domingo, 9 de abril de 2023

QUINTA PREDICACIÓN DE CUARESMA, “EN EL MUNDO TENDRÉIS TRIBULACIÓN, PERO ¡ÁNIMO!: YO HE VENCIDO AL MUNDO” (SAN JUAN 16, 33)



Cardenal Raniero Cantalamessa, Ofm. Cap.

“En el mundo tendréis tribulación, pero ¡ánimo!: Yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33). Santo Padre, Venerados Padres, hermanos y hermanas, estas son algunas de las últimas palabras que Jesús dirige a sus discípulos antes de despedirse de ellos. No son los habituales “¡Ánimo!” dirigido a los que se quedan, por uno que está a punto de partir. De hecho, añade: “No os dejaré huérfanos: volveré a vosotros” (Jn 14,18).

¿Qué significa “volveré a vosotros” si está a punto de dejarlos? ¿Cómo y en qué capacidad vendrá y se quedará con ellos? Si no se comprende la respuesta a esta pregunta, nunca se comprenderá la verdadera naturaleza de la Iglesia. La respuesta está presente, como una especie de tema recurrente, en los discursos de despedida del Evangelio de Juan y es bueno escuchar de una vez los versículos en los que el tema se convierte en la nota dominante. Hagámoslo con la atención y la conmoción con que los hijos escuchan la disposición del padre respecto al bien más preciado que está a punto de dejarles:

Yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce. Pero vosotros le conocéis, porque mora con vosotros (14,16-17).

El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho (14,26).
Cuando venga el Paráclito, que yo os enviaré de junto al Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí (15,26-27).

Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré (16,7).

Mucho tengo todavía que deciros, pero ahora no podéis con ello. Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa; pues no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga, y os anunciará lo que ha de venir. El me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros (16,12-14).

Pero, ¿qué es y quién es el Espíritu Santo que promete? ¿Es él mismo, Jesús, u otro? Si es él mismo, porque dice en tercera persona: “cuando venga el Paráclito…”; si es otro, ¿por qué dice en primera persona: “volveré a vosotros”? Tocamos el misterio de la relación entre el Resucitado y su Espíritu. Relación tan estrecha y misteriosa que San Pablo a veces parece identificarlos. En efecto, escribe: “El Señor es el Espíritu”, pero luego añade sin interrupción: “y donde está el Espíritu del Señor, hay libertad” (2 Cor 3, 17). Si es el Espíritu del Señor, no puede ser, pura y simplemente, el Señor.

La respuesta de la Escritura es que el Espíritu Santo, con la redención, se ha convertido en “el Espíritu de Cristo”; es el modo en que el Resucitado obra ahora en la Iglesia y en el mundo, habiendo sido “constituido Hijo de Dios con poder según el Espíritu de santificación, en virtud de la resurrección de entre los muertos” (Rm 1, 4). Por eso puede decir a los discípulos: “Es bueno que me vaya”, y añadir: “pero no os dejaré huérfanos”.

Debemos liberarnos por completo de una visión de la Iglesia formada gradualmente que se ha vuelto dominante en la conciencia de muchos creyentes. La llamo visión deísta o cartesiana, por la afinidad que tiene con la visión del mundo del deísmo cartesiano. ¿Cómo era concebida la relación entre Dios y el mundo en esta visión? Más o menos así: Dios primero crea el mundo y luego se retira, dejándolo desarrollarse con las leyes que le ha dado; como un reloj al que se le ha dado suficiente cuerda para funcionar indefinidamente por sí mismo. Cualquier nueva intervención de Dios perturbaría este orden, por lo que los milagros se consideran inadmisibles. Dios, al crear el mundo, actuaría como quien le da una palmadita a un globo ligero y lo empuja por el aire, quedándose en el suelo.

¿Qué significa esta visión cuando se aplica a la Iglesia? Que Cristo fundó la Iglesia, la dotó de todas las estructuras jerárquicas y sacramentales para su funcionamiento, y luego la dejó, retirándose a su cielo en el momento de la Ascensión. Como alguien que empuja un pequeño bote hacia el mar y luego se aleja de la orilla.

¡Pero no es así! Jesús ha subido a la barca y está dentro. Hay que tomar en serio sus últimas palabras en Mateo: “Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). Con cada nueva tempestad, incluida las que estamos viviendo, repite lo que dijo a los apóstoles en el episodio de la tempestad calmada: “¿Por qué tenéis miedo, gente de poca fe?” (Mt 8,26). Acaso ¿no estoy yo aquí con vosotros? ¿Puedo hundirme yo? ¿Puede el que creó el mar hundirse en el mar?

Observé con alegría que en el Anuario Pontificio, bajo el nombre del Papa, sólo figura el título de “Obispo de Roma”; todos los demás títulos: Vicario de Jesucristo, Sumo Pontífice de la Iglesia Universal, Primado de Italia, etc. – se enumeran como “títulos históricos” en la página siguiente. Me parece correcto, especialmente en lo que se refiere al “Vicario de Jesucristo”. Vicario es alguien que toma el lugar del jefe en su ausencia, pero Jesucristo nunca se ausentó y nunca se ausentará de su Iglesia. Con su muerte y resurrección se convirtió en “cabeza del cuerpo que es la Iglesia” (Col 1,18) y seguirá siéndolo hasta el fin del mundo. Él es el verdadero y único Señor de la Iglesia.

