Raniero Cantalamessa O.F.M., predicando en el vaticano
1. Desde Oriente a Occidente
En la meditación introductoria de la semana pasada hemos reflexionado sobre el sentido de la Cuaresma como un tiempo en el que ir con Jesús al desierto, ayunar de alimentos y de imágenes, aprender a vencer las tentaciones y, sobre todo, crecer en la intimidad con Dios.
En las cuatro predicaciones que nos quedan, prosiguiendo la reflexión iniciada en la Cuaresma del año 2012 con los padres griegos, entramos en la escuela de cuatro grandes doctores de la Iglesia latina —Agustín, Ambrosio, León Magno y Gregorio Magno— para ver qué nos dice a nosotros hoy cada uno de ellos, a propósito de la verdad de fe de la que ha sido especialmente defensor es decir, respectivamente, la naturaleza de la Iglesia, la presencia real de Cristo en la Eucaristía, el dogma cristológico de Calcedonia y la inteligencia espiritual de las Escrituras.
El objetivo es redescubrir, tras estos grandes Padres, la riqueza, la belleza y la felicidad de creer, pasar, como dice Pablo, «de fe en fe» (Rom 1,17), de una fe creída a una fe vivida. Un mayor «volumen» de fe dentro de la Iglesia será precisamente lo que construya luego la fuerza mayor de su anuncio al mundo.
El título del ciclo está tomado de un pensamiento querido para los teólogos medievales: «Nosotros –decían- somos como enanos que se sientan sobre las espaldas de los gigantes, de modo que podemos ver más cosas y más lejos que ellos, no por la agudeza de nuestra mirada o por la altura del cuerpo, sino porque somos llevados más arriba y somos alzados por ellos a una altura gigantesca» [1]. Este pensamiento ha encontrado expresión artística en algunas estatuas y ventanas de las catedrales góticas de la Edad Media, donde están representados personajes de estatura imponente que sostienen, sentados a hombros, hombres pequeños, casi enanos. Los gigantes eran para ellos, como son para nosotros, los Padres de la Iglesia.
Después de las lecciones de Atanasio, de Basilio de Cesárea, de Gregorio Nacianceno y de Gregorio de Nisa, respectivamente sobre la divinidad de Cristo, sobre el Espíritu Santo, sobre la Trinidad y sobre el conocimiento de Dios, se podía tener la impresión de que quedaba muy poco por hacer a los padres latinos en la edificación del dogma cristiano. Una mirada sumaria a la historia de la teología nos convence enseguida de lo contrario.
Empujados por la cultura de la que formaban parte, favorecidos por su fuerte temple especulativo y condicionados por las herejías que estaban obligados a combatir (arrianismo, apolinarismo, nestorianismo, monofisismo), los padres griegos se habían concentrado principalmente en los aspectos ontológicos del dogma: la divinidad de Cristo, sus dos naturalezas y el modo de su unión, la unidad y la trinidad de Dios. Los temas más queridos a Pablo —la justificación, la relación ley-evangelio, la Iglesia cuerpo de Cristo— habían quedado al margen de su atención, o tratados de paso. A su objetivo respondía bastante mejor Juan con su énfasis sobre la encarnación, y no Pablo que plantea el misterio pascual en el centro de todo, es decir, el obrar más que ser de Cristo.
La índole de los latinos más inclinada (Agustín aparte) a ocuparse de problemas concretos, jurídicos y organizativos, que de los especulativos, unido a la aparición de nuevas herejías, como el donatismo y el pelagianismo, estimularán una reflexión nueva y original sobre los temas paulinos de la gracia, de la Iglesia, de los sacramentos y de la Escritura. Son los asuntos sobre los que quisiéramos reflexionar en la presente predicación cuaresmal.
2. ¿Qué es la Iglesia?
Comenzamos nuestro análisis por el más grande de los padres latinos, Agustín. El doctor de Hipona ha dejado su huella en casi todos los ámbitos de la teología, pero sobre todo en dos de ellos: el de la gracia y el de la Iglesia; el primero, fruto de su lucha contra el pelagianismo; el segundo, de su lucha contra el donatismo. El interés por la doctrina de Agustín sobre la gracia ha prevalecido, desde el siglo XVI en adelante, tanto en el ámbito protestante (a él se vinculan Lutero, con la doctrina de la justificación, y Calvino, con la de la predestinación), como en el ámbito católico a causa de las controversias suscitadas por Jansenio y Bayo [2]. En cambio, el interés por sus doctrinas eclesiales es predominante en nuestros días, debido al Concilio Vaticano II que ha hecho de la Iglesia su tema central, y a causa del movimiento ecuménico en el que la idea de Iglesia es el nudo crucial que hay que desatar. Al buscar en los padres ayuda e inspiración para el hoy de la fe, nos ocuparemos de este segundo ámbito de interés de Agustín que es la Iglesia.
