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jueves, 19 de junio de 2014

“EL GRAN EQUÍVOCO DEL ARTE CONTEMPORÁNEO: IGNORAR TÉCNICA Y OFICIO”



Fotografía de Günter Brus artista austriaco


Teo Revilla Bravo*




El arte del siglo XX se ha caracterizado sobre todo por los intentos de algunos “entendidos” por elevar a los altares del arte, fuere como fuere, la abstracción y la experimentación, así como por la obsesión de pretender, en contraposición, destruir la forma y echar abajo o minimizar los valores enraizados como términos tradicionales trasmitidos.… Hasta que se ha llegado a un punto de entente, comprobándose cómo todas esas actitudes con las que se intentaron soslayar o destruir legados y prácticas anteriores fracasaron, siguiendo por fortuna vigentes como siempre y con muy buena salud. El arte no entiende de elementos perniciosos que marquen preferencias ni diferencias interesadas; el arte necesita moverse en absoluta libertad y en consonancia con las necesidades que demande la misma sociedad que lo alienta. Todos los movimientos y tendencias son importantes; todos aparecen por un motivo u otro; todos tienen su momento álgido, y por fortuna su continuidad y desarrollo, beneficiándonos de su vivacidad, de su riqueza y prodigalidad, de la magia y del deslumbramiento cultural que nos aportan. Si destruimos la forma –y de eso tienen mucha culpa los poderes públicos con sus modos obtusos de entender la llamada cultura de masas que roza lo dictatorial, modos a menudo snobs a la hora de promocionar artistas supuestamente experimentales y sobre todo afines a sus credos o intereses-, si destruimos la formas, decía, destruiremos el arte y la posibilidad de que los jóvenes puedan moverse independientes, valientes y sin complejos, hurgando o mamando de la propia vida y de los cánones académicos para su formación, así como el impulso a la propia intuición personal que marcará la personalidad trasformadora que puedan tener. Si esto no sucediese así nos quedaríamos ante una peligrosa esterilidad. Sin bases que sustente el arte, no se puede llegar a nada que pueda considerarse razonable. Los grandes maestros de hoy, curiosamente, siguen siendo los clásicos: Rafael, Miguel Ángel, Velázquez, Rembrandt, Goya, etc.…, genios de la pintura que pasaron por el taller, aprendieron con esfuerzo la técnica, y luego, seguros de sí mismos, se independizaron creando su propia escuela. En ellos valoramos la pintura de verdad, ya que no se ha vuelto a pintar de una forma tan total. Es a partir de estos pintores, precisamente, que deviene el arte nuevo; que por otro lado ha de tener constantemente un lenguaje de asombro, un carácter novedoso que se impulse con acierto generación tras generación. No podemos renunciar a esa fuente de cognición artística, ya que sería una postura completamente suicida. A los clásicos, queramos o no, se vuelve siempre. El arte contemporáneo, con la obsesión por destruir formas, técnicas y oficio en pos de una supuesta libertad rompedora, comienza a adolecer de aburrimiento y de falta de ideas, ya que muchas propuestas no tienen un fundamento lo suficientemente fuerte que lo sustente, y menos que lo confirme como guía de futuras generaciones. Sus límites, a estas alturas, están muy marcados: vemos repeticiones y reproducciones, copias y más copias de lo mismo o de algo muy parecido, allá donde ponemos los ojos, como son las grandes concentraciones de arte moderno donde unos pocos deciden qué se ha de llevar, qué obtiene el visto bueno, qué lo que se tiene que vender y comprar. Este montaje se va desvaneciendo poco a poco por puro hastío creativo. 


Si el arte no provoca ideas, habrá que ponerse a reflexionar qué es lo que sucede. La reflexión es un proceso que sustituye a la contemplación. La obra, al no motivar que el público permanezca largo rato de pie observándola, impone una tarea ajena a ella misma, impone un pensamiento desde donde debemos entretenernos y preguntarnos por qué no provoca opiniones... Las nuevas generaciones de artistas intentan romper toda regla, toda contracción, toda represión y condicionamiento. Y ha de ser así, ya que el arte, ante todo y sobre todo, es libertad como decíamos, o no es. El gran valor del arte contemporáneo ya lo dieron las sorprendentes obras de Miró, Picasso o Mondrian hace un siglo, creando un hecho que es ya, por fortuna para el arte, histórico. A partir de ellos, nada nuevo que sea verdaderamente relevante, ha sucedido. Por tanto, el valor del arte contemporáneo, parece ser que es aquel que se le quiera dar, algo que todavía hoy se está debatiendo con exacerbada confusión. El famoso váter de Duchamp -del que ya hemos hablado en alguna otra ocasión en este espacio más extensamente-, una vez se realizó la famosa exposición donde causó un innegable impacto, dejó de tener valor inmediato en cuanto se desmontó, ya que esa pieza no dejaba de ser un váter común y corriente, algo que fuera del contexto de la sala de exposiciones no significaba nada más que lo que era. Un cuadro, en cambio, tiene valor de por sí; un simple váter o cualquier otro objeto utilitario, ya vemos que no. De lo que se deduce que “el arte, a veces, no es arte, sino un mero espejismo”. Dicho esto debo añadir, que nadie es quien para decidir si esto o lo otro es o no es arte, ya que en arte solamente manda el corazón y la sensibilidad de cada individuo. 


Hay cuadros llenos de manchones a lo Pollock, que valen una fortuna; mientras que un hermoso bodegón, pintado con toda la técnica y todo el amor del mundo, queda arrinconado en cualquier museo o galería sin posibilidad de que nadie lo observe, teniendo como posiblemente tenga una carga artística brutal… Es lo de siempre: se paga un nombre, unos comprometidos deseos comerciales, una firma que cumple con esos intereses, un buen márquetin, una moda o tendencia..., y todo juicio apriorístico donde “alguien” impone su criterio sobre qué es y no es arte en la aplicación de una especie de sutil dictadura comercial. Lo que es verdaderamente triste es que el mundo del arte oficial no se interese por valores emergentes, jóvenes artistas que tienen tanto que decir si se les permitiera y favoreciera hacerlo; jóvenes que si logran algo positivo, es debido a su tesón y valía constatada por la reacción entusiasta y significativa de un público que los visita. 


Es un error cada vez más extendido pretender pintar sin saber pintar, o esculpir sin sabe esculpir, etc., etc., etc. Ya que eso es de una petulancia y de una arrogancia que no conduce a ninguna parte. Sin técnica y sin oficio, desengañémonos, no puede haber arte duradero. 



Barcelona.-mayo.-2014.

* Escritor, poeta y artista plástico catalán

©Teo Revilla Bravo.



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