La suya no es una presencia moral e intencional por así decirlo, no es un señorío por delegación. Cuando no podemos estar presentes personalmente en algún evento, solemos decir: “¡Estaré presente espiritualmente!”, lo cual no es de mucho consuelo y ayuda para quienes nos han invitado. Cuando decimos de Jesús que está “espiritualmente” presente, esta presencia espiritual no es una forma menos fuerte que la física, sino infinitamente más real y eficaz. Es la presencia del resucitado que actúa en el poder del Espíritu, en todo tiempo y lugar, y que actúa dentro de nosotros.

Si en la situación actual de creciente crisis energética se descubriera la existencia de una nueva fuente de energía inagotable; si finalmente descubriéramos cómo usar la energía solar a voluntad y sin efectos negativos, ¡qué alivio sería para toda la humanidad! Pues bien, la Iglesia tiene, en su campo, una fuente de energía inagotable similar: el “poder de lo alto” que es el Espíritu Santo. Jesús podría decir de él: “Hasta ahora nada habéis pedido en mi nombre. Pedid y recibiréis, para que vuestro gozo sea completo” (Jn 16,24).

* * *

Hay un momento en la historia de la salvación que recuerda de cerca las palabras de Jesús en la última cena. Es el oráculo del profeta Hageo. Dice:

“El año segundo del rey Darío, el día veintiuno del séptimo mes, dirigió Yahvé la palabra por medio del profeta Hageo, en estos términos: “Habla ahora a Zorobabel hijo de Sealtiel, gobernador de Judá, a Josué hijo de Josadac, sumo sacerdote, y al resto del pueblo, y diles: ¿Quién queda entre vosotros que haya visto este templo en su primero esplendor? Y ¿qué es lo que veis ahora? ¿Verdad que os parece que no existe? ¡Pero ahora ten ánimo, Zorobabel – oráculo de Yahvé – ánimo, Josué, hijo de Josadac, sumo sacerdote; ánimo, pueblo todo de la tierra! – oráculo de Yahvé. ¡A la obra, que estoy con vosotros! – oráculo de Yahvé Sebaot… Mi espíritu sigue en medio de vosotros, no temáis” (Hag 2, 1-5).

Es uno de los poquísimos textos del Antiguo Testamento que se puede fechar con precisión: es el 17 de octubre del año 520 a.C. ¿No nos parece que las palabras de Hageo describen la situación actual de la Iglesia católica, y en muchos aspectos de toda la cristiandad? Los que tenemos bastante edad recordamos con nostalgia los tiempos, inmediatamente después del final de la Segunda Guerra Mundial, cuando las iglesias se llenaban los domingos, se celebraban bodas y bautizos en la parroquia, los seminarios y los noviciados religiosos abundaban en vocaciones… “Y ¿qué es lo que veis ahora?”, podríamos decir con Hageo. No vale la pena perder el tiempo repitiendo la lista de los males presentes, de lo que a algunos les parecen solo ruinas, no diferentes a las ruinas de la antigua Roma que tenemos alrededor de nosotros en esta ciudad.

No todo lo que una vez brillaba y que lamentamos era oro. Si todo hubiera sido oro puro, si esos seminarios repletos hubieran sido fraguas de santos pastores y la formación tradicional impartida en ellos sólida y verdadera, no tendríamos que llorar tantos escándalos hoy… Pero esto no es lo que necesitamos para hablar aquí, y ciertamente no soy yo el más calificado para hacerlo. Lo que estoy ansioso por recoger es la exhortación que el profeta dirigió al pueblo de Israel ese día. No los exhortó a compadecerse de sí mismos, a resignarse y prepararse para lo peor. No; en contra dice como Jesús: “¡Ánimo y a la obra que yo estoy con vosotros; mi Espíritu estará con vosotros!”.

* * *

Pero ojo: no se trata de un vago y estéril “¡Ánimo!”. El profeta dijo anteriormente cuál es “el trabajo” que tienen que hacer. Y como nos concierne de cerca, escuchemos también el oráculo anterior de Hageo al pueblo y a sus líderes:

“Así dice Yahvé Sebaot: Este pueblo dice: «¡Todavía no ha llegado el momento de reedificar la Casa de Yahveh!» Fue, pues, dirigida la palabra de Yahvé, por medio del profeta Ageo, en estos términos: ¿Es acaso para vosotros el momento de habitar en vuestras casas artesonadas, mientras esta Casa está en ruinas? Ahora pues, así dice Yahvé Sebaot: Aplicad vuestro corazón a vuestros caminos. Habéis sembrado mucho, pero cosechado poco; habéis comido, pero sin quitar el hambre; habéis bebido, pero sin quitar la sed; os habéis vestido, mas sin calentaros, y el jornalero ha metido su jornal en bolsa rota… Subid a la montaña, traed madera, reedificad la Casa, y yo la aceptaré gustoso y me sentiré honrado, dice Yahvé” (Ag 2, 2-8).

