lunes, 28 de marzo de 2022

«COMPARTIR LO QUE TENEMOS CON LOS NECESITADOS DEBE SER PARTE INTEGRAL DE NUESTRA VIDA EUCARÍSTICA»

 




Tercera predicación de Cuaresma, 25 de marzo de 2022, Cardenal Raniero Cantalamessa, OFMCap.



En nuestra catequesis mistagógica sobre la Eucaristía —después de la Liturgia de la Palabra y de la Consagración— hemos llegado al tercer momento, el de la Comunión. Dentro de la Misa, la Comunión es el momento que mejor pone de relieve la unidad fundamental de todos los miembros del Pueblo de Dios. Hasta ese momento, prevalece la distinción de los ministerios. En la liturgia de la Palabra el celebrante representa a la Iglesia docente y la asamblea a la Iglesia discente; en la consagración el primero representa el sacerdocio ministerial, los fieles al sacerdocio universal de todos los bautizados. En la comunión, sin distinción. La Eucaristía que recibe el obispo o el Papa es exactamente la misma que la Eucaristía que recibe el último de los bautizados.

Reflexionemos sobre la Comunión eucarística a partir de un texto de san Pablo: «El cáliz que bendecimos, ¿no es la comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es la comunión con el cuerpo de Cristo? Puesto que sólo hay un pan, nosotros, siendo muchos, somos un solo cuerpo: porque todos participamos del único pan» (1 Cor 10,16-17).

La palabra «cuerpo» aparece dos veces en los dos versículos, pero con un significado diferente. En el primer caso («el pan que partimos ¿no es la comunión con el cuerpo de Cristo?»), cuerpo indica el cuerpo real de Cristo, nacido de María, muerto y resucitado; en el segundo caso («somos un solo cuerpo»), el cuerpo indica el cuerpo místico, la Iglesia. No se podía decir de manera más clara y más sintética que la comunión eucarística es siempre comunión con Dios y comunión con los hermanos; que hay en ella una dimensión, por así decirlo, vertical y una dimensión horizontal. Empecemos por lo primero.

1.- La comunión eucarística con Cristo


Pablo habla de la Eucaristía como comunión con el cuerpo y la sangre de Cristo. Ya he recordado lo que significan las palabras cuerpo y sangre en el lenguaje bíblico. Cuerpo no indica, como en nuestro lenguaje actual, un componente, o una parte del hombre que, unido a los otros componentes que son el alma y el espíritu, forma el hombre completo; indica toda la vida en cuanto se desarrolla en una dimensión corporal. No la vida en abstracto, sino lo vivido concreto.

Y ¿qué añade entonces la palabra «sangre»? ¡Añade la muerte! El término «sangre» en la Biblia no indica, en efecto, un órgano del cuerpo, es decir, una parte de una parte del hombre; indica un acontecimiento: la muerte. Si la sangre es la sede de la vida (así se pensaba entonces), su «derramamiento» es el signo plástico de la muerte. Decir que la Eucaristía es el misterio del cuerpo y de la sangre del Señor significa decir, repito, que es el sacramento de la vida y de la muerte del Señor, el sacramento que hace presente al mismo tiempo la Encarnación y la Pasión del Salvador.

Por eso es tan importante que —cuando lo permitan las disposiciones y circunstancias canónicas (por tanto, no en este tiempo de Covid) —, toda la asamblea reciba la Eucaristía en las dos especies del cuerpo y la sangre de Cristo. En este ámbito, creo que nos hemos mantenido de este lado, y no hemos ido más allá, del Concilio. El nuevo misal prevé hasta 14 casos en los que se puede dar la comunión bajo las dos especies. La Eucaristía es un banquete, un sacrum convivium, ¡y en un banquete se come y se bebe!

Pero dejemos de lado este problema y tratemos de profundizar qué tipo de comunión se establece entre nosotros y Cristo en la Eucaristía. En Juan 6,57 Jesús dice: «Así como el Padre, que tiene vida, me envió y yo vivo por el Padre, así también el que me come vivirá por mí». La preposición «por» (en griego, dià) tiene aquí valor causal y final; a la vez un movimiento de origen y un movimiento de destino. Significa que quien come el cuerpo de Cristo vive «de» él, es decir, a causa de él, en virtud de la vida que proviene de él, y vive «de cara a» él, es decir, para su gloria, su amor, su Reino. Así como Jesús vive por el Padre y para el Padre, así, al comulgar en el santo misterio de su cuerpo y de su sangre, vivimos de Jesús y para Jesús.

De hecho, es el principio vital más fuerte quien asimila al menos fuerte a sí mismo, no al revés. Es el vegetal el que asimila el mineral, no al revés; es el animal el que asimila el vegetal y el mineral, no al revés. Así que ahora, en el plano espiritual, es lo divino quien asimila lo humano a sí mismo, no al revés. Así que mientras que en todos los demás casos el que come es el que asimila lo que come, aquí el que se come es el que se asimila a sí mismo lo que come. Al que se acerca a recibirlo, Jesús le repite lo que le dijo a Agustín: «No serás tú quien me asimile a ti, sino que seré yo quien te asimile a mí» [1].

Un filósofo ateo dijo: «El hombre es lo que come» (F. Feuerbach), queriendo decir que en el hombre no hay diferencia cualitativa entre la materia y el espíritu, sino que todo se reduce al componente orgánico y material. Un ateo, sin saberlo, dio la mejor formulación de un misterio cristiano. ¡Gracias a la Eucaristía, el cristiano es verdaderamente lo que come! San León Magno escribió hace mucho tiempo: «Nuestra participación en el cuerpo y la sangre de Cristo solo tiende a hacernos llegar a ser lo que comemos» [2].

En la Eucaristía, por lo tanto, no sólo hay comunión entre Cristo y nosotros, sino también asimilación; la comunión no es sólo la unión de dos cuerpos, de dos mentes, de dos voluntades, sino que es la asimilación del único cuerpo, de la única mente y de la voluntad de Cristo. «El que se une al Señor forma con él un solo Espíritu» (1 Cor 6,17).

La analogía de la comida —la de comer y beber—, no es la única que tenemos de la comunión eucarística, aunque sea insustituible. Hay algo que no puede expresar, como no lo puede expresar la analogía de la comunión entre la vid y el sarmiento: son comuniones entre cosas, no entre personas. Comulgan, pero sin saberlo. Me gustaría insistir en otra analogía que puede ayudarnos a comprender la naturaleza de la comunión eucarística en cuanto comunión entre personas que saben y quieren estar en comunión.

La Carta a los Efesios dice que el matrimonio humano es un símbolo de la unión entre Cristo y la Iglesia: «Por ello el hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y los dos formarán una sola carne. Este misterio es grande; ¡Y yo refiero a Cristo y a la Iglesia!» (Ef 5,31-33). La Eucaristía —por usar una imagen audaz pero verdadera—, es la consumación del matrimonio entre Cristo y la Iglesia, por lo que a veces digo que una vida cristiana sin la Eucaristía es un matrimonio rato, pero no consumado. No en vano la Eucaristía es llamada «el banquete nupcial del Cordero» (Ap 19,9). (Alguien espera que, en un posible retoque futuro de las palabras del celebrante en el momento de la comunión, se cite en su totalidad la frase del Apocalipsis: «Dichosos los invitados a la cena nupcial del Cordero»).

Ahora bien —siempre según san Pablo— la consecuencia inmediata del matrimonio es que el cuerpo (es decir, toda la persona) del marido pasa a ser de la mujer y, viceversa, el cuerpo de la mujer pasa a ser del marido (cf. 1 Cor 7,4). Esto significa que la carne incorruptible y vivificante del Verbo Encarnado se hace «mía», pero también mi carne, mi humanidad, se convierte en la de Cristo, es hecha suya por él. En la Eucaristía recibimos el cuerpo y la sangre de Cristo, pero ¡Cristo también «recibe» nuestro cuerpo y nuestra sangre! Jesús, escribe san Hilario de Poitiers, asume la carne de quien asume la suya [3]. Él nos dice: «Toma, esto es mi cuerpo», pero nosotros también podemos decirle: «Toma, esto es mi cuerpo».

Tratemos de entender las consecuencias de todo esto. En su vida terrena Jesús no tuvo todas las experiencias humanas posibles e imaginables. Para empezar, era un hombre, no una mujer: no vivió la condición de la mitad de la humanidad; no estaba casado, no experimentó lo que significa estar unido de por vida con otra criatura, tener hijos o, peor aún, perder hijos; murió joven, no conoció la vejez…

Pero ahora, gracias a la Eucaristía, tiene todas estas experiencias. Vive la condición femenina en las mujeres, la enfermedad en los enfermos, la ancianidad en los ancianos… No hay nada en mi vida que no pertenezca a Cristo. Nadie debería decir: «¡Ah, Jesús no sabe lo que significa estar casado, ser mujer, haber perdido un hijo, estar enfermo, ser anciano, ser una persona de color!» Lo que Cristo no pudo vivir «según la carne», lo vive y «experimenta» ahora como resucitado «según el Espíritu», gracias a la comunión esponsal de la Misa. Santa Isabel de la Trinidad había comprendido la razón profunda de esto cuando escribió: «La esposa pertenece al esposo. Mi (Esposo) me ha tomado. Quiere ser una humanidad añadida para él» [4].

¡Qué razón inagotable para el asombro y el consuelo ante la idea de que nuestra humanidad se convierte en la humanidad de Cristo! Pero también ¡qué responsabilidad de todo esto! Si mis ojos se han convertido en los ojos de Cristo, mi boca en la de Cristo, qué razón para no permitir que mi mirada se detenga en imágenes lascivas, a mi lengua que hable contra mi hermano, a mi cuerpo que no sirva como instrumento de pecado. « ¿Tomaré, pues, los miembros de Cristo y haré de ellos miembros de una prostituta?», escribía Pablo a los Corintios (1 Cor 6,15).

Y, sin embargo, eso no es todo; falta la parte más hermosa. El cuerpo de la novia pertenece al esposo; pero también el cuerpo del esposo pertenece a la esposa. Del dar hay que pasar inmediatamente, en la comunión, al recibir. ¡Recibir nada menos que la santidad de Cristo! ¿Dónde se llevará a cabo concretamente en la vida del creyente ese «maravilloso intercambio» (admirabile commercium), de la que habla la liturgia, si no se lleva a cabo en el momento de la comunión?

