jueves, 31 de diciembre de 2020

LA VIRGEN MADRE, «HIJA DE SU HIJO»



Homilía del Evangelio de la Solemnidad de María Santísima, Madre de Dios: Por Cardenal Raniero Cantalamessa, OFM Cap. 

31 diciembre, 2020

* «Madre de Dios fue en el origen un título que concernía más a Jesús que a la Virgen. De Él nos atestigua que es verdadero hombre: « ¿Por qué decimos que Cristo es hombre, sino porque es nacido de María que es una criatura humana?» (Tertuliano). Nos atestigua, en segundo lugar, que es verdadero Dios. Sólo si Jesús es visto como Dios, es posible llamar a María «Madre de Dios». Finalmente, de Jesús, atestigua que Él es Dios y hombre en una sola persona. Si en Jesús humanidad y divinidad hubieran estado unidas en cuanto a una unión sólo moral y no personal (así pensaban los herejes contra los cuales fue definido el título «Madre de Dios», Theotokos, en el Concilio de Éfeso del año 431), Ella no podría ya haber sido llamada Madre de «Dios», sino sólo Madre de «Jesús» o de «Cristo». María es aquella que hizo de Jesús nuestro hermano. Eligiendo esta vía materna para manifestarse a nosotros, Dios reveló, al mismo tiempo, la dignidad de la mujer. «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer». Si San Pablo hubiera dicho: «nacido de María», se habría tratado sólo de un detalle biográfico; diciendo «nacido de mujer» dio a su afirmación un alcance universal e inmenso. Es la mujer misma, cada mujer, quien ha sido elevada, en María, a tal increíble altura. María es aquí la mujer. Se habla mucho hoy de la promoción de la mujer, que es uno de los signos de los tiempos más bellos y alentadores. Pero Dios nos ha precedido mucho; confirió a la mujer un honor tal como para hacernos enmudecer a todos» 


Solemnidad de María Santísima, Madre de Dios (Números 6,22-27; Gálatas 4,4-7; Lucas 2, 16-21 )

El pasaje evangélico recuerda la base real e histórica sobre la que se funda el título de Madre de Dios: «Cuando se cumplieron los ocho días para circuncidarle, se le dio el nombre de Jesús, el que le dio el ángel antes de ser concebido en el seno de la madre». 

Pero es Pablo quien, en la segunda lectura, nos ofrece la verdadera dimensión del misterio: «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva». 

Madre de Dios fue en el origen un título que concernía más a Jesús que a la Virgen. De Él nos atestigua que es verdadero hombre: « ¿Por qué decimos que Cristo es hombre, sino porque es nacido de María que es una criatura humana?» (Tertuliano). Nos atestigua, en segundo lugar, que es verdadero Dios. Sólo si Jesús es visto como Dios, es posible llamar a María «Madre de Dios». 

Finalmente, de Jesús, atestigua que Él es Dios y hombre en una sola persona. Si en Jesús humanidad y divinidad hubieran estado unidas en cuanto a una unión sólo moral y no personal (así pensaban los herejes contra los cuales fue definido el título «Madre de Dios», Theotokos, en el Concilio de Éfeso del año 431), Ella no podría haber sido llamada Madre de «Dios», sino sólo Madre de «Jesús» o de «Cristo». María es aquella que hizo de Jesús nuestro hermano. 

Eligiendo esta vía materna para manifestarse a nosotros, Dios reveló, al mismo tiempo, la dignidad de la mujer. «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer». Si San Pablo hubiera dicho: «nacido de María», se habría tratado sólo de un detalle biográfico; diciendo «nacido de mujer» dio a su afirmación un alcance universal e inmenso. Es la mujer misma, cada mujer, quien ha sido elevada, en María, a tal increíble altura. María es aquí la mujer. Se habla mucho hoy de la promoción de la mujer, que es uno de los signos de los tiempos más bellos y alentadores. Pero Dios nos ha precedido mucho; confirió a la mujer un honor tal como para hacernos enmudecer a todos. 

El título Madre de Dios nos habla, en fin, naturalmente de María. María es la única, en el universo, que puede decir, dirigiéndose a Jesús, lo que le dice a Él el Padre celestial: « ¡Tú eres mi Hijo; yo te he engendrado hoy!» (Cf. Hb 1,5; Sal 2,7. Ndt). San Ignacio de Antioquia dice, con toda sencillez, que Jesús es «de Dios y de María». Casi como decimos nosotros de un hombre que es hijo de éste y de ésta. Dante Alighieri encerró la doble paradoja de María, que es «virgen y madre» y «madre e hija», en un solo verso: « ¡Virgen Madre, hija de tu Hijo!». 

El título Madre de Dios basta por sí solo para fundar la grandeza de María y justificar el honor a Ella tributado. Se reprocha a veces a los católicos que exageran en el honor y en la importancia atribuidos a María, y en ocasiones hay que reconocer que el reproche no carecía de fundamento, al menos por el modo con que aquello se realizaba. Pero jamás se piensa en lo que hizo Dios. Dios fue tan allá al honrar a María haciéndola Madre de Dios que ninguno puede decir más, «aunque tuviera –decía el propio Lutero– tantas lenguas cuantas briznas de hierba hay en la tierra». 

El título de Madre de Dios es también hoy el punto de encuentro y la base común a todos los cristianos, del que volver a partir para reencontrar el acuerdo en torno al lugar de María en la fe. Es el único título ecuménico, no sólo de derecho, porque fue definido en un Concilio ecuménico, sino también de hecho, en cuanto que es reconocido por todas las mayores Iglesias cristianas. 

La oración mariana más antigua, Sub tuum praesidium, expresa la confianza y el consuelo que el pueblo cristiano siempre ha sacado de este título de la Virgen: «Bajo tu protección nos acogemos, Santa Madre de Dios; no deseches las súplicas que te dirigimos en nuestras necesidades; antes bien, líbranos siempre de todo peligro, ¡oh Virgen gloriosa y bendita!».

Fuente:https://caminocatolico.com/la-virgen-madre-lhija-de-su-hijor-por-raniero-cantalamessa-ofm-cap/

sábado, 19 de diciembre de 2020

«VINO A MORAR ENTRE NOSOTROS»



Tercera predicación de Adviento, 18 de diciembre de 2020, Cardenal Raniero Cantalamessa, OFM Cap.

“En medio de vosotros está a quien vosotros no conocéis”. Es el grito amargo de Juan Bautista escuchado en el Evangelio del tercer domingo de Adviento que nos gustaría escuchar en este último encuentro antes de Navidad. 

En el memorable mensaje Urbi et Orbi del 27 de marzo pasado en la Plaza de San Pedro, después de leer el evangelio de la tormenta calmada, el Santo Padre se preguntaba en qué había consistido la «poca fe» que Jesús reprocha a los discípulos, y explicaba: «Ellos no habían dejado de creer en Él; de hecho, lo invocaron. Pero veamos cómo lo invocan: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?» (v. 38). No te importa: pensaron que Jesús se desinteresaba de ellos, que no les prestaba atención. Entre nosotros, en nuestras familias, lo que más duele es cuando escuchamos decir: « ¿Es que no te importo?». Es una frase que lastima y desata tormentas en el corazón. También habrá sacudido a Jesús, porque a Él le importamos más que a nadie». 

También podemos vislumbrar otro matiz en el reproche de Jesús. No habían entendido quién era el que estaba con ellos en la barca; no habían entendido que, con él dentro, la barca no se podía hundir porque Dios no puede perecer. Los discípulos de hoy cometeríamos el mismo error que los Apóstoles y mereceríamos el mismo reproche que Jesús si en la violenta tormenta que se ha abatido sobre el mundo con la pandemia olvidáramos que no estamos solos en la barca y a merced de las olas. 

La fiesta de la Navidad nos permite ampliar el horizonte: del mar de Galilea a todo el mundo, de los Apóstoles a nosotros: «El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1,14). El verbo griego en aoristo, eskenosen (literalmente, «plantó la tienda») expresa la idea de una acción realizada e irreversible. El Hijo de Dios ha bajado a esta tierra y Dios no puede perecer. El cristiano puede proclamar con más razón que el salmista: 

Dios es nuestro refugio y nuestra fuerza, 
poderoso defensor en el peligro. 
Por eso no tememos aunque tiemble la tierra, 
y los montes se desplomen en el mar […]. 
Teniendo a Dios en medio, no vacila. (Sal 46,2-4). 

«Dios está con nosotros», es decir, del lado del hombre, su amigo y aliado contra las fuerzas del mal. Esto daba fuerza al pastor Dietrich Bonhoeffer, en prisión y a la espera de la sentencia de muerte por parte del régimen nazi, para reafirmar su confianza en la presencia operante de Dios en la historia. Son versos que hacen temblar si se piensa en qué circunstancias fueron escritos: 

De fuerzas amigas protegidos a las mil maravillas 
Esperamos tranquilamente el futuro. 
Dios está con nosotros por la tarde y por la mañana, 
estará con nosotros en cada nuevo día [1]. 

