolid en 1809, y la de Querétaro en 1810. La historia oficial oculta que Agustín de Iturbide participo en una de ellas.


“Los Guadalupes”, una sociedad secreta no masónica


El nombre de “Los Guadalupes” obedece a un concepto patriótico vinculado con la veneración de la Virgen de Guadalupe, que para principios del siglo XIX, ya constituía un símbolo de identidad entre los sectores mayoritarios de la población. Para los novohispanos, a partir de 1808, la rebelión no era una herejía, no era opuesta a la religión, sino precisamente en defensa de ella, ya que napoleón era visto como el “anticristo”, puesto que había hecho prisionero al Papa y diseminaba las ideas anticristianas de la Revolución Francesa. La causa de la emancipación era la defensa de la libertad ante el invasor francés y de la fe; por ello, tenía “el amparo y la guía de la Virgen de Guadalupe, señora y patrona del pueblo mexicano”, tal y como decía Morelos.

“Derivada de un grupo secreto llamado “El Águila, formado para apoyar la insurrección de Hidalgo y de las frustradas conspiraciones capitalinas de 1811, esta sociedad tuvo como uno de sus principales objetivos ayudar a establecer una Junta de gobierno insurgente, por lo que sus integrantes enviaron primero a Rayón y más tarde a Morelos y a Mariano Matamoros, dinero, armas, hombres, información y hasta imprentas, además de colaborar en la organización política de la insurgencia. Pero también buscaron promover sus miras autonomistas dentro del sistema, sobre todo a partir de que en 1812 se estableciera el régimen constitucional, por lo que algunos de ellos participaron con gran éxito, en los diversos procesos electorales capitalinos. Asimismo, intentaron concertar una entrevista entre Rayón y el virrey Venegas a fines de 1812, y al año siguiente buscaron acercarse al virrey Félix María Calleja, si bien ambas actividades fracasaron. La organización de “Los Guadalupes” resultó eficiente, ya que lograron mantener en secreto sus actividades durante varios años; el régimen colonial supo de su existencia y procedió en su contra por la información que obtuvo al ser derrotados [2] y perder sus archivos varios de los jefes insurgentes. La sociedad dejó de funcionar hacia 1814, cuando varios de sus principales integrantes fueron detenidos, mientras que otros fueron enviados al exilio” [3].

Algunos investigadores han identificado a varios clérigos que formaron parte de la Sociedad: Félix López de Vergara, eclesiástico y abogado; José María Alcalá y Orozco; José María Peláez y Manuel Villaverde.


La Masonería en México


Un precedente fue la sociedad secreta fundada en Jalapa hacia 1812, inspirada en la Sociedad de Caballeros Racionales establecida en Cádiz por un grupo de americanos. Descubierta por las autoridades coloniales tuvo una escasa duración de tres meses.

La masonería fue formalmente introducida en México por las tropas expedicionarias peninsulares, destacas como consecuencia del movimiento insurgente y así aparece hacia 1813, el primer grupo masón conocido como “partido escocés”, en la Ciudad de México. Si bien en un principio sus iniciados eran todos oficiales peninsulares, a lo largo de los años comenzaron a adherirse los novohispanos, que hacía 1819 ya eran numerosos.

Es de comentar que los primeros masones llegados a México, a pesar de sostener la igualdad y fraternidad entre todos lo hombres, si observaban las diferencias raciales de las castas existentes; lo que menguó el crecimiento de sus logias, reservadas a peninsulares y criollos, exclusivamente. 

En Mérida y Campeche se funda la masonería hacia 1818, por constitucionalistas desterrados de España y militares peninsulares. El levantamiento de Riego en España, es acompañado en 1820 por la reorganización de la Sociedad de San Juan, disuelta en España en 1814. Esta sociedad se conocería posteriormente como Confederación Patriótica y su promotor fue nada menos que el “padre del liberalismo” Lorenzo de Zavala, afiliado a la masonería durante su prisión en San Juan de Ulúa.

Si bien muchos masones sostienen que los conspiradores de 1808 (Lic. Azcárate, Lic. Primo de Verdad, Arzobispo Francisco Lizana, etc.), así como los insurgentes Hidalgo, Allende, Aldama, Abasolo, Morelos, etc., fueron masones; a la hora de aportar pruebas, estas no resisten el rigor del método de investigación histórica.

Caso distinto fue el de los sobrevivientes del movimiento independentista iniciado por Hidalgo y Morelos: Nicolás Bravo, Ignacio López Rayón, Guadalupe Victoria, Vicente Guerrero, quiénes fueron “iniciados” y utilizados, al término del movimiento de Independencia, para hacer fracasar el gobierno de Iturbide y el naciente Imperio, instaurando una república al estilo norteamericano.

Fue la Gran Logia Mexicana, organismo principal de la masonería escocesa, reforzada por los diputados mexicanos que habían estado en las Cortes españolas y que para entonces volvieron, entre ellos: Santa María, Mariano Michelena, Ramos Arizpe, Iturrubaría, y Mayorga, coordinados por el agente confidencial de los Estados Unidos en México, Joel R. Poinsett, quienes hicieron fracasar el naciente Imperio Mexicano. Poinsett definía así su misión: “si lograba el cambio de límites propuestos por el gobierno angloamericano se reconocería a Iturbide para que firmase el tratado respectivo; si no lo lograba había que derrocar al Emperador”.

Poinsett tuvo una entrevista con Iturbide, en la cuál le insinuó que sería conveniente estudiar la cuestión de límites entre las dos naciones. Iturbide nombró a Juan Francisco Azcárate para reunirse con Poinsett, quién le pidió la entrega de Texas, Nuevo México, las dos Californias y la mayor parte de Coahuila y Sonora. <<Naturalmente, Azcárate rechazó la proposición: “Reprimiendo la ira que me causó nos supusieran tan ignorantes en materia tan delicada –escribió el ministro de Iturbide-, le contesté que el gobierno en consecuencia del Tratado de Iguala siempre respetaría el celebrado con Onís por España, y no cedería ni un solo palmo de tierra”>> [4].

En agosto de 1822 varios generales de filiación claramente masónica: Felipe de la Garza, Antonio López de Santa Anna, Nicolás Bravo y Vicente Guerrero, declaran el Plan de Casa Mata contra la designación de Iturbide como emperador. Si bien Iturbide envió al general Echávarri a combatir a los rebeldes, ignoraba que este había sido ya “iniciado” en la masonería, por lo cuál en vez de combatirlos llegó a un entendimiento con ellos.

El Acta de Casa Mata dada la popularidad de Iturbide establecía que “El ejército, no atentaría contra la persona del Emperador, pues lo contempla decidido por la representación nacional” [5]. Como la popularidad y el liderazgo de Iturbide continuó, el Supremo Poder Ejecutivo que gobernó tras la abdicación de Iturbide, procedió a la destitución de algunas autoridades e incluso algunos fusilamientos de iturbidistas. El Congreso, ya totalmente controlado por las Logias, si bien primero le asignó una pensión, después lo declaró traidor y lo puso fuera de la ley el 28 de abril de 1824, decisión que no fue comunicada al ex emperador, por lo que éste cuando regresó fue fusilado el 19 de julio de 1824.

A efecto de cumplir su misión Poinsett funda la masonería del Rito de York, para lo cuál contó con innumerables recursos y la colaboración de Lorenzo de Zavala, José Ignacio Esteva, José María Alpuche y Vicente Guerrero. Su crecimiento fue exponencial y en poco tiempo contó con 130 Logias repartidas en la República. Esta masonería fue superditada a las logias de Estados Unidos.

Siendo presidente Vicente Guerrero fue sometido por Poinsett al mismo ofrecimiento de Iturbide, pero Guerrero, en forma análoga lo rechazó con lo cuál selló su destino, ya que posteriormente fue depuesto por el Plan de Jalapa, siendo fusilado por traidor, en Cuilapa el 14 de febrero de 1831.


