Vino en el mes de noviembre, el éxodo de prominentes funcionarios y empresarios españoles, que no estaban de acuerdo con el nuevo gobierno novohispano, entre ellos se encontraba Miguel Bataller, quien se había desempeñado como auditor de guerra y era padrino de Iturbide.
<<Por su inexperiencia en política, pocos líderes mexicanos cayeron en la cuenta de que el gobierno imperial confrontaba muchos otros problemas delicados. >>[1] Sin embargo el general Pedro Celestino Negrete, de origen español, dirigió una carta a Iturbide el 3 de diciembre, en la cual expreso sus aprensiones sobre la sociedad mexicana.
Primordial era el interés de Iturbide hacia la agricultura, lo que le llevó a hacer una recomendación a la junta en febrero de 1822, para que se fundara una sociedad tendiente a promover el desarrollo económico del país.
Los vastos y abandonados territorios de las provincias internas de Oriente y Occidente
<<Pasaron meses antes de que la égida del nuevo imperio se extendiera por la parte norte del antiguo virreinato. El líder principal del movimiento insurgente en esa vasta región era el general Negrete, quien fue denominado comandante del Ejército de Reserva de las Tres Garantías. A instancias suya, en la ciudad de Chihuahua, el 26 de agosto de 1821, Alejo García Conde, comandante de las Provincias Internas del Poniente, prestó el juramento de apoyar la independencia de México. A principios del mes siguiente, Negrete capturó Durango, capital de dichas provincias. En una carta dirigida a Iturbide, el cabildo de dicha ciudad declaró que la independencia de las provincias del noroeste de México estaba así asegurada. Cuando las noticias de la independencia llegaron a los poblados de Texas, actuando como representantes del Imperio mexicano, agentes del cabildo de San Antonio Béxar hicieron tratados de paz con los jefes de los indios comanches. Después de que los reportes de los sucesos de Durango llegaron a Santa Fe, la capital de Nuevo México, el 6 de enero de 1822 el gobernador y el populacho celebraron la instauración de la independencia. Entre las cartas de felicitación que le llovieron a Iturbide se hallaba una de dicha capital que prometía fidelidad a la unión, a la independencia y al catolicismo romano.
Algunos habitantes de la Alta y la Baja california, sin embargo, estaban poco dispuestos a renunciar a su fidelidad a España. De ahí que el 8 de febrero de 1822 el presidente de la regencia ordenara que un destacamento del ejército fuera enviado a ocupar dicha región, para administrar el juramento de independencia y para desplegar la bandera del imperio. Antes de que los soldados imperiales comenzaran la expedición llegó un informe a la regencia de que un mensajero que llevaba despachos a los gobernadores de las californias había sido expulsado de una misión franciscana en dicha región, como si estuviera bajo interdicto.
Poco después Iturbide envió instrucciones escritas a Agustín Fernández de San Vicente, para que procediera a la Alta California a recabar información. Antes de que dicho comisario llegara ahí, sin embargo el gobernador Pablo Sola había convocado a eclesiásticos, oficiales militares y a los comandantes de los presidios de Santa Bárbara y San Francisco a una reunión en Monterrey el 9 de abril. La Asamblea decidió reconocer la autoridad de la junta que se había instaurado en la Ciudad de México. Declaró que la Alta California dependía del Imperio mexicano y que era independiente de cualquier otro estado extranjero. Dos días después los miembros de la asamblea, los soldados de la guarnición y la gente ahí avecindada prestaron juramento de obediencia al nuevo régimen. El secretario del presidio de Monterrey reportó que la ceremonia había concluido con música, y salvas de fusilería y cañones.
La revolución de Iturbide había afectado también las regiones yacentes al sur de la capital. El 8 de septiembre de 1821 una junta en el distrito de Chiapas que pertenecía a la capitanía general de Centroamérica, rindió juramento de apoyar al Plan de Iguala. Al ser informado por el gobernador de Tabasco de que su provincia había hecho lo mismo, el 15 de septiembre, bajo la dirección del gobernador de Yucatán, se llevó a cabo una reunión en Mérida a la que asistieron oficiales militares, el intendente y miembros del cabildo. Dicha junta anunció que la provincia de Yucatán era independiente de España y que este paso era demandado por la justicia, la necesidad y el deseo de los habitantes. Además declaró que el anuncio era hecho bajo el supuesto de que el sistema de independencia no fuera inconsistente con la libertad civil.
