viernes, 31 de enero de 2020

¿QUÉ ES LO QUE ESTÁ PASANDO EN AMÉRICA LATINA? UNA PREGUNTA INQUIETANTE




Guzmán M. Carriquiry* | 23 enero, 2020

Conferencia del Dr. Guzmán M. Carriquiry, Secretario Vicepresidente de la Comisión Pontificia para América Latina, con líderes católicos comprometidos en la vida política, de diversos países latinoamericanos


¿Qué es lo que está pasando en América Latina? Ésta es una pregunta acuciante que no pueden dejar de planteársela quienes quieren el bien de nuestros pueblos. Es difícil mantener viva la esperanza cuando se advierte con desazón la situación actual. Se percibe a grueso modo que América Latina está entrando en una nueva fase en su vaivén de alternancias periódicas sin la continuidad acumulativa y auto-consistente de un auténtico progreso económico, social y político. 

Lo que se impone a simple vista es que América Latina está entrando en una fase de fuerte efervescencia social, como de estallido social, con protestas populares espontáneas que ocupan las calles como en Haití, Puerto Rico, Nicaragua, Colombia, Ecuador, Venezuela, Bolivia y Chile, en un clima que es a veces de violencias desatadas. América Latina es un hervidero de protestas. ¿Qué es lo que está pasando? Hay pocas respuestas que se advierten en el debate político e intelectual de América Latina. O, al menos, pocas respuestas razonables y convincentes. Las élites financieras, políticas e intelectuales de América Latina no han sido capaces de monitorear y entender lo que estaba pasando, lo que iba a pasar y lo que pasa ahora. También la Iglesia latinoamericana está llamada a discernir los “signos de los tiempos” en esa atenta escucha de la realidad a la que la llama el papa Francisco. En general, reina una gran incertidumbre, si no confusión.



Dentro de un cambio de época 



Esto no es de extrañar, pues aún no han madurado nuevos paradigmas para afrontar la realidad del impresionante “cambio de época” que estamos viviendo. Con el derrumbe del “socialismo real”, la conclusión del mundo bi-polar de Yalta dejó anacrónicas narraciones y contraposiciones ideológicas, y sus polarizaciones políticas, aunque sobrevivan por inercia. Estamos sumidos en un nuevo mundo emergente que hay que ir descifrando. 

El marxismo-leninismo que era ideología hegemónica en medios universitarios e intelectuales de la América Latina de los setenta y ochenta, ha quedado como un pálido vagabundo en la historia, apenas como ideología oficial anquilosada en Cuba. El “nuevo orden internacional” proclamado por el neocapitalismo triunfante, que incluso llegó a prospectar el “fin de la historia” destinado a recorrer sin alternativas los carriles del liberalismo económico y la democracia liberal hacia un mercado mundial sin regulaciones ni obstáculos y una paz y prosperidad para todos, ha sido teatro de una “tercera guerra mundial a fragmentos”, del terrorismo y el incremento de la violencia por doquier, del surgimiento de nuevas potencias en un nuevo concierto internacional muy fluido, de enormes concentraciones de riqueza y especulaciones financieras, de la profundización de la brecha de inicuas desigualdades sociales entre opulentos y multitudes excluidos. Y ahora asiste a tensiones y desequilibrios causados por proteccionismos y guerras comerciales. 

Este cambio de época lleva también consigo la difusión mundial de la sociedad del consumo y del espectáculo como gigantesca máquina de distracción de masa, de vigencias relativistas, individualistas, mientras que la “revolución digital”, que es una nueva fase de la revolución industrial, acelera en tiempo real todos los intercambios de informaciones, dineros, acciones, publicidades, entretenimientos, drogas y armas, y va cambiando todos los modos de vivir, pensar y operar. Hay que tener en cuenta que América Latina está envuelta en la complejidad de este “cambio de época” para darse un cuadro general adecuado de la incertidumbre y confusión que está sufriendo. Recomiendo la lectura del soberbio discurso del papa Francisco en el saludo natalicio a la Curia Romana. 

Si no cejamos en pensar con el papa Francisco en el horizonte de “Patria Grande” y seguimos afirmando, con los Obispos latinoamericanos en la Conferencia de Aparecida, que ninguna región en el mundo cuenta con tan arraigados factores objetivos y subjetivos de unidad como América Latina, a la vez nos damos cuenta que pasar de esa “estructura” de fondo a las coyunturas concretas de los diferentes países dificulta mucho intentar dar criterios generales de análisis para nuestra actualidad. 