Notas:

[1] Dentro del satanismo moderno el 24 de junio corresponde a la celebración de ritos de protección para los adeptos y maleficios contra los enemigos.
[2] En la batalla de Tenango, los realistas se apoderaron de una caja con cartas de “Los Guadalupes”.
[3] Virginia Guedea, De conspiradores y organizaciones secretas, Relatos e historias de México, septiembre de 2010.
[4] Alvear Acevedo, Carlos, Historia de México, Editorial Limusa, S.A. de C.V., México, 2007.
[5] Ibid.


Bibliografía:
  • Virginia Guedea, “Los Guadalupes de México”: En busca de un gobierno alterno”, UNAM, México 1992.
  • Alvear Acevedo, Carlos, Historia de México, Editorial Limusa, S. A. de C. V., México, 2007.
  • Revista Relatos e historias de México, No.25, Editorial Raíces, S. A. de C. V., septiembre 2010.
  • Revista Historia de Iberia Vieja, No.45, Edita América Ibérica, España

viernes, 6 de septiembre de 2019

LA TRÁGICA VIDA DE EPIGMENIO GONZÁLEZ, EL INSURGENTE OLVIDADO


Obra anónima, Epigmenio González, siglo XIX, óleo sobre tela. Museo Regional de Querétaro, Secretaría de Cultura.Inah.mx

Presentación 


Uno de los próceres de nuestra independencia, caracterizados por su visión organizativa, su entrega y su valor, fue nada menos que el queretano Epigmenio González, quien infortunadamente fue apresado la noche del 14 de septiembre e inmediatamente encarcelado. Dejó plasmadas sus ideas en varios documentos y finalmente escribió unas brevísimas memorias que ha publicado el Gobierno del Estado de Querétaro. Hombre de gran corazón había adoptado dos niños, y cuidaba de una anciana ciega y de un aprendiz de carpintero. Modesto como fue, no incluye en estas memorias sus valiosas aportaciones a la organización del Movimiento de Independencia; pero algunas de ellas fueron seguidas por don Miguel Hidalgo. El historiador Jesús Reyes Bustos, realizó una exhaustiva investigación sobre su vida que publicó en la Revista Relatos e Historia de México, y que presento a continuación: 


Por: Jesús Reyes Bustos 

Fue uno de los primeros insurgentes pero hoy está casi en el olvido. Pasó veintisiete años en prisión, la mayor parte de ellos en la lejana Filipinas, mientras muchos ya lo daban por muerto. Cuando pudo regresar, ahora su país se llamaba México. No deseó volver a Querétaro, donde había participado en la conspiración que detonaría el movimiento de independencia. Pasó sus últimos años como velador en Guadalajara y nunca quiso saber nada de homenajes ni de la pensión por sus servicios a la patria que ayudó a forjar. 

“Viernes 14 de septiembre. La noche de este día fue apresado D., comerciante y con tienda en la Plazuela de San Francisco, por haberse descubierto cómplice de un levantamiento que tenían premeditado varios individuos. Se encontraron en su casa una porción considerable de balas y cartuchos”. Este era el testimonio que don Francisco Javier Argomániz, vecino de la muy noble y muy leal ciudad de Santiago de Querétaro, plasmaba en su diario en 1810. También confirmaba, en la página del día siguiente, que el corregidor don Miguel Domínguez estaría por correr con la misma suerte, al igual que otros vecinos. 

A partir de aquel viernes, en dicho diario quedarían plasmadas las noticias de que se iba enterando por periódicos, chismes o por ser testigo: que si ya atacaron los independentistas la ciudad de Celaya, que si ya Guanajuato, que si ya murió el “revoltoso” cura Miguel Hidalgo o que si ya encontraron documentos en la celda de don Epigmenio y que ahora sí será condenado a muerte por andar alebrestando a la gente desde la cárcel, en lugar de haberse acogido al indulto real y recuperar su libertad, sus bienes, su buen nombre y su buena posición social, como súbdito responsable y formal de la Corona española que había sido, desde que heredara la famosa tienda La Concepción, en pleno centro de la ciudad queretana, frente a un imponente conjunto franciscano. 

Pero, ¿quién fue Epigmenio González, a quien se le encontraron armas en su casa y después panfletos en su celda, luego de años de estar preso y haber muerto su hermano en los calabozos? ¿Quién se atrevía a seguir en pie de guerra desde lo más profundo de la derrota, desde la Bartolina del Diablo, en el convento queretano de la Santa Cruz? ¿Qué se habría creído ese tal Epigmenio, que aprendió a leer y a escribir confrontando a un sistema que hacía casi imposible que los nacidos pobres tuviesen acceso a una educación formal? ¿Por qué, siendo huérfano y a cargo de su hermano menor Emeterio, pudo levantarse, ganarse la confianza de una mujer rica al grado de que lo nombrara cajero de una de sus tiendas, y que al morir le legara aquel negocio y una casa? ¿Quién carambas es, pues, aquel señor González, que en la actualidad da nombre a una delegación, calles, escuelas o novelas, pero que no es nombrado en las ceremonias del Grito de Independencia de las noches del 15 de septiembre? 



Bajo el cielo queretano 


José María Ignacio Juan Nepomuceno Aparicio Epigmenio nace el domingo 22 de marzo de 1781, a las orillas del poniente de la ciudad de ese Querétaro que aún pertenecía a España, cuando su acueducto tenía la primera capa de estuco y las casas de los peninsulares ricos tenían esclavos; cuando las reformas borbónicas apretaban más el cinturón sobre las colonias hispanas y el saber leer y escribir no era siquiera imaginado para la gente pobre como él. 

Su padre muere cuando él tiene cuatro años y su madre meses después. Queda, junto a su hermano Emeterio de un año, a cargo del abuelo Manuel, albañil de oficio. A los diecisiete pierde al abuelo. Entonces quedan a cargo de Carmen Covarrubias, acaudalada mujer, quien debió haber notado que aquel jovencito poseía una inteligencia fuera del rango medio y sensibilidad de poeta. A Epigmenio se le da hacer cuentas y escribir versos en una época de relativa calma; de esas calmas chichas que son cimbradas por las noticias de guerras entre España y Francia e Inglaterra; de aquellas pausas rotas por el cólera morbo que se lleva a cientos de súbditos y de lo que él será testigo. 

Cuando doña Carmen muere, le lega La Concepción y una casa en la calle del Gusano. Ahora, el joven cajero Epigmenio, apoyado por su hermano, debe seguir prosperando en aquel negocio, conocido en esos tiempos como tienda de indios, y vender entre los habitantes de la ciudad y los empleados de las haciendas que la rodean. También debe mediar entre los gremios de panaderos, dulceros o carniceros y el pueblo. 

Si quiere mantenerse con el mejor surtido entre los pocos negocios de la ciudad, debe tener siempre sus cueros de res, zaleas de borrego y oveja, pieles de chivo y cabra, sebo, manteca, gallinas y pollos, maíz, frijol, cebada, chile, garbanzo, trigo, paja, jarcia, carbón, leña, piloncillo de la sierra, tuna de todas clases y, desde que la Real Audiencia lo permitió, chinguirito que él mismo preparaba con agua, azúcar, anís, canela y uno que otro aroma; además de ofrecer las novedades del mercado del Parián de Ciudad de México, delicias de criollos, peninsulares y de las cocinas conventuales. 

Epigmenio ronda los veintiún años. El amor, por supuesto, se encuentra en la ciudad a flor de piel. Hay tiempo para pasear, para ver y ser vistos, para disfrutar del aroma a cantera mojada que proviene de cada casa, de cada piso, de cada convento y fuente de Querétaro. Los huertos familiares crean un maremágnum de fragancias: durazno, chabacano, higo, chirimoya, zapote, rosas, huele de noche y todo lo que el lector imagine en una ciudad de provincia de hace dos siglos. ¡Ah, lo olvidaba!: el silencio, aquel silencio que exige ahora mucha imaginación, roto apenas por el mugido de la vaca, el relincho de las docenas de caballos, el balido de chivas y borregos, los rebuznos y bramidos, junto a los cantos de todas las palomas y pájaros chillones que aman retozar por las calles. 

