jueves, 30 de diciembre de 2021

RELEER: DIÁLOGO EN EL INFIERNO ENTRE MAQUIAVELO Y MONTESQUIEU

 



  "Releer es, a veces, más agradable que la primera lectura de un libro", comenta Pablo Hiriart.



Pablo Hiriart | diciembre 27, 2021

MIAMI, Fl.- Releer es, a veces, más agradable que la primera lectura de un libro.

Escrito por Maurice Joly en la segunda mitad del Siglo XIX, Diálogo en el Infierno entre Maquiavelo y Montesquieu (Seix Barral) es un clásico de la literatura política que puede y debe releerse hoy, no para entender el pasado, sino el presente. Su vigencia es asombrosa.

Desde la presentación de los editores: “Montesquieu defiende la causa de la democracia y de libertad dentro de la ley. En un mundo maquiavelizado Montesquieu queda sin habla. Porque el aliado número uno de su interlocutor (Maquiavelo) ya no es la astucia inescrupulosa de El Príncipe modelo, sino la apatía política del pueblo sojuzgable”.

Joly hace decir a Maquiavelo: “Por lo tanto, no destruiré directamente las instituciones, sino que les aplicaré, una a una, un golpe de gracia imperceptible que desquiciará su mecanismo. De este modo iré golpeando por turno la organización judicial, el sufragio, la prensa, la libertad individual, la enseñanza”.

Concentro parte de esta columna en el tema de la prensa:

Maquiavelo: “… la prensa tiene el talento de hacerse aborrecer, porque solo está siempre al servicio de pasiones violentas, egoístas y exclusivas, porque denigra por convivencia, porque es venal e injusta; porque carece de generosidad y patriotismo”.

Montesquieu: “¡Oh! Si vais a buscar cargos contra la prensa, os será fácil hallar un cúmulo. Si preguntáis para qué puede servir, es otra cosa. Impide, sencillamente, la arbitrariedad en el ejercicio del poder; obliga a gobernar de acuerdo con la constitución; conmina a los depositarios de la autoridad pública a la honestidad y el pudor, al respeto de sí mismos y de los demás. En suma, para decirlo en una palabra, proporciona a quienquiera se encuentre oprimido el medio de presentar su queja y de ser oído. Mucho es lo que puede perdonarse a una institución que, en medio de tantos abusos, presta necesariamente tantos servicios”.

Maquiavelo: “Sí, conozco ese alegato; empero, hacedlo comprender a las masas, si podéis; contad el número de quienes se interesarán por la suerte de la prensa, y veréis”… “Muy pronto la industria de la prensa resultará tan poco lucrativa, merced a la elevación de estos impuestos, que nadie se dedicará a ella sino cuando en realidad le convenga”… “La prensa extranjera es, en efecto, peligrosa en extremo…Es una verdadera indignidad escribir, desde el extranjero, contra el propio gobierno”.

Sigue Maquiavelo: “Vislumbro la posibilidad de neutralizar a la prensa por medio de la prensa misma. Puesto que el periodismo es una fuerza tan poderosa, ¿sabéis qué hará mi gobierno? Se hará periodista, será la encarnación del periodismo”.

Montesquieu: “Milicias de publicidad clandestinamente contratadas por vuestro gobierno”…

Maquiavelo: “No es tan difícil de concebir, sin embargo; tened presente que los periódicos de que os hablo no atacaran jamás las bases ni los principios de mi gobierno, una oposición dinástica dentro de los limites más estrictos”…

Continúa: “El resultado, ya considerable, por cierto, consistirá en hacer decir a la gran mayoría: ¿no veis acaso que bajo este régimen uno es libre, uno puede hablar; que se lo ataca injustamente, pues en lugar de reprimir, como bien podría hacerlo, aguanta y tolera? … han de estar por encima de las injusticias y las pasiones, para que ni los enemigos mismos del gobierno puedan menos que rendirles homenaje”.

Sigue: “Con la ayuda de la oculta lealtad de estas gacetas públicas; puedo decir que dirijo a mi antojo la opinión en todas las cuestiones de política interior o exterior. Excito o adormezco los espíritus, los tranquilizo o los desconcierto, defiendo el pro y el contra, lo verdadero y lo falso. Hago anunciar un hecho y lo hago desmentir, de acuerdo con las circunstancias; sondeo así el pensamiento público, recojo la impresión producida, ensayo combinaciones, proyectos, determinaciones súbitas, en suma lo que en Francia vosotros llamáis globos-sonda”.

Montesquieu: “Si permitís a las milicias de vuestros periódicos hacer, en provecho de vuestros designios, la oposición ficticia que acabáis de describirme, no entiendo muy bien, en verdad, cómo podréis impedir que los periódicos no afiliados respondan, con verdaderos golpes, a esos arañazos cuyos manejos adivinarán”…

Responde Maquiavelo:… Es asaz probable, convengo en ello, que en el centro de la capital, entre una determinada categoría de personas, estas cosas no constituyan un misterio; pero en el resto del país, nadie sospechará su existencia, y la gran mayoría de la nación seguirá con entera confianza por la huella que yo mismo le habré trazado. ¿Qué me importa que, en la capital, cierta gente pueda estar enterada de los artificios de mi periodismo si la mayor parte de su influencia estará destinada a la provincial, donde tender en todo momento la temperatura de opinión que necesite y a la cual estarán dirigidos todos mis intentos?”.

Más adelante… Maquiavelo: “Los pueblos necesitan que sus gobiernos se muestren constantemente ocupados; las masas consienten en permanecer inactivas, a condición de que sus gobernantes les ofrezcan al espectáculo de una continua actividad, de una especie de frenesí; que las novedades y las sorpresas”. … “El objeto único, invariable, de mis confidencias publicas será el bienestar del pueblo. Hable yo, o haga hablar a mis ministros o escritores, el tema de la grandeza del país, de su prosperidad, de la majestad de su misión y su destino nunca quedará agotado…Mis escritos transitarán el liberalismo más entusiasta, más universal”.

Dice el Maquiavelo de Joly que el estadista “no debe temer, llegado al caso, hablar como demagogo, porque después de todo él es el pueblo, y debe tener sus mismas pasiones…En mi obra aconsejo al príncipe que elija como prototipo a un gran hombre del pasado, cuyas huellas debe seguir en todo lo posible”.

Fuente:https://www.elfinanciero.com.mx/opinion/pablo-hiriart/2021/12/27/releer-dialogo-en-el-infierno-entre-maquiavelo-y-montesquieu/

lunes, 27 de diciembre de 2021

EL DON DE UN PADRE Y UNA MADRE PARA LOS NIÑOS DEL MUNDO

 




Por el Cardenal Raniero Cantalamessa, OFM Cap.

* «El pasaje del Evangelio de la festividad termina con una escena de vida familiar que permite entrever toda la vida de Jesús desde los doce a los treinta años: ‘Él bajó con ellos a Nazaret y siguió bajo su autoridad. Su madre iba guardando todas estas cosas en su corazón. Y Jesús iba creciendo en sabiduría, en edad y en gracia ante Dios y los hombres’. Que la Virgen obtenga a todos los niños del mundo el don de poder, también ellos, crecer en edad y gracia rodeados del afecto de un padre y de una madre»

Domingo después de Navidad: Fiesta de la Sagrada Familia: 

I Samuel 1, 20-22.24-28; I Juan 3, 1-2.21-24; Lucas 2, 41-52

«Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Mira que tu padre y yo te buscábamos angustiados». En estas palabras de María vemos mencionados los tres componentes esenciales de una familia: el padre, la madre, el hijo.

No se puede impedir que el Estado busque dar respuesta a situaciones nuevas presentes en la sociedad, reconociendo algunos derechos civiles a personas también del mismo sexo que han decidido vivir juntas sus propias vidas. Lo que importa a la Iglesia –y debería importar a todas las personas interesadas en el bien futuro de la sociedad- es que esto no se traduzca en un debilitamiento de la institución familiar, ya muy amenazada en la cultura moderna.

Se sabe que la forma más efectiva de agotar una realidad o una palabra es la de dilatarla y banalizarla, haciendo que abrace cosas diferentes y entre sí contradictorias. Esto ocurre si se equipara la pareja homosexual al matrimonio entre el hombre y la mujer. El sentido mismo de la palabra «matrimonio» -del latín, función de la madre (matris)- revela la insensatez de tal proyecto.

No se ve, sobre todo, el motivo de esta equiparación, pudiéndose salvaguardar los derechos civiles en cuestión también de otras maneras. No veo por qué esto deberá sonar a un límite y ofensa a la dignidad de las personas homosexuales, hacia quienes todos sentimos el deber de respetar y amar, y de quienes, en algunos casos, conozco personalmente su rectitud y sufrimiento.

Lo que estamos diciendo vale con mayor razón para el problema de la adopción de niños por parte de parejas homosexuales. La adopción por parte de éstas es inaceptable porque es una adopción en exclusivo beneficio de los adoptantes, no del niño, que bien podría ser adoptado por parejas normales de padre y madre. Hay muchas que esperan hacerlo desde hace años.

Las mujeres homosexuales también tienen, se hace observar, el instinto de la maternidad y desean satisfacerlo adoptando a un niño; los hombres homosexuales experimentan la necesidad de ver crecer una joven vida junto a ellos y quieren satisfacerla adoptando a un niño. Pero ¿qué atención se presta a las necesidades y a los sentimientos del niño en estos casos? Se encontrará con que tiene dos madres o dos padres -en lugar de un padre y una madre-, con todas las complicaciones psicológicas y de identidad que ello comporta, dentro y fuera de casa. ¿Cómo vivirá el niño, en el colegio, esta situación que le hace tan diferente de sus compañeros?

La adopción es trastornada en su significado más profundo: ya no es dar algo, sino buscar algo. El verdadero amor, dice Pablo, «no busca el propio interés». Es verdad que también en las adopciones normales los progenitores adoptantes buscan, a veces, su bien: tener alguien en quien volcar su amor recíproco, un heredero de sus esfuerzos. Pero en este caso el bien de los adoptantes coincide con el bien del adoptado, no se opone a él. Dar en adopción un niño a una pareja homosexual, cuando sería posible darlo a una pareja de padres normales, no es, objetivamente hablando, hacer su bien, sino su mal.

El pasaje del Evangelio de la festividad termina con una escena de vida familiar que permite entrever toda la vida de Jesús desde los doce a los treinta años: «Él bajó con ellos a Nazaret y siguió bajo su autoridad. Su madre iba guardando todas estas cosas en su corazón. Y Jesús iba creciendo en sabiduría, en edad y en gracia ante Dios y los hombres». Que la Virgen obtenga a todos los niños del mundo el don de poder, también ellos, crecer en edad y gracia rodeados del afecto de un padre y de una madre.

