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sábado, 13 de marzo de 2021

«LA CONSTRUCCIÓN DE LA FE CRISTIANA Y SU «PIEDRA ANGULAR» ES LA DIVINIDAD DE CRISTO, SIN LA QUE TODO SE DERRUMBA»

 


3ª predicación de Cuaresma del Cardenal Cantalamessa al Papa, 12-3-2021

* «La fe en la divinidad es importante sobre todo en vista de la evangelización. ¿Por quién se forma la Trinidad si Cristo no es Dios? No en vano, tan pronto como se pone entre paréntesis la divinidad de Cristo, también se pone a la Trinidad entre paréntesis. San Agustín decía: «No es mucho creer que Jesús ha muerto; esto lo creen también los paganos y los réprobos; todo el mundo lo cree. Pero es realmente grande creer que ha resucitado». Y concluía: «La fe de los cristianos es la resurrección de Cristo». Lo mismo debe decirse de la humanidad y la divinidad de Cristo, cuya muerte y resurrección son sus respectivas manifestaciones. Todos creen que Jesús es un hombre; lo que marca la diferencia entre creyentes y no creyentes es creer que él también es Dios. ¡La fe de los cristianos es la divinidad de Cristo!»

* «‘Conocer a Cristo es reconocer sus beneficios’, hemos escuchado. Terminamos recordando dos de estos beneficios que son los más capaces de responder a las necesidades profundas del hombre de hoy y siempre: la necesidad de sentido y la necesidad de vida. Jesús dijo: «Yo soy la luz del mundo; quien me sigue, no caminará en las tinieblas» (Jn 8,12): sabe de dónde viene, sabe a dónde va y qué debe hacer mientras tanto. ¡Sobre todo sabe que es amado por alguien y que este dio su vida para demostrárselo! Jesús también dijo: «Yo soy la resurrección y la vida; quien cree en mí, aunque haya muerto, vivirá» (Jn 11,25). Y el evangelista más tarde escribirá a los cristianos: «Os he escrito esto para que sepáis que poseéis la vida eterna, vosotros que creéis en el nombre del Hijo de Dios […] Él es el verdadero Dios y la vida eterna» (1 Jn 5,13.20). Precisamente porque Cristo es «verdadero Dios», también es «vida eterna» y da la vida eterna. Esto no nos quita necesariamente el miedo a la muerte, sino que da al creyente la certeza de que nuestra vida no termina con ella.»

Recordemos brevemente el tema y el espíritu de estas meditaciones cuaresmales. Nos propusimos reaccionar a la tendencia generalizada a hablar de la Iglesia «etsi Christus non daretur», como si Cristo no existiera, como si pudiéramos entender todo sobre ella, prescindiendo de él. Sin embargo, nos propusimos reaccionar a esto de una manera diferente a la habitual: no tratando de convencer de error al mundo y a sus medios de comunicación, sino renovando e intensificando nuestra fe en Cristo. No en clave apologética, sino espiritual.

Para hablar de Cristo hemos elegido el camino más seguro que es el del dogma: Cristo hombre verdadero, Cristo verdadero Dios, Cristo una sola persona. La del dogma no es una vía antigua ni anticuada. «La terminología dogmática de la Iglesia primitiva —escribió Kierkegaard, uno de los mayores representantes del pensamiento existencial moderno— es como un castillo de hadas, donde los príncipes y princesas más encantadores descansan en un sueño profundo. Basta solo despertarlos, para que brinquen de pie en toda su gloria» [1].

Se trata precisamente de esto: de despertar los dogmas, infundir vida en ellos, como cuando el Espíritu entró en los huesos secos que Ezequiel vio y «volvieron a la vida y se pusieron en pie» (Ez 37,10). La última vez tratamos de hacer esto, con respecto al dogma de Jesús «verdadero hombre»; hoy queremos hacerlo con el dogma de Cristo «Dios verdadero».

El dogma de Cristo «Dios verdadero»


En el año 111 o 112 d.C., Plinio el Joven, gobernador de Bitinia y del Ponto, escribió una carta al emperador Trajano, pidiéndole indicaciones sobre cómo comportarse en los procesos seguidos contra los cristianos. Según las informaciones tomadas —escribe al emperador—, «toda su culpa o error consistía en que habitualmente se reunían en un día establecido, antes del amanecer, para cantar, en coros alternos, un himno a Cristo tomado como Dios»: carmen Christo quasi Deo dicere [2]. Estamos en Asia Menor, a pocos años de la muerte del último Apóstol, Juan, ¡y los cristianos ya proclaman en el canto la divinidad de Cristo! La fe en la divinidad de Cristo nace con el nacimiento de la Iglesia.