Ahí, entre todo ello, el amor aparece en forma de una india que cuida los hijos de un acaudalado español y a quien envían, de vez en vez, por el mandado a la tienda y luego el acomedido cajero la ha de acompañar, cargando la canasta. Aquel joven, amante de la poesía, conocedor de las letras y los números, de alma sensible y con el coraje necesario para ignorar las críticas, se casa con aquella india de nombre Anastasia Juárez. Debido a su posición de rico comerciante, el matrimonio no debió haber sido muy bien visto (este es uno de los puntos a resaltar para comprender, en ulteriores líneas, su actuar). 

Al año de casados procrean un hijo, que muere apenas nacido. Al año siguiente les sucede lo mismo y al siguiente igual. La impronta que debió haberse acuñado en el rostro de ambos padres debió haber sido fuerte, terrible. Por si esto fuera poco, meses después, el cólera, implacable, retorna por su esposa. Se puede uno imaginar a este hombre devastado por la desesperanza, máxime si existe la obligación moral y religiosa de traer al mundo los hijos que Dios envía y que recuerden su paso por este mundo. 



De la conspiración a la guerra 


No obstante aquel dolor, en febrero de 1810, a pocos meses del deceso de doña Anastasia, acepta la invitación a ser parte de las juntas de conspiración que detonarían la Guerra de Independencia: “El que escribe, asociado de Mariano Lozada y Francisco Lojero, tuvimos noticia del proyecto mencionado por el sota-alcaide de la cárcel de Querétaro, don Ignacio Pérez, agente secreto de la señora esposa del Corregidor, don Miguel Domínguez […] erogando los gastos necesarios […] en comprar efectos para munición […] acopiar armas y en fin, en gratificar a algunos de los comprometidos que a menudo pedían el diario para sus casas, y era fuerza darles lo que pedían para tenerlos gratos”. 

Hubo cuatro delaciones antes de aquel 14 de septiembre, cuando comenzaron las detenciones y la paranoia. Mientras el domingo 16 el cura Hidalgo, el capitán Ignacio Allende y ochenta personas más comenzaban la lucha en el pueblo de Dolores (Guanajuato) y atacaban pequeños poblados en derredor de la ciudad de Querétaro, dentro de esta se escondía quien podía, se acusaban unos a otros y había quienes permanecían en la cárcel, como los hermanos González. Se ha de mencionar, sin embargo, que en no pocas ocasiones hubo quienes se retractaron de sus intenciones de rebeldía y aceptaron el indulto real, por lo que sus posesiones y libertad les fueron devueltas. 

La historiografía oficial da cuenta de las batallas y los altibajos sucedidos durante los once años que duró la cruenta guerra, pero habría que rascar un poco más para enterarse de qué es lo que sucedía en otros frentes, como en los calabozos de la ciudad de Querétaro, en los interminables juicios por infidencia, en las ejecuciones por fusilamiento, en la horca o la biepicota, además de la mutilación de miembros en la Plaza de Armas, donde aún se encuentra el Palacio de Gobierno. 

Las poco más de doscientas personas inmiscuidas en la conspiración, en una ciudad que fluctuaría entre veinticinco y treinta mil habitantes, nos darían una idea de la dificultad de mantener estas reuniones en secreto: cantinas, pulquerías, confesionarios y traiciones hicieron que se convirtiera en un verdadero secreto a voces. Tomando en cuenta que hay, de menos, cuatro delaciones documentadas, se podría inferir que las autoridades solo esperaban el momento propicio para actuar. Aun así, como ya se sabe, ese movimiento que se tenía planeado estallar el 12 de diciembre de 1810, logró propagarse de manera tal que a los mismos organizadores sorprendió. 



El largo y lejano encierro

 

Lo que sucede después del Grito de Dolores es harto conocido, pero ¿y don Epigmenio González, quien resultó el primero en ser detenido? Ciertamente no vivía solo. En su casa apresaron también a su hermano Emeterio; a José el cohetero, quien hacía la pólvora y los cartuchos; a su criado Antonio García y su esposa; a un aprendiz de carpintero, a quien permitía pernoctar en su casa; a dos niños huérfanos que acababa de adoptar, y a una anciana ciega, a quien habían recogido de las calles pocos meses atrás. Dice don Epigmenio en sus memorias –de apenas doce páginas– que a él y a su hermano los llevaron a la cárcel militar y al resto a las reales cárceles. 

Mientras la lucha por la independencia seguía a lo largo de aquella Nueva España y se expandía por el centro y sur de América, los hermanos González solo iban de cárcel en cárcel. Así, Emeterio muere en 1813 en un calabozo y, un par de años después, a don Epigmenio le encuentran un panfleto que la Santa Inquisición refirió como “libelo infamatorio, incendiario, cismático, fautor de herejía, respectivamente herético en algunas proposiciones y sumamente injurioso y ofensivo al Santo Oficio”, por lo que lo condenaron a muerte. 

A punto de llevarse a cabo la sentencia contra Epigmenio, a la manera hollywoodense, llega un correo a Querétaro que trae una orden judicial, en la que se permuta la pena de muerte por el exilio en las islas Marianas (en el Pacífico) por diez años, los que devinieron en veinte pero en las Filipinas, al sur de la lejana China. ¿Qué habrá pasado por la mente de este queretano, de este habitante de Tierra Adentro, al saber que lo enviarían al otro lado del mundo? 

De nueva cuenta se le arrojan las circunstancias presentes desde pequeño: orfandad, ausencia de bienes materiales (fueron rematados y repartidos por las autoridades novohispanas), separación de sus seres queridos, y ahora de su terruño, además de estar en calidad de preso. Se puede uno dar la idea de un viaje en mula hacia Ciudad de México y después, en carreta, acondicionada como jaula, al puerto de Acapulco, para de ahí costear hasta Baja California, donde toma un navío más grande y, junto a otros presos, cruza el océano Pacífico, aprovechando las corrientes del Curosivo (o Kuro-Shivo) y los vientos alisios y contra alisios para, después de seis meses, arribar al Japón. Esto sin contar los tifones, las constantes amenazas piratas, el escorbuto y la terrible sed y hambre que eran comunes en aquellos larguísimos viajes. 

Llegar al Japón y caer en cuenta que los idiomas serán un nuevo escollo. De ahí a las islas Marianas y finalmente a las Filipinas, archipiélago compuesto por más de cinco mil islas e islotes, donde los idiomas ilocano, tagalo y docenas más serán los que escuchará durante los siguientes veinte años. Los presos en aquellas islas son los que la Corona española consideraría más peligrosos y dignos de arrinconar, hacinados y enojados: piratas, asesinos, estafadores, violadores de diferentes nacionalidades, como ingleses, franceses, holandeses, chinos, hindúes, malayos y otros. 

Don Epigmenio arriba a este lado del mundo aproximadamente en 1817. En 1821 México declara su independencia. España, sin embargo, no la reconoce sino hasta diciembre de 1836, entre intermitentes intentonas para recuperar sus antiguas colonias en América. Hasta ese año la reina Isabel II ordena liberar a todos los presos por infidencia en sus diferentes cárceles. Las islas Filipinas, aún posesión hispana, no son la excepción. 

Meses después de aquella orden, Epigmenio es puesto en libertad… pero en Manila. La cárcel de Bilibid es la última que lo alberga; cerca hay un mercado. Podría ser que este queretano haya pensado muy seriamente regresar a la seguridad del calabozo, donde bien podía mantener algunas canonjías como escritor de correspondencia de los demás reos. Podría ser, también, que este hombre cincuentón se hubiese paralizado por tanta libertad de golpe, pensando qué hacer, después de veintisiete años de cárcel. 