La palabra de Dios, una vez pronunciada, vuelve a ser activa y actual cada vez que se vuelve a proclamar. No es una simple cita bíblica. Ahora somos nosotros “este pueblo” al que se dirige la palabra de Dios. ¿Qué son para nosotros hoy las “casas bien artesonadas” (algunas traducciones dicen: “bien amuebladas”) en las que estamos tentados a permanecer tranquilos? Veo tres casas concéntricas, una dentro de la otra, de las que tenemos que salir para subir al monte y reconstruir la casa de Dios.

La primera casa, bien cubierta, cuidada y amueblada, es mi yo: mi comodidad, mi gloria, mi posición en la sociedad o en la Iglesia. Es el muro más difícil de derribar, el mejor tapado. Es tan fácil confundir mi honor con el honor de Dios y de la Iglesia, el apego a mis ideas con el apego a la pura y simple verdad. El hablante en este momento no se cree una excepción. Nos quedamos dentro de este caparazón nuestro como el gusano de seda en su estuche: todo alrededor es seda, pero si el gusano no rompe el caparazón, seguirá siendo una larva y nunca se convertirá en una mariposa voladora.

Pero dejemos este tema de lado, teniendo tantas oportunidades de tratarlo. La segunda casa bien cubierta de donde salir para trabajar en la “casa del Señor” es mi parroquia, mi orden religiosa, movimiento o asociación eclesial, mi Iglesia local, mi diócesis… No debemos equivocarnos. ¡Ay de nosotros si no tuviéramos amor y apego a estas realidades particulares en las que el Señor nos ha puesto y de las que tal vez somos responsables! El mal es absolutizarlas, no ver nada fuera de ellas, no interesarse sino de ellas, criticar y despreciar a quien no las comparte. En definitiva, perder de vista la catolicidad de la Iglesia. Olvidando, como dice a menudo el Santo Padre, que “el todo es mayor que la parte”. Somos un solo cuerpo, el cuerpo de Cristo, y en el cuerpo, dice Pablo, “si un miembro sufre, todo el cuerpo sufre” (1 Cor 12, 26). El sínodo debe servir también para esto: para hacernos conscientes y partícipes de los problemas y alegrías de toda la Iglesia católica.

Pero vayamos a la tercera casa bien cubierta. Salir de ella se hace más difícil por el hecho de que se nos ha enseñado durante siglos que salir de ella sería un pecado y una traición. Hace poco leía, con motivo de la semana de oración por la unidad de los cristianos, el testimonio de una mujer católica de un país de religión mixta. De joven, el párroco enseñaba que solo entrar físicamente en una iglesia protestante era pecado mortal. Y supongo que lo mismo se decía, del otro lado de la reja, sobre entrar en una iglesia católica.

Hablo, por supuesto, de la casa bien cubierta que es la particular denominación cristiana a la que pertenecemos, y lo hago en el recuerdo aún fresco del acontecimiento extraordinario y profético del encuentro ecuménico en Sudán del Sur el pasado mes de febrero. Todos estamos convencidos de que parte de la debilidad de nuestra evangelización y acción en el mundo se debe a la división y lucha recíproca entre los cristianos. Ocurre lo que Dios decía por Hageo:

“Esperabais mucho, y bien poco es lo que hay. Y lo que metisteis en casa lo aventé yo. ¿Por qué? – oráculo de Yahvé Sebaot – porque mi Casa está en ruinas, mientras que vosotros vais aprisa cada uno a vuestra casa” (Ag 2, 9).

Jesús le dijo a Pedro: “Sobre esta piedra edificaré mi iglesia” (Mt 16,18). Él no dijo: “Edificaré mis Iglesias”. Debe haber entonces un sentido en el que lo que Jesús llama “mi Iglesia” abarque a todos los creyentes en él y a todos los bautizados. El Apóstol Pablo tiene una fórmula que podría cumplir esta tarea de abrazar a todos los que creen en Cristo. En el comienzo de la Primera Carta a los Corintios extiende su saludo a: “Cuantos en cualquier lugar invocan el nombre de Jesucristo, Señor nuestro, de nosotros y de ellos” (1 Cor 1, 2).

Por supuesto, no podemos estar satisfechos con esta unidad tan vasta pero tan vaga. Y esto justifica el compromiso y la discusión, incluso doctrinal, entre las Iglesias. Pero tampoco podemos despreciar y desatender esta unidad básica que consiste en invocar al mismo Señor Jesucristo. Quien cree en el Hijo de Dios, también cree en el Padre y en el Espíritu Santo. Es muy cierto lo que se ha repetido en varias ocasiones: “Es más importante lo que nos une que lo que nos divide”.

En los casos en que no podemos dejar de desaprobar el uso que se hace del nombre de Jesús y la forma en que se proclama el Evangelio, puede ayudarnos a superar el rechazo lo que San Pablo dijo de algunos que en su tiempo anunciaban el Evangelio “en un espíritu de rivalidad y con malas intenciones”. “¿Pero qué importa eso?” – escribe a los filipenses – “Con tal de que de alguna manera, por conveniencia o por sinceridad, se anuncie a Cristo, me gozo” (Flp 1, 16-18). Sin olvidar que también Cristianos de otras confesiones ven en nosotros católicos cosas que no pueden compartir.