Una cosa es lo que está sucediendo en Bolivia y otra cosa muy diferente sucede en Chile, son tan diferentes los acontecimientos en Brasil y México, Venezuela y Colombia, y así podríamos continuar…Así que hay que saber aterrizar estas hipótesis para corregirlas y adecuarlas a las situaciones específicas de cada país. 



De las vacas gordas a las flacas: persistencia de la pobreza y la indigencia 



Sin embargo, es muy claro que las protestas populares y callejeras que irrumpen por doquier encuentran sus causas de fondo en la pobreza y la desigualdad. No hay que considerarlas como producto de quién sabe qué conspiraciones, sean de derecha o de izquierda. 

No podemos cerrar los ojos al hecho de los todavía altos porcentajes de pobreza e indigencia en los pueblos latinoamericanos. Los años de las “vacas gordas”, de 2007 al 2014, gracias a los altos precios mundiales de nuestros productos energéticos, minerales, agrícolas y ganaderos pudieron permitir que algunas decenas de millones de latinoamericanos se incorporaran al mercado de trabajo y a los servicios públicos de salud, educación y asistencia social, aumentando su hasta entonces muy limitada capacidad de consumo. 


Las exportaciones de tales materias primas aportaron mucha riqueza a los países latinoamericanos, llenaron las arcas de los Estados y hubo una reducción de la pobreza dado el alto porcentaje del presupuesto público de los gobiernos centrales que se dedicó a gasto social. Diversos analistas destacaron el crecimiento de clases medias, sobre todo populares. Así fue como en el 2010 “The Economist” eligió para estos años la elogiosa denominación de “década latinoamericana”. Pero el éxito también seducía. 

Los países latinoamericanos se concentraron en un “neo-extractivismo”, sin afrontar las reformas estructurales que afrontaran tres pesadas herencias: las inicuas desigualdades sociales – el sistema impositivo casi no fue tocado o lo fue confusamente y las compensaciones sociales muy limitadas y sin cobertura permanente-; la incapacidad de servicios públicos eficientes, de calidad, accesibles a todos; y, sobre todo, la dependencia de las materias primas. La expansión de la soja en Argentina y de la soja y minería en Brasil mostraban como se apostaba sobre todo a la exportación de materias primas, sin estrategias de diversificación y aumento de la productividad. No hubo políticas de industrialización que aprovecharan para crear valores agregados a esa riqueza y nuevas fuentes de trabajo, contentándose con el tradicional modelo de crecimiento “hacia afuera”, dependiente de los vaivenes del mercado mundial. 

También se omitió por completo llevar adelante durante el boom de las materias primas, en la medida de lo posible, una activa política internacional de regulación de estos mercados. Y así es que desde 2015 hasta ahora hemos asistido a un descenso brusco de esos precios de las “commodities” en el mercado mundial mientras decae también la demanda china – años de “vacas flacas”, en que caen los precios del cobre y el hierro, el carbón y el petróleo, la soja y el maíz y podríamos seguir esta enumeración…–, lo que no podía no dejar sentir sus efectos negativos a niveles económicos y sociales en todos los países latinoamericanos. 

Hoy la región tiene una dependencia de las exportaciones de materias primas mayor que a fines del siglo XX. Ese neo-extractivismo no hace más que continuar y agravar aún los modos de explotación que son muchas veces irracionales e incluso del saqueo de los recursos naturales. De ello se alzó la denuncia en la reciente Asamblea del Sínodo sobre la Amazonia.

¿Qué se puede esperar de una región que crecerá este año entre el 0.2 y 05%, mientras que las economías asiáticas crecen al 5.9% y en África al 3.2%? 

No sólo los índices de crecimiento han sido en estos años muy limitados y en algunos países muy importantes en la región, como Argentina y Brasil, menos que nulos – ¡para no hablar del desastre venezolano! –, sino que la reducción de la pobreza que se logró durante la década del 2007 al 2015 ve ahora, desde el año 2017 un retroceso, sobre todo a niveles de la pobreza extrema. 

