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jueves, 19 de mayo de 2022

EL LIBERTADOR LLEGA A SER MONARCA

 




Un Imperio sin cabeza y con muchos problemas que resolver


Como caudillo, militar y funcionario, Iturbide que ostentaba el título de Presidente de la Regencia de Imperio Mexicano, consideraba los numerosos problemas y asuntos que urgía resolver, refiriéndose a ellos como “la carga que me agobia”, entre otros:

  • La necesidad de una Constitución a modo de nuestra idiosincrasia.
  • La falta de recursos económicos y de políticas de fomento económico.
  • La falta de reconocimiento del Imperio por parte de España, proceso interrumpido por la muerte de Juan O´Donojú, así como del reconocimiento por otras naciones
  • Necesidad de nombrar un emperador, ante la renuencia para hacerlo por parte de España, conforme a los Tratados de Córdoba.
  • La impostergable necesidad de un ejército suficiente para hacer frente a un intento de reconquista por parte de España como ocurriría el 26 de julio de 1829 o ante la invasión de otras naciones.
  • La amenaza de la Santa Alianza para apoyar a España, en la recuperación de la colonia pérdida.
  • La protección de los españoles nacidos en España y de sus bienes y negocios.

Las relaciones con el Congreso, cada día más tensas


<<Los diputados no ignoraban los peligros involucrados en las precarias relaciones con el jefe del Ejecutivo. El 6 de abril de 1822, Carlos M. de Bustamante le había dirigido una carta en la que abordaba el problema. Adjuntando, como muestra de su estima, un panfleto recientemente publicado en Madrid que honraba públicamente a Iturbide, se aventuró a exhortarlo a que actuara en armonía con la legislatura. “Estad seguro, mi querido Señor –escribió-, que la Unión con el Congreso es la divisa con la que vos deberíais ser presentado al mundo con el objeto de haceros feliz y coronar vuestra gloria… Vuestra excelencia no encontrará mucha sabiduría entre nosotros, pero encontrareis buenas intenciones y el deseo de una unión íntima para salvar a este país que tanto ha costado.

Iturbide no estaba muy inclinado a tomar en serio este consejo. En respuesta a la súplica de Bustamante, declaró que sentía mucho respeto por la legislatura y que deseaba ver sus leyes obedecidas. Preguntaba sin embargo, por qué se le consideraba ser tan estúpido como para no entender las ventajas de cooperar con la misma. Caracterizaba al Congreso como el baluarte de la libertad y la esperanza del país que era su ídolo. Afirmando que no era un enemigo de los diputados y que les había dado muestras de su aprecio. Se quejó de que algunos de ellos estaban llevando la guerra en su contra. Intimó que ellos habían sido los primeros que se opusieron a la cooperación armoniosa de los poderes que siempre deberían actuar como cuerpo y alma. Por otro lado, una comisión del Congreso llegó a la conclusión de que el mando de las fuerzas armadas no debía ser función del presidente de la regencia.

En este tiempo, cuando Iturbide suplicaba fondos para apoyar al ejército, y cuando sus relaciones con el congreso se hallaban al punto del rompimiento, sucedió un incidente que demostró que él no estaba en contra de cooperar con el Congreso cuando así lo demandaba el bien público. En marzo de 1822, Miguel Santa María, mexicano por nacimiento, quien había sido nombrado ministro de la República de Colombia, misma que en ese tiempo abarcaba Venezuela y Nueva Granada, llegó a la Ciudad de México. Por decreto del 29 de abril, el Congreso declaró que solemnemente reconocía a Colombia como una nación libre e independiente. Tres días después Santa María fue presentado en privado a Iturbide. El 13 de mayo fue formalmente recibido por la Regencia- Entregó al presidente de ésta unas cartas que Simón Bolívar le había encomendado entregar, en las que se expresaba alta estima por el Libertador de México. En respuesta Iturbide declaró que la regencia deseaba incrementar las relaciones de México con Colombia>>.[1]

En el mismo mes Iturbide, recibió al aventurero internacional James Wilkinson, a quien le aseguró “que él haría de la carrera de nuestro gran Washington el modelo de su conducta, esto es, dar libertad a su país y retirarse a la vida privada…” [2]

