“Bienaventurados los que trabajan por la paz porque serán llamados hijos de Dios”
P. Raniero
Cantalamessa, ofmcap.
Después de haber meditado, en la primera predicación, sobre la paz como don de Dios, reflexionamos ahora sobre la paz como tarea y compromiso por el que trabajar. Estamos llamados a imitar el ejemplo de Cristo, convirtiéndonos en canales a través de los cuales la paz de Dios puede alcanzar a los hermanos. Es la tarea que Jesús indica a sus discípulos cuando proclama: “Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios (Mt 5, 9). El término eirenopoioi no significa los “pacíficos” (estos pertenecen a las bienaventuranzas de los mansos, de no violentos); significa más bien “pacificadores”, es decir, personas que trabajan por la paz, que traen la paz entre los contendientes, que hacen el primer paso para reconciliarse con su hermano. Esto es confirmado por el pasaje de la Carta de Santiago: “El fruto de la justicia se siembra en paz para aquellos que hacen la paz” (Santiago 3:18). Ellos, la bienaventuranza continua, serán llamados “hijos de Dios”; es decir, seguidores de Dios, porque Dios es el “Dios de la paz” (Rom 15, 33; 16, 20).
1. La paz de Jesús y la de César Augusto
Jesús no nos ha exhortado sólo a ser trabajadores de paz, sino que nos ha enseñado también, con el ejemplo y la palabra, cómo se llega a ser trabajadores de paz. Dice a sus discípulos: “Les dejo la paz, les doy mi paz” (Jn 14, 27). En ese mismo tiempo, otro gran hombre proclamaba al mundo la paz. En Asia Menor se ha encontrado una copia del famoso “Índice de las propias empresas” de César Augusto. En él, el emperador romano, entre las grandes empresas realizadas por él, pone también la de haber establecido en el mundo la paz de Roma, una paz, se dice, “lograda a través de victorias” (parta victoriis pax) [1].
Jesús revela que existe otro modo de trabajar por la paz. También la suya es una “paz fruto de victorias”, pero victorias sobre sí mismo, no sobre los otros, victorias espirituales, no militares. Sobre la cruz, escribe san Pablo, Jesús “ha destruido en si mismo la enemistad” (cf. Ef 2,16): ha destruido la enemistad, no el enemigo; la ha destruido en sí mismo, no en los otros.
El camino a la paz propuesto por el Evangelio no tiene sentido sólo en el ámbito de la fe; vale también en el ámbito político. Hoy vemos claramente que el único camino a la paz es destruir la enemistad, no el enemigo. Los enemigos se destruyen con las armas, la enemistad con el diálogo. He leído que alguno reprochó un día a Abraham Lincoln por ser demasiado cortés con los propios adversarios políticos y le recordó que su deber de presidente era más bien destruirlos. Él les respondió: “¿No destruyo quizá a mis enemigos cuando les hago mis amigos?”
Es la situación del mundo que reclama dramáticamente que se cambie el método de Augusto con el de Cristo. ¿Qué hay en el fondo de ciertos conflictos aparentemente insolubles, si no es precisamente la voluntad y la secreta esperanza de llegar un día a destruir al enemigo? Lamentablemente, vale también para los enemigos lo que Tertuliano decía de los primeros cristianos perseguidos: “Semen est sanguis chritianorum”: la sangre de los cristianos es semilla de otros cristianos. También la sangre de los enemigos es semilla de otros enemigos; en vez de destruirlos, les multiplica.
“¡No podemos resignarnos –ha dicho el Papa Francisco en la reciente visita a Turquía, refiriéndose a la situación en Oriente Medio– a la continuación de los conflictos, como si no fuera posible un cambio a mejor en la situación! Con la ayuda de Dios, podemos y debemos siempre renovar la valentía de la paz!” Un modo –a menudo el único que permanece– de ser trabajadores de paz, es rezar por la paz. Cuando ya no es posible actuar sobre las causas secundarias, podemos siempre, con la oración, “actuar sobre la Causa primera”. La Iglesia no se cansa de hacerlo cada día en la Misa con esa ardiente invocación: “Concédenos, Señor, la paz en nuestros días” da pacem Domine in diebus nostris.