Allí tenemos la posibilidad de darle a Jesús nuestros trapos sucios y recibir de él el «manto de la justicia» (Is 61,10). De hecho, está escrito que él «por obra de Dios se ha convertido para nosotros en sabiduría, justicia, santificación y redención» (cf. 1 Cor 1,30). Lo que se ha convertido «para nosotros» está destinado a nosotros, nos pertenece. «Puesto que —escribe Cabasilas— pertenecemos a Cristo más que a nosotros mismos, habiéndonos comprado de nuevo a un alto precio (1 Cor 6,20), inversamente lo que es de Cristo nos pertenece más que si fuera nuestro»[5]. Es un descubrimiento capaz de dar alas a nuestra vida espiritual. Este es el golpe de audacia de la fe y debemos orar a Dios para que no permita que muramos antes de haberlo realizado.


La Eucaristía, comunión con la Trinidad


Reflexionar sobre la Eucaristía es como ver abiertos de par en par frente a nosotros, a medida que avanzamos, horizontes cada vez más amplios que se abren unos a otros, que se pierden de vista. El horizonte cristológico de la comunión que hemos contemplado hasta ahora se abre a un horizonte trinitario. En otras palabras, a través de la comunión con Cristo entramos en comunión con toda la Trinidad. En su «oración sacerdotal», Jesús dice al Padre: «Que sean uno como nosotros. Yo en ellos y tú en mí» (Jn 17,23). Esas palabras: «Yo en ellos y tú en mí», significan que Jesús está en nosotros y que en Jesús está el Padre. No se puede, por tanto, recibir al Hijo sin recibir, con él, también al Padre. Las palabras de Cristo: «El que me ve a mí, ve al Padre» (Jn 14,9) significan también «el que me recibe a mí, recibe al Padre».

La razón última de esto es que Padre, Hijo y Espíritu Santo son una naturaleza divina única e inseparable, son «una sola cosa». A este respecto, san Hilario de Poitiers escribe: «Estamos unidos a Cristo, que es inseparable del Padre. Él, mientras permanece en el Padre, permanece unido a nosotros; así también nosotros llegamos a la unidad con el Padre. De hecho, Cristo está en el Padre connaturalmente, en la medida en que fue engendrado por él; pero, en cierto modo, nosotros también a través de Cristo, estamos connaturalmente en el Padre. Él vive en virtud del Padre, y nosotros vivimos en virtud de su humanidad» [6].

Lo que se dice acerca del Padre también se aplica al Espíritu Santo. En el sacramento se repite cada vez (quotiescunque) lo que sucedió solo una vez (semel) en la historia. En el momento de su nacimiento terrenal, es el Espíritu Santo quien da a Cristo al mundo (¡María concibió por obra del Espíritu Santo!); en el momento de la muerte, es Cristo quien da al mundo el Espíritu Santo (al morir, «entregó el Espíritu»). Del mismo modo, en la Eucaristía, en el momento de la consagración es el Espíritu Santo quien nos da a Jesús (¡es por la acción del Espíritu como el pan se transforma en el cuerpo de Cristo!), en el momento de la comunión es Cristo quien, al entrar en nosotros, nos da el Espíritu Santo.

San Ireneo (¡finalmente Doctor de la Iglesia!) dice que el Espíritu Santo es «nuestra propia comunión con Cristo» [7]. Por usar el lenguaje de un teólogo moderno, Heribert Mühlen, él es la misma «inmediatez» de nuestra relación con Cristo, en el sentido de que actúa como intermediario entre nosotros y él, sin constituir, sin embargo, ningún diafragma; sin que nada esté «en medio» entre nosotros y Jesús, porque Jesús y el Espíritu Santo también son, como Jesús y el Padre, «una sola cosa». En la comunión Jesús viene a nosotros como quien da el Espíritu. No como quien un día, hace mucho tiempo, dio el Espíritu, sino como quien ahora, habiendo consumado su sacrificio incruento en el altar, de nuevo, «entrega el Espíritu» (cf. Jn 19,30).

2.- La comunión de uno con el otro


Desde estas alturas vertiginosas, volvamos ahora a la tierra y pasemos a la segunda dimensión de la comunión eucarística: la comunión con el cuerpo de Cristo que es la Iglesia. Recordemos las palabras del apóstol: «Puesto que sólo hay un pan, nosotros, aun siendo muchos, somos un solo cuerpo: porque todos participamos en el único pan».

Desarrollando un pensamiento ya esbozado en la Didachè, san Agustín ve una analogía en la forma en que se forman los dos cuerpos de Cristo: el eucarístico y el eclesial. En el caso de la Eucaristía, tenemos el trigo primero disperso en las colinas, que trillado, molido, amasado en agua y cocinado en el fuego se convierte en el pan que llega al altar; en el caso de la Iglesia, tenemos la multitud de personas que reunidas por la predicación evangélica, molidas por el ayuno y la penitencia, amasadas en agua en el bautismo y cocinadas por el fuego del Espíritu, forman el cuerpo que es la Iglesia.

En este sentido, la palabra de Cristo viene inmediatamente a nuestro encuentro: «Si, por lo tanto, presentas tu ofrenda en el altar y allí recuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí delante del altar, ve primero a reconciliarte con tu hermano, y luego vuelve a ofrecer tu don» (Mt 5,23-24). Si vas a recibir la comunión, pero has ofendido a un hermano y no te has reconciliado, albergas resentimiento, te pareces —decía también san Agustín al pueblo— a una persona que ve llegar a un amigo que no ha visto hace años. Corre a su encuentro, se levanta sobre la punta de los pies para besarlo en la frente… Pero al hacer esto no se da cuenta de que está pisando sus pies con zapatos con púas [8]. Los hermanos y hermanas son los pies de Jesús que todavía camina por la tierra.




Comunión con los pobres


Esto es especialmente cierto respecto de los pobres, los afligidos y los marginados. El que dijo del pan: «Esto es mi cuerpo», también lo dijo del pobre. Lo dijo cuándo, hablando de lo que hizo por el hambriento, el sediento, el prisionero y el desnudo, declaró solemnemente: « ¡A mí me lo hicisteis!» Esto es como decir: «Yo era el hambriento, yo era el sediento, yo era el extranjero, el enfermo, el prisionero» (cf. Mt 25,35ss.). He recordado en otras ocasiones el momento en que esta verdad casi explotó dentro de mí. Estaba en una misión en un país muy pobre. Cruzando las calles de la capital vi por todas partes niños cubiertos con unos pocos trapos sucios, corriendo detrás de los camiones de basura para buscar algo de comer. En cierto momento fue como si Jesús me dijera: «Mira bien: ¡eso es mi cuerpo!». Había que tener cortada la respiración.

La hermana del gran filósofo creyente Blaise Pascal refiere este hecho sobre su hermano. En su última enfermedad, no lograba retener nada de lo que comía y, por esto, no le permitían recibir el viático que pedía insistentemente. Luego dijo: «Si no podéis darme la Eucaristía, al menos dejad entrar a un pobre en mi habitación. Si no puedo comulgar con la Cabeza, quiero al menos comulgar con su cuerpo» [9].

El único impedimento para recibir la comunión que san Pablo menciona explícitamente es el hecho de que, en la asamblea, «uno tiene hambre y otro está borracho»: «Por lo tanto, cuando os reunáis, vuestra comida ya no es un comer la Cena del Señor. Porque cada uno, cuando estáis a la mesa, comienza a tomar su propia comida, y así uno tiene hambre, el otro está borracho» (1 Cor 11,20-21). Decir «esto no es comer la Cena del Señor» es como decir: ¡la vuestra ya no es una verdadera Eucaristía! Es una afirmación fuerte, incluso desde un punto de vista teológico, a la que quizás no prestamos suficiente atención.

A día de hoy, la situación en la que uno tiene hambre y otro estalla con comida ya no es un problema local, sino mundial. No puede haber nada en común entre la Cena del Señor y el almuerzo del rico epulón, donde el dueño festeja abundantemente, ignorando al pobre que está fuera en la puerta (cf. Lc 16,19ss.). La preocupación por compartir lo que tenemos con los necesitados, cercanos y lejanos, debe ser parte integral de nuestra vida eucarística.

No hay nadie que, si lo desea, no pueda, durante la semana, realizar uno de esos gestos de los que Jesús dice: «Me lo hicisteis a mí». Compartir no significa simplemente «dar algo»: pan, ropa, hospitalidad; también significa visitar a alguien: un prisionero, una persona enferma, un anciano solo. No es solo dar el propio dinero, sino también el propio tiempo. El pobre y el que sufre necesitan solidaridad y amor, no menos que pan y ropa, sobre todo en este tiempo de aislamiento impuesto por la pandemia.

Jesús dijo: «Porque siempre tenéis a los pobres con vosotros, pero a mí no me tenéis siempre» (Mt 26,11). Esto también es cierto en el sentido de que no siempre podemos recibir el cuerpo de Cristo en la Eucaristía e incluso cuando lo recibimos, dura solo unos minutos, mientras que siempre podemos recibirlo en los pobres. Aquí no hay límites, solo se requiere que lo queramos. Siempre tenemos a los pobres a mano. Cada vez que nos encontremos con alguien que sufre, especialmente si se trata de ciertas formas extremas de sufrimiento, si estamos atentos, escucharemos, con los oídos de la fe, la palabra de Cristo: «¡Esto es mi cuerpo!».

¡Que Dios nos ayude a no volver la cabeza hacia otro lado!

Cardenal Raniero Cantalamessa OFM Cap.

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©Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco

[1] Cf. San Agustín, Confesiones VII, 10.
[2] San León Magno, Sermón 12 sobre la Pasión, 7: CCL 138A, 388.
[3] San Hilario de Poitiers, De Trinitate, 8, 16 (PL 10, 248): «Eius tantum in se adsumptam habens carnem, qui suam sumpserit».
[4] Santa Isabel de la Trinidad, Carta 261, a la madre, en Scritti (Roma 1967) 457.
[5] N. Cabasilas, La vida en Cristo, IV, 6: PG 150, 613.
[6] San Hilario, De Trinitate, VIII, 13-16: PL 10, 246ss.
[7] San Ireneo, Adversus haereses, III, 24, 1.
[8] Cf. San Agustín, Comentario a la Primera Carta de Juan, 10,8.
[9] Vida de Pascal, en B. Pascal, Oeuvres complètes (París 1954) 3ss.

viernes, 25 de marzo de 2022

EL PLAN B DE PUTIN CONTRA EL PLAN A DE ZELENSKI Y BIDEN


El bombardeo del viernes de las fuerzas rusas causó daños considerables a varios edificios de apartamentos y una escuela en el noroeste de Kiev

Thomas L. Friedman | 23 de marzo de 2022

Después de un mes confuso, ahora conocemos las estrategias que se están llevando a cabo en Ucrania: estamos ante el plan B de Vladimir Putin frente a los planes A de Joe Biden y Volodímir Zelenski. Esperemos que Biden y Zelenski triunfen, porque el posible plan C de Putin es de verdad aterrador, y ni siquiera quiero escribir cuál me temo que sería su plan D.