<< Por otra parte, las relaciones las relaciones entre Iturbide y el Congreso había llegado a tal atolladero, que Iturbide se propuso deponer su autoridad ya que en respuesta a su petición al Congreso de que proveyera un ejército de 35 000 soldados regulares y 30 000 guardias nacionales, la legislatura votó por poner una fuerza armada más reducida a su disposición; el frustrado magistrado en jefe renunció a su doble posición como presidente de la regencia y generalísimo. El 15 de mayo, antes de que su regencia fuera considerada, dirigió una nota muy significativa al Secretario de Guerra en relación con las necesidades militares, nota que presumiblemente él tuvo la intención de que fuera transmitida al Congreso. Hizo una súplica urgente por un ejército grande y permanente. Sin tal ejército, razonaba, todo lo que se había logrado hasta entonces para la independencia de México estaría perdido. Más aún, expresó su preocupación de que ciertos poderes extranjeros estuvieran ya celosos de las nuevas naciones que estaban surgiendo en América>>.[3]

La amenaza europea de “La Santa Alianza”


El proceso de la independencia de México y muchas naciones latinoamericanas, está ligado a la figura del “gran corso Napoleón”, quien al invadir España en 1807, como aliado, finalmente la traiciona y la sojuzga, haciendo prisioneros a Carlos IV y Fernando VII, en 1808; con lo que el reino y las colonias quedan acéfalas, por lo que estas temerosas de una invasión francesa, forman juntas gubernativas autónomas; proceso que se dio en la Nueva España en 1808.

Contra Napoleón se forman en Europa 7 coaliciones integradas por los reinos de los países europeos de 1799 a 1815, en que es exiliado en la isla de Santa Elena. No obstante que ya no liderea ejércitos, las ideas republicanas y revolucionarias se difunden y para evitar revoluciones como la francesa, las monarquías e imperios de Europa crean una nueva coalición que será llamada inicialmente como la “La Santa Alianza”, luego como la Triple Alianza, la Cuádruple y la Quinta Alianza por último.

Iturbide clama ante el Supremo Consejo de la Regencia sobre esta amenaza:

<<”En Londres, en París, y en Lisboa hay emisarios de nuestros antiguos amos. Viena, Berlín y San Petersburgo han hecho ya un ataque a la libertad ya en Nápoles. A menos de ser compelidos por la fuerza, los europeos nunca consentirán con el establecimiento en este continente de gobiernos independientes de ellos. Todas las naciones europeas están conscientes de que una vez que los americanos estén organizados en sociedades bien constituidas, esos pueblos llegarán a ser los depositarios de la luz, del poder y de las riquezas; y que dentro de cien años las naciones europeas serán respecto a nosotros lo que los griegos a los romanos fueron al resto de Europa, después de la muerte de Alejandro y la destrucción del Imperio Romano de oriente y Occidente.”

Al explicar que aunque el sólo era un soldado, tenía, sin embargo, algún conocimiento de los asuntos políticos, Iturbide preguntaba qué medios tenían sus compatriotas para oponerse a la agresión. Razonaba que Oliver Cromwell, el príncipe de Orange, Guillermo Tell y George Washington había salvado a sus países de la tiranía mediante su liderazgo militar. Preguntaba:

“¿Cuál ha sido la situación de México hasta el presente? ¿Sin una Constitución, sin un ejército, sin una hacienda, sin la separación de los poderes gubernamentales, sin ser reconocido como Estado independiente? Sin una marina, con todos sus flancos expuestos, con sus habitantes distraídos, insubordinados abusando de la libertad de prensa y de costumbre, con oficiales que son insultados, sin jueces y sin magistrados. ¿Qué es México? ¿Es éste país propiamente una nación? Y en qué dolorosa situación está el ejército que puso la primera piedra del edificio de la libertad. Aquellas personas que deben a México sus fortunas, su existencia política y sus mismas vidas lo desprecian y se mofan de él…”