Debemos redescubrir el significado primordial y simple de la encarnación del Verbo, más allá de todas las explicaciones teológicas y los dogmas construidos sobre ella. ¡Dios vino a morar entre nosotros! Quiso hacer de este acontecimiento su propio nombre: Enmanuel, Dios con nosotros. Lo que Isaías había profetizado: «He aquí que la virgen concebirá y dará a luz a un hijo, que llamará Enmanuel» (Is 7,14) se ha convertido en un hecho realizado. 



Como he dicho, debemos volver a antes de todas las controversias cristológicas del siglo V —a antes de Éfeso y Calcedonia— para redescubrir la paradoja y el escándalo encerrado en la afirmación: «El Verbo se hizo carne». Es útil escuchar de nuevo la reacción de un culto pagano del siglo II, cuando conoció esa afirmación de los cristianos. «Hijo de Dios —exclamaba el filósofo Celso horrorizado— ¿un hombre que vivió hace pocos años? ¿Logos eterno uno «de ayer o de antes de ayer», un hombre «nacido en un pueblo de Judea, de una pobre hilandera»?»[2]. 

La primera gran batalla que la fe en Cristo tuvo que afrontar no fue la de su divinidad, sino la de su humanidad y la verdad de la Encarnación. En el origen de este rechazo estaba el dogma de Platón según el cual «ningún Dios se mezcla con el hombre» [3]. San Agustín descubrió, por propia experiencia, la raíz última de la dificultad de creer en la encarnación, es decir, la falta de humildad. «Al no ser humilde» —escribe en las Confesiones— no comprendía la humildad de Dios» [4]. 

Su experiencia nos ayuda a entender la raíz última del ateísmo moderno y nos indica la única manera posible para superarlo. A partir de Hermann Samuel Reimarus en el siglo XVIII, todo ha sido un asalto a la verdad histórica del Evangelio y a la divinidad de Cristo. Jesús dijo: «Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre, sino por medio de mí» (Jn 14,6). Una vez declarada como no transitable esta única vía de acceso a Dios, fue fácil pasar primero al deísmo, y luego al ateísmo. 

La experiencia de Agustín —decía— también señala el camino para superar el obstáculo: deponer el orgullo y aceptar la humildad de Dios. «Te alabo, Padre, Señor de cielos y tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y entendidos y las has revelado a los sencillos» (Mt 11,25): toda la historia de la incredulidad humana se explica con estas palabras de Cristo. La humildad proporciona la clave para entender la encarnación. Se necesita poco poder para lucirse; se necesita mucho, sin embargo, para retirarse a un lado o borrarse. Dios es este poder ilimitado de escondimiento de sí mismo: «Se despojó de sí mismo, tomando la forma de siervo… se humilló a sí mismo y se hizo obediente hasta la muerte» (Flp 2,7-8). 

¡Dios es amor, por eso es humildad! El amor crea dependencia respecto de la persona amada, una dependencia que no humilla, pero que hace feliz. Las dos frases «Dios es amor» y «Dios es humildad» son como dos caras de la misma moneda. Pero, ¿qué significa la palabra humildad aplicada a Dios y en qué sentido puede decir Jesús: «Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29)? La explicación es que la humildad esencial no consiste en ser pequeños (se puede ser pequeño de hecho sin ser humilde); no consiste en considerarse pequeños (esto puede depender de una mala idea de uno mismo); no consiste en proclamarse pequeños (se puede decir sin creerlo); consiste en hacerse pequeños y hacerse pequeños por amor, para elevar a los demás. En este sentido, verdaderamente humilde solo es Dios. 


Francisco de Asís lo entendió sin muchos estudios, que en sus Alabanzas al Dios Altísimo, en un cierto momento, dirigido a Dios dice: « ¡Tú eres humildad!» y en su Carta a toda la Orden exclama: «Mirad, hermanos, la humildad de Dios» [5]. Todos los días —escribe en una de sus amonestaciones—, se humilla, como cuando desde el trono real descendió al seno de la Virgen» [6]. 

La Navidad es la fiesta de la humildad de Dios. Para celebrarla con espíritu y verdad debemos hacernos pequeños, como debemos abajarnos para entrar por la estrecha puerta que introduce en la basílica de la Natividad en Belén. 

« ¡En medio de vosotros hay uno que no conocéis!» 


Pero volvamos al corazón del misterio: «El Verbo se hizo carne y vino a morar entre nosotros». Dios está con nosotros para siempre, irrevocablemente. Este es, a partir de ahora, el objeto central de la profecía cristiana. Zacarías saluda al precursor llamándolo «profeta del Altísimo» (Lc 1,76) y Jesús dice de él que es «más que un profeta» (Mt 11,9). Pero, ¿en qué sentido es Juan el Bautista un profeta? ¿Dónde está la profecía en su caso? Los profetas bíblicos anunciaban una salvación futura; Juan el Bautista no anuncia una salvación futura; por el contrario, señala a uno que está presente allí delante de él. Los profetas antiguos ayudaban al pueblo a cruzar la barrera del tiempo; Juan el Bautista ayuda al pueblo a cruzar la barrera, aún más gruesa, de las apariencias en sentido contrario. El Mesías tan esperado —esperado por los patriarcas, anunciado por los profetas, cantado por los salmos— ¿sería, pues, ese hombre con apariencias y orígenes tan humildes y ordinarios, del que se sabe todo, incluso el pueblo de origen? 

Es relativamente fácil creer en algo grandioso y divino, cuando se espera en un futuro indefinido: «En aquellos días», «en los últimos tiempos», en un marco cósmico, con los cielos que destilan dulzura y la tierra que se abre para hacer germinar al Salvador (Cf. Is 45.8). Es más difícil cuando se debe decir, « ¡Ahí está! ¡Es él!». El hombre está tentado de decir inmediatamente: ¿Eso es todo? « ¿De Nazaret puede salir algo bueno?» (Jn 1,46); «Este sabemos de dónde es» (Jn 7,27). 

Esta era una tarea profética sobrehumana y se entiende por qué el Precursor es definido como «más que un profeta». Es el hombre que señala con el dedo a una persona y pronuncia un perentorio «Ecce! ¡Este es! ¡Este es el Cordero de Dios!» (Jn 1,29). Qué emoción tuvo que correr por los cuerpos de aquellos que recibieron esta revelación por vez primera. Una poderosa acción del Espíritu Santo acompañaba las palabras del precursor y revelaba su verdad a los corazones bien dispuestos. Pasado y futuro, expectativa y cumplimiento se tocaron. El arco voltaico de la historia de la salvación se cerraba. 

Creo que Juan el Bautista nos ha dejado su misma tarea profética: seguir gritando: « ¡En medio de vosotros hay uno que no conocéis!» (Jn 1,26). Inauguró la nueva profecía que no consiste —como he dicho— en anunciar una salvación futura, sino en revelar la presencia de Cristo en la historia: «Estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Cristo no está presente en la historia simplemente porque se escribe y se habla continuamente de él, sino porque ha resucitado y vive según el Espíritu. No sólo intencionalmente, sino realmente. La evangelización comienza aquí. 

En la época del Bautista, lo que causaba dificultad era el cuerpo físico de Jesús, su carne tan similar a la nuestra, excepto el pecado. Hoy es sobre todo su cuerpo místico, la Iglesia, el que causa dificultad y escandaliza. ¡Tan similar al resto de la humanidad, sin excluir siquiera el pecado! Igual que el precursor hizo reconocer a Cristo bajo la humildad de la carne a sus contemporáneos, así es necesario hoy hacerle reconocer en la pobreza y en la miseria de su Iglesia, y en la pobreza y la miseria de nuestra propia vida. 

Lo que Pablo añade a Juan 


Pero tenemos que añadir algo a lo que se ha dicho hasta ahora. No importa, de hecho, saber sólo que Dios se ha hecho hombre; importa saber también qué tipo de hombre se ha hecho Dios. Es significativa la forma diferente y complementaria en que Juan y Pablo describen cada uno el acontecimiento de la Encarnación. Para Juan consiste en el hecho de que el Verbo, que era Dios, se hizo carne (cf. Jn 1,1-14); para Pablo, en el hecho de que «Cristo, siendo de naturaleza divina, tomó la forma de siervo» (cf. Flp 2,5ss.). Para Juan, el Verbo, siendo Dios, se hizo hombre; para Pablo «Cristo, siendo rico, se hizo pobre» (cf. 2 Cor 8,9). 

