“Pocas horas me faltan para que me veáis marchar a la cabeza de los hombres que se precian de ser libres”, le dijo el cura de Dolores a la multitud que se había congregado en torno a él, en las escalinatas de la parroquia. Lo que siguió fue un remolino. En torno al sacerdote, poco a poco, se iba formando un huracán que arrasaría con el orden virreinal.
Por Bertha Hernández
La Crónica de Hoy | 17/09/2017
“Los negocios se atropellan y no tendré, por lo mismo, la satisfacción de hablar más tiempo ante vosotros”, advirtió Miguel Hidalgo, párroco de Dolores, a la gente que, sorprendida, lo contemplaba allí, parado en un escalón de la entrada de su iglesia. Lo habían encontrado, poco antes, mientras el campanero hacía repicar las campanas, desvaneciendo el sueño que aún dominaba esa oscura madrugada de septiembre de 1810.
De ese modo, el antiguo rector del Colegio de San Nicolás iniciaba un viaje sin retorno, donde las pequeñas y grandes tentaciones y glorias de la condición humana harían de él su presa, mientras perseguía la causa de la independencia de la Nueva España. Sin saberlo, también estaba diciéndole adiós a todo lo que era su mundo antes de aquella madrugada decisiva: Hidalgo jamás regresó a Dolores.
“Se retiró el señor Hidalgo”, recordó Pedro García, uno de aquellos seguidores de la primera hora. “Y comenzaron los preparativos de marchar, y todos se adelantaban entre sí para acompañarlo.” Había una razón muy concreta: el señor cura había ofrecido la invalidación de los tributos, y todavía mejor: a los que se fueran con él a la insurrección, les pagaría un peso diario si iban a caballo, y a los que se unieran a la infantería, cuatro reales. Visto así, la insurrección no resultaba mal negocio para aquellos que se sentían, con razón o sin ella, agraviados por el menosprecio en que los españoles europeos los habían tenido durante años y años.
“Cada individuo se preparaba con un garrote, honda, lanza o machete: así esperaban las determinaciones de su párroco”, contó García. Pedro José Sotelo, que en 1810 era un muchacho alfarero, que había hallado oficio y cobijo bajo la protección de Hidalgo, se dio cuenta de que el cura mandaba a sus compañeros a sacar las cosas que tenía ocultas en el taller: armas y hondas que llevaban semanas allí, y se las repartieron a los que de inmediato se sumaron al levantamiento.
Sotelo dejó en sus memorias un episodio que llama la atención sobre la decisión de Miguel Hidalgo de convertir a la Virgen de Guadalupe en la protectora y enseña del movimiento: traía con él una pequeña imagen de la virgen que se había aparecido en la Nueva España; la puso “en un lienzo blanco” y la convirtió en su secreta compañera de andanzas. Es probable que esta imagen a la que alude Sotelo fuese el escapulario, que aún se conserva, obsequio de unas monjas queretanas, y que Hidalgo llevó consigo hasta el día de su fusilamiento, en 1811.
El movimiento incesante llenó aquellas primeras horas del levantamiento. En Dolores todo era actividad. Había liberado el cura a unos 70 presos de la cárcel del pueblo, que de inmediato se alinearon a sus órdenes. Tenía Hidalgo encerrados en la prisión a todos los europeos que había en Dolores, y resolvió se los llevaría consigo, de modo que empezaron a ponerle aparejos a cuanto burro tuvieron a la mano, para llevarlos cabalgando.
LOS MIEDOS DE ABASOLO
Llegó la luz del día a Dolores. Seguía llegando gente. Hidalgo envió un mensajero, el sargento José Antonio Martínez, a la casa de Mariano Abasolo; capitán del regimiento de Dragones de la reina, como Allende, y dolorense muy adinerado. En aquel recado, Abasolo leyó las primeras órdenes de los sublevados: colaborar en la prisión de los europeos y entregar las llaves de un inquilino suyo, Antonio Gatica, en cuya morada se guardaban los beneficios de la venta del tabaco, que eran propiedad de la corona española. Todos esos recursos fueron incautados por Hidalgo para comenzar a financiar la rebelión.