Después de esbozar este oscuro retrato del escenario mexicano, el insatisfecho magistrado en jefe afirmó explícitamente que si la deplorable situación militar no era remediada y si no se tomaban provisiones rápidamente para un ejército de 35 000 soldados regulares, consideraría que su renuncia había sido aceptada y depondría toda su autoridad. En una carta desde la capital mexicana al secretario John Quincy Adams, William Taylor, quien había sido nombrado cónsul de los Estados Unidos, declaró que la renuncia de Iturbide “era más bien un rumor que generalmente conocida” hasta el sábado 18 de mayo cuando el alarmado Congreso cedió a su demanda. Pero éste había hecho ya demasiado larga la espera. El dado “ya había sido tirado”>>[4]


<<Bocanegra registró en sus memorias que poco después de que se reunió el Congreso, se reunió una comisión para que considerara ofrecerle la Corona de México a un príncipe borbón. En ciertos pueblos se habían hecho sugerencias de que la selección del victorioso comandante militar como monarca no sería mal acogida. Entre las personas que apoyaban el acto más dramático desde su surgimiento, de acuerdo con un contemporáneo, estaba su íntimo amigo Anastasio Bustamante. Parece que se había establecido un plan para proclamar a Iturbide monarca imperial la mañana del 19 de mayo, pero por alguna razón la noche del 18 de mayo fue finalmente elegida como el momento más propicio.

Tal como se presentaron los acontecimientos, el actor principal de la escena fue Pío Marcha, un sargento del regimiento de Iturbide en Celaya, el cual estaba estacionado en la capital. En una historia romántica, contada más de un año después, Marcha implicó que él había sido incitado por una encantadora doncella a promover las fortunas de su amado comandante. En un sobrio relato hecho en junio de 1822, declaró que ya para enero anterior él había confiado su plan para la proclamación de Iturbide como emperador a ciertos camaradas. Aseveraba que los motivos que le habían impedido a apresurar ese trascendental paso fueron el temor de los males que podrían caer sobre su país si se pusiera a un príncipe de la dinastía borbónica en el trono mexicano y la creencia de que un digno hijo de México merecía tal distinción. Miembros del regimiento de Marcha justificaron la medida explicando que su primer sargento creía que un hijo de su país “nos vería con los ojos de un padre amante de quien con menos timidez y más confianza podríamos pedir el remedio que necesitásemos.


En la noche del 18 de mayo, sargentos del regimiento de Celaya, conducidos por Pío Marcha, proclamaron a Iturbide como el emperador Agustín I. El grito fue recibido por el populacho que estaba al acecho en las calles. Los edificios públicos fueron repetidamente iluminados. Una abigarrada multitud se dirigió a la mansión ocupada por el Libertador, donde lo aclamaron como el emperador. La comisión del Congreso escogida después para discutir y aprobar el propósito de Iturbide de retirarse de la vida pública, escribió un amargo relato de este espectacular evento que alegaba que algunas personas sediciosas a las que se unió “el despreciable populacho de uno de los distritos” de la capital y dirigidos por “algunos oficiales que no eran muy estimados en sus propios regimientos” habían dado “un aspecto más serio al tumulto”.


¿Por qué acepto Iturbide la nominación?


Mientras vivía en el exilio, Iturbide compuso una poco ingeniosa historia acerca de la forma en que él recibió las noticias de ésta aclamación:

“Mi primer impulso fue salir a manifestar mi repugnancia a admitir una corona cuya pesadumbre ya me oprimía demasiado: si no lo hice, fue cediendo a los consejos de un amigo que se hallaba conmigo: “Lo considerarían un desaire”, tuvo apenas lugar de decirme, “y el pueblo es un monstruo cuando creyéndose despreciado se irrita. Haga Ud. Este nuevo sacrificio al bien público. La patria peligra: un momento de indecisión es el grito de muerte”. Hube de resignarme a sufrir esta desgracia que para mí era la mayor; y emplee toda aquella noche, fatal para mí, en calmar el entusiasmo, en preparar al pueblo y a las tropas para que diesen lugar a decidir y obedecer la resolución del Congreso, única esperanza que me restaba. Salí a hablarles repetidas veces, ocupando los ratos intermedios en escribir una proclama que hice circular la mañana siguiente.”