Tenemos que repetirnos, con la CEPAL, que de los aproximadamente 600 millones de latinoamericanos, su 30,2%, o sea 184 millones viven en condiciones de pobreza, en tanto que un 10.2%, unos 62 millones se encuentra en condiciones de pobreza extrema, el porcentaje más alto desde el 2008. ¡Uno de cada diez latinoamericanos vive en pobreza extrema! Si esa ha sido la tendencia del conjunto latinoamericano, sin embargo podría señalarse que algunos países, como Chile, El Salvador, República Dominicana, Costa Rica, Panamá y Uruguay lograron, desde 2012 a 2017, cierta reducción de la pobreza. Por eso, hay que tener en cuenta como causas profundas de los actuales estallidos populares no sólo las condiciones de pobreza que subsisten por doquier sino también las inicuas desigualdades sociales que se dan en América Latina, que no son sólo económicas sino también asociadas a la condición étnica, a las que se dan entre varones y mujeres y entre las distintas etapas de la vida.







Enormes e inicuas desigualdades sociales 



En efecto, las muy duras protestas sociales han sido provocadas sobre todo por los muy altos y escandalosos niveles de desigualdad que América Latina arrastra en su historia y que actualmente estallan ante las imágenes de los escaparates de sociedades que despiertan y alimentan toda clase de estímulos de consumo que vastos sectores de la población no pueden satisfacer y con el temor de ver aún empeoradas sus condiciones de vida. 

Hay que repetirse que América Latina sigue siendo la región con las mayores desigualdades del mundo entero, en la que enormes concentraciones de riquezas de oligarquías, que las ostentan en un estilo de vida opulento y que tienden a proteger en recintos cada vez más protegidos por todos los medios, conviven con las “villas miserias” (“pueblos jóvenes”, “favelas”, etc.) y con las grandes mayorías humanas que luchan por mantener día a día sus condiciones de vida y de trabajo. 

El 40% de la riqueza en América Latina está en manos de una minoría. En Perú alrededor del 1% de la población concentra el 40% de la riqueza y el 99% restante el 60%. Chile se ha gloriado de su crecimiento económico desde hace años, con inflación del 2%, desocupación del 7% y un PIL pro capite di U$S 20.000, pero el 1% de la población goza del 24% de la renta, mientras que la mitad de los chilenos recibe sólo un mínimo 2.5%. 

Un 40% de la población ocupada en América Latina percibe ingresos inferiores al salario mínimo y esto se incrementa notablemente cuando hablamos de las mujeres (48.7%) y de jóvenes entre los 15 y 24 años (55.9%), disparándose entre la juventud femenina al 60.3%. No en vano, los más altos porcentajes de las fuentes de trabajo en la región, al menos en un 50%, son aquéllos trabajos que se llaman edulcoradamente “informales”, pero que en la gran mayoría de los casos son ocupaciones callejeras extremadamente precarias, de mínima subsistencia, que rayan con la mendicidad. Si entre el 2008 y el 2015 los índices de esta desigualdad social disminuyeron, aunque en muy discreta medida, lo fueron gracias a medidas redistributivas recientes que no estuvieron asociadas a un reparto más equitativo del capital y del trabajo.




El estallido de la olla a presión 



Pues bien, estas espontáneas protestas callejeras son respuesta a la carga de muchos sufrimientos y sacrificios soportados, de muchas humillaciones sufridas y de horizontes de esperanza que parecen bloqueados. Es como la explosión de una “olla a presión”. No extraña que su estallido vea como protagonistas a sectores de juventud de escolarización de baja calidad, con muy grandes dificultades de acceder a mercados de trabajo y de horizontes bloqueados, a sectores de periferias pobres y de excluidos de las grandes ciudades, a los “mundos” de los “cholos” marginados y despreciados, como también, y esto es muy importante tenerlo en cuenta, a sectores de clases medias populares en condiciones de precariedad que habían recuperado algo y ahora ven que corren el riesgo de perderlo y venirse abajo. 

Si a las condiciones de pobreza y de desigualdades sociales le sumamos el reguero de modalidades de corrupción que ha tenido gran impacto mediático y judicial – en gran parte de los casos de cuantiosas coimas bajo contratos amañados con empresas multinacionales o empresas nacionales “amigas” o complacientes – y las acusaciones generalizadas, virulentas y compartidas en desahogos viscerales en los medios sociales, la resultante ha sido un “mix” de rabia muchas veces descontrolada.