El oráculo de Hageo sobre el templo reconstruido termina con una promesa radiante: “La gloria futura de esta casa será mayor que antes, dice el Señor de los ejércitos; en este lugar pondré paz” (Hag 2,9). No nos atrevemos a decir que esta profecía se cumplirá también para nosotros y que la casa de Dios que es la Iglesia del futuro será más gloriosa que la del pasado que ahora lamentamos; sin embargo, podemos esperarlo y pedírselo a Dios con espíritu de humildad y arrepentimiento.

No faltan signos alentadores: uno de los más evidentes es precisamente la búsqueda de la unidad entre los cristianos. En una entrevista con un periodista católico, en su viaje de regreso de Sudán del Sur, el arzobispo Justin Welby dijo: “Cuando vemos trabajar juntas a Iglesias que en el pasado fueron enemigas declaradas, se atacaban y quemaban sacerdotes la una de la otra, condenándose unos a otros en los términos más violentos: cuando esto sucede significa que algo espiritual está pasando. Hay una liberación del Espíritu de Dios que da una gran esperanza” [1].

* * *

La profecía de Hageo que les he comentado, Venerados Padres, hermanos y hermanas, está ligada a un recuerdo personal y pido disculpas si me atrevo a hablar de ello nuevamente aquí, después que algunos tal vez ya lo conocen. Lo hago con la certeza de que la palabra profética desata su carga de confianza y esperanza cada vez que es proclamada y escuchada con fe.

El día que mi Superior General me permitió dejar la docencia en la Universidad Católica, para dedicarme a tiempo lleno a la predicación, en la Liturgia de las Horas estaba la profecía de Hageo que he comentado. Después de recitar el Oficio, vine aquí a San Pedro. Quería pedirle al Apóstol de bendecir a mi nuevo ministerio. En un momento, mientras estaba en la plaza, esa palabra de Dios volvió con fuerza a mi mente. Me volví hacia la ventana del Papa en el Palacio Apostólico y comencé a proclamar en voz alta: “Ánimo, Juan Pablo II, ánimo, cardenales, obispos y todo el pueblo de la Iglesia: y a trabajar porque yo estoy con vosotros, dice el Señor”. Fue fácil de hacerlo porque estaba lloviendo y no había nadie alrededor.

Sólo que unos meses después, en 1980, fui nombrado Predicador de la Casa Pontificia y me encontré en presencia del Papa para comenzar mi primera Cuaresma. Esa palabra volvió a resonar dentro de mí, no como una cita y un recuerdo, sino como una palabra viva para ese momento. Conté lo que había hecho ese día de octubre en la Plaza de San Pedro. Luego me volví hacia el Papa que en aquel tiempo seguía el sermón desde una capilla lateral, y repetí con fuerza las palabras de Hageo: “Ánimo, Juan Pablo II, ánimo cardenales, obispos y pueblo de Dios: y a la obra porque yo estoy con vosotros, dice el Señor. Mi Espíritu estará con vosotros”. Y por las miradas me parecía que las palabras daban lo que prometían: es decir, coraje, (¡aunque Juan Pablo II fuera la última persona en el mundo a la que se le debía recomendar de tener coraje!).

Hoy me atrevo a proclamar nuevamente esa palabra, sabiendo que no es una simple cita, sino una palabra siempre viva que vuelve a cumplir cada vez lo que promete. ¡Ánimo, pues, Papa Francisco! Ánimo, colegas cardenales, obispos, sacerdotes y fieles de la Iglesia católica y al trabajo, porque yo estoy con vosotros, dice el Señor. ¡Mi Espíritu estará vosotros!”.

Santo Padre, Venerados Padres, hermanos y hermanas, les deseo a todos una Santa Pascua de paz y de esperanza.

1. En “The Tablet”, 11 de Febrero de 2023, p. 6.

Cardenal Raniero Cantalamessa OFM Cap.

Fuente:https://caminocatolico.com/5a-predicacion-de-cuaresma-del-cardenal-cantalamessa-31-3-2023-animo-y-al-trabajo-porque-yo-estoy-con-vosotros-dice-el-senor-mi-espiritu-estara-con-ustedes/

sábado, 1 de abril de 2023

CUARTA PREDICACIÓN DE CUARESMA: ¡MYSTERIUM FIDEI! SOBRE LA LITURGIA

 


Cardenal Raniero Cantalamessa, Ofm. Cap.

Después de las reflexiones sobre la evangelización y la teología, hoy quisiera ofrecer otras sobre la liturgia y el culto de la Iglesia, siempre con la intención de hacer una contribución, aunque sea modesta e indirecta, a los trabajos del sínodo. La liturgia es el punto de llegada, hacia donde tiende la evangelización. En la parábola evangélica, los sirvientes son enviados a las calles y cruces de caminos para invitar a todos al banquete. La Iglesia es el salón del banquete y la Eucaristía “la comida del Señor” (1 Cor 11,20) preparada en ella.