Parece posible que la repugnancia que Iturbide así expresaba para aceptar la corona imperial no era del todo simulada. Un residente de la capital llamado Miguel Beruete, quien fuera funcionario fiscal especial en el gobierno del virrey Venadito registró en su diario que Miguel Cavaleri besó la mano de Iturbide, que toda esa noche la gente gritaba ¡Viva Agustín I!, y por la muerte de aquellos que se le opusieran y que ocasionalmente se oyeron gritos de muerte para los españoles, para los serviles y hasta para los diputados. A las tres horas de la mañana siguiente, los regimientos de caballería e infantería estacionados en la capital dirigieron una carta a Iturbide afirmando que con unanimidad completa ellos lo habían proclamado emperador de “la América Mexicana”.

En su manifiesto, el recientemente proclamado monarca decía que se dirigía a los mexicanos como un conciudadano que deseaba conservar el orden. Declaró que el ejército y el pueblo de la capital acababan de tomar una importante decisión que el resto de la nación tendría que aprobar o desaprobar. Expresando simpatía por la acción del pueblo, exhortó a sus compatriotas a rechazar la violencia, a reprimir todo resentimiento y a respetar a sus gobernantes. “Dejemos para momentos tranquilos –imploraba- la decisión concerniente a nuestro sistema político y nuestro destino…” Exhortaba al pueblo para que escuchara a los diputados quienes representaban a la nación: “La ley es voluntad del pueblo; nada hay superior a ella: ¡Escuchadme, dadme la última prueba de vuestro amor, que es todo lo que deseo! ¡Ésa es la estatura de mi ambición! Digo estas palabras con mi corazón en mis labios!”

El manifiesto fue leído en una sesión extraordinaria de la legislatura en la mañana del 19 de mayo. Una memoria que ostenta esa fecha emanó de funcionarios públicos, tanto civiles como militares, y fue firmada entre otros, por Pedro Negrete, Anastasio Bustamante y Jesús Echávarri; fue sometida a los diputados. Citando una representación preparada por ciertos regimientos que habían proclamado a Iturbide como emperador de la América mexicana, los signatarios sugerían que la legislatura debería considerar la cuestión que había así surgido. Beruete consignó en su diario que el Congreso se reunió a las 6 a.m. y que estaban presentes 87 diputados; después que se le habían enviado mensajes, Iturbide se reunió con ellos a las 12.00 horas. “El pueblo desenganchó los caballos de su carruaje y lo condujo al salón del Congreso. Esta asamblea fue insultada y amenazada de muerte por el populacho.

Cuando Iturbide entró al recinto legislativo, iba acompañado por ciertos generales. La clave de la oposición para la inmediata proclamación de un gobierno imperial fue dada por José Guridi y Alcocer; un legislador bien versado en derecho, quien arguyó que los poderes de los diputados eran limitados y que la importante cuestión debería ser referida a la población de sus distritos electorales. Otros legisladores propusieron que la acción del Congreso fuera pospuesta hasta que por lo menos dos tercios de las provincias hubieren incrementado la autoridad de sus representantes. El diputado Valentín Gómez Farías de Zacatecas finalmente introdujo una propuesta firmada por muchos diputados que razonaba que, como el Plan de Iguala y el Tratado de Córdoba habían sido desechados, el Congreso tenía ahora el poder de votar en favor de la coronación de Iturbide recompensando así el servicio y el mérito del Libertador de Anáhuac. De otra manera, afirmaba que la paz, la unión y la tranquilidad desaparecerían quizá de México para siempre.