De vuelta a la patria


En México se le daba por muerto; un callejón frente a la Plaza de Armas de Querétaro llevaba su nombre desde 1827; su pensión por servicios prestados a la patria la cobraban entre su prima y aquellos niños huérfanos que recogiera. Ya había sido nombrado Benemérito de la Patria y ¡él seguía vivo al otro lado del mundo! 

La historia oficial dice que un español lo trajo de nuevo a México. Como quiera, supo regresar. Se quedó a vivir, sin embargo, en la ciudad de Guadalajara. Ya no quiso retornar a Querétaro ni que se le regresaran sus bienes confiscados, ni tampoco su pensión. 

Con la perspectiva que otorgan dos siglos de distancia, podemos elucubrar que no quería ya nada de la ciudad donde fue traicionado o que, al estar en prisión por casi tres décadas, no le cabían esperanzas ni rencores. Comprender el poder de la paciencia, encerrado en calabozos por días… meses… años…, le debieron haber otorgado una idea de las posesiones y del tiempo que muy difícilmente alguien más tendría. Si le regresaban o no sus bienes, le daría lo mismo; si le hacían homenajes o no, también. 

El ayuntamiento de Guadalajara le otorga dos pequeñas casas y después le dan empleo como velador de la Casa de Moneda de la capital jalisciense. Fallece bastante viejo para la época: a los 77 años. El cólera, implacable, le ocasiona la muerte en aquella casa de la calle De los Pericos. Era el 19 de julio de 1858, cuando la Guerra de Reforma se encontraba en su apogeo. 

En la época en que se creó el santoral cívico de este nuevo país, se llamó a crear himnos, se retomaron héroes prehispánicos y símbolos, por lo regular bélicos, que fomentaran el sentido de pertenencia y la identidad mexicana. La lucha de Epigmenio González no fue en el frente de batalla; tampoco fue ideólogo, ni militar ni sacerdote; su lucha se dio al interior de sí mismo para no volverse loco, para no suicidarse y poder retornar a México para servir como ejemplo. Es tiempo de retomar este tipo de modelos, ¿no creen?

Bibliografía:
  • Memorias de Don Epigmenio González. Relato histórico de los principios de la revolución de Independencia en Querétaro. Ediciones del Gobierno de Estado, Querétaro, 1970.
  • Revista Relatos e Historias en México, N° 119, México, 2018, mes de julio

jueves, 27 de septiembre de 2018

EL ACTA DE INDEPENDENCIA, UNA DECLARACIÓN MUY PECULIAR



Por: Alfredo Ávila Rueda 

Nuestra declaración de independencia es diferente a las del continente americano, donde casi todas fueron hechas en plena guerra. La mexicana fue redactada cuando la independencia ya era un hecho consumado.

El 28 de septiembre de 1821 una junta, reunida poco antes en el pueblo de Tacubaya, promulgó el Acta de Independencia del Imperio Mexicano. El origen de ese documento y de la misma junta que lo promulgó estaba en el plan de independencia que, en febrero del mismo año, proclamó el coronel Agustín de Iturbide en Iguala. En dicho plan se alababa a España como la nación más “piadosa y magnánima” del mundo, que había criado a la América Septentrional, es decir, a Nueva España. De tal forma, se suponía que el nuevo país había alcanzado fuerza y unidad, por lo cual se separaba de la antigua metrópoli. De hecho, una de las metáforas que más se usaba en la época para justificar la independencia era, precisamente, la del vástago que alcanzaba la mayoría de edad y podía, por lo mismo, emanciparse, lo cual no significaba una ruptura con la casa paterna.

En agosto, el Tratado de Córdoba ratificaba aquellos principios que culminarían con el Acta de Independencia. Ahora bien, en este documento, España, la “nación piadosa”, era vista como una potencia que, “por trescientos años”, había oprimido a la nación mexicana. Como casi todas las declaraciones de independencia del mundo, afirmaba que el “Autor de la Naturaleza” había concedido derechos “inenagenables [sic] y sagrados”. A diferencia de la declaración de Estados Unidos, que por ser la primera sirvió como modelo a muchas que vinieron después, los derechos los ejercía la nación y no las personas.

En los siguientes párrafos, la declaración redactada por el abogado Juan José Espinosa de los Monteros se deshacía en halagos a Iturbide, un genio, superior a toda admiración y elogio”, a quien consideraba único responsable de que México recuperara sus derechos y se convirtiera en una nación independiente y soberana. En resumen, no parecía que hubieran sido los mexicanos los que pelearon para recuperar sus derechos, sino el jefe del Ejército de las Tres Garantías quien se los dio a la nación. 



Un caso excepcional 



Como puede verse, se trata de un documento peculiar, en especial si lo comparamos con otras actas proclamadas en el continente americano en los años anteriores. Para empezar, la declaración mexicana se hizo en un momento en el que el país era ya prácticamente independiente. La guerra estaba reducida a Veracruz; en concreto, al castillo de San Juan de Ulúa, que todavía estaba en manos de los españoles. En cambio, la primera declaración de independencia, la de Estados Unidos, fue signada en 1776, pero el conflicto bélico continuó por varios años. Los ejércitos británicos estuvieron a punto de eliminar a los colonos que peleaban por la emancipación y la guerra cada vez se volvió más cruenta.

Algo parecido ocurriría en América del Sur. En Caracas, la proclamación se realizó en julio de 1811, cuando la guerra apenas empezaba. Las tropas españolas ocuparían esa ciudad en poco tiempo y los ejércitos patriotas fueron derrotados y replegados. La guerra se mantuvo por una década con una intensidad cada vez mayor.


Nueva España y las provincias internas también pasaron el mismo proceso. La primera declaración de independencia de estas regiones se proclamó en San Antonio de Béjar, en Texas, en abril de 1813. Los rebeldes de esa región enfrentarían derrotas y el fortalecimiento de las autoridades españolas. Muchos kilómetros al sur, en Chilpancingo, el Congreso reunido por José María Morelos también declararía la independencia, en un momento en el que la estrella del gran caudillo empezaría a declinar, tanto política como militarmente. En poco más de un año, la insurgencia ya no representaría ningún peligro para el dominio español. Lo normal era eso, como ha señalado el historiador británico David Armitage, mientras que las declaraciones de independencia hechas al final de cada proceso revolucionario fueron excepcionales antes del siglo XX.


Todas estas actas se hicieron en medio de conflictos cuya resolución no era previsible. Por eso, las discusiones de las asambleas que las elaboraron presentaron discrepancias, dudas y posibilidades. De nuevo, el caso de Estados Unidos es ejemplar, y no sólo por haber sido el primero. El Segundo Congreso Continental que se reunió en Filadelfia no tenía planeado siquiera presentar una declaración. Al contrario, muchos de los delegados que allí se reunieron favorecían el diálogo con las autoridades británicas, con el objetivo de obtener derechos. Para su mala fortuna, en Londres el Parlamento condenó a los colonos rebeldes como traidores. Cuando estas noticias llegaron, algunos de los más destacados patriotas consideraron que no había más alternativa que romper definitivamente con los ingleses y crear una república. Por supuesto, otros se opusieron. No parecía conveniente enfrentarse a Gran Bretaña, la principal potencia militar y mercantil de la época. Romper con el rey también resultaba una medida muy radical. Las discusiones fueron muy acaloradas y la unidad entre las trece colonias estuvo a punto de romperse en varias ocasiones. 


Obra de John Trumbull, Declaration Of Independence, Ca. 1810, óleo sobre tela. Biblioteca del Congreso, EUA.

