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martes, 16 de diciembre de 2014

LA PAZ COMO DON DE DIOS


La paz como don de Dios en Cristo Jesús





P. Raniero Cantalamessa, ofmcap.


1. ¡Estamos en paz con Dios!


Si se pudiera escuchar el grito más fuerte que hay en el corazón de miles de personas, se oiría, en todas las lenguas del mundo, una sola palabra: ¡paz! La dolorosa actualidad de este tema, unida a la necesidad de dar de nuevo a la palabra paz la riqueza y la profundidad de significado que esta tiene en la Biblia, me ha empujado a dedicar a este tema la meditación de Adviento de este año. Nos ayudará, espero, a escuchar con oídos nuevos el anuncio navideño: “Paz en la tierra a los hombres que ama el Señor” y también a comenzar a vivir en nuestro interior el mensaje que la Iglesia, cada año, dirige al mundo en la jornada mundial de la paz.

Comenzamos escuchando el anuncio fundamental sobre la paz. Son palabras de Pablo en la Carta a los Romanos:

“Justificados, entonces, por la fe, estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo. Por él hemos alcanzado, mediante la fe, la gracia en la que estamos afianzados, y por él nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios” (Rom 5, 1-2).

Aún recuerdo lo que sucedió el día que terminó, para Italia, la segunda guerra mundial. El grito de “¡Armisticio! ¡Paz!” rebotó desde la ciudad hasta el campo, de casa en casa. Era el final de una pesadilla; no más terror, no más bombardeos, no más hambre. Parecía que se volvía finalmente a vivir. Algo parecido debía provocar, en el corazón de los lectores, ese anuncio del apóstol: “¡Tenemos paz con Dios! ¡Se ha hecho la paz! ¡Una nueva era ha comenzado para la humanidad en su relación con Dios!”. La suya se ha definido como “una época de angustia” [1]. Los hombres de aquel tiempo tenían la impresión nada infundada de una condena que pesaba sobre su cabeza; Pablo la llama “la cólera de Dios que se revela del cielo contra toda impiedad” (Rom 1, 18). De aquí, los ritos y cultos exotéricos de propiciación que pululaban en la sociedad pagana de aquella época.

Cuando hablamos de paz, somos llevados a pensar casi siempre a una paz horizontal: entre los pueblos, entre las razas, las clases sociales, las religiones. La palabra de Dios nos enseña que la paz primera y más esencial es la vertical, entre cielo y tierra, entre Dios y la humanidad. De ella dependen todas las otras formas de paz. Lo vemos en la narración misma de la creación. Hasta que Adán y Eva están en paz con Dios, hay paz dentro de cada uno de ellos, entre carne y espíritu (estaban desnudos y no sentían vergüenza), hay paz entre el hombre y la mujer (“carne de mi carne”), entre el ser humano y el resto de la creación. Apenas se rebelan contra Dios, todo entra en conflicto: la carne contra el espíritu (se dan cuenta que están desnudos), el hombre contra la mujer (“la mujer me ha seducido”), la naturaleza contra el hombre (espinas y cardos), el hermano contra el hermano, Caín y Abel.

Por este motivo pensé en dedicar la primera meditación a la paz como don de Dios en Cristo Jesús. En la segunda meditación hablaremos de la paz como tarea en la que trabajar y en la tercera de la paz como fruto del Espíritu, es decir de la paz interior del alma. Son los tres ámbitos de la paz evocados en un himno de la liturgia de las horas. “Paz en el cielo y la tierra, paz a todos los pueblos, paz en nuestros corazones” [2].


2. La paz de Dios prometida y donada



El anuncio de Pablo que acabamos de escuchar presupone que algo ha sucedido que ha cambiado el destino de la humanidad. Si ahora estamos en paz con Dios, quiere decir que antes no lo estábamos; si ahora “ya no hay ninguna condena” (Rom 8, 1), quiere decir que antes había una condena. Veamos qué es lo que ha producido tal cambio decisivo en las relaciones entre el hombre y Dios.

Frente a la rebelión del hombre – el pecado original – Dios no abandona la humanidad a su destino, pero decide un nuevo plan para reconciliarlo consigo. Un ejemplo banal, pero útil para entender, es lo que sucede hoy con los llamados navegadores instalados en el coche. Si a un cierto punto el conductor no sigue las indicaciones dadas por el navegador; gira, por ejemplo, a la izquierda en vez de a la derecha, el navegador en pocos instantes recalcula un nuevo itinerario, a partir de la posición en la que se encuentra, para alcanzar el destino deseado. Así ha hecho Dios con el hombre, decidiendo, después del pecado, su plan de redención.