La Iglesia no había sido un tema desconocido para los padres griegos y para los escritores latinos anteriores a Agustín (Cipriano, Hilario, Ambrosio), pero sus afirmaciones se limitaban la mayoría de las veces a repetir y comentar afirmaciones e imágenes de la Escritura. La Iglesia es el nuevo pueblo de Dios; a ella se le promete la indefectibilidad; es «la columna y la base de la verdad»; el Espíritu Santo es su supremo maestro; la Iglesia es «católica» porque se extiende a todos los pueblos, enseña todos los dogmas y posee todos los carismas; siguiendo la estela de Pablo, se habla de la Iglesia como del misterio de nuestra incorporación a Cristo mediante el bautizo y el don del Espíritu Santo; ella ha nacido del costado traspasado de Cristo en la cruz, como Eva por del costado de Adán dormido [2].
Pero todo esto se decía ocasionalmente; la Iglesia no es aún tratada como tema. Quien estará obligado a hacerlo es precisamente Agustín que durante casi toda su vida tuvo que luchar contra el cisma de los donatistas. Nadie quizás hoy se acordaría de esta secta norteafricana, si no fuera por el hecho de que ella fue la ocasión de la que nació lo que hoy llamamos eclesiología, es decir, una reflexión sobre lo que es la Iglesia en el designio de Dios, su naturaleza y su funcionamiento.
Alrededor del año 311, un cierto Donato, obispo de Numidia se negó a readmitir en la comunión eclesial a aquellos que durante la persecución de Diocleciano habían entregado los Libros Sagrados a las autoridades estatales, renegando de la fe para salvar la vida. En el año 311 fue elegido obispo de Cartago un cierto Ceciliano, acusado (según los católicos, injustamente) de haber traicionado la fe durante la persecución de Diocleciano. Un grupo de setenta obispos norte-africanos, liderados por Donato, se opuso contra este nombramiento. Ellos destituyeron a Ceciliano y eligieron a Donato en su lugar. Excomulgado por el papa Milcíades en el año 313, permaneció en su puesto, produciendo un cisma, que creó en el Norte de África una Iglesia paralela a la católica hasta la invasión de los vándalos que tuvo lugar un siglo después.
Durante la polémica, habían intentado justificar su posición con argumentos teológicos y, al refutarlos, Agustín va elaborando, poco a poco, su doctrina de la Iglesia. Esto ocurre en dos contextos diferentes: en las obras escritas directamente contra los donatistas y en sus comentarios a la Escritura y discursos al pueblo. Es importante distinguir estos dos contextos, porque dependiendo de ellos, Agustín insistirá más en algunos aspectos o en otros de la Iglesia y sólo del conjunto se puede obtener su doctrina completa. Veamos pues, siempre someramente, cuáles son las conclusiones a las que el santo llega en cada uno de los dos contextos, empezando por el directamente antidonatista.
A. La Iglesia, comunión de los sacramentos y sociedad de los santos. El cisma donatista había partido de una convicción: no puede transmitir la gracia un ministro que no la posee; los sacramentos administrados de este modo carecen, pues, de cualquier efecto. Este tema, aplicado al principio a la ordenación del obispo Ceciliano, se extenderá pronto a los demás sacramentos y en particular al bautismo. Con él los donatistas justifican su separación de los católicos y la práctica de volver a bautizar a quién se incorporaba a sus filas.