Antonio Valdés, diputado por Guadalajara, arguyó que ya que el gobierno español había rechazado el Plan de Iguala y el Tratado de Córdoba, los mexicanos no estaban obligados a observar el artículo III de dicho tratado y a seleccionar como su monarca a un príncipe de una dinastía europea. En una fuga de oratoria un miembro llamado Lanuza elogio entonces a Iturbide como un hombre virtuoso, valiente, caritativo, humilde y sin par a quien el Todopoderoso había destinado para romper las cadenas de hierro con las que el águila mexicana había estado atada durante tres centurias. Otros dos oradores expresaron la opinión de que ellos tenían suficiente autoridad para confirmar la elección hecha por el ejército y el pueblo. Otro orador argumento que el Congreso debería primero elaborar primero una Constitución para la nación. Declarando que el bienestar del pueblo era la ley suprema, un diputado de la provincia natal de Iturbide, sostuvo que el pueblo, y el ejército favorecían su lección como emperador; que más de la mitad de los diputados la deseaban y que bloquear tal acción podría provocar una revolución sangrienta. Los aplausos siguieron tanto a este discurso como a otro de Valdés, quien afirmo que él estaba por una monarquía limitada como forma de gobierno, lo que él consideraba una feliz invención política Una moción que proponía otra alternativa fue entonces introducida: ¿debería el comandante en jefe ser proclamado monarca de inmediato o debería de consultarse a las provincias sobre éste asunto? De entre los miembros presentes que participaron en la votación, de acuerdo con el registro oficial, 67 estuvieron en favor de la proclamación inmediata de Iturbide como emperador, mientras que 15 votaron por referir la cuestión a las provincias para su decisión.

El registro oficial del debate estableció que el presidente del Congreso prontamente cedió su elevado asiento que se encontraba bajo un palio al recientemente electo monarca, que el populacho gritaba: “¡Viva el emperador!, ¡viva el Congreso Soberano!” y que su majestad imperial partió entonces del recinto legislativo “entre las más entusiastas demostraciones de júbilo”. Beruete registró que cuando Agustín I regresaba a su palacio, su carruaje fue tirado por frailes franciscanos y otros clérigos y que las aclamaciones al nuevo soberano duraron toda esa noche. Este diarista añadió que subsecuentemente los clérigos de La Profesa besaron la mano del emperador electo, que fueron desplegadas pancartas que denunciaban a los masones y a los españoles y que fueron oídos los repiques de las campanas de las torres de la catedral.

Años más tarde, Alamán expresó la opinión de que la aprobación de la elección de Iturbide dada por la legislatura “no fue legal, porque con el objeto de darla fueron emitidos solo ochenta y dos votos, cuando para que la acción fuera legal, de acuerdo con el reglamento de Congreso debieron haber votado ciento un diputados”. En junio de 1822, el Congreso mexicano sostuvo que para constituir formal quórum deberían asistir 102 miembros. Obviamente, no hubo quórum en el Congreso cuando Iturbide fue electo emperador.

El 19 de mayo el congreso adoptó una declaración formal, que fue pronto publicada en un desplegado por la regencia de que Iturbide había sido electo “emperador constitucional del imperio Mexicano… de acuerdo con las bases establecidas en el Plan de Iguala y generalmente aceptadas por la Nación Mexicana, bases que deberán ser descritas en la fórmula del juramento que deberá rendir ante el congreso el 21 de mayo”.

Después de mencionar como motivos de la elección, los eventos de la noche anterior, así como la aclamación del pueblo, la resolución explicaba que el rechazo del Tratado de Córdoba por las Cortes españolas liberó a la nación mexicana de la obligación de cumplir con dicho tratado y dejó al Congreso en libertad de elegir un emperador. La regencia decidió el 20 de mayo que la regencia cesaría en sus actividades al mismo tiempo que Agustín I comenzara con el ejercicio de sus funciones. El Congreso rápidamente expidió un largo y formal decreto que declaraba que el artículo III del Tratado de Córdoba le había concedido el derecho de elegir al soberano.

La elección de Iturbide como emperador fue justificada en una proclama expedida por el Congreso, por la obstinada oposición del general Dávila al nuevo régimen, por una conspiración formada por la fuerza expedicionaria española y por el silencio de la Corte de Madrid. “Éstas son las pruebas inequívocas –decía este documento-, de que esa Corte no desea reconocer la independencia del Imperio ni aprobar el Tratado de Córdoba, y, consecuentemente, que no acepta la invitación extendida a los príncipes de Borbón para venir a México”. Después de mencionar el decreto español que desautorizaba dicho tratado, los legisladores alegaban que los borbones habían “declarado que el general O´Donojú era un traidor” y también que habían estigmatizado al héroe de la nación mexicana como “disidente”, en tanto que las Corte habían presionado para que se tomaran vigorosas medidas para la reconquista de México.

