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sábado, 18 de abril de 2020

FRANCISCO: “UN PLAN PARA RESUCITAR” ANTE LA EMERGENCIA SANITARIA




Francisco: Un plan para resucitar


“De pronto, Jesús salió a su encuentro y las saludó, diciendo: ‘Alégrense’” (Mt 28, 9). Es la primera palabra del Resucitado después de que María Magdalena y la otra María descubrieran el sepulcro vacío y se toparan con el ángel. El Señor sale a su encuentro para transformar su duelo en alegría y consolarlas en medio de la aflicción (cfr. Jr 31, 13). Es el Resucitado que quiere resucitar a una vida nueva a las mujeres y, con ellas, a la humanidad entera. Quiere hacernos empezar ya a participar de la condición de resucitados que nos espera.

Invitar a la alegría pudiera parecer una provocación, e incluso, una broma de mal gusto ante las graves consecuencias que estamos sufriendo por el COVID-19. No son pocos los que podrían pensarlo, al igual que los discípulos de Emaús, como un gesto de ignorancia o de irresponsabilidad (cfr. Lc 24, 17-19). Como las primeras discípulas que iban al sepulcro, vivimos rodeados por una atmósfera de dolor e incertidumbre que nos hace preguntarnos: “¿Quién nos correrá la piedra del sepulcro?” (Mc 16, 3). ¿Cómo haremos para llevar adelante esta situación que nos sobrepasó completamente? El impacto de todo lo que sucede, las graves consecuencias que ya se reportan y vislumbran, el dolor y el luto por nuestros seres queridos nos desorientan, acongojan y paralizan. Es la pesantez de la piedra del sepulcro que se impone ante el futuro y que amenaza, con su realismo, sepultar toda esperanza. Es la pesantez de la angustia de personas vulnerables y ancianas que atraviesan la cuarentena en la más absoluta soledad, es la pesantez de las familias que no saben ya como arrimar un plato de comida a sus mesas, es la pesantez del personal sanitario y servidores públicos al sentirse exhaustos y desbordados… esa pesantez que parece tener la última palabra.

Sin embargo, resulta conmovedor destacar la actitud de las mujeres del Evangelio. Frente a las dudas, el sufrimiento, la perplejidad ante la situación e incluso el miedo a la persecución y a todo lo que les podría pasar, fueron capaces de ponerse en movimiento y no dejarse paralizar por lo que estaba aconteciendo. Por amor al Maestro, y con ese típico, insustituible y bendito genio femenino, fueron capaces de asumir la vida como venía, sortear astutamente los obstáculos para estar cerca de su Señor. A diferencia de muchos de los Apóstoles que huyeron presos del miedo y la inseguridad, que negaron al Señor y escaparon (cfr. Jn 18, 25-27), ellas, sin evadirse ni ignorar lo que sucedía, sin huir ni escapar…, supieron simplemente estar y acompañar. Como las primeras discípulas, que, en medio de la oscuridad y el desconsuelo, cargaron sus bolsas con perfumes y se pusieron en camino para ungir al Maestro sepultado (cfr. Mc 16, 1), nosotros pudimos, en este tiempo, ver a muchos que buscaron aportar la unción de la corresponsabilidad para cuidar y no poner en riesgo la vida de los demás. A diferencia de los que huyeron con la ilusión de salvarse a sí mismos, fuimos testigos de cómo vecinos y familiares se pusieron en marcha con esfuerzo y sacrificio para permanecer en sus casas y así frenar la difusión. Pudimos descubrir cómo muchas personas que ya vivían y tenían que sufrir la pandemia de la exclusión y la indiferencia siguieron esforzándose, acompañándose y sosteniéndose para que esta situación sea (o bien, fuese) menos dolorosa. Vimos la unción derramada por médicos, enfermeros y enfermeras, reponedores de góndolas, limpiadores, cuidadores, transportistas, fuerzas de seguridad, voluntarios, sacerdotes, religiosas, abuelos y educadores y tantos otros que se animaron a entregar todo lo que poseían para aportar un poco de cura, de calma y alma a la situación. Y aunque la pregunta seguía siendo la misma: “¿Quién nos correrá la piedra del sepulcro?” (Mc 16, 3), todos ellos no dejaron de hacer lo que sentían que podían y tenían que dar.

Y fue precisamente ahí, en medio de sus ocupaciones y preocupaciones, donde las discípulas fueron sorprendidas por un anuncio desbordante: “No está aquí, ha resucitado”. Su unción no era una unción para la muerte, sino para la vida. Su velar y acompañar al Señor, incluso en la muerte y en la mayor desesperanza, no era vana, sino que les permitió ser ungidas por la Resurrección: no estaban solas, Él estaba vivo y las precedía en su caminar. Solo una noticia desbordante era capaz de romper el círculo que les impedía ver que la piedra ya había sido corrida, y el perfume derramado tenía mayor capacidad de expansión que aquello que las amenazaba. Esta es la fuente de nuestra alegría y esperanza, que transforma nuestro accionar: nuestras unciones, entregas… nuestro velar y acompañar en todas las formas posibles en este tiempo, no son ni serán en vano; no son entregas para la muerte. Cada vez que tomamos parte de la Pasión del Señor, que acompañamos la pasión de nuestros hermanos, viviendo inclusive la propia pasión, nuestros oídos escucharán la novedad de la Resurrección: no estamos solos, el Señor nos precede en nuestro caminar removiendo las piedras que nos paralizan. Esta buena noticia hizo que esas mujeres volvieran sobre sus pasos a buscar a los Apóstoles y a los discípulos que permanecían escondidos para contarles: “La vida arrancada, destruida, aniquilada en la cruz ha despertado y vuelve a latir de nuevo” (1). Esta es nuestra esperanza, la que no nos podrá ser robada, silenciada o contaminada. Toda la vida de servicio y amor que ustedes han entregado en este tiempo volverá a latir de nuevo. Basta con abrir una rendija para que la Unción que el Señor nos quiere regalar se expanda con una fuerza imparable y nos permita contemplar la realidad doliente con una mirada renovadora.

Y, como a las mujeres del Evangelio, también a nosotros se nos invita una y otra vez a volver sobre nuestros pasos y dejarnos transformar por este anuncio: el Señor, con su novedad, puede siempre renovar nuestra vida y la de nuestra comunidad (cfr. Evangelii gaudium, 11). En esta tierra desolada, el Señor se empeña en regenerar la belleza y hacer renacer la esperanza: “Mirad que realizo algo nuevo, ya está brotando, ¿no lo notan?” (Is 43, 18b). Dios jamás abandona a su pueblo, está siempre junto a él, especialmente cuando el dolor se hace más presente.

