sábado, 25 de abril de 2020

EL CISMA DE ORIENTE ENTRE LAS IGLESIAS CATÓLICA Y ORTODOXA






“Uno no puede respirar como cristiano, es más como católico, con un solo pulmón: es necesario tener los dos pulmones, es decir el oriental y el occidental” 

Juan Pablo II [1]


ÍNDICE

I. INTRODUCCIÓN
II. FUNDACIÓN Y DESARROLLO DE LA INSTITUCIÓN ECLESIAL EN SU FORMA PATRIARCAL
III. SURGIMIENTO DEL IMPERIO ROMANO DE ORIENTE, DESAPARICIÓN DEL IMPERIO ROMANO DE OCCIDENTE Y APARICIÓN DEL ISLAM.
IV. EL CRISTIANISMO ORIENTAL Y EL CESAROPAPISMO
V. EL CRISTIANISMO OCCIDENTAL Y EL PAPADO
VI. DE LAS TENSIONES A LA RUPTURA
VII. EL CISMA DE FOCIO
VIII. EL AÑO DE 1054
IX. LOS AÑOS DEL VERDADERO CISMA (1054 A 1204)
X. INTENTOS POSTERIORES DE REUNIFICACIÓN (1206 A 1453)
XI. INTENTOS RECIENTES DE RECONCILIACIÓN
XII. CONCLUSIONES



I. INTRODUCCIÓN

El tema del Cisma de Oriente es un tema apasionante, pero sumamente difícil y complejo, referente a una realidad tan lejana como desconocida para los que vivimos en esta parte de Occidente y en este tiempo.

La historia universal que se nos ha propuesto, nunca es global, siempre ha sido la historia de Occidente; así aprendimos que el Imperio romano sucumbe ante los bárbaros en el siglo V, y circunstancialmente al estudiar la Edad Media, se nos menciona la caída de Constantinopla, sin considerar que el Imperio romano de Oriente sobrevivió 1000 años al de Occidente, período en el que tuvo una continua interacción con éste. En forma análoga se nos ha dicho que el objetivo de las cruzadas era liberar a Jerusalén, y que con excepción de la primera, fracasaron por no cumplir con ese objetivo; pero veremos que esto no es exacto.

La mayoría de los trabajos que se refieren a este tema, empiezan justo con las causas del cisma, y de ahí a la separación permanente entre las dos Iglesias, ubicada erróneamente en el año 1054 d.C.; sin ahondar en los antecedentes, en los aspectos étnicos, culturales, sociales y de la geopolítica de esa época. 

Inicialmente pensé en abarcar los dos mil años de historia, pero a medida que fui desarrollando el tema y se fueron multiplicando las páginas, decidí únicamente referirme al período que va del nacimiento de la Iglesia cristiana al cese de intentos de reconciliación que se da prácticamente a la caída de Constantinopla bajo el dominio turco (1453 d.C.); considerando que al ahondar en las causas entenderemos <<el statu quo>> actual que priva entre las mismas. Aunque finalmente este trabajo se alargó más de lo planeado, reducirlo más sería caer en la simplicidad prescindiendo de muchos datos y consideraciones valiosas para entender el fenómeno de este Cisma.

Como se podrá analizar se trata de una relación ríspida y amarga entre dos Iglesias, con un tronco común, que por las vicisitudes de la Historia, por las circunstancias de la geopolítica de su tiempo, las intrigas palaciegas, los errores humanos y muy importantemente por la prevalencia etno-cultural, han construido un abismo que pareciera infranqueable.


La memoria cultural 

Para entender la situación a lo largo de la historia, tenemos que recurrir al concepto de “memoria cultural”[2] señalado por Paul Valéry, Marc Bloch, Maurice Halwachs. El psicoanalista indio Sudhir Kakar se refiere a ella como <<la base imaginativa de un cierto sentido de la identidad cultural>>, o bien como la <<historia de un grupo liberada de sus raíces en el tiempo>>. 

Cuando Paul Valéry decía que la historia vuelve a las naciones amargas y vanas, les quita el sueño y no deja cicatrizar las viejas heridas, hablaba de esa memoria cultural a cuya creación los historiadores han contribuido demasiado. 


La memoria cultural consolida la cohesión tanto del grupo nacional como del grupo religioso, a veces en forma de grupo etno-religioso, un <<nosotros>> frente a <<los otros>>. 

Para quien no pertenece al grupo que cultiva esa memoria cultural es difícil entender que el tiempo no ha pasado, que el pasado sigue vivo. 

En momentos de encuentro entre comunidades los militantes organizan y activan la memoria cultural en una dirección concreta. Así los monjes del monte Atos recordaban la toma de Constantinopla por los cruzados latinos en 1204, para lograr apoyo ante su oposición a la visita de Juan Pablo II a Atenas en el 2001. La visita del mismo Papa a Ucrania activo la memoria cultural, tanto de los ortodoxos como de los greco-latinos unidos a Roma, alrededor del obispo Josafat Kuntsevich, masacrado en el siglo XVII Y considerado por los ortodoxos como su verdugo y como un santo mártir por los greco -latinos. También los activistas lograron impedir el encuentro entre el patriarca Alexei de Moscú y el papa polaco Juan Pablo, en el territorio neutral de Hungría, evocando la toma de Moscú por los polacos católicos en el siglo XVII. 

La Iglesia Ortodoxa en la actualidad 


La Iglesia Ortodoxa se organiza actualmente en 15 iglesias autónomas bajo el primado honorífico del patriarcado de Constantinopla, La más numerosa obedece al patriarcado de Moscú, proclamado en 1589, a consecuencia de la toma de Constantinopla por los tucos. Los patriarcados de Alejandría, Antioquía y Jerusalén han perdido mucho de su antigua importancia. En 1925 surge el patriarcado de Bucarest. El resto de las iglesias ortodoxas son Albania, Bulgaria, Chequía, Chipre; Georgia, Grecia, Estados Unidos, Macedonia y Serbia (que también tiene su patriarca). 

La iglesia Ortodoxa fue conocida durante siglos como la Iglesia griega y su título oficial es la Santa Iglesia Ortodoxa Católica Apostólica Oriental. 

