Guzmán M. Carriquiry* | 23 enero, 2020
La explosión de la violencia
Se dice que “en río revuelto, ganancia de pescadores”, más bien ganancia de grupúsculos violentistas, que merecerían un estudio más serio. Una dosis de violencia puede llegar a ser explicable, pero en Chile, especialmente, se ha dado una persistente e inaudita violencia que desde la reactividad ha pasado a ser estrategia política. Es violencia protagonizada por pequeños sectores de juventud “anarquista” – más por la destrucción que provocan que por la teoría -, de delincuentes comunes del “lumpen” y de los residuos del Partido comunista y de grupúsculos de extrema izquierda. Impresiona en Chile esa estrategia destructiva que pretende crear un estado de violencia permanente y que, entre muchas otras cosas, arremete contra templos católicos y evangélicos así como con Universidad e instituciones de enseñanza católicas o de inspiración cristiana.
Es muy probable también que participen en esa violencia los incorporados dentro de la red capilar del narco-negocio. El narco-tráfico se ha convertido en la “multinacional” más rentable en América Latina, con enormes poderes de corrupción de dirigencias políticas y financieras, pero también de corrupción de muchos jóvenes de sectores populares, seducidos por la ganancia fácil e inmediata, dispuestos a las más crueles violencias que sean necesarias para obtenerla.
Las “maras” centroamericanas son el ejemplo cabal de esta realidad extremadamente violenta, mientras que los carteles mexicanos – desde la cúspide hasta las bases – parecen incontrolables, con todo tipo de protecciones en diversas instancias del Estado, en guerra entre ellos por el control de regiones y circuitos, protagonistas de una violencia inaudita, asesina, con muchas decenas de millares de muertes a su haber.
El narco-negocio quiere dominar o neutralizar el Estado a través de diversas formas de complicidad, o quiere destruirlo. No es la mera represión de las fuerzas de seguridad que lograrán acabar con ello. El fracaso de la “guerra” proclamada por la anterior Presidencia mexicana está muy claro. Las operaciones de la DEA no pueden pretender ocultar que la más grande demanda de drogas proviene de los Estados Unidos (y después de Europa Occidental), lo que plantea cuestiones muy serias sobre su presunto “estado de bienestar”.
Tampoco parece solución adecuada la liberalización del comercio de drogas ligeras bajo cierto control estatal. Ante todo, es como un rendirse a las drogas como algo normal y no como mal para las personas, familias y comunidades. Además, se manejan dos presupuestos más que discutibles: que el consumo de las drogas ligeras no conduzcan al consumo de las drogas pesadas y que dicha liberalización irá quitando espacio a la red del narco-tráfico. Se necesita lo que aún no se ve en el horizonte: una vasta tarea nacional de educación y prevención, que implique a las más variadas instituciones – comenzando por familias y escuelas -, acompañada, claro está, con eficaces sistemas de represión de sus circuitos de difusión y de sus complicidades políticas y financieras. Sobre todo, no mucho se logrará si vastos sectores de juventudes populares, que componen los “ni-ni” (sin escolaridad ni trabajo), viven en la penuria y sin perspectivas.
Lo que es evidente es que se ha incrementado en grado sumo la inseguridad y violencia en los países latinoamericanos. ¡Y cuidado con los aprendices de brujo, porque cuando la violencia domina las calles es la hora de las Fuerzas Armadas, resucitando un pasado muy sufrido que creíamos, gracias a Dios, ya bastante lejano! ¡Atención!, que en río revuelto se mezclan también los provocadores de diversa calaña.
La crisis de la democracia representativa
El quiebre institucional es la manifestación más notoria de la crisis de la democracia representativa que se da en América Latina. No es de extrañar que los resultados de sondeos que registran las percepciones políticas de 20.000 latinoamericanos de 18 países (exceptuando Cuba y Haití), entrevistados por la prestigiosa Corporación “Latino barómetro”, confirman que los latinoamericanos están como nunca insatisfechos con la salud de las democracias. El respaldo a la democracia ha caído en 2018 al 48%, cinco puntos menos que el año anterior y 13 menos de su valor más alto, del 61%, en el año 2010. Es como si se hubiera dado una erosión de las democracias, que se acentúa con el desencanto e indiferencia de los jóvenes entre los 16 y 26 años, generación que nació en democracias y no conoció las gravísimas penurias de años de dictadura.