Si algo hemos podido aprender en todo este tiempo, es que nadie se salva solo. Las fronteras caen, los muros se derrumban y todos los discursos integristas se disuelven ante una presencia casi imperceptible que manifiesta la fragilidad de la que estamos hechos. La Pascua nos convoca e invita a hacer memoria de esa otra presencia discreta y respetuosa, generosa y reconciliadora capaz de no romper la caña quebrada ni apagar la mecha que arde débilmente (cfr. Is 42, 2-3) para hacer latir la vida nueva que nos quiere regalar a todos. Es el soplo del Espíritu que abre horizontes, despierta la creatividad y nos renueva en fraternidad para decir presente (o bien, aquí estoy) ante la enorme e impostergable tarea que nos espera. Urge discernir y encontrar el pulso del Espíritu para impulsar junto a otros las dinámicas que puedan testimoniar y canalizar la vida nueva que el Señor quiere generar en este momento concreto de la historia. Este es el tiempo favorable del Señor, que nos pide no conformarnos ni contentarnos y menos justificarnos con lógicas sustitutivas o paliativas que impiden asumir el impacto y las graves consecuencias de lo que estamos viviendo. Este es el tiempo propicio de animarnos a una nueva imaginación de lo posible con el realismo que solo el Evangelio nos puede proporcionar. El Espíritu, que no se deja encerrar ni instrumentalizar con esquemas, modalidades o estructuras fijas o caducas, nos propone sumarnos a su movimiento capaz de “hacer nuevas todas las cosas” (Ap 21, 5).

En este tiempo nos hemos dado cuenta de la importancia de “unir a toda la familia humana en la búsqueda de un desarrollo sostenible e integral” (2). Cada acción individual no es una acción aislada, para bien o para mal, tiene consecuencias para los demás, porque todo está conectado en nuestra Casa común; y si las autoridades sanitarias ordenan el confinamiento en los hogares, es el pueblo quien lo hace posible, consciente de su corresponsabilidad para frenar la pandemia. “Una emergencia como la del COVID-19 es derrotada en primer lugar con los anticuerpos de la solidaridad” (3). Lección que romperá todo el fatalismo en el que nos habíamos inmerso y permitirá volver a sentirnos artífices y protagonistas de una historia común y, así, responder mancomunadamente a tantos males que aquejan a millones de hermanos alrededor del mundo. No podemos permitirnos escribir la historia presente y futura de espaldas al sufrimiento de tantos. Es el Señor quien nos volverá a preguntar “¿dónde está tu hermano?” (Gn, 4, 9) y, en nuestra capacidad de respuesta, ojalá se revele el alma de nuestros pueblos, ese reservorio de esperanza, fe y caridad en la que fuimos engendrados y que, por tanto tiempo, hemos anestesiado o silenciado.

Si actuamos como un solo pueblo, incluso ante las otras epidemias que nos acechan, podemos lograr un impacto real. ¿Seremos capaces de actuar responsablemente frente al hambre que padecen tantos, sabiendo que hay alimentos para todos? ¿Seguiremos mirando para otro lado con un silencio cómplice ante esas guerras alimentadas por deseos de dominio y de poder? ¿Estaremos dispuestos a cambiar los estilos de vida que sumergen a tantos en la pobreza, promoviendo y animándonos a llevar una vida más austera y humana que posibilite un reparto equitativo de los recursos? ¿Adoptaremos como comunidad internacional las medidas necesarias para frenar la devastación del medio ambiente o seguiremos negando la evidencia? La globalización de la indiferencia seguirá amenazando y tentando nuestro caminar… Ojalá nos encuentre con los anticuerpos necesarios de la justicia, la caridad y la solidaridad. No tengamos miedo a vivir la alternativa de la civilización del amor, que es “una civilización de la esperanza: contra la angustia y el miedo, la tristeza y el desaliento, la pasividad y el cansancio. La civilización del amor se construye cotidianamente, ininterrumpidamente. Supone el esfuerzo comprometido de todos. Supone, por eso, una comprometida comunidad de hermanos” (4).

En este tiempo de tribulación y luto, es mi deseo que, allí donde estés, puedas hacer la experiencia de Jesús, que sale a tu encuentro, te saluda y te dice: “Alégrate” (Mt 28, 9). Y que sea ese saludo el que nos movilice a convocar y amplificar la buena nueva del Reino de Dios.

Notas:
1. Romano Guardini, El Señor, 504.
2. Carta encíclica Laudato si’ (24 mayo 2015), 13.
3. Pontificia Academia para la Vida. Pandemia y fraternidad universal. Nota sobre la emergencia COVID-19 (30 marzo 2020), p. 4.
4. Eduardo Pironio, Diálogo con laicos, Buenos Aires, 1986.

viernes, 10 de abril de 2020

LA PANDEMIA DEL CORONAVIRUS NOS HA DESPERTADO BRUSCAMENTE DEL DELIRIO DE OMNIPOTENCIA




Homilía de la Pasión del Señor del P. Raniero Cantalamessa, Ofmcap. domingo 10 abril 2020



San Gregorio Magno decía que la Escritura cum legentibus crescit, crece con quienes la leen [1]. Expresa significados siempre nuevos en función de las preguntas que el hombre lleva en su corazón al leerla. Y nosotros este año leemos el relato de la Pasión con una pregunta —más aún, con un grito— en el corazón que se eleva por toda la tierra. Debemos tratar de captar la respuesta que la palabra de Dios le da.

Lo que acabamos de escuchar es el relato del mal objetivamente más grande jamás cometido en la tierra. Podemos mirarlo desde dos perspectivas diferentes: o de frente o por detrás, es decir, o por sus causas o por sus efectos. Si nos detenemos en las causas históricas de la muerte de Cristo nos confundimos y cada uno estará tentado de decir como Pilato: “Yo soy inocente de la sangre de este hombre” (Mt 27,24). La cruz se comprende mejor por sus efectos que por sus causas. Y ¿cuáles han sido los efectos de la muerte de Cristo? ¡Justificados por la fe en Él, reconciliados y en paz con Dios, llenos de la esperanza de una vida eterna! (cf. Rom 5, 1-5).

Pero hay un efecto que la situación que se está dando nos ayuda a reflexionar en particular. La cruz de Cristo ha cambiado el sentido del dolor y del sufrimiento humano. De todo sufrimiento, físico y moral. Ya no es un castigo, una maldición. Ha sido redimida en raíz desde que el Hijo de Dios la ha tomado sobre sí. ¿Cuál es la prueba más segura de que la bebida que alguien te ofrece no está envenenada? Es si Él bebe delante de ti de la misma copa. Así lo ha hecho Dios: en la cruz ha bebido, delante del mundo, el cáliz del dolor hasta las heces. Así ha mostrado que éste no está envenenado, sino que hay una perla en el fondo de él.

Y no sólo el dolor de quien tiene la fe, sino de todo dolor humano. Él murió por todos. “Cuando yo sea levantado sobre la tierra —había dicho—, atraeré a todos a mí” (Jn 12,32). ¡Todos, no sólo algunos! “Sufrir —escribía san Juan Pablo II desde su cama de hospital después del atentado— significa hacerse particularmente receptivos, especialmente abiertos a la acción de las fuerzas salvíficas de Dios ofrecidas a la humanidad en Cristo” [2]. Gracias a la cruz de Cristo, el sufrimiento se ha convertido también, a su manera, en una especie de “sacramento universal de salvación” para el género humano.

* * *

¿Cuál es la luz que todo esto arroja sobre la situación dramática que está viviendo la humanidad? También aquí, más que a las causas, debemos mirar a los efectos. No sólo los negativos, cuyo triste parte escuchamos cada día, sino también los positivos que sólo una observación más atenta nos ayuda a captar.

La pandemia del Coronavirus nos ha despertado bruscamente del peligro mayor que siempre han corrido los individuos y la humanidad: el del delirio de omnipotencia. Tenemos la ocasión —ha escrito un conocido Rabino judío— de celebrar este año un especial éxodo pascual, salir “del exilio de la conciencia” [3]. Ha bastado el más pequeño e informe elemento de la naturaleza, un virus, para recordarnos que somos mortales, que la potencia militar y la tecnología no bastan para salvarnos. “El hombre en la prosperidad no comprende —dice un salmo de la Biblia—, es como los animales que perecen” (Sal 49,21). ¡Qué verdad es!