No tengo ninguna fuente secreta en el Kremlin sobre esto, solo la experiencia de haber visto a Putin operar en el Medio Oriente durante muchos años. En ese sentido, me parece evidente que Putin, cuando se dio cuenta de que su plan A fracasó —su expectativa de que el ejército ruso ingresara a Ucrania, decapitara a sus dirigentes “nazis” y luego se limitara a esperar a que todo el país se entregara de manera pacífica en manos de Rusia—, pasó a su plan B.

El plan B consiste en que el ejército ruso dispare de manera deliberada contra los civiles ucranianos, los edificios de apartamentos, los hospitales, las empresas e incluso los refugios antibombas —todo lo cual ha ocurrido en las últimas semanas— a fin de hacer que los ucranianos huyan de sus hogares, para provocar una crisis masiva de refugiados dentro de Ucrania y, aún más importante, una crisis masiva de refugiados dentro de las naciones cercanas que forman parte de la OTAN.

Sospecho que Putin piensa que si no puede ocupar y controlar todo el territorio ucraniano por medios militares y simplemente imponer sus condiciones de paz, la siguiente mejor opción es que cinco o diez millones de refugiados ucranianos, sobre todo, mujeres, niños y ancianos, vayan a Polonia, Hungría y Europa occidental, con el propósito de crear una carga social y económica tan intensa que estas naciones de la OTAN acaben por presionar a Zelenski para que acepte cualquier condición que Putin exija para detener la guerra.

Quizá Putin espere que, aunque es muy probable que este plan implique la comisión de crímenes de guerra que podrían convertirlo a él y al Estado ruso en parias permanentes, la necesidad de petróleo, gas y trigo rusos, así como la ayuda de Rusia para abordar cuestiones regionales como el inminente acuerdo nuclear con Irán, obliguen pronto al mundo a volver a hacer negocios con “el chico malo de Putin”, como ha sucedido anteriormente.

El plan B de Putin parece estar desarrollándose según lo previsto. La agencia de noticias francesa Agence France-Presse informó desde Kiev el domingo: “Más de 3,3 millones de refugiados han huido de Ucrania desde que comenzó la guerra —en la crisis de refugiados que más rápido ha crecido en Europa desde la Segunda Guerra Mundial—, la gran mayoría de ellos mujeres y niños, según la ONU. Se cree que otros 6,5 millones están desplazados dentro del país”.

Una familia del oeste de Ucrania llega a una estación de tren en el centro de Budapest.

El reportaje agrega: “En una actualización de inteligencia a última hora del sábado, el Ministerio de Defensa británico dijo que Ucrania seguía defendiendo con eficacia su espacio aéreo, lo que obligaba a Rusia a depender de las armas lanzadas desde su propio espacio aéreo. Afirmó que Rusia se había visto obligada a ‘cambiar su estrategia operativa y ahora había pasado a una estrategia de desgaste. Es probable que esto implique el uso indiscriminado de artillería, lo que provocará un aumento de las víctimas civiles y la destrucción de la infraestructura ucraniana, e intensificará la crisis humanitaria’”.

Sin embargo, el plan B de Putin se contrapone a los planes de Biden y Zelenski. El plan A de Zelenski, que sospecho que está resultando incluso mejor de lo que él esperaba, es luchar contra el ejército ruso hasta lograr un empate sobre el terreno, quebrar su voluntad y obligar a Putin a aceptar los términos del acuerdo de paz de Ucrania, con la posibilidad mínima de que el líder del Kremlin no salga tan mal parado. A pesar del terrible derramamiento de sangre y de los bombardeos de las fuerzas rusas, Zelenski, sabiamente, sigue manteniendo la mira en una solución diplomática y no deja de presionar para que se entablen negociaciones con Putin, mientras reúne a sus fuerzas y a su pueblo.

The New York Times informó el domingo que “la guerra en Ucrania se estancó después de más de tres semanas de lucha, en la que Rusia solo logró avances marginales y atacó cada vez más a los civiles, según analistas y funcionarios estadounidenses. ‘ Las fuerzas ucranianas han derrotado la campaña inicial rusa de esta guerra’, afirmó en un análisis el Instituto para el Estudio de la Guerra, un centro de investigación con sede en Washington. Los rusos no tienen ni los efectivos ni el equipo para tomar Kiev, la capital, ni otras ciudades importantes como Járkov y Odesa, concluyó el estudio”.

El plan A de Biden, del que advirtió de manera explícita a Putin antes de que comenzara la guerra en un esfuerzo por disuadirlo, consistía en imponer a Rusia sanciones económicas como nunca antes las había impuesto Occidente, con el objetivo de paralizar la economía rusa. La estrategia de Biden —que también incluía el envío de armas a los ucranianos para presionar a Rusia en el plano militar— está logrando justo ese objetivo. Está teniendo éxito, tal vez más de lo que Biden esperaba, porque se amplió con la suspensión de las operaciones de cientos de empresas extranjeras que operan en Rusia, ya sea de forma voluntaria o bajo la presión de sus empleados.

Las fábricas rusas se están viendo obligadas a cerrar porque no pueden obtener los microchips y otras materias primas que necesitan de Occidente; los viajes aéreos a Rusia y sus alrededores se están reduciendo porque muchos de sus aviones comerciales eran en realidad propiedad de empresas de arrendamiento irlandesas y ni Airbus ni Boeing darán servicio a las aeronaves propiedad de Rusia. Mientras tanto, miles de rusos jóvenes que trabajan en el sector tecnológico están manifestando su rechazo a la guerra con sus pies, y simplemente abandonan el país, todo esto después de que solo ha pasado un mes desde que Putin comenzó esta guerra mal concebida.

“Más de la mitad de los bienes y servicios que ingresan a Rusia provienen de 46 o más países que han impuesto sanciones o restricciones comerciales, con Estados Unidos y la Unión Europea a la cabeza”, informó The Washington Post, citando a la firma de investigación económica Castellum.ai.

El artículo del Post agregó: “En un discurso televisado que apareció el jueves, un desafiante presidente Vladimir Putin pareció reconocer los desafíos del país. Dijo que las sanciones generalizadas obligarían a realizar arduos “cambios estructurales profundos en nuestra economía”, pero prometió que Rusia superaría “los intentos de organizar una guerra relámpago económica”.

The Post añade: “‘Es difícil para nosotros en este momento’, dijo Putin. ‘ Las compañías financieras rusas, las grandes empresas, las pequeñas y medianas empresas se enfrentan a una presión sin precedentes’”.

Así que la pregunta del momento es: ¿la presión sobre los países de la OTAN de todos los refugiados que la maquinaria de guerra de Putin está creando —más y más cada día— será mayor que la presión —más y más cada día— que se está creando sobre su estancado ejército en Ucrania y sobre su economía en casa?

La respuesta a esta pregunta deberá determinar cuándo y cómo termina esta guerra, ya sea con un claro ganador y perdedor o, quizá con mayor probabilidad, con algún tipo de concesión turbia a favor o en contra de Putin.

Digo “quizá” porque es probable que Putin sienta que no puede tolerar ningún tipo de empate o concesión turbia. Tal vez sienta que todo lo que no sea una victoria total es una humillación que socavaría su control autoritario del poder. En ese caso, podría optar por un plan C, que, supongo, implicaría ataques aéreos o con misiles a las líneas de suministro militar ucranianas a lo largo de la frontera con Polonia.

Polonia es miembro de la OTAN y cualquier ataque a su territorio requeriría que todos los demás miembros de la OTAN acudieran en defensa de Polonia. Putin puede creer que si es capaz de forzar esa situación y algunos miembros de la OTAN se niegan a defender a Polonia, la OTAN podría fracturarse. Sin duda, esto desencadenaría acalorados debates dentro de todos los países de la OTAN —en especial en Estados Unidos— sobre la posibilidad de involucrarse directamente en una posible Tercera Guerra Mundial con Rusia. Pase lo que pase en Ucrania, si Putin lograra fracturar a la OTAN, eso sería un logro que podría enmascarar todas sus otras pérdidas.

Si los planes A, B y C de Putin fracasan, me temo que se convertiría en un animal acorralado y podría optar por el plan D: lanzar armas químicas o la primera bomba nuclear desde Nagasaki. Es una frase difícil de escribir y aún peor de contemplar. Pero ignorar esta posibilidad sería extremadamente ingenuo.

Fuente:https://www.nytimes.com/es/2022/03/23/espanol/opinion/putin-zelenski-rusia-ucrania.html?campaign_id=42&emc=edit_bn_20220325&instance_id=56650&nl=el-times&regi_id=81324072&segment_id=86519&te=1&user_id=bb281aa3f4934b6008dc70d26566dd6c

domingo, 20 de marzo de 2022

«LA SANTIDAD DEL CRISTIANO DEBE SER EUCARÍSTICA, SER EUCARISTÍA CON JESÚS Y HACER DE NUESTRA VIDA UN DON»

 


Segunda predicación de Cuaresma, 18 de marzo de 2022
Cardenal Raniero Cantalamessa, OFMCap

El objeto de nuestra catequesis mistagógica de hoy es la parte central de la Misa, la Plegaria eucarística, o Anáfora, que tiene en su centro la consagración. Hacemos dos tipos de consideración sobre ella: una litúrgica y ritual, la otra teológica y existencial.

Desde el punto de vista ritual y litúrgico, tenemos hoy un nuevo recurso que no tenían los Padres de la Iglesia y los doctores medievales. El nuevo recurso del que disponemos hoy es el acercamiento entre cristianos y judíos. Desde los primeros días de la Iglesia, diversos factores históricos llevaron a acentuar la diferencia entre cristianismo y judaísmo, hasta el punto de contraponerlos entre sí, como ya hace Ignacio de Antioquía [1]. Distinguirse de los judíos —en la fecha de la Pascua, en los días de ayuno y en muchas otras cosas—, se convierte en una especie de consigna. Una acusación dirigida a menudo a los propios adversarios y a los herejes es la de «judaizar».