La larga preparación comienza con las alianzas bíblicas. Son por así decir “paces separadas”. Primero con personas individuales: Noé, Abraham, Jacob; después, a través de Moisés, con todo Israel, que se convierte en pueblo de la alianza. Estas alianzas, a diferencia de las humanas, son siempre alianzas de paz, nunca de guerra contra enemigos.

Pero Dios es Dios de toda la humanidad: “¿Acaso Dios es solamente el Dios de los judíos? ¿No lo es también de los paganos?”, exclama san Pablo (Rom 3, 29). Estas alianzas antiguas por eso eran por sí mismas temporales, destinadas a ser extendidas un día a todo el género humano. De hecho, los profetas comienzan a hablar cada vez más claro de una “alianza nueva y eterna”, de una “alianza de paz”, (Ez 37, 26), que de Sión y de Jerusalén se extenderá a todas las gentes (cf. Is 2, 2-5).

Esta paz universal viene presentada como un regreso a la paz inicial del Edén, con imágenes y símbolos que la tradición hebrea interpreta en sentido literal y la cristiana en sentido espiritual:

“Con sus espadas forjarán arados y podaderas con sus lanzas. No levantará la espada una nación contra otra ni se adiestrarán más para la guerra”(Is 2,4). “El lobo habitará con el cordero y el leopardo se recostará junto al cabrito; el ternero y el cachorro de león pacerán juntos, y un niño pequeño los conducirá” (Is 11,6-7).

El Nuevo Testamento ve realizar todas estas profecías con la venida de Jesús. Su nacimiento es revelado a los pastores con el anuncio: “¡Paz en la tierra a los hombre que ama el Señor!” (Lc 2, 14). Jesús mismo afirma haber venido a la tierra para traer la paz de Dios: “Mi paz os dejo, dice; mi paz os doy” (Jn 14, 27). La tarde de la Pascua, en la cenáculo, quién sabe con qué divinas vibraciones, sale de su boca de resucitado la palabra ¡Shalom! ¡Paz a vosotros! Como en el anuncio del ángel en Navidad, esta no es sólo un saludo o un deseo, sino algo real que es comunicado. Todo el contenido de la redención estaba dentro de esa palabra.

La Iglesia apostólica no se cansa de proclamar a Cristo en la realización de todas las promesas de paz de Dios. Hablando del Mesías que nacería en Belén de Judá, el profeta Miqueas había preanunciado: “¡Y él mismo será la paz! (Mi 5,4); exactamente lo que la Carta a los Efesios afirmaba de Cristo: “Porque Él es nuestra paz” (Ef 2, 14). “El Nacimiento del Señor – dice san León Magno – es el nacimiento de la paz” [3].


3. La paz, fruto de la cruz de Cristo




Pero ahora nos hacemos una pregunta más precisa. ¿Es con su simple venida a la tierra que Jesús ha restablecido la paz entre el cielo y la tierra? ¿Es verdaderamente el nacimiento de Cristo “el nacimiento de la paz”, o lo es también, y sobre todo, su muerte? La respuesta está en la palabra de Pablo de la que hemos partido: “Justificados, entonces, por la fe, estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo” (Rom 5,1). ¡La paz viene de la justificación mediante la fe y la justificación viene del sacrificio de Cristo en la cruz! (cf. Rom 3, 21-26).

Por otra parte, la paz es el contenido mismo de la justificación. Esta no consiste sólo en la remisión (o, según Lutero, en la no-imputación) de los pecados, sino en algo puramente negativo, en un “quitar” algo que había; implica también y sobre todo un elemento positivo, un poner algo que no había: el Espíritu Santo, y con ello, la gracia y la paz.

Una cosa está clara: no se comprende el cambio radical sucedido en las relaciones con Dios, si no se comprende qué ha sucedido en la muerte de Cristo. Oriente y Occidente son unánimes al describir la situación de la humanidad antes de Cristo y fuera de Él. Por una parte, estaban los hombres que, pecando, había contratado con Dios una deuda y debían luchar contra el demonio que les retenía como esclavos: cosas que no podían hacer, estando en deuda infinita y prisioneros de Satanás del que deberían haberse librado. Por el otro lado estaba Dios que podía expiar el pecado y vencer a Satanás, pero no debían hacerlo, es decir no estaban obligados a hacerlo, no siendo Él el deudor. Era necesario que hubiera alguno que reuniera él mismo el que debía combatir y el que podía vencer, y esto es lo que ha sucedido con Cristo, Dios y hombre. Así se expresan, en términos muy cercanos, entre los griegos Nicola Cabasilas y entre los latinos san Anselmo de Aosta [4].