En el Congreso de Anáhuac también hubo controversias. Para José María Morelos, la primera misión de aquella asamblea sería, precisamente, la proclamación de la independencia, como quedó señalado en el primer artículo de sus Sentimientos de la Nación. Poco después de que se instaló el Congreso, el diputado Ignacio López Rayón llamó la atención acerca de los inconvenientes de esa medida. Recordó que en un principio el movimiento insurgente impulsó un gobierno propio para el país, pero sin romper con el rey Fernando VII. Cambiar eso y declarar la independencia absoluta podría ocasionar, entre otras cosas, que la Gran Bretaña auxiliara a España en su empeño por mantener el dominio americano. En el sur del continente la incertidumbre también estuvo presente en la asamblea reunida en Tucumán en 1816, cuando declaró la independencia de las Provincias Unidas de Sudamérica en el antiguo virreinato del Río de la Plata. 

En cambio, los vocales de la Junta Provisional Gubernativa del imperio mexicano publicaron el Acta de Independencia al día siguiente de que el Ejército de las Tres Garantías entrara en la ciudad de México. Esta Junta había sido nombrada por Agustín de Iturbide, en cumplimiento del plan de independencia elaborado en Iguala en febrero de 1821. Esto también resultaba una anomalía comparada con las asambleas previas que, siquiera formalmente, estaban integradas por delegados que representaban a las colonias o a las provincias que darían forma a los nuevos países independientes. 


México y Haití 


Al menos en los aspectos mencionados, el Acta de independencia mexicana se parecía a la de Haití. El documento proclamado en Gonaives el 1 de enero de 1804 se hizo poco después de que las tropas francesas habían salido derrotadas de la isla y fue firmada por varios oficiales designados por el general en jefe del “pueblo haitiano” y del “ejército indígena”, Jean-Jacques Dessalines. Ni el acta haitiana ni la mexicana se hicieron en nombre del pueblo o de las provincias que integrarían al nuevo país independiente, tal como empezaba la mayoría de las declaraciones que, desde la de Estados Unidos, venía repitiendo con algunas variantes la misma fórmula: “Nosotros las personas de Estados Unidos, reunidas en congreso declaramos…”; “Los representantes de las provincias unidas de Sud América declaramos…”

En el caso del Imperio mexicano, el Acta empleaba la tercera persona del singular: “La nación mexicana que, por trescientos años, ni ha tenido voluntad propia, ni libre uso de la voz, sale hoy de la opresión en que ha vivido”: Tal como sucedía con el caso haitiano, esa independencia era obra del genio militar que había encabezado la insurrección. La opresión española había ocasionado la emancipación mexicana; la “crueldad francesa contra los naturales”, la haitiana. El libertador mexicano se convertiría en emperador pocos meses después de su entrada en la ciudad de México, lo mismo que el haitiano después de derrotar a los ejércitos franceses. Ambos tendrían un reinado breve; ambos, un fin trágico.

Las semejanzas entre el caso haitiano y el mexicano se limitan a esos pocos aspectos políticos. El movimiento encabezado por Dessalines era la culminación de una revolución que abolió la esclavitud y promovía la igualdad de derechos, mientras que el de Iturbide se hizo en buena medida, en contra de las propuestas revolucionarias del liberalismo y fue encabezado por oficiales que, en su mayoría habían combatido la insurrección social que estalló en 1810. 

Entre los firmantes de la declaración de 1804 había una gran cantidad de mestizos descendientes de africanos, algunos de los cuales fueron antes esclavos. Los que signaron la de 1821 eran todos descendientes de españoles, algunos nacidos en la propia península ibérica. Para Iturbide, la igualdad buscaba la armonía entre las personas que nacieron en el continente americano con los que provenían de España, mientras que para Dessalines la igualdad era para todos los haitianos, sin incluir a los franceses. No obstante, las dos declaraciones estuvieron hermanadas por las semejanzas señaladas en los párrafos anteriores, que las distinguieron de las otras proclamadas en el continente.




Fuente: Revista Relatos e historias de México, N° 102, Año IX, México, febrero 2017

jueves, 17 de agosto de 2017

EL RÉGIMEN BORBÓNICO Y SUS REFORMAS EN LA NUEVA ESPAÑA




CARACTERÍSTICAS PRINCIPALES DEL GOBIERNO BORBÓNICO (1763-1810)


La época Borbónica de la Nueva España ha sido considerada como el siglo de oro colonial, debido al auge económico que caracterizó su siglo XVIII. Sin embargo, al analizar un poco más las características de este periodo, se observan una serie de reformas económicas y políticas que ocasionaron profundos desajustes sociales. Por lo que se puede decir que este momento, más que la culminación de doscientos años de historia colonial, fue una nueva reconquista de América.

Al principio de su administración los Borbones se mostraron reacios a establecer cambios radicales, pero después de la humillante derrota de España en la Guerra de los Siete Años, que terminó con la captura de La Habana por los ingleses y con el retiro de la influencia francesa sobre América por la firma del Tratado de París, la metrópoli se sintió sola y amenazada por un enemigo cada vez más poderoso; sólo entonces se decidió efectuar cambios.

Antes de describir someramente lo que fueron éstas reformas, cabe señalar que partieron de dos intereses fundamentales: obtener ganancias y poder. No hay en ellas una concepción globalista de la sociedad, como el aportado por la visión tomista; tampoco se encuentra una preocupación filosófica, jurídica o moral que justifique las intenciones más prácticas de obtener utilidades y el deseo de acercarse al modelo inglés --la nueva potencia.

a. Los objetivos de las reformas borbónicas
b. Reformas a la iglesia
c. Reformas al gobierno
d. Reformas Económicas


a. Los objetivos de las reformas borbónicas



El texto fundamental que inspiró estos cambios fue el libro de José Campillo titulado: Nuevo sistema de gobierno económico para la América, en donde se había incorporado intacto el proyecto económico de Bernardo Wall. En el libro se comparaban las grandes ganancias de los franceses y los ingleses obtenidas de sus colonias, frente a las ridículas utilidades que España percibía de su gran imperio. Para mejorar esta situación se recomendaba la terminación del monopolio comercial de Cádiz, la distribución de la tierra entre los indígenas, el fomento a la minería y la creación de un mercado que acogiera los productos españoles. Con objeto de lograr este último aspecto, se sugería la necesidad de reformar al gobierno y de liberar a la economía de los nefastos monopolios y trabas al comercio.

El personaje que puso en práctica éstas ideas fue José de Gálvez, abogado malagueño, quien fue enviado como visitador a la Nueva España, y en pocos años logró atraerse la enemistad de muchos sectores de la sociedad novohispana (1761-1771). Sin embargo más tarde fue nombrado ministro de las Indias (1776-1787).

Las ideas de Gálvez pretendían, en primer lugar, recuperar los canales independientes de la Metrópoli, que se habían desarrollado desde el siglo XVII, para lo cual tuvo que afectar los intereses de la Iglesia y el gobierno; y en segundo lugar, obtener más utilidades para la Corona, por lo que se reestructuró a la economía.



b. Reformas a la iglesia



Las reformas a la Iglesia tuvieron dos objetivos principales; uno político y otro económico.

Desde el punto de vista político se trató de reducir el poder de la Iglesia mediante ataques a la jurisdicción y a la inmunidad del cuerpo eclesiástico, quitando fueros y privilegios personales. A la orden religiosa que más se atacó fue a la Compañía de Jesús, ya que los jesuitas no estaban sujetos al Patronato Real y dependían directamente del Papa. Finalmente el 25 de junio de 1767, antes de rayar el alba, en la Casa de la Profesa y en todos los colegios de la Nueva España se presentó el ejército y el delegado del virrey les notificó que, por orden de Carlos 111, desde ese momento quedaban incomunicados y tendrían que salir rumbo a España, sin otra cosa que la ropa necesaria, un breviario y el dinero que perteneciera a cada quien. Todos los bienes de la Compañía, incluyendo libros y escritos de cada jesuita, quedaron bajo secuestro. La misma mañana en que se les puso presos, el virrey publicó la orden de destierro "con la prevención de que estando, todos los vasallos de cualquier condición y dignidad, obligados a respetar y obedecer las justas resoluciones del Soberano... deben saberlos súbditos del Gran Monarca de España, Que nacieron para callar y obedecer y no para discutir ni opinar en los altos asuntos del gobierno". A pesar de las precauciones tomadas por el Estado, que sabía del gran descontento que producirían éstas medidas, hubo motines populares en Pátzcuaro, Guanajuato, San Luis de la Paz y San Luis Potosí, con los que se trató de impedir la salida de los padres; sin embargo las represalias fueron tan grandes, que fueron ejecutadas 69 personas.