En nuestras reflexiones, partamos de una palabra de la Carta a los Hebreos. Para acercarse a Dios –en ella se dice-, es necesario ante todo “creer que Él existe” (Hb 11, 6). Sin embargo, incluso antes de creer que Dios existe (lo que significa haberse ya acercado), es necesario tener al menos el “indicio” y un cierto sentimiento de su existencia. Esto es lo que llamamos el sentido de lo sagrado y que un célebre autor llama “lo numinoso”, calificándolo como “misterio tremendo y fascinante”.

San Agustín anticipó sorprendentemente este descubrimiento de la moderna Fenomenología de la religión. Dirigiéndose a Dios, en las Confesiones, dice: “Cuando te encontré por primera vez…, temblé de amor y de horror: contremui amore et horror”. Y otra vez: “Tiemblo y ardo” (et inhorresco et inardesco): tiemblo por la disimilitud, ardo por la semejanza”.

Si faltara por completo el sentido de lo sagrado, faltaría el suelo mismo, o el clima, en el que florece el acto de fe. Charles Péguy escribió que “la espantosa escasez e indigencia de lo sagrado es la marca profunda del mundo moderno”. Si el sentido de lo sagrado ha caído, sin embargo, ha quedado su añoranza que alguien ha definido, secularmente, “nostalgia del Totalmente Otro” (Max Horkheimer).

Los jóvenes, sobre todo, sienten esta necesidad de ser transportados lejos de la banalidad de la vida cotidiana, de escapar, y han inventado sus propias formas de satisfacer esta necesidad. Los psicólogos de masas han observado que los jóvenes que asistieron a famosos conciertos de rock, como los de los Beatles, de Elvis Presley o el Festival de Woodstock de 1969, eran transportados fuera de su mundo cotidiano y proyectados a una dimensión que les dio la impresión de algo trascendente y sagrado.

Lo mismo ocurre con quienes participan hoy en los mega encuentros de otros cantantes. El hecho de ser muchos y de vibrar al unísono con una masa amplifica infinitamente la emoción del individuo. Se tiene la sensación de ser parte de una realidad distinta, superior, lo que da lugar a una especie de “devoción”. El término “fan” (abreviatura, como sabemos, de fanático) es el equivalente secularizado de “devoto”. La calificación de “ídolos” que se da a sus favoritos tiene una profunda correspondencia con la realidad.

Estas reuniones masivas pueden tener su valor artístico y, a veces, transmitir mensajes nobles y positivos, como la paz y el amor. Son “liturgias”, en el sentido original y profano del término, es decir, espectáculos ofrecidos al público, por deber o para obtener su favor. Sin embargo, nada tienen que ver con la auténtica experiencia de lo sagrado. En el título “Liturgia divina”, se añadió el adjetivo divina precisamente para distinguirla de las liturgias humanas. Hay una diferencia cualitativa entre las dos.

Tratemos de ver a través de qué medios la Iglesia puede ser, para los hombres de hoy, el lugar privilegiado de una verdadera experiencia de Dios y de lo trascendente. La primera ocasión que viene a la mente, también por la similitud externa, son las grandes reuniones promovidas por las diversas Iglesias cristianas. Pensemos, por ejemplo, en las Jornadas mundiales de la juventud, y en los innumerables eventos – congresos, convenciones y convocatorias – en los que participan decenas (a veces centenas) de miles de personas en todo el mundo. No se puede contar el número de personas para quienes estos acontecimientos fueron ocasión de una fuerte experiencia de Dios y el comienzo de una relación nueva y personal con Cristo.

Lo que marca la diferencia entre este tipo de encuentros masivos y los descritos anteriormente es que el protagonista aquí no es una personalidad humana, sino Dios. El sentido de lo sagrado que se experimenta en ellos es el único verdaderamente genuino, y no sustituto, porque es causado por el Santo de los Santos, y no por un “ídolo”.

Sin embargo, estos son eventos extraordinarios, en los que no todos y no siempre pueden participar. La ocasión por excelencia y más común, para una experiencia de lo sagrado en la Iglesia, es la liturgia. La liturgia católica se ha transformado, en poco tiempo, de una acción con una fuerte impronta sagrada y sacerdotal, a una acción más comunitaria y participativa, donde todo el pueblo de Dios tiene su parte, cada uno con su propio ministerio.

Querría decir cómo veo y explico a mí mismo este cambio. No es, en absoluto, para erigirme en juez del pasado, sino para comprender mejor el presente. El presente en la Iglesia nunca es una negación del pasado, sino su enriquecimiento; o, como en este caso, la superación del pasado reciente para recuperar el más antiguo y original.

En la evolución de la Iglesia entendida como pueblo sucede algo similar a lo que ocurre con la iglesia entendida como edificio. Pensemos en algunas basílicas y catedrales famosas: ¡cuántas transformaciones arquitectónicas a lo largo de los siglos para responder a las necesidades y gustos de cada época! Pero siempre es la misma Iglesia, dedicada al mismo santo. Si hay una tendencia general en acto en la era moderna, es restaurar estos edificios, cuando sea posible y merezca la pena, a su estructura y estilo originales. La misma tendencia se está dando para la Iglesia como pueblo de Dios y en particular para su liturgia. El Concilio Vaticano II fue un momento decisivo, pero no el comienzo absoluto. Ha recogido los frutos de mucho trabajo anterior.