La democracia representativa está en plena crisis no sólo en América Latina sino en todo el Occidente. Esta crisis está ciertamente causada por ese quiebre institucional y las inequidades sociales, impactada también por el sobredimensionamiento del poder financiero y mediático, los crecientes límites a la soberanía por cada vez mayores interdependencias, la ausencia de propuestas innovadores y audaces de participación popular. Parece muy claro que ahora estamos pasando sorprendentemente por una coyuntura histórica mundial de repliegue reactivo, es decir reaccionario, que reacciona ante las más variadas situaciones de confusión e incertidumbre, de inseguridad y de miedo. Son situaciones provocadas por el terrorismo, las migraciones de masa, los numerosos focos de la “tercera guerra mundial a pedazos”, el incremento de la violencia por doquier. Son también provocadas por aceleradas transformaciones que parecen incontrolables, por todas las penosas consecuencias sociales que arrastra una globalización que deja multitudes de excluidos, pero que también son sentidas como amenazas para vastos sectores de clases medias de países de alto y medio nivel de desarrollo.
Esas situaciones de incertidumbre y de miedo se acrecientan y agudizan en poblaciones enteras que no encuentran sólidos pilares de referencia para la construcción de la propia existencia personal y colectiva.
“Uno de los fenómenos que actualmente golpea al continente – dijo el Papa en su discurso al Colegio Pío Latinoamericano, el 11/05/2019 – es la fragmentación cultural, la polarización del entramado social y la pérdida de raíces”. El desfibramiento de los tejidos familiares y sociales y, con ello, la gradual disolución de los vínculos de pertenencia y socialización, dificultan toda cohesión social y van dejando a la gente en vacíos y orfandades, en “todos contra todos” o “sálvese quien pueda”.
La potente máquina de distracción (“divertissement”) y censura que opera por medio de la sociedad del consumo y del espectáculo ya no puede ocultar la confusión y la rabia que emergen por doquier. Las democracias se viven en un tembladeral, desprovistas de fundamentos y virtudes, cada vez más erosionadas. No es de extrañar, pues, que mucha gente reaccione emotivamente, casi instintivamente, a veces con exuberancia irracional, dejándose guiar por el miedo y la rabia, y se aferre a las presuntas seguridades de nacionalismos estrechos, a las imágenes de los hombres (y mujeres) “fuertes”, a políticas autoritarias de orden y control social, a promesas ilusorias de regeneración social. Así descuellan las aventuras inciertas de las presidencias de Trump y Bolsonaro, entre muchas otras.
¿Se trata de populismos?
Hay quienes engloban toda esta coyuntura bajo el rótulo del “populismo”. Hay, sí, dosis de populismo cuando se cae en demagogia irresponsable, en la facilonería en afrontar los problemas y en el mero asistencialismo a los necesitados como clientelas políticas. Esta es una realidad de hoy, de ayer y de siempre. Una dosis de demagogia es congenial a toda política. Sin embargo, como interpretación general de la situación actual está tan usada y desgastada últimamente, por pereza intelectual, que ya ha ido perdiendo sentido. Cuando todo entra como por un embudo bajo el mote de “populista” – Trump y López Obrador, Bolsonaro y Daniel Ortega, Johnson, “Podemos” y la “Liga” italiana -, la capacidad analítica del concepto se demuestra casi nula.
Muy cierta es la distinción que el Papa Francisco plantea sobre “populismos” y “políticas populares”. En este sentido, se puede afirmar que hay populismos que se alimentan de las zozobras, los miedos, las rabias e incluso de tendencias xenófobas que sacuden al cuerpo social; y hay “políticas populares” cuando apuntan a promover la soberanía participativa de los pueblos, desde las entrañas de sus culturas, hacia la consecución de un bien común de inclusión y mayor justicia para todos.
Muchas veces se ha usado ideológicamente el mote de “populista” para desvirtuar estas políticas populares, sobre todo por parte de quienes temen toda irrupción del pueblo en la escena pública que ponga en jaque los intereses de los potentados del “establishment”.