Durante la época de los Austrias la Iglesia llegó a controlar grandes extensiones de: tierra en la Nueva España. No obstante, este control fue esencialmente involuntario e indirecto. Como afirma Michael Costeloe, algunos terratenientes devotos gravaban sus propiedades para hacer donaciones destinadas a obras pías o bien contribuían con dinero a varias organizaciones que pertenecían a la Iglesia. Las primeras constituían hipotecas perpetuas y las donaciones en efectivo, junto con los diezmos, llegaron a ser una fuente de capital de inversión para los terratenientes que necesitaban dinero. Y como la Iglesia era la que controlaba estas importantes cantidades de activos, se convirtió de manera inevitable, en el banquero de la Nueva España (M. Costeloe, 1967 pp. 271-293).

Frente a esta situación, el objetivo económico de reformar a la Iglesia fue dado en 1804 en la Real Cédula sobre enajenación de bienes raíces y cobro de capitales de capellanías y obras pías para la consolidación de vales reales. La aplicación de ésta cédula le produjo a la Corona alrededor de 12 millones de pesos.

Las consecuencias de estas innovaciones fueron gravísimas, no sólo por el descontento que ocasionaron sino por los serios desajustes sociales y económicos que produjeron. Para que la Iglesia pudiera ciar al Estado lo que éste pedía, se vio en la necesidad de cobrar sus préstamos e hipotecas, lo que alteró toda la estructura productiva del virreinato, gestada a lo largo de dos siglos.

Las implicaciones sociales también fueron severas y afectaron a toda la sociedad, pues se redujo el papel social de la Iglesia en escuelas, hospitales, manicomios, orfanatorios, etc.; y además no se crearon substitutos de éstas. Hubo motines y se recurrió al ejército para sofocarlos. Esto también fue una novedad, pues la Iglesia había sido el gran pacificador social.

Antes, cuando había levantamientos eran los religiosos quienes salían a calmar a la plebe.

Bajo los Borbones, el instrumento favorito fue el ejército; se buscó reprimir y sujetar, no pacificar.



c. Reformas al gobierno



Una de las instituciones que más trató de combatir Gálvez fue la del virrey, porque consideraba peligroso que una sola persona tuviera tanto poder; para esto se utilizó el sistema de intendencias, copiado de los franceses y adoptado años antes en España. A la cabeza de las Intendencias se puso, gente que ejercía todos los atributos del poder justicia, guerra, hacienda, fomento de la economía y obras públicas. Esta reforma afectó a todos los poderes existentes anteriormente, desde los ayuntamientos hasta la Real Audiencia, incluyendo al virrey.

Por otra parte, el visitador se esforzó en excluir a los criollos de estos cargos, dando preferencia a peninsulares recién llegados, muchos de ellos eran sus paisanos o parientes.

A su vez se impulsó grandemente al ejército, que aumentó considerablemente durante ésta época; antes prácticamente no existía, ni tenía gran fuerza.

A pesar de que estas reformas no pudieron ser aplicadas muy consistentemente en todo el virreinato, sí lograron crear divisiones y competencias por el poder entre diversas facciones que anteriormente estaban unidas y formaban parte del mismo estamento.



d. Reformas Económicas



La finalidad principal de estos ajustes fue modernizar la economía para hacerla más rentable y productiva en beneficio de España y sobre todo el Estado.

La primera novedad fue que la Corona pretendió participar más directamente en estos asuntos. Se hizo una reforma administrativa a fin de que fuera el gobierno quien cobrara los impuestos que se habían venido arrendando, a pesar de la oposición de algunos virreyes como el de Revillagigedo. Para esto fue necesaria la creación de todo un cuerpo burocrático administrativo, pagado por el Estado (ya no como servicio público) y destinado al cobro. Además se aumentaron los impuestos.

La mayor participación de los Borbones en la economía no se redujo sólo al aspecto fiscal, sino que también se establecieron monopolios reales; la Corona se transformó en empresario. Se afectaron monopolios privados, entre ellos el del tabaco, para sustituirlos por monopolios reales.

Se buscó fomentar y apoyar a ciertos sectores económicos particulares, fundamentalmente a los que estaban orientados a tener un comercio con España, por medio de estímulos fiscales y otros apoyos. La actividad más favorecida fue la minería. Se creó la escuela de minería, se organizó a los mineros en un gremio que tenía tribunales propios y jurisdicción en los asuntos mineros.

La creación de los monopolios reales, así como el apoyo exclusivo a ciertos sectores económicos, ocasionó una gran desigualdad en la distribución del ingreso que se concentró en pequeños grupos.

Por ejemplo, el monopolio real del tabaco tuvo graves consecuencias en amplios sectores de la población más pobre, los cuales vieron todavía más reducidas sus fuentes de ingreso; entre ellos estuvieron los cultivadores, los fabricantes, los comerciantes modestos y los artesanos de las ciudades, que se dedicaban a la producción y comercialización del tabaco, de puros y cigarrillos.

El auge minero fue financiado por el sector agropecuario, pues las minas estaban localizadas fuera de las zonas con alto índice demográfico, así que fue necesaria la creación de todo un complejo agrícola que proporcionara tanto el alimento para los trabajadores y bestias de carga, como cuero y sebo para el transporte y beneficio del mineral. Por eso la mayor parte de las minas contaba con su hacienda, ya que el precio de los alimentos y de los insumos fueron el renglón más importante en los costos de producción de los metales y había que reducirlos. Según afirma Palerm, el éxito de la actividad minera debió convertirse en el éxito de la agroganadería que determinaba la mayor parte de sus costos, tanto en mano de obra, como en insumos. Por otro lado, la mayor parte de los grandes mineros eran hacendados, funcionarios y comerciantes; así, la duplicidad de roles permitió hacer transferencias de recursos de un sector a otro; estas transferencias fueron en detrimento de la rentabilidad del sector primario que acabó por arruinarse. Su ruina trajo consigo la crisis minera (1808), pues se había agotado su fuente de financiamiento (A. Palerm, 1976, pp. 17-31).

Respecto al comercio se apoyó y estimuló al exterior, mientras que se afectó al interior con aumento de impuestos. Este último había crecido mucho en el siglo XVII.

Para el Estado estas reformas fueron muy productivas. La Nueva España llegó a ser la segunda fuente de ingresos para la Corona, superada sólo por la península. En total México llegó a aportar anualmente unos 14 millones de pesos, de los cuales sólo se utilizaban 4 millones para el mantenimiento de todo el aparato estatal de la Colonia. Los otros 10 millones eran enviados para el virreinato: 4 millones se destinaban al subsidio de los fuertes que existían entre Trinidad y Luisiana, y entre California y Filipinas, mientras que los 6 restantes iban a dar a las arcas reales. Los Borbones dependían de sus posesiones en América para sufragar los gastos de defensa y administración (D.A. Brading, 1975, p. 52).



