Obra del pintor suizo Albert Anker, "El escritor"
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Por Teo Revilla Bravo
Cómo escribir y no morir en el intento. Esta frase, algo redicha, me ha venido a la mente al pensar en la dificultad que tenemos quienes nos dedicamos a esta actividad por un motivo u otro. Aunque dicen que se escribe o se ha de escribir porque sí, sin pretender nada concreto como no sea el propio desahogo, algo éticamente loable que puede ayudarnos a conocernos mejor. Escribir con fines preestablecidos, o de lucro, es otra cosa bien diferente, las más de las veces ligada a una forma de trabajo convertida en obligación; en tal caso, si se escribe desde la honestidad, puede ser también es una catarsis por decirlo de manera prosaica, limpieza que aligera el alma del peso con que nos vamos cargando por unas causas o por otras a lo largo de la existencia.
Escribir es también un intento de crear una realidad alternativa, un generoso desprendimiento de lo propio, una necesidad imperiosa por descomponernos y a la vez compensarnos a fuerza de fabular creando embustes, manipulaciones o fantasías, como pretextos de una supuesta verdad propia que no nos acaba de convencer. Fabular es dejarse ir, es descubrir delirios que nos fascinan, y que a la vez pueden hacerlo a un posible lector.
Escribimos, sentimos la necesidad. A veces contando verdades sobre nuestras vidas, o quizás sobre la visión que quisiéramos tuvieran esas vidas y los movimientos que pudieran darse en ellas, algo no siempre fácil. Para lograrlo tenemos que valernos de la experiencia y de la aptitud que creemos poseer para tergiversar o no la realidad propia o ajena y poder crear contextos alternativos en un acto de desesperación, de metamorfosis, o de imperiosa necesidad de escupir en escabroso ejercicio angustias y desaciertos, sentimientos que por dentro nos arañan o nos hacen sufrir. Hay que lograr, en todo caso, no caer en el sentimentalismo ni en decoros absurdos y engañosos. Sí escribir sin piedad ni compasión, latiendo y vibrando con cada palabra, sinceros hurgadores en lo crudo del laberinto personal, pero evitando cualquier demostración banal del ego.
Permanecemos ante lo escrito. Lo releemos, lo revisamos, y al cabo continuamos ufanos sabiendo que será difícil llegar a un punto final que nos complazca. Sabemos que nada se acaba, que todo escrito puede continuarse, que es un proceso siempre abierto a algo, pues cada instante que llega, aún siendo los mismos, somos otros. Quizás por eso sea difícil detenerse en un punto al que darle final, pues va cambiando con la edad el conocimiento, el estilo, y el riesgo que en ello ponemos.
Escribir, revisar, corregir. Y a medida que se escribe, más preguntas surgen, más cuestionamientos se nos plantean, más ganas de desertar –tachar, romper, eliminar-, sintiendo a la vez la necesidad de continuar.
Se gana en seguridad. Pero dentro de la innegable incertidumbre que nos acompaña, sabedores de que los retos son cada vez mayores, que nos vamos convirtiendo en prisioneros de nosotros mismos: no queremos promover o estimular algo, que al cabo nos disminuya o minimice: el ego se revela. ¿Le falta humildad al escritor? No exactamente, pienso, pues vive dentro de una marea que lo arrastra e impulsa irreprimiblemente, mientras va intentando descubrir complejos procesos morales a los que dar respuesta, de ahí esa aparente osadía que puede cuestionar su naturalidad.
Cuando comenzamos a escribir, a veces sabemos a dónde pretendemos llegar; otras, escribimos compulsivamente de manera aparentemente improvisada. Mientras avanzamos en la escritura todo va cambiando como en un paisaje, a menudo hasta la idea primigenia que nos impulsó a hacerlo. Disfrutamos poniendo el dedo en la herida, hurgando en lo que nos duele o preocupa, sea personal, social o de índole político. Somos observadores sensibles de cuanto pasa por dentro de nosotros, y por fuera también curiosos de lo cotidiano en ese intento por analizar lo complejo del comportamiento humano. Y lo hacemos por unas vías o por otras, con acierto o sin él, llevados de la mano impulsiva de una imparable inquietud.
Introspección y ambigüedad son nuestras compañías. Nadie está en posesión de la verdad. La verdad quizás sea solamente una palabra para defendernos de la propia mentira. ¿Cómo hacer un juicio moral? ¿Qué consideramos moral? ¿Aquello que se establece como tal? En tal caso, estructurándolo desde nuestra particular percepción, al escribir lo añadimos a un debate general. No podremos explicar, por mucho empeño que pongamos, la clave para lograr una sociedad feliz, conscientes de que es imposible que exista. ¿Para qué escribir entonces? ¿Qué nos arrastra a ello? ¿Hallar una armonía, una compensación al pensamiento que nos aflige, dar sentido a nuestras vidas? Hay, pues, que escribir, desde la modestia. Cuando ponemos alma, vamos y venimos desde lugares de interrogación y dolor, haciéndolo desde la interpelación constante, desde el dilema que supone vivir intentando hallar tranquilidad para nuestros ánimos. En todo caso, hay que escribir desde la convicción y la sinceridad, traspasando ambigüedades, liberándonos de modas, de críticas interesadas, de porfías, de la posibilidad o imposibilidad de ser publicados o permanecer inéditos.
©Teo Revilla Bravo.
Fuente: https://entrepalabrasysilencios.blogspot.com/2018/03/oficio-de-escribir.html?spref=fb
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