En condiciones muy disímiles de país a país, estos estallidos provocados por la pobreza y la desigualdad social se dan en países con regímenes de gobierno y políticas económicas muy disímiles, tanto en Venezuela como en Colombia, en Chile como en Nicaragua. No sería nada extraño que asistiéramos a corto plazo a similares estallidos populares en el Brasil.




Una quiebra institucional 



A los grandes bolsones de pobreza y la profunda brecha social – que es como un abismo – se agrega, además, la quiebra institucional. Con esto quiero decir que las grandes instituciones públicas de los países latinoamericanos han ido perdiendo credibilidad. ¿Qué se puede esperar de esto en el Perú en el que una sucesión de Presidentes y ministros se han visto envueltos públicamente en olas de corrupción? No podemos ignorar la presencia capilar de la corrupción del narcotráfico en Colombia a todos los niveles, con autoridades del Estado que se muestran a veces cómplices, otras veces ausentes o impotentes en territorios en los que siguen dándose muy frecuentes asesinatos de defensores y líderes sociales y la persistencia de grupos guerrilleros, en clima de mucha inseguridad. Incluso Chile ha asistido al destape de formas de corrupción en la Corporación de empresarios, en la institución de los Carabineros, en el Parlamento, rozando también la anterior Presidencia de la República. 

Y en muchos de nuestros países no rige una real y efectiva separación de poderes. Un ejemplo notorio de ello son los fenómenos de la judicialización de la política y la politización de la magistratura. Si bien la magistratura ha tenido que intervenir ante casos notorios de corrupción de la política, muchas veces ha sido instrumentalizada por fines políticos. Acusar y pretender juzgar a Evo Morales de “crímenes contra la humanidad” es una barbaridad, mientras que en Venezuela el poder judicial es sólo soporte de la autocracia e instrumento de persecución de líderes opositores. Sentencias de la magistratura de diversos países admitiendo los matrimonios homosexuales y las prácticas abortivas más allá o aún en contra de dictados constitucionales son otra muestra de esa politización. 

Son muy altos los niveles de corrupción en Haití, Honduras, Guatemala, Paraguay… ¿Y qué credibilidad pueden suscitar regímenes autocráticos como el venezolano y el nicaragüense? En Bolivia, Evo Morales sufrió una quiebra institucional – que es forma edulcorada para indicar una especie “sui generis” de golpe de estado -, pero fue su afán desmesurado de poder personal que incubó esa quiebra al no respetar el resultado del plebiscito popular contra su reelección y operar, como es bien posible, maniobras fraudulentas en las recientes elecciones. Hubiera podido dejar la presidencia en tiempo oportuno y prepararse para volver años después, porque, más allá de una retórica cementista, una división y contraposición étnica maniquea y no pocos desplantes autoritarios, había sabido impulsar un crecimiento económico sostenido del país, modernizándolo, sacando a muchos sectores de la pobreza y suscitando la auto-estima de un pueblo tradicionalmente despreciado por las elites criollas. Ahora Bolivia entra en una fase previsible de fuerte inestabilidad institucional y contrastes sociales. 

Esa misma falta de credibilidad en autoridades de gobierno y elites de grandes riquezas fue lo que provocó una arrolladora victoria electoral de López Obrador en las elecciones presidenciales mexicanas y que, no obstante las dificultades que encuentra para definir más precisamente su camino de gobierno y reformas, aún su consenso supere más del 60% de la población. 

Ejemplo de mayor tradición, consistencia y respeto por las instituciones se percibe en el Uruguay ¿Qué hubiera pasado en muchos otros países latinoamericanos si el resultado a las elecciones presidenciales hubiera sido sólo de unos 20.000 votos de diferencias? Sin duda, hubieran abundado las acusaciones, reyertas y revueltas a más no poder…También Costa Rica es ejemplo de tradición democrática y seriedad institucional. Pero se trata de excepciones… 

Cuando hablo de quiebra institucional no sólo me refiero a la credibilidad de las autoridades de gobierno, sino también de las elites tecnocráticas, de las Fuerzas Armadas, de las Corporaciones de Empresarios. También los sindicatos están bastante debilitados, representando sobre todo a los trabajadores con ocupación formal, mientras que la mayoría de los trabajadores en América Latina lo son “informales” o “excluidos”. Por eso, el Papa Francisco ha discernido con claridad la irrupción de los “movimientos populares”, en sus distintas acepciones y realidades. Sin una relación más estrecha entre sindicatos y movimientos populares, los primeros corren el riesgo de degenerar en corporaciones de burócratas sindicales que custodian los intereses de trabajadores privilegiados, y los suyos propios, y los segundos de representar experiencias muy aisladas y limitadas o degenerar en una variedad de grupos y grupúsculos ideológicos y violentos. 