Mientras pintaba al fresco la catedral de San Pablo en Londres, el pintor James Thornhill, en un cierto momento, se sobrecogió con tanto entusiasmo por su fresco que, retrocediendo para verlo mejor, no se daba cuenta de que se iba a precipitar al vacío desde los andamios. Un asistente, horrorizado, comprendió que un grito de llamada sólo habría acelerado el desastre. Sin pensarlo dos veces, mojó un pincel en el color y lo arrojó en medio del fresco. El maestro, estupefacto, dio un salto hacia adelante. Su obra estaba comprometida, pero él estaba a salvo.

Así actúa a veces Dios con nosotros: trastorna nuestros proyectos y nuestra tranquilidad, para salvarnos del abismo que no vemos. Pero atentos a no engañarnos. No es Dios quien ha arrojado el pincel sobre el fresco de nuestra orgullosa civilización tecnológica. ¡Dios es aliado nuestro, no del virus! “Tengo proyectos de paz, no de aflicción”, nos dice él mismo en la Biblia (Jer 29,11). Si estos flagelos fueran castigos de Dios, no se explicaría por qué se abaten igual sobre buenos y malos, y por qué los pobres son los que más sufren sus consecuencias. ¿Son ellos más pecadores que otros? ¡No! El que lloró un día por la muerte de Lázaro llora hoy por el flagelo que ha caído sobre la humanidad. Sí, Dios “sufre”, como cada padre y cada madre. Cuando nos enteremos un día, nos avergonzaremos de todas las acusaciones que hicimos contra él en la vida. Dios participa en nuestro dolor para vencerlo. “Dios —escribe san Agustín—, siendo supremamente bueno, no permitiría jamás que cualquier mal existiera en sus obras, si no fuera lo suficientemente poderoso y bueno, para sacar del mal mismo el bien” [4].

¿Acaso Dios Padre ha querido la muerte de su Hijo, para sacar un bien de ella? No, simplemente ha permitido que la libertad humana siguiera su curso, haciendo, sin embargo, que sirviera a su plan, no al de los hombres. Esto vale también para los males naturales como los terremotos y las pestes. Él no los suscita. Él ha dado también de la naturaleza una especie de libertad, cualitativamente diferente, sin duda, de la libertad moral del hombre, pero siempre una forma de libertad. Libertad de evolucionar según sus leyes de desarrollo. No ha creado el mundo como un reloj programado con antelación en cualquier mínimo movimiento suyo. Es lo que algunos llaman la casualidad, y que la Biblia, en cambio, llama “sabiduría de Dios”.

* * *

El otro fruto positivo de la presente crisis sanitaria es el sentimiento de solidaridad. ¿Cuándo, en la memoria humana, los pueblos de todas las naciones se sintieron tan unidos, tan iguales, tan poco litigiosos, como en este momento de dolor? Nunca como ahora hemos percibido la verdad del grito de un nuestro poeta: “¡Hombres, paz! Sobre la tierra postrada demasiado es el misterio” [5]. Nos hemos olvidado de los muros a construir. El virus no conoce fronteras. En un instante ha derribado todas las barreras y las distinciones: de raza, de religión, de censo, de poder. No debemos volver atrás cuando este momento haya pasado. Como nos ha exhortado el Santo Padre no debemos desaprovechar esta ocasión. No hagamos que tanto dolor, tantos muertos, tanto compromiso heroico por parte de los agentes sanitarios haya sido en vano. Esta es la “recesión” que más debemos temer.

De las espadas forjarán arados,
de las lanzas, podaderas.
No alzará la espada pueblo contra pueblo,
no se adiestrarán para la guerra (Is 2,4).

Es el momento de realizar algo de esta profecía de Isaías cuyo cumplimiento espera desde siempre la humanidad. Digamos basta a la trágica carrera de armamentos. Gritadlo con todas vuestras fuerzas, jóvenes, porque es sobre todo vuestro destino lo que está en juego. Destinemos los ilimitados recursos empleados para las armas para los fines cuya necesidad y urgencia vemos en estas situaciones: la salud, la higiene, la alimentación, la lucha contra la pobreza, el cuidado de lo creado. Dejemos a la generación que venga un mundo más pobre de cosas y de dinero, si es necesario, pero más rico en humanidad.

* * *

La Palabra de Dios nos dice qué es lo primero que debemos hacer en momentos como estos: gritar a Dios. Es él mismo quien pone en labios de los hombres las palabras que hay que gritarle, a veces incluso palabras duras, de llanto y casi de acusación. “¡Levántate, Señor, ven en nuestra ayuda! ¡Sálvanos por tu misericordia! […] ¡Despierta, no nos rechaces para siempre!” (Sal 44,24.27). “Señor, ¿no te importa que perezcamos?” (Mc 4,38).

¿Acaso a Dios le gusta que se le rece para conceder sus beneficios? ¿Acaso nuestra oración puede hacer cambiar sus planes a Dios? No, pero hay cosas que Dios ha decidido concedernos como fruto conjunto de su gracia y de nuestra oración, casi para compartir con sus criaturas el mérito del beneficio recibido [6]. Es él quien nos impulsa a hacerlo: “Pedid y recibiréis, ha dicho Jesús, llamad y se os abrirá” (Mt 7,7).

Cuando, en el desierto, los judíos eran mordidos por serpientes venenosas, Dios ordenó a Moisés que levantara en un estandarte una serpiente de bronce, y quien lo miraba no moría. Jesús se ha apropiado de este símbolo. “Como Moisés levantó la serpiente en el desierto –le dijo a Nicodemo– así es preciso que sea levantado el Hijo del hombre, para que todo aquel que cree en él tenga vida eterna” (Jn 3,14-15). También nosotros, en este momento, somos mordidos por una “serpiente” venenosa invisible. Miremos a Aquel que fue “levantado” por nosotros en la cruz. Adorémoslo por nosotros y por todo el género humano. Quien lo mira con fe no muere. Y si muere, será para entrar en la vida eterna.

“Después de tres días resucitaré”, predijo Jesús (cf. Mt 9, 31). Nosotros también, después de estos días que esperamos sean cortos, nos levantaremos y saldremos de las tumbas de nuestros hogares. No para volver a la vida anterior como Lázaro, sino a una vida nueva, como Jesús. Una vida más fraterna, más humana. ¡Más cristiana!
___________________

[1] Moralia in Job, XX,1.
[2] Salvifici doloris, 23.
[3]https://blogs.timesofisrael.com/coronavirus-a-spiritual-message-from-brooklyn)
[4] Enchiridion, 11,3 (PL 40, 236).
[5] Pascoli, “I due fanciulli” (Los dos niños).
[6] S. tomás de aquino, S.Th. II-II, q.83, a.2.


sábado, 4 de abril de 2020

"ES LA HORA DE AYUNAR DEL PAN Y APRENDER A COMULGAR CON LA PALABRA"



Rafael Luciani


"El clericalismo está tan arraigado en la cultura eclesial, y a todo nivel, que las respuestas pastorales que se ofrecen ante la situación tan dramática que estamos viviendo parecen no ir más allá de la oferta sacramental"


