He terminado de leer hace unos días la carta encíclica Lumen Fidei (La luz de la Fe)[1], escrita por Benedicto XVI y prologada y firmada por Francisco. De la lectura pausada y sin prisas, resultó el siguiente extracto del primer capítulo, que nos lleva a comprender la esencia de la idolatría, la fe de Israel y su plenitud en la fe cristiana.
Abrahán nuestro padre en la fe
La fe nos abre el camino y acompaña nuestros pasos a lo largo de la historia. Por eso, si queremos entender lo que es la fe, tenemos que narrar su recorrido, el camino de los hombres creyentes, cuyo testimonio encontramos en primer lugar en el Antiguo Testamento. En él Abrahán, nuestro padre en la fe, ocupa un lugar destacado. En su vida sucede algo desconcertante: Dios le dirige la Palabra, se revela como un Dios que habla y lo llama por su nombre. La fe está vinculada a la escucha. Abrahán no ve a Dios pero oye su voz. De este modo la fe adquiere un carácter personal.
Aquí Dios no se manifiesta como el Dios de un lugar, ni tampoco aparece vinculado a un tiempo sagrado determinado, sino como el Dios de una persona, el Dios de Abrahán, Isaac y Jacob, capaz de entrar en contacto con el hombre y establecer una alianza con él. La fe es la respuesta a una Palabra que interpela personalmente, a un Tú que nos llama por nuestro nombre.
Lo que esta Palabra comunica a Abrahán es una llamada y una promesa. En primer lugar es una llamada a salir de su tierra, una invitación a abrirse a una vida nueva, comienzo de un éxodo que lo lleva hacia un futuro inesperado. [...] Esta Palabra encierra además una promesa: tu descendencia será numerosa, serás padre de un gran pueblo (cf. Gén 13,16, 15,5; 22,17). Es verdad que, en cuanto respuesta a una Palabra que la precede, la fe de Abrahán será siempre un acto de memoria. Sin embargo esta memoria no se queda en el pasado, sino que siendo memoria de una promesa, es capaz de abrir al futuro, de iluminar los pasos a lo largo del camino. De este modo, la fe en cuanto memoria del futuro, memoria futuri, está estrechamente ligada con la esperanza. [...]
La fe de Israel
En el libro del Éxodo, la historia del pueblo de Israel sigue la estela de la fe de Abrahán. La fe nace de nuevo de un don originario: Israel se abre a la intervención de Dios, que quiere librarlo de su miseria. La fe es un largo camino para adorar al Señor en el Sinaí y heredar la tierra prometida. El amor divino se describe con los rasgos de un padre que lleva a su hijo por el camino (cf. Dt 1,31).
Por otro lado, la historia de Israel también nos permite ver como el pueblo ha caído tantas veces en la tentación de la incredulidad. Aquí lo contrario de la fe se manifiesta como idolatría. Mientras Moisés habla con Dios en el Sinaí, el pueblo no soporta el misterio del rostro oculto de Dios, no aguanta el tiempo de espera. La fe por su propia naturaleza, requiere renunciar a la posesión inmediata que parece ofrecer la visión, es una visión a la fuente de luz, respetando el misterio propio de un Rostro, que quiere revelarse personalmente y en el momento oportuno.
Martin Buber citaba esta definición de idolatría del rabino de Kock: se da idolatría cuando <<un rostro se dirige reverentemente a un rostro que no es un rostro>>. El lugar de tener fe en Dios, se prefiere adorar al ídolo, cuyo rostro se puede mirar, cuyo origen es desconocido, porque lo hemos hecho nosotros. Ante el ídolo no hay riesgo de una llamada que haga salir de las propias seguridades, porque los ídolos “tienen boca y no hablan” (Sal. 115,5). Vemos entonces que el ídolo es un pretexto para ponerse a sí mismo en el centro de la realidad, adorando la obra de las propias manos. [...]