No hace falta ahondar aquí en la historia de la liturgia; otros lo han hecho y precisamente desde el punto de vista que nos interesa. Sólo quisiera destacar la evolución que concierne al sentido de lo sagrado. Al comienzo de la Iglesia y durante los tres primeros siglos, la liturgia era verdaderamente una “liturgia”, es decir, la acción del pueblo (laos, pueblo, es uno de los componentes etimológicos de leitourgia). De san Justino, de la Traditio Apostolica de san Hipólito y de otras fuentes de la época, obtenemos una visión de la Misa ciertamente más cercana a la reformada de hoy que a la de siglos atrás. ¿Qué pasó después de eso? La respuesta está en una palabra que no podemos evitar: ¡clericalización! En ninguna otra esfera esta ha actuado más fuertemente que en la liturgia.

El culto cristiano, y especialmente el sacrificio eucarístico, se transformó rápidamente, en Oriente y Occidente, de una acción del pueblo a una acción del clero. Durante siglos y siglos, la parte central de la Misa, el Canon, fue pronunciado en latín por el sacerdote en voz baja, detrás de una cortina o una pared (¡un templo dentro de un templo!), fuera de la vista y el oído del pueblo. El celebrante sólo levantaba la voz por las palabras finales del Canon: “Per omnia saecula saeculorum”, y el pueblo respondía “¡Amén!” a lo que no había oído y mucho menos entendido.

El único contacto con la Eucaristía, anunciado por el sonido de las campanas, era el momento de la elevación de la Hostia. Hay un evidente retorno a lo que ocurría en el culto del Antiguo Testamento, cuando el Sumo Sacerdote entraba en el Sancta sanctorum, con el incienso y la sangre de las víctimas, y el pueblo quedaba fuera temblando, abrumado por la sensación de majestad e inaccesibilidad de Dios.

El sentido de lo sagrado es muy fuerte aquí, pero, después de Cristo, ¿es el sentido justo y genuino? Esta es la pregunta crucial. En la Carta a los Hebreos leemos: “No os habéis acercado a una realidad sensible: fuego ardiente, oscuridad, tinieblas, huracán, sonido de trompeta y a un ruido de palabras. Tan terrible era el espectáculo, que el mismo Moisés dijo: Espantado estoy y temblando. Vosotros, en cambio, os habéis acercado… a Jesús, mediador de una nueva Alianza, y a la aspersión purificadora de una sangre que habla mejor que la de Abel” (Hb 12,18-24). Cristo ha penetrado más allá del velo y no ha cerrado el paso detrás de él (Hb 10,20).

Lo sagrado ha cambiado su forma de manifestarse: ya no como un misterio de majestad y poder, sino como una capacidad infinita de hacerse a un lado, de esconderse. Después de la consagración, el celebrante dice o canta: “¡Éste es el Sacramento de nuestra fe!”. Algunos de nosotros los ancianos recordaremos que una vez esta exclamación estaba insertada en medio de la fórmula de consagración del vino: “Hic est enim calix sanguinis mei, novi et aeterni testamenti -Mysterium fidei!- qui pro vobis et pro multis effundetur in remissionem minutorum”. ¡Como si la Iglesia se detuviera, a mitad de la historia, asombrada de lo que decía!

La reforma hizo bien en trasladar esta exclamación al final de la consagración, pero no debemos perder el sentido de asombro contenido en esa exclamación y sobre todo comprender cuál debe ser el verdadero motivo de nuestro asombro. Debe ser del mismo género que el que se lee en los poemas del Siervo de Yahvé:

“Se admirarán muchas naciones;
ante él cerrarán los reyes la boca,
pues lo que nunca se les contó verán,
y lo que nunca oyeron reconocerán” (Is 52, 15).

Asombro y temblor, sí, pero ¿frente a qué? ¡No a la majestad, sino a la humillación del Siervo! Uno que tuvo este sentimiento con mucha agudeza fue Francisco de Asís: “La humanidad tiemble -escribió en su carta a toda la Orden-, el universo entero tiemble y el cielo se regocije cuando sobre el altar, en manos del sacerdote, está el Cristo, hijo del Dios vivo”. Pero ¿temblando para qué? Escuchemos lo que sigue: “¡Oh sublime humildad! ¡Oh humilde sublimidad, que el Señor del universo, Dios e Hijo de Dios, se humille tanto que se esconda, por nuestra salvación, bajo la más mínima apariencia de pan! ¡Mirad, hermanos, la humildad de Dios!”.

Sólo se trata ahora de no desperdiciar esta nueva posibilidad que ofrece la liturgia renovada con improvisaciones arbitrarias y bizarras, y de mantener la necesaria sobriedad y compostura aun cuando la Misa se celebre en situaciones y ambientes particulares.

La invitación que sigue inmediatamente a la consagración es siempre a recordar: “Unde et memores”, “recordando, pues…”. Es la respuesta al mandato de Jesús: “¡Haced esto en conmemoración mía!” Pero, ¿qué debemos recordar sobre todo de él? “Cada vez que coméis este pan y bebéis esta copa, anunciáis la muerte del Señor” (1 Cor 11, 26).