El patriarcado de Constantinopla que goza en toda la cristiandad de un prestigio inmenso, ha ido reduciendo su feligresía por el acoso turco. Así en 1922-1923 cerca de 2 millones de ortodoxos griegos fueron expulsados de Turquía. En 1955 había todavía más de 250 mil cristianos griegos en el país, quizá unos 140 mil en Estambul/Constantinopla. Pero a consecuencia del retiro de Inglaterra de la isla de Chipre que sería entregada a Grecia, un agente de los servicios secretos turcos lanzó una bomba en la ciudad griega de Tesalónica, en la casa natal de Atatürk, lo que motivó que la población turca azuzada por los medios de comunicación, se lanzará al saqueo, incendio de casas, comercios, templos, asesinatos, violaciones contra la población griega. [3] Reportes de la agencia Boston Globe, señalan no más de tres mil feligreses en toda Turquía en este 2007. 


II. FUNDACIÓN Y DESARROLLO DE LA INSTITUCIÓN ECLESIAL EN SU FORMA PATRIARCAL 

La palabra <<ecclesia>> aparece 106 veces en el Nuevo Testamento, en 103 casos con el sentido de asamblea de los seguidores de cristo, llamados por primera vez cristianos en Antioquia. 

Jesucristo le había dicho a Pedro. <<Tú eres Pedro y sobre esta piedra levantaré mi iglesia>> (Mateo, XVI, 18). Los teólogos cristianos ven en Cristo al fundador de la Iglesia y en los apóstoles a sus sucesores, lo que explica que la Iglesia sea calificada de <<apostólica>> y que los obispos sean situados en la <<sucesión apostólica>>, como única fuente de legitimidad. 

El nuevo movimiento tuvo su centro inicial en Jerusalén y se fundó en una unidad orgánica con Jesucristo: <<Pues vosotros sois el cuerpo de Cristo y sus miembros parciales>> (1ª Corintios, 12, 28). La Iglesia se ve a sí misma como el cuerpo de Cristo cuya cabeza es Él mismo; la iglesia es una, como uno es Cristo, una la fe, uno el bautismo, etc. Forma un solo rebaño, con un solo pastor: Cristo. 

De todo esto se deduce que la Iglesia de Dios es cuerpo místico de Cristo y por la asistencia del Espíritu Santo que le envía a su partida de este mundo, es santa. 

Es universal (católica en griego) porque Cristo es el redentor de todos los hombres y debe acoger a todos los pueblos. 

Más tarde será llamada <<ortodoxa>> porque conserva en su pureza todo el dogma (verdades reveladas) y solo el dogma, sin añadir ni recortar nada. 

En el libro de <<Hechos de los apóstoles>>, se puede encontrar como se va desarrollando y organizando lentamente esta institución. Así al principio del siglo II, se encuentran ya tres oficios permanentes, por lo menos en Asia Menor: obispo, presbítero y diácono. Uno de los primeros documentos sobre la organización de las iglesias locales bajo la institución de un solo hombre, el obispo, aparece en las Epístolas de Ignacio de Antioquia, en 116; menciona al obispo como cabeza de la Iglesia. Los presbíteros forman el consejo del obispo y los diáconos lo asisten tanto en la gestión material como en la celebración litúrgica. 

Ante las crisis doctrinales del siglo II, provocadas por el rápido crecimiento del gnosticismo y el reto de Marción, que pretendía rechazar totalmente el Antiguo Testamento, fue necesario establecer los criterios de la <<ortodoxia>>: la enseñanza de los apóstoles, plasmada en el Nuevo Testamento (cuya definición se emprende, distinguiendo entre textos canónicos y textos apócrifos), es la única válida. Crisis posteriores alrededor de la naturaleza de Cristo llevan a la elaboración del <<símbolo de la Fe>>: el Credo. Ante la proliferación de iluminados, fue necesaria afirmar la tesis de la <<sucesión apostólica>>: los apóstoles, únicos testigos verdaderos del Evangelio, únicos encargados por Jesucristo, han designado a los obispos como sucesores y aquellos transmiten e interpretan sin equivocarse el legado sagrado de la Fe. 

Así los obispos son fundamentales porque ellos aseguran la continuidad apostólica que se remonta hasta Jesús, porque ellos y solo ello transmiten la gracia apostólica. Cada iglesia (comunidad) por pequeña que fuera tenía su obispo, quién con la expansión del cristianismo deja de ser párroco para convertirse en una especie de prefecto, que ejerce su autoridad sobre un gran territorio, varias ciudades y muchos pueblos; a su vez al nivel superior los obispos deben mantener la unidad de la Iglesia. 

Esta unidad informal cristalizó en el siglo IV, en la forma de sínodos regionales, concilios generales y sistemas metropolitanos (después patriarcales). Todos los concilios de la primera época son reconocidos como ecuménicos, tanto por Occidente como por el Oriente. 

Los concilios reconociendo que ciertas iglesias gozaban de una gran autoridad moral y servían como recurso para resolver problemas y conflictos, precisaron en el de Calcedonia, en 451, que la Iglesia se dividía en cinco patriarcados: por el rango de honor, Roma; luego Constantinopla, como segunda capital del Imperio; después Alejandría, Antioquia y Jerusalén. Esa división recibió el nombre de Pentarquía. El primado de honor conferido a Roma, por ser anterior a Constantinopla y tratarse de la ciudad donde murieron supliciados Pedro, Pablo y muchos mártires, no implicaba ninguna superioridad en el mando o la autoridad. 





III. SURGIMIENTO DEL IMPERIO ROMANO DE ORIENTE, DESAPARICIÓN DEL IMPERIO ROMANO DE OCCIDENTE Y APARICIÓN DEL ISLAM.

El fenómeno neohistórico derivado de la decisión del emperador Dioclesiano de dividir en Imperio Romano en dos mitades geográficas, en el siglo III, dividió el mundo conocido en dos hemisferios raciales y culturales: el latino-germánico y el greco-semítico.