"Las palabras que seguimos usando y las ofertas teológico-pastorales que la institución eclesiástica está ofreciendo en este tiempo de crisis, sólo responden a la cuestión de si los fieles están recibiendo —o no— la gracia sacramental"

"Es muy cómodo para un cura limitarse a dar —no celebrar— misas online. Esto demuestra el inmediatismo pastoral en el que se han formado, sin capacidad de conectar con la vida diaria de las personas más allá del ambón"

"La gente está en sus casas y necesita mensajes realistas que ayuden a sentir que Dios los ama y abraza de modo personal, y no a través de la figura de un mediador ausente a quien no tendrán acceso. Centrarse sólo en la misa online no ayuda pastoralmente"

"La oferta pastoral que se está ofreciendo —o al menos transmitiendo con las palabras que se usan— es tan triste que sólo puede prometer un perdón a medias, un Dios que pone su amor en pausa. En fin, pareciera que la gracia no puede salir de los templos, mientras que el virus sí viaja por todo el mundo"





Se trata de una frase muy repetida y muy bonita, que resuena en la voz de muchos/as, sin comprender toda su profundidad. La pastoral de conservación es aquella que sólo se preocupa por mantener el culto a toda costa y, por tanto, su oferta pastoral debe responder a cómo hacer para que todos/as puedan participar de los ritos sacramentales y recibir la gracia divina. En 1968, la Conferencia de Medellín, pidió superar esta visión, ya que sólo buscaba la sacramentalización ritualista de la vida cristiana centrada en la figura del sacerdote —y no del presbítero— como único mediador de la gracia y del encuentro con Jesús.


Las palabras que seguimos usando y las ofertas teológico-pastorales que la institución eclesiástica está ofreciendo en este tiempo de crisis, sólo responden a la cuestión de si los fieles están recibiendo —o no— la gracia sacramental. Seguimos anclados a una imagen de Iglesia que se cree dueña de Dios, de su gracia y su perdón, y que sólo pone más cargas en las conciencias de las personas, especialmente cuando hoy en día estamos aislados por la pandemia y sin posibilidad de acercarnos a un presbítero ni congregarnos como asamblea. Aunque no parezca, todo esto es muy contrario a la propia tradición de la Iglesia. Santo Tomás de Aquino sostuvo en su Suma Teológica que "la cosa significada por un sacramento se puede obtener antes de recibir este sacramento con sólo desearle".

Así es: "con sólo desearle". No se recibe la gracia, como si Dios pudiera ausentarse de nuestras vidas y la Iglesia es quien decide cuándo nos devuelve su presencia divina. La gracia es Dios mismo que se nos da como don primero, como regalo sin condiciones, abrazándonos desde lo más íntimo de nuestras conciencias, acogiendo nuestros pensamientos y sentimientos, y sanando nuestros miedos y temores. Todos/as, en nuestros hogares y comunidades, hemos sido ya agraciados, abrazados por Dios y perdonados. Esto fue lo que el mismo Jesús nos reveló cuando descubrió que Dios era como un Padre que nos ama desde las entrañas de una madre. Por ello, Jesús pudo reconocer más fe en los supuestos infieles e impuros de su época, en los alejados del Templo y excluidos por los sacerdotes, en los que no asistían a los ritos celebrativos ni a las purificaciones. Así se lo hizo saber a una mujer samaritana y a un centurión, entre otros y otras que iba encontrando en su camino.


La transmisión actual de la fe está en crisis. No ganamos nada repitiendo modelos tridentinos, ya fracasados, que no han ayudado a formar y a vivir una fe adulta. Nuevamente la Conferencia de Aparecida es iluminadora pues recuerda que las reformas de la Iglesia son "espirituales, pastorales e institucionales", deben tocar las mentalidades, las prácticas y las estructuras. Si nos sigue moviendo el clericalismo, sólo estaremos cambiando las formas —ahora virtuales—, más no el fondo. No habrá conversión de la institución eclesiástica y, cuando todo esto pase, seguiremos con los mismos problemas pastorales.

Lo que propongamos debe ser discernido a la luz de la eclesiología del Pueblo de Dios, en la que todos —obispos, clero, religiosos/as y laicos/as— somos iguales por el bautismo. Debemos empoderar a cada uno/a en su hogar con los Evangelios y no transmitir la idea de una institución eclesiástica que sólo se preocupa por el mero cumplimiento de la asistencia o no a los oficios litúrgicos. El reto está en comunicar la experiencia de un Dios que ya nos perdonó y reconcilió con su abrazo misericordioso, y superar así las narrativas que insisten en la falsa idea de una divinidad que pone en pausa su perdón hasta que, algún día, cuando pase la pandemia, busquemos a un sacerdote para confesarnos y recibir la verdadera gracia. La oferta pastoral que se está ofreciendo —o al menos transmitiendo con las palabras que se usan— es tan triste que sólo puede prometer un perdón a medias, un Dios que pone su amor en pausa. En fin, pareciera que la gracia no puede salir de los templos, mientras que el virus sí viaja por todo el mundo.

Hemos de reconocer, pues, que seguimos anclados a modelos pastorales clericalistas y auto-referenciales, inspirados en la teología tridentina del ministerio ordenado y la gracia sacramental que predica, como otrora, que "donde no llegan los sacramentos, no llega la gracia ni la salvación". Las buenas voluntades no bastan. Pueden crear mayor daño a mediano y a largo plazo. Se necesitan palabras, gestos y acciones pastorales realistas y liberadores, en sintonía con el Concilio y en seguimiento al Jesús de los Evangelios.



El Concilio Vaticano II, en Lumen Gentium, situó la centralidad de la vida eclesial en torno al Pueblo de Dios, que somos todos y todas, y no sólo los clérigos. La eucaristía es una celebración de la comunidad, en la que el presbítero preside junto a la comunidad. Nunca solo y menos en privado. No hay misa sin Pueblo de Dios. El Decreto conciliar Presbiterorum Ordinis, en el número 13, hace mención a la celebración de la Eucaristía como la función principal del ministro ordenado. El texto no se refiere a la posibilidad de realizar una celebración eucarística sin la asamblea, es decir, sin Pueblo de Dios. Por ello, el mismo Decreto aclara que, aunque la función específica le viene concedida al celebrar la eucaristía, su identidad exclusiva nace de la Palabra (Presbiterorum Ordinis 4). En torno a la Palabra, el ministerio ordenado se une a cualquier ministerio y carisma, y encuentra ahí su fuente y sentido. Así, el presbítero, uno de la comunidad, ha de nutrirse y compartir la Palabra con todos/as, como uno más del Pueblo de Dios.


Ante la actual crisis se requiere una gran creatividad pastoral de todos/as —y no recetas mágicas de algunos. Urge escuchar y responder a los problemas reales de las personas: la necesidad de sentirse acompañadas, la angustia de no tener trabajo ni dinero para comprar comida, el miedo a enfermarse y a no ser atendidas debidamente, la soledad del aislamiento, la posibilidad de no poder ver a un familiar morir ni enterrarlo por haber contraído el virus.... Sólo regresando a Jesús, y colocando de nuevo a los Evangelios como nuestro libro diario de cabecera, podemos generar procesos de discernimiento y acompañamiento que respondan a todas estas necesidades, porque esos fueron los problemas que Jesús escuchó y a los que respondió cuando caminaba de aldea en aldea. Una Iglesia sacramentalizada es una Iglesia auto-referencial, alejada del Jesús de los Evangelios. Podemos estar muy cerca de la institución eclesiástica y muy lejos del Reino de Dios.

