Héctor Aguilar Camín
El gobierno de López Obrador ha entrado a su segunda mitad, pero tiene algo de cosa acabada. Nos ha mostrado ya todos sus trucos y el peor de sus dones: destruir lo que no entiende. En nada ha sido tan efectivo como en desbaratar lo que heredó, pensando que iba a suplirlo con una transformación histórica, hija de una confusa epopeya por venir, construida en su cabeza como un bloque de hormigón armado con los clichés de los libros de texto gratuitos de su escuela primaria o quizá sólo de su escuela PRImaria.
López Obrador ha tenido un poder enorme si se le compara con los otros presidentes mexicanos de la democracia, pero es un poder que no sabe en realidad a dónde se dirige, en gran medida por su incomprensión profunda del país que le tocó gobernar, su juicio maniqueo sobre el presente y su visión escolar del pasado. Es un presidente prisionero de sus ideas, a su vez flores secas de jardines muertos de la historia. Conoce todos los pueblos y ciudades de México, pero no entiende el sentido de su movimiento, sus articulaciones complejas, la riqueza de su diversidad y de las redes que lo unen con el mundo. En el fondo no entiende tampoco la mecánica de la pobreza y la desigualdad, que intenta corregir con caridades de iglesia, repartiendo dinero en efectivo. Nada de alguna importancia ha tomado el lugar de lo que destruyó, y poco tiene que ofrecer rumbo al final de su gobierno, aparte de nombrar a quien quiere que lo suceda y hacerlo ganar para volverlo su marioneta, ordinario sueño de tantos presidentes de México.
Al gran globo sexenal en el que viaja el presidente mexicano, ondeando por los aires la banderola de su Cuarta Transformación, le queda poco gas. Conforme se desinfla da giros inesperados en el aire, sorprende con sus aceleraciones y sus trompos, pero ya no va a ninguna parte. La parte a la que iba, la llamada Cuarta Transformación, resultó una quimera, una estela de escombros sobre los cuales no se ha construido nada. El presidente ha zarandeado al país, lo ha irritado, lo ha dividido, le ha impuesto su figura y su palabra, pero no lo ha transformado, salvo que destruir sea transformar.
La epopeya del gobierno se desinfla con grandes tronidos; su jinete hace también grandes gestos en las alturas mientras abajo corre el reloj rutinario de las presidencias que terminan, de los presidentes que no pueden reelegirse y pasan a la cámara de descompresión o a la cama de electrochoques del año más difícil de sus gobiernos, que es el séptimo.
Ha quedado claro para los mexicanos que es mucho más fácil prometer grandes cambios que hacerlos. Y que cambios revolucionarios o proyectos de gobierno que se presumen tales tienen altos costos antes de mostrar sus beneficios. Es la enseñanza invariable de guerras y revoluciones: los beneficios tardan en llegar, si llegan, luego de opresiones y sufrimientos sin fin. Para no ir más lejos: Cuba.
En todo tiempo y lugar han sido más duraderos y menos caros los cambios lentos y progresivos que los rápidos y radicales. Las sociedades reformistas han sido al final más transformadoras que las revolucionarias. A propósito de las reflexiones de Edmund Burke sobre la prudencia como maestra de la historia, escribió John Maynard Keynes:
Nuestro poder de predicción es tan leve, nuestro conocimiento de las consecuencias remotas tan incierto, que muy rara vez será una decisión sabia sacrificar el bien presente por una dudosa ventaja futura.
Esto es lo que ha hecho el presidente mexicano de la llamada Cuarta Transformación: cambiar lo cierto que tenía el país por lo incierto que su prisa le impone. López Obrador prometió acabar con la corrupción, acabar con la violencia, acabar con el estancamiento económico, regresar al Ejército a sus cuarteles, poner primero a los pobres y reducir la pobreza y la desigualdad. La pobreza aumentó. La economía no creció al 4 % ni al 6 % prometidos respecto de donde él tomó el país, en 2018. Se perfila, en cambio, un sexenio sin crecimiento.
La violencia lleva un ritmo de homicidios superior al de los dos últimos gobiernos. Las masacres entre grupos criminales se han vuelto rutina. El control territorial del crimen ha crecido también y ha saltado a la arena política, si se juzga por su intervención en las elecciones intermedias de 2021.