Constantino el Grande, establece su gobierno en Constantinopla, en 330 sobre la antigua Bizancio, ciudad griega que según la leyenda fue fundada por Bizante, nieto de Zeus. Esta ciudad tenía un emplazamiento estratégico en el corazón del oriente grecorromano, además de su pujanza económica por ser la llave de acceso al Mar Negro y desembocadura del Río Danubio. A la misma se le conoció también como <<Nueva>> o <<Segunda Roma>>.

“Bizancio desempeñó un papel básico en la cristianización de Europa oriental: las misiones de evangelización arrastraron consigo un proceso educativo de enormes consecuencias: piénsese, sin ir más lejos, que el alfabeto cirílico, de tan alta implantación en esta zona de Europa, debe su nombre al apóstol y misionero bizantino Cirilo. La civilización bizantina se convirtió así en el gran referente cultural de la Europa del este, un referente cuya presencia cabe detectar en múltiples manifestaciones. Cuando Constantinopla fue tomada por los turcos, su herencia espiritual pasó a Rusia. De aquí que Moscú fuera llamada la <<Tercera Roma”>>”. [4]

A la caída del Imperio Romano de Occidente, el Imperio bizantino toma por mil años el relevo y la Iglesia de Constantinopla, comparte su grandeza, su cultura, su fasto. Ella reúne los concilios ecuménicos, convocados por un emperador que desempeña un papel, muy activo. Mientras el Obispo de Roma queda solo, sin rival laico y se transforma en <<Papa>>.

La expansión de un Islam militar lleva a la conquista del mundo persa, de Egipto, del Medio Oriente y pone bajo el yugo del Islam a tres de las cuatro Iglesias orientales, a los Patriarcados de Antioquía, Alejandría y Jerusalén. Constantinopla queda sola, pero su patriarca no puede transformarse en el papa del Oriente, porque tiene a su lado la poderosa figura del basileus, el emperador cristiano.

Entre los siglos IX y XI aparecen al este de Europa las nuevas Iglesias escandinavas, -húngaras y eslavas-, unas en la órbita de Roma y otras en la de Constantinopla. Ese reparto geográfico conduce a una completa redistribución de la cristiandad y a la futura división en dos cristianismos, el occidental y el oriental.



Jorge Pérez Uribe, julio 2007




Notas:
[1] Cita hecha por el Papa Juan Pablo II, el 31 de mayo de 1980, parafraseando al poeta ruso Vyacheslav Ivanov quién en 1926 recién convertido al catolicismo expresaba en su exilio en Roma: <<Europa debe respirar con dos pulmones: el catolicismo y la ortodoxia>> comentada por Jean Meyer, La Gran Controversia, México, Tusquets Editores México, S. A. de C. V., 2005, pág. 18, 19 
[2] Jean Meyer, La Gran Controversia, México, Tusquets Editores México, S. A. de C. V., 2005, pág.28 
[3] Jean Meyer, El Universal, 26 noviembre 2006 
[4] Revista Historia National Geographic, N° 32, pág.74


sábado, 18 de abril de 2020

FRANCISCO: “UN PLAN PARA RESUCITAR” ANTE LA EMERGENCIA SANITARIA




Francisco: Un plan para resucitar


“De pronto, Jesús salió a su encuentro y las saludó, diciendo: ‘Alégrense’” (Mt 28, 9). Es la primera palabra del Resucitado después de que María Magdalena y la otra María descubrieran el sepulcro vacío y se toparan con el ángel. El Señor sale a su encuentro para transformar su duelo en alegría y consolarlas en medio de la aflicción (cfr. Jr 31, 13). Es el Resucitado que quiere resucitar a una vida nueva a las mujeres y, con ellas, a la humanidad entera. Quiere hacernos empezar ya a participar de la condición de resucitados que nos espera.

Invitar a la alegría pudiera parecer una provocación, e incluso, una broma de mal gusto ante las graves consecuencias que estamos sufriendo por el COVID-19. No son pocos los que podrían pensarlo, al igual que los discípulos de Emaús, como un gesto de ignorancia o de irresponsabilidad (cfr. Lc 24, 17-19). Como las primeras discípulas que iban al sepulcro, vivimos rodeados por una atmósfera de dolor e incertidumbre que nos hace preguntarnos: “¿Quién nos correrá la piedra del sepulcro?” (Mc 16, 3). ¿Cómo haremos para llevar adelante esta situación que nos sobrepasó completamente? El impacto de todo lo que sucede, las graves consecuencias que ya se reportan y vislumbran, el dolor y el luto por nuestros seres queridos nos desorientan, acongojan y paralizan. Es la pesantez de la piedra del sepulcro que se impone ante el futuro y que amenaza, con su realismo, sepultar toda esperanza. Es la pesantez de la angustia de personas vulnerables y ancianas que atraviesan la cuarentena en la más absoluta soledad, es la pesantez de las familias que no saben ya como arrimar un plato de comida a sus mesas, es la pesantez del personal sanitario y servidores públicos al sentirse exhaustos y desbordados… esa pesantez que parece tener la última palabra.

Sin embargo, resulta conmovedor destacar la actitud de las mujeres del Evangelio. Frente a las dudas, el sufrimiento, la perplejidad ante la situación e incluso el miedo a la persecución y a todo lo que les podría pasar, fueron capaces de ponerse en movimiento y no dejarse paralizar por lo que estaba aconteciendo. Por amor al Maestro, y con ese típico, insustituible y bendito genio femenino, fueron capaces de asumir la vida como venía, sortear astutamente los obstáculos para estar cerca de su Señor. A diferencia de muchos de los Apóstoles que huyeron presos del miedo y la inseguridad, que negaron al Señor y escaparon (cfr. Jn 18, 25-27), ellas, sin evadirse ni ignorar lo que sucedía, sin huir ni escapar…, supieron simplemente estar y acompañar. Como las primeras discípulas, que, en medio de la oscuridad y el desconsuelo, cargaron sus bolsas con perfumes y se pusieron en camino para ungir al Maestro sepultado (cfr. Mc 16, 1), nosotros pudimos, en este tiempo, ver a muchos que buscaron aportar la unción de la corresponsabilidad para cuidar y no poner en riesgo la vida de los demás. A diferencia de los que huyeron con la ilusión de salvarse a sí mismos, fuimos testigos de cómo vecinos y familiares se pusieron en marcha con esfuerzo y sacrificio para permanecer en sus casas y así frenar la difusión. Pudimos descubrir cómo muchas personas que ya vivían y tenían que sufrir la pandemia de la exclusión y la indiferencia siguieron esforzándose, acompañándose y sosteniéndose para que esta situación sea (o bien, fuese) menos dolorosa. Vimos la unción derramada por médicos, enfermeros y enfermeras, reponedores de góndolas, limpiadores, cuidadores, transportistas, fuerzas de seguridad, voluntarios, sacerdotes, religiosas, abuelos y educadores y tantos otros que se animaron a entregar todo lo que poseían para aportar un poco de cura, de calma y alma a la situación. Y aunque la pregunta seguía siendo la misma: “¿Quién nos correrá la piedra del sepulcro?” (Mc 16, 3), todos ellos no dejaron de hacer lo que sentían que podían y tenían que dar.