Tratemos una vez de ir más allá de las palabras, o más bien de dar a las palabras un contenido existencial y no sólo ritual. Volvamos al momento en que Jesús las pronunció; tratemos –hasta donde nos lo permiten los relatos evangélicos– de captar en qué condiciones interiores salió de la boca del Redentor aquellas palabras: “¡Haced esto en conmemoración mía!”. El ve claramente en lo que se está metiendo. Habló de ello varias veces, pero como desde lejos. Ahora ha llegado el momento; ya no existe ni siquiera el intervalo de tiempo para mitigar la angustia. Las palabras: “Este es el cáliz de mi sangre” no dejan lugar a dudas. Es uno que va a morir y una muerte horrible. “Qui pridie quam pateretur”: el día antes de sufrir la pasión…

¿Y qué sucede a su alrededor? Los apóstoles encuentran la manera de volver a discutir sobre quién es el mayor (Lc 22, 24-27), como hermanos que se pelean por la herencia en torno al lecho de muerte de su padre. Uno de ellos, dentro de unas horas, lo venderá por 30 denarios: “In qua nocte tradebatur”: la noche en que fue traicionado. En estas condiciones instituye el sacramento con el que se compromete a permanecer con su familia hasta el fin del mundo. ¿Dónde encontrar un misterio más “tremendo y fascinante” que este? El día que el Señor nos permita, por un momento, echar una mirada al fondo de este abismo de amor y de dolor, creo que ya no podremos vivir como antes. Esto explica por qué san Pio de Pietrelcina parecía luchar en la Misa y no poder completar la consagración.

Pero ahora tenemos que completar nuestra revisión de la Misa. No está sólo el Canon con la consagración; también están la Liturgia de la Palabra y la Comunión. Tenemos a nuestra disposición algunos medios que no estaban disponibles en el pasado para realzar la Liturgia de la Palabra y hacerla también una ocasión para una experiencia de lo sagrado. Gracias a los progresos que la Iglesia ha hecho mientras tanto en muchos campos, tenemos un acceso más directo a la Palabra de Dios, que puede resonar con mayor riqueza e inteligencia que en el pasado.

La liturgia actual es muy rica en Palabra de Dios, sabiamente ordenada, según el orden de la historia de la salvación, en un marco de ritos a menudo devueltos a la linealidad y sencillez de los orígenes. Debemos valorar estos medios. Nada puede penetrar mejor en el corazón del hombre y hacerle sentir la trascendente realidad de Dios que una palabra viva de Dios, proclamada con fe y adhesión a la vida, durante la liturgia. La fe -dice san Pablo- nace de la escucha de la palabra de Cristo: Fides ex auditu (Rm 10, 17).

Muchas palabras de Jesús, quizás escuchadas un poco antes en el Evangelio del día, en el momento de la consagración vuelven a resonar en el corazón, como dichas de nuevo por su autor vivo y verdaderamente presente en el altar. Siempre recordaré el día que, después de haber comentado las palabras de Jesús en el Evangelio: “Hay más aquí que Jonás; hay más aquí que Salomón” (cf. Mt 12, 41-42), levantándome de la genuflexión después de la consagración, exclamé dentro de mí, convencido y lleno de asombro: “¡Ahora aquí hay más que Salomón!”.

Incluso la lectura del Antiguo Testamento, por su relación con el pasaje evangélico, libera significados nuevos e iluminadores. En el tránsito de la figura a la realidad, la mente – decía San Agustín – se enciende como “una antorcha en movimiento”. Como con los dos discípulos de Emaús, Jesús continúa explicándonos “lo que en todas las Escrituras se refiere a él” (cf. Lc 24,27).

Y luego, decía, la Comunión. ¿Cómo puede la liturgia hacer de este momento una ocasión para una experiencia de lo sagrado, no sólo a nivel individual, sino también a nivel comunitario? Yo diría, con el silencio. Hay dos clases de silencio: un silencio que podemos llamar ascético y un silencio místico. Un silencio con el que la criatura busca elevarse a Dios y un silencio provocado por Dios que se acerca a la criatura. El silencio que sigue a la Comunión es un silencio místico, como el observado en las teofanías del Antiguo Testamento. Después de la comunión tendríamos que repetir a nosotros mismos la palabra del profeta Sofonías (1,7): “¡Silencio en la presencia del Señor Dios!”. Nunca deben faltar algunos momentos, aunque sean breves, de absoluto silencio después de la Comunión.

La tradición católica ha sentido la necesidad de prolongar y dar más espacio a este momento de contacto personal con Cristo eucarístico y ha desarrollado a lo largo de los siglos, especialmente a partir del siglo XIII, el culto de la Eucaristía fuera de la Misa. No es un culto separado, desprendido e independiente del sacramento; es seguir “recordando” a Cristo: sus misterios y sus palabras; es una manera de “recibir” a Jesús cada vez más en nuestra vida. Una forma de interiorizar el misterio recibido. La adoración eucarística es el signo más claro de que la humildad y el ocultamiento de Cristo en la Eucaristía no nos hacen olvidar que estamos en presencia del “Santísimo”, de aquel que, con el Padre y el Espíritu Santo, creó el cielo y la tierra.