La tragedia del pueblo judío y el nuevo clima de diálogo con el judaísmo, iniciado por el Concilio Vaticano II, han hecho posible un mejor conocimiento de la matriz judía de la Eucaristía. Igual que no se entiende la Pascua cristiana si no se la considera como el cumplimiento de lo que preanunciaba la Pascua, tampoco se entiende a fondo la Eucaristía si no se la ve como el cumplimiento de lo que hicieron y dijeron los judíos durante su comida ritual. Un primer resultado importante de este punto de inflexión ha sido que hoy ningún estudioso serio plantea la hipótesis de que la Eucaristía cristiana se explique a la luz de la cena en boga entre algunos cultos mistéricos del helenismo, como se ha intentado hacer durante más de un siglo.

Los Padres de la Iglesia consideraban las Escrituras del pueblo judío, pero no su liturgia, a la que ya no tenían acceso, después de la separación de la Iglesia de la Sinagoga. Por eso, utilizaron las figuras contenidas en las Escrituras —el cordero pascual, el sacrificio de Isaac, el de Melquisedec, el maná—, pero no el contexto litúrgico concreto en el que el pueblo judío celebraba todos estos recuerdos, es decir, la comida ritual celebrada una vez al año en la cena pascual (el Séder) y semanalmente en el culto de la sinagoga. El primer nombre con el que Pablo designa la Eucaristía en el Nuevo Testamento es el de «comida del Señor» (kuriakon deipnon) (1 Cor 11,20), con evidente referencia a la comida judía de la que ahora difiere por la fe en Jesús. La Eucaristía es el sacramento de la continuidad entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, entre el judaísmo y el cristianismo.


La Eucaristía y la Beraka judía


Esta es la perspectiva en la que se sitúa Benedicto XVI en el capítulo dedicado a la institución de la Eucaristía en su segundo volumen sobre Jesús de Nazaret. Siguiendo la opinión de los eruditos prevaleciente ahora, acepta la cronología joánica según la cual la Última Cena de Jesús no fue una Cena de Pascua, sino que fue una solemne comida de despedida (¡la «Última Cena»!) y mantiene que es posible «trazar el desarrollo de la eucaristía cristiana, es decir, del canon, de la beraka judía»[2].

Por diversas razones culturales e históricas, desde la Escolástica en adelante, se ha intentado explicar la Eucaristía a la luz de la filosofía, en particular de las nociones aristotélicas de sustancia y accidentes. Esto también era poner al servicio de la fe el nuevo conocimiento del momento y, por lo tanto, imitar el método de los Padres. En nuestros días, debemos hacer lo mismo con los nuevos conocimientos de orden, esta vez, histórico y litúrgico más que filosófico. Tienen la ventaja de ser las categorías con las que Jesús pensaba y hablaba, que ciertamente no eran los conceptos aristotélicos de materia y forma, sustancia y accidentes, sino los de signo y realidad y de memorial.

Siguiendo algunos estudios recientes, especialmente el de L. Bouyer [3], me gustaría tratar de mostrar la luz brillante que cae sobre la Eucaristía cristiana cuando colocamos los relatos evangélicos de la institución en el trasfondo de lo que sabemos sobre la comida ritual judía. La novedad del gesto de Jesús no disminuirá, sino que será exaltada al máximo.

El vínculo entre el rito antiguo y el nuevo lo da la Didachè, un escrito de la era apostólica que podemos considerar como el primer borrador de la anáfora eucarística. El rito de la sinagoga estaba compuesto por una serie de oraciones llamadas «berakah» que en griego se traduce como «Eucaristía». Al comienzo de la comida, cada uno, por turno, tomaba una copa de vino en la mano y, antes de llevársela a los labios, repetía una bendición que la liturgia actual nos hace repetir casi literalmente en el momento del ofertorio: «Bendito seas, Señor, Dios nuestro, Rey de los siglos, que nos has dado este fruto de la vid».

Pero la comida comenzaba oficialmente solo cuando el padre de familia, o el jefe de la comunidad, había partido el pan que se debía distribuir entre los comensales. Y, de hecho, Jesús toma el pan, recita la bendición, lo parte y lo distribuye diciendo: «Esto es mi cuerpo…» Y aquí el rito —que era sólo una preparación—, se convierte en realidad.

Después de la bendición del pan, se servían los platos habituales. Cuando el almuerzo está a punto de terminar, los comensales están listos para el gran acto ritual que concluye la celebración y le da el significado más profundo. Todos se lavan las manos, como al principio. Habiendo terminado esto, teniendo ante sí una copa de vino mezclada con agua, invita a hacer las tres oraciones de acción de gracias: la primera por Dios Creador, la segunda por la liberación de Egipto, la tercera para que continúe su obra en el presente. Terminada la oración, la copa pasaba de mano en mano y todos bebían. Este es el antiguo rito realizado tantas veces por Jesús durante su vida.

Lucas dice que, después de la cena, Jesús tomó la copa diciendo: «Este cáliz es la nueva Alianza en mi Sangre que se derrama por vosotros». Algo decisivo sucede cuando Jesús añade estas palabras a la fórmula de las oraciones de acción de gracias, es decir, a la beraka judía. Ese rito era un banquete sagrado en el que se celebraba y agradecía a un Dios salvador, que había redimido a su pueblo para estrechar una alianza de amor con él, concluida en la sangre de un cordero. La comida diaria bendecía a Dios por esa Alianza, pero ahora, es decir, en el momento en que Jesús decide dar su vida por los suyos como el verdadero cordero, declaró concluida esa antigua Alianza que todos juntos estaban celebrando litúrgicamente.

En ese momento, con pocas y sencillas palabras, estrecha con sus seguidores la nueva y eterna Alianza en su Sangre. Al agregar las palabras «haced esto en memoria mía», Jesús da un alcance duradero a su don. Desde el pasado, la mirada se proyecta hacia el futuro. Todo lo que ha hecho hasta ahora en la cena es puesto en nuestras manos. Al repetir lo que hizo, se renueva ese acto central de la historia humana que es su muerte para el mundo. La figura del cordero pascual que en la cruz se convierte en acontecimiento, en la cena se nos da como sacramento, es decir, como un memorial perenne del acontecimiento.

Sacerdote y víctima



Esto, decía, por lo que se refiere al aspecto litúrgico y ritual. Pasemos ahora a la otra consideración, la de tipo personal y existencial, en otras palabras, al papel que nosotros, sacerdotes y fieles, desempeñamos en dicho momento de la Misa. Para comprender el papel del sacerdote en la consagración es de vital importancia conocer la naturaleza del sacrificio y del sacerdocio de Cristo, porque de ellos deriva el sacerdocio cristiano, tanto el sacerdocio bautismal común a todos, como el de los ministros ordenados. Ya no somos, en realidad, «sacerdotes según el orden de Melquisedec»; somos sacerdotes «según el orden de Jesucristo»; en el altar actuamos «in persona Christi», es decir, representamos al Sumo Sacerdote que es Cristo.

La Carta a los Hebreos explica en qué consiste la novedad y unicidad del sacerdocio de Cristo: «Él entró en el santuario de una vez por todas, no mediante la sangre de cabritos y toros, sino en virtud de su propia sangre, obteniendo así una redención eterna» (Heb 9,12). Todo sacerdote ofrece algo externo a sí mismo, Cristo se ofreció a sí mismo; cualquier otro sacerdote ofrece víctimas, ¡Cristo se ofreció como víctima! San Agustín resumió en pocas palabras la naturaleza de este nuevo tipo de sacerdocio en el que sacerdote y víctima son la misma persona: «Ideo sacerdos quia sacrificium», sacerdote porque víctima [4].

En Cristo es Dios quien se hace víctima. Ya no son los seres humanos los que ofrecen sacrificios a Dios para aplacarlo y hacerlo favorable; es Dios quien se sacrifica a sí mismo por la humanidad, entregando a la muerte por nosotros a su Hijo unigénito (cf. Jn 3,16). Jesús no vino con la sangre de otros, sino con su propia sangre; no puso sus pecados sobre los hombros de otros —animales o criaturas humanas— sino que puso los pecados de los demás sobre sus hombros: «Él llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero de la cruz» (1 Pe 2,24). Todo esto significa que en la Misa debemos ser al mismo tiempo sacerdotes y víctimas.

A la luz de esto, reflexionemos sobre las palabras de la consagración: «Tomad, comed: esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros». Quiero decir, a este propósito, mi pequeña experiencia, es decir, cómo llegué a descubrir el alcance eclesial y personal de la consagración eucarística. Así vivía el momento de la consagración en la Santa Misa los primeros años de mi sacerdocio: cerraba los ojos, inclinaba la cabeza, trataba de alejarme de todo lo que me rodeaba para identificarme con Jesús que, en el Cenáculo, pronunció esas palabras por primera vez: «Accipite et manducate: Tomad, comed…». La liturgia misma inculcaba esta actitud, haciendo pronunciar las palabras de la consagración en voz baja y en latín, inclinados sobre las especies.

Luego vino la reforma litúrgica del Vaticano II. La misa comenzó a celebrarse mirando a la asamblea; ya no en latín, sino en el idioma del pueblo. Esto me ayudó a entender que mi actitud, por sí sola, no expresaba todo el significado de mi participación en la consagración. ¡Ese Jesús del Cenáculo ya no existe! Ahora existe el Cristo resucitado: para ser exactos, el Cristo que estaba muerto, pero ahora vive para siempre (cf. Ap 1,18). Pero este Jesús es el «Cristo total», Cabeza y Cuerpo inseparablemente unidos. Por lo tanto, si es este Cristo total quien pronuncia las palabras de consagración, yo también las pronuncio con él. Las pronuncio, sí, «in persona Christi», en nombre de Cristo, pero también «en primera persona», es decir, en mi nombre.

A partir de ese día en que entendí esto, comencé a dejar de cerrar los ojos en el momento de la consagración, y a mirar —al menos alguna vez— a los hermanos frente a mí, o, si celebro solo, pienso en aquellos a quienes debo encontrarme durante el día y a quienes debo dedicar mi tiempo, o incluso pienso en toda la Iglesia y, dirigiéndome a ellos, les digo con Jesús: «Tomad, comed todos de él: esto es mi cuerpo que quiero dar por vosotros… Tomad, bebed: esta es mi sangre que quiero derramar por vosotros».