Y fue precisamente ahí, en medio de sus ocupaciones y preocupaciones, donde las discípulas fueron sorprendidas por un anuncio desbordante: “No está aquí, ha resucitado”. Su unción no era una unción para la muerte, sino para la vida. Su velar y acompañar al Señor, incluso en la muerte y en la mayor desesperanza, no era vana, sino que les permitió ser ungidas por la Resurrección: no estaban solas, Él estaba vivo y las precedía en su caminar. Solo una noticia desbordante era capaz de romper el círculo que les impedía ver que la piedra ya había sido corrida, y el perfume derramado tenía mayor capacidad de expansión que aquello que las amenazaba. Esta es la fuente de nuestra alegría y esperanza, que transforma nuestro accionar: nuestras unciones, entregas… nuestro velar y acompañar en todas las formas posibles en este tiempo, no son ni serán en vano; no son entregas para la muerte. Cada vez que tomamos parte de la Pasión del Señor, que acompañamos la pasión de nuestros hermanos, viviendo inclusive la propia pasión, nuestros oídos escucharán la novedad de la Resurrección: no estamos solos, el Señor nos precede en nuestro caminar removiendo las piedras que nos paralizan. Esta buena noticia hizo que esas mujeres volvieran sobre sus pasos a buscar a los Apóstoles y a los discípulos que permanecían escondidos para contarles: “La vida arrancada, destruida, aniquilada en la cruz ha despertado y vuelve a latir de nuevo” (1). Esta es nuestra esperanza, la que no nos podrá ser robada, silenciada o contaminada. Toda la vida de servicio y amor que ustedes han entregado en este tiempo volverá a latir de nuevo. Basta con abrir una rendija para que la Unción que el Señor nos quiere regalar se expanda con una fuerza imparable y nos permita contemplar la realidad doliente con una mirada renovadora.

Y, como a las mujeres del Evangelio, también a nosotros se nos invita una y otra vez a volver sobre nuestros pasos y dejarnos transformar por este anuncio: el Señor, con su novedad, puede siempre renovar nuestra vida y la de nuestra comunidad (cfr. Evangelii gaudium, 11). En esta tierra desolada, el Señor se empeña en regenerar la belleza y hacer renacer la esperanza: “Mirad que realizo algo nuevo, ya está brotando, ¿no lo notan?” (Is 43, 18b). Dios jamás abandona a su pueblo, está siempre junto a él, especialmente cuando el dolor se hace más presente.

Si algo hemos podido aprender en todo este tiempo, es que nadie se salva solo. Las fronteras caen, los muros se derrumban y todos los discursos integristas se disuelven ante una presencia casi imperceptible que manifiesta la fragilidad de la que estamos hechos. La Pascua nos convoca e invita a hacer memoria de esa otra presencia discreta y respetuosa, generosa y reconciliadora capaz de no romper la caña quebrada ni apagar la mecha que arde débilmente (cfr. Is 42, 2-3) para hacer latir la vida nueva que nos quiere regalar a todos. Es el soplo del Espíritu que abre horizontes, despierta la creatividad y nos renueva en fraternidad para decir presente (o bien, aquí estoy) ante la enorme e impostergable tarea que nos espera. Urge discernir y encontrar el pulso del Espíritu para impulsar junto a otros las dinámicas que puedan testimoniar y canalizar la vida nueva que el Señor quiere generar en este momento concreto de la historia. Este es el tiempo favorable del Señor, que nos pide no conformarnos ni contentarnos y menos justificarnos con lógicas sustitutivas o paliativas que impiden asumir el impacto y las graves consecuencias de lo que estamos viviendo. Este es el tiempo propicio de animarnos a una nueva imaginación de lo posible con el realismo que solo el Evangelio nos puede proporcionar. El Espíritu, que no se deja encerrar ni instrumentalizar con esquemas, modalidades o estructuras fijas o caducas, nos propone sumarnos a su movimiento capaz de “hacer nuevas todas las cosas” (Ap 21, 5).

En este tiempo nos hemos dado cuenta de la importancia de “unir a toda la familia humana en la búsqueda de un desarrollo sostenible e integral” (2). Cada acción individual no es una acción aislada, para bien o para mal, tiene consecuencias para los demás, porque todo está conectado en nuestra Casa común; y si las autoridades sanitarias ordenan el confinamiento en los hogares, es el pueblo quien lo hace posible, consciente de su corresponsabilidad para frenar la pandemia. “Una emergencia como la del COVID-19 es derrotada en primer lugar con los anticuerpos de la solidaridad” (3). Lección que romperá todo el fatalismo en el que nos habíamos inmerso y permitirá volver a sentirnos artífices y protagonistas de una historia común y, así, responder mancomunadamente a tantos males que aquejan a millones de hermanos alrededor del mundo. No podemos permitirnos escribir la historia presente y futura de espaldas al sufrimiento de tantos. Es el Señor quien nos volverá a preguntar “¿dónde está tu hermano?” (Gn, 4, 9) y, en nuestra capacidad de respuesta, ojalá se revele el alma de nuestros pueblos, ese reservorio de esperanza, fe y caridad en la que fuimos engendrados y que, por tanto tiempo, hemos anestesiado o silenciado.