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sábado, 17 de septiembre de 2016

LAS CONSPIRACIONES DE LOS GUADALUPES


Virrey Francisco Javier Venegas de 
Saavedra y Rodríguez de Arenzana 


La formación de la sociedad secreta de “Los Guadalupes”


En mi trabajo previo El proceso de la independencia de México y "Los Guadalupes" de septiembre de 2015, había apuntado la conformación de esta corriente en la capital del virreinato de la Nueva España, la “muy Noble, Leal e Imperial Ciudad de México”; la cual provenía de dos veneros: el Colegio de Abogados y el Ayuntamiento de la Ciudad (vinculado al intento autonomista de 1808 de los licenciados Francisco Primo de Verdad y Ramos y Juan Francisco de Azcárate y del virrey José de Iturrigaray).

Anotaba al final de este post como <<La difusión del pronunciamiento de Miguel Hidalgo, indudablemente alegró a los novohispanos inconformes, no así la actuación sanguinaria de la chusma incontrolable que lo seguía y les planteó un dilema con dos caminos igualmente peligrosos: <<Por un lado apoyar una rebelión que les era en cierta medida ajena, no por quienes se hallaban al frente de ella sino por la composición, origen, intereses y comportamiento de los grupos rebeldes, que además se mostraba terriblemente destructiva y cuyos objetivos no estaban definidos con claridad, pero a la que quizás por esto último se podría encauzar para el logro de determinados propósitos. Por otro, aceptar indefinidamente la sujeción, la represión, el sometimiento, en espera de la ocasión adecuada. Semejante disyuntiva haría difícil la toma de una decisión. En muchos casos, llevaría a mantenerse a la expectativa e, incluso, a jugar a la vez con ambas posibilidades.

Esta indecisión se percibiría claramente al acercarse Hidalgo a la Ciudad de México a fines de octubre. Sólo unos cuantos individuos acudieron al llamado del virrey para defenderla de los insurgentes. También por ello fue que, a pesar de las simpatías con que contaba Hidalgo entre ciertos sectores capitalinos, nadie hizo nada para facilitarle la entrada “…en una ciudad que habiendo sido el foco principal de la revolución, contenía más que ninguna otra los elementos de ella”, según Alamán. Y sin duda esta actitud influyó en la retirada de Hidalgo y sus huestes. >>[1]

Anastacio Zerecero, en sus memorias afirma, que fue <<entonces cuando se fundó una sociedad secreta partidaria de la insurgencia llamada de El Águila, que se convertiría posteriormente en la de los Guadalupes. También nos informa que Antonio del Río e Ignacio Velarde –este último pariente suyo-, que salieron de México y se unieron a Hidalgo cuando este se hallaba en Las Cruces, fueron los primeros en establecer comunicaciones entre los jefes insurgentes y aquella sociedad. Para Timmons, “Aunque existe algún desacuerdo entre los distintos autores sobre cuando se originó la sociedad, probablemente se creó después del Grito de Dolores”>>[2]


Las conspiraciones de “Los Guadalupes”


Si bien el movimiento insurgente contaba con numerosos simpatizantes en la Ciudad de México, estos no gozaban de la simpatía de algunos insurgentes quienes en el Despertador Americano se referían a ellos como: “…el apático Mexicano vegeta a su placer, sin tratar más que de adormecer su histérico con sendos tarros de pulque. Como hace seis comidas al día está siempre indigesto, y como está rodeado de la mofeta de su laguna, no se le ve respirar fuego.”

No obstante, quienes sí sopesaron la realidad fueron las autoridades virreinales, que aumentaron la vigilancia, medida que sirvió para unir tanto a los inconformes como a los partidarios de la insurgencia y para convencerlos de la necesidad de guardar el secreto de sus simpatías y actividades.

<<Ante la fuerza que a poco de iniciado alcanzó el movimiento insurgente y ante la destrucción que llevó consigo, las propias autoridades coloniales, tanto seculares como eclesiásticas, así como los adictos al gobierno español, ya fueran peninsulares o nacidos en el reino, no solo de la capital sino también de las demás localidades donde había imprentas, trataron de incitar a la reflexión y a la unión. Esto se hizo por medio de numerosos sermones, exhortaciones, pláticas, alocuciones, memorias, reflexiones y discursos, que por su abundancia y reiteración vienen a demostrar, entre otras cosas, lo dividido que se hallaban los ánimos. Sin embargo, estas producciones no siempre tuvieron el éxito que esperaban, pues es buena medida no era ya el momento de reflexionar sino de actuar. Bien lo comprendió Félix María Calleja al afirmar –con cierta exageración, hay que reconocer- que por entonces cada uno de los americanos descontentos hacía uso de lo que tenía para acabar con los europeos y conseguir la independencia: “el rico sus tesoros, el joven sus fuerzas, la mujer sus atractivos, el sabio sus consejos, el empleado sus noticias, el Clero su influjo y el indio su brazo asesino”.>>[3]

La prisión de hidalgo y los demás jefes insurgentes en marzo de 1811, si bien fue un duro golpe para algunos de sus partidarios capitalinos y desanimó a muchos, que incluso quisieron reivindicarse con el régimen. Para otros terminó con cualquier indecisión y los llevó a la consideración de que no se debía esperar todo de los alzados, sino que era necesaria una participación más activa de todos los partidarios e incluso de dar un golpe de estado ellos mismos.

Un ejemplo de los que buscaron congraciarse con el gobierno, fue el caso de la autodenuncia que José Ignacio Sánchez hizo de sí mismo y de varios supuestos conspiradores –entre ellos varios miembros de Los Guadalupes- de la Ciudad de México, ante la Inquisición el 19 de abril de 1811, aunque no de una conspiración en especial.


La conspiración de abril de 2011



Por otro lado tenemos la conspiración que fue descubierta a fines de abril de 2011 en la Ciudad de México, cuya principal instigadora era Mariana Rodríguez del Toro de Lazarín. En ella podemos encontrar a Manuel Lazarín y su esposa Mariana Rodríguez del Toro de Lazarín, quienes efectuaban una tertulia la noche en que se supo en la Ciudad de México la captura de hidalgo y demás jefes. Ahí mismo ante el abatimiento de los independentistas, la enjundia de Mariana los convenció de secuestrar al virrey Venegas, para canjearlo por los insurgentes capturados. <<… Mariana ayudada de de sus dos cuñados , que eran militares, se encargó de “seducir” a los oficiales de las tropas acampadas en el Paseo Nuevo, a donde concurría el virrey Venegas todas las tardes, para que secundasen sus objetivos. Éste consistía en que “… el día convenido, a una señal, debía de proclamarse la independencia y apoderarse de la persona del virrey” […] en los planes de esta conspiración estaba “…el encerrar en la casa de locos a los oficiales que estuvieran de guardia la noche del 15 de septiembre de 1808 y a los ministros de este tribunal: porque unos y otros resistirán siempre sus perversos designios”. Los planes llegaron a estar muy adelantados, habiéndose pensado en quienes debían de sustituir a los ministros de la Audiencia y en establecer esa institución tan anhelada desde 1808 por los sectores autonomistas novohispanos: una junta de gobierno, lo que muestra que los conspiradores además de simpatizantes de la insurgencia, eran movidos por ciertos intereses autonomistas. Zerecero nos dice que; “se movió a las masas para que a la vez que se hiciera el movimiento en el campamento, se apoderasen de las demás autoridades y se echasen sobre los españoles residentes en la ciudad para que estos no pudiesen impedir la aprensión del virrey. La conspiración se generalizó de tal manera, que tomaban parte muchos eclesiásticos y comunidades enteras de religiosos que debían salir por distintas partes, con sus crucifijos, a predicar la matanza de españoles.” 