Pero, ¿qué es hoy de esa fe? En primer lugar, hagamos sintéticamente una reconstrucción de la historia del dogma de la divinidad de Cristo. Fue solemnemente sancionado en el Concilio de Nicea en el año 325 con las palabras que repetimos en el Credo: «Creo en un solo Señor Jesucristo… Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma sustancia del Padre». Más allá de los términos utilizados, el significado profundo de la definición de Nicea —como se deduce de san Atanasio, que fue su testigo e intérprete más autorizado— fue que en todos los idiomas y en todas las épocas Cristo debe ser reconocido como Dios en el sentido más fuerte y más alto que la palabra Dios tiene en esa lengua y cultura, y no en algún otro sentido derivado y secundario.

Se necesitó casi un siglo de ajuste antes de que esta verdad fuera recibida, en su radicalidad, por toda la cristiandad. Una vez superados los arrebatos del arrianismo debidos a la llegada de pueblos bárbaros que habían recibido la primera evangelización de los herejes (godos, visigodos y longobardos), el dogma se convirtió en patrimonio pacífico de todos los cristianos, tanto orientales como occidentales.

La Reforma protestante lo mantuvo intacto y, más aún, aumentó su centralidad; sin embargo, incluyó un elemento que más tarde daría lugar a desarrollos negativos. Para reaccionar contra el formalismo y el nominalismo que reducían los dogmas a ejercicios de virtuosismo especulativo, los reformadores protestantes afirman: «Conocer a Cristo significa reconocer sus beneficios, no investigar sus naturalezas y los modos de la Encarnación» [3]. Cristo «para mí» se hace más importante que Cristo «en sí». Al conocimiento objetivo, dogmático, se opone un conocimiento subjetivo, íntimo; al testimonio externo de la Iglesia y de las propias Escrituras sobre Jesús, se somete al «testimonio interno» que el Espíritu Santo da de Jesús en el corazón de todo creyente.

La ilustración y el racionalismo encontraron en ello el terreno adecuado para la demolición del dogma. Para Kant, lo que cuesta es el ideal moral propuesto por Cristo, más que su persona. La teología liberal del siglo XIX reduce prácticamente el cristianismo a la sola dimensión ética y, en particular, a la experiencia de la paternidad de Dios. El Evangelio está despojado de todo lo sobrenatural: milagros, visiones, resurrección de Cristo. El cristianismo se convierte solo en un sublime ideal ético que puede prescindir de la divinidad de Cristo e incluso su existencia histórica. Gandhi, que, por desgracia, había conocido el cristianismo en esta versión reductiva, escribió: «Ni siquiera me importaría si alguien demostrara que el hombre Jesús nunca vivió realmente y que lo que se lee en los evangelios no es más que el resultado de la imaginación del autor. Porque el sermón de la montaña seguiría siendo verdadero a mis ojos».

La versión más cercana a nosotros de esta tendencia reductiva del cristianismo es la popularizada por Bultmann, en el nombre, esta vez, de la desmitologización: «La fórmula «Cristo es Dios» —escribe— es falsa en todos los sentidos, cuando «Dios» se considera como un ser objetivable, ya sea como lo entiende Arrio o según Nicea, en sentido ortodoxo o liberal. Es correcta si «Dios» se entiende como el acontecimiento de la actuación divina» [4]. En palabras menos veladas: Cristo no es Dios, pero en Cristo está (o trabaja) Dios. Estamos muy lejos, como se ve, del dogma definido en Nicea. Se dice que, de esta manera, se quiere interpretar el dogma antiguo con categorías modernas, pero en realidad sólo se proponen de nuevo, a veces en los mismos términos, soluciones arcaicas (Pablo de Samosata, Marcelo de Ancira, Fotino) ya evaluadas y rechazadas por la conciencia de la Iglesia.

Si pasamos de las discusiones de los teólogos a lo que piensa, según diversas encuestas, la gente común en los países cristianos, nos quedamos sin palabras. A continuación de un Concilio local dominado por los opositores de Nicea (Rímini, año 359), san Jerónimo escribió: el mundo entero «se lamentó y se sorprendió de encontrarse arriano» [5]. Tendríamos muchas más razones que él para gemir y hacer nuestra su exclamación de asombro.