En realidad, debido en parte a la amplia aceptación del Plan de Iguala, parecía como si los líderes del nuevo imperio estuvieran siendo atraídos hacia una carrera de expansión más allá de las fronteras del antiguo Virreinato.>> [2]
El sueño de la independencia de la América Septentrional
<<Con respecto a las cinco provincias de América Central, Iturbide tomó la iniciativa: el 19 de octubre de 1821 envió una carta a Gabino Gaínza, capitán general de dicha región, expresándole la opinión de que Centroamérica no era capaz de gobernarse a sí misma, que podría convertirse en objeto de ambiciones extranjeras y que debía unirse a su país para formar un imperio, de acuerdo con el Plan de Iguala y el Tratado de Córdoba. Iturbide añadía que un gran ejército marcharía pronto con el fin de proteger a dicha capitanía general.
De hecho el movimiento mexicano de independencia ya había influenciado Centroamérica. Al escribirle a Iturbide desde Guatemala en noviembre de 1821, destacados ciudadanos declararon:
“La proclamación de independencia que Vuestra Excelencia hizo en Iguala no desalentó a las personas descontentas. El gobierno trató de incrementar la confianza en sí mismo, emitiendo una proclama que trataba con desdén a la persona de Vuestra Excelencia y esparciendo noticias que eran contrarias a los relatos que nos llegaban acerca de vuestros gloriosos logros. Este progreso regocijaba los corazones de aquellos que favorecían la independencia. Nuestros periódicos dieron la noticia en Centro América con tan felices resultados que para el 13 del mes siguiente, ni una sola gota de sangre se había derramado en apoyo a nuestra independencia. El 15 de septiembre los patriotas triunfaron”.
Una junta convocada por el capitán general se reunió ese día en el palacio de gobierno de la ciudad de Guatemala. Se declaró en favor de la independencia de España y de la convocatoria de un congreso Centroamericano, pero autorizó a Gaínza a permanecer a la cabeza del gobierno. En Comayagua capital de la provincia de Honduras, el 28 de septiembre una junta proclamó que dicha provincia era independiente de la Madre Patria. Durante el mismo mes se dio un paso similar en la capital de la provincia de Nicaragua. A principios de 1822, la provincia de El Salvador tomó acción que no sólo favorecía la independencia respecto de España, sino también la unión con el Imperio mexicano.
Dado que el conde de la cadena, a quien se había ordenado que marchara hacia Chiapas, no pudo proceder a desempeñar esa misión, el 27 de diciembre Iturbide ordenó al general Vicente Filisola que se hiciera cargo de una expedición militar concebida para proteger a aquellas provincias centroamericanas que hubieran actuado en favor de la independencia respecto de España. Iturbide escribió así a Gaínza el 28 de diciembre:
“Acabo de enterarme de que el partido republicano, activo en la ciudad de Guatemala, ha finalmente roto los diques de la moderación y la justicia. Este ha comenzado así las hostilidades contra aquéllos pueblos que, habiendo declarado su adhesión al Imperio Mexicano, no desean ser independientes si no es bajo el Plan que yo proclamé en Iguala y en armonía con el tratado que después negocié en Córdoba. Nunca creí que ese favor democrático conduciría a tan escandalosa revuelta en la que, contrariando los derechos humanos y sordos a la voz de la razón, se pondría atención únicamente a las tumultuosas demandas de la pasión hasta llegar a disolver los lazos de la sociedad y destruir el orden. Con mucho dolor he visto renovadas, en dos expediciones que han marchado sobre Gracias y Tegucigalpa, las trágicas escenas que inundaron la América española con sangre… Defraudaría mi confianza si, viendo estos acontecimientos con indiferencia, no pusiera los medios que están a mi alcance para proteger las provincias que, habiéndose separado del sistema adoptado en Tegucigalpa, han sido admitidas como parte integrante de este Imperio.” […]
Expresando la opinión del ejemplo de que el ejemplo de México debería tener influencia sobre el destino de otras posesiones españolas en América, dirigió su atención a las Indias occidentales.
