José Manuel Villalpando
En la celebración del centenario de la Constitución del 17 se ha pasado de largo por el espinoso asunto de la “legitimidad” del congreso constituyente que en Querétaro, hace un siglo, la discutió y aprobó, y nadie ha querido entrar a este tema que constituye, a mi juicio, “el pecado original” de nuestra Ley Suprema.
La pregunta es muy sencilla: los diputados constituyentes de aquel congreso, ¿representaban legítimamente a “todo” el pueblo mexicano? La respuesta es categórica: NO, esos diputados NO representaron al pueblo mexicano en toda su extensión, diversidad, pluralidad y variedad de ideologías, pues solo lo fueron los representantes de la facción vencedora, la carrancista, excluyendo a los demás, porque según don Venustiano Carranza, “los enemigos de la Revolución, son enemigos de México”, como lo afirmó cuando convocó al congreso, porque para él, la única Revolución válida era solo la suya.
Veamos las pruebas de mi aseveración: en el Decreto que convoca a un Congreso Constituyente, expedido el 14 de septiembre de 1916, en su artículo 4° se estableció un requisito negativo: que NO podrían ser diputados al congreso constituyente, “los que hubieren ayudado con las armas o sirviendo en empleos públicos a los gobiernos o facciones hostiles a la causa Constitucionalista”, con lo cual quedaban fuera de representación los porfiristas y los huertistas, pero también los villistas y los zapatistas, a los que Carranza y Obregón había derrotado.
Pero no conforme con esta prohibición, don Venustiano quiso que el congreso se formase nada más con sus leales adeptos, por lo que cinco días más tarde, el 19 de septiembre de 1916, expidió la respectiva convocatoria y en el artículo 8° añadió un requisito más, esta vez de acción afirmativa: los diputados constituyentes deberían acreditar “con hechos positivos su adhesión a la causa constitucionalista”; es decir, ya no bastaba con no haberse opuesto a ella, sino que tendrían que ser partidarios activos de ella.
En otras palabras, Carranza quería un congreso a modo, solo compuesto por sus seguidores, ante los cuales presentaría su proyecto de Constitución, dándoles solo dos meses para que deliberaran y lo aprobaran.
Afortunadamente para la justicia social, la facción “constitucionalista”, ya en pleno congreso en Querétaro, se escindió en dos: los renovadores, que siguieron fieles a don Venustiano, y los radicales, que eran los corifeos de la nueva estrella de la Revolución, quien deseaba a toda costa ser presidente y le urgía derrocar a Carranza: Álvaro Obregón, cuyo interés fue obstruir el proyecto original e incluir en él asuntos que no había considerado el “primer jefe”, quien a la larga sería asesinado por los esbirros de Obregón. Sin embargo, hay que reconocer que gracias a los seguidores del “manco” de Celaya, se pudo introducir en la Constitución las reformas sociales más importantes, como las de educación, tenencia de la tierra y protección de los trabajadores.
¿Podemos perdonar el pecado original de la Constitución del 17 de no ser la legítima expresión del pueblo mexicano, de no provenir de una amplia y suficiente representación de todos los puntos de vista de los mexicanos de entonces? Creo que sí, siendo benévolos con el pasado; lo que me parece imperdonable es que todavía cien años después, la Constitución sea, como antaño, propiedad solo de unos cuantos, los que detentan el poder, quienes la modifican, reforman, transforman y hacen con ella lo que quieren, con el pretexto de que son “representantes del pueblo”, cuando hoy en día no son más que mandatarios de los intereses de los partidos políticos. Ni hace un siglo cuando se promulgó, ni a lo largo de cien años en que ha sido centenares de veces reformada, la Constitución ha sido puesta a consideración, juicio y decisión del pueblo mexicano, jamás ha sido sometida ni ella ni sus adiciones, a un referéndum, consulta o plebiscito; nunca se ha tomada en cuenta, como ya sucede en otros países verdaderamente democráticos, la opinión popular sobre su Ley Suprema que puede expresarse en las urnas. Eso si es imperdonable.
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