En respuesta, Agustín elabora un principio que se convertirá en una conquista para siempre de la teología y crea las bases del futuro tratado De sacramentis: la distinción entre potestas y ministerium, es decir, entre la causa de la gracia y su ministro. La gracia conferida por los sacramentos es obra exclusiva de Dios y de Cristo; el ministro sólo es un instrumento: «Pedro bautiza, es Cristo quien bautiza; Juan bautiza, es Cristo quien bautiza; Judas bautiza, es Cristo quien bautiza» [3]. La validez y la eficacia de los sacramentos no es impedida por el ministro indigno: una verdad que, se sabe, el pueblo cristiano necesita también hoy recordar…
De este modo, neutralizada la principal arma de sus adversarios, Agustín puede elaborar su grandiosa visión de la Iglesia, mediante algunas distinciones fundamentales. La primera es aquella entre Iglesia presente o terrestre, e Iglesia futura o celeste. Sólo esta segunda será una Iglesia de todos y de sólo santos; la Iglesia del tiempo presente siempre será el ámbito en el que estén mezclados trigo y cizaña, la red que recoge peces buenos y peces malos, es decir santos y pecadores.
Dentro de la Iglesia, en su fase terrena, Agustín opera otra distinción: entre la comunión de los sacramentos (communio sacramentorum ) y la sociedad de los santos (societas sanctorum). La primera une entre sí visiblemente a todos los que participan de los mismos signos externos: los sacramentos, las Escrituras, la autoridad; la segunda une entre sí a todos y sólo a aquellos que, más allá de los signos, tienen en común también la realidad escondida en los signos (la res sacramentorum), es decir, el Espíritu Santo, la gracia, la caridad.
Puesto que aquí abajo siempre será imposible saber con certeza quién posee el Espíritu Santo y la gracia —y más todavía si persevera hasta el final en este estado—, Agustín termina para identificar la verdadera y definitiva comunidad de los santos con la Iglesia celeste de los predestinados. «¡Cuántas ovejas que hoy están dentro, estarán fuera, y cuántos lobos que ahora están fuera, entonces estarán dentro!» [4].
La novedad, sobre este punto, también respecto de Cipriano, es que, mientras éste hacía consistir la unidad de la Iglesia en algo exterior y visible —la concordia de todos los obispos entre sí— Agustín la hace consistir en algo interior: el Espíritu Santo. La unidad de la Iglesia se efectúa, así, por el mismo que opera la unidad en Trinidad. «El Padre y el Hijo han querido que nosotros estuviéramos unidos entre nosotros y con ellos, por medio de ese mismo vínculo que les une a ellos, es decir, el amor que es el Espíritu Santo» [5]. Él desempeña en la Iglesia la misma función que el alma ejerce en nuestro cuerpo natural: es decir, es su principio animador y unificador. «Lo que alma es para el cuerpo humano, el Espíritu Santo lo es para el cuerpo de Cristo que es la Iglesia» [6].
La pertenencia plena a la Iglesia exige las dos cosas juntas: la comunión visible de los signos sacramentales y la comunión invisible de la gracia. Pero ésta admite grados, por lo que nada dice que se debe estar por fuerza dentro o fuera. Se puede estar en parte dentro y en parte fuera. Hay una pertenencia exterior, o de los signos sacramentales, en la que se sitúan los cismáticos donatistas y los malos católicos mismos y una comunión plena y total. La primera consiste en tener el signo exterior de la gracia (sacramentum), pero sin recibir la realidad interior producida por ellos (res sacramenti), o en recibirla, pero para la propia condena, no para la propia salvación, como en el caso del bautismo administrado por los cismáticos o de la Eucaristía recibida indignamente por los católicos.
B. La Iglesia cuerpo de Cristo animado por el Espíritu Santo. En los escritos exegéticos y en los discursos al pueblo encontramos estos mismos principios basilares de la eclesiología; pero menos presionado por la polémica y hablando, por así decirlo, en familia, Agustín puede insistir más en aspectos interiores y espirituales de la Iglesia que aprecia mucho. En ellos, la Iglesia es presentada, con tonos a menudo elevados y conmovidos, como el cuerpo de Cristo (falta todavía el adjetivo místico que será añadido a continuación), animado por el Espíritu Santo, hasta tal punto afín al cuerpo eucarístico que coincide en rasgos casi totalmente con él. Escuchemos lo que escucharon, en una fiesta de Pentecostés, sus fieles sobre este tema:
«Si quieres comprender el cuerpo de Cristo, escucha al Apóstol lo que dice a los fieles: Vosotros sois el cuerpo de Cristo y sus miembros (1 Cor 12,27). Por tanto, si sois el cuerpo y los miembros de Cristo, en la mesa del Señor se coloca vuestro misterio: recibid vuestro misterio. A lo que sois respondéis: Amén y respondiendo los suscribís. Se te dice, en efecto: El cuerpo de Cristo, y tu respondes: Amén. Sé miembro del cuerpo de Cristo, para que sea verídico tu Amén… Sed lo que veis y recibid lo que sois» [7].
