P. Raniero Cantalamessa, ofmcap.
Génesis 15, 1-6; 21, 1-3; Hebreos 11, 8.11-12.17-19;
Lucas 2, 22-40
En el Domingo después de Navidad la liturgia celebra la fiesta de la Sagrada Familia. Jesús ha querido nacer en el seno de una familia humana, si bien por obra del Espíritu Santo y de una madre Virgen.
Toda familia está constituida por un conjunto de relaciones. Está, ante todo, la relación entre marido y mujer; después, entre los padres y los hijos. Hoy tendemos a cerrar aquí el cerco familiar. Pero, no es justo: hay otra relación más amplia: la de entre los abuelos y los nietos, o entre los ancianos y los jóvenes, que es hasta parte integrante de toda familia humana normal.
Este año las lecturas nos ofrecen la ocasión de reflexionar precisamente sobre este último componente de la familia: los ancianos. En la liturgia de este Domingo ellos prevalecen de forma incontrastable. Cada una de las tres lecturas nos presenta a una pareja de ancianos: la primera y la segunda lectura, a Abrahán y Sara; el Evangelio, a Simeón y Ana.
Los ancianos viven una nueva situación en el mundo de hoy; son los que más se han resentido de los vertiginosos cambios sociales de la era moderna. Dos factores han contribuido a cambiar radicalmente el papel de los ancianos. El primero es la moderna organización del trabajo. Ésta favorece la puesta al día y el conocimiento de las últimas técnicas, más que la experiencia, y por lo tanto favorece a los jóvenes; fija, además, un umbral o un paso detrás del que la persona debe dejar su profesión e ir a la jubilación. En algunas lenguas, como el inglés, el término con el que se designa a los pensionistas es aún más crudo: retirement, retiro.
El otro factor es el atestiguarse un tipo de familia así llamada monocelular, esto es, formada sólo por el marido, la mujer y los hijos, con los ancianos que sólo de tiempo en tiempo ven a los hijos y a los nietos. Todo esto ha creado los problemas que ya conocemos: soledad, marginación, enorme empobrecimiento de la vida de familia, especialmente para los niños, para los cuales los abuelos son figuras importantes y equilibradoras.
No ha sido siempre así. En la Biblia y, en general, en las sociedades antiguas, los ancianos, más que ser marginados y constituir una “edad inútil”, eran los verdaderos pilares en torno a los que giraba la familia y la sociedad. Hoy decirle a una persona “¡viejo!” suena como un insulto; pero, en un tiempo era un título honorífico. Del latín señor (que es el comparativo de senex), viejo, ha provenido nuestro “señor”. ¡Pensad un poco en qué cambio! Cuando de una persona decimos: “Se comporta como un verdadero señor” venimos a decir que se comporta como un verdadero anciano. También, la palabra presbíteros, sacerdotes, tiene el mismo origen, esta vez del griego, y significa sencillamente ancianos. Recuerdo estas cosas no por curiosidad, sino para ayudar a los ancianos a volver a encontrar una más justa idea de sí y a descubrir el don que existe en el hecho de ser ancianos.
Partimos del famoso, y por muchos temido, tiempo de ser pensionistas. Pero, ¿es en verdad, el ser pensionistas, un “retirarse”, un llegar a estar separados de la vida verdadera? Yo conozco a distintas personas para las que tal momento no ha sido el inicio del declive, sino el principio de una nueva laboriosidad. Una vez libres de un trabajo frecuentemente no escogido, no sentido como gratificante y creativo, han descubierto que tenían finalmente tiempo para dedicarse a una actividad nueva, con la que congenian más. Sobre todo, han descubierto que, después de haber trabajado toda la vida para necesidades del cuerpo y para deberes terrenos, podían finalmente dedicarse con más entusiasmo a cultivar su espíritu. Algunos profesionales han pedido anticipar su situación de pensionistas para poder dedicar el resto de sus años y de sus energías a una empresa mejor: ¡el reino de Dios! Con competencia y entusiasmo prestan su labor a la evangelización, en actualizar y realizar proyectos caritativos, en el voluntariado o sencillamente para ayudar al párroco en pequeños servicios exigidos por la comunidad. Para todos éstos se realiza aquella palabra del salmo que dice: “En la vejez producen fruto, siguen llenos de frescura y lozanía” (Salmo 92, 15).
Cuánta confianza da a este propósito la parábola de Jesús, en donde se habla del operario de la undécima hora, que recibe la misma paga que los primeros. Quiere decir que nunca es demasiado tarde. Supongamos que uno, asaltado por la necesidad, o también movido por la sed de ganancias, haya abandonado durante toda la vida el cultivar su fe, que haya permanecido lejos de los sacramentos y de todo. Pues bien, Dios le ofrece una nueva posibilidad. Como uno que nunca ha pagado los subsidios y el dueño le concede ir también como pensionista con el máximo de puntos. ¡Cuántas personas, en el paraíso, deben su salvación a los años de su ancianidad!