Evangelio:

Los padres de Jesús iban todos los años a Jerusalén a la fiesta de la Pascua. Cuando tuvo doce años, subieron ellos como de costumbre a la fiesta y, al volverse, pasados los días, el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin saberlo sus padres. Pero creyendo que estaría en la caravana, hicieron un día de camino, y le buscaban entre los parientes y conocidos; pero al no encontrarle, se volvieron a Jerusalén en su busca.

Y sucedió que, al cabo de tres días, le encontraron en el Templo sentado en medio de los maestros, escuchándoles y preguntándoles; todos los que le oían, estaban estupefactos por su inteligencia y sus respuestas.

Cuando le vieron, quedaron sorprendidos, y su madre le dijo:
«Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira, tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando».

Él les dijo:

«Y ¿por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?».

Pero ellos no comprendieron la respuesta que les dio.

Bajó con ellos y vino a Nazaret, y vivía sujeto a ellos. Su madre conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón. Jesús progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres.

Lucas 2, 41-52

Fuente:https://caminocatolico.com/category/meditaciones-y-reflexiones-espirituales/meditaciones-de-p-raniero-cantalamessa/

domingo, 19 de diciembre de 2021

«UNO SE CONVIERTE EN MADRE DE CRISTO ESCUCHANDO LA PALABRA Y PONIÉNDOLA EN PRÁCTICA»

 


* «Por desagracia también en el nivel espiritual existen estas dos tristes posibilidades. Concibe a Jesús sin darlo a luz el que acoge la Palabra, sin ponerla en práctica; quien continúa haciendo un aborto espiritual tras otro, formulando propósitos de conversión que luego son sistemáticamente olvidados y abandonados a mitad de camino. Son, dice Santiago, los que se miran rápidamente en el espejo y luego se van olvidando de cómo eran (cf. Sant 1,23-24). Por el contrario, da a luz a Cristo sin haberlo concebido aquel que hace muchas obras, incluso buenas, pero que no provienen del corazón, del amor a Dios y de recta intención, sino de la costumbre, de la hipocresía, de la búsqueda de la propia gloria y del propio interés, o simplemente de la satisfacción que da el hacer»

* «Nuestras obras son «buenas» sólo si vienen del corazón, si son concebidas por amor de Dios y en la fe. En otras palabras, si la intención que nos guía es recta, o al menos nos esforzamos por rectificarla… Pero es necesario insistir en una cosa: este propósito de nueva vida debe traducirse, sin demora, en algo concreto, en un cambio, a ser posible incluso externo y visible, en nuestra vida y en nuestros hábitos. Si el propósito no se pone en acción, Jesús es concebido, pero no nace. Es uno de los muchos abortos espirituales. ¡Nunca se celebrará «la segunda fiesta» del Niño Jesús, que es la Navidad! Es uno de los muchos aplazamientos, de los cuales quizá nuestra vida ha sido salpicada»

3ª predicación de adviento del Cardenal Cantalamessa al Papa, 17-12-2021:


«Cuando llegó la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer». Sobre el significado y la importancia de estas dos últimas palabras —«nacido de una mujer»— queremos reflexionar en esta última meditación, también por su conexión con la solemnidad de la Navidad que nos disponemos a celebrar.

En la Biblia, la expresión «nacido de mujer» indica la pertenencia a la condición humana hecha de debilidad y mortalidad [1]. Basta con tratar de eliminar estas tres palabras del texto para darse cuenta de su importancia. ¿Qué sería de Cristo sin ellas? Una aparición celestial, desencarnada. El ángel Gabriel también fue «enviado» por Dios, pero para regresar luego al cielo tal como había descendido de él. La mujer, María, es la que «ancló» para siempre al Hijo de Dios a la humanidad y a la historia.

Así leyeron las palabras de Pablo los Padres de la Iglesia que tuvieron que luchar contra la herejía gnóstica y doceta. Destacan con razón el paralelismo entre la expresión «nacido de mujer» y la que el mismo Pablo usa en Romanos 1,3: «de la semilla de David según la carne» [2]. Ignacio de Antioquía tiene una expresión de vértigo: dice que Jesús «nació de María y de Dios» [3], casi como cuando nosotros decimos de alguien que es hijo de tal o cual. De hecho, en todo el universo, María es la única que puede dirigirse a Jesús con las mismas palabras del Padre celestial: «Tú eres mi hijo, yo te he engendrado».

El Apóstol —señala Tertuliano— no dice «factum per mulierem», sino «factum ex muliere», es decir, nacido de mujer, no a través de la mujer. La razón es que, mientras tanto, la herejía doceta había evolucionado y había tomado una apariencia menos radical. Sostenía que Jesús tenía ciertamente una carne, pero de origen celestial, no terrenal, pasada a través de María como a través de un canal, teniendo en ella un camino, no una madre [4]. San León Magno colocará la expresión paulina «nacido de mujer» en el corazón del dogma cristológico, escribiendo en el Tomo a Flaviano que Cristo es «hombre por el hecho de que «nació de una mujer y nació bajo la ley»… El nacimiento en la carne es una prueba clara de su naturaleza humana» [5].

También a propósito de la expresión paulina «nacido de la mujer» vemos que se realiza el gran principio exegético formulado por san Gregorio Magno, es decir, que «la Escritura crece en la medida en que es leída» [6]. Ya san Ireneo lee Gálatas 4,2, «nacido de mujer», a la luz de Génesis 3,15: «Pondré enemistad entre ti y la mujer»[7]. ¡María aparece como la mujer que recapitula a Eva, la madre de todos los vivientes! No se trata de una aparición marginal que entra en escena para luego desaparecer en la nada. Es el punto de llegada de una tradición bíblica que cruza toda la Biblia de un extremo a otro. Comienza con la mujer «hija de Sión» que es la personificación de todo el pueblo de Israel y termina con la mujer «vestida de sol con la luna bajo sus pies» del Apocalipsis (Apoc 12,1) que representa a la Iglesia.

«Mujer» es el término con el que Jesús se dirige a su madre en Caná y bajo la cruz. Es difícil, por no decir imposible, no ver un vínculo, en el pensamiento de Juan, entre las dos mujeres: la mujer simbólica que es la Iglesia y la mujer real que es María. Dicho vínculo es recibido en la Lumen gentium del Vaticano II que, precisamente por esto, trata de María dentro de la constitución sobre la Iglesia.


Cristo debe nacer de la Iglesia


Desde hace algún tiempo, se habla mucho de la dignidad de la mujer. San Juan Pablo II escribió una Carta Apostólica sobre este tema, la Mulieris dignitatem. Por mucha dignidad que las criaturas humanas podamos atribuir a la mujer, siempre permaneceremos infinitamente por debajo de lo que Dios hizo al elegir a una de ellas para ser la madre de su Hijo hecho hombre.

Mucho se ha hecho en los últimos tiempos para aumentar la presencia de las mujeres en las esferas de toma de decisiones de la Iglesia y tal vez quede mucho por hacer. Pero no es eso de lo que deberíamos tratar aquí. En cambio, debemos ocuparnos de otra área, en la que la distinción entre hombre y mujer no tiene importancia, porque la mujer de la que estamos hablando representa a toda la Iglesia, es decir, hombres y mujeres por igual.

En resumen, es esto: Jesús, que una vez nació física y corporalmente de María, ahora debe nacer espiritualmente de la Iglesia y de cada creyente. Una tradición exegética que, en su núcleo inicial se remonta a Orígenes, ha cristalizado en la fórmula: «Maria, vel Ecclesia, vel anima»: María, es decir, la Iglesia, es decir, el alma. Escuchemos cómo un autor medieval, Isaac de Stella, formula esta doctrina: “En las Escrituras divinamente inspiradas, lo que se dice universalmente de la Virgen Madre Iglesia se entiende de una manera singular de la Virgen Madre María; y lo que se dice de manera especial sobre María se entiende en un sentido general de la Iglesia Virgen Madre. Finalmente, cada alma fiel, esposa del Verbo de Dios, madre, hija y hermana de Cristo, también es considerada a su manera virgen y fecunda. La misma Sabiduría de Dios que es el Verbo del Padre aplica, pues, universalmente a la Iglesia lo que se dice especialmente de María, e individualmente también de cada alma creyente [8].”

Comencemos por la aplicación eclesial. Si en el «sentido más pleno» (el llamado sensus plenior), la mujer en las Escrituras indica la Iglesia, ¡entonces la afirmación de que Jesús nació de una mujer implica que debe nacer de la Iglesia hoy!

Hay un icono muy difundido entre los cristianos ortodoxos que se llama la Panhagia, es decir, la Toda Santa. En ella vemos a María de pie, en plena estatura. Sobre su pecho, como si estallara desde dentro, sobresale el niño Jesús que tiene la majestad de un adulto. La mirada del devoto es atraída por el niño, incluso antes que por la madre. De hecho, ella está con los brazos levantados, casi invitando a mirarlo y a hacerle espacio. Así debería ser la Iglesia. Quien lo mira no debería detenerse en ella, sino ver a Jesús. Es la lucha contra la autorreferencialidad de la Iglesia, en la que los dos últimos Sumos Pontífices, Benedicto XVI y el Papa Francisco, han insistido a menudo.

Hay un relato del escritor Franz Kafka que es un símbolo religioso potente en este sentido. Se titula Un mensaje imperial. Habla de un rey que, en su lecho de muerte, llama a un súbdito a su lado y le susurra un mensaje al oído. Ese mensaje es tan importante que hace que se lo repita, a su vez, en el oído. Luego despide con una indicación al mensajero que emprende el camino. Pero escuchemos directamente del autor la continuación del relato, caracterizada por el tono onírico y casi de pesadilla, típico de este escritor: “Avanzando ahora un brazo y después el otro, el mensajero se abre camino a través de la multitud y avanza ligero como nadie. Pero la multitud es inmensa, sus viviendas exterminadas. ¡Cómo volaría si tuviera luz verde! En cambio, se cansa en vano; todavía continúa luchando a través de las estancias del palacio interior, de las que nunca saldrá. E incluso si esto tuviera éxito, no significaría nada: tendría que luchar para bajar las escaleras. E incluso si esto tuviera éxito, no habría hecho nada todavía: tendría que cruzar los patios; y después de los patios, el segundo círculo de palacios. Si fuera capaz de salir corriendo, finalmente, por la última puerta, pero esto nunca, nunca puede suceder, aquí ante él está la ciudad imperial, el centro del mundo, donde se apilan montañas de sus escombros. Allí en medio, nadie logra avanzar, ni siquiera con el mensaje de un muerto. Tú, mientras tanto, siéntate en tu ventana y sueña con ese mensaje, cuando llegue la noche [9].”

Al leer este relato, uno no puede dejar de pensar en Cristo que, antes de abandonar este mundo, confió a la Iglesia el mensaje: «Id por todo el mundo, predicad la buena nueva a toda criatura» (Mc 16,15). Y uno no puede dejar de pensar en los muchos hombres que están en la ventana y sueñan, sin saberlo, con un mensaje como el suyo.