El desfonde de la estructura tradicional de partidos 



La quiebra institucional más notoria se sufre en democracias cada vez menos representativas. Se ha desfondado, por lo general, la estructura tradicional de los partidos políticos en América Latina.

Partidos políticos conservadores y liberales siguen apostando a políticas económicas neo-liberales, sin haber aprendido de las profundas crisis económicas, financieras y sociales que en tiempos de euforia – véase el “consenso de Washington” – dichos enfoques provocaron. La obsolescencia de los costosos e ineficientes aparatos burocráticos del Estado los llevan a confiar sobre todo en el mercado, en general controlado por la alianza de poderes políticos y grandes grupos económicos, que deja un vasto tendal de “excluidos”. 

Tender siempre a achicar el Estado – que no es lo mismo que la más que necesaria modernización del Estado -, es ignorar que hay bienes públicos fundamentales que el mercado no puede ni quiere satisfacer universalmente, que se carece de una visión respecto a las prioridades estratégicas que el Estado tiene que llevar adelante y que se opta por reducir políticas sociales estructurales. 

Si en algunos casos logran una rentabilidad y modernización significativas, como en Chile, resultan incapaces de afrontar decididamente las condiciones de pobreza y las desigualdades sociales. No es con reformas de fachada, ni siquiera con una nueva Constitución, sino con una revisión muy profunda de su política económica y social que Chile tendrá que afrontar su próximo futuro. En otros casos, como en la Argentina de Macri, el derrumbe económico, la enorme deuda imposible de pagar a breve plazo y el incremento de la pobreza son signos de su total fracaso. No es de extrañar, pues, que dichos partidos no logren, sino coyunturalmente, la adhesión y menos la representación de vastos sectores populares. Si lo han logrado ha sido por reacción a las profundas crisis o agotamientos de los partidos de “izquierda”. 

Una palabra especial merece la crisis sufrida ya desde hace décadas por la Democracia Cristiana y la constelación social-cristiana. Tuvo su tiempo de esplendor desde la pos-guerra y en los años 60 de la “revolución en libertad” en el Chile de Frei, en Venezuela de Caldera y en otros países. Por una parte, la radicalización generada por doquier por la proyección de la revolución cubana en América Latina le provocó continuas tensiones y oscilaciones entre una posición tecnocrática-desarrollista y una posición de seguimiento de posiciones filo-marxista, con numerosas escisiones. Por otra parte, la ruptura de los vasos capilares con la Iglesia, que mucho la había alimentado con su doctrina social y grandes pensadores católicos como Meritan – ruptura causada sea por la diáspora política de los católicos en tiempos post-conciliares sea por la secularización de las dirigencias demo-cristianas – la introdujo en una crisis cultural que anticipó y preparó su crisis política. 

En algunos casos, como en Argentina, nunca pudo prosperar porque el “justicialismo” peronista tuvo fuerte influencia de la Doctrina social de la Iglesia, representó a vastos sectores populares arraigados en la religiosidad popular cristianos y, después del Concilio, gran parte de la clerecía le expresó su apoyo en tiempos de dictadura y de su exclusión en las contiendas electorales. 

Hoy día, la Democracia Cristiana necesita una revisión y reactualización radicales. Y esto sería muy importante, porque lo de “Democracia” y “Cristiana” sigue siendo una combinación política óptima para América Latina, llámese como se llamen los partidos que la encarnan. 

La actual coyuntura expresa también cierto agotamiento de las izquierdas políticas e intelectuales, muy desconcertadas. La crisis de credibilidad del marxismo-leninismo, por una parte, y el arrastrarse cansino y empobrecido de la social-democracia recostada en las sociedades de alto consumo, por otra, las han dejado huérfanas. En general, las izquierdas tradicionales no han sabido imaginar nuevos caminos, utopías y místicas para esa transformación en las condiciones económicas, tecnológicas y sociales de nuestro tiempo. Además, han ido sustituyendo u ofuscando, o también mezclando, cada vez más raídas proclamas e intenciones de transformación social con la aceptación acrítica de sub-productos culturales de las sociedades de alto consumo, con su relativismo hedonista, con sus formas de colonización cultural. No extraña, pues, que los “establishments” bien pensantes de la izquierda se hayan convertido en los protagonistas propagadores de discursos sobre la liberalización del aborto, los matrimonios homosexuales, el alquiler de los vientres femeninos, la facilonería para el divorcio, la ideología del género, etc. considerando todo ello como signos de “progreso” (“progreso” por cierto lanzado y sostenido por grandes agencias y corporaciones internacionales y convertido en mentalidad común). 