La distinción entre el hecho de la encarnación y el modo de ella, entre su dimensión ontológica y la existencial, nos interesa porque arroja una luz singular sobre el problema actual de la pobreza y de la actitud de los cristianos hacia ella. Ayuda a dar un fundamento bíblico y teológico a la elección preferencial de los pobres, proclamada en el Concilio Vaticano II. «Los Padres conciliares —escribió Jean Guitton, observador laico en el Vaticano II— han redescubierto el sacramento de la pobreza, es decir, la presencia de Cristo bajo las especies de los que sufren» [7]. 

El «sacramento» de la ¡pobreza! Son palabras fuertes, pero fundamentadas. Si, en efecto, por el hecho de la encarnación, el Verbo ha asumido, en cierto sentido, a cada hombre (así pensaban algunos Padres griegos), por el modo en que se ha realizado, ha asumido, a título particularísimo, al pobre, al humilde, al que sufre. «Instituyó» este signo, como instituyó la Eucaristía. En efecto, el que pronunció sobre el pan las palabras: «Esto es mi cuerpo», pronunció también las mismas palabras respecto de los pobres. Lo hizo cuando, al hablar de lo que se ha hecho —o se ha dejado de hacer— por el hambriento, el sediento, el prisionero, el desnudo y el exiliado, declaró solemnemente: «A mí me lo hicisteis» y «A mí no me lo hicisteis» (Mt 25,31ss.). 

Saquemos la consecuencia que deriva de todo eso en el nivel de la eclesiología. San Juan XXIII, con ocasión del Concilio, acuñó la expresión «Iglesia de los pobres» [8]. Reviste un significado que va más allá de lo que se entiende habitualmente. ¡La Iglesia de los pobres no sólo está formada por los pobres de la Iglesia! En cierto modo, todos los pobres del mundo —bautizados o no— les pertenecen. «Pero —se objeta— ¡no tienen fe, ni han recibido el bautismo!» Es cierto, pero ni siquiera los Santos Inocentes que festejamos tras la Navidad los tuvieron. Su pobreza y sufrimiento, si es inculpable, es a los ojos de Dios su bautismo de sangre. Dios tiene muchas más formas de salvar de las que imaginamos nosotros, aunque todas estas formas —ninguna excluida—, «de una manera conocida sólo por Dios» [9], pasen por Cristo. 

Los pobres son «de Cristo», no porque se declaren pertenecientes a él, sino porque él los declaró pertenecientes a sí mismo, los declaró su cuerpo. Esto no quiere decir que sea suficiente ser pobre y hambriento en este mundo para entrar automáticamente en el reino final de Dios. Las palabras: «Venid benditos de mi Padre» están dirigidas a aquellos que han cuidado de los pobres, no necesariamente a los propios pobres, por el simple hecho de que han sido materialmente pobres en la vida. 

Por lo tanto, la Iglesia de Cristo es inmensamente más amplia de lo que dicen los números y las estadísticas. No por decirlo de modo simple o por un triunfalismo —hoy especialmente— fuera de lugar. Nadie, fuera de Jesús, proclamó: «Todo lo que habéis hecho a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me los hicisteis» (Mt 25,40), donde el «hermano más pequeño» no indica sólo al creyente en Cristo, sino a todo hombre. 

De ello se deduce que el Papa —y con él los demás pastores de la Iglesia— es verdaderamente el «padre de los pobres». Es una alegría y un estímulo para todos nosotros ver lo a pecho que se han tomado este papel los últimos Papas y de una manera muy especial por el pastor que hoy se sienta en la cátedra de Pedro. Es la voz más autorizada que se eleva en su defensa, en un mundo que sólo conoce la selección y el descarte. ¡Ciertamente no «se ha olvidado de los pobres»! La Escritura contiene una bendición especial para aquellos que se preocupan por la suerte del pobre: 

Bienaventurado el hombre que se preocupa del débil…
el Señor lo cuidará,
lo hará vivir bendecido en la tierra,
no lo abandonará en las garras de los enemigos (Sal 41,2-3). 

De María y José se lee en el Evangelio que «no había lugar para ellos en la posada» (Lc 2,7). Incluso hoy en día no hay lugar para los pobres en la posada del mundo, pero la historia ha demostrado de qué lado estaba Dios y de qué lado debe estar la Iglesia. 

«Moraremos en él» 



«El Verbo se hizo carne y vino a morar entre nosotros». Antes de terminar, debemos pasar del plural al singular. No vino genéricamente al mundo, sino personalmente a cada alma creyente. Jesús dijo: «Si uno me ama, observará mi palabra y mi Padre lo amará y nosotros vendremos a él y moraremos en él» (Jn 14,23). Por lo tanto, Cristo no sólo está presente en el barco del mundo o de la Iglesia; está presente en el pequeño bote de mi vida. ¡Qué pensamiento, si realmente llegáramos a creerlo! Santa Isabel de la Trinidad encontró en él el secreto de su santidad. «Me parece —escribía a una amiga— que he encontrado mi cielo en la tierra, porque el cielo es Dios y Dios está en mi alma. El día que entendí esto todo se iluminó» [10]. 

Con las restricciones que plantea al culto público y a la asistencia a las iglesias, la pandemia podría ser la oportunidad para que muchos descubran que a Dios no lo encontramos sólo yendo a la iglesia; que podemos adorar a Dios «en espíritu y en verdad» y recrearnos con Jesús incluso estando encerrados en casa, o en nuestra habitación. El cristiano nunca podrá prescindir de la Eucaristía y de la comunidad, pero cuando esto es impedido por una fuerza mayor no debe pensar que su vida cristiana se interrumpe. Si nunca se ha encontrado a Cristo en el propio corazón, nunca se le encontrará en ningún otro lugar en el sentido fuerte de la palabra. 

Hay una declaración audaz sobre la Navidad que rebota de época en época, en boca de grandes doctores y maestros de espíritu de la Iglesia: Orígenes, san Agustín, san Bernardo, Ángel Silesio, y otros. En esencia, dice así: « ¿De qué me sirve que Cristo haya nacido de María una vez en Belén, si no nace por la fe también en mi corazón?»[11]. « ¿Dónde nace Cristo, en el sentido más profundo, si no en tu corazón y en tu alma?», escribe san Ambrosio [12]. «El Verbo de Dios — se hace eco san Máximo el Confesor—, quiere repetir en todos los hombres el misterio de su encarnación» [13]. Una verdad, como se ve, verdaderamente ecuménica. 

Haciéndose eco de esta misma tradición, san Juan XXIII, en el mensaje de Navidad de 1962, elevaba esta ardiente oración: «Oh Palabra Eterna del Padre, Hijo de Dios y María, renueva también hoy, en el secreto de las almas, el admirable prodigio de tu nacimiento». Hagamos nuestra esta oración, pero, en la dramática situación en la que nos encontramos, añadamos también la súplica ardiente de la liturgia navideña: «Rey de los pueblos, esperado por todas las naciones, piedra angular que unes a los pueblos en uno: Ven y salva al hombre que has formado de la tierra» [14]. Ven y levanta de nuevo a la humanidad exhausta por la larga prueba de esta pandemia.


Cardenal Raniero Cantalamessa OFM Cap. 

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©Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco 

[1] «Von guten Mächten wunderbar geborgen / erwarten wir getrost, waas kommen mag.
Gott ist mit uns am Abend und am Morgen / und ganz gewiss an jedem neuen Tag».
[2] En Orígenes, Contra Celso, I, 26.28; VI, 10.
[3] Platón, Simposio, 203º; cf. Apuleyo, De deo Socratis, 4: «Nullus deus miscetur hominibus».
[4] Confesiones VII, 18.24.
[5] Fonti francescane, 221.
[6] Fonti francescane, 144.
[7] J. Guitton, cit. por R. Gil, «Presencia de los pobres en el Concilio»: Proyección 48 (1966) 30.
[8] En AAS 54 (1962) 682.
[9] Gaudium et spes, 22.
[10] Carta 107 de 1902 a la condesa De Sourdon.
[11] Cf. Orígenes, Comentario sobre el Evangelio de Lucas 22.3: SCh 87, 302; Angelo Silesio, El peregrino cherúbico, I, 61: «Wird Christus tausendmal zu Bethlehem geborn / und nicht in dir: du bleibst noch ewiglich verlorn» [trad. esp. Angelus Silesius, Peregrino Querubínico. Aforismos espirituales y sentencias rimadas que conducen a la contemplación divina (Monte Carmelo, Burgos 2011)].
[12] San Ambrosio, In Lucam, 11,38.
[13] San Máximo el Confesor, Ambigua: PG 91,1084.
[14] Antífona de vísperas del 22 de diciembre

miércoles, 16 de diciembre de 2020

«OS ANUNCIAMOS LA VIDA ETERNA» (1 JN 1, 2)




Cardenal Raniero Cantalamessa, OFM Cap., Segunda predicación de Adviento, 11 de diciembre de 2020

«Consolad, consolad a pueblo mío, dice vuestro Dios» (Is 40,1). Con estas palabras de Isaías comenzaba la primera lectura del segundo domingo de Adviento. Es una invitación, más bien un mandamiento, perpetuamente vigente, dirigido a los pastores y predicadores de la Iglesia. Queremos recoger esta invitación y meditar en el anuncio más consolador que nos ofrece la fe en Cristo.