La muerte de Jesús en la cruz es el momento en el cual el Redentor cumple la obra de redención, destruyendo el pecado y trayendo su victoria sobre Satanás. En cuanto hombre, lo que cumple nos pertenece: “Cristo Jesús ha sido hecho por Dios para nosotros, sabiduría, justicia, santificación y redención” (1Cor 1, 30), ¡para nosotros! De otra parte, en cuando Dios, lo que Él opera tiene un valor infinito y puede salvar a “todos los que se acercan a Él”, (Hb 7, 25).

Recientemente ha habido una profundización del pensamiento sobre el sacrificio de Cristo. En 1972 el pensador francés René Girard lanzaba la tesis según la cual “la violencia es el corazón y el alma secreta de lo sagrado” [5]. En el origen, de hecho en el centro de cada religión, incluida la judía, está el sacrificio, el rito del chivo expiatorio que comporta siempre destrucción y muerte. Antes aún de esta fecha, aquel estudioso se había acercado al cristianismo y en la Pascua de 1959 había hecho pública su ‘conversión’, declarándose creyente y volviendo a la Iglesia.

Esto le permitió no detenerse en los estudios sucesivos, en el análisis del mecanismo de la violencia, pero a entender también como salir de la misma. Según él, Jesús desenmascara y quiebra el mecanismo que sacraliza la violencia, haciendo de si mismo el voluntario ‘chivo expiatorio’ de la humanidad, la víctima inocente de toda la violencia. Cristo, decía ya la Carta a los Hebreos, (Hb 9, 11-14), no vino con la sangre de otro, pero con la sangre propia. No ha hecho víctimas, pero se ha hecho víctima. No ha puesto sus pecados sobre los hombros de los otros -hombres o animales-; ha puesto los pecados de los otros en sus propios hombros: “El llevó nuestros pecados en su cuerpo en el madero de la cruz” (1 P 2, 24).

¿Es posible entonces seguir hablando de “sacrificio” de la cruz y, por lo tanto, de la misa como sacrificio? Por mucho tiempo el estudioso citado ha rechazado este concepto, reteniéndolo demasiado señalado por la idea de violencia, pero después, con toda la tradición cristiana, ha terminado por admitir la legitimidad, a condición, dice, de ver en el de Cristo, un tipo nuevo de sacrificio, y de ver en este cambio de significado “el hecho central en la historia religiosa de la humanidad” [6].

Todo esto nos permite entender mejor en que sentido en la cruz se realizó la reconciliación entre Dios y los hombres. Generalmente el sacrificio de expiación servía a aplacar a un Dios irritado por el pecado. El hombre ofreciendo a Dios un sacrificio, ofrece a la divinidad la reconciliación y el perdón. En el sacrificio de Cristo la perspectiva de vuelca. No es el hombre el que ejercita una influencia sobre Dios, para que se aplaque. Más bien es Dios el que actúa para que el hombre desista de la propia enemistad contra Él. “La salvación no inicia con una petición de reconciliación por parte del hombre, sino con la solicitud de Dios de reconciliarse con Él” [7]. En este sentido se entiende la afirmación del Apóstol: “Es Dios que ha reconciliado con sí el mundo en Cristo” (cf. 2 Cor 5, 19). Y más: “Mientras éramos enemigos, hemos sido reconciliados con Dios mediante la muerte de su Hijo” (Rom 5, 10).


4. “¡Recibid el Espíritu Santo!”



La paz que Cristo nos ha merecido con su muerte de cruz se vuelve activa y operante en nosotros mediante el Espíritu Santo. Por esto en el cenáculo, después de haber dicho a los apóstoles: “Paz a vosotros”, sopló sobre ellos y añadió, como en un solo viento: “¡Recibid el Espíritu Santo!” (Jn 20, 22).
En realidad la paz viene, sí de la cruz de Cristo, pero no nace de Ella. Viene más de lejos. En la Cruz Jesús ha destruido el muro del pecado y de la enemistad que impedía a la paz de Dios de derramarse en el hombre. El manantial último de la paz es la Trinidad. “¡Oh Trinidad bienaventurada, océano de paz!”, exclama la liturgia en un himno suyo. Según Dionisio Aeropagita, “Paz” es uno de los nombres propios de Dios [8]. Él es paz en sí mismo, como es amor y como es luz.