Cité este relato en el discurso que pronuncié en San Pedro el Viernes Santo de 2013, en el primer año de Pontificado del actual Sumo Pontífice. Debemos hacer todo lo posible —dije en esa ocasión—para que la Iglesia nunca se convierta en ese castillo complicado y desordenado descrito por Kafka, y que el mensaje pueda salir de ella libre y alegre como cuando comenzó su carrera. Sabemos cuáles son los «muros de división» que pueden retener al mensajero. Son, ante todo, los muros que separan a las diversas Iglesias cristianas entre sí, luego el exceso de burocracia, los restos de ceremoniales ahora sin sentido: perifollos, leyes y controversias pasadas, que ahora se han convertido solo en escombros.

Sucede como con ciertos edificios antiguos. A lo largo de los siglos, para adaptarse a las exigencias del momento, se han ido llenando de tabiques, escaleras, habitaciones, habitaciones pequeñas y trasteros. Llega el momento en que nos damos cuenta de que todas estas adaptaciones ya no responden a las necesidades actuales, más aún, son un obstáculo; y entonces debemos tener el coraje de demolerlos y devolver al edificio la simplicidad y linealidad de sus orígenes, en vista de su renovado uso.

Si me he permitido repetir aquí estos pensamientos, es para dar gracias a Dios por los pasos decisivos que la Iglesia ha dado mientras tanto para salir de sí misma e «ir a las periferias existenciales del mundo».

Cristo debe nacer del alma


Nos queda reflexionar ahora sobre lo que nos concierne a todos sin distinción y más de cerca: el nacimiento de Cristo del alma creyente. «Cristo —escribe san Máximo el Confesor— nace siempre místicamente en el alma, tomando carne de los que están salvados y haciendo del alma que le genera una madre virgen»[10].

Cómo se convierte uno en madre de Cristo, nos lo explica Jesús en el Evangelio: escuchando, dice, la Palabra y poniéndola en práctica (Cf. Lc 8,21). Es importante notar que hay dos operaciones a realizar. María también se convirtió en la madre de Cristo a través de dos momentos: primero concibiéndolo, luego dándolo a luz.

Hay dos maternidades incompletas o dos tipos de interrupción de maternidad. Uno es la antigua y conocida del aborto. Sucede cuando se concibe una vida pero no se da a luz, porque, mientras tanto, ya sea por causas naturales o por el pecado de los hombres, el feto está muerto. Hasta hace poco, este era el único caso conocido de maternidad incompleta. Hoy se conoce otra que consiste, por el contrario, en dar a luz a un niño sin haberlo concebido. Este es el caso de hijos concebidos en un tubo de ensayo e introducidos en el útero de una mujer, o en el caso del útero prestado para albergar, tal vez mediante un pago, vidas humanas concebidas en otro lugar. En este caso, lo que la mujer da a luz no viene de ella, no se concibe «primero en el corazón y luego en el cuerpo», como dice Agustín de María [11].

Por desagracia también en el nivel espiritual existen estas dos tristes posibilidades. Concibe a Jesús sin darlo a luz el que acoge la Palabra, sin ponerla en práctica; quien continúa haciendo un aborto espiritual tras otro, formulando propósitos de conversión que luego son sistemáticamente olvidados y abandonados a mitad de camino. Son, dice Santiago, los que se miran rápidamente en el espejo y luego se van olvidando de cómo eran (cf. Sant 1,23-24).

Por el contrario, da a luz a Cristo sin haberlo concebido aquel que hace muchas obras, incluso buenas, pero que no provienen del corazón, del amor a Dios y de recta intención, sino de la costumbre, de la hipocresía, de la búsqueda de la propia gloria y del propio interés, o simplemente de la satisfacción que da el hacer. Nuestras obras son «buenas» sólo si vienen del corazón, si son concebidas por amor de Dios y en la fe. En otras palabras, si la intención que nos guía es recta, o al menos nos esforzamos por rectificarla.

San Francisco de Asís tiene una palabra que resume bien lo que me urge destacar: “Somos madres de Cristo —dice— cuando lo llevamos en el corazón y en nuestro cuerpo por medio del amor divino y de la conciencia pura y sincera; lo generamos a través de las obras santas, que deben brillar a los demás en el ejemplo [12].“

Nosotros, quiere decir, concebimos a Cristo cuando lo amamos con sinceridad de corazón y con rectitud de conciencia, y lo damos a luz cuando realizamos obras santas que lo manifiestan al mundo y dan gloria al Padre que está en los cielos. (cf. Mt 5,16). San Buenaventura desarrolló este pensamiento de su Seráfico Padre en un folleto titulado Las cinco fiestas del Niño Jesús [13]. Tales fiestas son para él: la concepción, el nacimiento, la circuncisión, la Epifanía y la Presentación en el templo. El Santo explica cómo celebrar espiritualmente cada una de estas fiestas en la propia vida. Me limito a lo que dice sobre las dos primeras fiestas: la concepción y el nacimiento.

Para san Buenaventura, el alma concibe a Jesús cuando, insatisfecha con la vida que lleva, estimulada por inspiraciones santas y encendida con santo ardor, finalmente se separa resueltamente de sus viejos hábitos y defectos, es como si fuera espiritualmente fecundada por la gracia del Espíritu Santo y concibe el propósito de una nueva vida. ¡La concepción de Cristo ha tenido lugar!

Una vez concebido, el bendito Hijo de Dios nace en el corazón, cuando, después de haber hecho un sano discernimiento, pedido el consejo apropiado e invocado la ayuda de Dios, el alma inmediatamente pone en obra su santo propósito, comenzando a darse cuenta de lo que había estado madurando durante algún tiempo, pero que siempre había pospuesto por temor a no ser capaz de ello.


Pero es necesario insistir en una cosa: este propósito de nueva vida debe traducirse, sin demora, en algo concreto, en un cambio, a ser posible incluso externo y visible, en nuestra vida y en nuestros hábitos. Si el propósito no se pone en acción, Jesús es concebido, pero no nace. Es uno de los muchos abortos espirituales. ¡Nunca se celebrará «la segunda fiesta» del Niño Jesús, que es la Navidad! Es uno de los muchos aplazamientos, de los cuales quizá nuestra vida ha sido salpicada.

Si decides cambiar tu estilo de vida —amonesta el santo—, entonces necesitas armarte de coraje. Deberás afrontar dos tipos de tentación. Se te presentarán primero los hombres carnales de tu entorno para decirte: «Lo que emprendes es demasiado arduo; nunca lo lograrás, te faltarán las fuerzas, tu salud estará por medio; estas cosas no son apropiadas para tu estado, comprometes tu buen nombre y la dignidad de tu cargo…».

Una vez superado este obstáculo, se presentarán otros que, tal vez, sean personas piadosas y religiosas, pero que no creen verdaderamente en el poder de Dios y de su Espíritu. Te dirán que, si comienzas a vivir de esta manera —dando tanto espacio a la oración, evitando chismes inútiles, haciendo obras de caridad—, pronto serás considerado un santo, un hombre espiritual, y como sabes muy bien que aún no eres un santo, terminarás engañando a la gente y siendo un hipócrita, atrayendo sobre ti la ira de Dios que escudriña los corazones. A todas estas tentaciones —dice el santo—, hay que responder con fe: «¡La mano del Señor no se ha vuelto demasiado corta como para que no pueda salvar!» (Is 59,1).

En la plenitud de los tiempos nació el Hijo de Dios «de mujer»; hoy quiere nacer de nuevo en mi vida. Preguntémonos: ¿habrá espacio para él en la abarrotada y desordenada posada de mi corazón?

Se va a concluir el año en que se ha celebrado el séptimo centenario de la muerte de Dante Alighieri. Terminemos haciendo nuestra la maravillosa oración a la Virgen del último canto de su Paraíso. Él también, como Pablo y Juan, simplemente llama a María «la Mujer»:

«Virgen Madre, hija de tu hijo,
humilde y alta más que criatura,
término fijo de consejo eterno [es decir, cumplimiento de un plan eterno de Dios]

Tú eres, la que a la naturaleza humana
ennobleciste de tal manera, que su autor
no desdeñó hacerse su criatura.

En tu seno el amor fue reavivado,
por cuyo calor en paz eterna
germinó esta flor [es decir, la rosa mística de los bienaventurados]

Que eres para nosotros refulgente meridiana
de caridad, aquí y allá, entre los mortales,
eres de esperanza fuente viva.

Mujer, eres tan grande y vales tanto,
que quien quiere gracia y no recurre a ti,
su distancia quiere volar sin alas. [en prosa: pobre iluso: quiere volar sin alas]

Tu benignidad no ayuda
a quien le pide, sino que muchas veces [muchas veces]
libremente al pedir se anticipa.

En ti misericordia, en ti piedad,
en ti magnificencia, en ti se reúne
todo lo que en la criatura hay de bondad.

Santo Padre, Venerables Padres, hermanos y hermanas, ¡Feliz Navidad!

Cardenal Raniero Cantalamessa OFM Cap.

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©Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco

[1] Cf Job 14.1; 15,14; 25.4.
[2] Ignacio de Antioquía, Trallianos 9,1; Esmirnos 1, Ireneo de Lyon, Adv. Haer. III, 16,3.
[3] Ignacio de Antioquía,, Efesios, 7,1
[4] Cf. Tertuliano, De carne Christi, 20.
[5] León Magno, Carta 28 a Flaviano, 4.
[6] Gregorio Magno, Comentario moral sobre Job, XX, 1.
[7] Ireneo, Adv. Haer., IV, 40,3.
[8] Isaac de Stella, Discursos 51: PL 194, 1863s.
[9] F. Kafka, Un messaggio imperiale, en Racconti (Milán 1972) 146s.
[10] San Máximo Confesor, Comentario sobre el Padre Nuestro: PG. 90,889.
[11] San Agustín, Sermones, 215.4: PL 38,1074.
[12] San Francisco de Asís, Carta a todos los fieles, 1: Fonti Francescane, n. 178.
[13] San Buenaventura, De quinque festivitatibus Pueri Jesu (ed. Quaracchi 1949) 207s.