Además que a la paz política, el Evangelio puede contribuir también a la paz social. Se repite a menudo la afirmación del profeta Isaías: “La paz es fruto de la justicia” (Is 32,17). La “Evangelii gaudium” pone, al respecto, el dedo en la llaga y denuncia, sin medias tintas, la que es hoy la mayor injusticia que obstaculiza la paz. Dice:
“La paz social no puede entenderse como un irenismo o como una mera ausencia de violencia lograda por la imposición de un sector sobre los otros. También sería una falsa paz aquella que sirva como excusa para justificar una organización social que silencie o tranquilice a los más pobres, de manera que aquellos que gozan de los mayores beneficios puedan sostener su estilo de vida sin sobresaltos mientras los demás sobreviven como pueden. Las reivindicaciones sociales, que tienen que ver con la distribución del ingreso, la inclusión social de los pobres y los derechos humanos, no pueden ser sofocadas con el pretexto de construir un consenso de escritorio o una efímera paz para una minoría feliz. La dignidad de la persona humana y el bien común están por encima de la tranquilidad de algunos que no quieren renunciar a sus privilegios”. [2]
2. Paz entre las religiones
Delante de los trabajadores de paz, se abre hoy un campo de trabajo nuevo, difícil y urgente: promover la paz entre las religiones. El Parlamento mundial de las religiones, en el encuentro de Chicago de 1993, lanzó esta proclamación: “No hay paz entre las naciones sin paz entre las religiones y no hay paz entre las religiones si no hay diálogo entre las religiones”.
El motivo de fondo que permite un diálogo leal entre las religiones es que “tenemos todos un único Dios”. El papa san Gregorio VII, en el año 1076, escribía a un príncipe musulmán del Norte de África: “Nosotros creemos y confesamos un sólo Dios, aunque si de forma distinta, cada día lo alabamos y veneramos como creador de los siglos y gobernador de este mundo” [3]. Es la verdad de la que también san Pablo inicia en su discurso el areópago de Atenas: “En Él todos vivimos, nos movemos y existimos” (cfr. Hch 17,28).
Tenemos, subjetivamente, ideas distintas sobre Dios. Para nosotros cristianos, Dios es “el Padre del Señor Jesucristo” que no se conoce plenamente sino “a través de él”; pero objetivamente, sabemos bien que Dios no puede haber más que uno. Cada pueblo y lengua tiene su nombre y su teoría sobre el sol, algunas más exactas, otras menos, ¡pero sol hay sólo uno!
Fundamento teológico del diálogo es también nuestra de en el Espíritu Santo. Como Espíritu de la redención y Espíritu de la gracia, Él es el vínculo de la paz entre los bautizados de las distintas confesiones cristianas; pero como Espíritu de la creación, o Espíritu creador, Él es un vínculo de paz entre los creyentes de todas las religiones e incluso entre todos los hombres de buena voluntad. “Toda verdad, por quien sea dicha -ha escrito santo Tomás de Aquino-, es inspirada por el Espíritu Santo” [4]. Como este Espíritu creador guiaba hacia Cristo los profetas del Antiguo Testamento (1Pt 1,11), así nosotros los cristianos creemos que, en la forma conocida sólo por Dios, guía a Cristo y a su misterio pascual las personas que viven fuera de la Iglesia” (cf. Gaudium et spes, 22).
Hablando de la paz entre las religiones, se debe dedicar un pensamiento en parte a la paz entre Israel y la Iglesia. También el Papa Francisco, en la “Evangelii gaudium”, dirige una atención particular a este diálogo y concluye con estas palabras:
“Si bien algunas convicciones cristianas son inaceptables para el Judaísmo, y la Iglesia no puede dejar de anunciar a Jesús como Señor y Mesías, existe una rica complementación que nos permite leer juntos los textos de la Biblia hebrea y ayudarnos mutuamente a desentrañar las riquezas de la Palabra, así como compartir muchas convicciones éticas y la común preocupación por la justicia y el desarrollo de los pueblos” (EG, 249).