Donde esta adoración se practica – en parroquias, individuos y comunidades- sus frutos son visibles, incluso como momento de evangelización. Una iglesia llena de fieles en perfecto silencio, durante una hora de adoración frente al Santísimo Sacramento expuesto, haría que cualquiera que entrara, por casualidad, en ese momento dijera: “¡Aquí está Dios!”. Recuerdo el comentario de un no-católico, al final de una hora de adoración eucarística silenciosa, en una gran iglesia parroquial de los Estados Unidos, repleta de fieles: “¡Ahora entiendo – le dijo a un amigo – lo que queréis decir vosotros los católicos cuando habláis de «presencia real»!”

Si hay una razón por la que lamento el latín es que con su abandono están desapareciendo algunos cantos nacidos para estos momentos y que han servido a generaciones de creyentes de todas las lenguas para expresar su cálida devoción a Jesús de la Eucaristía: Adoro te devote, Ave verum, Panis angelicus. Esos sobreviven ahora casi exclusivamente gracias a la música que artistas famosos escribieron para ellos.

Nosotros, “ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios” (1 Cor 4, 1) y, de diversa manera, todos los fieles comprometidos en el culto de la Iglesia, podemos sentirnos aplastados e impotentes ante tan sublime tarea. Teníamos todas las razones para hacerlo. ¿Cómo podemos ayudar a las personas de hoy a tener una experiencia de lo sagrado y de lo sobrenatural en la liturgia, nosotros que experimentamos en nosotros mismos toda la pesadez de la carne y su refractariedad al espíritu? Aquí también la respuesta es siempre la misma: “¡Recibiréis fuerza del Espíritu Santo!” Él, que definimos como “el alma de la Iglesia”, es también el alma de su liturgia, la luz y la fuerza de los ritos.

Es un don que la reforma litúrgica del Vaticano II pusiera la epíclesis, es decir, la invocación del Espíritu Santo, en el corazón de la Misa: primero sobre el pan y el vino y luego sobre todo el cuerpo místico de la Iglesia. Tengo un gran respeto por la venerable Plegaria Eucarística del Canon Romano y me encanta volver a utilizarla, a veces, siendo aquella con la que fui ordenado sacerdote. Sin embargo, no puedo dejar de notar con pesar la ausencia total del Espíritu Santo en ella. En lugar de la actual epíclesis consagratoria sobre el pan y el vino, encontramos en ella la fórmula genérica: “Santifica, oh Dios, esta ofrenda con el poder de tu bendición…”.

Esto también fue una triste consecuencia de la polémica entre Oriente y Occidente. En el pasado, a los latinos nos impulsó a poner entre paréntesis el papel del Espíritu Santo para atribuir toda la eficacia a las palabras de la institución, y a los griegos a poner entre paréntesis las palabras de la institución para atribuir toda la eficacia a la acción del Espíritu Santo. Como si el misterio se cumpliera mediante una especie de reacción química cuyo momento exacto se puede determinar.

Hay, sin embargo, una perla que el Canon Romano ha transmitido de generación en generación y que la reforma litúrgica justamente ha conservado e insertado en todas las nuevas oraciones eucarísticas: precisamente la doxología final: “Por Cristo, con él y en él, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos”: Per ipsum, cum ipso et in ipso est tibi, Deo Patri omnipotenti, in unitate Spiritus Sancti, omnis honor et gloria per omnia saecula saeculorum. Esta fórmula expresa una verdad fundamental que San Basilio formuló en el primer tratado escrito sobre el Espíritu Santo. A nivel de la salida de las criaturas de Dios, escribe, todo parte del Padre, pasa por el Hijo y nos alcanza en el Espíritu; en el orden del regreso de las criaturas a Dios, todo comienza en el Espíritu Santo, pasa por el Hijo Jesucristo y vuelve al Padre. Siendo la liturgia el momento por excelencia del regreso de las criaturas a Dios, todo en ella debe partir y tomar impulso del Espíritu Santo.

El antiguo misal contenía toda una serie de oraciones que el sacerdote debía recitar en preparación para la Misa. Hoy no podíamos prepararnos mejor para la celebración que con una breve pero intensa oración al Espíritu Santo para que renueve en nosotros la unción sacerdotal y ponga en nuestro corazón el mismo impulso que él puso en el corazón de Cristo para ofrecernos al Padre en un sacrificio de olor fragante. La Carta a los Hebreos dice que Jesús, “movido por el Espíritu eterno, se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios” (Heb 9, 14). Oramos para que lo que pasó en la Cabeza también pase en nosotros, miembros de su Cuerpo.

1.Rudolph Otto, Lo sagrato (Das Heilige, 1917).
2.S. Agustín, Confessions, VII, 10.
3.Ib. XI, 9.
4.Cf. Mario Righetti, Storia Liturgica, vol. III, Milano 1966.
5.Agustín, Ep. 55, 11, 21.
6. Cf. Basilio de Cesarea, De Spiritu Sancto, XVIII, 47 (PG 32, 153).

Fuente:https://www.exaudi.org/es/cuarta-predicacion-de-cuaresma-2023-mysterium-fidei-sobre-la-liturgia/