Fuente: https://caminocatolico.com/3a-predicacion-de-adviento-del-cardenal-cantalamessa-al-papa-17-12-2021-uno-se-convierte-en-madre-de-cristo-escuchando-la-palabra-y-poniendola-en-practica-dice-jesus-en-el-evangelio/

sábado, 11 de diciembre de 2021

«DIOS ENVIÓ A NUESTROS CORAZONES EL ESPÍRITU DE SU HIJO»




* «Sin el Espíritu Santo: Dios está muy lejos, Cristo permanece en el pasado, el Evangelio es letra muerta, la Iglesia, una organización sencilla, la autoridad una dominación, la misión una propaganda, el culto una evocación, el obrar cristiano una moral de esclavos. Pero, con el Espíritu Santo: el cosmos se levanta y gime en el nacimiento del reino, el hombre lucha contra la carne, Cristo está presente, el evangelio es el potencia de vida, la Iglesia, signo de la comunión trinitaria, la autoridad servicio liberador, la misión un Pentecostés, la liturgia memorial y anticipación, el obrar humano es divinizado»»

Camino Católico.- El Cardenal Raniero Cantalamessa , predicador de la Casa Pontificia, ha predicado en la mañana del viernes 10 de diciembre de 2021 su segunda reflexión de adviento en el Aula Pablo VI, ante el Papa Francisco, personal del Vaticano y miembros de la Curia. La meditación se titula «Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo», y se ha centrado sobre todo en la necesidad de invocar al Espíritu Santo, para obtener guía y valentía, uno de los temas preferidos y más frecuentes del cardenal Cantalamessa.

No basta, ha dicho, recitar «un Pater, un Ave y un Gloria, al comienzo de nuestros encuentros pastorales», para luego pasar rápidamente a la agenda. Ha propuesto que, en la medida en que lo permitan las circunstancias, «uno debe permanecer expuesto al Espíritu Santo por un tiempo, darle tiempo para manifestarse».

Cantalamessa ha dicho que «no debemos esperar respuestas inmediatas y espectaculares». Dios conoce los tiempos y los caminos. Lo importante, dijo, es “pedir y recibir fuerza de lo alto; el camino de la manifestación debe dejarse a Dios «.

El Espíritu Santo, ha asegurado, es “el único que abre nuevos caminos, sin negar jamás los viejos. No hace cosas nuevas, pero las hace nuevas». Lo aclaró así: no crea nuevas doctrinas y nuevas instituciones, sino que renueva y anima las instituidas por Jesús.

Cantalamessa ha recomendado un «tesoro» de la Iglesia latina: el himno Veni Creator Spiritus. Desde su redacción en el siglo IX, «ha resonado incesantemente en el cristianismo, como una epíclesis prolongada sobre toda la creación y la Iglesia».

A partir de los primeros años del segundo milenio, «cada año nuevo, cada siglo, cada cónclave, cada concilio ecuménico, cada sínodo, cada ordenación sacerdotal o episcopal, cada encuentro importante en la vida de la Iglesia se abre con el canto de este himno». El himno recoge «toda la fe, la devoción y el deseo ardiente del Espíritu de las generaciones que la cantaron antes que nosotros». Y ahora, cuando lo canta incluso «por el más modesto coro de los fieles, Dios la escucha así, con esta inmensa» orquestación «que es la comunión de los santos». El texto completo de esta segunda predicación de Adviento del padre Cantalamessa al Papa y la curia es el siguiente:

2ª predicación de Adviento, del Cardenal Raniero Cantalamessa del 10-12-2021





En 1882 el arqueólogo William M. Ramsay descubrió en Hierópolis, en Frigia, una antigua inscripción griega. El hallazgo fue donado por el sultán Abdul Hamid al papa León XIII en 1892, con ocasión de su jubileo. Desde el Museo de Letrán pasó a continuación al Museo Pío Cristiano.

El epitafio —definido por los historiadores como «la reina de las inscripciones cristianas»—, contiene el testamento espiritual de un obispo llamado Abercio que vivió hacia finales del siglo II. En él, el autor resume toda su experiencia de la fe cristiana. Lo hace en el lenguaje impuesto en ese momento por la «disciplina de lo arcano», es decir, utilizando metáforas y expresiones, cuyo significado solo los cristianos podían entender, sin exponerse a sí mismos y a los demás a la burla y a la persecución. Escuchémosla de cerca en la parte que más nos interesa:

«Yo, de nombre Abercio, [soy] discípulo del pastor casto con ojos grandes que apacienta rebaños de ovejas por montes y llanuras… Él me enseñó las escrituras dignas de fe; me envió a Roma para contemplar el palacio y ver a una reina con túnicas y zapatos de oro; vi allí a un pueblo con un sello brillante. También visité la llanura de Siria y todas sus ciudades y, más allá del Éufrates, Nisibi. En todas partes encontré hermanos…, tenía a Pablo conmigo, y la Fe me guió en todas partes y me dió de comer un Pez muy grande y puro, que la casta Virgen concibió y que [la Fe] suele dar de comer todos los días a sus fieles amigos, teniendo un excelente vino que hace para dar junto con el pan» .

El pastor «de ojos grandes» es Jesús, las escrituras son la Biblia, la reina con las túnicas doradas (alusión al Salmo 45,10) es la Iglesia, el sello es el bautismo; Pablo es, naturalmente, el apóstol; el pez, como en muchos mosaicos antiguos, indica a Cristo; la casta Virgen es María; el pan y el vino, la Eucaristía. A los ojos de Abercio, Roma no es tanto la capital del imperio (que incluso en ese momento está en el apogeo de su poder), sino «el palacio» de otro reino, el centro espiritual de la Iglesia.

Lo que llama la atención en este testamento es la frescura, el entusiasmo y el asombro con que Abercio mira el nuevo mundo que la fe ha abierto de par en par ante él. ¡Para él todo esto no es verdaderamente algo que deba darse por descontado! Es la verdadera novedad del mundo y de la historia. Precisamente lo he recordado por esta razón: porque es el sentimiento que los cristianos de hoy más necesitamos redescubrir. Se trata, una vez más, de mirar las vidrieras de la catedral desde su interior, más que desde la vía pública.

Después de unos sesenta años de predicar en todo el mundo, podría hacer mío el testamento de Abercio, sin tener necesidad siquiera de usar su lenguaje velado. Yo también, dentro de mis posibilidades, he conocido en todas partes este nuevo pueblo a quien la Lumen Gentium del Vaticano II define como el pueblo mesiánico que «tienen a Cristo como cabeza, como condición la dignidad y la libertad de los hijos de Dios, por ley el nuevo precepto del amor y como fin el reino de Dios» (cf. LG 9).

El mismo Concilio recuerda que la Iglesia está formada por santos y pecadores; más aún, que ella misma —como realidad concreta e histórica—, es santa y pecadora, «casta meretrix», como la llaman algunos Padres , y que las dos cosas — pecado y santidad— están presentes en cada miembro suyo, no sólo entre una categoría y otra de ellas. Es correcto, por lo tanto, que nos entristezcamos y lloremos por los pecados de la Iglesia, pero también es correcto y apropiado alegrarnos por su santidad y su belleza. Por una vez elegimos hacer esta segunda cosa, que es quizás la más difícil y descuidada hoy en día.

La prueba de que somos hijos de Dios


Volvamos al texto de Gálatas que estamos comentando: Cuando llegó la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la Ley, para rescatar a los que estaban bajo la Ley, para que recibiéramos la adopción filial. Y que sois hijos se demuestra por el hecho de que Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: «¡Abbá! ¡Padre!» Así que ya no eres esclavo, sino hijo, y si eres hijo, también eres heredero por la gracia de Dios.

La última vez meditamos en la primera parte sobre nuestro ser hijos de Dios; meditemos ahora sobre la segunda parte, sobre el papel desempeñado por el Espíritu Santo en todo esto. Debemos tener en cuenta el pasaje casi gemelo de Romanos 8,15-16:

No habéis recibido un espíritu de esclavos para volver a caer en el miedo, sino que habéis recibido el Espíritu que hace hijos adoptivos, a través del cual clamamos: «¡Abbá! ¡Padre!» El Espíritu mismo, junto con nuestro espíritu, testifica que somos hijos de Dios.

La última vez hablé de la importancia de la Palabra de Dios para saborear la dulzura de saberse hijos de Dios y experimentar a Dios como Padre bueno. San Pablo nos dice ahora que hay otro medio sin el cual, incluso la Palabra de Dios, es insuficiente: ¡el Espíritu Santo!

San Buenaventura termina su tratado Itinerario de la mente a Dios con una frase alusiva y misteriosa; dice: «Nadie conoce esta sabiduría mística secretísima, excepto quien la recibe; nadie la recibe excepto quien lo desea; nadie la desea excepto quien está inflamado en las profundidades del Espíritu Santo enviado por Cristo a la tierra». En otras palabras, podemos desear tener un conocimiento vivo de ser hijos de Dios y experimentarlo, pero obtener esto es obra solo del Espíritu Santo.

¿El Espíritu «testifica» que somos hijos de Dios? ¿Qué significan estas palabras? No se puede tratar de una especie de atestado externo y jurídico como en las adopciones naturales, o como lo es el certificado de bautismo. Si el Espíritu es «prueba» de que somos hijos de Dios, si Él lo «testifica» a nuestro espíritu, no puede ser algo que sucede en alguna parte, pero de lo que no tengamos percepción ni confirmación.

Desgraciadamente, así es como se nos lleva a pensar. Sí, en el bautismo nos hemos convertido en hijos de Dios, miembros de Cristo, el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones…, pero todo esto por fe, sin que nada se mueva dentro de nosotros. Creído con la mente, pero no vivido con el corazón. ¿Cómo cambiar esta situación? El Apóstol nos dio la respuesta: ¡El Espíritu Santo! No sólo el Espíritu Santo que hemos recibido en el bautismo, sino el que debemos pedir y recibir siempre de manera nueva. El Espíritu «testimonia» que somos hijos de Dios; ahora testimonia, no «testimonió», se entiende de una vez por todas en el bautismo.

Por lo tanto tratemos de entender cómo el Espíritu Santo obra este milagro de abrir nuestros ojos a la realidad que llevamos dentro. La mejor descripción de cómo el Espíritu Santo lleva a cabo esta operación en el creyente la he encontrado en un discurso para el Pentecostés de Lutero. (Seguimos, con él, el criterio paulino de «examinarlo todo y quedarnos con lo bueno»).

Mientras el hombre viva en el régimen del pecado, bajo la ley, Dios se le aparece como un dueño severo, uno que opone a la satisfacción de sus deseos terrenales con eso perentorios suyos: «Debes…, no debes». No tienes que desear las cosas de los demás, la mujer de los demás… En este estado, el hombre acumula en lo más profundo de su corazón un resentimiento sordo contra Dios, lo ve como un adversario de su felicidad, hasta el punto de que, si dependiera de él, sería muy feliz si no existiera.

Si todo esto nos parece una reconstrucción exagerada, como grandes pecadores, que no nos concierne de cerca, miremos dentro de nosotros mismos y observemos lo que sale del fondo oscuro de nuestro corazón ante una voluntad de Dios, o una obediencia que atraviesa nuestros planes. En las tandas de Ejercicios Espirituales que tengo ocasión de predicar suelo proponer a los participantes que se sometan a una prueba psicológica por su cuenta para descubrir qué idea de Dios prevalece en ellos. Invito a que se pregunten: ¿qué sentimientos, qué asociaciones de ideas surgen espontáneamente en mí, antes de cualquier reflexión, cuando, recitando el Padre Nuestro, llego a las palabras: «Hágase tu voluntad»?