La segunda «verdad eterna» que la situación de la pandemia ha sacado a flote es la precariedad y la transitoriedad de todas las cosas. Todo pasa: riqueza, salud, belleza, fuerza física… Es algo que tenemos ante nosotros todo el tiempo. Basta comparar las fotos de hoy —las nuestras o las de personajes famosas— con las de hace veinte o treinta años, para darse cuenta de ello. Aturdidos por el ritmo de la vida, no hacemos caso a todo ello, no nos detenemos para sacar las conclusiones necesarias.

Y, de repente, todo lo que dábamos por descontado se ha manifestado frágil, como una pista de hielo en la que estás patinando alegremente, que de repente se rompe bajo tus pies y hace que te hundas. «La tormenta —dijo el Santo Padre en esa memorable bendición «urbi et orbi» del 27 de marzo pasado— desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja descubiertas esas seguridades falsas y superficiales con las que hemos construido nuestras agendas, nuestros proyectos, nuestras costumbres y prioridades».

La crisis planetaria que estamos viviendo puede ser la ocasión para redescubrir con alivio que hay, a pesar de todo, un punto firme, un terreno sólido, más aún, una roca, sobre la que basar nuestra existencia terrena. La palabra Pascua —Pesah en hebreo— significa paso y en latín se traduce como transitus. Esta palabra evoca, por sí misma, algo de «pasajero» y «transitorio», por lo tanto algo tendencialmente negativo. San Agustín percibió esta dificultad y la resolvió de manera esclarecedora. Hacer Pascua, explicó, significa, sí, pasar, pero «pasar hacia lo que no pasa»; significa «pasar desde el mundo, para no pasar con el mundo». Pasar con tu corazón antes de pasar con el cuerpo.

Lo que «nunca pasa» es, por definición, la eternidad. Debemos redescubrir la fe en un más allá de la vida. Esta es una de las grandes contribuciones que las religiones pueden dar juntas al esfuerzo de crear un mundo mejor y más fraterno. Nos hace entender que todos somos compañeros de viaje, en camino hacia una patria común donde no hay distinciones de raza o nación. Tenemos en común no sólo el camino, sino también la meta. Con conceptos y en contextos muy diferentes, esta es una verdad común a todas las grandes religiones, al menos a las que creen en un Dios personal. «De hecho, quien se acerca a Dios, debe creer que existe y que recompensa a los que le buscan» (Heb 11,6). Así resume la Carta a los Hebreos la base común —y el mínimo común denominador— de toda fe y de toda religión.

Para los cristianos, la fe en la vida eterna no se basa en argumentos filosóficos discutibles sobre la inmortalidad del alma. Se basa en un hecho preciso, la resurrección de Cristo, y en su promesa: «En la casa de mi Padre hay muchas moradas. […] Voy a prepararos un lugar. Cuando vaya y os haya preparado un lugar, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis también vosotros» (Jn 14, 2-3). Para nosotros, los cristianos, la vida eterna no es una categoría abstracta, es más bien una persona. Significa ir a estar con Jesús, «hacer cuerpo» con él, compartir su estado de resucitado en la plenitud y en la alegría de la vida trinitaria: «Cupio dissolvi et esse cum Christo», decía san Pablo a sus queridos Filipenses: «Deseo dejar esta vida para ir a estar con Cristo» (Flp 1,23).


1.- Un eclipse de fe



Pero, ¿qué le ha sucedido —nos preguntamos— a la verdad cristiana de la vida eterna? En nuestro tiempo, dominado por la física y la cosmología, el ateísmo se expresa sobre todo como negación de la existencia de un creador del mundo; en el siglo XIX, se expresó con preferencia en la negación de un más allá. Hegel había afirmado que «los cristianos desperdician en el cielo las energías destinadas a la tierra». Recogiendo esta crítica, Feuerbach y sobre todo Marx lucharon contra la creencia en una vida después de la muerte, afirmando que aliena del compromiso terreno. La idea de una supervivencia personal en Dios es reemplazada por la idea de una supervivencia en la especie y en la sociedad del futuro. Poco a poco, con la sospecha, sobre la palabra «eternidad» cayeron el olvido y el silencio.

La secularización ha hecho el resto, hasta el punto de que incluso parece inconveniente que todavía se hable de eternidad entre personas cultas y en consonancia con los tiempos. La secularización es un fenómeno complejo y ambivalente. Puede indicar la autonomía de las realidades terrenales y la separación entre el reino de Dios y el reino de César, y en este sentido no sólo no está en contra del Evangelio, sino que encuentra en él una de sus raíces más profundas. Sin embargo, la palabra secularización también puede indicar todo un conjunto de actitudes hostiles a la religión y a la fe. En este sentido se prefiere utilizar el término laicismo. El secularismo es a la secularización, como el cientifismo a la cientificidad y el racionalismo a la racionalidad.

Incluso tan delimitado, el fenómeno de la secularización presenta muchas caras dependiendo de los campos en los que se manifiesta: la teología, la ciencia, la ética, la hermenéutica bíblica, la cultura, la vida cotidiana. Su sentido primordial, sin embargo, es único y claro. «Secularización», como «secularismo», deriva de la palabra saeculum que en lenguaje común ha terminado indicando el tiempo presente —«el eón presente», según la Biblia— en oposición a la eternidad —el eón futuro, o «los siglos de los siglos» como la llama la Escritura. En este sentido, el secularismo es sinónimo de temporalismo, de reducir lo real a la sola dimensión terrenal. Significa la eliminación radical del horizonte de la eternidad.



Todo esto ha tenido un claro impacto en la fe de los creyentes. En este punto, se ha hecho tímida y reticente. ¿Cuándo hemos escuchado la última predicación sobre la vida eterna? El filósofo Kierkegaard tenía razón: «El más allá se ha convertido en una broma, en una necesidad tan incierta que no sólo ya nadie la respeta, sino que, más aún nadie la expone. Hasta el punto de que incluso uno se divierte pensando que hubo un tiempo en que esta idea dio forma a toda la existencia». Seguimos recitando en el Credo: «Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro», pero sin dar demasiado peso a estas palabras. La caída del horizonte de la eternidad tiene sobre la fe cristiana el efecto que tiene la arena arrojada sobre una llama: la sofoca, la apaga.

¿Cuál es la consecuencia práctica de este eclipse de la idea de eternidad? San Pablo refiere el propósito de los que no creen en la resurrección de los muertos: «Comamos, bebamos, muramos mañana» (1 Cor 15,32). El deseo natural de vivir siempre, distorsionado, se convierte en deseo, o frenesí, de vivir bien, es decir, placenteramente, incluso a expensas de los demás, si es necesario. Toda la tierra se convierte en lo que Dante Alighieri dijo sobre la Italia de su tiempo: «el parterre que nos hace tan feroces». Una vez que el horizonte de la eternidad ha caído, el sufrimiento humano parece doble e irremediablemente absurdo. El mundo se parece a «un hormiguero que se desmorona», y el hombre a «un diseño creado por la ola en la orilla del mar que la ola siguiente borra».


2.- Fe en la eternidad y evangelización



La fe en la vida eterna constituye una de las condiciones de posibilidad de la evangelización. «Pero si Cristo no ha resucitado, —escribe el Apóstol— vana es nuestra predicación y vana también vuestra fe… Si hemos puesto nuestra esperanza en Cristo solo en esta vida, somos los más desgraciados de toda la humanidad» (1 Cor 15,14.19). El anuncio de la vida eterna constituye la fuerza y el mordiente de la predicación cristiana. Veamos lo que sucedió en la primerísima evangelización cristiana. La idea más antigua y más difundida en el paganismo grecorromano era que la vida verdadera termina con la muerte; después de ella sólo hay una existencia de gusanos, en un mundo de sombras, evanescentes e incoloras. Son conocidas las palabras que el emperador romano Adriano dirigió a sí mismo cercano a la muerte, según el epitafio grabado en su tumba:

Pequeña alma mía perdida y suave,
compañera y huésped del cuerpo,
ahora te dispones a ascender a lugares
incoloros, ásperos y despojados,
donde ya no tendrás los entretenimientos habituales.
Todavía un instante,
miremos juntos las orillas familiares,
cosas que ciertamente nunca volveremos ya a ver.