Andando el tiempo, durante su juicio, Abasolo declaró que intentó desvincularse de los insurrectos. De hecho, no partió con el incipiente ejército el día 16 de septiembre. Hasta el 17 se trasladó a San Miguel el Grande [hoy de Allende] con el propósito de hablar con las autoridades de allá. Pero Hidalgo y sus huestes habían sido mucho más rápidos y ya eran dueños del lugar.
Todavía quiso Abasolo eludir el compromiso. Se encaró con Hidalgo, y le espetó: “Yo no acompaño a vuestra merced; vuestra merced ve mis circunstancias, cuáles son”. Abasolo tenía mujer, madre e hijo y una fortuna considerable, tenía mucho que perder. Pero Miguel Hidalgo no estaba para vacilaciones:
“Vuestra merced está tan perdido como nosotros y así no hay más que seguir, porque no se encuentra seguridad sino en medio de las armas”. No le dio más opciones al temeroso capitán. Abasolo aseguró después, que no tuvo fuerzas para oponerse a la voluntad del cura de Dolores.
EL NACIENTE EJÉRCITO
Todos esos intentos de Abasolo por eludir la responsabilidad ocurrirían en los momentos de derrota. La mañana del 16 de septiembre de 1810, si no se sumó con presteza al movimiento, tampoco se opuso ni se resistió a facilitar la incautación de recursos.
Apareció un caballero, Luis Gutiérrez, con 200 hombres a caballo. A ellos les encargaron custodiar a los presos europeos. Allende, en aquellos momentos, recibió el encargo de dar orden y disciplina a quienes se unieran a la insurrección. Poco a poco, se empezaba a formar el círculo de mando de aquella primera insurgencia: los señores Miguel y Crescencio Rivascacho, Dionisio Rodríguez, Julián Zamudio, un sargento Montesuma (sic) al que apodaban El Gato, un médico o “profesor de medicina” llamado José Aguirre, y algunos más.
De los locales de la alfarería y la sedería surgieron más armas ocultas: lanzas, machetes, cuchillos de monte. A los indígenas se les proveyó de hondas. Las armas que les arrebataron a los españoles también se repartieron.
Con algo de trabajo se organizaron las primeras compañías de aquellos a quienes llamarían “insurgentes”. Dieron las diez de la mañana, y Miguel Hidalgo montó en su caballo y salió a la calle: se encontró con unos cinco mil hombres, calculó Pedro García, dispuestos a echarse a los caminos a una señal del cura.
Aún hizo una pausa Miguel Hidalgo: mandó llamar a los alfareros, a los que cuidaban de la cría de gusano de seda, a los encargados de la cría de abejas y a los que cultivaban lino, todos ellos hombres que tenían oficio y sustento por las iniciativas industriosas del señor cura. A ellos no les dijo que se fueran con él; les encargó, eso sí, que cuidaran mucho lo que tenían a su cargo. A tres en particular, Pedro José Sotelo, Manuel Morales y Francisco Barreto, les envió a cobrar algunas deudas pendientes, para entregar la ganancia a doña Vicenta, su hermana, y después alcanzarlo, porque los necesitaba para que ayudaran a su hermano, don Mariano, en la complicada tarea de administrar los recursos del nuevo ejército.
Los que se quedaban, conmovidos, se echaron a llorar. Hidalgo los abrazó y consoló; les aseguró que se volverían a ver muy pronto. Sólo entonces, se dispuso la marcha de los rebeldes.
“Era digno de verse”, escribió en su vejez Pedro García. “al señor Hidalgo solo, a caballo, en medio de aquel gentío que lo veía con tanto respeto y aprecio. Salieron de Dolores. Al cruzar el río, los indígenas llenaron sus morrales de piedras para las hondas. Otros andaban procurándose un arma, la que fuera, para seguir al padre Hidalgo.
Esa multitud creciente, bulliciosa, no tan ordenada como soñara Ignacio Allende, hizo un alto en la hacienda de la Erre, donde consiguieron aperos de labranza que sirvieran como armas. Antes de entrar a San Miguel el Grande, Hidalgo se detuvo en el santuario de Atotonilco, donde tomó el gran estandarte de la Virgen de Guadalupe para hacer de ella la gran patrona de la rebelión.
El párroco de Dolores siguió su camino. Nunca volvió a su curato. Ni por un instante se le ocurrió retornar y recuperar su vida anterior. Estaba ya en el centro de un torbellino que arrasaba todo a su paso y que fue el principio del fin del mundo virreinal novohispano.
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