Más tarde vino san Agustín a quitarme todas las dudas. «En lo que ofrece, la Iglesia se ofrece a sí misma» [5], escribe en un famoso pasaje del De civitate Dei. La consecuencia que se deriva de ello es que, en el plano existencial, cuanto más participan un obispo y un sacerdote en el sacerdocio de Cristo, más participan en su sacrificio; cuanto más perfectamente se ofrece uno al Padre con Cristo, más verdaderamente ofrece a Cristo al Padre. En el altar el sacerdote actúa en el lugar de Cristo Sumo Sacerdote, pero también en el lugar («in persona») de Cristo Víctima Suprema.

San Gregorio Nacianceno escribe: «Sabiendo que nadie es digno de la grandeza de Dios, de la Víctima y del Sacerdote, si no se ha ofrecido primero el mismo como sacrificio vivo y santo, si no se ha presentado como oblación razonable y agradable (cf. Rom 12,1) y si no ha ofrecido a Dios un sacrificio de alabanza y un espíritu contrito —el único sacrificio cuya entrega pide el autor de todo don— ¿cómo me atreveré a ofrecerle la ofrenda exterior en el altar, que es la representación de los grandes misterios?»[6]

Todo esto se aplica no sólo a los obispos y sacerdotes ordenados, sino a todos los bautizados. Un famoso texto del Concilio se expresa así: «Los fieles, en virtud de su sacerdocio regio, concurren a la oblación de la Eucaristía… Participando del sacrificio eucarístico, fuente y cumbre de toda la vida cristiana, ofrecen a Dios la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con ella. Y así, sea por la oblación o sea por la sagrada comunión, todos tienen en la celebración litúrgica una parte propia, no confusamente, sino cada uno de modo distinto» [7].

Hay dos cuerpos de Cristo en el altar: está su cuerpo real (el cuerpo «nacido de la Virgen María», muerto, resucitado y ascendido al cielo) y está su cuerpo místico que es la Iglesia. Pues bien, en el altar está presente realmente su cuerpo real y está presente místicamente su cuerpo místico, donde «místicamente» significa: en virtud de su unión inseparable con la Cabeza. No hay confusión entre las dos presencias, que son distintas pero inseparables.

Puesto que hay dos «ofrendas» y dos «dones» en el altar —el que debe convertirse en el Cuerpo y la Sangre de Cristo (el pan y el vino) y el que debe convertirse en el cuerpo místico de Cristo—, también hay dos «epiclesis» en la Misa, es decir, dos invocaciones del Espíritu Santo. En la primera dice: «Te suplicamos que santifiques por el mismo Espíritu estos dones que hemos separado para ti, de manera que se conviertan en el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo»; en la segundo, que se recita después de la consagración, se dice: «con el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu. Que él nos transforme en ofrenda permanente».

Así es como la Eucaristía hace a la Iglesia: ¡la Eucaristía hace a la Iglesia, haciendo de la Iglesia una Eucaristía! La Eucaristía no es sólo, genéricamente, la fuente o causa de la santidad de la Iglesia; es también su «forma», es decir, el modelo. La santidad del cristiano debe realizarse según la «forma» de la Eucaristía; debe ser una santidad eucarística. El cristiano no puede limitarse a celebrar la Eucaristía, debe ser Eucaristía con Jesús.


El cuerpo y la sangre


Ahora podemos sacar las consecuencias prácticas de esta doctrina para nuestra vida diaria. Si en la consagración somos también nosotros quienes, dirigiéndonos a los hermanos, decimos: «Tomad, comed: esto es mi cuerpo. Tomad, bebed: esta es mi sangre», debemos saber qué significan «cuerpo» y «sangre», para saber lo que ofrecemos.

La palabra «cuerpo» no indica, en la Biblia, un componente, o una parte, del hombre que, unida a los demás componentes que son el alma y el espíritu, forman el hombre completo. En el lenguaje bíblico, y por lo tanto en el de Jesús y Pablo, «cuerpo» indica todo el hombre, en la medida en que vive su vida en un cuerpo, en una condición corpórea y mortal. Por lo tanto, «cuerpo» indica toda la vida. Jesús, al instituir la Eucaristía, nos dejó toda su vida como don, desde el primer instante de la Encarnación hasta el último momento, con todo lo que había llenado concretamente dicha vida: silencio, sudor, fatigas, oración, luchas, humillaciones…

Luego Jesús dice: «Esta es mi sangre». ¿Qué añade con la palabra «sangre» si ya nos ha dado toda su vida en su cuerpo? ¡Añade la muerte! Después de habernos dado la vida, también nos da la parte más preciosa de ella, su muerte. El término «sangre» en la Biblia no indica, de hecho, una parte del cuerpo, es decir, una parte de una parte del hombre; indica un acontecimiento: la muerte. Si la sangre es la sede de la vida (así se pensaba entonces), su «derramamiento» es el signo plástico de la muerte. ¡La Eucaristía es el misterio del Cuerpo y de la Sangre del Señor, es decir, de la vida y de la muerte del Señor!

Ahora bien, viniendo a nosotros, ¿qué ofrecemos, ofreciendo nuestro cuerpo y nuestra sangre, junto con Jesús, en la Misa? También ofrecemos lo que Jesús ofreció: la vida y la muerte. Con la palabra «cuerpo», damos todo lo que concretamente constituye la vida que llevamos en este mundo, nuestra vivencia: tiempo, salud, energías, capacidades, afecto, tal vez solo una sonrisa. Con la palabra «sangre», también expresamos la ofrenda de nuestra muerte. No necesariamente la muerte definitiva, el martirio por Cristo o por nuestros hermanos. En nosotros es muerte todo lo que prepara y anticipa la muerte: humillaciones, fracasos, enfermedades que inmovilizan, limitaciones debidas a la edad, a la salud, en una palabra, todo lo que nos «mortifica».

Todo esto requiere, sin embargo, que, tan pronto como salgamos de la Misa, trabajemos para lograr lo que hemos dicho; que realmente nos esforzamos, con todas nuestras limitaciones, por ofrecer nuestro «cuerpo» a nuestros hermanos, es decir, el tiempo, las energías, la atención; en una palabra, nuestra vida. Es necesario, por tanto, que, después de haber dicho a los hermanos: «Tomad, comed», nos dejemos realmente «comer» y nos dejemos comer sobre todo por quien que no lo hace con toda la delicadeza y gracia que cabría esperar.

San Ignacio de Antioquía, yendo a Roma a morir mártir, escribía: «Yo soy trigo de Cristo: que sea molido por los dientes de las ferias, para convertirme en pan puro para el Señor» [8]. Cada uno de nosotros, si miramos bien alrededor, tiene estos dientes afilados de fieras que lo muelen: son críticas, conflictos, oposiciones ocultas o abiertas, divergencias de puntos de vista con quienes nos rodean, diversidad de carácter.

Tratemos de imaginar lo que sucedería si celebráramos la Misa con esta participación personal, si realmente dijéramos todos, en el momento de la consagración, algunos en voz alta y otros en silencio, según el ministerio de cada uno: «Tomad, comed». Un sacerdote, un párroco y, con mayor razón, un obispo, celebra así su Misa, luego va: reza, predica, confiesa, recibe a la gente, visita a los enfermos, escucha… Su día es también Eucaristía. Un gran maestro de espíritu francés, Pierre Olivaint (1816-1871), decía: «Por la mañana, en la Misa, soy sacerdote y Jesús es víctima; a lo largo del día, Jesús es sacerdote y yo soy víctima». Así, un sacerdote imita al «Buen Pastor», porque realmente da su vida por sus ovejas.


Nuestra firma en el don


Quisiera resumir, con la ayuda de un ejemplo humano, lo que sucede en la celebración eucarística. Pensemos en una gran familia en la que hay un hijo, el primogénito, que admira y ama sin medida a su padre. Para su cumpleaños quiere hacerle un regalo precioso. Pero antes de presentárselo, pide, en secreto, a todos sus hermanos y hermanas que pongan su firma en el regalo. Por lo tanto, esto llega a las manos del padre como signo del amor de todos sus hijos, sin distinción, incluso si, en realidad, solo uno ha pagado el precio de ello.

Esto es lo que sucede en el sacrificio eucarístico. Jesús admira y ama ilimitadamente al Padre celestial. A él quiere darle cada día, hasta el fin del mundo, el regalo más preciado que se puede pensar, el de su propia vida. En la Misa invita a todos sus «hermanos» a poner su firma en el don, de manera que llega a Dios Padre como don indistinto de todos sus hijos, aunque sólo uno ha pagado el precio de este don. ¡Y a qué precio!

Nuestra firma son las pocas gotas de agua que se mezclan con el vino en la copa. Son nada más que agua, pero mezcladas en el vaso se convierten en una única bebida. La firma de todos es el solemne Amén que la asamblea pronuncia, o canta, al final de la doxología: «Por Cristo, con Él y en Él, a ti Dios Padre omnipotente en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y gloria por los siglos de los siglos… ¡Amén!»

Sabemos que quien ha firmado un compromiso tiene el deber de honrar su propia firma. Esto significa que, al salir de la Misa, también nosotros debemos hacer de nuestra vida un don de amor al Padre y a nuestros hermanos. Repito, no sólo estamos llamados a celebrar la Eucaristía, sino también a hacernos Eucaristía. ¡Que Dios nos ayude en esto!

Cardenal Raniero Cantalamessa OFM Cap.