Para un hombre que había construido para sí mismo durante su vida casas de lujo increíble —visítese la Villa Adriana cerca de Tívoli para convencerse de ello— esta perspectiva resultaba aún más desconsoladora que para el común de los mortales. Para su tumba había construido el Mausoleo Adriano, el actual Castel Sant’Angelo, pero sabía bien que esto no cambiaba su destino de encaminarse hacia «lugares incoloros sin distracciones».

Con este trasfondo, se entiende el impacto que debía tener el anuncio cristiano de una vida después de la muerte infinitamente más plena y brillante que la terrena, sin más lágrimas, ni muerte, ni angustia (cf. Ap 21,4). También se entiende por qué el tema y los símbolos de la vida eterna —la palmera, el pavo real, las palabras «requies aeterna»— son tan frecuentes en los entierros cristianos de las catacumbas.

Al anunciar la vida eterna podemos servirnos de nuestra fe y también de su correspondencia con el deseo más profundo del corazón humano. De hecho, somos «seres finitos capaces de infinito» (ens finitum, capax infiniti), seres mortales con un anhelo secreto de inmortalidad. A un amigo argentino que le reprochaba, como si fuera una forma de orgullo y presunción, su atormentarse sobre el problema de la eternidad, Miguel de Unamuno —no ciertamente un apologeta del cristianismo— respondió en una carta:

No digo que merezcamos un más allá, ni que la lógica nos lo muestre; digo que lo necesitamos, lo merezcamos o no, y basta. Digo que lo que pasa no me satisface, que tengo sed de eternidad, y que sin esta todo me es indiferente. ¡Lo necesito, lo necesito! Sin ella ya no hay alegría de vivir y la alegría de vivir ya no tiene nada que decirme. Es demasiado fácil afirmar: «Es necesario vivir, es necesario contentarse con la vida». ¿Y los que no se contentan?

Quien desea la eternidad, —añadía el mismo pensador— no es quien muestra desprecio por el mundo y la vida de aquí abajo, sino, por el contrario, quien no la desea: «Amo tanto la vida que perderla me parece el peor de los males. No aman verdaderamente la vida aquellos que la disfrutan, día a día, sin importarles saber si tendrán que perderla por completo o no». San Agustín decía lo mismo: « ¿De qué sirve vivir bien, si no se da el vivir siempre?». «Todo, excepto lo eterno, es vano en el mundo», cantó uno de nuestros poetas. A los hombres de nuestro tiempo que cultivan lo profundo del corazón esta necesidad de eternidad, sin tal vez tener el valor de confesarlo incluso a sí mismos, les podemos repetir lo que Pablo decía a los atenienses: «Lo que veneráis sin conocerlo, yo os lo vengo a anunciar» (cf. Hch 17,23).


3.- La fe en la eternidad como medio de santificación


Una fe renovada en la eternidad no nos sirve sólo para la evangelización, es decir, para que el anuncio que hay que hacer a los demás; nos sirve, antes todavía, para imprimir un nuevo impulso a nuestro camino de santificación. Su primer fruto es hacernos libres, no apegarnos a las cosas que pasan: aumentar el propio patrimonio o el propio prestigio.

Imaginemos esta situación. Una persona ha sido desalojada y debe abandonar su casa en breve. Afortunadamente, se le presenta la posibilidad de tener un nuevo hogar de inmediato. ¿Qué hace? ¡Gasta todo su dinero para modernizar y embellecer la casa que tiene que dejar, en lugar de amueblar aquella a la que tiene que ir! ¿No sería de tontos? Ahora bien, todos somos «desalojados» en este mundo y nos parecemos a ese hombre necio si sólo pensamos en embellecer nuestra casa terrena, sin preocuparnos por hacer obras buenas que nos sigan después de la muerte.

El enfriamiento de la idea de eternidad actúa sobre los creyentes, disminuyendo en ellos la capacidad de afrontar con valentía el sufrimiento y las pruebas de la vida. Debemos redescubrir parte de la fe de san Bernardo y de san Ignacio de Loyola. En toda situación y ante cada obstáculo, se decían a sí mismos: «Quid hoc ad aeternitatem?», ¿qué es esto frente a la eternidad?

Pensemos en un hombre con una balanza en la mano: una de esas balanzas (se llaman romanas) que se sostienen con una mano y tienen en un lado el platillo en el que poner las cosas para pesar y por el otro una barra graduada que sostiene el peso o la medida. Si cae al suelo, o se pierde la medida, todo lo que pone en el platillo eleva la barra a lo alto e inclina la balanza hacia el suelo. Todo le lleva ventaja, incluso un puñado de plumas.

Así somos cuando perdemos la medida de todo lo que es la eternidad: las cosas y los sufrimientos terrenales arrojan fácilmente nuestra alma a tierra. Todo nos parece demasiado pesado, excesivo. Jesús decía: «Si tu mano es un obstáculo para ti, córtala; si tu ojo es un obstáculo para ti, sácatelo; es mejor entrar en la vida con una mano o un ojo, en lugar de ser arrojado con ambos al fuego eterno» (cf. Mt 18,8-9). Pero nosotros, habiendo perdido de vista la eternidad, ya encontramos excesivo que se nos pida que cerremos los ojos a un espectáculo inmoral, o que llevemos en silencio una pequeña cruz.

San Pablo se atreve a escribir: «Pues la leve tribulación presente nos proporciona una inmensa e incalculable carga de gloria, ya que no nos fijamos en lo que se ve, sino en lo que no se ve; en efecto, lo que se ve es transitorio; lo que no se ve es eterno» (2 Cor 4,17-18). El peso de la tribulación es «ligero» precisamente porque es momentáneo, el de la gloria es desproporcionado precisamente porque es eterno. Por eso el mismo Apóstol puede decir: «Creo que los sufrimientos del tiempo presente no son proporcionados a la gloria que se manifestará en nosotros» (Rom 8,18). De hecho, «esas cosas que ni ojo vio, ni oído oyó, ni entraron nunca en el corazón del hombre, Dios las preparó para los que lo aman» (1 Cor 2,9).

Muchos preguntan: « ¿En qué consistirá la vida eterna y qué haremos todo el tiempo en el cielo?». La respuesta está en las palabras apofáticas del Apóstol que acabamos de oír: «Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman». Si es necesario balbucear algo, diremos que viviremos inmersos en el océano sin orillas y sin fondo del amor trinitario. «Pero, ¿no nos aburriremos?» Preguntemos a los verdaderos amantes si están aburridos en el apogeo de su amor y si no preferirían más bien que ese momento durara siempre.


4.- La eternidad: una esperanza y una presencia



Antes de terminar, debemos disipar una duda que pesa sobre la creencia en la vida eterna. Para el creyente, la eternidad no es sólo una promesa y una esperanza, o, como pensaba Karl Marx, un volcar en el cielo las expectativas decepcionadas de la tierra. Es también una presencia y una experiencia. En Cristo «la vida eterna que estaba junto al Padre se hizo visible». Nosotros —dice Juan—, la hemos oído y visto con nuestros propios ojos, contemplado y tocado (cf. 1 Jn 1,1-3).

Con Cristo, Verbo encarnado, la eternidad ha irrumpido en el tiempo. Lo experimentamos cada vez que hacemos un verdadero acto de fe en Cristo, porque quien cree en él ya posee la vida eterna (cf. 1 Jn 5,13); cada vez que recibimos la comunión, porque en ella «se nos da la promesa de la gloria futura»; cada vez que escuchamos las palabras del Evangelio, que son «palabras de vida eterna» (cf. Jn 6,68). Santo Tomás Aquino dice que «la gracia es el comienzo de la gloria».

Esta presencia de la eternidad en el tiempo se llama Espíritu Santo. Se le define como «las arras de nuestra herencia» (Ef 1,14; 2 Cor 5,5), y se nos ha dado porque, habiendo recibido las primicias, anhelamos la plenitud. «Cristo —escribe san Agustín—, nos dio las arras del Espíritu Santo con las que él, que en cualquier caso no podría engañarnos, quiso asegurarnos del cumplimiento de su promesa. ¿Qué prometió? Prometió la vida eterna cuyas arras son el Espíritu que nos dio».

Entre la vida de fe en el tiempo y la vida eterna hay una relación análoga a la que existe entre la vida del embrión en el seno materno y la del niño que ha sido dado a luz. El gran teólogo bizantino medieval Nicolas Cabasilas escribe:

Este mundo alumbra al hombre interior, al hombre nuevo, creado según Dios, y una vez configurado y formado perfecto aquí abajo, nace para un mundo perfecto e interminable. La naturaleza prepara el embrión, mientras vive en tinieblas de noche, para la vida en un mundo de luz. Y la naturaleza le va dando forma tomando por modelo la existencia que le recibirá. Es también lo que ocurre en los santos […]. Con esta diferencia: el embrión no tiene conocimiento alguno de esta vida, y a los santos se les clarean ya en la existencia terrena muchas cosas del futuro9. Aquél no goza aún de una vida, que le es totalmente futura, ni un rayo de luz penetra en las tinieblas del seno materno, ni ha gustado nada de lo que esta vida constituye. No pasa así con nosotros: fundidos y fusionados futuro y presente […]. No sólo se concede a los santos disponerse y prepararse para la Vida; se permite vivirla y obrar desde ahora conforme a ella.