El nexo entre los dos cuerpos de Cristo se basa, para Agustín, en la singular correspondencia simbólica entre el devenir del uno y el formarse de la otra. El pan de la Eucaristía es obtenido al amasar muchos granos de trigo y el vino de una multitud de granos de uva, así la Iglesia está formada por muchas personas, reunidas y fusionadas por la caridad, que es el Espíritu Santo [8]. Como el trigo disperso sobre las colinas fue primero cosechado, luego molido, amasado en agua y cocido al horno, así los fieles diseminados por el mundo han sido reunidos por la palabra de Dios, molidos por las penitencias y los exorcismos que preceden al bautizo, sumergidos en el agua del bautismo y pasados al fuego del Espíritu. También en referencia a la Iglesia se debe decir que el sacramento «significando causat»: significando la unión de muchas personas en una, la Eucaristía la realiza, la causa. En este sentido, se puede decir que «la Eucaristía hace la Iglesia».
3. Actualidad de la eclesiología de Agustín
Tratamos ahora de ver cómo las ideas de Agustín sobre la Iglesia pueden contribuir a iluminar los problemas que ésta debe afrontar en nuestro tiempo. Quisiera detenerme, en particular, sobre la importancia de la eclesiología de Agustín para el diálogo ecuménico. Una circunstancia hace que esta elección sea particularmente actual. El mundo cristiano se está preparando para celebrar el quinto centenario de la Reforma protestante. Ya empiezan a circular declaraciones y documentos conjuntos de cara al acontecimiento [9]. Es vital para toda la Iglesia, que no se eche a perder esta ocasión, permaneciendo prisioneros del pasado, tratando de verificar, quizá con mayor objetividad e irenismo que en el pasado, las razones y las culpas de unos y otros, sino que se haga un salto de calidad, como ocurre en la «exclusa» de un río o de un canal, que permite luego a los naves proseguir su navegación a un nivel más alto.
La situación del mundo, de la Iglesia y de la teología ha cambiado respecto de entonces. Se trata de partir nuevamente desde la persona de Jesús, de ayudar humildemente a nuestros contemporáneos a descubrir la persona de Cristo. Debemos referirnos al tiempo de los apóstoles. Ellos tenían delante un mundo pre-cristiano; nosotros tenemos delante un mundo en gran parte post-cristiano. Cuando Pablo quiere resumir en una frase la esencia del mensaje cristiano no dice: «Os anunciamos esta o aquella doctrina»; dice: «Anunciamos a Cristo y Cristo crucificado» (1 Cor 1,23) y también: «Anunciamos a Cristo Jesús Señor» (cf. 2 Cor 4,5).
Esto no significa ignorar el gran enriquecimiento teológico y espiritual producido por la Reforma, o querer volver al punto anterior; significa permitir a toda la cristiandad que se beneficie de sus logros, una vez liberados de algunos forzamientos debidos al clima acalorado del momento y a las sucesivas polémicas. La justificación gratuita mediante la fe, por ejemplo, debería ser predicada hoy —y con más fuerza que nunca—, pero no en oposición a las buenas obras, que es ya una cuestión superada, sino en oposición a la pretensión del hombre moderno de salvarse por sí solo, sin necesidad ni de Dios ni de Cristo. Estoy convencido de que si viviera hoy esta sería la manera con que el mismo Lutero predicaría la justificación por la fe.
Veamos cómo la teología de Agustín nos puede ayudar en esta empresa de superar los obstáculos seculares. El camino a recorrer hoy es, en cierto sentido, en dirección opuesta al seguido por él con respecto a los donatistas. Entonces se debía partir de la comunión de los sacramentos hacia la comunión en la gracia del Espíritu Santo y en la caridad; hoy debemos partir desde la comunión espiritual de la caridad hacia la plena comunión en los sacramentos, entre los cuales está, en primer lugar, la Eucaristía.