Cristo «Dios verdadero» en los Evangelios


Pero ahora deber tener fe para nuestro propósito. Por eso, dejemos a un lado lo que el mundo piensa y tratemos de despertar en nosotros la fe en la divinidad de Cristo. Una fe luminosa, no borrosa, objetiva y subjetiva, es decir, no sólo creída, sino también vivida. Incluso hoy en día, Jesús no está tan interesado en lo que dice «la gente» de él, sino lo que sus discípulos dicen de él. La pregunta está perennemente en el aire: «Pero vosotros, ¿quién decís que soy?» (Mt 16,15). Es a ella a la que queremos tratar de responder en esta meditación.

Empecemos con los evangelios. En los sinópticos, la divinidad de Cristo nunca es declarada abiertamente, pero es continuamente sobrentendida. Recordemos algunos de los dichos de Jesús: «El Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar los pecados» (Mt 9,6); «Nadie conoce al Hijo sino el Padre y nadie conoce al Padre sino el Hijo (Mt 11,27); «Los cielos y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (un dicho, este, presente idénticamente en los tres sinópticos) [6]. «El Hijo del hombre también es señor del sábado» (Mc 2,28); «Cuando el Hijo del Hombre venga en su gloria, y todos los ángeles con él, se sentará en el trono de su gloria. Todos los pueblos serán reunidos antes que él. Él separará a uno de otro, como el pastor separa las ovejas de las cabras» (Mt 25,31-32). ¿Quién, si no Dios, puede perdonar los pecados en su propio nombre y proclamarse juez final de la humanidad y de la historia?

Como un pelo o una gota de saliva es suficiente para reconstruir el ADN de una persona, así basta una sola línea del Evangelio, leída sin preconcepciones, para reconstruir el ADN de Jesús, para descubrir lo que pensaba de sí mismo, pero no podía decir abiertamente para no ser malinterpretado. La trascendencia divina de Cristo transpira literalmente en cada página del Evangelio.

Pero es sobre todo Juan quien ha hecho de la divinidad de Cristo el propósito principal de su evangelio, el tema que unifica todo. Concluye su evangelio diciendo: «Estas [señales] fueron escritas para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre» (Jn 20,31), y concluye su Primera Carta casi con las mismas palabras: «Esto os he escrito para que sepáis que poseéis la vida eterna, vosotros que creéis en el nombre del Hijo de Dios» (Jn 5,13).

Un día, hace muchos años, estaba celebrando la Misa en un monasterio de clausura. El pasaje evangélico de la liturgia era la página de Juan en la que Jesús pronuncia repetidamente su «Yo soy»: «Si no creéis que soy yo, moriréis en vuestros pecados… Cuando hayas elevado al Hijo del hombre, entonces sabréis que Yo soy… Antes de que Abraham fuera, Yo soy» (Jn 8,24.28.58). El hecho de que las palabras «Yo soy», contrariamente a cualquier regla gramatical, en el leccionario fueron escritas con dos mayúsculas, unido ciertamente a alguna otra causa más misteriosa, hizo que saltara una chispa. Esa palabra «explotó» dentro de mí.

Sabía, por mis estudios, que en el evangelio de Juan había numerosos «Yo soy», ego eimi, pronunciados por Jesús. Sabía que esto era un hecho importante para su cristología; que, con ellos, Jesús se atribuye el nombre que, en Isaías, Dios reclama para sí: «Para que me conozcáis y creáis en mí y entendáis que Yo soy» (Is 43,10). Pero mi conocimiento era libresco e inerte y no suscitaba emociones particulares. Ese día fue otra cosa. Estábamos en el tiempo pascual y parecía que el Resucitado mismo proclamara su nombre divino ante el cielo y la tierra. Su « ¡Yo soy!» iluminaba y llenaba el universo. Me sentí pequeño, pequeño, como alguien que asiste, por casualidad y al margen, a una escena repentina y extraordinaria, o a un grandioso espectáculo de la naturaleza. Fue solo una simple emoción de fe, nada más, pero de las que, al pasar, dejan una impronta imborrable en el corazón.

Debemos quedar asombrados ante la empresa que el Espíritu de Jesús ha permitido que Juan llevara a cabo. Abrazó los temas, los símbolos, las expectativas, todo esto, en definitiva, que era religiosamente vivo, tanto en el mundo judío como en el helenístico, haciendo que todo esto sirviera a una sola idea, mejor, a una sola persona: Jesucristo es el Hijo de Dios y el Salvador del mundo. Aprendió el lenguaje de los hombres de su tiempo, para gritar en él, con todas sus fuerzas, la única verdad que salva, la Palabra por excelencia, «el Verbo».

