John Gast El Progreso Estadounidense |
Por José Manuel Villalpando, historiador
Fervorosamente creían que Dios los había elegido. El favor divino los había hecho superiores a los demás hombres y además, les había otorgado el derecho de extenderse y de posesionarse de todo el continente americano. Así pensaban y así actuaban casi todos. Para justificarse y ganarse adeptos, concibieron una teoría que les aseguraba el entusiasmo de las masas y las generosas recompensas que su religión puritano-calvinista ofrecía a los celosos promotores del crecimiento territorial de su nación: tierras para explotar y por consecuencia, poder económico, sinónimo de la elección divina de ese Dios que reconocía como hijos suyos a aquellos que triunfaban en lo material.
Llamaron a esa peculiar doctrina el “Destino Manifiesto”. Era una confluencia de ideas corrientes, más o menos adaptadas al pensamiento protestante, producto del pueblo, pero compartidas por igual por las clases cultas y por la masa semi analfabeta. Así, el Destino Manifiesto consistía en la convicción de que el pueblo de los Estados Unidos de América, tenía el derecho, concedido por Dios, de extenderse y de posesionarse de todo el continente americano para desarrollar en él “el gran experimento de la libertad”, al considerar que ellos, los norteamericanos, eran definitivamente superiores a los demás hombres, no sólo en el aspecto racial, sino también en el moral, razones estas que justificaban el derecho de apropiarse de amplias extensiones territoriales con la finalidad de llevar a cabo una misión civilizadora en el orden político, salvadora en el religioso y de progreso económico al volver productivos los inmensos y ricos territorios que permanecían ociosos y sin provecho en el continente americano.
Ya desde 1786, diez años después de haber declarado su independencia, en los Estados Unidos se hablaba ya del derecho que tenía a extenderse. Thomas Jefferson escribía estas terribles y proféticas palabras: “Nuestra confederación ha de ser considerada como el nido del cual partirán los polluelos destinados a poblar América. El peligro actual no radica en el hecho de que España sea dueña de extensas posesiones americanas, sino que en su debilidad permita que caigan en otras manos, antes de que seamos lo suficientemente fuertes para arrebatárselas, parte por parte”. Ya desde entonces el plan estaba concebido: Los Estados Unidos crecerían a costa de los antiguos dominios españoles en América, y por supuesto, el más cercano, el más apetecible, lo era México. Para ello, sabrían esperar: esperaron que su propio país se fortaleciera, esperaron que España perdiera sus colonias, esperaron las independencias de las diversas naciones hispanoamericanas y luego, simplemente avanzaron.
Mientras llegó el momento de iniciar las conquistas, fueron forjando el Destino Manifiesto. En buena medida, estas ideas, que flotaban en el ambiente popular, fueron recogidas por el gobierno norteamericano y encauzadas por él. Uno de los presidentes de los Estados Unidos, John Quincy Adams no ocultaba su convicción expansionista: “La totalidad del continente norteamericano parece encontrarse destinado por la Providencia para ser poblado por una sola nación, hablando un sólo idioma, profesando un sistema uniforme de principios religiosos y políticos, habituada a un sistema general de usos sociales y de costumbres”. La referencia es clara. La nación sería el pueblo de los Estados Unidos; el idioma, el inglés; los principios religiosos, los del puritanismo-calvinista; los principios políticos, la libertad y la democracia al estilo norteamericano; los usos sociales y las costumbres, las derivadas de la creencia de que Dios premia el esfuerzo material y concede la gloria al que triunfa en el ámbito económico.
