sábado, 28 de marzo de 2020

BENDICIÓN EXTRAORDINARIA “URBI ET ORBI” DEL PAPA FRANCISCO, 27 DE MARZO DE 2020



No fue teatralidad el escenario para la bendición Urbi et Orbi, que impartió el día de ayer el Papa Francisco. Fue el clima lluvioso imperante en Roma y las condiciones de aislamiento que han llevado al cierre de la Plaza de San Pedro, por la pandemia del coronavirus. 


La bendición 'Urbi et Orbi' 


La bendición 'Urbi et Orbi' es conocida como la bendición Papal, ya que sólo la puede otorgar el Papa. El pontífice la imparte desde la logia de bendiciones de la Basílica de San Pedro. Es dada a la ciudad de Roma y al mundo entero. Esta bendición se da en el día de la Natividad del Señor y en el Domingo de Pascua de la Resurrección, con la Plaza de San pedro totalmente llena; pero también la otorga, al ser elegido sucesor de Pedro 

Un acto único en la historia 


Nunca antes en la historia había tenido lugar una bendición “Urbi et Orbi” de un Papa en la soledad de la Plaza de San Pedro del Vaticano, seguido mundialmente por los creyentes a través de medios de comunicación, algunos de los cuales colapsaron por los miles de fieles que se conectaron simultáneamente de todo el mundo. 

La actual pandemia del corona virus que ha atacado ferozmente a Italia y a otros países del mundo, ha llevado a cerrar escuelas, teatros, cines, estadios, centros de trabajo e iglesias, recluyendo a la gente en sus casas, impidiéndoles recibir físicamente los sacramentos, lo cual resulta sumamente grave ante la alta mortandad causada por la pandemia. Ante ello el Papa Francisco decidió en forma extraordinaria otorgar la bendición "Urbi et Orbi" este viernes “27 de marzo, a todos lo que se unan espiritualmente a este momento de oración, a través de los medios digitales, concediéndoles la indulgencia plenaria, de acuerdo con las condiciones indicadas en el reciente decreto de la Penitenciaría Apostólica”. 

La homilía del Santo Padre 


El acto inició con una profunda homilía del Pontífice, que se transcribe completa: 

«Al atardecer» (Mc 4,35). Así comienza el Evangelio que hemos escuchado. Desde hace algunas semanas parece que todo se ha oscurecido. Densas tinieblas han cubierto nuestras plazas, calles y ciudades; se fueron adueñando de nuestras vidas llenando todo de un silencio que ensordece y un vacío desolador que paraliza todo a su paso: se palpita en el aire, se siente en los gestos, lo dicen las miradas. Nos encontramos asustados y perdidos. Al igual que a los discípulos del Evangelio, nos sorprendió una tormenta inesperada y furiosa. Nos dimos cuenta de que estábamos en la misma barca, todos frágiles y desorientados; pero, al mismo tiempo, importantes y necesarios, todos llamados a remar juntos, todos necesitados de confortarnos mutuamente. En esta barca, estamos todos. Como esos discípulos, que hablan con una única voz y con angustia dicen: “perecemos” (cf. v. 38), también nosotros descubrimos que no podemos seguir cada uno por nuestra cuenta, sino sólo juntos. Es fácil identificarnos con esta historia, lo difícil es entender la actitud de Jesús. Mientras los discípulos, lógicamente, estaban alarmados y desesperados, Él permanecía en popa, en la parte de la barca que primero se hunde. Y, ¿qué hace? A pesar del ajetreo y el bullicio, dormía tranquilo, confiado en el Padre —es la única vez en el Evangelio que Jesús aparece durmiendo—. Después de que lo despertaran y que calmara el viento y las aguas, se dirigió a los discípulos con un tono de reproche: « ¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?» (v. 40). 


Tratemos de entenderlo. ¿En qué consiste la falta de fe de los discípulos que se contrapone a la confianza de Jesús? Ellos no habían dejado de creer en Él; de hecho, lo invocaron. Pero veamos cómo lo invocan: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?» (v. 38). No te importa: pensaron que Jesús se desinteresaba de ellos, que no les prestaba atención. Entre nosotros, en nuestras familias, lo que más duele es cuando escuchamos decir: “¿Es que no te importo?”. Es una frase que lastima y desata tormentas en el corazón. También habrá sacudido a Jesús, porque a Él le importamos más que a nadie. 