Solo una certeza revelada, que tiene detrás de sí la autoridad y la fuerza misma de Dios y de su Espíritu, podía desplegarse en un libro con tanta insistencia y coherencia, viniendo, de mil puntos diferentes, siempre a la misma conclusión: es decir, a la identidad total de la naturaleza entre el Padre y el Hijo, «Yo y el Padre somos una cosa» (Jn 10,30). Préstese atención: ¡una «sola cosa» (neutro unum), no una sola persona (masculino unus)!

«Corde creditur: se cree con el corazón»


Al igual que con la humanidad, también con respecto a la divinidad de Cristo, podemos mostrar ahora cómo el dogma antiguo, objetivo y ontológico, es capaz de acoger y valorar el dato moderno subjetivo y funcional, mientras que, hemos visto, lo contrario fue tan difícil. Ninguna de las llamadas «cristologías desde abajo», aquellas, para entendernos, que parten de Jesús «profeta escatológico y revelador supremo del Padre», o de Jesús «el hombre en el que la conciencia de Dios ha sacado su más alto nivel» (F. Schleiermacher), o de Cristo «persona humana en la que existe la naturaleza divina» (¡no persona divina que subsiste en una naturaleza humana!): ninguna, repito, de estas cristologías ha logrado elevarse hasta abrazar el verdadero misterio de la fe cristiana y salvaguardar la plena divinidad de Cristo. La razón del fracaso es explicada por Jesús y fue bien entendida por Juan quien la refiere: «Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo» (Jn 3,13). De hecho, es posible que Dios, si así lo desea, se haga hombre, ¡pero no es posible que el hombre se haga Dios!

Con estas premisas podemos volver a valorar toda la dimensión subjetiva y personalista del dogma: el Cristo «para mí» puesto en primer plano por los Reformadores, el Cristo conocido por sus beneficios y por el testimonio interior del Espíritu. Este es el mejor fruto del ecumenismo, el de las «diferencias reconciliadas», no contrapuestas, como dice nuestro Santo Padre. No es una concesión «pro bono pacis», sino una necesidad y un enriquecimiento mutuos. Todos necesitamos dar a nuestra fe esta dimensión personal e íntima, para que no sea una repetición muerta de fórmulas antiguas o modernas. En este punto, todos estamos implicados de la misma manera: católicos, ortodoxos y protestantes.

San Pablo dice que «con el corazón se cree para obtener la justicia y con la boca se hace la profesión de fe para tener la salvación» (Rom 10,10). «Desde las raíces del corazón la fe se eleva», comenta Agustín [7]. En la visión católica, como en la ortodoxa y también, más tarde, en la protestante, la profesión de la recta fe, es decir, el segundo momento de este proceso, ha tomado a menudo tanto protagonismo que ha dejado en la sombra a ese primer momento que se desarrolla en las profundidades ocultas del corazón. Todos los tratados De fide, escritos después de Nicea, tratan de la ortodoxia de la fe; hoy se diría de la fides quae, no de la fides qua, de las cosas que hay que creer, no del acto personal de creer.

Este primer acto de fe, precisamente porque se desarrolla en el corazón, es un acto «singular», que sólo lo puede hacer el individuo, en total soledad con Dios. En el evangelio de Juan oímos que plantea repetidamente la pregunta: « ¿Crees?» (Jn 9,35; Jn 11,26); y, cada vez, esta pregunta despierta en el corazón el grito de fe: « ¡Sí, Señor, creo!» Incluso el símbolo de fe de la Iglesia comienza de esta manera, en singular: «Creo», no: «Creemos».

Nosotros también debemos estar de acuerdo en pasar por este momento, someternos a este examen. Si a la pregunta de Jesús: « ¿Crees?», uno responde inmediatamente, sin siquiera pensar en ello: «Por supuesto que creo» e incluso encuentra extraño que tal pregunta se le haga a un creyente, a un sacerdote o a un obispo, probablemente signifique que aún no ha descubierto lo que realmente significa creer, nunca ha experimentado el gran vértigo de la razón que precede al acto de fe. La divinidad de Cristo es la cima más alta, el Everest, de la fe. ¡Creer en un Dios nacido en un establo y muerto en una cruz! Esto es mucho más exigente que creer en un Dios distante que todo el mundo puede representarse según su propio gusto.