No es difícil darse cuenta de que inconscientemente la voluntad de Dios está conectada con todo lo que es desagradable, doloroso y todo lo que constituye una prueba, una exigencia de renuncia, un sacrificio de todo aquello, resumidamente, que puede verse como que mutilan nuestra libertad y desarrollo individual. Pensamos en Dios como si fuera esencialmente el enemigo de toda fiesta, alegría, placer. Si en ese momento pudiéramos mirar nuestra alma como en el espejo, nos veríamos como personas que inclinan la cabeza, resignadas, murmurando entre los dientes: «Si realmente no se puede prescindir… pues bien, hágase tu voluntad».

Veamos qué hace el Espíritu Santo para sanarnos de este terrible engaño heredado de Adán. Al entrar en nosotros, en el bautismo y luego en todos los demás medios de santificación, comienza mostrándonos un rostro diferente de Dios, el rostro que Jesús nos reveló en el Evangelio. Nos lo descubre como un aliado de nuestra alegría, como aquel que por nosotros «ahorró a su propio Hijo» (Rom 8,32).

Poco a poco florece el sentimiento filial, que se traduce espontáneamente en el grito: ¡Abba, Padre! Estamos listos a decir como Job al final de su historia: “De oídas había oído hablar de ti, pero ahora te veo con mis propios ojos. (Jb 42,5). ¡El hijo ha tomado el lugar del esclavo y el amor el del miedo! El hombre deja de ser el antagonista de Dios y se convierte en su aliado. El pacto con Dios ya no es solo una estructura religiosa en la que se nace, sino un descubrimiento, una elección, una fuente de seguridad inquebrantable: «Si Dios está con nosotros, es nuestro aliado, ¿quién estará en contra de nosotros?» (cf. Rom 8,31).

La oración de los hijos


El lugar privilegiado en el que el Espíritu Santo obra siempre de nuevo el milagro de hacernos sentir hijos de Dios es la oración. El Espíritu no da una ley de oración, sino una gracia de oración. La oración no viene a nosotros, principalmente, por el aprendizaje externo y analítico, sino que viene a nosotros por infusión, como don. ¡Esta es la «buena noticia» sobre la oración cristiana! La fuente misma de la oración viene a nosotros y consiste en el hecho de que «Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!» (Gál 4,6).

El grito del creyente ¡Abba! muestra, por sí solo, que quien ora en nosotros, a través del Espíritu, es Jesús, el Hijo unigénito de Dios. Por sí mismo, de hecho, el Espíritu Santo no podía dirigirse a Dios, llamándolo Abbá, porque no es «engendrado», sino que solo «procede» del Padre. Lo puede hacer porque es el Espíritu del Hijo unigénito que continúa la oración de la cabeza en los miembros.

Por tanto, es el Espíritu Santo quien infunde, en el corazón, el sentimiento de la filiación divina, que nos hace sentirnos (no sólo ¡sabernos!) hijos de Dios. A veces esta operación fundamental del Espíritu se lleva a cabo repentina e intensamente, en la vida de una persona, y entonces uno puede contemplar todo su esplendor. Con ocasión de un retiro, de un sacramento recibido con disposiciones especiales, de una palabra de Dios escuchada con un corazón dispuesto, o con ocasión de la oración para la efusión del Espíritu (el llamado «bautismo en el Espíritu»), el alma se inunda con una nueva luz, en la que Dios se revela a ella, de una manera nueva, como Padre. Experimentamos lo que realmente significa la paternidad de Dios; el corazón se enternece y la persona tiene la sensación de renacer de esta experiencia. Dentro de ella aparece una gran confianza y un sentido nunca experimentado de la condescendencia de Dios.

En otras ocasiones, sin embargo, esta revelación del Padre va acompañada de tal sentimiento de la majestad y trascendencia de Dios que el alma está como abrumada y se calla. (¡No estoy describiendo mis experiencias, sino las de los santos!) Se entiende por qué algunos santos empezaban el «Padre Nuestro» y, después de horas, todavía estaban parados en estas primeras palabras. De santa Catalina de Siena, su confesor y biógrafo, el beato Raimundo de Capua, escribe que «difícilmente terminaba el “Padre Nuestro”, sin estar ya en éxtasis».

Esta forma vívida de conocer al Padre generalmente no dura mucho, ni siquiera en los santos. Vuelve pronto el momento en que el creyente dice «¡Abba!», sin sentir nada, y continúa repitiéndolo solo en la palabra de Jesús. Es el momento, entonces, de recordar que cuanto menos feliz hace ese clamor a quien lo pronuncia, tanto más feliz es el Padre que lo escucha, porque está hecho de pura fe y abandono.

Somos, entonces, como aquel famoso músico (hablo de Beethoven) que, habiéndose quedado sordo, siguió componiendo e interpretando espléndidas sinfonías para deleite de quien escuchaba, sin que él pudiera saborear una sola nota. Hasta el punto de que cuando el público, tras escuchar una de sus obras (la famosa Novena Sinfonía) explotó en un huracán de aplausos, tuvieron que tirar de la solapa de su traje para que se diera cuenta de ello y se girara para dar las gracias. La sordera, en lugar de apagar su música, la hizo más pura y también lo hace la aridez con nuestra oración si perseveramos en ella.

Cuando se habla de la exclamación «¡Abbá Padre!», solemos pensar solo en lo que esta palabra significa para quien la pronuncian, en lo que nos concierne. Uno casi nunca piensa en lo que significa para Dios que la escucha y lo que produce en él. En definitiva, no se piensa en la alegría de Dios por sentirse llamado papá. Pero es Padre, sabe lo que se experimenta al ser llamado así con el inconfundible timbre de voz del propio hijo o hija. Es como convertirse en padre cada vez, porque cada vez ese llanto te recuerda y te hace darte cuenta de que lo eres; llama a la existencia a la parte más recóndita de ti mismo.

Jesús sabía esto, por eso llamó a Dios tan a menudo. ¡Abbá! y nos enseñó a hacer lo mismo. Le damos a Dios una alegría simple y única al llamarlo papá: la alegría de la paternidad. Su corazón «se conmueve» dentro de él, sus entrañas «se estremecen de compasión», al sentirse llamado así (cf. Os 11, 8). Y todo esto dije que lo podemos hacer incluso cuando no «sentimos» nada.

Precisamente en este tiempo de aparente lejanía de Dios y aridez descubrimos toda la importancia del Espíritu Santo para nuestra vida de oración. Él —a quien no hemos visto y oído—, «viene en ayuda de nuestra debilidad», llena nuestras palabras y nuestros gemidos de deseo de Dios, de humildad y de amor, «y quien escudriña los corazones y sabe cuáles son los deseos del Espíritu» (cf. Rom 8, 26-27). El Espíritu se convierte, entonces, en la fuerza de nuestra oración «débil», en la luz de nuestra oración apagada; en una palabra, en el alma de nuestra oración. Realmente, «riega lo que está árido», como decimos en la secuencia en su honor.

Todo esto sucede por fe. Basta con que yo diga o piense: «Padre, me has dado el Espíritu de Jesús tu Hijo; formando así «un solo espíritu con él» (1 Cor 6,17), recito este salmo, celebro esta Santa Misa, o simplemente estoy en silencio, aquí en tu presencia. Quiero darte esa gloria y esa alegría que Jesús te daría, si fuera él quien te rezara de nuevo desde la tierra».

Lo que el Espíritu le dice a la Iglesia


Antes de concluir, quisiera aludir a una aplicación pastoral de esta reflexión sobre el papel del Espíritu Santo. He citado en otras ocasiones las palabras que el metropolita ortodoxo Ignacio de Latakia pronunció en una solemne reunión ecuménica en 1968, pero vale la pena escucharlas de nuevo aquí:

«Sin el Espíritu Santo:
Dios está muy lejos,
Cristo permanece en el pasado,
el Evangelio es letra muerta,
la Iglesia, una organización sencilla,
la autoridad una dominación,
la misión una propaganda,
el culto una evocación,
el obrar cristiano una moral de esclavos.

Pero, con el Espíritu Santo:
el cosmos se levanta y gime en el nacimiento del reino,
el hombre lucha contra la carne,
Cristo está presente,
el evangelio es el potencia de vida,
la Iglesia, signo de la comunión trinitaria,
la autoridad servicio liberador,
la misión un Pentecostés,
la liturgia memorial y anticipación,
el obrar humano es divinizado».

Debemos basar todo en el Espíritu Santo. No basta con recitar un Padrenuestro, Avemaría y Gloria, al comienzo de nuestras reuniones pastorales, para luego pasar rápidamente al orden del día. Cuando las circunstancias lo permiten, hay que permanecer expuestos al Espíritu Santo durante un tiempo, darle tiempo para manifestarse. Sintonizarse con él.

Sin estas premisas, las resoluciones y los documentos siguen siendo palabras que se añaden a palabras. Sucede como en el sacrificio de Elías en el Carmelo. Elías recogió la madera, la mojó siete veces; hizo todo lo que podía; luego oró al Señor para que hiciera bajar el fuego del cielo y consumara el sacrificio. Sin ese fuego de lo alto, todo habría quedado solo en madera húmeda (cf. 1 Re 18,20s.).

Estas son cosas que, sin aspavientos, comienzan a realizarse en la Iglesia. Este año recibí una carta del párroco de una diócesis francesa. Dijo: «Desde hace casi tres años, nuestro arzobispo nos ha lanzado a todos a la aventura misionera y ha constituido una fraternidad de misioneros diocesanos. Nos hemos propuesto vivir un ciclo de preparación para el bautismo en el Espíritu. Fue una experiencia muy hermosa con 300 cristianos de toda la diócesis, junto con el Arzobispo. Poco después, las 28 clarisas de un monasterio cercano pidieron hacer la misma experiencia».

No se deben esperar respuestas inmediatas y espectaculares. La nuestra no es una danza del fuego, como la de los sacerdotes de Baal en el Carmelo. Los tiempos y los caminos son conocidos por Dios. Recordemos la palabra de Cristo a sus apóstoles: «No os toca a vosotros conocer los tiempos o momentos que el Padre ha reservado para su poder, sino que recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra» (Hch 1,7-8). Lo importante es pedir y recibir fuerza de lo alto; la forma de manifestarse debe dejarse a Dios.

Esta necesidad se impone de modo particular en el momento en que la Iglesia se lanza a la aventura sinodal. Sobre este punto sólo queda releer y meditar las palabras pronunciadas por el Santo Padre en la homilía para la apertura del Sínodo del pasado 10 de octubre. En ella exhortaba a tomar «un tiempo para dar espacio a la oración, a la adoración, a lo que el Espíritu quiere decir a la Iglesia».