Si actuamos como un solo pueblo, incluso ante las otras epidemias que nos acechan, podemos lograr un impacto real. ¿Seremos capaces de actuar responsablemente frente al hambre que padecen tantos, sabiendo que hay alimentos para todos? ¿Seguiremos mirando para otro lado con un silencio cómplice ante esas guerras alimentadas por deseos de dominio y de poder? ¿Estaremos dispuestos a cambiar los estilos de vida que sumergen a tantos en la pobreza, promoviendo y animándonos a llevar una vida más austera y humana que posibilite un reparto equitativo de los recursos? ¿Adoptaremos como comunidad internacional las medidas necesarias para frenar la devastación del medio ambiente o seguiremos negando la evidencia? La globalización de la indiferencia seguirá amenazando y tentando nuestro caminar… Ojalá nos encuentre con los anticuerpos necesarios de la justicia, la caridad y la solidaridad. No tengamos miedo a vivir la alternativa de la civilización del amor, que es “una civilización de la esperanza: contra la angustia y el miedo, la tristeza y el desaliento, la pasividad y el cansancio. La civilización del amor se construye cotidianamente, ininterrumpidamente. Supone el esfuerzo comprometido de todos. Supone, por eso, una comprometida comunidad de hermanos” (4).

En este tiempo de tribulación y luto, es mi deseo que, allí donde estés, puedas hacer la experiencia de Jesús, que sale a tu encuentro, te saluda y te dice: “Alégrate” (Mt 28, 9). Y que sea ese saludo el que nos movilice a convocar y amplificar la buena nueva del Reino de Dios.

Notas:
1. Romano Guardini, El Señor, 504.
2. Carta encíclica Laudato si’ (24 mayo 2015), 13.
3. Pontificia Academia para la Vida. Pandemia y fraternidad universal. Nota sobre la emergencia COVID-19 (30 marzo 2020), p. 4.
4. Eduardo Pironio, Diálogo con laicos, Buenos Aires, 1986.

viernes, 10 de abril de 2020

LA PANDEMIA DEL CORONAVIRUS NOS HA DESPERTADO BRUSCAMENTE DEL DELIRIO DE OMNIPOTENCIA




Homilía de la Pasión del Señor del P. Raniero Cantalamessa, Ofmcap. domingo 10 abril 2020



San Gregorio Magno decía que la Escritura cum legentibus crescit, crece con quienes la leen [1]. Expresa significados siempre nuevos en función de las preguntas que el hombre lleva en su corazón al leerla. Y nosotros este año leemos el relato de la Pasión con una pregunta —más aún, con un grito— en el corazón que se eleva por toda la tierra. Debemos tratar de captar la respuesta que la palabra de Dios le da.

Lo que acabamos de escuchar es el relato del mal objetivamente más grande jamás cometido en la tierra. Podemos mirarlo desde dos perspectivas diferentes: o de frente o por detrás, es decir, o por sus causas o por sus efectos. Si nos detenemos en las causas históricas de la muerte de Cristo nos confundimos y cada uno estará tentado de decir como Pilato: “Yo soy inocente de la sangre de este hombre” (Mt 27,24). La cruz se comprende mejor por sus efectos que por sus causas. Y ¿cuáles han sido los efectos de la muerte de Cristo? ¡Justificados por la fe en Él, reconciliados y en paz con Dios, llenos de la esperanza de una vida eterna! (cf. Rom 5, 1-5).

Pero hay un efecto que la situación que se está dando nos ayuda a reflexionar en particular. La cruz de Cristo ha cambiado el sentido del dolor y del sufrimiento humano. De todo sufrimiento, físico y moral. Ya no es un castigo, una maldición. Ha sido redimida en raíz desde que el Hijo de Dios la ha tomado sobre sí. ¿Cuál es la prueba más segura de que la bebida que alguien te ofrece no está envenenada? Es si Él bebe delante de ti de la misma copa. Así lo ha hecho Dios: en la cruz ha bebido, delante del mundo, el cáliz del dolor hasta las heces. Así ha mostrado que éste no está envenenado, sino que hay una perla en el fondo de él.

Y no sólo el dolor de quien tiene la fe, sino de todo dolor humano. Él murió por todos. “Cuando yo sea levantado sobre la tierra —había dicho—, atraeré a todos a mí” (Jn 12,32). ¡Todos, no sólo algunos! “Sufrir —escribía san Juan Pablo II desde su cama de hospital después del atentado— significa hacerse particularmente receptivos, especialmente abiertos a la acción de las fuerzas salvíficas de Dios ofrecidas a la humanidad en Cristo” [2]. Gracias a la cruz de Cristo, el sufrimiento se ha convertido también, a su manera, en una especie de “sacramento universal de salvación” para el género humano.

* * *

¿Cuál es la luz que todo esto arroja sobre la situación dramática que está viviendo la humanidad? También aquí, más que a las causas, debemos mirar a los efectos. No sólo los negativos, cuyo triste parte escuchamos cada día, sino también los positivos que sólo una observación más atenta nos ayuda a captar.

La pandemia del Coronavirus nos ha despertado bruscamente del peligro mayor que siempre han corrido los individuos y la humanidad: el del delirio de omnipotencia. Tenemos la ocasión —ha escrito un conocido Rabino judío— de celebrar este año un especial éxodo pascual, salir “del exilio de la conciencia” [3]. Ha bastado el más pequeño e informe elemento de la naturaleza, un virus, para recordarnos que somos mortales, que la potencia militar y la tecnología no bastan para salvarnos. “El hombre en la prosperidad no comprende —dice un salmo de la Biblia—, es como los animales que perecen” (Sal 49,21). ¡Qué verdad es!

Mientras pintaba al fresco la catedral de San Pablo en Londres, el pintor James Thornhill, en un cierto momento, se sobrecogió con tanto entusiasmo por su fresco que, retrocediendo para verlo mejor, no se daba cuenta de que se iba a precipitar al vacío desde los andamios. Un asistente, horrorizado, comprendió que un grito de llamada sólo habría acelerado el desastre. Sin pensarlo dos veces, mojó un pincel en el color y lo arrojó en medio del fresco. El maestro, estupefacto, dio un salto hacia adelante. Su obra estaba comprometida, pero él estaba a salvo.