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©Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco

[1] Ignacio de Antioquía, Carta a los Magnesios, 10,3.
[2] J. Ratzinger – Benedicto XVI, Gesù di Nazaret, vol. II (LEV, Roma 2011) 132-163 [trad. esp. Jesús de Nazaret (BAC, Madrid 2021); Cf. L. Bouyer, Eucharistie. Théologie et spiritualité de la prière eucharistique (Desclée, Tournai 1966) [trad. esp. Eucaristía. Teología y espiritualidad de la plegaria eucarística (Herder, Barcelona 1969)].
[3] Más allá del libro citado de L. Bouyer, cf. A. Baumstark, Liturgie comparée (Chevetogne 1953); L. Alonso Schoekel, Meditaciones bíblicas sobre la Eucaristía (Sal Terrae, Santander 1986); Seung Ai Yang, «Les repas sacrés dans le Judaisme de l’époque hellénistique», en Encyclopedie de l’Eucaristie (Cerf, París 2000) 55-59 [trad. esp. M. Brouard (Ed.) Enciclopedia de la Eucaristía (Deslcée de Brouwer, Bilbao 2004)].
[4] Agustín, Confesiones, X, 43.
[5] Agustín, De civitate Dei, X, 6: «In ea re quam offert, ipsa [Ecclesia] offertur».
[6] Gregorio Nacianceno, Oratio, 2, 95: PG 35, 497.
[7] Lumen gentium, 10-11.
[8] Ignacio de Antioquía, A los romanos, 4, 1.

https://caminocatolico.com/2a-predicacion-de-cuaresma-del-cardenal-cantalamessa-al-papa-18-03-2022-la-santidad-del-cristiano-debe-ser-eucaristica-ser-eucaristia-con-jesus-y-hacer-de-nuestra-vida-un-don/

sábado, 19 de marzo de 2022

PUTIN, EL DESPIADADO, SE AHOGA EN UCRANIA




 

Pablo Hiriart

<<Todo le ha fallado al invasor, que se muestra ante el mundo como un pésimo estratega político y militar.

El ‘oso ruso’ creyó tomar Kiev en cuestión de días, y su Ejército ha tenido más bajas en dos semanas de invasión a Ucrania que el de Estados Unidos en dos décadas de hacer lo mismo en Afganistán.

Dio por hecho que dividiría aún más a Estados Unidos aprovechando la debilidad de Biden y las simpatías de los republicanos, y disparó por la culata. [...]

De un plumazo, Vladimir Putin consumó lo que no se había logrado en décadas dentro de la clase política de Estados Unidos: ponerse de acuerdo.

En un gesto de concordia y unidad nacional sin precedentes, demócratas y republicanos alcanzaron un mega acuerdo presupuestal para evitar la parálisis del gobierno y financiar su operación durante todo el año fiscal 2022.

De paso, aprobaron 13 mil 600 millones de dólares para Ucrania. [...]

Lo ocurrido el jueves en el Capitolio fue una gran derrota para Putin, toda vez que invirtió cuantiosos recursos para sembrar discordia, división y polarización en la clase política y en la sociedad de Estados Unidos.

En otras circunstancias los republicanos no habrían dado su voto a un presupuesto que consideran inflacionario.

La invasión a Ucrania deshizo todo lo que Putin había avanzado en la era Trump.

Iba a tomar Ucrania en un par de días, poner un gobierno títere, retirar a sus tropas y planear la siguiente invasión. El oso fanfarrón llegó a mencionar Suecia y Finlandia.

Las fotos de sus aviones caídos en combate, tanques calcinados y soldados muertos en la nieve las ha visto el mundo y también llegan a Rusia, por las grietas de la censura.

Nunca imaginó la resistencia feroz de los ucranianos ni el valeroso liderazgo del presidente Zelenski.

Sobreestimó al Ejército a su mando.




La mente fría y homicida de Vladimir Putin no fue capaz de entender la diferencia entre lo que puede dar un joven soldado ruso en defensa de Stalingrado, y en el ataque a un país vecino que no le ha hecho nada, donde seguramente tiene amigos a través de las redes sociales.

Putin va a tomar Kiev, pero a un costo brutal.

Y no podrá marcharse a casa luego de poner un gobierno ucraniano a su servicio. Tendrá que dejar un ejército de ocupación.

Fatal para sus fines de restaurar “la gran Rusia”. >> [1]

<<Hoy Ucrania es un país que está siendo destruido mientras Rusia permanece intacta… pero sólo en la superficie.

Rusia no va a ganar la guerra.

Putin, a la cabeza de la segunda potencia militar del planeta, lleva tres semanas sin poder tomar Kiev ni mucho menos hacerse del control de ese país pacífico que se defiende de manera heroica.

En tres semanas, Bush tomó Bagdad.

En tres semanas Estados Unidos asumió el control del territorio mientras el presidente iraquí huía a esconderse en un hoyo, luego de presumir a un ejército armado hasta los dientes, entrenado en la guerra contra sus vecinos y preparado para pelear. A los primeros bombazos sus jefes y tropas salieron corriendo. Lo vi: pude entrar tranquilamente a los tanques abandonados del “poderoso Batallón Medina”, y subirme a lomos de un misil Scud que dejaron sin disparar en las puertas de Babel.

Por lo que se observa, Putin no va a ganar esta guerra. No puede con los ucranianos.

Su crueldad es proporcional a su impotencia.

Rusia tardará décadas en salir de la ruina económica en que la ha metido la locura de Vladimir Putin. Ucrania tendrá un Plan Marshall y su bandera será un símbolo de resistencia y libertad.

Vamos al presente.

Bloomberg informó la semana pasada que el PIB ruso perdió 30 mil millones de dólares y su economía caerá 9 por ciento en este año.

Para el Bank of America, la caída del PIB de Rusia será de 13 por ciento, y todavía más si se suspenden las compras de energía a ese país, como ya lo instruyó el presidente Biden en Estados Unidos.

Putin se está ahogando y su recurso es masacrar hogares, hospitales, refugios de mujeres, niños y ancianos. Ni así. Pide que le ayude China.

El miércoles el canciller ruso hablaba de que había “pasos a la paz”, mientras su aviación bombardeaba un teatro en la ciudad de Mariúpol que tenía cientos de refugiados adentro. Quedó en escombros.

También ahí bombardearon zonas residenciales, donde han matado a 2 mil 500 personas.

Al norte de Ucrania, en Chernígov, 10 personas que hacían fila para comprar pan fueron asesinadas con fuego aéreo ruso.

Tal vez tomen Kiev, o la destruyan, pero los rusos no van a ganar la guerra.

Lo explicó con claridad en The Washington Post el periodista Max Boot, autor de Ejércitos invisibles: una historia de la guerra de guerrillas desde la antigüedad hasta el presente:

Ésa es una historia que Putin debería conocer bien ya que Leningrado, ahora llamado San Petersburgo, es su ciudad natal, y su hermano murió en el asedio. La población murió de hambre, pero no se rindió.



Putin está haciendo que la vida de los civiles ucranianos sea un infierno, pero los combatientes ucranianos suministrados por Occidente pueden hacer que la vida de las tropas rusas sea un infierno en los próximos años, y se necesitarán más que unos ataques de misiles para cortar las líneas de suministro de Ucrania de sus vecinos de la OTAN (hasta aquí la cita de Boot).

El miércoles, en un discurso a través de Zoom, desde Kiev al Congreso de Estados Unidos, el presidente Zelenski convenció a la clase política de este país, que respondió con ayuda inmediata a Ucrania.

Les abrió el panorama a los legisladores con asombrosa sencillez:

“La paz en su país ya no depende sólo de ustedes y de su pueblo. Depende de los que están a su lado, de los que son fuertes. Fuerte no significa grande. Fuerte significa valor y estar listo para luchar por la vida de sus ciudadanos y ciudadanos del mundo. Por los derechos humanos, por la libertad, por el derecho a vivir dignamente y a morir cuando te llegue la hora, no cuando lo quiera otro, tu prójimo. Hoy, el pueblo ucraniano no sólo defiende a Ucrania, sino que lucha por los valores de Europa y del mundo, sacrificando nuestras vidas en nombre del futuro”.

Biden respondió en ese momento con 800 millones de dólares en misiles antiaéreos (800), 9 mil misiles antitanques, 7 mil armas individuales, drones ‘suicidas’, y 20 millones de balas. Eso se suma a los mil millones de dólares aprobados la semana pasada.

Fue lo que Zelenski pidió, como alternativa al cerco aéreo que no se puede hacer, pues implicaría guerra mundial y nuclear.

El apoyo con armas a Ucrania no es una acción guerrera, sino ayudar a defenderse a una nación libre y soberana, que está siendo destruida y sus habitantes asesinados, sin haber dado un solo motivo para sufrir la agresión.

Así es que ayudar a Ucrania a defenderse, contener al ejército de Putin y aislar al agresor para que no se vuelva a repetir, es un deber moral a estas alturas del siglo 21.>> [2]

Notas:

[1]https://www.elfinanciero.com.mx/opinion/pablo-hiriart/2022/03/14/el-oso-de-putin/

[2]https://www.elfinanciero.com.mx/opinion/pablo-hiriart/2022/03/18/putin-el-despiadado-se-ahoga-en-ucrania/

sábado, 12 de marzo de 2022

«EN LA LITURGIA DE LA PALABRA, LA ACCIÓN DEL ESPÍRITU SANTO SE EJERCE A TRAVÉS DE LA UNCIÓN ESPIRITUAL PRESENTE EN EL QUE HABLA Y EN EL OYENTE»



1ª predicación de Cuaresma del Card. Raniero Cantalamessa, OFMCap, 11-03-2022


La liturgia de la Palabra


Entre los muchos males que la pandemia de Covid está causando a la humanidad, ha habido al menos un efecto positivo desde el punto de vista de la fe. Nos ha hecho tomar conciencia de la necesidad que tenemos de la Eucaristía y del vacío que crea su carencia; nos ayudó a no darla por descontada. Entendemos por qué algunos mártires cristianos, juzgados en el año 304 d. C. por haberse reunido los domingos contra el decreto del emperador, respondieron al juez: «No podemos vivir sin la Eucaristía»: «sine dominico vivere non possumus» [1].
Algunas iglesias locales y nacionales han decidido dedicar este año a una catequesis especial sobre la Eucaristía, de cara de un deseado renacimiento eucarístico en la Iglesia Católica. Me parece una decisión oportuna y un ejemplo a seguir. Por eso, he pensado hacer una pequeña contribución al proyecto, dedicando las reflexiones de esta Cuaresma a un reexamen del misterio eucarístico.

La Eucaristía está en el centro de cada tiempo litúrgico, de la Cuaresma no menos que de los demás tiempos. Es lo que celebramos todos los días, la Pascua diaria. Cada pequeño progreso en su comprensión se traduce en un progreso en la vida espiritual de la persona y de la comunidad eclesial. La Eucaristía no sólo «hace a la Iglesia», sino que, en un sentido profundo, «es la Iglesia». Ambas son «el cuerpo de Cristo». Pero también es, por desgracia, lo más expuesto, por su repetitividad, a caducar de forma rutinaria, a algo que se da por descontado. San Juan Pablo II, en la carta Ecclesia de Eucharistia, escrita pocas semanas antes de su muerte, dice que los cristianos deben redescubrir y mantener viva el «asombro eucarístico». Para este propósito quisieran servir nuestras reflexiones: redescubrir el asombro eucarístico. Que se me perdone, espero, si repito algunas cosas que he dicho o escrito en otras ocasiones, pero es mejor, creo, escuchar de nuevo las cosas esenciales varias veces, que escuchar cada vez cosas nuevas pero menos importantes.