La Corte de Madrid no se había dignado dirigir una sola palabra directamente ni al gobierno de México ni a sus representantes… El artículo III del Tratado de Córdoba es la mejor justificación de los procedimientos del gobierno mexicano. Ese Tratado dejó a México en libertad de establecer su gobierno en la forma que le pareciera más adecuada y de elegir un monarca en caso de que la dinastía real de España no procediera a ocupar el trono.

El 21 de mayo una comisión del Congreso informó al emperador electo que debería presentarse en sus salones a rendir el juramento que había sido cuidadosamente formulado. Este juramento podría igualarse al rendido por el rey Juan en el sentido de apoyar la carta Magna. Debido a que el monarca mexicano fue requerido a jurar “por el Señor todopoderoso y por los santos Evangelios” que si no observaba la Constitución y las leyes, si propiciaba el desmembramiento del imperio, si despojaba de su propiedad a cualquiera, si no respetaba la libertad de cada individuo, no debería ser obedecido y que cualquier cosa que pudiera haber hecho que fuera contraria a este juramento sería nula e inválida. >>[5] Como respuesta, ese mismo día el nuevo soberano acudió a rendir el juramento prescrito ante el Congreso.

El día 22 dirigió un manifiesto a los soldados en el que, “después de mencionar su lección y su confianza en las finas cualidades cívicas de ellos, decía que su tarea aún no estaba concluida. Los representantes de la nación todavía tenían que actuar. Inclusive afirmó que el título que él más valoraba era el del primer soldado del Ejército de las Tres Garantías”.

<<El 23 de mayo el Congreso aprobó la recomendación de una comisión respecto al título que usaría el monarca. Decidió que para encabezar diplomas y despachos, el debería emplear la siguiente fórmula: “Agustín, por la Divina Providencia y por el Congreso de la Nación, Primer emperador Constitucional de México”. Su firma sería meramente “Agustín”. El Congreso pronto decidió que la Tesorería debería proveer al emperador con los fondos que él necesitara y que el antiguo Palacio de los Virreyes debería ser puesto a su disposición para que lo usara como residencia y como asiento de las oficinas administrativas”. El primer emperador de México llegó a ser conocido como Agustín I>>.[6]

<<Poco después de que Agustín I, había sido aclamado, el Congreso publicó un manifiesto que asentaba que su elección había sido demandada por la gratitud de la nación, había sido solicitada por el voto muchos pueblos y provincias y había sido favorecida por el ejército y los habitantes de la capital.

El escudo nacional de armas adoptado a principios de 1822 siguió siendo a veces usado, pero había muchas variaciones en la práctica. El 8 de junio, por orden del emperador, su secretario transmitió a los secretarios del Congreso una exposición de Manuel López y Granda que acompañaba su proyecto del escudo de armas imperial. Dicho plan dibujaba una águila que sostenía una corona especialmente formada: en enero de 1823, el Consejo del Estado resolvió que la decisión concerniente al diseño de la corona y el escudo de armas debería ser tomada por la Academia de san Carlos.[7]


Jorge Pérez Uribe


Bibliografía:
  • Spence Robertson William, Iturbide de México, México, FCE, 2012
  • Michel Péronet, Del siglo de las luces a la santa alianza 1740-1820, Madrid, Ed.Akal, S.A., 1991

Notas:
[1] Spence Robertson William, Iturbide de México, México, FCE, 2012, págs. 246 - 248
[2] “James Wilkinson on the Mexican Revolution, 1823”, Bulletin of the New York Public Library, vol III, núm. 9, pp. 237 - 239
[3] Spence, op. cit. págs. 248-249
[4] Spence, op. cit. págs. 249 - 250
[5] Spence, op. cit. págs. 251 - 258
[6] Spence, op. cit. págs. 259 – 260
[7] Spence, op. cit. págs. 260 - 261

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