Así actúa a veces Dios con nosotros: trastorna nuestros proyectos y nuestra tranquilidad, para salvarnos del abismo que no vemos. Pero atentos a no engañarnos. No es Dios quien ha arrojado el pincel sobre el fresco de nuestra orgullosa civilización tecnológica. ¡Dios es aliado nuestro, no del virus! “Tengo proyectos de paz, no de aflicción”, nos dice él mismo en la Biblia (Jer 29,11). Si estos flagelos fueran castigos de Dios, no se explicaría por qué se abaten igual sobre buenos y malos, y por qué los pobres son los que más sufren sus consecuencias. ¿Son ellos más pecadores que otros? ¡No! El que lloró un día por la muerte de Lázaro llora hoy por el flagelo que ha caído sobre la humanidad. Sí, Dios “sufre”, como cada padre y cada madre. Cuando nos enteremos un día, nos avergonzaremos de todas las acusaciones que hicimos contra él en la vida. Dios participa en nuestro dolor para vencerlo. “Dios —escribe san Agustín—, siendo supremamente bueno, no permitiría jamás que cualquier mal existiera en sus obras, si no fuera lo suficientemente poderoso y bueno, para sacar del mal mismo el bien” [4].

¿Acaso Dios Padre ha querido la muerte de su Hijo, para sacar un bien de ella? No, simplemente ha permitido que la libertad humana siguiera su curso, haciendo, sin embargo, que sirviera a su plan, no al de los hombres. Esto vale también para los males naturales como los terremotos y las pestes. Él no los suscita. Él ha dado también de la naturaleza una especie de libertad, cualitativamente diferente, sin duda, de la libertad moral del hombre, pero siempre una forma de libertad. Libertad de evolucionar según sus leyes de desarrollo. No ha creado el mundo como un reloj programado con antelación en cualquier mínimo movimiento suyo. Es lo que algunos llaman la casualidad, y que la Biblia, en cambio, llama “sabiduría de Dios”.

* * *

El otro fruto positivo de la presente crisis sanitaria es el sentimiento de solidaridad. ¿Cuándo, en la memoria humana, los pueblos de todas las naciones se sintieron tan unidos, tan iguales, tan poco litigiosos, como en este momento de dolor? Nunca como ahora hemos percibido la verdad del grito de un nuestro poeta: “¡Hombres, paz! Sobre la tierra postrada demasiado es el misterio” [5]. Nos hemos olvidado de los muros a construir. El virus no conoce fronteras. En un instante ha derribado todas las barreras y las distinciones: de raza, de religión, de censo, de poder. No debemos volver atrás cuando este momento haya pasado. Como nos ha exhortado el Santo Padre no debemos desaprovechar esta ocasión. No hagamos que tanto dolor, tantos muertos, tanto compromiso heroico por parte de los agentes sanitarios haya sido en vano. Esta es la “recesión” que más debemos temer.

De las espadas forjarán arados,
de las lanzas, podaderas.
No alzará la espada pueblo contra pueblo,
no se adiestrarán para la guerra (Is 2,4).

Es el momento de realizar algo de esta profecía de Isaías cuyo cumplimiento espera desde siempre la humanidad. Digamos basta a la trágica carrera de armamentos. Gritadlo con todas vuestras fuerzas, jóvenes, porque es sobre todo vuestro destino lo que está en juego. Destinemos los ilimitados recursos empleados para las armas para los fines cuya necesidad y urgencia vemos en estas situaciones: la salud, la higiene, la alimentación, la lucha contra la pobreza, el cuidado de lo creado. Dejemos a la generación que venga un mundo más pobre de cosas y de dinero, si es necesario, pero más rico en humanidad.

* * *

La Palabra de Dios nos dice qué es lo primero que debemos hacer en momentos como estos: gritar a Dios. Es él mismo quien pone en labios de los hombres las palabras que hay que gritarle, a veces incluso palabras duras, de llanto y casi de acusación. “¡Levántate, Señor, ven en nuestra ayuda! ¡Sálvanos por tu misericordia! […] ¡Despierta, no nos rechaces para siempre!” (Sal 44,24.27). “Señor, ¿no te importa que perezcamos?” (Mc 4,38).

¿Acaso a Dios le gusta que se le rece para conceder sus beneficios? ¿Acaso nuestra oración puede hacer cambiar sus planes a Dios? No, pero hay cosas que Dios ha decidido concedernos como fruto conjunto de su gracia y de nuestra oración, casi para compartir con sus criaturas el mérito del beneficio recibido [6]. Es él quien nos impulsa a hacerlo: “Pedid y recibiréis, ha dicho Jesús, llamad y se os abrirá” (Mt 7,7).

Cuando, en el desierto, los judíos eran mordidos por serpientes venenosas, Dios ordenó a Moisés que levantara en un estandarte una serpiente de bronce, y quien lo miraba no moría. Jesús se ha apropiado de este símbolo. “Como Moisés levantó la serpiente en el desierto –le dijo a Nicodemo– así es preciso que sea levantado el Hijo del hombre, para que todo aquel que cree en él tenga vida eterna” (Jn 3,14-15). También nosotros, en este momento, somos mordidos por una “serpiente” venenosa invisible. Miremos a Aquel que fue “levantado” por nosotros en la cruz. Adorémoslo por nosotros y por todo el género humano. Quien lo mira con fe no muere. Y si muere, será para entrar en la vida eterna.