Los tres grandes países: Brasil, México y Argentina
Quien mira América Latina en su conjunto tiene que concentrar especialmente esa mirada en los tres grandes países de la región: México, Argentina y Brasil…y no dispersarse sólo en anécdotas locales. Este triángulo es decisivo: no en vano Brasil representa el 38% de la producción total regional, México el 24% y Argentina el 13%. En este triángulo se da la máxima concentración latinoamericana de capital humano, la mayor red de mercados, universidades e institutos de investigación de América Latina.
Pues bien, la presidencia muy personalista de Andrés Manuel López Obrador contó con un sufragio popular avasallador, porque los mexicanos estaban hartos de tanta violencia, corrupción e inoperancia de gobierno. Incluso actualmente conserva un muy alto consenso popular, mientras que cuenta con el control de gran parte de los poderes del Estado. Cierto es que hay que juzgarlo por sus hechos, y aún es demasiado pronto para hacerlo. AMLO hereda una situación “imposible”: un país violentado por una criminalidad que parece incontrolable (sobre todo por las redes del narcotráfico, la difusión de armamentos y una cultura de violencia), una economía que ve puntas de alta tecnología y productividad con un enorme atraso en zonas rurales, una desigualdad social escandalosa entre las más grandes fortunas del mundo y grandísimos bolsones de pobreza, incluso de miseria y exclusión (sobre todo en algunas zonas indígenas). Además, tiene que vérselas con la vecindad, por una parte, con el gigante del Norte y sus muros y, por otra, con el volcán centroamericano y sus migraciones.
Yo escribía hace algunos meses que López Obrador tenía la posibilidad de liderar un gran movimiento nacional y popular de regeneración y reconstrucción del país o podía sufrir la amenaza de reducirse poco a poco en una nueva versión del “ogro filantrópico” de la “revolución institucionalizada”. Podía movilizar lo mejor del “orgullo” nacional del pueblo mexicano, confiado en la “Morenita”, o dejarse llevar por colonizaciones ideológicas o culturales de conventículos elitistas. Arriesgo todavía a dejar abierta esta alternativa, aunque no falten políticas que se demuestran mas bien demagógicas y confusas. Pero quienes se apresuran a condenarlo se lavan las manos demasiado fácilmente de su corresponsabilidad con las situaciones ahora heredadas.
En todo caso, ante la obsesión de la administración norteamericana por el muro divisorio, las imágenes caricaturales que se propagan en Estados Unidos sobre los hispanos acusados de ser focos de delincuencia y las discriminaciones, persecuciones y deportaciones que sufren los hispanos en ese país, todo honesto latinoamericano tendría que repetirse: “somos todos mexicanos y centroamericanos”.
México juega también su destino en su capacidad de seria y firme negociación con el gigante del Norte, en la conquista de su enorme mercado, en el crecimiento educativo, social y económico de los hispanos en los Estados Unidos. Depende de los Estados Unidos en su moneda, sus comercios, sus circuitos de producción integrada, su turismo, sus migraciones, los intercambios entre drogas y armas, pero sus raíces son tan profundas que ha sabido mantener su propia identidad nacional y cultural en las más diversas manifestaciones de vida de su pueblo. Octavio Paz exclamó una vez que Nuestra Señora de Guadalupe – es decir, su mejor tradición por medio de la Madre y las madres – había resultado más “anti-imperialista” que todos los retóricos discursos ultra-nacionalistas de la sucesión de Presidentes de la revolución institucionalizada.
Pero México tiene que mirar también mucho más hacia el Sur, hermanado por historia, cultura y sustrato católico. No pueden ser tan escasos los vínculos comerciales y de cooperación a diversos planos entre México, Brasil y Argentina. Tengamos, además, bien presente que en el 2021 se conmemorará en la misma fecha la independencia mexicana y la de los actuales 5 países centroamericanos (Panamá es otra historia…). Los países centroamericanos no podrán salir de ciclos de depresión y violencia – aunque Costa Rica se salve por el momento – si no mediante un intenso proceso de integración “federal” entre ellos y con México. El eje de solidaridad, integración y modernización “Puebla-Panamá” es capital para el sur de México y para Centroamérica, pero los problemas internos de México son tales que parece carecer por el momento de una más polifacética política exterior.