Casi todas las religiones politeístas hablan de divinidades en permanente estado de rivalidad y de guerra entre ellos. La mitología griega es el ejemplo más notable. En rigor del término no se puede hablar como Dios como fuente y modelo de paz, ni siquiera en el contexto de un monoteísmo absoluto y numérico. La paz de hecho, como el amor, no puede existir sino entre dos personas. Esta consiste en relaciones bellas, en relaciones de amor, y la Trinidad es justamente esta belleza y perfección de relaciones. La cosa que más impresiona cuando se contempla el ícono de la Trinidad de Rublev, es el sentido de paz sobrehumana que emana del mismo.

Cuando por lo tanto Jesús dice: “¡Shalon!” y “Recibid el Espíritu Santo”, él comunica a los discípulos algo de la “paz de Dios que supera toda comprensión” (Fil 4, 7). En este sentido, paz es un sinónimo de gracia y de hecho los dos términos han sido usados juntos, como una especie de binomio, al inicio de las cartas apostólicas: “Gracia y paz a vosotros de parte de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo”. (Rom 1, 7; 1 Ts 1, 1).

Cuando en la misa se proclama: “La paz esté con vosotros”, “Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, danos la paz” y, al final, “Id en paz”, es de esta paz como don de Dios de la que se habla.


5. “¡Dejarse reconciliar con Dios!”




Querría poner en vista ahora como este don de la paz, recibido ontológicamente y de derecho en el bautismo, tiene que cambiar poco a poco, también de hecho y psicológicamente, nuestra relación con Dios.

El sentido llamamiento de Pablo: “Os suplicamos en nombre de Cristo: dejaos reconciliar con Dios” (2 Cor 5, 20) se dirige a los cristianos bautizados que viven desde hace tiempo en comunidad. No se refiere por lo tanto a la primera reconciliación y tampoco, evidentemente, a aquel que nosotros llamamos “el sacramento de la reconciliación”. En este sentido eso está dirigido a cada uno de nosotros y busquemos entender en que consiste.

Una de las causas, quizá la principal, de la alienación del hombre moderno de la religión y la fe es la imagen distorsionada que se tiene de Dios. Esta es también la causa de un cristianismo apagado, sin entusiasmo y sin alegría, vivido más como un deber que como un regalo. Pienso a como era la grandiosa imagen de Dios Padre en la Capilla Sixtina cuando la vi por primera vez, toda cubierta de una pátina oscura, y como es ahora, después de la restauración, con los colores brillantes y los contornos definidos, como salió del pincel de Miguel Ángel. Una restauración más urgente de la imagen de Dios Padre debe tener lugar en los corazones de los hombres, incluidos nosotros los creyentes.

¿Cuál es de hecho la imagen “predefinida” de Dios (en el lenguaje de los ordenadores, que opera por defecto) en el inconsciente humano colectivo? Es suficiente, para averiguarlo, hacerse esta pregunta y presentarla también los demás: “¿Qué ideas, qué palabras, qué realidades surgen espontáneamente en ti, antes de cada reflexión, cuando dices: Padre nuestro que estás en los cielos… hágase tu voluntad?”. Inconscientemente, se conecta la voluntad de Dios a todo lo que es desagradable, doloroso, a lo que, de una u otra manera, puede ser visto como la mutilación de la libertad y el desarrollo individual. Es un poco como si Dios fuera el enemigo de toda fiesta, alegría, placer.

Otra pregunta reveladora. ¿Qué nos sugiere la invocación Kyrie eleison, “¡Señor, ten piedad!”, que puntea la oración cristiana y en algunas liturgias acompaña a la Misa de principio a fin? Se ha convertido sólo en la petición de perdón de la criatura que ve a Dios siempre en el proceso (y el derecho) de castigarlo. La palabra compasión se ha vuelto degradado tanto como para ser utilizada a menudo en un sentido negativo, como algo mezquino y despreciable “dar lástima”, un espectáculo “lamentable”. De acuerdo con la Biblia, Kyrie eleison debería traducirse: “Señor envía tu ternura sobre nosotros”. Basta con leer cómo Dios habla de su pueblo en Jeremías: “Mi corazón se conmueve y siento por él gran ternura” (eleos) (Jer 31, 20). Cuando los enfermos, los leprosos y los ciegos gritan a Jesús, como en Mateo 9, 27: “¡Señor, ten piedad (eleeson) de mí!”, no tienen intención de decir: “perdóname”, sino “ten compasión de mí”.

Dios es visto generalmente como el Ser Supremo, el Todopoderoso, el Señor del tiempo y de la historia, es decir, como una entidad que se impone al individuo desde fuera; ningún detalle de la vida humana se le escapa. La transgresión de su Ley introduce inexorablemente un desorden que exige una reparación. No pudiendo, esta, considerarse nunca la adecuada, surge la angustia de la muerte y del juicio divino.