Por eso, la idolatría es siempre politeísta, ir sin meta de un señor a otro: La idolatría no presenta un camino, sino una multitud de senderos, que no llevan a ninguna parte, y forman más bien un laberinto. Quien no quiere fiarse de Dios se ve obligado a escuchar las voces de tantos ídolos que le gritan: <<Fíate de mí>>. La fe, en cuanto asociada a la conversión, es lo opuesto a la idolatría; es separación de los ídolos para volver al Dios vivo, mediante un encuentro personal.
La plenitud de la fe cristiana
<<Abrahán [...] saltaba de gozo pensando en ver mi día; lo vio y se lleno de alegría>> (Jn 8,56). Según estas palabras de Jesús, la fe de Abrahán estaba ya orientada a él; en cierto sentido, era una visión anticipada de su misterio. [...]
La mayor prueba de la fiabilidad del amor de Cristo se muestra en su muerte por los hombres. Si dar la vida por los amigos es la demostración más grande de amor (cf. Jn 15,13), Jesús ha ofrecido la suya por todos, también por los que eran sus enemigos, para transformar los corazones. [...]
Ahora bien, la muerte de Cristo manifiesta la total fiabilidad del amor de Dios a la luz de la resurrección. En cuanto resucitado, Cristo es testigo fiable, digno de fe (cf. Ap 1,5; Heb 2,17), apoyo sólido para nuestra fe. [...] Si el amor del Padre no hubiese resucitado a Jesús de entre los muertos, si no hubiese podido devolver la vida a su cuerpo, no sería un amor plenamente fiable, capaz de iluminar también las tinieblas de la muerte. [...]
Pensamos que Dios sólo se encuentra más allá, en otro nivel de realidad, separado de nuestras relaciones concretas. Pero si así fuese, si Dios fuese incapaz de intervenir en el mundo, su amor no sería verdaderamente poderoso, verdaderamente real, y no sería entonces ni siquiera verdadero amor, capaz de cumplir esa felicidad que promete. En tal caso, creer o no creer en él sería totalmente indiferente. Los cristianos, en cambio, confiesan el amor concreto y eficaz de Dios, que obra verdaderamente en la historia y determina su destino final, amor que se deja encontrar, que se ha revelado en plenitud en la pasión, muerte y resurrección de Cristo. [...]
Tenemos necesidad también de alguien que sea fiable y experto en las cosas de Dios. Jesús su hijo, se presenta como aquel que nos explica a Dios (cf. Jn 1,18). La vida de Cristo –su modo de conocer al Padre, de vivir totalmente en relación con él- abre un espacio nuevo a la experiencia humana, en el que podemos entrara. La importancia de la relación personal con Jesús mediante la fe queda reflejada en los diversos usos que hace Juan del verbo credere. Junto a <<creer que>> es verdad lo que Jesús nos dice (cf. Jn 14,10; 20,31), san Juan usa también las locuciones <<creer a>> Jesús y <<creer en>> Jesús. <<Creemos a >> Jesús cuando aceptamos su palabra, su testimonio, porque él es veraz (cf. Jn 6.30). <<Creemos en >> Jesús cuando lo acogemos personalmente en nuestra vida y nos confiamos a él, uniéndonos a él mediante el amor y siguiéndolo a lo largo del camino (cf. Jn 2,11, 6,47; 12,44).
Para que pudiésemos conocerlo, acogerlo y seguirlo, el Hijo de Dios ha asumido nuestra carne, y así su visión del Padre se ha realizado también al modo humano, mediante un camino y un recorrido temporal. La fe cristiana es fe en la encarnación del Verbo y en su resurrección en la carne: es fe en un Dios que se ha hecho tan cercano, que ha entrado en nuestra historia. La fe en el Hijo de Dios hecho hombre en Jesús de Nazaret no nos separa de la realidad, sino que nos permite captar su significado profundo, descubrir cuánto ama Dios a este mundo y como lo orienta incesantemente hacia sí; y esto lleva al cristiano a comprometerse, a vivir con mayor intensidad todavía el camino sobre la tierra. [...]
[1] Carta encíclica del Sumo Pontífice Francisco, La luz de la Fe Lumen Fidei, Ediciones Paulinas, S. A. de C. V., julio 2013, México, D.F., 75 págs.
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