Ciertamente estamos en una situación irregular que necesita respuestas pastorales inmediatas. Pero la misa es sólo una de esas respuestas, más no la única ni la más importante en estos momentos. La gente está en sus casas y necesita mensajes realistas que ayuden a sentir que Dios los ama y abraza de modo personal, y no a través de la figura de un mediador ausente a quien no tendrán acceso. Centrarse sólo en la misa online no ayuda pastoralmente. Es seguir manteniendo el esquema de una religión privada, clerical y sagrada. Todo lo que se pueda hacer creativamente en función del empoderamiento religioso de las personas, sin la mediación del sacerdote, es fundamental para una respuesta pastoral real y coherente en estos momentos.

Es hora de alinear la eclesiología del Pueblo de Dios de Lumen Gentium con la teología del ministerio ordenado de Presbiterorum Ordinis. En Evangelii Gaudium, Francisco logró invertir la pirámide eclesial al superar la yuxtaposición que existía entre el Pueblo de Dios y la Jerarquía en Lumen Gentium (capítulos 2 y 3). Todos/as somos iguales por el bautismo, portadores de la gracia, Pueblo de Dios en camino. Todos somos fieles: obispos, clero, religiosos/as y laicos/as. Todos somos sacerdotes y portadores del Espíritu de Dios (Lumen Gentium 4,6,11). A pesar de este giro que representó el Concilio, los debates actuales se han centrado, casi exclusivamente, a la recepción de la gracia por medio de los sacramentos de la eucaristía y la reconciliación.

Es muy cómodo para un cura limitarse a dar —no celebrar— misas online. Esto demuestra el inmediatismo pastoral en el que se han formado, sin capacidad de conectar con la vida diaria de las personas más allá del ambón. Urge creatividad pastoral, abrirnos al Espíritu. El haber hecho que la vida cristiana se centre sólo en torno al templo y el culto, sólo ha contribuido a alejar a jóvenes y a tantos otros de la Iglesia Católica, porque para una gran mayoría el único referente de vida eclesial es la parroquia, con un modelo tridentino y ritualista, ya fracasado.

Es hora de recuperar la Palabra y el silencio. Los medios virtuales pueden ser usados para ofrecer actividades que ayuden a acompañar y a discernir lo que se está viviendo desde la Palabra de Dios que se encarna en nuestras casas hoy. Si no recuperamos la centralidad de la Palabra, estaremos devaluando el sentido mismo de la Eucaristía, que consta de dos partes por igual: la celebración de la Palabra y la celebración del Pan, sabiendo que la celebración del Pan nace de la Palabra, y no al revés. Si no es posible encontrarnos todos/as como Pueblo de Dios en torno al Pan, sí es posible que nos encontremos alrededor de la Palabra.
Cena del Señor

Tal vez sea la hora de ayunar el Pan y comulgar con la Palabra. Esa que nace del silencio, y que nos ayudará a sanar lo que llevamos en nuestros corazones. Un ayuno que nos haría a todos/as iguales, solidarios y partícipes de la misma dignidad, porque no habrá unos que comulguen pan mientras una mayoría lo ayuna "espiritualmente". Mientras no haya ayuno del pan para todos/as, seguirán las misas sin Pueblo de Dios, y los ritos quasi mágicos vía ondas televisivas u online sin relación alguna con la vida diaria de las personas y sus procesos de crecimiento. Una pastoral misionera y en salida es la que redescubre hoy la centralidad de la Palabra de Dios en la vida de la Iglesia. Esa Palabra que se encarna en nuestros hogares mediante la lectura personal y comunitaria, pausada y meditativa, para conocer y discernir lo que Jesús hubiera hecho si estuviese hoy padeciendo esta misma situación.

La superación de la pastoral de conservación comienza con lo que el Decreto Ad Gentes nos enseñó. Ahí, el Concilio nos propone un camino: comenzar por el testimonio evangélico (AG 24), formar pequeñas comunidades ambientales —en nuestras familias o comunidades—, congregarnos todos/as en torno a la Palabra (AG 15), y discernir la realidad que vivimos (AG 6; 11). De este modo llegaremos, de nuevo, a comer el Pan todos/as juntos como Asamblea.

Rafael Luciani
Experto del CELAM y miembro del Equipo Teológico de la CLAR

sábado, 28 de marzo de 2020

BENDICIÓN EXTRAORDINARIA “URBI ET ORBI” DEL PAPA FRANCISCO, 27 DE MARZO DE 2020



No fue teatralidad el escenario para la bendición Urbi et Orbi, que impartió el día de ayer el Papa Francisco. Fue el clima lluvioso imperante en Roma y las condiciones de aislamiento que han llevado al cierre de la Plaza de San Pedro, por la pandemia del coronavirus. 


La bendición 'Urbi et Orbi' 


La bendición 'Urbi et Orbi' es conocida como la bendición Papal, ya que sólo la puede otorgar el Papa. El pontífice la imparte desde la logia de bendiciones de la Basílica de San Pedro. Es dada a la ciudad de Roma y al mundo entero. Esta bendición se da en el día de la Natividad del Señor y en el Domingo de Pascua de la Resurrección, con la Plaza de San pedro totalmente llena; pero también la otorga, al ser elegido sucesor de Pedro 

Un acto único en la historia 


Nunca antes en la historia había tenido lugar una bendición “Urbi et Orbi” de un Papa en la soledad de la Plaza de San Pedro del Vaticano, seguido mundialmente por los creyentes a través de medios de comunicación, algunos de los cuales colapsaron por los miles de fieles que se conectaron simultáneamente de todo el mundo. 

La actual pandemia del corona virus que ha atacado ferozmente a Italia y a otros países del mundo, ha llevado a cerrar escuelas, teatros, cines, estadios, centros de trabajo e iglesias, recluyendo a la gente en sus casas, impidiéndoles recibir físicamente los sacramentos, lo cual resulta sumamente grave ante la alta mortandad causada por la pandemia. Ante ello el Papa Francisco decidió en forma extraordinaria otorgar la bendición "Urbi et Orbi" este viernes “27 de marzo, a todos lo que se unan espiritualmente a este momento de oración, a través de los medios digitales, concediéndoles la indulgencia plenaria, de acuerdo con las condiciones indicadas en el reciente decreto de la Penitenciaría Apostólica”. 

La homilía del Santo Padre 


El acto inició con una profunda homilía del Pontífice, que se transcribe completa: 

«Al atardecer» (Mc 4,35). Así comienza el Evangelio que hemos escuchado. Desde hace algunas semanas parece que todo se ha oscurecido. Densas tinieblas han cubierto nuestras plazas, calles y ciudades; se fueron adueñando de nuestras vidas llenando todo de un silencio que ensordece y un vacío desolador que paraliza todo a su paso: se palpita en el aire, se siente en los gestos, lo dicen las miradas. Nos encontramos asustados y perdidos. Al igual que a los discípulos del Evangelio, nos sorprendió una tormenta inesperada y furiosa. Nos dimos cuenta de que estábamos en la misma barca, todos frágiles y desorientados; pero, al mismo tiempo, importantes y necesarios, todos llamados a remar juntos, todos necesitados de confortarnos mutuamente. En esta barca, estamos todos. Como esos discípulos, que hablan con una única voz y con angustia dicen: “perecemos” (cf. v. 38), también nosotros descubrimos que no podemos seguir cada uno por nuestra cuenta, sino sólo juntos. Es fácil identificarnos con esta historia, lo difícil es entender la actitud de Jesús. Mientras los discípulos, lógicamente, estaban alarmados y desesperados, Él permanecía en popa, en la parte de la barca que primero se hunde. Y, ¿qué hace? A pesar del ajetreo y el bullicio, dormía tranquilo, confiado en el Padre —es la única vez en el Evangelio que Jesús aparece durmiendo—. Después de que lo despertaran y que calmara el viento y las aguas, se dirigió a los discípulos con un tono de reproche: « ¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?» (v. 40). 