De la Argentina de Alberto Fernández cabe también mantener las esperanzas abiertas. La nueva presidencia heredó un país en bancarrota, totalmente endeudado, con espirales de inflación e incremento de la pobreza. Es un “milagro” al revés que un país tan rico tenga a una tercera parte de su población en la pobreza. Es bueno que la nueva presidencia haya inmediatamente destacado la emergencia social, sanitaria y laboral. Tendrá que emprender una tarea titánica que será posible sólo si mantiene firme el timón de una conducción sabia y determinada y si se logra mantener y reforzar la unidad del movimiento peronista-justicialista y su arraigo popular. Son motivos de esperanza la enorme riqueza de la Argentina y su poder de recuperación, por una parte, y, por otra, todas las energías de movilización solidaria de la tradición popular en el país. Sin embargo, se requerirá algo más: una magnanimidad que sepa convocar y dar fuerza a la mayor unidad nacional y patriótica posible, dejando atrás las polarizaciones exacerbadas en tiempos de las presidencias de Cristina Kirchner y de Macri. Esto es tanto más necesaria en cuanto que la crisis es de tal magnitud que es muy difícil de afrontar.
En Brasil se aprovechó de las tradicionales fragilidades y corrupciones de la política brasileña, en la que el Partido de los Trabajadores quedó también muy enredado, para emprender una tremenda campaña de acoso judicial y mediático concentrada contra el Presidente Lula. Esa sola campaña no explica suficientemente que más del 60% de los brasileños votara por una candidatura emergente y sorprendente como la de Bolsonaro. Hoy día, la presidencia de Bolsonaro aparece aventurosa e incierta, con raptus de vulgar e incluso amenazadora agresividad que no condicen con la política de un gran país. Su consenso se ha reducido mucho. Mientras que el Ministro de Hacienda Paulo Guedes es un neo-liberal muy ortodoxo, hay que tener en cuenta la tradición nacionalista e industrialista de buena parte de las Fuerzas Armadas del país. Además, el Congreso y la Suprema Corte tienden a bloquear las iniciativas más radicales de la presidencia. El actual régimen de gobierno da muestras de mucha inestabilidad y es muy difícil apostar por su futuro, pero lo que suceda en el Brasil en los próximos años será de importante repercusión para toda América Latina.
En realidad, el quiebre institucional ya señalado ha dado pie en varios países de América Latina al surgimiento, gracias a intensas campañas mediáticas, de figuras tan sorprendentes y variadas como la de Bolsonaro, la del anterior Presidente de Guatemala y el actual de El Salvador, así como muchos de los recientemente victoriosos en las elecciones municipales colombianas. Y es posible que se tengan en el próximo futuro muchas otras sorpresas de”hombres nuevos” para gobiernos inciertos… ¡para bien o para mal!
Siempre la “Patria Grande”, más allá de la crisis de la integración
Las convulsiones locales y nacionales no pueden hacer perder de vista la perspectiva y utopía de la “Patria Grande” que el Papa Francisco mantiene bien en alto.
La integración latinoamericana es una necesidad y una prioridad ineludible y urgente, que está inscrita en nuestra vocación y destino. Así lo reconocía Juan Pablo II cuando, inaugurando la IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, en Santo Domingo, el 12 de octubre de 1992, señalaba: “Es grave responsabilidad (de los gobernantes) el favorecer el ya iniciado proceso de integración de unos pueblos a quienes la misma geografía, la fe cristiana, la lengua y la cultura han unido definitivamente en el camino de la historia”. “No hay por cierto otra región que cuente con tantos factores de unidad como América Latina (…) – escribieron los Obispos latinoamericanos en el documento de Aparecida, n. 527 -, pero se trata de una unidad desgarrada porque atravesada por profundas dominaciones y contradicciones, todavía incapaz de incorporar en sí ‘todas las sangres’ y de superar la brecha de estridentes desigualdades y marginaciones”.
Obviamente, estos factores de unidad están lejos de reducir la realidad latinoamericana a la uniformidad, sino que se conjugan y enriquecen con muchas diversidades locales, nacionales y culturales, a modo de “poliedro” diría el papa Francisco. No hay otro camino que la integración para ampliar los mercados y concertar una economía de escala que favorezca la industrialización, especialización, innovación tecnológica, los “tradings” productivos y un crecimiento auto-sostenido. Es condición indispensable para enfrentar las exigencias impostergables de la lucha contra la pobreza, de la dignidad del trabajo para todos y de mayores condiciones de equidad en un sub-continente que tiene el lamentable récord de albergar abismales desigualdades sociales.