“La isla de Cuba, en virtud de su ubicación interesante para el comercio europeo y del carácter de su población”, razonaba, está en grande peligro de convertirse en presa de la ambición marítima de los ingleses del hemisferio occidental o del occidental o de ser destrozada por luchas intestinas que en ninguna parte de América podrían ser más desastrosas o más fatales. México no puede permanecer indiferente ante ninguna de esas contingencias… Piensa que está obligado a ofrecer a los cubanos una íntima unión y una alianza para la defensa común.
Dándose cuenta así de la importancia de Cuba para los estados americanos, Iturbide se adelantó a las opiniones de importantes publicistas tanto del Nuevo Mundo como del Viejo.
Después de que varios cabildos de América Central habían votado en favor de la unión con México, Gaínza notificó a Iturbide que el 2 de enero una junta provisional había decidido que la capitanía general debía ser incluida en el nuevo imperio. Tres días después el capitán general emitió un manifiesto declarando que acababa de llevarse a cabo la anexión a México. […] Este logró debía ser festejado con una celebración que duraría tres días. […] Un mes después, la junta mexicana y el presidente de la regencia tomaron provisiones para que hubiera una representación de las provincias guatemaltecas en la inauguración del Congreso mexicano.
Eventualmente llegaron a la frontera norte informes sobre la transformación que había tenido lugar en México. El 6 de agosto de 1821, el general Gaspar López, comandante interino de las Provincias Internas del Oriente, envió una circular a los oficiales y cabildos dentro de su jurisdicción ordenándoles que hicieran que las tribus belicosas vecinas fueran informadas de los cambios pacíficos que habían tenido lugar en México. Diez días después, en Monterrey; Nuevo León, se firmó un tratado entre ese general y un jefe comanche, mediante el cual éste último reconocía solemnemente la independencia del imperio mexicano. Además, este jefe comanche prometía que no proporcionaría socorro a ningún individuo, corporación o poder extranjero que pudiera tener designios sobre el mismo imperio. >>[3]
Los impugnadores de la “leyenda negra” de España, afirman que si la Nueva España no se hubiera independizado, nunca hubiera perdido sus territorios; sin embargo correspondió al virrey Juan José Ruiz de Apodaca y Eliza, en enero de 1821, autorizar al empresario estadounidense Moisés Austin el establecimiento de 300 familias en Texas mediante el permiso del general Joaquín Arredondo, aunque no se observó que fueran católicos bajo el rito romano y que importarán esclavos. Su hijo Stephen Austin, sería protagónico en la independencia con Texas, conjuntamente con Antonio de Santa Anna.
El ejercicio del Patronato por parte de España ante la Iglesia Católica
Otro aspecto de diplomacia internacional sería la de “El Patronato Real” que era una concesión que hacía el Papado como máximo detentador del Poder espiritual, a monarcas profundamente cristianos, que detentaban el poder civil, para implicarles en el gobierno de sus iglesias, a cambio de la máxima difusión del Evangelio. El Papa les otorgaba el derecho de presentación que consistía en proponer los nombres de quienes ocuparían cargos en la jerarquía eclesiástica del lugar. A cambio el Rey o el príncipe deberían financiar las nuevas iglesias.
El Patronato Real en América se ejercía a través del Real y Supremo Consejo de Indias. Los virreyes actuaban como Vice-Patronos de la Iglesia. Atribución que proporcionaba la facultad de proveer a los curas, escogiéndolos de ternas que le pasaban los obispos y gobernadores de las mitras, eligiendo el candidato que les parecía más idóneo.