Confieso que casi me estremezco al leer las palabras que el gran Bossuet dirige a Jesús en la cruz, en uno de sus discursos del Viernes Santos: “Te echas, oh Jesús, en los brazos del Padre y te sientes rechazado, sientes que es precisamente él quien te persigue, te golpea, te abandona bajo el peso enorme de su venganza… La cólera de un Dios airado: Jesús ora y el Padre, airado, no le escucha; es la justicia de un Dios vengador de los ultrajes recibidos; ¡Jesús sufre y el Padre no se aplaca!” [9]. Si así hablaba un orador de la altura de Bossuet, podemos imaginar a lo que se abandonaban los predicadores populares de la época. Así se comprende como se ha formado una cierta imagen “predeterminada” de Dios en el corazón del hombre.

¡Por supuesto, nunca se ha ignorado la misericordia de Dios! Pero sólo se le ha encomendado la tarea de moderar los rigores irrenunciables de la justicia. Es más, en la práctica, el amor y el perdón que Dios concede han llegado a depender del amor y el perdón que se da a los demás: si perdonas a quien te ofende, Dios, a su vez, podrá perdonarte. Ha surgido una relación de regateo con Dios. ¿No se dice que hay que acumular méritos para ganar el Paraíso? ¿Y no se concede gran relevancia a los esfuerzos que hay que hacer, a las misas que hay que encargar, a las velas que hay que encender, a las novenas que hay que hacer?

Todo esto, después de haber permitido que mucha gente en el pasado demostrara a Dios su amor, no puede ser arrojado a las ortigas, debe ser respetado. Dios hace brotar sus flores – y sus santos – en cualquier clima. No se puede negar, sin embargo, que existe el riesgo de caer en una religión utilitaria, del “do ut des”. Detrás de todo esto está el supuesto de que la relación con Dios depende del hombre. Él no puede presentarse delante de Dios con las manos vacías, debe tener algo para darle. Ahora, es verdad que Dios dice a Moisés: “Nadie se presentará ante mí con las manos vacías” (Ex 23, 15; 34, 20), pero este es el Dios de la ley, todavía no el de la gracia. En el reino de la gracia, el hombre debe presentarse ante Dios realmente “con las manos vacías”; lo único que debe de tener “en sus manos” al presentarse ante él, es a su Hijo Jesús.

Pero veamos como el Espíritu Santo, cuando nos abrimos a él, cambia esta situación. Él nos enseña a mirar a Dios con unos ojos nuevos: como el Dios de la ley, por supuesto, pero aún más como el Dios del amor y de la gracia, el Dios “misericordioso y piadoso; tardo para la ira, y grande en el amor” (Ex 34, 6). Nos lo hace descubrir como un aliado y amigo, como aquel que “no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros” (¡es así como debe entenderse Rm 8, 32 años!); En resumen, como un Padre tiernísimo. Entonces el sentimiento filial que se traduce espontáneamente en el grito: ¡Abba, Padre! Como quien dice: “Yo no te conocía, o te conocía sólo de oídas; ahora te conozco, sé quién eres; sé que me quieres de verdad, que me eres favorable”. El hijo ha tomado el lugar del esclavo, el amor el del temor. Es así como verdaderamente nos reconciliamos con Dios, también en el plano subjetivo y existencial.

Repitámonos también, de vez en cuando, con la alegría íntima y la seguridad jubilosa del Apóstol: “¡Justificados por la fe, tenemos paz para con Dios!”.
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[1] E. R. Dodds, Paganos y cristianos en una época de angustia. Algunos aspectos de la experiencia religiosa, desde Marco Aurelio a Constantino, Florencia, La Nuova Italia 1993.
[2] Himno de Laudes del Tercer Domingo del Tiempo Ordinario.
[3] San León Magno, In Nativitate Domini, XXXVI, 5 (PL 54, 215).
[4] N. Cabasilas, Vida en Cristo, I, 5 (PG 150, 313); Cfr. Anselmo, Cur Deus homo?, II, 18.20; Tomás de Aquino, Summa theologiae, III, q. 46, art. 1 a 3.
[5] Cfr. R. Girard, La violence et le sacré, Grasset, París 1972.
[6] Cfr. R. Girard, El sacrificio, Milán 2004.
[7] G. Theissen – A. Merz; El Jesús histórico, Queriniana, Brescia 2003, p. 573.
[8] Pseudo Dionisio Areopagita, Nomi divini, XI, 1 s (PG 3, 948 s).
[9] J.B. Bossuet, Œuvres complètes, IV, París 1836, p. 365.

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