Hay una historieta que ilustra esta comparación de la gestación y el nacimiento y me permito contarla en su simplicidad. Había dos gemelos, un niño y una niña, tan inteligentes y precoces que, aún en el vientre de su madre, ya hablaban entre sí. La niña le preguntaba a su hermanito: « ¿Crees que habrá una vida después del nacimiento?» El respondía: «No seas ridícula. ¿Qué te hace pensar que haya algo fuera de este espacio estrecho y oscuro en el que estamos?» La niña, envalentonada: «Quien sabe, tal vez haya una madre, alguien que nos ha puesto aquí y que nos cuidará». Y él: « ¿Ves tú a una madre en alguna parte? Lo que ves es todo lo que hay». Ella dijo de nuevo: « ¿Pero no sientes a veces como una presión en tu pecho que aumenta de día a día y nos empuja hacia adelante?» «Pensándolo bien —respondía él—, es verdad; La siento todo el tiempo». «Mira —concluía triunfante la hermanita— este dolor no puede ser por nada. Creo que nos está preparando para algo más grande que este pequeño espacio». La Iglesia debería ser esa niña que ayuda a los hombres a tomar conciencia de su anhelo inconfesado y a veces incluso ridiculizado.

Debemos desmentir también absolutamente la acusación de la que ha partido la sospecha moderna contra la idea de la vida eterna: aquella según la cual la expectativa de la eternidad distrae del compromiso con la tierra y del cuidado de la creación. Antes de que las sociedades modernas asumieran la tarea de promover la salud y la cultura, de mejorar el cultivo de la tierra y las condiciones de vida del pueblo. ¿Quién ha llevado a cabo estas tareas más y mejor que ellos —los monjes en primera línea— que vivían de fe en la vida eterna?

Pocos saben que el Cántico de las Criaturas de Francisco de Asís nació de una sacudida de fe en la vida eterna. Así describen las fuentes franciscanas la génesis del cántico. Una noche que Francisco estaba sufriendo particularmente por sus muchas y muy dolorosas enfermedades, dijo en su corazón: « ¡Señor, ven al rescate de mis enfermedades, para que pueda soportarlas con paciencia!» Y de inmediato se le dijo en espíritu: «Francisco, dime: si uno, en compensación por tus enfermedades y sufrimientos, te diera un gran tesoro precioso, ¿no considerarías como nada, en comparación con ese tesoro, la tierra y las piedras y las aguas? ¿No serías muy feliz por ello?». Francisco respondió: «Señor, esto sería un tesoro verdaderamente grande e incomparable, precioso, amable y deseable». La voz concluyó: «Entonces, sé feliz y exultante en tus enfermedades y tribulaciones; a partir de ahora vive en la serenidad, como si ya estuvieras en mi Reino».

Al levantarse por la mañana, Francisco dijo a sus compañeros: «”Debo disfrutar mucho ahora en medio de mis males y penas, y dar siempre gracias a Dios por la gracia y la bendición tan grandes que se me ha conferido. De hecho, se ha dignado en su misericordia darme a mí, su pequeño siervo indigno que aún vive aquí abajo, la certeza de poseer su Reino eterno. Por tanto, quiero componer para alabanza Suya, para consuelo mío y para edificación del prójimo una nueva Alabanza del Señor por sus criaturas. Cada día usamos las criaturas y sin ellas no podemos vivir. Cada día nos mostramos ingratos por este gran beneficio y no alabamos por ello como deberíamos a nuestro Creador…”. Sentándose, se concentró un momento y empezó a decir: “Altísimo, omnipotente, bondadoso Señor…”». El pensamiento de la vida eterna no le había inspirado despreciar este mundo y las criaturas, sino un entusiasmo y gratitud aún mayores por ellos y había hecho que el dolor actual fuera más llevadero para él.

Nuestra meditación hoy sobre la eternidad ciertamente no nos exime de experimentar con todos los demás habitantes de la tierra la dureza de la prueba que estamos experimentando; sin embargo, al menos debería ayudarnos a los creyentes a no sentirnos abrumados por ella y a ser capaces de infundir valor y esperanza incluso en aquellos que no tienen el consuelo de la fe. Terminemos con una hermosa oración de la liturgia:

Oh, Dios, que unes los corazones de tus fieles en un mismo deseo, concede a tu pueblo amar lo que prescribes y esperar lo que prometes, para que, en medio de las vicisitudes del mundo, nuestros ánimos se afirmen allí donde están los gozos verdaderos.

Cardenal Raniero Cantalamessa OFM Cap.

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©Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco

1.- SAN AGUSTÍN, Tratados sobre Juan 55, 1: CCL 36, 463s.
2. - Cf. G.W.F. HEGEL, Frühe Schriften, 1, en Gesammelte Werke, 1 (Hamburgo 1989) 372.
3.- S. KIERKEGAARD, Postilla final no científica, II, cap. 4.
4.- Paraíso, XXII, 151.
5.- MIGUEL DE UNAMUNO, «Cartas inéditas de Miguel de Unamuno y Pedro Jiménez Ilundain» [editado por H. Benítez]: Revista de la Universidad de Buenos Aires 3 (9/1949) 135.150.
6.- SAN AGUSTÍN, Tratados sobre el evangelio de Juan, 45, 2: PL 35,1720.
7.- A. FOGAZZARO, «A Sera», en Le poesie (Mondadori, Milán 1935) 194-197.
8.- SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma teológica, II-II, q.24, a.3, ad 2.
9.- SAN AGUSTÍN, Sermo 378, 1: PL 39,1673.
10.- N. CABASILAS, Vita in Cristo, I, 1-2 [trad. esp. La vida en Cristo (Rialp, Madrid 1999)].
11.-Leyenda de Perusa, 43.
12.- Oración colecta del Domingo XXI del Tiempo Ordinario.

sábado, 5 de diciembre de 2020

ENSÉÑANOS A CONTAR NUESTROS DÍAS Y LLEGAREMOS A LA SABIDURÍA DEL CORAZÓN (SALMO 90, 12)



Cardenal Raniero Cantalamessa Ofm.cap, Primera predicación de Adviento, 4 de diciembre de 2020


Uno de nuestros poetas italianos, Giuseppe Ungaretti, describe el estado de ánimo de los soldados en las trincheras durante la Primera Guerra Mundial en una poesía compuesta de apenas ocho palabras: 

Estamos
Como en otoño
Las hojas
En los árboles 

En estos tiempos toda la humanidad experimenta este sentido de precariedad y caduquez debido a la pandemia. «El Señor —escribió san Gregorio Magno— a veces nos instruye con palabras, a veces, en cambio, con los hechos». 

En el año marcado por el gran y terrible «hecho» del coronavirus, nos esforzamos por reunir la enseñanza que cada uno de nosotros puede extraer de él para nuestra vida personal y espiritual. Son reflexiones que podemos hacer solo nosotros los creyentes y que tal vez sería imprudente en este momento proponer a todos indiscriminadamente para no aumentar las perplejidades que la pandemia crea en algunos respecto de la fe. 

Las verdades eternas sobre las que queremos reflexionar son: primero, que todos somos mortales y «no tenemos una morada estable aquí abajo»; en segundo lugar, que la vida del creyente no termina con la muerte porque nos espera la vida eterna; tercero, que no estamos solos y a merced de las olas en el pequeño barco de nuestro planeta porque la «Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros». La primera de estas verdades es objeto de experiencia, las otras dos son objeto de fe y esperanza. 

«Memento mori!» 


Comencemos meditando hoy sobre la primera de estas «máximas eternas»: la muerte. Está resumida en el antiguo lema que los monjes trapenses eligieron como lema de su Orden «Memento mori»: recuerda que morirás. 

De la muerte se puede hablar de dos maneras diferentes: o en clave kerigmática o en clave sapiencial. La primera manera consiste en proclamar que Cristo ha vencido a la muerte; que ya no es un muro contra el cual todo se hace pedazos, sino un puente hacia la vida eterna. La forma sapiencial o existencial consiste, en cambio, en reflexionar sobre la realidad de la muerte tal como se presenta a la experiencia humana, con el fin de sacar lecciones de ella para vivir bien. Es la perspectiva en la que nos situamos en esta meditación. 