El combate a la corrupción no ha cambiado en la percepción de los ciudadanos. Creció en cambio la opacidad gubernamental para asignar contratos y recursos. La familia del presidente y sus más cercanos colaboradores han sido exhibidos en groseros abusos y visibles corruptelas.
Los militares no sólo no volvieron a sus cuarteles, sino que les fueron entregadas jugosas partes del gobierno civil: aeropuertos, aduanas, obra pública.
El manejo de la pandemia de López Obrador fue uno de los peores del mundo, con una cantidad de muertes en exceso del orden de las 650 000 personas al empezar 2022, una de las más altas del planeta. Japón, con la misma población que México, tuvo 29 000 muertes durante la pandemia.
La austeridad ha mantenido estable la macroeconomía, pero no ha atraído inversiones, al tiempo que la incertidumbre política las ahuyenta.
Nada marcha, pero el presidente sigue en su globo. Al empezar 2022 dijo: “Estamos viviendo un tiempo histórico, un momento estelar de la vida pública de México”.
¿Estelar? La palabra es una invitación al esoterismo.
A lo mejor se ha operado en el México profundo, donde vive realmente el presidente (aunque parezca vivir en Palacio Nacional, cernido de jarrones y candiles) una transformación admirable que quienes vivimos en el México no profundo, en el México de la superficie, somos incapaces de ver. Es posible que esa transformación estelar sólo puedan verla y sentirla quienes la ordenan desde Palacio en servicio del Pueblo y el Pueblo mismo, ese México pobre, olvidado hasta ahora pero que desde hace tres años sabe lo que son las grandezas de una transformación histórica.
Lo que vemos los ciegos habitantes del México superficial es otra cosa, hechos muy poco estelares, en realidad hechos terribles que parecen plagas porque lejos de estacionarse o detenerse en sus daños, se propagan.
El 25 de enero de 2022, día en el que el presidente declaraba la calidad estelar del momento que vivía el país, la lista de sus plagas podía resumirse así:
• 650 000 muertos por la pandemia
• 105 000 muertos por la violencia
• 3.2 millones más de pobres
• 35 millones de mexicanos desamparados médicamente por la cancelación del Seguro Popular
• Lugar 124 de 180 países en índices de corrupción
• 3 000 feminicidios en tres años
• 102 políticos asesinados en 2021, 36 de ellos candidatos en las últimas elecciones
• 28 periodistas asesinados
• 3 años de crecimiento económico negativo
El hecho es que se acortan las fechas de cumplimiento de las grandes promesas de la campaña de 2018, pero no aparecen las cosas prometidas: ni el fin de la violencia ni el fin de la corrupción ni el crecimiento de la economía ni el bienestar de los pobres ni el regreso de los militares a sus cuarteles.
Cada mañana, ante el micrófono de su conferencia mañanera, el presidente libra una batalla contra el tiempo, la batalla que ordena todas las otras: quiere ganar las elecciones de 2024 e imponer a su sucesor. Su inquietud es visible, y entendible.
Tiene mucho poder, pero tiene menos aprobación que cuando empezó su mandato (cayó de 80 % a 60 %). Y su gobierno está reprobado en sus logros. Lo dicen las encuestas, pero lo dice también el ansioso discurso presidencial.
López Obrador ha perdido todo respeto por las formas y por la legalidad, dispara contra lo que le estorba, sea la Constitución, sea el instituto electoral, sean la prensa y los intelectuales, sea la Corte, sean los opositores.
Parece saber que no ganará si no doblega al árbitro electoral, si no mete a la cárcel a políticos del pasado, si no amenaza con cárcel a candidatos en el presente, si no muestra su mando sobre el Congreso y sobre la Corte, si no cobra en las urnas el dinero que en efectivo reparten sus programas sociales, si no tiene al Ejército de su parte, si el crimen organizado no le ayuda en la elección, como le ayudó en 2021.
Ha crecido el poder del presidente, pero no el entusiasmo que su llegada al poder despertó. La promesa de aquel triunfo se ha diluido, y el entusiasmo y la esperanza también. Ha desengañado a muchos entusiastas, pero no ha entusiasmado a ningún desengañado.
Queda en el escenario un presidente sin resultados, peleando para ganar en 2024, en una batalla campal, los votos que ganó en 2018 en un día de campo.
Fuente: REVISTA NEXOS > 2022 JUNIO, ENSAYO
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