Es grave que las izquierdas se demuestren bastante incapaces de mirar la realidad con los ojos de los excluidos, “desechados y sobrantes”, y, a la vez, de proponer un proyecto nacional para el bien común de todos. Incluso la sacrosanta lucha por la dignidad de los pueblos indígenas, especialmente vulnerables y hoy muy amenazados, se ha reducido a menudo a un indigenismo ideológico, de pura denuncia, sin repensar y alentar grandes proyectos de realización efectiva de esa dignidad, creando condiciones materiales, económicas y espirituales para hacerla posible y una gradual integración de estos pueblos, respetuosa de sus tierras y culturas, en las sociedades nacionales a la altura del siglo XXI. 

La idolatría del poder y su ejercicio centralista y verticalista ha alejado las izquierdas políticas de necesidades y emergencias de la llamada “sociedad civil” y las ha mezclado, en no pocos países, en frecuentes situaciones de corrupción. No han sabido dar respuestas serias a las situaciones de inseguridad que se sufre sobre todo a niveles ciudadanos ni a la emergencia educativa que es prioridad capital para un auténtico desarrollo de nuestros pueblos. Es sorprendente que los gobiernos de izquierda desalojados del poder en varios países de América Latina no hayan elaborado una severa autocrítica de los motivos de su derrota y, al contrario, queden encerrados en una apología engañosa y en una espera de su revancha. 

Para más, la sugestiva consigna del “socialismo del siglo XXI” ha sido sólo cobertura ideológica de regímenes autocráticos, liberticidas, como en Venezuela y Nicaragua, cuyo fracaso económico y social es evidente. En Venezuela los datos son escalofriantes: 73% de la población en condiciones de pobreza, 4 millones y medio de venezolanos que han dejado el país y 5.000 personas que cada día huyen de Venezuela. Sólo la corrupción de las cúpulas militares, el apoyo estratégico y en las fuerzas represivas por parte de cubanos, la violación sistemática de los derechos humanos, aunque también las divisiones mezquinas de las fuerzas de oposición incapaces de un gran programa de reconstrucción nacional y popular, permiten la sobrevivencia de ese desastre. 

Cuba, por su parte, ya ha perdido la fuerza de atracción y propulsión que tuvo sobre significativos sectores universitarios, intelectuales e incluso clericales desde los años 60 a los 80. Lamentamos, sí, que la promisoria normalización de relaciones con Estados Unidos, después de décadas de guerra fría, haya dado marcha atrás con la presidencia de Trump, pero el socialismo cubano conlleva el límite congénito y las pesadas consecuencias de todo régimen leninista y colectivista y, por eso, no ha dado respuestas más cabales a las notorias limitaciones a las libertades públicas y sobrevive económicamente, sin poder ya poner como excusa el odioso asedio y embargo del gigante del Norte. No queremos para nada que el futuro de Cuba – que es parte de América Latina – sea el de una factoría marginal de Miami para diversiones corruptas, pero tampoco que se eternice una casta burocrática e ideológica que sofoca el país en la depresión y desesperanza. 



Partidos políticos de derecha y de izquierda no logran zafar de sus ideologismos gastados. 



Las espontáneas protestas populares y callejeras que han hecho irrupción recientemente carecen, pues, de líderes, partidos y modelos que tengan la credibilidad como para encauzarlas. Hay quienes pretenden instrumentalizarlas, pero no las representan ni dirigen. La gente está cansada y con mucha rabia ante el espectáculo de corporaciones autorreferenciales de políticos profesionales enfrascados en sus pujas de poder, con descalificaciones e insultos, más interesados en sus intereses que en el bien común, sin pasión por el propio pueblo y menos por los humildes y desamparados, sin grandes proyectos nacionales y populares, incapaces de suscitar esperanzas fundadas.  (continuará).

Roma, 18 de enero de 2020

*Doctor en Derecho y Ciencias Sociales