Este último es el modo en que se habla de la muerte en el Antiguo Testamento y en particular en los libros sapienciales: «Enséñanos a contar nuestros días y llegaremos a la sabiduría del corazón», pide el salmista a Dios (Sal 90,12). Esta forma de ver la muerte no termina con el Antiguo Testamento, sino que también continúa en el Evangelio de Cristo. Recordemos su amonestación: «Mirad porque no sabéis ni el día ni la hora» (Mt 25,13), la conclusión de la parábola del hombre rico que planeaba construir graneros más grandes para su cosecha: «Insensato, esta misma noche se te pedirá la vida. Y lo que has preparado, ¿de quién será?» (Lc 12,20), y también su dicho: « ¿De qué le vale al hombre ganar el mundo entero si pierde la alma?» (cf. Mt 16,26). 

La tradición de la Iglesia ha hecho suya esta enseñanza. Los Padres del desierto cultivaron el pensamiento de la muerte, hasta que lo convirtieron en una práctica constante y lo tuvieron vivo con todos los medios. Uno de ellos, que trabajaba para hilar la lana, había tomado la costumbre de dejar caer al suelo el huso de vez en cuando y «poner la muerte ante de sus ojos antes de recogerlo de nuevo». «Por la mañana —exhorta a la Imitación de Cristo—, ten en cuenta que no vas a llegar a la noche. Cuando caiga la noche no te atrevas a prometerte que te levantará por la mañana» (I, 23). San Alfonso María de Ligorio escribió un tratado titulado Preparación para la muerte que ha sido durante siglos un clásico de la espiritualidad católica. Muchos santos, a partir del siglo XVI, son representados meditando frente a un cráneo. 

Dicho modo sapiencial de hablar de la muerte se encuentra en todas las culturas, no sólo en la Biblia y en el cristianismo. También está presente, secularizado, en el pensamiento moderno y vale la pena mencionar brevemente las conclusiones a las que llegaron dos pensadores cuya influencia sigue siendo fuerte en nuestra cultura. 

El primero es Jean-Paul Sartre. Él invirtió la relación clásica entre esencia y existencia, afirmando que la existencia es lo primero y es más importante que la esencia. Traducido en términos simples, esto significa que no hay orden ni una escala de valores objetivos y anteriores a todo —Dios, el bien, los valores, la naturaleza— a la que el hombre debe conformarse, sino que todo debe partir de su existencia y libertad individuales. Cada persona debe inventar y realizar su destino como el río, que al avanzar, escava su propio cauce. La vida es un proyecto que no está escrito en ninguna parte, sino que se decide por las propias elecciones libres. 

Este modo de concebir la existencia ignora por completo el hecho de la muerte y, por lo tanto, es refutado por la realidad misma de la existencia que se quiere afirmar. ¿Qué puede proyectar el hombre, si no sabe, ni depende de él, si mañana seguirá todavía vivo? Su intento se parece al de un recluso que pasa todo su tiempo proyectando la mejor ruta a seguir para pasar de una pared de su celda a la otra. 

Más creíble, en este punto, es el pensamiento de otro filósofo, Martin Heidegger, que también parte de premisas análogas y se mueve en el mismo cauce del existencialismo. Al definir al hombre como «un-ser-para-la-muerte», hace de la muerte no un accidente que acaba con la vida, sino la esencia misma de la vida, aquello de lo que está hecha. Vivir es morir. El hombre no puede vivir sin quemar y acortar la vida. Cada minuto que pasa es quitado de la vida y entregado a la muerte, como, al conducir en coche por una carretera, vemos casas y árboles que desaparecen rápidamente detrás de nosotros. Vivir para la muerte significa que la muerte no es solo el final, sino también el fin de la vida. Se nace para morir, no para otra cosa. 

¿Qué es entonces —se pregunta el filósofo— ese «núcleo sólido, seguro e infranqueable», al que la conciencia recuerda al hombre y sobre el que debe basarse su existencia, si quiere ser «auténtica»? Respuesta: ¡Su nada! Todas las posibilidades humanas son, en realidad, imposibilidades. Todo intento de proyectarse y de elevarse es un salto que parte de la nada y termina en la nada. Sólo queda resignarse, hacer de la necesidad virtud y amar el propio destino. Una especie de versión moderna del «amor fati» de los estoicos. 

San Agustín también había anticipado esta intuición del pensamiento moderno sobre la muerte, pero para sacar de ello una conclusión totalmente diferente: no el nihilismo, sino fe en la vida eterna. 

Cuando un hombre nace —escribía— se hacen muchas hipótesis: tal vez sea hermoso, tal vez sea feo; tal vez sea rico, tal vez se pobre; tal vez vivirá mucho tiempo, tal vez no… Pero de nadie se dice: tal vez muera o tal vez no muera. Esta es la única cosa absolutamente segura en la vida. Cuando sabemos que uno está enfermo de hidropesía [entonces era esta la enfermedad incurable, hoy son otras] decimos: «Pobre hombre, debe morir; está condenado, no hay remedio». ¿Pero no deberíamos decir lo mismo de uno que nace? « ¡Pobre hombre, debe morir, no hay remedio, está condenado!». ¿Qué importa si en un tiempo un poco más largo, o un poco más corto? La muerte es la enfermedad mortal que se contrae al nacer. 

Dante Alighieri condensó en un solo verso esta visión agustiniana, definiendo la vida humana en la tierra como «un correr a la muerte». 


En la escuela de la «hermana muerte» 


En la oleada del avance de la tecnología y de las conquistas de la ciencia, corremos el riesgo de ser como ese hombre de la parábola que se dice a sí mismo: «Alma mía, tienes muchos bienes a tu disposición, para muchos años; ¡descansa, come, bebe y diviértete! (Lc 12,19). La presente calamidad ha venido a recordarnos lo poco que depende del hombre «proyectar» y decidir su propio futuro. 

La consideración sapiencial de la muerte conserva, después de Cristo, la misma función que tiene la ley después de la venida de la gracia. También ella sirve para preservar el amor y la gracia. La ley —está escrito— fue dada para los pecadores (cf. 1 Tim 1,9) y nosotros todavía somos pecadores, es decir, sujetos a la seducción del mundo y de las cosas visibles, siempre tentados de «conformarnos a este mundo» (Cf. Rom 12,2). No hay mejor lugar para colocarse para ver el mundo, a uno mismo y todos los acontecimientos, en su verdad que el de la muerte. Entonces todo se pone en su justo lugar. 

El mundo aparece a menudo como una maraña inextricable de injusticia y desorden, hasta el punto de que todo parece suceder al azar y sin haber coherencia o plan alguno. Una especie de pintura sin forma, en la que todos los elementos y colores parecen colocados al azar, como en ciertas pinturas modernas. A menudo se ve que triunfa la iniquidad y la inocencia es castigada. Pero, para que no se crea que en el mundo hay algo fijo y constante, he aquí —Bossuet señaló— que a veces se ve lo contrario, es decir, ¡la inocencia en el trono y la iniquidad en el patíbulo! 

¿Hay algún punto desde el cual observar este inmenso cuadro y descifrar su significado? Sí, es el «fin», es decir, la muerte, a la que sigue inmediatamente el juicio de Dios (cf. Heb 9,27). Visto desde aquí, todo adquiere su justo valor. La muerte es el fin de todas las diferencias e injusticias que existen entre los hombres. La muerte, dijo nuestro actor cómico Totò, es como el nivel de los albañiles: anula todas las diferencias y los privilegios. 

Mirar la vida desde el punto de vista de la muerte, otorga una ayuda extraordinaria para vivir bien. ¿Estás angustiado por problemas y dificultades? Adelántate, colócate en el punto correcto: mira estas cosas desde el lecho de muerte. ¿Cómo te gustaría haber actuado? ¿Qué importancia darías a estas cosas? ¡Hazlo así y te salvarás! ¿Tienes una discrepancia con alguien? Mira la cosa desde el lecho de muerte. ¿Qué te gustaría haber hecho entonces: haber ganado o haberte humillado? ¿Haber prevalecido o haber perdonado? 

El pensamiento de la muerte nos impide apegarnos a las cosas, fijar aquí abajo la morada del corazón, olvidando que «no tenemos una morada estable aquí abajo» (Heb 13,14). El hombre, dice un salmo, «cuando muere no se lleva nada consigo, ni desciende con él su gloria» (Sal 49,18). En la antigüedad, se acostumbraba enterrar a los reyes con sus joyas. Esto alentaba, naturalmente, la práctica de violar tumbas para llevarse de ellas sus tesoros. Se han encontrado tumbas de este tipo, en las que, para mantener alejados a los profanadores, se ponía una inscripción en la parte superior del sarcófago: «Aquí estoy yo solo». ¡Qué cierta era esa inscripción, incluso si, de hecho, la tumba ocultaba joyas! El ser humano «cuando muere no se lleva nada consigo». 