“Después de tres días resucitaré”, predijo Jesús (cf. Mt 9, 31). Nosotros también, después de estos días que esperamos sean cortos, nos levantaremos y saldremos de las tumbas de nuestros hogares. No para volver a la vida anterior como Lázaro, sino a una vida nueva, como Jesús. Una vida más fraterna, más humana. ¡Más cristiana!
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[1] Moralia in Job, XX,1.
[2] Salvifici doloris, 23.
[3]https://blogs.timesofisrael.com/coronavirus-a-spiritual-message-from-brooklyn)
[4] Enchiridion, 11,3 (PL 40, 236).
[5] Pascoli, “I due fanciulli” (Los dos niños).
[6] S. tomás de aquino, S.Th. II-II, q.83, a.2.


sábado, 4 de abril de 2020

"ES LA HORA DE AYUNAR DEL PAN Y APRENDER A COMULGAR CON LA PALABRA"



Rafael Luciani


"El clericalismo está tan arraigado en la cultura eclesial, y a todo nivel, que las respuestas pastorales que se ofrecen ante la situación tan dramática que estamos viviendo parecen no ir más allá de la oferta sacramental"


"Las palabras que seguimos usando y las ofertas teológico-pastorales que la institución eclesiástica está ofreciendo en este tiempo de crisis, sólo responden a la cuestión de si los fieles están recibiendo —o no— la gracia sacramental"

"Es muy cómodo para un cura limitarse a dar —no celebrar— misas online. Esto demuestra el inmediatismo pastoral en el que se han formado, sin capacidad de conectar con la vida diaria de las personas más allá del ambón"

"La gente está en sus casas y necesita mensajes realistas que ayuden a sentir que Dios los ama y abraza de modo personal, y no a través de la figura de un mediador ausente a quien no tendrán acceso. Centrarse sólo en la misa online no ayuda pastoralmente"

"La oferta pastoral que se está ofreciendo —o al menos transmitiendo con las palabras que se usan— es tan triste que sólo puede prometer un perdón a medias, un Dios que pone su amor en pausa. En fin, pareciera que la gracia no puede salir de los templos, mientras que el virus sí viaja por todo el mundo"





Se trata de una frase muy repetida y muy bonita, que resuena en la voz de muchos/as, sin comprender toda su profundidad. La pastoral de conservación es aquella que sólo se preocupa por mantener el culto a toda costa y, por tanto, su oferta pastoral debe responder a cómo hacer para que todos/as puedan participar de los ritos sacramentales y recibir la gracia divina. En 1968, la Conferencia de Medellín, pidió superar esta visión, ya que sólo buscaba la sacramentalización ritualista de la vida cristiana centrada en la figura del sacerdote —y no del presbítero— como único mediador de la gracia y del encuentro con Jesús.


Las palabras que seguimos usando y las ofertas teológico-pastorales que la institución eclesiástica está ofreciendo en este tiempo de crisis, sólo responden a la cuestión de si los fieles están recibiendo —o no— la gracia sacramental. Seguimos anclados a una imagen de Iglesia que se cree dueña de Dios, de su gracia y su perdón, y que sólo pone más cargas en las conciencias de las personas, especialmente cuando hoy en día estamos aislados por la pandemia y sin posibilidad de acercarnos a un presbítero ni congregarnos como asamblea. Aunque no parezca, todo esto es muy contrario a la propia tradición de la Iglesia. Santo Tomás de Aquino sostuvo en su Suma Teológica que "la cosa significada por un sacramento se puede obtener antes de recibir este sacramento con sólo desearle".

Así es: "con sólo desearle". No se recibe la gracia, como si Dios pudiera ausentarse de nuestras vidas y la Iglesia es quien decide cuándo nos devuelve su presencia divina. La gracia es Dios mismo que se nos da como don primero, como regalo sin condiciones, abrazándonos desde lo más íntimo de nuestras conciencias, acogiendo nuestros pensamientos y sentimientos, y sanando nuestros miedos y temores. Todos/as, en nuestros hogares y comunidades, hemos sido ya agraciados, abrazados por Dios y perdonados. Esto fue lo que el mismo Jesús nos reveló cuando descubrió que Dios era como un Padre que nos ama desde las entrañas de una madre. Por ello, Jesús pudo reconocer más fe en los supuestos infieles e impuros de su época, en los alejados del Templo y excluidos por los sacerdotes, en los que no asistían a los ritos celebrativos ni a las purificaciones. Así se lo hizo saber a una mujer samaritana y a un centurión, entre otros y otras que iba encontrando en su camino.


La transmisión actual de la fe está en crisis. No ganamos nada repitiendo modelos tridentinos, ya fracasados, que no han ayudado a formar y a vivir una fe adulta. Nuevamente la Conferencia de Aparecida es iluminadora pues recuerda que las reformas de la Iglesia son "espirituales, pastorales e institucionales", deben tocar las mentalidades, las prácticas y las estructuras. Si nos sigue moviendo el clericalismo, sólo estaremos cambiando las formas —ahora virtuales—, más no el fondo. No habrá conversión de la institución eclesiástica y, cuando todo esto pase, seguiremos con los mismos problemas pastorales.

Lo que propongamos debe ser discernido a la luz de la eclesiología del Pueblo de Dios, en la que todos —obispos, clero, religiosos/as y laicos/as— somos iguales por el bautismo. Debemos empoderar a cada uno/a en su hogar con los Evangelios y no transmitir la idea de una institución eclesiástica que sólo se preocupa por el mero cumplimiento de la asistencia o no a los oficios litúrgicos. El reto está en comunicar la experiencia de un Dios que ya nos perdonó y reconcilió con su abrazo misericordioso, y superar así las narrativas que insisten en la falsa idea de una divinidad que pone en pausa su perdón hasta que, algún día, cuando pase la pandemia, busquemos a un sacerdote para confesarnos y recibir la verdadera gracia. La oferta pastoral que se está ofreciendo —o al menos transmitiendo con las palabras que se usan— es tan triste que sólo puede prometer un perdón a medias, un Dios que pone su amor en pausa. En fin, pareciera que la gracia no puede salir de los templos, mientras que el virus sí viaja por todo el mundo.

Hemos de reconocer, pues, que seguimos anclados a modelos pastorales clericalistas y auto-referenciales, inspirados en la teología tridentina del ministerio ordenado y la gracia sacramental que predica, como otrora, que "donde no llegan los sacramentos, no llega la gracia ni la salvación". Las buenas voluntades no bastan. Pueden crear mayor daño a mediano y a largo plazo. Se necesitan palabras, gestos y acciones pastorales realistas y liberadores, en sintonía con el Concilio y en seguimiento al Jesús de los Evangelios.