La Eucaristía en la historia de la salvación


¿Qué lugar ocupa la Eucaristía en la historia de la salvación? La respuesta es: ¡no ocupa un lugar, sino que lo ocupa todo! La Eucaristía es co-extensiva a la historia de la salvación. Como en una gota de rocío que cuelga de un seto, en una mañana serena, se refleja toda la bóveda del cielo, así en la Eucaristía se refleja todo el arco de la historia de la salvación.

Sin embargo, está presente de tres maneras diferentes, en los tres tiempos o fases diferentes de la salvación: está presente en el Antiguo Testamento como figura; está presente en el Nuevo Testamento como acontecimiento y está presente en el tiempo de la Iglesia como sacramento. La figura anticipa y prepara el acontecimiento, el sacramento «prolonga» y actualiza el evento.

En el Antiguo Testamento —decía—, la Eucaristía está presente «en figura». Una de estas figuras era el maná, otra el sacrificio de Melquisedec, otra el sacrificio de Isaac. En la secuencia Lauda Sion Salvatorem, compuesta por santo Tomás de Aquino para la fiesta del Corpus Christi, se canta: «Presagiado en las figuras: sacrificado en Isaac, indicado en el cordero pascual, dado a los padres como maná»: In figúris præsignátur, / cum Isaac immolátur: /agnus paschæ deputátur: /datur manna pátribus. Como figuras de la Eucaristía, santo Tomás llama a estos ritos «los sacramentos de la Ley antigua» [2].

Con la venida de Cristo y su misterio de muerte y resurrección, la Eucaristía ya no está presente como figura, sino como acontecimiento, como realidad. Lo llamamos «acontecimiento» porque es algo que sucedió históricamente, un hecho único en el tiempo y en el espacio, sucedido solo una vez (semel) e irrepetible: Cristo «sólo una vez, en la plenitud de los tiempos, apareció para anular el pecado por medio del sacrificio de sí mismo» (Heb 9,26).

Finalmente, en el tiempo de la Iglesia, la Eucaristía —decía—, está presente como sacramento, es decir, en el signo del pan y del vino, instituido por Cristo. Es importante que entendamos bien la diferencia entre el acontecimiento y el sacramento: en la práctica, es la diferencia entre la historia y la liturgia. Dejémonos ayudar por San Agustín.

Nosotros —dice el santo doctor— sabemos y creemos con fe certísima que Cristo murió una sola vez por nosotros, él, justo, por los pecadores, él, Señor, por los siervos. Sabemos perfectamente que esto sólo ha sucedido una vez; y, sin embargo, el sacramento lo renueva periódicamente, como si se repitiera varias veces lo que la historia proclama que ha sucedido una sola vez. Sin embargo, acontecimiento y sacramento no están en contraste entre sí, como si el sacramento fuera falaz y solo el acontecimiento fuera verdadero. De hecho, de lo que la historia afirma haber sucedido, en realidad, una sola vez, de esto el sacramento renueva (renovat) a menudo la celebración en el corazón de los fieles. La historia revela lo que sucedió una vez y cómo sucedió, la liturgia hace que el pasado no se olvide; no en el sentido de que hace que vuelva a suceder (non faciendo), sino en el sentido de que lo celebra (sed celebrando) [3].

Aclarar la conexión que existe entre el sacrificio único de la cruz y la Misa es algo muy delicado y siempre ha sido uno de los puntos de mayor disenso entre católicos y protestantes. Agustín utiliza, como hemos visto, dos verbos: renovar y celebrar que son muy justos, siempre que, sin embargo, se entiendan uno a la luz del otro: la Misa renueva el acontecimiento de la cruz celebrándolo (¡no reiterándolo!) y lo celebra renovándolo (¡no sólo recordándolo!). La palabra, en la que hoy se logra el mayor consenso ecuménico, es quizás el verbo (también utilizado por Pablo VI, en la encíclica Mysterium fidei) representar entendido en el sentido fuerte de re-presentar, es decir, hacer presente de nuevo [4].

Según la historia, ha habido, por lo tanto, una sola Eucaristía, la realizada por Jesús con su vida y su muerte; según la liturgia, sin embargo, es decir, gracias al sacramento, hay tantas Eucaristías como se han celebrado y se celebrarán hasta el fin del mundo. El acontecimiento se realizó una sola vez (semel), el sacramento se realiza «cada vez» (quotiescumque). Gracias al sacramento de la Eucaristía nos convertimos, misteriosamente, en contemporáneos del acontecimiento; el acontecimiento se nos hace presente y nosotros al acontecimiento.

Nuestras reflexiones cuaresmales tendrán como objeto la Eucaristía en su etapa actual, es decir, como sacramento. En la Iglesia antigua había una catequesis especial, llamada mistagógica, que estaba reservada al obispo y se impartía después, no antes, del bautismo. Su objetivo era revelar a los neófitos el significado de los ritos celebrados y las profundidades de los misterios de la fe: bautismo, confirmación o unción y, en particular, la Eucaristía. Lo que nos proponemos hacer es precisamente una pequeña catequesis mistagógica sobre la Eucaristía. Para permanecer lo más posible anclados a la naturaleza sacramental y ritual de la misma, seguiremos de cerca el desarrollo de la Misa en sus tres partes —liturgia de la palabra, liturgia eucarística y comunión—, añadiendo al final una reflexión sobre el culto eucarístico fuera de la Misa.



Liturgia de la Palabra


En los primerísimos días de la Iglesia, la liturgia de la Palabra estaba separada de la liturgia eucarística. Los discípulos, refieren los Hechos de los Apóstoles, «todos los días, todos juntos, asistían al templo»; allí escuchaban la lectura de la Biblia, recitaban los salmos y las oraciones junto con los demás judíos; hacían lo que se hace en la liturgia de la Palabra; luego se reunían por separado, en sus casas, para «partir el pan», es decir, para celebrar la Eucaristía (cf. Hch 2,46).

Muy pronto, sin embargo, esta práctica se hizo imposible tanto por la hostilidad hacia ellos por parte de las autoridades judías, como porque para entonces las Escrituras habían adquirido para ellos un nuevo significado, todo orientado a Cristo. Así fue como la escucha de la Escritura también se trasladó del templo y la sinagoga a los lugares de culto cristianos, asumiendo gradualmente la fisonomía de la liturgia actual de la Palabra que precede a la plegaria eucarística. En la descripción de la celebración eucarística hecha por san Justino en el siglo II, no sólo la liturgia de la Palabra es parte integrante de ella, sino que a las lecturas del Antiguo Testamento se han añadido ahora las que el santo llama «las memorias de los apóstoles», es decir, los Evangelios y las Cartas, prácticamente el Nuevo Testamento [5].

Escuchadas en la liturgia, las lecturas bíblicas adquieren un significado nuevo y más fuerte que cuando se leen en otros contextos. No se pretende tanto conocer mejor la Biblia, como cuando se lee en casa o en una escuela bíblica, cuanto reconocer al que se hace presente en la fracción del pan, iluminar cada vez un aspecto particular del misterio que se está a punto de recibir. Esto aparece, de manera casi programática, en el episodio de los dos discípulos de Emaús. Fue al escuchar la explicación de las Escrituras cuando los corazones de los discípulos comenzaron a derretirse, de modo que luego pudieron reconocerlo «al partir el pan» (Lc 24,1ss.). ¡La de Jesús resucitado fue la primera «liturgia de la palabra» en la historia de la Iglesia!

Segunda característica: en la Misa las palabras y los episodios de la Biblia no sólo son narrados, sino revividos; la memoria se convierte en realidad y presencia. Lo que sucedió «en aquel tiempo», sucede «en este momento», «hoy» (hodie), como le gusta expresarse a la liturgia. No sólo somos oyentes de la palabra, sino interlocutores y actores de la misma. Es a nosotros, allí presentes allí, a quienes se dirige la palabra; estamos llamados a ocupar el lugar de los personajes evocados.

Algunos ejemplos ayudarán a entender. Una vez que leemos, en la primera lectura, el episodio de Dios hablando a Moisés desde la zarza ardiente: estamos, en la Misa, ante la verdadera zarza ardiente… Otra vez se habla de Isaías que recibe en sus labios el carbón ardiente que le purifica para la misión: estamos a punto de recibir en los labios el verdadero carbón ardiente, el fuego que Jesús vino a traer a la tierra… Ezequiel es invitado a comer el rollo de los oráculos proféticos: nos estamos preparando para comer al que es la palabra misma hecha carne y hecho pan.

Esto se hace aún más claro si pasamos del Antiguo Testamento al Nuevo, de la primera lectura al pasaje del Evangelio. La mujer que sufría una hemorragia está segura de que será sanada si puede tocar el borde del manto de Jesús: ¿qué decir de nosotros que estamos a punto de tocar mucho más que el borde de su manto? Una vez escuchaba en el Evangelio el episodio de Zaqueo y me llamó la atención su «actualidad». Yo era Zaqueo; las palabras estaban dirigidas a mí: «Hoy debo venir a tu casa»; era de mí de quien se podía decir: « ¡Se ha alojado con un pecador! » y era a mí, después de recibirlo en comunión, a quien Jesús decía: «Hoy ha entrado la salvación en esta casa» (cf. Lc 19,9).

Así de cada episodio del Evangelio. ¿Cómo no identificarnos en la Misa con el paralítico a quien Jesús le dice: «Tus pecados te son perdonados» y «Levántate y anda» (cf. Mc 2,5.11); con Simeón sosteniendo al Niño Jesús en los brazos (cf. Lc 2,27-28); con Tomás que toca sus heridas (Jn 20,27-28)? En el segundo domingo del Tiempo Ordinario del actual ciclo litúrgico está el pasaje evangélico en el que Jesús dice al hombre de la mano paralizada: « ¡Extiende la mano! La extendió, y su mano fue curada» (Mc 3,5). No tenemos la mano paralizada; pero todos tenemos, algunos más o menos, el alma paralizada, el corazón reseco. A quien escucha Jesús le dice en ese momento: « ¡Extiende tu mano! Extiende tu corazón ante mí, con la fe y la disposición de ese hombre».