La integración política y económica es la única posibilidad de contar con un propio peso en el concierto internacional con un mínimo de audiencia y de capacidad de imponer respeto. Helio Jaguaribe y Methol Ferré, entre otros, supieron evidenciar con clarividencia todos los desafíos y alternativas de la integración latinoamericana en los emergentes escenarios globales.
Lamentablemente el MERCOSUR, proyecto histórico fundamental desde una alianza brasileña-argentina y chilena – único eje de conjugación, atracción y propulsión a nivel sudamericano – se ha ido empantanando desde hace demasiado tiempo y está sumamente desfibrado. Hoy es apenas una tenue zona de limitado libre comercio, sometida a las presiones e intereses de corporaciones de los diversos países. ¡Sin embargo, está destinado a resurgir de sus cenizas cuando se afronte con inteligencia y valentía el bien común de nuestros pueblos y naciones! Tendrá que saberse conjugar bien con la Alianza para el Pacífico, que ha emprendido un camino de integración que habrá que seguir con atención.
Más allá de las cansinas retóricas de las cúpulas políticas de turno, se está requiriendo una vasta obra de educación y movilización de modo que la integración latinoamericana no se reduzca a los humores y veleidades de las élites sino que arraigue en los pueblos y que vayan formándose grandes consensos populares, transversales a todos los países en pos de esa integración.
Importantísimo es educar, conmover y movilizar las juventudes latinoamericanas con el ideario de construcción de su “Patria Grande”. Mientras tanto, quedamos a la espera de líderes y voluntades políticas más inteligentes, determinadas y apasionadas para dar nuevo ímpetu regional, nuevas realizaciones concretas y nuevos horizontes a la integración y unidad latinoamericanas.
En el Bicentenario de la Independencia de los países latinoamericanos tengamos bien presente que esa integración es condición necesaria para reafirmar hoy nuestra independencia contra todas las amenazas de nuevas modalidades de colonizaciones económicas, culturales e ideológicas que ya mismo atentan contra el bien de nuestros pueblos.
El método del diálogo, de la negociación y del encuentro, a tiempo y destiempo
Si la mirada de un atento observador recorre y recapitula las pasadas décadas de América Latina, se queda asombrado de cuánto la región continúe dependiendo de las variables políticas y económicas del concierto internacional y de cuánto fluctúe en su conjunto de virajes periódicos. Los horizontes que aparecen como cerrados, de golpe van abriéndose en forma reactiva respecto del período anterior, pero poco se aprende de lo ensayado y vivido en cada coyuntura mundial y latinoamericana. Estamos siempre propensos a auges y caídas en alternancia periódica. No hay una continuidad acumulativa.
Sin embargo, si se quieren afrontar a fondo situaciones de grave emergencia, y más aún, los tremendos problemas y desafíos que implica un auténtico desarrollo integral, solidario y sustentable, de mayor justicia y equidad, se requiere que se logren grandes acuerdos políticos y sociales, de amplitud y generosidad de miras. Hay que evitar exterminar las polarizaciones, no quedar encerradas en las conflictualidades, descartar las descalificaciones, la ausencia de todo diálogo, el descalabro de la amistad social. No se trata de ignorar los legítimos motivos de las distintas posiciones políticas y de la conflictualidad social, pero se necesita mantener un tejido democrático de encuentros y diálogos perseverantes y abiertos, en los que se sepa aprender unos de otros.
Con contraposiciones radicales y maniqueísmos exasperados entre enemigos – más que adversarios políticos – es muy difícil que se emprendan políticas dirigidas efectivamente al bien común, sino que se erosionen las democracias. Las más diversas instituciones políticas, educativas, culturales, económicas, sociales y religiosas tienen que ser protagonistas de diálogos nacionales, que serán tanto más sólidos y fecundos cuando impliquen a los más diversos niveles de la sociedad civil. Incluso más: nuestros países necesitan grandes objetivos y políticas de Estado que, en lo fundamental, no estén dependiendo de los intereses políticos y económicos que se mueven en la alternancia de gobiernos. En esto la Iglesia está llamada a jugar un papel educador y promotor de una auténtica reconciliación y democratización.