La hermana muerte es una muy buena hermana mayor y una buena pedagoga. Nos enseña muchas cosas; basta que sepamos escucharla con docilidad. La Iglesia no tiene miedo de enviarnos a la escuela con ella. En la liturgia del Miércoles de Ceniza, hay una antífona de tonos fuertes, que suena aún más fuerte en el texto original latino. Dice: «Emendemus in melius quae ignoranter peccavimus; ne subito praeoccupati die mortis, quaeramus spatium poenitentiae, et invenire non possimus»: «Enmendémonos del mal que hemos hecho por ignorancia. No suceda que alcanzados de repente por la hora de la muerte, busquemos un espacio para hacer penitencia y ya no podamos encontrarlo». Un día, una hora sola, una buena confesión: ¡qué diferentes nos parecerían estas cosas en ese momento! ¡Cómo las preferiríamos a cetros y reinos, a una larga vida, a riqueza y a salud! 

Pienso en otro ámbito en el que necesitamos urgentemente a la hermana muerte como maestra, más allá del campo ascético: la evangelización. El pensamiento de la muerte es casi la única arma que nos queda para sacudir del letargo a una sociedad opulenta, a la que le ha sucedido lo que le ocurrió al pueblo elegido liberado de Egipto: «Comió y se sació, —sí, engordó, se cebó, engulló— y rechazó al Dios que lo había hecho» (Dt 32,15). 

En un momento delicado de la historia del pueblo elegido, Dios dijo al profeta Isaías: « ¡Grita!». El profeta respondió: « ¿Qué debo gritar?» y Dios: Que «todo hombre es como la hierba y toda su gloria es como el heno del campo. Se seca la hierba, la flor se marchita, cuando el aliento del Señor sopla sobre ellos» (Is 40,6-7). Creo que Dios hoy da esta misma orden a sus profetas y lo hace porque ama a sus hijos y no quiere que «como ovejas se encaminen a los infiernos y que su pastor sea la muerte» (Cf. Sal 49,15). 

La cuestión sobre el sentido de la vida y de la muerte desempeñó un papel notable en la primera evangelización de Europa y no se excluye que pueda desempeñar uno análogo en el esfuerzo actual por su re-evangelización. Si hay algo que no ha cambiado en nada desde entonces, es precisamente esto: que los hombres deben morir. Beda el Venerable relata cómo el cristianismo entró en el norte de Inglaterra, superando las resistencias del paganismo. El rey convocó a la gran asamblea de su reino para decidir la cuestión de si dejar o no entrar a los misioneros cristianos. Hubo opiniones contradictorias, cuando uno de los dignatarios se puso de pie e hizo, en esencia, este discurso: 

La vida presente del hombre sobre la tierra, oh rey, en comparación con el tiempo que nos es desconocido me parece tal como cuando, estando tú sentado a cenar en tiempo de invierno con tus jefes y servidores, con el fuego encendido en medio y bien caliente la sala, mientras fuera se desata la furia de los vendavales invernales de lluvias y nieves, llega un pájaro y cruza la mansión volando raudamente: entra por una puerta y al momento sale por otra y, desde luego, en el tiempo en que está dentro, no le alcanza la tempestad del invierno; pero, tras recorrer en un momento un pequeño trecho de bonanza, enseguida, volviendo del invierno al invierno, desaparece de tu vista. Así aparece esta vida de los hombres: por poco tiempo; pero lo que lo sigue después y lo que ha habido antes lo ignoramos por entero. En consecuencia, si esta nueva doctrina ha aportado algo más cierto, parece que merece seguirse. 

Fue el interrogante planteado por la muerte lo que allanó el camino para el Evangelio, como una brecha siempre abierta en el corazón del hombre. 


«Alabado seas Señor, por la hermana muerte corporal» 


Pero, ¿cómo —se dirá— renovamos el temor a la muerte? ¿No vino Jesús acaso a liberar a cuantos, por miedo a la muerte, pasaban la vida entera como esclavos»? (Heb 2,15). Sí, pero hay que haber conocido este miedo para ser liberado de él. Jesús libera del miedo a la muerte a quien lo tiene, no al que no lo tiene e ignora alegremente que debe morir. Vino a enseñar el miedo a la muerte eterna a aquellos que sólo conocían el miedo a la muerte temporal. 

La «muerte segunda», la llama el Apocalipsis (Ap 20,6). Es la única que realmente merece el nombre de muerte, porque no es un tránsito, una Pascua, sino una terrible terminal de trayecto. Para salvar a los hombres de esta desgracia debemos volver a predicar sobre la muerte. Nadie más que Francisco de Asís conoció el nuevo rostro, pascual, de la muerte cristiana. Su muerte fue verdaderamente un tránsito pascual, un «transitus», como se celebra en la liturgia franciscana. Cuando se sintió cerca del final, el Poverello exclamó: « ¡Bienvenida, muerte, hermana mía!». Sin embargo, en su Cántico de criaturas, junto con palabras muy dulces sobre la muerte, tiene algunas de las más terribles: 

«Alabado seas, mi Señor, por nuestra hermana la muerte corporal,
de la que ningún hombre vivo puede escapar:
ay de aquellos que mueran en pecado mortal;
benditos aquellos a los que encuentre en su santísima voluntad,
porque la muerte segunda no les hará ningún daño». 

¡Ay de los que mueran en pecados mortales! «El aguijón de la muerte es el pecado», dice el Apóstol (1 Cor 15,56). Lo que da a la muerte su poder más temible para angustiar al hombre y atemorizarle es el pecado. Si uno vive en pecado mortal, para él la muerte todavía tiene el aguijón, el veneno, como antes de Cristo, y por eso hiere, mata y envía a la Gehena. No temáis —diría Jesús— a la muerte que mata el cuerpo y luego no puede hacer nada más. Temed a esa muerte que, después de haber matado el cuerpo, tiene el poder de arrojar a la Gehena (cf. Lc 12,4-5). ¡Quita el pecado y has quitado también a tu muerte su aguijón! 

Al instituir la Eucaristía, Jesús anticipó su propia muerte. Nosotros podemos hacer lo mismo. De hecho, Jesús inventó este medio de hacernos partícipes de su muerte, para unirnos a él. Participar en la Eucaristía es la forma más verdadera, más justa y más eficaz de «prepararnos» a la muerte. En ella celebramos también nuestra muerte y la ofrecemos, día a día, al Padre. En la Eucaristía podemos elevar al Padre nuestro «amén, sí», a lo que nos espera, al tipo de muerte que quiera permitir para nosotros. En ella «hacemos testamento»: decidimos a quién dejar la vida, por quién morir. 

Nacimos, es verdad, para morir; la muerte no es sólo el final, sino también el fin de la vida. Esto, sin embargo, lejos de parecer una condena, como decía el filósofo recordado antes, parece en cambio un privilegio. «Cristo mismo —dice san Gregorio de Nisa— nació para morir», es decir, para poder dar la vida en rescate por todos. Nosotros también hemos recibido la vida como don para tener algo único, precioso, digno de Dios, que poder, por nuestra parte, ofrecerle como don y sacrificio. ¿Qué utilización más hermosa se puede pensar de la vida, que para darla, por amor, al Creador que nos la dio por amor? Parafraseando las palabras pronunciadas por el sacerdote en el ofertorio de la Misa, sobre el pan y el vino podemos decir: «De tu bondad hemos recibido esta vida nuestra; te la presentamos para que se convierta en un sacrificio vivo, santo, agradable a ti» (cf. Rom 12,1). 

Con todo esto, no le hemos quitado el aguijón al pensamiento de la muerte, su capacidad de angustiarnos y que Jesús también quiso experimentar en Getsemaní. Sin embargo, estamos al menos más preparados para acoger el mensaje consolador que nos llega de la fe y que la liturgia proclama en el prefacio de la Misa de difuntos: 

Porque la vida de tus fieles, Señor,
no termina, se transforma,
y, al deshacerse nuestra morada terrenal,
adquirimos una mansión eterna en el cielo. 

Hablaremos de esta mansión eterna en los cielos, si Dios quiere, en la próxima meditación. 
 
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©Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco 

1. Homilías sobre el Evangelio, 17. 
2. Apotegmas del ms. Coislin, 126, n. 58. 
3. Cf. M. HEIDEGGER, Essere e Tempo, § 51 (Longanesi, Milán 1976) 308s [trad. esp. Ser y tiempo (Fondo de Cultura Económica, México 2002). 
4. Ib. II, c. 2, § 58, p. 346. 
5. Cf. SAN AGUSTÍN, Sermo Guelf. 12, 3: Miscelánea Agustina, I, 482s. 
6. Purgatorio, XXXIII, 54. 
7. BEDA EL VENERABLE, Historia eclesiástica, II, 13 [trad. esp. Historia eclesiástica del pueblo de los anglos (Akal, Madrid 2013)]. 
8. CELANO, Vida Segunda 163, 217: Fonti Francescane, 808-809. 
9. SAN GREGORIO DE NISA, Or. Cat., 32: PG 45, 80.