Me pregunto si, al menos en las asambleas plenarias de cada circunscripción, local o universal, es posible designar a un animador espiritual para organizar tiempos de oración y de escucha de la Palabra, al margen de las reuniones. «El testimonio de Jesús es el espíritu de profecía», dice el libro del Apocalipsis (Apoc 19,10). El espíritu de profecía se manifiesta preferentemente en un contexto de oración comunitaria.

Tenemos un ejemplo maravilloso de todo esto con ocasión de la primera crisis que la Iglesia tuvo que afrontar en su misión de proclamar el Evangelio. Pedro y Juan son arrestados y encarcelados por haber «anunciado en Jesús la resurrección de los muertos». Son liberados por el Sanedrín con el mandato de «no hablar en modo alguno ni enseñar en el nombre de Jesús». Los apóstoles se encuentran ante una situación que se repetirá muchas veces a lo largo de la historia: callar, fallando al mandato de Jesús, o hablar con el riesgo de una intervención brutal de la autoridad que ponga fin a todo.

¿Qué hacen los apóstoles? Van a la comunidad. Esta reza. Uno proclama el versículo del salmo: «Los reyes de la tierra se levantaron, y los príncipes se aliaron contra el Señor y contra su Cristo» (Sal 2,2). Otro lo aplica a lo que sucedió en la alianza entre Herodes y Poncio Pilato respecto de Jesús. «Cuando terminaron la oración —se lee—, el lugar donde estaban reunidos tembló y todos fueron llenados del Espíritu Santo y proclamaban la palabra de Dios con franqueza (parrhesia)» (cf. Hch 4,1-31). Pablo muestra que esta praxis no quedó aislada en la Iglesia: «Cuando os reunís —escribe a los Corintios—, uno tiene un salmo, otro tiene una enseñanza; uno tiene una revelación, uno tiene el don de lenguas, otro tiene el don de interpretarlas» (1 Cor 14,26).

Lo ideal para cualquier resolución sinodal sería poderla anunciar —al menos idealmente— a la Iglesia con las palabras de su primer concilio. «Nos ha parecido bien al Espíritu Santo y a nosotros…» (Hch 15,28). El Espíritu Santo es el único que abre nuevos caminos, sin negar nunca los antiguos. ¡No hace cosas nuevas, sino que hace nuevas las cosas! Es decir, no crea nuevas doctrinas o nuevas instituciones, sino que renueva y vivifica las que Jesús ha instituido. Sin él, siempre llegaremos tarde a la historia. «El Espíritu Santo —decía el Santo Padre en la homilía recordada— sopla de manera siempre sorprendente, para sugerir nuevos itinerarios y lenguajes.» Él —añado yo—, es el maestro de ese aggiornamento que san Juan XXIII planteó como objetivo del Concilio. ¡El Concilio debía llevar a cabo un nuevo Pentecostés y el nuevo Pentecostés debe ahora llevar a cabo el Concilio!

La Iglesia latina posee un tesoro para este fin: el himno Veni Creador Spiritus. Desde que fue compuesto en el siglo IX, ha resonado incesantemente en la cristiandad, como una epíclesis prolongada sobre toda la creación y sobre la Iglesia. Desde los primeros años del segundo milenio, cada nuevo año, cada siglo, cada cónclave, cada concilio ecuménico, cada sínodo, cada ordenación sacerdotal o episcopal, cada encuentro importante en la vida de la Iglesia se han abierto con el canto de este himno. Recuerdo que con un solemne canto del mismo, san Juan Pablo II abrió el nuevo milenio en San Pedro. Se ha llenado de toda la fe, la devoción y el ardiente deseo del Espíritu de las generaciones que lo han cantado antes que nosotros. Y ahora, cuando es cantado, incluso por el coro más modesto de fieles, Dios lo escucha de esta manera, con esta inmensa «orquestación» que es la comunión de los santos.

Os pido la caridad, venerados Padres, hermanos y hermanas, de que os levantéis y lo cantéis conmigo para invocar una renovada efusión del Espíritu sobre nosotros y sobre toda la Iglesia.

Cardenal Raniero Cantalamessa OFM Cap.

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©Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco

1. En Enchiridion Fontium Historiae Ecclesiasticae Antiquae (Herder 1965) 92-94.
2. Cf. H.U. VON BALTHASAR, «Casta meretrix», en Sponsa Christi (Morcelliana, Brescia 1969).
3. BUENAVENTURA, Itinerario de la mente a Dios 7,4.
4. Cf. LUTERO, Sermón de Pentecostés (WA, 12, 568s.).
5. RAIMUNDO DE CAPUA, Leyenda mayor, 113.
6. METROPOLITA IGNACIO DE LATAKIA, en The Uppsala Report Ginebra 1969) 298.

https://caminocatolico.com/2a-predicacion-de-adviento-del-cardenal-cantalamessa-al-papa-10-12-2021-invocar-al-espiritu-santo-para-obtener-guia-no-esperar-respuestas-inmediatas-y-dejar-a-dios-actuar/

lunes, 6 de diciembre de 2021

«NO PUEDE TENER A DIOS COMO PADRE EL QUE NO TIENE AL PRÓJIMO COMO HERMANO»




1ª predicación de adviento del Cardenal Cantalamessa, 3-12-2021:


* «Un resultado inmediato de todo esto es que tomas conciencia de tu dignidad. ‘ Reconoce, oh cristiano, tu dignidad —nos exhortará san León Magno en la noche de Navidad— y, hecho partícipe de la naturaleza divina, no quieras volver a la abyección del pasado’. Otro resultado, aún más importante, es que tomas conciencia de la dignidad de los demás, también ellos hijos e hijas de Dios. Para nosotros, los cristianos, la fraternidad humana tiene su razón última en el hecho de que Dios es padre de todos, que todos somos hijos e hijas de Dios y, por lo tanto, hermanos y hermanas entre nosotros. No puede haber un vínculo más fuerte que este y, para nosotros los cristianos, una razón más urgente para promover la fraternidad universal»


* « Una cosa, por lo tanto, trataremos de no hacer más. No diremos, ni siquiera tácitamente, a Dios Padre: «Escoge: o yo, o mi adversario; ¡declara de qué lado estás!» No se puede imponer a un padre esta cruel alternativa de elegir entre dos hijos, solo porque están peleados entre sí. Por lo tanto, no tentaremos a Dios, pidiéndole que se case con nuestra causa contra el hermano. Cuando estemos en desacuerdo con un hermano, incluso antes de hacer valer y discutir nuestro punto de vista (que también es lícito y a veces debido), le diremos a Dios: ‘Padre, salva a ese hermano mío, sálvanos a los dos; no deseo tener razón y que él esté equivocado. Quiero que también él esté en la verdad, o al menos en la buena fe’. Esta misericordia de unos a otros es indispensable para vivir la vida del Espíritu y la vida comunitaria en todas sus formas. Es indispensable para la familia y para toda comunidad humana y religiosa, incluida la Curia Romana. Nosotros, dice san Agustín, somos vasijas de barro: nos hacemos daño sólo tocándonos»

Camino Católico.- Como dicta la tradición, la Curia romana – sin el Papa Francisco, viajando a Chipre – escuchó al Cardenal Raniero Cantalamessa, Predicador de la Casa Pontificia, en la primera predicación de Adviento, el viernes 3 de diciembre de 2021, en el Aula Pablo VI. El capuchino ha exhortado a sus hermanos cardenales, obispos y sacerdotes a maravillarse de su fe. Y a no pensar en la Iglesia a la luz de las controversias y escándalos que la atraviesan.

El predicador ha advertido contra la recapitulación de la Iglesia en «escándalos, controversias, enfrentamientos de personalidades, cotilleos o cierta buena voluntad en el ámbito social». Limitarlo a «un asunto de hombres, como los hay a lo largo de la historia», es evitar ver el «esplendor interior de la Iglesia» y de la vida cristiana, ha afirmado. No perder de vista este misterio no significa «hacer la vista gorda ante la realidad de los hechos». Significa no «dejarse aplastar por ellos».

La Iglesia es para él como la vidriera de una catedral: «piezas de vidrio oscuro» si estás afuera. Pero, una vez adentro, «¡qué esplendor de colores, historias y significado!».

El «peligro mortal» que enfrenta la Iglesia, ha añadido el cardenal, sería «dar por sentado las cosas más sublimes de nuestra fe». Y antes que nada mencionar el hecho de haberme convertido en hijo de Dios por la gracia del bautismo. Una realidad extraordinaria que invita, según el capuchino, a pasar «de la fe al asombro». Creer, explicó a los miembros de la Curia, en realidad no es suficiente, también requiere «el asombro de la fe» que es «iluminación».

Esta iluminación es ante todo una experiencia que pasa de la «verdad cruda» de la fe a «una realidad vivida». Para dar este “salto cualitativo”, el cardenal de 87 años ha animado a leer la Palabra de Dios: “Tarde o temprano […] la realidad de las palabras, aunque sea por un momento, explotará en ti, suficiente para el resto de tu vida”. Una conversión interior que, en última instancia, permite captar la fraternidad humana, ha concluido el italiano, encontrando «su razón última de ser en el hecho de que Dios es el Padre de todos… No puede tener a Dios como padre el que no tiene al prójimo como hermano». El texto completo de esta primera predicación de Adviento del padre Cantalamessa al Papa y la curia es el siguiente:


La pasada Cuaresma traté de resaltar el peligro de vivir «etsi Christus non daretur», «como si Cristo no existiera». Continuando en esta línea, en las meditaciones de Adviento quisiera llamar la atención sobre otro peligro similar: el de vivir «como si la Iglesia fuera sólo esto», es decir, escándalos, controversias, choque de personalidades, chismes o a lo sumo algún mérito en el campo social. Dicho brevemente, cosa de hombres como todo lo demás a lo largo de la historia.

Lo que me propongo es resaltar el esplendor interior de la Iglesia y de la vida cristiana. No para cerrar los ojos a la realidad de hecho o para eludir nuestras responsabilidades, sino para afrontarlas en la perspectiva correcta y no dejarnos aplastar por ellas. No podemos pedir a los periodistas y a los medios de comunicación que tomen en cuenta cómo la Iglesia se interpreta a sí misma (aunque sería deseable que lo hicieran), pero lo más grave sería si también nosotros hombres de la Iglesia y ministros del Evangelio termináramos perdiendo de vista el misterio que habita la Iglesia y nos resignáramos a jugar siempre fuera de casa, fuera de campo y a la defensiva.

«Tenemos este tesoro en vasijas de barro», escribió el Apóstol hablando del anuncio evangélico (2 Cor 4,7). Sería tonto pasar todo el tiempo discutiendo la «vasija de barro», olvidando «el tesoro». El Apóstol nos ayuda a captar incluso lo positivo que existe en semejante situación. Esto, dice, sucede «para que aparezca que este poder extraordinario pertenece a Dios, y no viene de nosotros» (2 Cor 4,7).