Lograron impulsar su afán expansionista con el poderoso ingrediente religioso. Dios les había encomendado una misión regeneradora, a ellos, que eran el pueblo elegido. Por eso, frente a los demás pueblos, y especialmente los hispanoamericanos, que padecen la carga de sus vicios, y que heredaron lo peor de la raza española y de las razas indígenas naturales de América, el pueblo de los Estados Unidos, que es un pueblo superior y al mismo tiempo salvador, se encargaría de su rescate y regeneración, aún cuando para cumplir con esta misión divina, se vieran en el preciso y doloroso apremio de ejercer la fuerza y la violencia. Quedaba así justificada la guerra. Otro norteamericano ilustre, James Buchanan, aseguraba que en su tiempo, el de la guerra con México, los Estados Unidos tenían que cumplir con “el destino que la Providencia tiene previsto para ambas razones”. Así, la absorción de México por parte de los Estados Unidos resultaba inevitable. Para ellos era una exigencia suprema, “la realización religiosa de nuestra gloriosa misión nacional bajo la guía de la Providencia divina, para poder así civilizar, cristianizar y levantar de la anarquía y degradación a un pueblo de lo más ignorante, indolente, malvado y desgraciado”: el pueblo mexicano.
Los mexicanos fuimos el objeto de su “misión redentora”. Para llevarla a cabo, no escatimaron recurso alguno, pues recurrieron a la política, a la diplomacia, a la presión, al soborno, a la intriga, a la conspiración y finalmente a la guerra. No importaba, el fin justificaba los medios. Estaban verdaderamente convencidos de su “misión”. Un pastor protestante, el reverendo Johnson, escribió en 1848: “He oído decir que se nos ha constituido misioneros del cielo para llevar la luz, aunque sea mediante el fuego y la espada, hasta ese país descarriado. He oído decir que hemos sido escogidos por la Divina Providencia para purificar una religión falsa y tenebrosa, sustituyéndola por la más pura y santa luz de la religión protestante. He oído decir que esta guerra se lleva a cabo con el fin de ensanchar el área de la libertad”. Esta era la “misión justificadora”, expuesta por el iluminado clérigo protestante. La misión real, la verdadera, la pragmática, era otra. En 1857, John Forsyth, representante estadounidense en México, y uno de los más destacados promotores de la expansión territorial, era mucho más sincero en los fines que perseguían: “Nuestra raza, y espero que también nuestras instituciones, cubrirán este continente, en el que las razas híbridas tendrán que sucumbir y desaparecer, ante las energías superiores del hombre blanco”.
Y así sucedió. La explicación —válida hoy en día— de lo que ha sucedido en la tormentosa relación entre México y los Estados Unidos y de las razones que nos han llevado siempre a ser sus impotentes víctimas, la dio, desde hace más de un siglo, José María Bárcena: “El amor propio ofusca y ciega a las naciones como a los individuos, La nuestra, impresionada en el sentido de la decisión y la fortuna con que luchó por su independencia, y conservando el carácter que distingue a nuestra raza, no había podido comprender que, mientras aquí nos hacíamos trizas por el federalismo o el centralismo, sin adelantar sino poquísimo en intereses y prosperidad materiales y atrasándonos no escasamente en administración, orden y economía, aunque juzgándonos el pueblo más avanzado y dichoso de la tierra, a la otra puerta una nación flemática, cuerda y laboriosa, creciera y verdaderamente progresara por medio del respeto a sus leyes, si no siempre a la justicia; del respeto a sus propias costumbres e instituciones, y del espíritu de trabajo y de adelanto material; en cuyas cualidades los Estados Unidos, por grandes que sean sus lacras y defectos en otras líneas, pueden y deben servir de ejemplo al género humano”.
Ellos no van a cambiar; no han cambiado nunca. No sé por qué esperamos que se comporten de manera diferente si así han sido siempre. Más bien, los que no hemos aprendido la lección somos nosotros. Tal parece que no nos queda, como lo pedía Lucas Alamán, más que implorar al Todopoderoso, “en cuya mano está la suerte de las naciones, que dispense a la nuestra la protección con que tantas veces se ha dignado preservarla de los peligros a que ha estado expuesta.”
16 de octubre de 2013
Fuente: Villalpando y la historia
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