El Concilio Vaticano II, en Lumen Gentium, situó la centralidad de la vida eclesial en torno al Pueblo de Dios, que somos todos y todas, y no sólo los clérigos. La eucaristía es una celebración de la comunidad, en la que el presbítero preside junto a la comunidad. Nunca solo y menos en privado. No hay misa sin Pueblo de Dios. El Decreto conciliar Presbiterorum Ordinis, en el número 13, hace mención a la celebración de la Eucaristía como la función principal del ministro ordenado. El texto no se refiere a la posibilidad de realizar una celebración eucarística sin la asamblea, es decir, sin Pueblo de Dios. Por ello, el mismo Decreto aclara que, aunque la función específica le viene concedida al celebrar la eucaristía, su identidad exclusiva nace de la Palabra (Presbiterorum Ordinis 4). En torno a la Palabra, el ministerio ordenado se une a cualquier ministerio y carisma, y encuentra ahí su fuente y sentido. Así, el presbítero, uno de la comunidad, ha de nutrirse y compartir la Palabra con todos/as, como uno más del Pueblo de Dios.


Ante la actual crisis se requiere una gran creatividad pastoral de todos/as —y no recetas mágicas de algunos. Urge escuchar y responder a los problemas reales de las personas: la necesidad de sentirse acompañadas, la angustia de no tener trabajo ni dinero para comprar comida, el miedo a enfermarse y a no ser atendidas debidamente, la soledad del aislamiento, la posibilidad de no poder ver a un familiar morir ni enterrarlo por haber contraído el virus.... Sólo regresando a Jesús, y colocando de nuevo a los Evangelios como nuestro libro diario de cabecera, podemos generar procesos de discernimiento y acompañamiento que respondan a todas estas necesidades, porque esos fueron los problemas que Jesús escuchó y a los que respondió cuando caminaba de aldea en aldea. Una Iglesia sacramentalizada es una Iglesia auto-referencial, alejada del Jesús de los Evangelios. Podemos estar muy cerca de la institución eclesiástica y muy lejos del Reino de Dios.

Ciertamente estamos en una situación irregular que necesita respuestas pastorales inmediatas. Pero la misa es sólo una de esas respuestas, más no la única ni la más importante en estos momentos. La gente está en sus casas y necesita mensajes realistas que ayuden a sentir que Dios los ama y abraza de modo personal, y no a través de la figura de un mediador ausente a quien no tendrán acceso. Centrarse sólo en la misa online no ayuda pastoralmente. Es seguir manteniendo el esquema de una religión privada, clerical y sagrada. Todo lo que se pueda hacer creativamente en función del empoderamiento religioso de las personas, sin la mediación del sacerdote, es fundamental para una respuesta pastoral real y coherente en estos momentos.

Es hora de alinear la eclesiología del Pueblo de Dios de Lumen Gentium con la teología del ministerio ordenado de Presbiterorum Ordinis. En Evangelii Gaudium, Francisco logró invertir la pirámide eclesial al superar la yuxtaposición que existía entre el Pueblo de Dios y la Jerarquía en Lumen Gentium (capítulos 2 y 3). Todos/as somos iguales por el bautismo, portadores de la gracia, Pueblo de Dios en camino. Todos somos fieles: obispos, clero, religiosos/as y laicos/as. Todos somos sacerdotes y portadores del Espíritu de Dios (Lumen Gentium 4,6,11). A pesar de este giro que representó el Concilio, los debates actuales se han centrado, casi exclusivamente, a la recepción de la gracia por medio de los sacramentos de la eucaristía y la reconciliación.

Es muy cómodo para un cura limitarse a dar —no celebrar— misas online. Esto demuestra el inmediatismo pastoral en el que se han formado, sin capacidad de conectar con la vida diaria de las personas más allá del ambón. Urge creatividad pastoral, abrirnos al Espíritu. El haber hecho que la vida cristiana se centre sólo en torno al templo y el culto, sólo ha contribuido a alejar a jóvenes y a tantos otros de la Iglesia Católica, porque para una gran mayoría el único referente de vida eclesial es la parroquia, con un modelo tridentino y ritualista, ya fracasado.

Es hora de recuperar la Palabra y el silencio. Los medios virtuales pueden ser usados para ofrecer actividades que ayuden a acompañar y a discernir lo que se está viviendo desde la Palabra de Dios que se encarna en nuestras casas hoy. Si no recuperamos la centralidad de la Palabra, estaremos devaluando el sentido mismo de la Eucaristía, que consta de dos partes por igual: la celebración de la Palabra y la celebración del Pan, sabiendo que la celebración del Pan nace de la Palabra, y no al revés. Si no es posible encontrarnos todos/as como Pueblo de Dios en torno al Pan, sí es posible que nos encontremos alrededor de la Palabra.
Cena del Señor

Tal vez sea la hora de ayunar el Pan y comulgar con la Palabra. Esa que nace del silencio, y que nos ayudará a sanar lo que llevamos en nuestros corazones. Un ayuno que nos haría a todos/as iguales, solidarios y partícipes de la misma dignidad, porque no habrá unos que comulguen pan mientras una mayoría lo ayuna "espiritualmente". Mientras no haya ayuno del pan para todos/as, seguirán las misas sin Pueblo de Dios, y los ritos quasi mágicos vía ondas televisivas u online sin relación alguna con la vida diaria de las personas y sus procesos de crecimiento. Una pastoral misionera y en salida es la que redescubre hoy la centralidad de la Palabra de Dios en la vida de la Iglesia. Esa Palabra que se encarna en nuestros hogares mediante la lectura personal y comunitaria, pausada y meditativa, para conocer y discernir lo que Jesús hubiera hecho si estuviese hoy padeciendo esta misma situación.

La superación de la pastoral de conservación comienza con lo que el Decreto Ad Gentes nos enseñó. Ahí, el Concilio nos propone un camino: comenzar por el testimonio evangélico (AG 24), formar pequeñas comunidades ambientales —en nuestras familias o comunidades—, congregarnos todos/as en torno a la Palabra (AG 15), y discernir la realidad que vivimos (AG 6; 11). De este modo llegaremos, de nuevo, a comer el Pan todos/as juntos como Asamblea.

Rafael Luciani
Experto del CELAM y miembro del Equipo Teológico de la CLAR