<<Entre los delicados problemas que confrontaba el gobierno nacional estaba la política que seguiría hacia la Iglesia católica romana. Las cláusulas del Plan de Iguala y del Tratado de Córdoba que aseguraban a la iglesia el disfrute de los privilegios que le habían sido concedidos a través del tiempo, fueron vistas con agrado por devotos seglares y por dignatarios eclesiásticos. En ciertas regiones los eclesiásticos habían no sólo permitido a los oficiales militares cobrar los diezmos, sino que también habían contribuido al sostenimiento del ejército revolucionario. El 19 de octubre de 1821, el arzobispo Fonte aconsejó al clero de su diócesis obedecer a las autoridades civiles del imperio[4]. Un mes después, la regencia decidió que se permitiera a las casas de religiosos continuar con la iniciación de novicios. […]
Las vacantes que se habían ido dando de tiempo en tiempo en la jerarquía eclesiástica durante la revolución habían implicado problemas con el Patronato Real. Ya que los nombramientos para cubrir las vacantes eclesiásticas acostumbradamente hechos por el rey español fueron seriamente interrumpidos o totalmente evitados por la prolongada insurrección, y como posiciones catedralicias y otros cargos eclesiásticos habían entretanto quedado vacantes, el gobierno imperial estaba dispuesto a llenar dichas vacantes. En octubre de 1821, Iturbide suscitó la cuestión del ejercicio del derecho a nombrar candidatos a las posiciones eclesiásticas por parte del gobierno imperial. Pidió al Arzobispo de México que expresara su opinión respecto al método mediante el cual se tomarían las provisiones a cargos catedralicios, hasta que se llagará a un acuerdo con la santa Sede respecto a ese patronato. Durante el mes siguiente, en vista de los méritos de un cura llamado José Guridi y Alcocer, quien había apoyado la causa de la independencia, la regencia considero adecuado aprobar su nombramiento hecho por Fernando VII para el cargo de canónigo de la catedral metropolitana.
El 24 de noviembre de 1821, después de conferenciar con representantes de los obispos mexicanos que se habían reunido en la capital, el arzobispo Fonte expreso la opinión de que como el Imperio mexicano había declarado su independencia, el derecho de España para designar candidatos a los cargos catedralicios en el anterior virreinato había terminado. Declaro que sus consejeros habían sostenido que este derecho había sido concedido por el papado a los monarcas de Castila y de León y que, por lo tanto, si el nuevo gobierno de México deseaba ejercer este privilegio debería obtener del papado una concesión idéntica. Los clérigos consejeros del obispo habían razonado que, mientras tanto, de acuerdo con el derecho canónico, la facultad de hacer nombramientos eclesiásticos en cada diócesis pertenecía no al gobierno imperial, sino al obispo respectivo. En vista de esto, la regencia invitó a la jerarquía eclesiástica a elegir a las personas adecuadas para discutir las escabrosas cuestiones del patronato eclesiástico, hasta que “las circunstancias permitieran al establecimiento de relaciones con la Santa Sede”. El arzobispo Fonte pidió entonces a los administradores diocesanos que eligieran a los clérigos que los representarían en una conferencia. El 11 de marzo de 1822, un consejo de eclesiásticos decidió formalmente que ya que la independencia del Imperio mexicano se había jurado, el ejercicio del derecho de hacer nombramientos para las vacantes en las iglesias mexicanas que había sido concedido por el Vaticano a los monarcas de España, había cesado.
Mientras tanto, el presidente de la regencia se había de hecho abocado a designar eclesiásticos para las capellanías militares vacantes, una especie de función distinta a la delos nombramientos de la vida civil.[5]
Jorge Pérez Uribe
[1] Spence Robertson William, Iturbide de México, México, FCE, 2012, pág.
[2] Spence, op. cit. págs. 215-217
[3] Spence, op. cit. págs. 218-222
[4] Pedro José Fonte y Hernández Miravete, nacido en Linares de Aragón, ostentó el cargo de arzobispo de México desde 1815 hasta su renuncia, en 1837. Fue el último Arzobispo español de México, opuesto al proceso de Independencia.
[5] Spence, op. cit. págs. 222-225
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