La distinción de los dos niveles de realización de la verdadera Iglesia —el externo, de los signos, y el interno, de la gracia— permite a Agustín formular un principio, que habría sido impensable antes de él: «Puede, por lo tanto, haber en la Iglesia católica algo que no es católico, como puede haber fuera de la Iglesia católica algo que es católico» [10]. Los dos aspectos de la Iglesia —el visible e institucional y el invisible y espiritual— no pueden ser separados. Esto es cierto y lo confirmó Pío XII en la Mystici Corporis y el Vaticano II en la Lumen Gentium, pero mientras ellos, a causa de separaciones históricas y del pecado de los hombres, por desgracia no coincidan, no se puede dar mayor importancia a la comunión institucional que a la espiritual.
Para mí, esto plantea un interrogante serio. ¿Puedo yo, como católico, sentirme más en comunión con la multitud de los que, bautizados en mi misma Iglesia, se despreocupan, sin embargo, completamente de Cristo y de la Iglesia, o sólo se interesan de ella para decir de ella lo malo, de lo que me siento en comunión con el grupo de aquellos que, aun perteneciendo a otras confesiones cristianas, creen en las mismas verdades fundamentales en las que creo yo, aman a Jesucristo hasta dar la vida por él, difunden su Evangelio, se ocupan de aliviar la pobreza del mundo y poseen los mismos dones del Espíritu Santo que tenemos nosotros? Las persecuciones, tan frecuentes hoy en ciertas partes del mundo, no hacen distinción: no arden iglesias y matan personas porque sean católicos o protestantes, sino porque son cristianos. ¡Para ellos somos ya «una sola cosa»!
Esta es, naturalmente, una pregunta que deberían plantearse también los cristianos de otras Iglesias respecto de los católicos, y, gracias a Dios, es precisamente lo que está sucediendo en medida oculta pero superior a lo que las noticias corrientes dejan adivinar. Un día, estoy convencido, nos sorprenderemos, u otros se sorprenderán, de no haberse dado cuenta antes de que el Espíritu Santo estaba actuando entre los cristianos en nuestro tiempo al abrigo de la oficialidad. Fuera de la Iglesia católica hay muchísimos cristianos que miran a ella con ojos nuevos y empiezan a reconocer en ella sus propias raíces.
La intuición más nueva y más fecunda de Agustín sobre la Iglesia, como hemos visto, ha sido individuar el principio esencial de su unidad en el Espíritu, más que en la comunión horizontal de los obispos entre sí y los obispos con el Papa de Roma. Igual que la unidad del cuerpo humano la da el alma que vivifica y mueve todos los miembros, así es la unidad del cuerpo de Cristo. Es un hecho místico, antes incluso que una realidad que se expresa social y visiblemente hacia el exterior. Es el reflejo de la unidad perfecta que existe entre el Padre y el Hijo por obra del Espíritu. Jesús fijó una vez para siempre este fundamento místico de la unidad cuando dijo: «Que sean uno como nosotros somos uno» (Jn 17,22). La unidad esencial en la doctrina y en la disciplina será el fruto de esta unidad mística y espiritual, nunca podrá ser la causa.
Los pasos más concretos hacia la unidad no son, por ello, los que se hacen alrededor de una mesa o en las declaraciones conjuntas (por importante que sea todo esto); son los que se hacen cuando creyentes de distintas confesiones se encuentran para proclamar juntos, en fraternal acuerdo, Jesús es Señor, compartiendo cada uno su carisma y reconociéndose hermanos en Cristo. Vale para la unidad de los cristianos lo que la Iglesia proclamó en sus diversos mensajes para la jornada mundial de la paz, incluido el último de este año: la paz empieza por el corazón de las personas, el fundamento de la paz es la fraternidad.
4. ¡Miembros del cuerpo de Cristo, movidos por el Espíritu!
En sus discursos al pueblo, Agustín nunca expone sus ideas sobre la Iglesia, sin sacar enseguida consecuencias prácticas para la vida cotidiana de los fieles. Y es lo que queremos hacer también nosotros, antes de concluir nuestra meditación, casi colocándonos entre las filas de sus oyentes de entonces.
La imagen de la Iglesia cuerpo de Cristo no es nueva de Agustín. Lo que es nuevo en él son las conclusiones prácticas que deduce de ella para la vida de los creyentes. Una es que ya no tenemos más razón de mirarnos con envidia y celos los unos a los otros. Lo que yo no tengo y los otros, en cambio, sí tienen es también mío. Escuchas al Apóstol enumerar todos esos maravillosos carismas: apostolado, profecía, sanaciones…, y quizás te entristeces pensando que no tienes ninguno de ellos. Pero, atento, advierte Agustín: «Si amas, no es poco lo que posees. En efecto, si amas la unidad, todo lo que de ella es poseído por alguien, ¡lo posees tú también! Destierra la envidia y será tuyo lo que es mío, y si yo destierro la envidia, es mío lo que tú posees» [11].
