Alfredo Conde
Antes de que nos bancarizaran, antes de que bancarizaran nuestras vidas, entonces, la vida era muy distinta de cómo lo es ahora. Comprenderán que no me refiero únicamente a aquellos tiempos en los que los bancos prestaban dinero, arriesgando el que le habían confiado sus clientes, confiando en recuperarlo, y al tiempo, en que obtendrían unos beneficios gracias a los intereses que devengarían esos préstamos.
Eso que les cuento sucedió en los años de María Castaña y sólo se acuerdan de ello los más viejos de la tribu. Eran los tiempos de la economía real. Los más jóvenes ya han sido educados en la bancarización, en el plan de estudios, es un decir, pues más que de aprendizaje parece de castración y doma, mucho más y mucho mejor elaborado que cualquier otro plan de estudios con los que nuestra sociedad haya ido siendo paulatina y eficazmente idiotizada. ¡Ah, qué tiempos!
Entonces se celebraban los chismorreos a las puertas de las casas, las viejas comadres sentadas en sillitas bajas, afiladas las lenguas, dispuestos los trajes con el que iban a tapar -o a dejar al desnudo- las vergüenzas de las gentes celebrando un rito estacional y cotidiano que tenía lugar, una vez llegada la hora de la fresca, en el verano; porque en el invierno lo que se hacía era escuchar historias, una vez superada la hora de la cena, mientras las botellas rellenas de agua hirviendo iban calentando los lechos en los que las gentes dormirían.
De aquella no había luchas por las audiencias. La gente hablaba por placer o por pasar el tiempo, en unos casos, por pura maledicencia en otros, asentados en un amateurismo que hoy resulta incomprensible a quienes se educaron al compás de las intervenciones de los profesionales de la cosa, ya saben, Kiko Matamoros, Belén Esteban o cualesquiera otros que deshuesan a quien sea, a cuenta de lo que sea, todo con tal de mantener el share.
En aquellos lejanos tiempos cuando, por la razón que fuese, un banquero fracasaba solía descerrajarse un tiro. El último que yo recuerdo fue uno del Banco Coca. Me acuerdo de él porque, no muchos años después, en un barco en el que yo entonces navegaba y que de vez en cuando se dedicaba a hacer cruceros, navegó uno de sus familiares que, en su juventud también había sido marino, y hablamos mucho durante unos pocos días. Sucedió antes de que nos bancarizasen.
Entonces te atendían cuando entrabas en una sucursal bancaria, descolgaban el teléfono cuando los llamabas y no te cobraban por devolverte por ventanilla una cantidad cualquiera del dinero que les habías confiado basándose en el principio de que era “tu” dinero y no el de ellos el que te restituían. Tampoco te cobraban un par de euros a mayores por especificar el concepto en el correspondiente impreso de una transferencia. Tiempos maravillosos y lejanos. Se extendían letras de cambio, se firmaban cheques, se concedían créditos y el dinero circulaba. La correspondencia mantenida con el cliente era fluida, diaria en caso de tener movimiento la cuenta abierta en la sucursal que fuese, y así continuó siendo hasta que empezaron a asomar la oreja las tarjetas que hoy usamos. El dinero de plástico, que se decía entonces, y que efectivamente resulto serlo: de plástico, como las bombas.
A partir de ahí empezamos a domiciliar nuestros recibos, las empresas bancarizaron sus nóminas, nuestras compras y nuestros gastos, qué decir ya de nuestros ingresos que empezaron a ser minuciosamente registrados de modo que poco a poco empezaron a cobrarnos comisiones por esto y por aquello e insensiblemente echamos a andar por el camino que hasta aquí nos trajo. Atados de pies y manos, sin capacidad alguna de defensa. Toda nuestra vida pasa por el banco. Todo. Y por todo cobra el banco. Es el dueño de nuestras vidas. Los banqueros ya no se suicidan. Si el banco quiebra, incluso si quiebra porque ellos se convencieron de que el banco, es decir, el dinero que el banco manejaba era total y únicamente suyo y de forma indecente se lo apropiaron, ahora son los clientes desahuciados los que dan fin a sus vidas mientras que el Estado, con el dinero de todos, acude presto y presuroso a restaurar lo hurtado con premeditación, escaso arte y algo más que alevosía.
Trabajamos para los bancos, son los nuevos señores feudales que vampirizan el Estado y gobiernan nuestras vidas según sus necesidades; es decir, la bancarización nos ha convertido en unos nuevos siervos de la gleba siempre listos para que nos frían a impuestos a favor de las arcas de los nuevos feudales a cambio de que ellos nos presten su protección. No sabemos bien de qué, pero es de temer que debieran protegernos de ellos mismos, algo que debiera depender del Estado, de ese instrumento del que la sociedad se dota para que le sirva en vez de para servirle a él y ahora ya a los banqueros que, a través de los gobiernos, hace de la capa del Estado un sayo.
Por eso no nos deberemos llamar a sorpresa alguna si dentro de un tiempo alguien empieza a hablar de nacionalizar la banca porque aquí y de momento los únicos que estamos nacionalizados, al menos en el sentido que se expresa, somos los sufridos ciudadanos, abrasados a impuestos, corroídas nuestras economías y hundida nuestra clase media, la que libera las tensiones siempre generadas entre los muy ricos y la mayoría empobrecida, e inmersos todos no se sabe muy bien si en una dictadura consentida, si en una democracia autoritaria, en la que los partidos y las demás instituciones dependen de los dictados de una banca que se las sabe todas.
¿No se lo creen? Como dijo Don Mariano no hace mucho, háganme caso, les irá bien. En algún lugar de mi biblioteca guardo unas cartulinas en las que se reflejaban los informes que se hacían, en aquellos que hoy parecen maravillosos tiempos, a los clientes del desaparecido Banco Hispano Americano. Ya quisiera la policía de entonces tamaña exhaustividad y precisión. Se cubrían a mano reflejando los datos recabados y obtenidos porque entonces aún no había ordenadores, ni tarjetas de plástico, las multas de tráfico no tenías que pagarlas en un único banco, los recibos venían a cobrártelos a casa, las letras de cambio eran preavisadas… etc. etc. etc., todo sin cobrarte un duro y quedándote los bancos muy agradecidos. Así que, por una vez, imaginemos la distancia recorrida, lo que va de ayer a hoy, procurando no marearnos, al tiempo que pronunciamos, el número de veces que consideremos necesario, la jaculatoria aquella que rezaba de este modo: virgencita, virgencita que nos quedemos como estamos. A ver si así.
7 de mayo de 2015
Fuente: http://www.laregion.es/opinion/alfredoc/nuevs-siervos-gleba/20150507081503542299.html
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