Esa entre los judíos y los gentiles es, para Pablo, la primera paz que Jesús ha realizado en la cruz. Escribe en la Carta a los Efesios:
“Porque él es nuestra paz:
el que de los dos pueblos hizo uno,
derribando el muro divisorio,
la enemistad, anulando en su carne
la Ley con sus mandamientos y sus decretos,
para crear en sí mismo, de los dos, un solo Hombre Nuevo,
haciendo las paces,
y reconciliar con Dios a ambos en un solo cuerpo,
por medio de la cruz,
dando en sí mismo muerte a la Enemistad”. (Ef 2, 14-16).
Este texto ha dado lugar, en la tradición cristiana, a dos representaciones iconográficas distintas y opuestas. En una, se ven a dos mujeres, ambas dirigidas hacia al crucifijo. Este es el caso del crucifijo de San Damián en Asís. En él, las dos mujeres a los lados de las manos del crucifijo – contrariamente a las explicaciones que se dan por lo general – no son dos ángeles (no llevan alas y son figuras femeninas); representan por el contrario, según la más genuina visión de la Carta a los Efesios, una la Sinagoga y la otra la Iglesia, unidas, no separadas, por la cruz de Cristo.
Para convencerse, basta comparar este icono con el de la escuela más tardía de Dionisio (s. XV), donde todavía se ven a dos mujeres, pero una, la Iglesia, empujada por un ángel a la cruz, la otra echada por un ángel fuera de ella.
La primera imagen representa el ideal y la intención divina, según lo expresado por san Pablo; la segunda representa como han ido, por desgracia, las cosas en la realidad de la historia. Una vez he mostrado a un rabino judío amigo mío las dos imágenes. Casi conmovido, ha comentado: “Tal vez la historia de nuestras relaciones habría sido diferente si, en lugar de la segunda, hubiera prevalecido la primera visión”. La fidelidad a la historia nos obliga a decir que, si no ha sido así, por lo menos al principio, esto no ha dependido sólo de los cristianos.
Debemos regocijarnos y dar gracias a Dios de que hoy, al menos en espíritu, todos estamos a favor de la visión del crucifijo de San Damián y no al revés. Queremos que la cruz de Cristo sirva para volver a acercar a los judíos y a los cristianos, no para contraponerlos; que también la celebración de la cruz del Viernes Santo favorezca, en lugar de obstaculizar, este diálogo fraterno.
3. Think globally, act locally
Un lema muy de moda hoy dice: “Think globally, act locally”: piensa globalmente, actúa localmente. Se aplica en particular a la paz. Hay que pensar a la paz mundial, pero actuar por la paz a nivel local. La paz no se hace como la guerra. Para hacer la guerra, se necesitan largos preparativos: formar grandes ejércitos, preparar estrategias, establecer alianzas y luego pasar al ataque compacto. Ay del que quisiera empezar primero, solo y separado; sería votado para una derrota segura.
La paz se hace exactamente al contrario: comenzando de inmediato, siendo los primeros, incluso uno solo, también con un simple apretón de manos. La paz se hace, decía el papa Francisco en una ocasión reciente, “artesanalmente”. Como mil millones de gotas de agua sucia nunca harán un océano limpio, así miles de millones de personas sin paz y de familias sin paz nunca harán una humanidad en paz.
También nosotros, que estamos aquí reunidos, tenemos que hacer algo para ser dignos de hablar de paz. Jesús, escribe el Apóstol, ha venido a anunciar “la paz a los alejados y la paz a los cercanos” (Ef 2, 18). La paz con “los cercanos” a menudo es más difícil que la paz con “los alejados”. ¿Cómo podemos nosotros, los cristianos, llamarnos promotores de la paz, si después nos peleamos entre nosotros? No me refiero, en este momento, a las divisiones entre católicos, ortodoxos, protestantes, pentecostales, es decir, entre las diversas confesiones cristianas; me refiero a las divisiones que a menudo existen entre los que pertenecen a nuestra Iglesia católica, debido a las tradiciones, tendencias o diferentes ritos.