Tratemos de entenderlo. ¿En qué consiste la falta de fe de los discípulos que se contrapone a la confianza de Jesús? Ellos no habían dejado de creer en Él; de hecho, lo invocaron. Pero veamos cómo lo invocan: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?» (v. 38). No te importa: pensaron que Jesús se desinteresaba de ellos, que no les prestaba atención. Entre nosotros, en nuestras familias, lo que más duele es cuando escuchamos decir: “¿Es que no te importo?”. Es una frase que lastima y desata tormentas en el corazón. También habrá sacudido a Jesús, porque a Él le importamos más que a nadie. 

De hecho, una vez invocado, salva a sus discípulos desconfiados. La tempestad desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al descubierto esas falsas y superfluas seguridades con las que habíamos construido nuestras agendas, nuestros proyectos, rutinas y prioridades. Nos muestra cómo habíamos dejado dormido y abandonado lo que alimenta, sostiene y da fuerza a nuestra vida y a nuestra comunidad. La tempestad pone al descubierto todos los intentos de encajonar y olvidar lo que nutrió el alma de nuestros pueblos; todas esas tentativas de anestesiar con aparentes rutinas “salvadoras”, incapaces de apelar a nuestras raíces y evocar la memoria de nuestros ancianos, privándonos así de la inmunidad necesaria para hacerle frente a la adversidad. Con la tempestad, se cayó el maquillaje de esos estereotipos con los que disfrazábamos nuestros egos siempre pretenciosos de querer aparentar; y dejó al descubierto, una vez más, esa (bendita) pertenencia común de la que no podemos ni queremos evadirnos; esa pertenencia de hermanos. « ¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». 

Señor, esta tarde tu Palabra nos interpela, se dirige a todos. En nuestro mundo, que Tú amas más que nosotros, hemos avanzado rápidamente, sintiéndonos fuertes y capaces de todo. Codiciosos de ganancias, nos hemos dejado absorber por lo material y trastornar por la prisa. No nos hemos detenido ante tus llamadas, no nos hemos despertado ante guerras e injusticias del mundo, no hemos escuchado el grito de los pobres y de nuestro planeta gravemente enfermo. Hemos continuado imperturbables, pensando en mantenernos siempre sanos en un mundo enfermo. Ahora, mientras estamos en mares agitados, te suplicamos: “Despierta, Señor”. 

« ¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe? ». Señor, nos diriges una llamada, una llamada a la fe. Que no es tanto creer que Tú existes, sino ir hacia ti y confiar en ti. En esta Cuaresma resuena tu llamada urgente: “Convertíos”, «volved a mí de todo corazón» (Jl 2,12). Nos llamas a tomar este tiempo de prueba como un momento de elección. No es el momento de tu juicio, sino de nuestro juicio: el tiempo para elegir entre lo que cuenta verdaderamente y lo que pasa, para separar lo que es necesario de lo que no lo es. Es el tiempo de restablecer el rumbo de la vida hacia ti, Señor, y hacia los demás. Y podemos mirar a tantos compañeros de viaje que son ejemplares, pues, ante el miedo, han reaccionado dando la propia vida. Es la fuerza operante del Espíritu derramada y plasmada en valientes y generosas entregas. Es la vida del Espíritu capaz de rescatar, valorar y mostrar cómo nuestras vidas están tejidas y sostenidas por personas comunes —corrientemente olvidadas— que no aparecen en portadas de diarios y de revistas, ni en las grandes pasarelas del último show pero, sin lugar a dudas, están escribiendo hoy los acontecimientos decisivos de nuestra historia: médicos, enfermeros y enfermeras, encargados de reponer los productos en los supermercados, limpiadoras, cuidadoras, transportistas, fuerzas de seguridad, voluntarios, sacerdotes, religiosas y tantos pero tantos otros que comprendieron que nadie se salva solo. Frente al sufrimiento, donde se mide el verdadero desarrollo de nuestros pueblos, descubrimos y experimentamos la oración sacerdotal de Jesús: «Que todos sean uno» (Jn 17,21). Cuánta gente cada día demuestra paciencia e infunde esperanza, cuidándose de no sembrar pánico sino corresponsabilidad. Cuántos padres, madres, abuelos y abuelas, docentes muestran a nuestros niños, con gestos pequeños y cotidianos, cómo enfrentar y transitar una crisis readaptando rutinas, levantando miradas e impulsando la oración. Cuántas personas rezan, ofrecen e interceden por el bien de todos. La oración y el servicio silencioso son nuestras armas vencedoras. 


« ¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe? ». El comienzo de la fe es saber que necesitamos la salvación. No somos autosuficientes; solos nos hundimos. Necesitamos al Señor como los antiguos marineros las estrellas. Invitemos a Jesús a la barca de nuestra vida. Entreguémosle nuestros temores, para que los venza. Al igual que los discípulos, experimentaremos que, con Él a bordo, no se naufraga. Porque esta es la fuerza de Dios: convertir en algo bueno todo lo que nos sucede, incluso lo malo. Él trae serenidad en nuestras tormentas, porque con Dios la vida nunca muere. El Señor nos interpela y, en medio de nuestra tormenta, nos invita a despertar y a activar esa solidaridad y esperanza capaz de dar solidez, contención y sentido a estas horas donde todo parece naufragar. 

El Señor se despierta para despertar y avivar nuestra fe pascual. Tenemos un ancla: en su Cruz hemos sido salvados. Tenemos un timón: en su Cruz hemos sido rescatados. Tenemos una esperanza: en su Cruz hemos sido sanados y abrazados para que nadie ni nada nos separe de su amor redentor. En medio del aislamiento donde estamos sufriendo la falta de los afectos y de los encuentros, experimentando la carencia de tantas cosas, escuchemos una vez más el anuncio que nos salva: ha resucitado y vive a nuestro lado. El Señor nos interpela desde su Cruz a reencontrar la vida que nos espera, a mirar a aquellos que nos reclaman, a potenciar, reconocer e incentivar la gracia que nos habita. No apaguemos la llama humeante (cf. Is 42,3), que nunca enferma, y dejemos que reavive la esperanza. 

Abrazar su Cruz es animarse a abrazar todas las contrariedades del tiempo presente, abandonando por un instante nuestro afán de omnipotencia y posesión para darle espacio a la creatividad que sólo el Espíritu es capaz de suscitar. Es animarse a motivar espacios donde todos puedan sentirse convocados y permitir nuevas formas de hospitalidad, de fraternidad y de solidaridad. En su Cruz hemos sido salvados para hospedar la esperanza y dejar que sea ella quien fortalezca y sostenga todas las medidas y caminos posibles que nos ayuden a cuidarnos y a cuidar. Abrazar al Señor para abrazar la esperanza. Esta es la fuerza de la fe, que libera del miedo y da esperanza. 

« ¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe? ». Queridos hermanos y hermanas: Desde este lugar, que narra la fe pétrea de Pedro, esta tarde me gustaría confiarlos a todos al Señor, a través de la intercesión de la Virgen, salud de su pueblo, estrella del mar tempestuoso. Desde esta columnata que abraza a Roma y al mundo, descienda sobre vosotros, como un abrazo consolador, la bendición de Dios. Señor, bendice al mundo, da salud a los cuerpos y consuela los corazones. Nos pides que no sintamos temor. Pero nuestra fe es débil y tenemos miedo. Más tú, Señor, no nos abandones a merced de la tormenta. Repites de nuevo: «No tengáis miedo» (Mt 28,5). Y nosotros, junto con Pedro, “descargamos en ti todo nuestro agobio, porque Tú nos cuidas” (cf. 1 P 5,7). 

La Oficina de Prensa vaticana había informado además que, para el “extraordinario momento de oración”, que se prolongó alrededor de una hora, estarían situadas “cerca de la puerta central de la Basílica Vaticana la imagen de María, Salus Populi Romani, y el Crucifijo de San Marcelo”, imágenes ante las cuales Francisco, el tercer domingo de Cuaresma, imploró la protección de quienes sufren en este difícil momento, en otra histórica visita a Santa María La Mayor y a la Iglesia de San Marcelo en Vía del Corso, en el centro de Roma. 

Tras la escucha de la Palabra, de la homilía y la veneración de la imagen del de María y del Crucifijo de San Marcelo, se expuso el Santísimo Sacramento en el altar colocado en el atrio de la Basílica Vaticana. A ello siguió el rito de la Bendición Eucarística ‘Urbi et Orbi’. El Cardenal Angelo Comastri, Arcipreste de la Basílica de San Pedro, pronunció la fórmula para la proclamación de la indulgencia plenaria, según lo establecido en el reciente Decreto de la Penitenciaría Apostólica.


Los que la recibimos, no podemos sino agradecer a Dios su misericordia y al Santo Padre su intermediación, para el perdón de nuestros pecados y el pasaporte directo al Cielo, si llegasemosa fallecer por esta pandemia.

Jorge Pérez Uribe | 28 de marzo de 2020

sábado, 21 de marzo de 2020

CUARESTENA: TIEMPO DE LIMPIEZA POR DENTRO Y FUERA



Nota: Al día de hoy, España roza los 25.000 contagiados de coronavirus, han fallecido 1.326 personas, 1.612 personas están ingresadas en la Unidades de Cuidado Intensivo y 2.125 han recibido el alta. El Gobierno español ha adquirido 640.000 pruebas.


Luis Javier Moxó Soto | 21 de marzo de 2020

Es muy curioso lo que ha pasado, lo que nos ha pasado en esta "CUARESTENA". No se puede decir que no se ha advertido lo del cambio de época, la necesidad de conversión, de cuidar la casa común, de no poner muros frente a los demás, sino de tender puentes, no marginar ni excluir, ser limpios y sinceros con los demás antes de practicar devociones o cultos vacíos, desprovistos de coherencia y misericordia, pero llenos de enfrentamientos, disputas, y soberbia.

En estos días se está poniendo a prueba nuestra inteligencia y paciencia, creatividad, esencialidad de la vida, porque el muro está en la puerta de la casa, o en esa mascarilla y guantes, esa distancia mediante la que tantos se juegan la vida cada día ayudando a los demás, conteniendo, aliviando, curando o acompañando en el duelo de tantos que pasan la enfermedad del coronavirus COVID-19 en tantos hogares, residencias, hospitales saturados y hoteles reconvertidos en éstos, y tantos otros lugares y personas puestos a disposición de la salud, la alimentación y la seguridad de todos. La casa es ya la metáfora del corazón que debe limpiarse, regenerarse, renovarse de la pandemia del miedo, rechazo y la exclusión de los demás.

El supermercado está siendo el símbolo de nuestras necesidades verdaderas, porque también tenemos que depurar de egoísmos, superficialidad, insolidaridad. La realidad está mostrándolo en directo. Las ciudades y barrios vacíos en su mayor parte son el escenario donde se ha de dar luego la manifestación de una humanidad que triunfa porque es más limpia y mejor, no solo porque ha conseguido eliminar, más o menos totalmente, un virus, un mal que atacaba nuestra economía, intereses y bienes varios.

¿Diremos ahora que tenemos lo que nos hemos merecido? ¡Si Dios nos castigara como merecen nuestros pecados, si la naturaleza se revolviera contra nosotros por cómo la estamos maltratando, y por tanta vida pisoteada y asesinada en tanta violencia de género y doméstica, abortos,...! Pero Dios no quiere la muerte sino el cambio de conducta, el arrepentimiento y la vida. Dios es misericordioso, ciertamente, pero también justo. Él cuida de nuestra libertad, queda claro su Amor incondicional, pero respeta nuestra libertad siempre. A través de las circunstancias, y en medio de ellas nos habla. Es el mejor pedagogo, como Buen Padre que es, y que nos mostró su Hijo, Jesucristo.

Todo lo que nos pasa tiene un porqué, está claro para todos. La atención cristiana no toma como última palabra los oráculos de este mundo: noticias (en forma de página web, infografía, vídeo..) que muchas veces saturan, multiplican, se contradicen y confunden, políticos con sus discusiones, incoherencias, decisiones y leyes, ... horóscopos y profecías varias para todo tipo de tribus y preferencias. El cristiano mira la realidad con un ojo y la palabra de Dios con otro, o a la vez, sinópticamente, porque sabe que escribe recto en líneas torcidas, se nos comunica en nuestra realidad más inmediata, es elocuente con Su Providencia en cada uno de los detalles más pequeños de nuestra vida, basta con saber ver lo que pasa, la respuesta que se nos pide en cada instante, de atención, de actitud, de palabra y gesto concretos. 

La Cuaresma de este año 2020, cuarenta días de camino y preparación a la Pascua, ¿quién os lo iba a decir que a viviríamos así todos, creyentes y no creyentes, personas de toda condición, raza, edad...? está siendo una ocasión privilegiada, quizá única, para recapacitar, sin urgencias, dado nuestro aislamiento o retiro forzoso, qué es lo esencial y prioritario en nuestras vidas, que debemos dejar atrás y a qué aferrarnos, qué debemos limpiar tanto en nuestra casa del domicilio particular como la del interior de nuestro corazón... 


Pero no quiero acabar sin decir que es muy fácil caer en el pánico, miedo, la distracción, la evasión y el desaprovechamiento de este encuentro, en los aplausos a todos (nunca diré que está mal la solidaridad y apoyo en estos momentos tan difíciles), en las bromas (más o menos pesadas u ocurrentes), en la creatividad para afrontar juntos esta pandemia con miles de iniciativas solidarias, empáticas, artísticas, informaciones sobre soluciones higiénico-sanitarias, pero lo más importante quizá no sea del todo eso que juzgamos tan importante. 

¿Cuál es la lección de este cambio de época pandémico que me ha tocado a mí personalmente? ¿Cuál es la lección que yo, y no solamente nuestra comunidad humana empezando por la más cercana de familia y grupo cristiano, de trabajo... (pero también) debo aprender? ¿Acaso que he de tener más distancia con los demás (¿más aún que antes?), ¿prevenirme de todo tipo de "contagios" sobre lo que piensan, sienten y dicen los demás?, ... o procurar vivir más desde la conciencia de que solo en Cristo puedo vivir, moverme y existir, que sólo en Él somos Uno? 