Debemos comenzar demoliendo en nosotros los creyentes, y en nosotros hombres de la Iglesia, la falsa persuasión de que en lo que respecta a la fe estamos bien y que, si acaso, todavía debemos trabajar en la caridad. ¡Quién sabe si no es bueno, durante un poco de tiempo, no querer demostrar nada a nadie, sino interiorizar la fe, redescubrir sus raíces en el corazón!

Debemos recrear las condiciones para una reanudación de la fe en la divinidad de Cristo. Reproducir el impulso de fe del que nació el dogma de Nicea. El cuerpo de la Iglesia produjo una vez un esfuerzo supremo, con el que se elevó, en la fe, por encima de todos los sistemas humanos y todas las resistencias de la razón. La marea de fe subió una vez a un nivel máximo y quedó la marca en la roca. Sin embargo, el levantamiento debe repetirse, el signo no basta. No basta con repetir el Credo de Nicea; es necesario renovar el impulso de fe que se tuvo entonces en la divinidad de Cristo y de la que no ha habido ya comparación a lo largo de los siglos.

La praxis de la Iglesia (¡y no sólo de la Iglesia Católica!) prevé una profesión de fe por parte del candidato, antes de recibir el mandato de enseñar teología. Esta profesión de fe ha implicado a menudo, más allá de la recitación del credo, el compromiso de enseñar algunas cosas precisas —y de no enseñar otras igualmente precisas— que en ese momento de la historia eran temas particularmente sensibles. Piénsese en el juramento antimodernista.

Me parece que hay que comprobar una cosa sobre todo: que quien enseña teología a los futuros ministros del Evangelio crea firmemente en la divinidad de Cristo. Comprobar esto a través de discernimiento franco y fraterno, mejor que por un juramento. Hubo toda una generación de sacerdotes después del Concilio (¡ciertamente no debido al Concilio!) que dejó el seminario y se presentó a la ordenación con ideas bastante confusas y borrosas sobre quién es el Jesús que debían anunciar al pueblo y hacer presente sobre el altar en la Misa. Muchas crisis sacerdotales, estoy convencido, han empezado y comienzan desde aquí.

Ecumenismo y evangelización


Lo que hemos subrayado también tiene importantes consecuencias para el ecumenismo cristiano. De hecho, existen dos posibles ecumenismos: el de la fe y el de la incredulidad; uno que reúne a todos los que creen que Jesús es el Hijo de Dios y que Dios es el Padre, Hijo y el Espíritu Santo, y uno que reúne a todos aquellos que se limitan a «interpretar» estas cosas (cada uno a su manera y según su propio sistema filosófico). Un ecumenismo en el que, al menos, todos creen las mismas cosas porque ya nadie cree en nada, en el fuerte sentido de la palabra «creer».

La distinción fundamental de los espíritus, en el ámbito de la fe, no es la que distingue entre sí a católicos, ortodoxos y protestantes, sino la que distingue a los que creen en Cristo Hijo de Dios y a los que no creen en él; según san Pablo «Todos los que invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo, nuestro Señor y ellos» (1 Cor 1,2) y los que no lo invocan.

Hay una unidad nueva e invisible que se va formando y que pasa por las diferentes Iglesias. Esta unidad invisible y espiritual necesita vitalmente a su vez el discernimiento de la teología y del magisterio, para no caer en el peligro del fundamentalismo o en la vana presunción de poder formar una especie de Iglesia transversal, fuera de las Iglesias existentes y en particular de la Iglesia católica. Pero una vez vislumbrada y superada esta tentación, se trata de un hecho que ya no podemos permitirnos ignorar.

El verdadero «ecumenismo espiritual» consiste no sólo en orar por la unidad cristiana, sino en compartir la misma experiencia del Espíritu Santo. Consiste en la que Agustín llama «la societas sanctorum», la comunión de los santos, que a veces, dolorosamente, puede no coincidir con la «communio sacramentorum», es decir, con el compartir los mismos signos sacramentales.

La fe en la divinidad es importante sobre todo en vista de la evangelización. Hay edificios o estructuras metálicas hechas de tal modo que si se toca un cierto punto, o se levanta una cierta piedra, todo se derrumba. Tal es la construcción de la fe cristiana, y su «piedra angular» es la divinidad de Cristo. Quitada esta, todo se desmorona y se derrumba, empezando por la fe en la Trinidad. ¿Por quién se forma la Trinidad si Cristo no es Dios? No en vano, tan pronto como se pone entre paréntesis la divinidad de Cristo, también se pone a la Trinidad entre paréntesis.