De hecho, una vez invocado, salva a sus discípulos desconfiados. La tempestad desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al descubierto esas falsas y superfluas seguridades con las que habíamos construido nuestras agendas, nuestros proyectos, rutinas y prioridades. Nos muestra cómo habíamos dejado dormido y abandonado lo que alimenta, sostiene y da fuerza a nuestra vida y a nuestra comunidad. La tempestad pone al descubierto todos los intentos de encajonar y olvidar lo que nutrió el alma de nuestros pueblos; todas esas tentativas de anestesiar con aparentes rutinas “salvadoras”, incapaces de apelar a nuestras raíces y evocar la memoria de nuestros ancianos, privándonos así de la inmunidad necesaria para hacerle frente a la adversidad. Con la tempestad, se cayó el maquillaje de esos estereotipos con los que disfrazábamos nuestros egos siempre pretenciosos de querer aparentar; y dejó al descubierto, una vez más, esa (bendita) pertenencia común de la que no podemos ni queremos evadirnos; esa pertenencia de hermanos. « ¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». 

Señor, esta tarde tu Palabra nos interpela, se dirige a todos. En nuestro mundo, que Tú amas más que nosotros, hemos avanzado rápidamente, sintiéndonos fuertes y capaces de todo. Codiciosos de ganancias, nos hemos dejado absorber por lo material y trastornar por la prisa. No nos hemos detenido ante tus llamadas, no nos hemos despertado ante guerras e injusticias del mundo, no hemos escuchado el grito de los pobres y de nuestro planeta gravemente enfermo. Hemos continuado imperturbables, pensando en mantenernos siempre sanos en un mundo enfermo. Ahora, mientras estamos en mares agitados, te suplicamos: “Despierta, Señor”. 

« ¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe? ». Señor, nos diriges una llamada, una llamada a la fe. Que no es tanto creer que Tú existes, sino ir hacia ti y confiar en ti. En esta Cuaresma resuena tu llamada urgente: “Convertíos”, «volved a mí de todo corazón» (Jl 2,12). Nos llamas a tomar este tiempo de prueba como un momento de elección. No es el momento de tu juicio, sino de nuestro juicio: el tiempo para elegir entre lo que cuenta verdaderamente y lo que pasa, para separar lo que es necesario de lo que no lo es. Es el tiempo de restablecer el rumbo de la vida hacia ti, Señor, y hacia los demás. Y podemos mirar a tantos compañeros de viaje que son ejemplares, pues, ante el miedo, han reaccionado dando la propia vida. Es la fuerza operante del Espíritu derramada y plasmada en valientes y generosas entregas. Es la vida del Espíritu capaz de rescatar, valorar y mostrar cómo nuestras vidas están tejidas y sostenidas por personas comunes —corrientemente olvidadas— que no aparecen en portadas de diarios y de revistas, ni en las grandes pasarelas del último show pero, sin lugar a dudas, están escribiendo hoy los acontecimientos decisivos de nuestra historia: médicos, enfermeros y enfermeras, encargados de reponer los productos en los supermercados, limpiadoras, cuidadoras, transportistas, fuerzas de seguridad, voluntarios, sacerdotes, religiosas y tantos pero tantos otros que comprendieron que nadie se salva solo. Frente al sufrimiento, donde se mide el verdadero desarrollo de nuestros pueblos, descubrimos y experimentamos la oración sacerdotal de Jesús: «Que todos sean uno» (Jn 17,21). Cuánta gente cada día demuestra paciencia e infunde esperanza, cuidándose de no sembrar pánico sino corresponsabilidad. Cuántos padres, madres, abuelos y abuelas, docentes muestran a nuestros niños, con gestos pequeños y cotidianos, cómo enfrentar y transitar una crisis readaptando rutinas, levantando miradas e impulsando la oración. Cuántas personas rezan, ofrecen e interceden por el bien de todos. La oración y el servicio silencioso son nuestras armas vencedoras. 


« ¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe? ». El comienzo de la fe es saber que necesitamos la salvación. No somos autosuficientes; solos nos hundimos. Necesitamos al Señor como los antiguos marineros las estrellas. Invitemos a Jesús a la barca de nuestra vida. Entreguémosle nuestros temores, para que los venza. Al igual que los discípulos, experimentaremos que, con Él a bordo, no se naufraga. Porque esta es la fuerza de Dios: convertir en algo bueno todo lo que nos sucede, incluso lo malo. Él trae serenidad en nuestras tormentas, porque con Dios la vida nunca muere. El Señor nos interpela y, en medio de nuestra tormenta, nos invita a despertar y a activar esa solidaridad y esperanza capaz de dar solidez, contención y sentido a estas horas donde todo parece naufragar. 

El Señor se despierta para despertar y avivar nuestra fe pascual. Tenemos un ancla: en su Cruz hemos sido salvados. Tenemos un timón: en su Cruz hemos sido rescatados. Tenemos una esperanza: en su Cruz hemos sido sanados y abrazados para que nadie ni nada nos separe de su amor redentor. En medio del aislamiento donde estamos sufriendo la falta de los afectos y de los encuentros, experimentando la carencia de tantas cosas, escuchemos una vez más el anuncio que nos salva: ha resucitado y vive a nuestro lado. El Señor nos interpela desde su Cruz a reencontrar la vida que nos espera, a mirar a aquellos que nos reclaman, a potenciar, reconocer e incentivar la gracia que nos habita. No apaguemos la llama humeante (cf. Is 42,3), que nunca enferma, y dejemos que reavive la esperanza. 

Abrazar su Cruz es animarse a abrazar todas las contrariedades del tiempo presente, abandonando por un instante nuestro afán de omnipotencia y posesión para darle espacio a la creatividad que sólo el Espíritu es capaz de suscitar. Es animarse a motivar espacios donde todos puedan sentirse convocados y permitir nuevas formas de hospitalidad, de fraternidad y de solidaridad. En su Cruz hemos sido salvados para hospedar la esperanza y dejar que sea ella quien fortalezca y sostenga todas las medidas y caminos posibles que nos ayuden a cuidarnos y a cuidar. Abrazar al Señor para abrazar la esperanza. Esta es la fuerza de la fe, que libera del miedo y da esperanza. 

« ¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe? ». Queridos hermanos y hermanas: Desde este lugar, que narra la fe pétrea de Pedro, esta tarde me gustaría confiarlos a todos al Señor, a través de la intercesión de la Virgen, salud de su pueblo, estrella del mar tempestuoso. Desde esta columnata que abraza a Roma y al mundo, descienda sobre vosotros, como un abrazo consolador, la bendición de Dios. Señor, bendice al mundo, da salud a los cuerpos y consuela los corazones. Nos pides que no sintamos temor. Pero nuestra fe es débil y tenemos miedo. Más tú, Señor, no nos abandones a merced de la tormenta. Repites de nuevo: «No tengáis miedo» (Mt 28,5). Y nosotros, junto con Pedro, “descargamos en ti todo nuestro agobio, porque Tú nos cuidas” (cf. 1 P 5,7). 

La Oficina de Prensa vaticana había informado además que, para el “extraordinario momento de oración”, que se prolongó alrededor de una hora, estarían situadas “cerca de la puerta central de la Basílica Vaticana la imagen de María, Salus Populi Romani, y el Crucifijo de San Marcelo”, imágenes ante las cuales Francisco, el tercer domingo de Cuaresma, imploró la protección de quienes sufren en este difícil momento, en otra histórica visita a Santa María La Mayor y a la Iglesia de San Marcelo en Vía del Corso, en el centro de Roma. 

Tras la escucha de la Palabra, de la homilía y la veneración de la imagen del de María y del Crucifijo de San Marcelo, se expuso el Santísimo Sacramento en el altar colocado en el atrio de la Basílica Vaticana. A ello siguió el rito de la Bendición Eucarística ‘Urbi et Orbi’. El Cardenal Angelo Comastri, Arcipreste de la Basílica de San Pedro, pronunció la fórmula para la proclamación de la indulgencia plenaria, según lo establecido en el reciente Decreto de la Penitenciaría Apostólica.


Los que la recibimos, no podemos sino agradecer a Dios su misericordia y al Santo Padre su intermediación, para el perdón de nuestros pecados y el pasaporte directo al Cielo, si llegasemosa fallecer por esta pandemia.

Jorge Pérez Uribe | 28 de marzo de 2020

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