Aparte de un descalabro en lo económico después de haber perdido más de lo estimado, con toda probabilidad, en todos los sentidos: económico, social, político, después de habernos saturado en muchos órdenes, si no realizamos ese proceso de limpieza interna y externa, de auténtica regeneración que no podíamos aplazar por más tiempo, en este tiempo tan privilegiado, quizá sí, suspiremos por el fin de este tiempo difícil con el ansia multiplicada, con las ganas de seguir la normalidad, la crítica política, la libertad de salir y gritar, de vivir, la exigencia de compensar tanta falta de trabajo, hambruna, necesidad... pero ¿y la lección? ¿Lo dejaremos en que todo fue la pesadilla de un horrible sueño apocalíptico? ¿Habremos sacado la moraleja, la enseñanza de este comienzo de cambio de época? 

Recemos. Vivamos de la fe. Pongamos más amor y esperanza en este mundo. Donde no lo hay lo habrá. Pidamos el don de la comunión, la paz. 

¿Cómo será la primera Eucaristía, Reconciliación (me refiero al sacramento), Adoración,... Bautismo, Confirmación, en un tiempo libre de virus? El Señor viene y nos salva, siempre, Su Amor nos transforma. Ahora vemos todo y lo vivimos como a través de un cristal oscuro y juzgamos según las apariencias, pero cuando lleguemos a Él conoceremos y amaremos todo como somos conocidos y amados, eso nos dice san Pablo. 

Bienaventurados los que ahora ayudan, consuelan a los que sufren y mueren en el Señor, porque de ellos es el Reino de los Cielos. 

Bendiciones y salud para todos. Que aprendamos y salgamos fortalecidos en todos los sentidos. 


viernes, 6 de marzo de 2020

"DÍAS DE GUARDAR"...




Preámbulo:

El 29 de abril de 2009 el mundo despertó con la noticia de que la influenza AH1N1 era nombrada pandemia por la Organización Mundial de la Salud (OMS).

El surgimiento de este nuevo virus inició en marzo, pero fue hasta abril que los diferentes gobiernos, como el mexicano, comenzaron a hacer oficiales las declaraciones de emergencia y tomaron cartas sobre este hecho.

Seis días antes, el 23 de abril de ese año, el gobierno de Felipe Calderón en México ya había ordenado acciones como la suspensión de clases en todo el territorio nacional, la cancelación de actividades en sitios públicos, la difusión de información sanitaria y más tarde campañas de vacunación.

El mismo 29 de abril el entonces secretario de Salud, José Ángel Córdova, dijo que sólo había siete casos confirmados de muertes relacionadas con esta condición. En Estados Unidos se hablaba de 64 personas contagiadas.

La foto corresponde a la procesión del Viernes Santo del 10 de abril, en donde se puede observar que los fieles que llevan la imagen de Cristo ya llevaban cubre bocas, entonces se me ocurrió escribír este ensayo a principios de mayo, para dar a conocer a mis amigos del extranjero que el gobierno y el pueblo de México habían actuado con responsabilidad para frenar este brote:


"Días de guardar"...

A raíz del conflicto religioso (1926-1929) vino un renacimiento espiritual en todo el país, que se observaba fuertemente desde que empezaba la cuaresma. Mucha gente dejaba de escuchar música, no asistía a fiestas, al teatro o al cine, ayunando todos los viernes, efectuando lecturas religiosas, oraba con frecuencia. Al llegar la semana santa, prácticamente se suspendían todas las actividades escolares y económicas; los centros nocturnos, teatros e incluso “teatros de revista” y bares y cantinas cerraban sus puertas; las escasas salas de cine exhibían películas piadosas, se suspendían las corridas de toros y eventos deportivos y la gente se recluía en sus casas, saliendo básicamente a los actos de carácter religioso. Eran días de luto y recogimiento, eran "días de guardar".

Con el paso del tiempo, la educación laica, y la pérdida de valores religiosos, trajeron la indiferencia religiosa y cada vez se fueron perdiendo más y más estas tradiciones, hasta convertirse en las “vacaciones de primavera”, en donde todo mundo corre a los centros de vacación o de diversión, que amplían sus horarios y capacidad en estas fechas. 

La epidemia del virus de influenza H1N1 ha obligado en estos días a la población, principalmente de la Ciudad de México, a someterse a una rigurosa cuarentena, semejante a la de aquellos años: cero teatros, cines, centros nocturnos, además de cancelación del servicio de restaurantes y cafeterías, cierre de escuelas, museos y centros culturales; los eventos deportivos si bien no se han cancelado, se realizan a puerta cerrada, incluyendo la famosa Copa Fina de natación. Adicionalmente el domingo anterior tuvimos la suspensión de misas en las iglesias. 

“Esta situación puede causar estrés y depresión en la población” argumentan algunos especialistas de la conducta humana y efectivamente así sucede cuando no podemos satisfacer nuestra adicción, llámese esta evasión de la realidad, comilonas, parrandas, sexo, alcohol, casas de juego, etc. 

Por otra parte he observado a parejas y familias paseando felices –obviamente con cubre bocas-, en la ventanas de las casa se oyen amenas charlas. La gente con cubre bocas ya no se mira con recelo, sino con simpatía, como expresando “gracias por protegerme”, el recelo ahora es para el que no se cubre. 

He participado en varias ocasiones en los mal llamados “retiros espirituales” y nunca me he aburrido; aunque hay que aclarar que si se deja la mente a la disipación, esta es abordada por el mal espíritu y entonces si puede uno llegar al más grande tedio. Aunque la situación no es la de un “retiro espiritual” el romper temporalmente con las adicciones que nos embargan y reencontrarnos con la familia, indudablemente serán de gran beneficio. 

Pero no solamente en el plan personal o familiar se está dando esta situación, también en el terreno social se nota esta solidaridad, esta conciencia de protección al otro. Personalmente me encuentro maravillado por la madurez que está demostrando nuestra población y por el valor con que las autoridades han encarado el problema. Considero que por primera vez en décadas hemos roto con el famoso “no pasa nada” y hemos reconocido que ahora si pasa algo y muy serio y hemos tomado medidas, en algunos casos, drásticas, aunque impliquen pérdida de turismo e incluso cierre de fuentes de trabajo. 

Leía el otro día al “sociólogo de la religión” Bernardo Barranco que escribía que mucha gente considera esta epidemia como un “castigo divino” y me preguntaba de donde sacará los prototipos de estas expresiones, ya que por ningún lado he escuchado, ni leído en los medios, alguna opinión en ese sentido. En cambio se de mucha gente que ora en familia por los difuntos, gobernantes, personal médico y compatriotas. 

Tengo la convicción que a pesar de las escasas muertes ocurridas, de las pérdidas económicas, de las dificultades para las madres trabajadoras, de la mengua en los ingresos de quienes han tenido que suspender actividades, esta situación finalmente redundará en una mejor convivencia de la población, en un reencuentro consigo misma y con Dios, y en un reposicionamiento de México como un país responsable en la comunidad internacional, que prefirió sufrir los efectos económicos de esta cuarentena y no como Estados Unidos, que prefirió callar hasta que los muertos hicieron evidente el problema.

Jorge Pérez Uribe