No sólo los hechos, sino también las palabras del Evangelio escuchadas en la Misa adquieren un significado nuevo y más fuerte. Un día de verano, estaba celebrando la Misa en un pequeño monasterio de clausura. Tocaba, como pasaje del Evangelio, Mateo 12. Nunca olvidaré la impresión que me hicieron aquellas palabras de Jesús: «Aquí hay uno que es más que Jonás… Aquí hay uno que es más que Salomón». Era como si las escuchara en ese momento por primera vez. Entendí que «aquí» realmente significaba en ese momento y en ese lugar, no solo en el tiempo en que Jesús estuvo en la tierra, hace muchos siglos. Desde aquel día de verano, esas palabras se me han hecho queridas y familiares de una manera nueva. A menudo, en la Misa, en el momento en que hago la genuflexión y me levanto después de la consagración, tengo que repetir dentro de mí: « ¡He aquí que ahora hay aquí uno que es más que Salomón! ¡He aquí, ahora hay aquí uno que es más que Jonás!»

La Escritura proclamada durante la liturgia produce efectos que están por encima de toda explicación humana, a la manera de los sacramentos que producen lo que significan. Los textos divinamente inspirados también tienen un poder curativo. Después de leer el pasaje del Evangelio en la Misa, la liturgia invitaba en un tiempo a que el ministro besara el libro diciendo: «Que las palabras del Evangelio borren nuestros pecados» (Per evangélica dicta deleantur nostra delicta).

A lo largo de la historia de la Iglesia, acontecimientos epocales han ocurrido como resultado de escuchar las lecturas bíblicas durante la Misa. Un joven escuchó un día el pasaje del Evangelio donde Jesús le dice a un joven rico: «Si quieres ser perfecto, ve, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo. Luego, ven y sígueme» (cf. Mt 19,21). Entendió que esta palabra estaba dirigida a él personalmente, así que se fue a casa, vendió todo lo que tenía y se retiró al desierto. Su nombre era Antonio, el iniciador del monacato. Muchos siglos después, otro joven, recientemente convertido, entró en una iglesia con un compañero. En el Evangelio del día Jesús decía a sus discípulos: «No toméis nada para el camino, ni bastón, ni bolsa, ni pan, ni dinero, y no llevéis dos túnicas» (Lc 9,3). El joven se volvió hacia su compañero y le dijo: « ¿Has escuchado? Esto es lo que el Señor quiere que nosotros hagamos también». Así comenzó la Orden Franciscana.

Orígenes decía a los cristianos de su tiempo: «Vosotros, que estáis acostumbrados a participar en los misterios divinos, cuando recibís el cuerpo del Señor lo conserváis con todo cuidado y toda veneración para que ni siquiera una migaja caiga al suelo, para que nada se pierda del don consagrado. Estáis convencidos, con razón, de que es una falta dejar caer fragmentos por negligencia. Si sois tan cuidadosos para conservar su cuerpo —y es justo que lo seáis—, debéis saber que descuidar la palabra de Dios no es menos falta que descuidar su cuerpo» [6].

La liturgia de la Palabra es el mejor recurso que tenemos para hacer de cada vez, de la Misa, una celebración nueva y atractiva, evitando así el gran peligro de una repetición monótona que especialmente los jóvenes encuentran aburrida. Para que esto suceda, debemos invertir más tiempo y oración en la preparación de la homilía. Los fieles deberían ser capaces de comprender que la palabra de Dios toca las situaciones reales de la vida y es la única que tiene respuestas a las preguntas más serias de la existencia.

Hay dos maneras de preparar una homilía. Uno puede sentarse a la mesa y elegir el tema en base a las propias experiencias y conocimientos; luego, una vez que el texto esté preparado, ponerse de rodillas y pedir a Dios que infunda el Espíritu en las propias palabras. Es algo bueno, pero no es una forma profética. Para ser proféticos deberíamos seguir el camino inverso: primero ponernos de rodillas y preguntarle a Dios cuál es la palabra que quiere hacer resonar para su pueblo.

De hecho, Dios tiene su propia palabra para cada ocasión y no deja de revelarla a su ministro, quien se lo pide humilde e insistentemente. Al principio será sólo un pequeño movimiento del corazón, una luz que se ilumina en la mente, una palabra de la Escritura que atrae la atención y arroja luz sobre una situación vivida. Es, aparentemente, solo una pequeña semilla, pero contiene lo que la gente necesita escuchar en ese momento.

Después de eso, uno puede sentarse a la mesa, abrir sus libros, consultar notas, recoger y ordenar sus pensamientos, consultar a los Padres de la Iglesia, a los maestros, a veces a los poetas; pero ahora ya no es la palabra de Dios la que está al servicio de tu cultura, sino tu cultura al servicio de la palabra de Dios. Sólo de esta manera la Palabra manifiesta su poder intrínseco.




La obra del Espíritu Santo


Pero hay que añadir una cosa: toda la atención prestada a la palabra de Dios por sí sola no es suficiente. Sobre ella debe descender «la fuerza de lo alto». En la Eucaristía, la acción del Espíritu Santo no se limita sólo al momento de la consagración, a la epíclesis que se recita antes ella. Su presencia es igualmente indispensable para la liturgia de la Palabra y, veremos a su debido tiempo, para la comunión.

El Espíritu Santo continúa, en la Iglesia, la acción del Resucitado que, después de la Pascua, «abrió las mentes de los discípulos a la comprensión de las Escrituras» (cfr. Lc 24,45). La Escritura, dice la Dei Verbum del Concilio Vaticano II, «debe leerse e interpretarse con la ayuda del mismo Espíritu mediante el cual fue escrita» [7]. En la liturgia de la palabra, la acción del Espíritu Santo se ejerce a través de la unción espiritual presente en el que habla y en el oyente.

El Espíritu del Señor está sobre mí;
por eso me consagró con la unción
y me envió a llevar la buena nueva a los pobres (Lc 4,18).

Jesús indicó así de dónde saca su fuerza la palabra proclamada. Sería un error confiar sólo en la unción sacramental que hemos recibido de una vez por todas en la ordenación sacerdotal o episcopal. Esta nos permite realizar ciertas acciones sagradas, como gobernar, predicar y administrar los sacramentos. Nos da, por así decirlo, la autorización para hacer ciertas cosas, no necesariamente autoridad al realizarlas; asegura la sucesión apostólica, ¡no necesariamente la éxito apostólico!

Pero si la unción es dada por la presencia del Espíritu y es su don, ¿qué podemos hacer para tenerla? En primer lugar, debemos partir de una certeza: «Hemos recibido la unción del Santo», nos asegura san Juan (1 Jn 2,20). Es decir, gracias al bautismo y la confirmación —y, para algunos, a la ordenación sacerdotal o episcopal— ya poseemos la unción. Más aún, según la doctrina católica, ha impreso en nuestra alma un carácter indeleble, como una marca o un sello: «Es Dios mismo —escribe el Apóstol—, quien nos ha conferido la unción, nos ha impreso el sello y nos ha dado las arras del Espíritu en nuestros corazones» (2 Chor 1,21-22).

Esta unción, sin embargo, es como un ungüento perfumado encerrado en un jarrón: permanece inerte y no libera ningún olor si no se rompe y no se abre el jarrón. Así sucedió con el jarrón de alabastro roto por la mujer del evangelio, cuyo aroma llenó toda la casa (…). Ahí es donde se inserta nuestra parte sobre la unción. No depende de nosotros, pero depende de nosotros eliminar los obstáculos que impiden la irradiación. No es difícil entender lo que significa para nosotros romper el jarrón de alabastro. La vasija es nuestra humanidad, nuestro yo, a veces nuestro árido intelectualismo. Romperlo significa ponerse en un estado de entrega a Dios y de resistencia al mundo.

No todo, afortunadamente para nosotros, está confiado al esfuerzo ascético. Mucho puede, en este caso, la fe, la oración, la humilde imploración. Por lo tanto, pidamos la unción antes de que nos estemos preparando para una predicación o acción importante al servicio del Reino. Mientras nos preparamos para la lectura del Evangelio y a la homilía, la liturgia nos hace pedir al Señor que purifique nuestros corazones y labios para poder anunciar dignamente el Evangelio. ¿Por qué no decir alguna vez (o al menos pensar dentro de sí): «Unge mi corazón y mi mente, Dios Todopoderoso, para que pueda proclamar tu palabra con la dulzura y el poder del Espíritu»?

La unción no sólo es necesaria para que los predicadores proclamen eficazmente la palabra, sino que también es necesario que los oyentes la acojan. El evangelista Juan escribía a su comunidad: «Habéis recibido la unción del Santo, y todos tenéis conocimiento… La unción que habéis recibido de él permanece en vosotros, y no necesitáis que nadie os instruya» (1 Jn 2,20.27). No es que toda instrucción sea inútil. ¿Por qué, entonces, Juan escribe su carta y nosotros te predicamos?, comenta Agustín, y responde: «Es el maestro interior quien verdaderamente instruye, es Cristo y su inspiración los que instruyen. Cuando falta su inspiración y su unción, las palabras externas solo provocan un alboroto inútil» [8].

Y espero que no haya sido así también mi discurso de hoy a vosotros, Venerables Padres, hermanos y hermanas.

Cardenal Raniero Cantalamessa OFM Cap.

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©Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco

[1] Acta ss. Saturnini et sociorum martyrum (304 d.C.), 9, 11 (ed. P.T. Ruinart, Acta martyrum, 1859). Dominicum —traducción latina de kyriakon (deipnon), «la Cena del Señor», de 1 Cor 11,20— significa «el banquete del Señor», es decir, la Eucaristía.
[2] Tomás de Aquino, S.Th., III, q.60, a. 2, 2.
[3] Agustín, Sermo 112: PL 38, 643.
[4] Pablo VI, Mysterium fidei: AAS 57 (1965) 753ss.
[5] Justino, I Apologia, 67, 3-4
[6] Orígenes, Homilías sobre el Éxodo, XIII, 3.
[7] Dei Verbum, 12.
[8] Agustín, Comentario a la Primera Carta de Juan, 3, 13.


Fuente:https://caminocatolico.com/1a-predicacion-de-cuaresma-del-cardenal-cantalamessa-11-03-2022-en-la-liturgia-de-la-palabra-la-accion-del-espiritu-santo-se-ejerce-a-traves-de-la-uncion-espiritual-presente-en-el-que-habla-y/