Recordamos las palabras severas del Apóstol a los Corintios:
“Os exhorto, hermanos, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, a que seáis unánimes en el hablar, y no haya entre vosotros divisiones; antes bien, estéis unidos en una misma mentalidad y un mismo juicio. Porque, hermanos míos, estoy informado de vosotros, por los de Cloe, que existen discordias entre vosotros. Me refiero a que cada uno de vosotros dice: “Yo soy de Pablo”, “Yo de Apolo”, “Yo de Cefas”, “Yo de Cristo”. ¿Está dividido Cristo? ¿Acaso fue Pablo crucificado por vosotros? (1 Co 1, 10-12).
El tema de la Jornada Mundial de la Paz de este año es “Fraternidad, fundamento y camino para la paz.” Cito las primeras palabras del mensaje:
“La fraternidad es una dimensión esencial del hombre, que es un ser relacional. La viva conciencia de este carácter relacional nos lleva a ver y a tratar a cada persona como una verdadera hermana y un verdadero hermano; sin ella, es imposible la construcción de una sociedad justa, de una paz estable y duradera”.
El texto apunta a la familia como el primer ámbito en el que se construye y se aprende a ser hermanos. Pero el mensaje también se aplica a otras realidades de la Iglesia: a las familias religiosas, a las comunidades parroquiales, al sínodo de los obispos, a la curia romana. “¡Vosotros sois todos hermanos!” (Mt 23, 8), nos ha dicho Jesús, y si esta palabra no se aplica dentro de la Iglesia, en el círculo más estrecho de sus ministros, ¿a quién se aplica?
Los Hechos de los Apóstoles nos presentan el modelo de una comunidad verdaderamente fraterna, “de acuerdo”, es decir, con “un solo corazón y un alma sola” (Hch 4, 32). Por supuesto, todo esto no puede lograrse si no “por el Espíritu Santo”. Lo mismo sucedió a los apóstoles. Antes de Pentecostés no eran un solo corazón y una alma sola; discutían a menudo sobre quién de ellos era el más grande y más digno de sentarse a la derecha y a la izquierda de Jesús. La venida del Espíritu Santo los transformó completamente; les descentró de sí mismos y les centró en Cristo.
Los Padres antiguos y la liturgia han entendido la intención de Lucas, de crear en la narración de Pentecostés, un paralelismo entre lo que sucede en Pentecostés y lo que había sucedido en Babel. Sin embargo, no siempre se aferra el mensaje contenido en este paralelismo. ¿Por qué en Babel todos hablan el mismo idioma y a un cierto punto nadie entiende más a los otros, mientras que en Pentecostés, a pesar de hablar idiomas diferentes (partos, elamitas, cretenses, árabes…), cada uno entiende a los apóstoles?
Sobre todo una aclaración. Los constructores de la torre de Babel no eran ateos que querían desafiar el cielo, sino hombres piadosos y religiosos que querían construir un tempo con terrazas sobrepuestas, llamadas zigurats, de las cuales aún quedan ruinas en Mesopotamia. Esto los vuelve más cercanos a nosotros de lo que nos imaginamos. ¿Cuál fue entonces su gran pecado? Estos inician la obra diciendo entre ellos:
“Vamos a fabricar ladrillos y a cocerlos al fuego… Vamos a edificarnos una ciudad y una torre con la cúspide en el cielo, y hagámonos famosos, por si nos desperdigamos por toda la faz de la tierra” (Gn 11, 3-4).
Quieren construir un templo a la divinidad, pero no para la gloria de la divinidad; para convertirse en famosos; para crearse un nombre, no para hacer un nombre a Dios. Dios es instrumentalizado, tiene que servir a su gloria. También los apóstoles, en Pentecostés inician a construir una ciudad y una torre, la ciudad de Dios que es la Iglesia, pero no para hacerse un nombre, sino para darlo a Dios: “Les oímos proclamar en nuestras lenguas las maravillas de Dios” (Hch 2, 11), dicen los escuchadores. Están enteramente absorbidos por el deseo de glorificar a Dios, se han olvidado de sí mismos y de hacerse un nombre.
San Agustín ha tomado de aquí una idea para su grandiosa obra La Ciudad de Dios. Existen, dice, dos ciudades en el mundo: la ciudad de Satanás, que se llama Babilonia, y la ciudad de Dios, que se llama Jerusalén. Una está construida sobre el amor a sí mismo hasta el desprecio de Dios, y la otra sobre el amor a Dios hasta el sacrificio de sí mismo. Estas dos ciudades son dos construcciones en obras hasta el final del mundo y cada uno tiene que elegir en cuál de las dos quiere dedicar su vida.