Zerecero también nos dice que el día antes de que estallase, uno de los conjurados, que según este autor se llamaba José María Gallardo y era amigo de su padre, temeroso de perder la vida en semejante empresa, se confesó con un religioso, quien fue a denunciarlo ante el virrey. Apresado este conspirador, descubrió todo lo que sabía y así fueron aprendidos los demás conjurados. Mariana fue conducida a prisión el 29 de abril. En una carta dirigida a Rayón desde México por un tal “M. P.” –al que no he podido identificar- el 7 de agosto de ese año, se dice que se había convocado cosa de dos mil hombres “…y entre ellos los principales de México repartidos en varios puntos; pero uno de éstos que se había comprometido a operar, este grandísimo pícaro, fue a hacer una denuncia tan clara, como que estaba bien impuesto de todo, el mismo día que había de ser sido…”, por lo que ya no se pudo hacer nada y fueron aprendidos setenta y dos individuos. Por fortuna muchos lograron escapar, “…de cuyas resultas se haría Morelos como de quinientos hombres lo menos, porque hasta allá no pararon” […]

Según el coronel Vicente Ruiz, fiscal de la causa, fueron tantos los que se hallaron mezclados en esta conjura, “de las principales clases del estado”, que dos años más tarde expondría al virrey que era prácticamente imposible continuar la causa que se les seguía por el gran número de implicados y por la importancia que tenían. Y para fundamentar este juicio adjunto la lista de los mismos, “debiéndose inferir que sería una progresión casi al infinito los que irían apareciendo de la expresada evacuación de citas, y de las que de ellas fueren resultando”.>> [4]

Entre las cinco personas que formarían una junta de gobierno aparece el alcalde de Corte, José María Fagoaga, el canónigo José maría Alcalá, Tomás Murphy y un licenciado Bustamante, que parece ser Carlos María, aunque este lo negó con las siguientes palabras “La conspiración de abril la tuve por una locura, porque tenían entonces los españoles muchos recursos y sistematizado su espionaje para impedir todo movimiento en México”.

Para sustituir a los ministros de la Audiencia se había pensado en el licenciado Juan Nazario Peimbert y Hernández, el canónigo Santiago Guevara, el licenciado Castillejos, Jacobo de Villaurrutia y el licenciado Manuel Argüelles. Los nombres de los cómplices aparecen encabezados por el marqués de San Juan de Rayas. Le seguían los nombres de varios nobles más como el conde de Santiago, el conde de Regla, el conde de Medina, el marqués de San Miguel de Aguayo. También aparecen como cómplices comunidades enteras de religiosos: la de San Francisco, la de Santiago, la de Santo Domingo, la de San Agustín, la de la Merced.

No se castigó con dureza a los aprendidos, debido a que eran muchos los implicados, a que pensaban que capturado Hidalgo y sus principales colaboradores, la insurgencia se extinguiría, así como el temor de que la persecución de personajes de importancia avivara el descontento general. Por ello la pena máxima que sufrieron algunos de ellos fue la prisión.


La conspiración de agosto de 2011


Paseo de la Viga

Vinieron pocos meses de relativa calma, pero al ver la relativa bondad con que se trataba a los conspiradores apresados, al mismo tiempo que se recibían noticias de los triunfos insurgentes de Morelos y del establecimiento de un reducto importante en Zitácuaro encabezado por Ignacio López Rayón, jefe del movimiento insurgente, los capitalinos se animaron a intentar otro golpe contra el gobierno virreinal, pensado para la tarde del 3 de agosto de 1811. 

La cabeza de movimiento era Antonio Rodríguez Dongo y el plan era semejante al de la conspiración de abril, es decir, la aprensión del virrey Venegas en su diaria visita, al Paseo de la Viga, él cual sería remitido de inmediato a Zitácuaro en donde se le haría que ordenase lo más conveniente para el triunfo de la insurrección. Los conspiradores de acuerdo con los insurgentes de Zitácuaro, esperarían a una partida de Zitácuaro al mando de José Alquicira. La señal de éxito del secuestro de Venegas, se haría en la capital a través de la esquila del convento de La Merced y los conjurados tomarían presos a los ministros de la Audiencia, a las autoridades principales y a otras personas distinguidas. También se apoderarían de armas de los cuarteles, poniendo en libertad a los presos para que conjuntamente con los Granaderos del Comercio tomarán el Palacio. El encargado de la organización era el licenciado Antonio Ferrer, miembro del Ilustre y Real Colegio de Abogados y empleado en el Juzgado de bienes de Difuntos, de quien dice “M. P.” ser muy su amigo.

Esta conspiración fue denunciada por tres personas: el barbero del rey Cristóbal Morante que era uno de los conjurados, Manuel Terán empleado en la Secretaria del Virreinato y una mujerzuela a la que el virrey llamaba su Malintzin.

Fueron aprendidos muchos de los conspiradores, otros advirtiendo las mañaneras disposiciones militares consiguieron escapar. Los aprendidos fueron juzgados de inmediato y a los que se considero entre los principales instigadores fueron condenado a muerte, entre ellos los cabos Ignacio Cataño y José María Ayala, Antonio Rodríguez Dongo, Félix Pineda y José María González. El licenciado Antonio Ferrer fue condenado para calmar los ánimos de los peninsulares contra los abogados que en gran número estaban comprometidos con la independencia. La ejecución de los reos se efectuó el 28 de agosto en la plaza de Mixcalco.

Entre esta conspiración y la de abril, aunque semejantes en su finalidad y en ser conocidas por mucha gente, hay una diferencia sustancial: en la de abril, el movimiento insurgente estaba aparentemente descabezado con los principales próceres en la cárcel, por lo que los conspiradores pensaron en una “junta de gobierno” capitalina. Para agosto el jefe insurgente designado por Miguel Hidalgo: Ignacio López Rayón, con una sede libre en Zitácuaro, organizaba ya una junta insurgente. Y así el 19 de agosto se celebraría una asamblea de generales insurgentes, en la que se acordaría la instalación de una “Suprema Junta Nacional Americana que, compuesta de cinco individuos, llenen el hueco de la soberanía”.


Y la Ciudad de México se convirtió en un estado policíaco


El virrey Venegas, sensible al cariz que en la Nueva España tomaba la lucha armada, así como a la actividad conspirativa en la capital, en donde el descontento con el gobierno colonial era evidente; aprovechó esta conspiración para establecer un control más radical sobre los “mexicanos”. Para ello se creó “una vigilante policía”. Pidió suscripciones para su mantenimiento y estableció un Reglamento que contó con el voto consultivo del real Acuerdo, expedido el 17 de agosto de ese año. El oidor Pedro de la Puente fue nombrado como superintendente general, José Juan Fagoaga como diputado tesorero y 16 tenientes conformaron la Junta de Policía y Tranquilidad Pública de la ciudad. <<Cada teniente debía de elaborar un padrón general de los habitantes de su tenencia en el término de tres días. En el debían de constar nombre, apellido, edad, calidad, naturaleza, estado, oficio y procedencia de cada uno de los residentes. En hojas separadas se registraría a cada familia, enumerando sus individuos, huéspedes y criados y se ordenaría este registro por calles y por número de casas, con un índice alfabético al final; a cada familia se le extendería su papeleta. El Reglamento fijaba, además una serie de restricciones: no se podía mudar de casa dentro del mismo barrio sin dar aviso a la autoridad competente, y si se mudaba de barrio debía mostrarse la papeleta. También debía darse aviso al aceptar nuevos criados, dependientes o huéspedes, así como si se deseaba pasar dos noches seguidas fuera de casa. Los mesoneros y posaderos debían informar quienes eran sus huéspedes. Se reglamentó nuevamente sobre los pasaportes, los que debían uniformarse y serían indispensables para entrar o salir de cualquier lugar, y se estableció un rígido control en las garitas. Poco después el superintendente de la Junta dio órdenes para que se controlase el correo de los particulares, ya fuera el que recibían, ya el que remitían.>>[5] Un estado soviético diríamos hoy día, aunque entonces el modelo era el estado napoleónico.


Jorge Pérez Uribe


Notas:

[1] Virginia Guedea, En busca de un gobierno alterno: Los Guadalupes de México, Universidad Autónoma de México, México, 2010, págs.44, 45
[2] Ibídem, pág.45
[3] Ibídem, pág.47
[4] Ibídem, págs.50, 51
[5] Ibídem, págs.60, 61