Sólo el ojo en el cuerpo tiene la capacidad de ver. Pero, ¿Acaso ve el ojo solamente para sí mismo? ¿No es todo el cuerpo el que se beneficia de su capacidad de ver? Sólo la mano actúa, pero ¿acaso ella actúa sólo para sí misma? Si un piedra está a punto de golpear el ojo, ¿acaso la mano permanece inmóvil, diciendo que el golpe no se dirige contra ella? Lo mismo ocurre en el cuerpo de Cristo: lo que cada miembro es y hace, ¡lo es y lo hace para todos!
He aquí desvelado el secreto por el que la caridad es «el camino mejor de todos» (1 Cor 12,31): me hace amar a la Iglesia, o a la comunidad en la que vivo, y en la unidad todos los carismas, no sólo algunos, son míos. Pero hay todavía más. Si amas la unidad más de lo que yo la amo, el carisma que yo poseo es más tuyo que mío. Supongamos que yo tenga el carisma de evangelizar; yo puedo complacerme o presumir de él, entonces me convierto en «un címbalo que rechina» (1 Cor 13,1); mi carisma «no sirve para nada», mientras que a ti que escuchas, no dejará de beneficiarte, a pesar de mi pecado. Para la caridad, tú posees sin peligro lo que otro posee con peligro. La caridad multiplica realmente los carismas; hace del carisma de uno el carisma de todos.
¿Formas parte del único cuerpo de Cristo? ¿Amas la unidad de la Iglesia?, preguntaba Agustín a sus fieles. Entonces, si un pagano te pregunta por qué no hablas todas las lenguas, ya que está escrito que aquellos que recibieron el Espíritu Santo hablaban todas las lenguas, respóndele también sin dudar: ¡Cierto que hablo todas las lenguas! Pertenezco, efectivamente, a ese cuerpo, la Iglesia, que habla todas las lenguas y en todas las lenguas anuncia las grandes obras de Dios [12].
Cuando seamos capaces de aplicar esta verdad no sólo a las relaciones internas, a la comunidad en que vivimos y a nuestra Iglesia, sino también a las relaciones entre una Iglesia cristiana y otra, ese día la unidad de los cristianos será prácticamente un hecho consumado.
Recojamos la exhortación con que Agustín cierra muchos de sus discursos sobre Iglesia: «Por tanto, si queréis vivir del Espíritu Santo, conservad la caridad, amad la verdad, y alcanzaréis la eternidad. Amén» [13].
P. Raniero Cantalamessa, O.F.M. Cap | Segunda predicación de Cuaresma 2014 –
© Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco
[1] Bernardo de Chartres, en Juan de Salisbury, Metalogicon, III, 4: CCCM 98, 116.
[2] A este ámbito de influencia de Agustín está dedicado el libro de H. de Lubac, Augustinisme et théologie moderne (Aubier, París 1965) [trad. it.: Agostinismo e teologia moderna (Il Mulino Bolonia 1968).
[3] Cf. J.N.D. Kelly, Early Christian Doctrines (London 1968) cap. 15 [trad. it.: Il pensiero cristiano delle origini (Bolonia 1972) 490-500].
[4] Agustín, Contra epist. Parmeniani II,15,34; cf. todo el Sermo 266.
[5] Agustín, In Ioh. Evang. 45,12: «Quam multae oves foris, quam multi lupi intus!».
[6] Agustín, Discursos, 71, 12, 18: PL 38,454.
[7] Agustín, Sermo 267, 4: PL 38,1231.
[8] Agustín, Sermo 272: PL 38,1247s.
[9] Ib.
[10] Cf. el documento conjunto católico-luterano «Del conflicto a la comunión», http://www.lutheranworld.org/sites/default/files/FCTC_ES-Del_conflicto_a_la_comunion.pdf
[11] Agustín, De Baptismo , VII, 39, 77 .
[12] Agustín, Tratados sobre Juan, 32,8.
[13] Agustín, Discursos, 269, 1.2: PL 38,1235s.
[14] Agustín, Sermo 267, 4: PL 38, 1231.
Fuente: http://www.cantalamessa.org/?p=2308&lang=es
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