Sucede con la Iglesia como con las vidrieras de una catedral. (Lo experimenté al visitar la de Chartres). Si uno mira las ventanas desde el exterior, desde la vía pública, uno ve solo pedazos de vidrio oscuro unidos por tiras de plomo igualmente oscuras. Pero si se entra dentro y se miran esas mismas vidrieras a contra luz, ¡qué esplendor de colores, de historias y de significados ante nuestros ojos! Aquí nos proponemos mirar a la Iglesia desde dentro, en el sentido más fuerte de la palabra, a la luz del misterio del que ella es portadora.

En la Cuaresma, nos sirvió de guía el dogma calcedoniano de Cristo, verdadero hombre, verdadero Dios y una persona. En el presente nos servirá de guía uno de los textos litúrgicos más típicos del Adviento, es decir, Gálatas 4,4-7. Dice:

“Cuando llegó la plenitud del tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley, para que recibiéramos la adopción filial. Como sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: «¡Abba, Padre!». Así que ya no eres esclavo, sino hijo; y si eres hijo, eres también heredero por voluntad de Dios.”

En su brevedad, este pasaje es una síntesis de todo el misterio cristiano. Está presente la Trinidad: Dios Padre, su Hijo y el Espíritu Santo; está la encarnación: «Dios envió a su Hijo»; todo esto no en abstracto y fuera del tiempo, sino en una historia de salvación: «en la plenitud del tiempo». Tampoco falta la presencia, discreta pero esencial, de María: «nacido de mujer». Finalmente está el fruto de todo esto: hombres y mujeres hechos hijos de Dios y templos del Espíritu Santo.

¡Hijos de Dios!


En esta primera meditación reflexionamos sobre la primera parte del texto: «Dios envió a su Hijo, para que recibiéramos la adopción filial». La paternidad de Dios está en el corazón mismo de la predicación de Jesús. Incluso en el Antiguo Testamento Dios es visto como padre. La novedad es que ahora Dios no es visto tanto como «padre de su pueblo Israel», en un sentido colectivo, por así decirlo, sino como el padre de cada ser humano, por justo o pecador que sea: por tanto, en un sentido individual y personal. Se preocupa de cada uno como si fuera el único; conoce las necesidades de cada uno, los pensamientos e incluso cuenta los pelos de la cabeza.

El error de la teología liberal, a caballo de los siglos XIX y XX (especialmente en su representante más ilustre, Adolf von Harnack), fue hacer de esta paternidad la esencia del Evangelio, prescindiendo de la divinidad de Cristo y del Misterio Pascual. Otro error (que comenzó con la herejía de Marción en el siglo II y nunca se superó por completo) es ver en el Dios del Antiguo Testamento a un Dios justo, santo, poderoso y atronador, y en el Dios de Jesucristo un Dios papá tierno, afable y misericordioso.

No, la novedad de Cristo no consiste en esto. Más bien, consiste más bien en el hecho de que Dios, permaneciendo como lo que era en el Antiguo Testamento, es decir, tres veces santo, justo y omnipotente, ¡ahora se nos da como papá! Esta es la imagen fijada por Jesús al principio del Padre Nuestro y que contiene in nuce todo lo demás: «Padre nuestro que estás en el cielo»: «que estás en el cielo», es decir, que eres altísimo, trascendente, que distas de nosotros como el cielo de la tierra; pero «padre nuestro», más aún, en el original «¡Abba!», algo similar a nuestro papá, mi padre.

Es también la imagen de Dios que la Iglesia puso al principio de su credo. «Creo en Dios, Padre todopoderoso»: padre, pero todopoderoso; todopoderoso, pero padre. Esto, por lo demás, es lo que todo hijo necesita: tener un padre que se incline sobre él, que sea tierno, con quien pueda jugar, pero que sea, al mismo tiempo, fuerte y seguro para protegerlo, para infundirle coraje y libertad.
En la predicación de Jesús comenzamos a vislumbrar la verdadera novedad que cambiará todo. Dios no es sólo padre en sentido metafórico y moral, en cuanto que creó y cuida de su pueblo. Él es también —y ante todo— el verdadero padre de un verdadero hijo que engendró «antes de la aurora», es decir, antes del principio del tiempo, y gracias a este único Hijo los hombres podrán llegar a ser también ellos hijos de Dios en un sentido real y no sólo metafórico. Esta novedad se desprende de la manera de Jesús de dirigirse a su Padre llamándolo Abba así como de palabras: «Nadie conoce al Padre sino aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mt 11,27).

Debe notarse, sin embargo, que en la predicación del Jesús terrenal aún no aparece toda la novedad que trajo en cuanto a la paternidad de Dios hacia los hombres. El ámbito de aplicación del título «Padre» sigue siendo el moral; es decir, sirve para definir la forma de actuar de Dios respecto de la humanidad y el sentimiento que los hombres deben alimentar respecto de Dios. La relación es de tipo existencial, aún no ontológica y esencial. Por eso hacía falta el misterio pascual de su muerte y resurrección.

Pablo refleja esta etapa post-pascual de la fe. Gracias a la redención obrada por Cristo y que se nos aplica en el bautismo, ya no somos hijos de Dios solo en sentido moral, sino también real y ontológico. Nos hemos convertido en «hijos en el Hijo»; Cristo se ha convertido en «el primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8,29).

Para expresar todo esto, el Apóstol se sirve de la idea de adopción: «… para que recibiéramos la adopción filial», «Nos ha predestinado a ser sus hijos adoptivos» (Ef 1,5). Es sólo una analogía y, como toda analogía, insuficiente para expresar la plenitud del misterio. La adopción humana, en sí misma, es un hecho jurídico. El niño adoptado asume el apellido, la ciudadanía, la residencia de quien lo adopta, pero no comparte su sangre ni el ADN del padre; no ha habido concepción, dolores y parto. Este no es así para nosotros. Dios nos transmite no sólo el nombre de los hijos, sino también su vida íntima, su Espíritu que es, por así decirlo, su ADN. A través del bautismo, la vida misma de Dios fluye en nosotros.

En este punto, Juan es más atrevido que Pablo. Él no habla de adopción, sino de una auténtica generación, de nacimiento de Dios. Los que creyeron en Cristo «fueron engendrados por Dios» (Jn 1,13); en el bautismo se realiza un nacimiento «del Espíritu», se «renace de lo alto» (cf. Jn 3,5-6).

De la fe al asombro


Hasta aquí las verdades de nuestra fe. Sin embargo, no me quiero detener en ellas. Son cosas que conocemos y que podemos leer en cualquier manual de teología bíblica, en el Catecismo de la Iglesia Católica y en los libros de espiritualidad… ¿Qué es, entonces, lo diferente que nos proponemos con esta reflexión?

Para descubrirlo, parto de una frase de nuestro Santo Padre en la catequesis sobre la Carta a los Gálatas de la audiencia general del pasado 8 de septiembre. Después de haber citado nuestro texto sobre la adopción filial, añadía: «Nosotros, los cristianos, a menudo damos por sentada esta realidad de ser hijos de Dios. En cambio, es bueno recordar siempre con agradecimiento el momento en que lo fuimos, el de nuestro bautismo, para vivir con mayor conciencia el gran don recibido».

Este es nuestro peligro mortal: dar por descontadas las cosas más sublimes de nuestra fe, incluyendo la de ser nada menos que hijos de Dios, del creador del universo, del todopoderoso, del eterno, del dador de la vida. San Juan Pablo II, en su carta sobre la Eucaristía, escrita poco antes de su muerte, hablaba del «asombro eucarístico» que los cristianos deberían redescubrir. Lo mismo debemos decir de la filiación divina: pasar de la fe al asombro. Me atrevo a decir: ¡de la fe a la incredulidad! Una incredulidad muy especial: la del que cree, sin poderse capacitar de lo que cree, pues le parece algo enorme e impensable.

De hecho, ser hijos de Dios comporta una consecuencia que apenas se atreve uno a formular, tan vertiginosa es. ¡Gracias a ella, la brecha ontológica que separa a Dios del hombre es más pequeña que la brecha ontológica que separa al hombre del resto de la creación! Sí, porque por gracia llegamos a ser «partícipes de la naturaleza divina» (2 Pe 1,4).

Un ejemplo servirá mejor que muchos razonamientos para entender lo que significa no dar por descontado el ser hijos de Dios. Después de su conversión, santa Margarita de Cortona pasó un período de terrible desolación. Dios parecía enojado con ella y a veces la hacía recordar, uno por uno, todos los pecados cometidos en sus mínimos detalles, haciendo que deseara desaparecer de la faz de la tierra. Un día, después de la comunión, una voz se elevó de repente dentro de ella: «¡Hija mía!» Ella, que se había resistido a la visión de todas sus faltas, no pudo resistir la dulzura de esta voz, cayó en el éxtasis y durante el éxtasis los testigos presentes la escucharon repetir fuera de sí por el asombro:

Soy su hija, él lo ha dicho. ¡Oh dulzura infinita de mi Dios! ¡Oh palabra tan largamente deseada! ¡Tan insistentemente pedida! ¡Palabra cuya dulzura supera toda dulzura! ¡Océano de alegría! ¡Hija mía! ¡Lo ha dicho mi Dios! ¡Hija mía!

Mucho antes de santa Margarita, el apóstol Juan había experimentado esta misma fulguración: «Mirad —escribía—, qué amor tan grande ha tenido el Padre con nosotros para ser llamados hijos de Dios. ¡Y realmente lo somos!» (1 Jn 3,1). Una frase, esta, que claramente hay que leer con un signo de exclamación.

Desatando el propio bautismo


¿Por qué es tan importante pasar de la fe al asombro, de la fe creída (la fides quae) a la fe creyente (fides qua)? ¿No es suficiente creer? No, y por una razón muy simple: ¡porque esto —y solo esto—, cambia realmente la vida!

Tratemos de ver cuál es el camino que lleva a este nuevo nivel de fe. El Santo Padre —hemos escuchado—, invitaba a volver al propio bautismo. Para entender cómo un sacramento recibido hace tantos años, a menudo al comienzo de la vida, puede volver repentinamente a revivir y liberar energía espiritual, es necesario tener presentes algunos elementos de teología sacramental.

La teología católica conoce la idea de sacramento válido y lícito, pero «atado». El bautismo es a menudo un sacramento atado. Un sacramento se dice «atado» si su fruto permanece atado, no utilizado, por falta de ciertas condiciones que impiden su eficacia. Un ejemplo extremo es el sacramento del matrimonio o del orden sagrado recibido en estado de pecado mortal. En estas condiciones, tales sacramentos no pueden conferir ninguna gracia a las personas. Sin embargo, una vez eliminado el obstáculo del pecado con una buena confesión, se dice que el sacramento revive (reviviscit) gracias a la fidelidad e irrevocabilidad del don de Dios, sin necesidad de repetir el rito sacramental.