La Escritura traza también las líneas para una espiritualidad del anciano, esto es, un perfil de las virtudes, que más deben resplandecer en su conducta: “Di a los ancianos que sean sobrios, serios y que piensen bien; que estén robustos en la fe, en el amor y en la paciencia. A las ancianas, lo mismo: que sean decentes en el porte, que no sean chismosas ni se envicien con el vino, sino maestras en lo bueno, de modo que inspiren buenas ideas a las jóvenes, enseñándoles a amar a los maridos y a sus hijos” (Tito 2, 2-4).
No es difícil deducir de este conjunto de recomendaciones los rasgos fundamentales que hacen a un buen anciano. En el anciano, hombre o mujer, ante todo debe sobresalir una cierta calma, dignidad, que hace de él un elemento de equilibrio en la familia. Uno que sabe relativizar las cosas en los litigios, rebajar los tonos, inducir a la reflexión y a la paciencia. Una de las situaciones más penosas, que viven hoy los ancianos, es asistir impotentes al deshacerse el matrimonio de sus hijos, con todo lo que esto comporta para los nietos, para todos. También en esta circunstancia, el anciano debe ser alguien que invita a la reconciliación, puntualiza no tomar decisiones precipitadas, uno que “pone paz”.
Otra virtud sugerida a los ancianos es una cierta apertura hacia los jóvenes. A las mujeres ancianas se les recomienda que “enseñen a amar” a las jóvenes. ¡Cuántas cosas hay encerradas en esta frase! Esto supone en el anciano la capacidad de saberse adaptar a los tiempos que cambian, apreciar las novedades y los valores positivos de los que son portadores los jóvenes. Uno de los defectos, que ya los antiguos echaban en cara a los ancianos, es ser laudatores temporis acti, esto es, el de alabar, en todo momento, las cosas del pasado, aquello que se decía o hacía en su tiempo. Esto es un defecto que se nota, a veces, también en los sacerdotes y en los obispos ancianos, frente a los cambios, que tienen lugar en la Iglesia.
Pero, las indicaciones más concretas para una espiritualidad del anciano nos vienen precisamente de las figuras de los ancianos, que hemos recordado al inicio. Abrahán y Sara nos dicen que la verdadera fuerza, que debe sostener a un anciano, es la fe: “Por fe, obedeció Abrahán a la llamada… Por fe, también Sara, cuando ya le había pasado la edad, obtuvo fuerza para fundar un linaje… Por fe, Abrahán, puesto a prueba, ofreció a Isaac…”
Abrahán tenía un hijo único, Isaac, obtenido en edad avanzada, como un don explícito de Dios. Lo era todo para él. Y he aquí que un día Dios le pide llevárselo al monte y sacrificarlo. Uno se puede imaginar la pena del viejo padre. Esto me hace pensar en aquellos ancianos padres, que han tenido que acompañar a la tumba a un hijo suyo, quizás el único que tenían, y no consiguen poseer la paz.
Sabemos que Abrahán volvió a recibir al hijo vivo; Dios quería sólo poner a prueba su obediencia. Yo quisiera decirles a los ancianos, que han perdido a sus hijos: también vosotros los recibiréis vivos. Y no durante algún año, en este mundo, sino para siempre. Tened fe, porque es precisamente por la fe por lo que desde ahora podéis sentirlos como vivos y cercanos en Dios. No recurráis a otros medios extraños, ocultos, casi siempre falaces, para meteros en contacto con los difuntos. Os haríais mal a vosotros mismos, sin hacerles bien a ellos, porque esto es un poneros contra Dios.
De Simeón y de Ana, la pareja de ancianos del Evangelio, aprendemos la otra virtud fundamental de los ancianos: la esperanza. Simeón había esperado toda la vida poder ver al Mesías. Estaba ya cercano su fin, parecía todo acabado; ha continuado esperando; y un día ha tenido la alegría de estrechar entre sus brazos al Niño Jesús. Quizá, también algún anciano de entre vosotros tiene algún deseo que lo ata a la vida, por ejemplo, ver situados o colocados a todos los hijos. Para muchas madres, este deseo es ver a un hijo o una hija suya reconciliados con Dios, vueltos a la Iglesia. Continuad como Simeón esperando y rezando. La esperanza es el verdadero elixir de la eterna juventud. Se dice: “mientras hay vida hay esperanza”; pero, todavía más verdadero es lo contrario: “mientras hay esperanza hay vida”.
En los Salmos encontramos esta chocante oración de un anciano, que todos, jóvenes y viejos, podemos ahora hacer nuestra en la primera o en la segunda parte: “No me rechaces ahora que soy viejo, no me abandones cuando decae mi vigor… ¡Oh Dios, me has instruido desde joven, y he anunciado hasta hoy tus maravillas! Ahora, viejo y con canas, ¡no me abandones, Dios mío!” (Salmo 71,9.17-18).
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