San Agustín decía: «No es mucho creer que Jesús ha muerto; esto lo creen también los paganos y los réprobos; todo el mundo lo cree. Pero es realmente grande creer que ha resucitado». Y concluía: «La fe de los cristianos es la resurrección de Cristo» [8]. Lo mismo debe decirse de la humanidad y la divinidad de Cristo, cuya muerte y resurrección son sus respectivas manifestaciones. Todos creen que Jesús es un hombre; lo que marca la diferencia entre creyentes y no creyentes es creer que él también es Dios. ¡La fe de los cristianos es la divinidad de Cristo!

«Conocer a Cristo es reconocer sus beneficios»


«Conocer a Cristo es reconocer sus beneficios», hemos escuchado. Terminamos recordando dos de estos beneficios que son los más capaces de responder a las necesidades profundas del hombre de hoy y siempre: la necesidad de sentido y la necesidad de vida.

No es cierto que el hombre moderno haya dejado de plantearse la pregunta sobre el significado de la vida. Hace unos años, un intelectual muy conocido escribió: «La religión morirá. No es un deseo, y mucho menos una profecía. Ya es un hecho que está esperando a que se complete… Después de nuestra generación y tal vez la de nuestros hijos, nadie considerará ya la necesidad de dar un sentido a la vida un problema verdaderamente fundamental… La técnica llevó la religión a su crepúsculo» [9]. Por supuesto, no se pregunta sobre el sentido último de la vida quien se ha dado otros… Pero cuando estos, uno detrás de otro, desaparecen —juventud, salud, fama— muchos vuelven a plantearse esa pregunta. Se la plantean más aún en este tiempo de pandemia en el que, a menudo encerrados en casa, hombres y mujeres finalmente han tenido tiempo finalmente de reflexionar y cuestionarse.

Hay una pintura, entre las más famosas del arte moderno, que representa visualmente adónde lleva la convicción de que la vida no tiene sentido. Sobre un fondo rojizo que inspira angustia, un hombre cruza corriendo un puente, adelantando a dos individuos que parecen ajenos e indiferentes a todo; sus ojos están bloqueados; con las manos alrededor de su boca lanza un grito y se entiende que es un grito de desesperación.

Jesús dijo: «Yo soy la luz del mundo; quien me sigue, no caminará en las tinieblas» (Jn 8,12). Quien cree en Cristo tiene la oportunidad de resistir la gran tentación del no sentido de la vida que a menudo lleva al suicidio. Quien cree en Cristo no camina en las tinieblas: sabe de dónde viene, sabe a dónde va y qué debe hacer mientras tanto. ¡Sobre todo sabe que es amado por alguien y que este dio su vida para demostrárselo!

Jesús también dijo: «Yo soy la resurrección y la vida; quien cree en mí, aunque haya muerto, vivirá» (Jn 11,25). Y el evangelista más tarde escribirá a los cristianos: «Os he escrito esto para que sepáis que poseéis la vida eterna, vosotros que creéis en el nombre del Hijo de Dios […] Él es el verdadero Dios y la vida eterna» (1 Jn 5,13.20). Precisamente porque Cristo es «verdadero Dios», también es «vida eterna» y da la vida eterna. Esto no nos quita necesariamente el miedo a la muerte, sino que da al creyente la certeza de que nuestra vida no termina con ella.

Pensemos en algo de todo esto cuando, el domingo, proclamamos el segundo artículo del Credo: «Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios nacido del Padre antes de todos los siglos: Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma sustancia del Padre; por quien todo fue hecho».

Cardenal Raniero Cantalamessa, OFM Cap.


©Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco

[1] S. Kierkegaard, Diario, II, A 110 (año 1837).
[2] Plinio el Joven, Epistularum liber, X, 96.
[3] Ph. Melanchthon, Loci theologici, en Corpus Reformatorum (Brunsvigae 1854) 85.
[4] R. Bultmann, Glauben und Verstehen, II (Tubinga 1938) 258.
[5] San Jerónimo, Dialogus contra Luciferianos, 19 (PL 23, 181): «Ingemuit totus orbis et arianum se esse miratus est».
[6] Mc 1,31; Mt 24.35; Lc 21,33.
[7] San Agustín, Comentario al Evangelio de Juan, 26,2: PL 35,1607.
[8] San Agustín, Enarrationes in Psalmos 120, 6.
[9] En la revista MicroMega 2 (2000) 187s.

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