Nuevos métodos, nuevas propuestas, nuevas terceras vías
No estamos, pues, para quedarnos sentados esperando que pase la actual “racha” y soñando con un mañana mejor. ¡No! Se trata de empeñarse para ir animando, a través de las más numerosas y variadas acciones, convergentes en lo posible, procesos y experiencias de una convivencia en la que el pueblo pueda ejercer la fraternidad, sin desesperar, aguardando “confiadamente y con astucia los momentos oportunos para avanzar en la liberación tan ansiada” (Documento de Puebla, n. 452).
“Los pueblos, especialmente los pobres y sencillos – escribió el papa Francisco en la presentación de mi libro “Memoria, coraje y esperanza a la luz del Bicentenario de la independencia de los países latinoamericanos” (ed. Nuevo Inicio, Granada, 2016) – custodian sus buenas razones para vivir y convivir, para amar y sacrificarse, para rezar y mantener viva la esperanza. Y también para luchar por grandes causas”. “Necesitamos cultivar y debatir – prosigue el Papa – proyectos históricos que apunten con realismo hacia una esperanza de vida más digna para las personas, familias y pueblos latinoamericanos. Urge poder definir y emprender grandes objetivos nacionales y latinoamericanos, con consensos fuertes y movilizaciones populares, más allá de ambiciones e intereses mundanos y lejos de maniqueísmos y exasperaciones, de aventuras peligrosas y explosiones incontrolables”. En general, no sirven para nada los modelos pre-fabricados, pero si se necesita invertir mucha inteligencia, muchos intercambios, mucha imaginación, para ir proponiendo nuevas políticas económicas y sociales, nuevos modelos de desarrollo integral, solidario y sustentable, incluso nuevas “terceras vías” más allá de los círculos viciosos desgastados del neocapitalismo tecnocrático ultra liberal y del socialismo estatista autocrático. Una iniciativa muy importante que va en ese sentido es la convocatoria del papa Francisco para Asís, del 26 al 29 de marzo próximo, en la que se han inscrito más de 3.000 jóvenes economistas, empresarios y operadores sociales.
Por eso, hablando a los participantes en el post-diplomado de la Academia de Líderes Católicos en el Vaticano, el Papa Francisco recalcaba que es necesaria “una nueva presencia de católicos en la política”. “Una nueva presencia – proseguía el Papa –que no sólo implica nuevos rostros en las campañas electorales, sino, principalmente, nuevos métodos que permitan forjar alternativas que simultáneamente sean críticas y constructivas. Alternativas que busquen siempre el bien posible, aunque sea modesto. Alternativas flexibles pero con clara identidad social cristiana. Y, para ello, es necesario valorar de modo nuevo a nuestro pueblo y a los movimientos populares que expresan su vitalidad, su historia y sus luchas más auténticas. Hacer política – concluía el Papa – inspirada en el Evangelio desde el pueblo en movimiento se convierte en una manera potente de sanear nuestras frágiles democracias y de abrir el espacio para reinventar nuevas instancias representativas de origen popular”.
La Academia de Líderes Católicos ha querido y quiere responder a esta necesidad y convocación: acompañar, alentar y alimentar la formación de nuevas generaciones de católicos en la política – en el recambio de dirigencias de variadas posiciones políticas que se está necesitando -, de profundas convicciones cristianas, arraigados en la tradición, cultura, sufrimientos y esperanzas de nuestros pueblos – ¡políticos, empresarios, sindicalistas e intelectuales populares! -, con amor preferencial a los más pobres y vulnerables, anteponiendo el bien común a todo interés particular, competentes ante situaciones complejas, comprometidos en la lucha por una América Latina unida, casa común para todos, de mayor justicia y equidad, pacificada, hábitat que cuida la riqueza y belleza de su naturaleza y el crecimiento en humanidad de sus hombres y mujeres.
Nos queda para desarrollar como un segundo capítulo que es el de la misión de la Iglesia en este “cambio de época” convulso que sacude a todo nuestra querida y sufrida, pero siempre esperanzada América Latina… ¡Será para otra ocasión!
Roma, 18 de enero de 2020