Cada iniciativa, también la más espiritual, como es, por ejemplo, la nueva evangelización, puede ser o Babel o Pentecostés. (También, naturalmente, esta meditación que yo estoy dando). Es Babel si cada uno con ella intenta hacerse un nombre; es Pentecostés si a pesar del sentimiento natural de lograr y recibir aprobación, se rectifica constantemente la propia intención, poniendo la gloria de Dios y el bien de la Iglesia por encima de todos los deseos propios. A veces, es bueno repetir para sí mismo las palabras que un día Jesús pronunció delante de sus adversarios: “Yo no busco mi gloria” (Jn 8, 50).
El Espíritu Santo no anula las diferencias, no aplana automáticamente las divergencias. Lo vemos en lo que sucede en seguida después de Pentecostés. Antes surge la divergencia sobre la distribución de víveres a las viudas, después aquella más seria si, y con cuáles condiciones, acoger en la Iglesia a los paganos. Pero no vemos por ello formarse partidos o frentes entre ellos.
Cada uno expresa su propia convicción con respeto y libertad; Pablo va a Jerusalén a consultar a Pedro, y en otra ocasión no tiene temor de hacerle ver una incoherencia (cfr. Ga 2,14). Esto les permite, al concluir el debate de Jerusalén, anunciar el resultado a la Iglesia con las palabras: “Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros…” (Hch 15, 28).
Ha sido trazado así el modelo para cada asamblea de la Iglesia. Con una diferencia debida al hecho de que allí no encontramos en la fase embrional, en la cual aún no han sido delineados claramente los diversos ministerios y no se ha tomado acto (no hubo ni el tiempo ni la necesidad), del primado otorgado a Pedro, a quien, junto a sus sucesores, le corresponde hacer la síntesis y decir la última palabra.
Mencioné a la Curia: ¡Que regalo para la Iglesia si ella fuera un ejemplo de fraternidad! Ya lo es, al menos, mucho más de lo que el mundo y sus medios de comunicación tratan de hacernos creer; pero puede llegar a serlo todavía más. La diversidad de opiniones, hemos visto, no debe ser un obstáculo insalvable. Basta que, con la ayuda del Espíritu Santo, pongamos todos los días en el centro de nuestras intenciones a Jesús y el bien de la Iglesia, y no el triunfo de la propia opinión personal. San Juan XXIII, en la encíclica “Ad Petri Cathedram” de 1959, utilizó una frase famosa, de origen incierto, pero de perenne actualidad: “In necessariis unitas, in dubiis libertas, in omnibus vero caritas”: en las cosas necesarias, unidad; en las cosas dudosas, libertad; y en todas, la caridad.
“Así pues, si hay una exhortación en nombre de Cristo, un estímulo de amor, una comunión en el Espíritu, una entrañable misericordia, colmad mi alegría, teniendo un mismo sentir, un mismo amor, un mismo ánimo, y buscando todos lo mismo. Nada hagáis por ambición, ni por vanagloria, sino con humildad, considerando a los demás como superiores a uno mismo, sin buscar el propio interés sino el de los demás” (Flp 2, 1-4).
Son palabras dirigidas por san Pablo a sus queridos fieles de Filipos, pero estoy seguro de que también expresan el deseo del Santo Padre, hacia sus colaboradores y todos nosotros.
Concluimos con la oración para la paz y la unidad de la Iglesia que la liturgia nos hace recitar en cada Misa: “Señor Jesucristo, que dijiste a tus apóstoles: ‘La paz os dejo, mi paz os doy’, no tengas en cuenta nuestros pecados, sino la fe de tu Iglesia y, conforme a tu palabra, concédele la paz y la unidad. Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén”.
[1] Monumentum Ancyranum, ed. Th. Mommsen, 1883.
[2] Evangelii gaudium, 218.
[3] S. Gregorio VII, Epistolae, III, 21 (PL 148, 451).
[4] S. Tomaso de Aquino, Summa theologica, I-IIae q. 109, a. 1 ad 1
(En el fondo ).
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