El caso del matrimonio o del orden sagrado es, decía, un caso extremo, pero son posibles otros casos en los que el sacramento, aun no estando del todo atado, tampoco está completamente disuelto, es decir, libre de obrar sus efectos. En el caso del bautismo, ¿qué hace que el fruto del sacramento permanezca atado? Los sacramentos no son ritos mágicos que actúan mecánicamente, sin el conocimiento del hombre, o prescindiendo de toda colaboración. Su eficacia es fruto de una sinergia, o colaboración, entre la omnipotencia divina (concretamente: la gracia de Cristo o el Espíritu Santo) y la libertad humana.

Todo lo que en el sacramento depende de la gracia y de la voluntad de Cristo se llama «la obra realizada» (opus operatum), es decir, una obra ya realizada, fruto objetivo e indefectible del sacramento, cuando se administra válidamente; todo eso, en cambio, que depende de la libertad y de las disposiciones del sujeto se llama «la obra que hay que realizar» (opus operantis), es decir, la obra a realizar, la contribución del hombre.

La parte de Dios o la gracia del bautismo es múltiple y muy rica: filiación divina, remisión de los pecados, morada del Espíritu Santo, virtudes teologales de fe, esperanza y caridad infundidas en germen en el alma. ¡La contribución del hombre consiste esencialmente en la fe! «El que cree y se bautice se salvará» (Mc 16,16). Hay un sincronismo perfecto entre la gracia y la libertad; sucede como cuando los dos polos, positivo y negativo, se tocan entre sí y así liberan la luz.

En el bautismo recibido de niños (pero también en el recibido de adultos, si no ha ido acompañado por íntima convicción y participación), falta este sincronismo. No se trata de abandonar la práctica del bautismo de los niños. La Iglesia siempre lo ha practicado y defendido justamente, viendo en el bautismo un don de Dios, incluso antes que fruto de una decisión humana. Más bien, se trata de reconocer lo que esta práctica implica en la nueva situación histórica en la que vivimos.

Una vez, cuando todo el ambiente era cristiano e impregnado de fe, esta fe podía florecer, aunque gradualmente. El acto de fe libre y personal era «suplido por la Iglesia» y expresado, como a través de una persona intermediaria, por padres y padrinos. Ahora ya no es así. El ambiente en el que el niño crece no es tal que le ayude a hacer florecer la fe en él; la familia a menudo no suele serlo, la escuela no lo es todavía más, y menos que todo lo es la sociedad y la cultura.

Por eso hablaba del bautismo como un sacramento «atado». Es como un paquete de regalo muy rico, pero que ha permanecido sellado, como ciertos regalos de Navidad olvidados en algún lugar, incluso antes de que se hayan abierto. Quien lo posee tiene los «títulos» para realizar todos los actos necesarios para la vida cristiana y también sacar un cierto fruto, aunque parcial, pero no posee la plenitud de la realidad. En el lenguaje de san Agustín, posee el sacramento (sacramentum), pero no —al menos plenamente—, la realidad del mismo (el res sacramenti).

Si estamos aquí para meditar en esto, significa que hemos creído, que en nosotros la fe se ha añadido al sacramento. Entonces, ¿qué nos falta todavía? Nos falta la fe-asombro, ese desgranar los ojos y ese ¡Oh! de asombro al abrir el regalo que es la recompensa más agradecida para quien ha hecho el regalo. El bautismo —decían los Padres griegos— es «iluminación» (photismos). ¿Se ha producido alguna vez esta iluminación en nosotros?

Nos preguntamos: ¿es posible —más aún, es lícito— aspirar a este nivel diferente de fe en el que no sólo se cree, sino que se experimenta y se «saborea» la verdad creída? La espiritualidad cristiana ha ido a menudo acompañada de una reserva, o incluso (como en el caso de los reformadores) por un rechazo de la dimensión experiencial y mística de la vida cristiana, vista como cosa inferior y contraria a la fe pura. Pero, a pesar de los abusos, que también se han producido, en la tradición cristiana nunca ha faltado la corriente sapiencial que coloca la cima de la fe en «saborear» la verdad de las cosas creídas, en el «gusto» de la verdad, incluido el sabor amargo de la verdad de la cruz.

En el lenguaje bíblico, conocer no significa tener la idea de algo que permanece fuera y separado de mí; significa entrar en relación con ella, experimentarla. (¡Incluso se habla de conocer a la propia esposa, o de conocer la pérdida de los hijos!). El evangelista Juan exclama: «Nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene» (1 Jn 4,16) y de nuevo: «Hemos creído y conocido que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6,69). ¿Por qué «conocido y creído»? ¿Qué añade «conocido» a «creído»? Añade esa certeza interior por la que la verdad se impone al espíritu y uno se ve obligado a exclamar dentro de sí mismo: «¡Sí, es verdad, no hay duda, es así!» La verdad creída se convierte en realidad vivida. «Fides non terminatur ad enuntiabile sed ad rem», escribió santo Tomás de Aquino: «La fe no termina en el enunciado, sino en la realidad». Nunca se deja de descubrir las consecuencias prácticas que se derivan de este principio.

El papel de la Palabra de Dios


¿Cómo hacer posible este salto cualitativo de la fe al asombro de saber que somos hijos de Dios? La primera respuesta es: ¡la palabra de Dios! (Hay un segundo medio igualmente esencial —el Espíritu Santo—, pero lo dejamos para la próxima meditación). San Gregorio Magno compara la Palabra de Dios con el pedernal, es decir, con la piedra que un tiempo sirvió para producir chispas y encender fuego. Es necesario, decía, hacer con la Palabra de Dios lo que se hace con el pedernal: golpearla repetidamente hasta que se produzca la chispa. Rumiarla, repetirla, incluso en voz alta.

En un tiempo de oración o adoración tratamos de repetir dentro de nosotros mismos, incansablemente y con un deseo vivo: «¡Hijo de Dios! Soy hijo, soy hija de Dios. ¡Dios es mi padre!» O simplemente decir: «Padre nuestro que estás en el cielo», repitiéndolo durante mucho tiempo, sin pasar adelante. Aquí es más necesario que nunca recordar las palabras de Jesús: «Llamad y se os abrirá» (Mt 7,7). Tarde o temprano, cuando quizás menos lo esperes, sucederá: la realidad de las palabras, aunque solo sea por un momento, explotará dentro de ti y será suficiente para el resto de tu vida. Pero incluso si no sucede nada llamativo, has de saber que has obtenido lo esencial; el resto se te dará en el cielo. Porque “ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado todavía lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es” (1 Jn 3, 2)

¡Hermanos todos!


Un resultado inmediato de todo esto es que tomas conciencia de tu dignidad. «Reconoce, oh cristiano, tu dignidad —nos exhortará san León Magno en la noche de Navidad— y, hecho partícipe de la naturaleza divina, no quieras volver a la abyección del pasado.» ¿Qué dignidad puede haber mayor que la de ser hijo de Dios? Se dice que la hija de un rey de Francia, orgullosa y astuta, reprendía constantemente a uno de sus sirvientas y un día le gritó en la cara: «¿No sabes que soy la hija de tu rey?» A lo que la sirvienta respondió: «¿Y no sabes que soy la hija de tu Dios?»

Otro resultado, aún más importante, es que tomas conciencia de la dignidad de los demás, también ellos hijos e hijas de Dios. Para nosotros, los cristianos, la fraternidad humana tiene su razón última en el hecho de que Dios es padre de todos, que todos somos hijos e hijas de Dios y, por lo tanto, hermanos y hermanas entre nosotros. No puede haber un vínculo más fuerte que este y, para nosotros los cristianos, una razón más urgente para promover la fraternidad universal. San Cipriano decía: «No puede tener a Dios como padre quien no tiene a la Iglesia como madre». Hay que añadir: «No puede tener a Dios como padre el que no tiene al prójimo como hermano».

Una cosa, por lo tanto, trataremos de no hacer más. No diremos, ni siquiera tácitamente, a Dios Padre: «Escoge: o yo, o mi adversario; ¡declara de qué lado estás!» No se puede imponer a un padre esta cruel alternativa de elegir entre dos hijos, solo porque están peleados entre sí. Por lo tanto, no tentaremos a Dios, pidiéndole que se case con nuestra causa contra el hermano.

Cuando estemos en desacuerdo con un hermano, incluso antes de hacer valer y discutir nuestro punto de vista (que también es lícito y a veces debido), le diremos a Dios: «Padre, salva a ese hermano mío, sálvanos a los dos; no deseo tener razón y que él esté equivocado. Quiero que también él esté en la verdad, o al menos en la buena fe».

Esta misericordia de unos a otros es indispensable para vivir la vida del Espíritu y la vida comunitaria en todas sus formas. Es indispensable para la familia y para toda comunidad humana y religiosa, incluida la Curia Romana. Nosotros, dice san Agustín, somos vasijas de barro: nos hacemos daño sólo tocándonos.

Hemos recordado antes las exclamaciones de santa Margarita de Cortona al sentirse interiormente llamada por Dios «hija mía»: «Soy su hija, él lo ha dicho… ¡Océano de alegría! ¡Hija mía! ¡Lo ha dicho mi Dios! ¡Hija mía!» Si pudiéramos experimentar algo parecido, escuchando esa misma voz de Dios, no resonando en nuestra mente (¡que se puede engañar!), sino escrita, en blanco y negro, en la página de la Biblia que estamos meditando: «Ya no eres esclavo, sino hijo. ¡Y si hijo, también heredero!»

El Espíritu Santo, veremos la próxima vez si Dios quiere, está listo para ayudarnos en esta empresa.

Cardenal Raniero Cantalamessa OFM Cap.

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©Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco

1. JUAN PABLO II, Ecclesia de Eucharistia, 6.
2. G. BEVEGNATI, Vita e miracoli della Beata Margherita da Cortona, II, 6 (Vicenza 1978) 19s.).
3. Cf. A. MICHEL, «Reviviscence des sacrements»: en DTC XIII, 2 (París 1937) coll. 2618-2628.
4. Summa theologiae, II-II, q. 1, a. 2, ad 2.
5. GREGORIO MAGNO, Homilías sobre Ezequiel, I, 2,1.
6. LEÓN MAGNO, Sermón 1 sobre la Navidad, 3.
7. CIPRIANO, De unitate Ecclesiae, 6.
8. AGUSTÍN, Discursos, 69: PL 38,440 (lutea vasa sibi invicem angustias facientes).

Fuente:https://caminocatolico.com/1a-predicacion-de-adviento-del-cardenal-cantalamessa-3-12-2021-no-puede-tener-a-dios-como-padre-el-que-no-tiene-al-projimo-como-hermano/#