sábado, 27 de marzo de 2021

«JESÚS DE NAZARET: UNA PERSONA»

 


4ª predicación de Cuaresma del Cardenal Cantalamessa al Papa, 26-3-2021

* «La vida de cada persona se divide exactamente como se divide la historia universal: «antes de Cristo» y «después de Cristo», antes del encuentro personal con Cristo y después de él. Podemos vislumbrar este encuentro, escuchar hablar de él, desearlo, pero para experimentarlo sólo hay un medio. No es algo que se pueda lograr leyendo libros o escuchando un sermón. ¡Sólo por la obra del Espíritu Santo! Por eso, sabemos a quién tenemos que pedirlo y sabemos que no espera más que se lo pidamos… Per te sciamus da Patrem, noscamus atque Filium: «Que a través de ti conozcamos al Padre y también conozcamos al Hijo». Que lo conozcamos con este conocimiento íntimo y personal que cambia la vida… Nuestra «relación personal» con Cristo es esencialmente una relación de amor. Consiste en ser amado por Cristo y amar a Cristo»

Los Hechos de los Apóstoles narran el siguiente episodio. A la llegada del rey Agripa a Cesarea, el gobernador Festo le presenta el caso de Pablo custodiado por él, a la espera de juicio. Resume el caso al rey con estas palabras: «Los que lo culparon… tenían contra él algunas cuestiones relacionadas con su religión y con un tal Jesús, muerto, que Pablo sostenía que está vivo» (Hch 25,18-19). En este detalle, aparentemente tan secundario, se resume la historia de los veinte siglos que siguieron a ese momento. Todo sigue girando en torno a «un cierto Jesús» que el mundo considera que está muerto y la Iglesia proclama que está vivo.

¡Esto es lo que nos proponemos profundizar en esta última meditación, es decir, que Jesús de Nazaret está vivo! No es un recuerdo del pasado; no es sólo un personaje, sino una persona. Vive «según el Espíritu», ciertamente, pero esta es una forma de vivir más fuerte que «según la carne» porque le permite vivir dentro de nosotros, no fuera, o al lado.

En nuestro reexamen del dogma, hemos llegado al nudo que une las dos cabezas. Jesús «verdadero hombre» y Jesús «verdadero Dios» —dije al principio— son como los dos lados de un triángulo, cuyo vértice es Jesús «una persona». Recordemos sintéticamente cómo se formó el dogma de la unidad de persona de Cristo. La fórmula «una persona», aplicada a Cristo, se remonta a Tertuliano[1], pero se necesitaron más de dos siglos de reflexión para entender lo que significaba de hecho y cómo se podía conciliar con la afirmación de que Jesús era verdadero hombre y verdadero Dios, es decir, «de dos naturalezas».

Una etapa fundamental fue el Concilio de Éfeso en 431, en el que se definió el título de María Theotokos, Madre de Dios. Si María puede ser llamada «Madre de Dios», aunque sólo ha dado a luz a la naturaleza humana de Jesús, significa que en él humanidad y divinidad forman una sola persona. Sin embargo, el objetivo final sólo se logró en el Concilio de Calcedonia en 451, con la fórmula de la cual retomamos la parte relativa a la unidad de Cristo: «Siguiendo, pues, a los Santos Padres, todos a una voz enseñamos que ha de confesarse a uno solo y el mismo Hijo, nuestro Señor Jesucristo, conservando, más bien, cada naturaleza su propiedad y concurriendo en una sola persona y en una sola hipóstasis» [2].

Si para la recepción completa de la definición de Nicea se necesitó un siglo, para la recepción completa de esta otra definición hicieron falta todos los siglos siguientes, hasta nuestros días. En efecto, solo gracias al reciente clima de diálogo ecuménico, se ha podido restablecer la comunión entre la Iglesia ortodoxa y las llamadas Iglesias Nestorianas y Monofisitas del Oriente Cristiano. Se ha tomado nota de que, en la mayoría de los casos, se trataba de una diversidad de terminología, no de doctrina. Todo dependía del significado diferente que se daba a los dos términos de «naturaleza» y de «persona» o «hipóstasis».

Del adjetivo «una» al sustantivo «persona»


Asegurado su contenido ontológico y objetivo, también aquí, para revitalizar el dogma, debemos destacar ahora su dimensión subjetiva y existencial. San Gregorio Magno decía que la Escritura «crece con los que la leen» (cum legentibus crescit) [3]. Tenemos que decir lo mismo sobre el dogma. Es «una estructura abierta»: crece y se enriquece, en la medida en que la Iglesia, guiada por el Espíritu Santo, se encuentra viviendo nuevas problemáticas y en nuevas culturas.

San Ireneo lo dijo con singular predicción hacia finales del siglo II. La verdad revelada, escribía el santo, es «como un licor precioso contenido en una vasija valiosa. Por obra del Espíritu Santo, [la verdad] siempre rejuvenece y rejuvenece incluso al jarrón que la contiene» [4]. La Iglesia es capaz de leer la Escritura y el dogma de una manera siempre nueva, ¡porque ella misma es hecha nueva por el Espíritu Santo! Aquí está el gran y simplicísimo secreto que explica la perenne juventud de la Tradición y, por tanto, de los dogmas que son su máxima expresión.

El dogma de la única persona de Cristo es también una «estructura abierta», es decir, capaz de hablarnos hoy, de responder a las nuevas necesidades de la fe, que no son las mismas que en el siglo V. Hoy nadie niega que Cristo sea «una persona». Hay algunos —hemos visto con anterioridad— que niegan que sea una persona «divina», prefiriendo decir que es una persona «humana» en la que Dios habita, o trabaja, de una manera única y excelente. Pero la unidad misma de la persona de Cristo, repito, no es contestada por nadie.

Lo más importante hoy en día, sobre el dogma de Cristo «una persona», no es tanto el adjetivo «una», cuanto el sustantivo «persona». No tanto el hecho de que sea «uno e idéntico a sí mismo» (unus et idem), cuanto que sea una «persona». Esto significa descubrir y proclamar que Jesucristo no es una idea, un problema histórico y ni siquiera solo un personaje, sino una persona ¡y una persona viva! Esto es, de hecho, de lo que carecemos y de lo que necesitamos mucho para no dejar que el cristianismo se reduzca a la ideología, o simplemente a teología.

Nos hemos propuesto revitalizar el dogma, partiendo de su base bíblica. Por ello, nos volvemos inmediatamente a la Escritura. Comencemos por la página del Nuevo Testamento que nos habla del más célebre «encuentro personal» con el Resucitado que jamás haya sucedido sobre la faz de la tierra: el del apóstol Pablo. «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?» « ¿Quién eres?» « ¡Yo soy Jesús el Nazareno!» (cf. Hch 9,4-5). ¡Qué fulguración! Después de veinte siglos, esa luz todavía ilumina a la Iglesia y al mundo. Pero escuchemos cómo él mismo describe este encuentro: «Sin embargo, todo eso que para mí era ganancia, lo consideré pérdida a causa de Cristo. Más aún: todo lo considero pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él lo perdí todo, y todo lo considero basura con tal de ganar a Cristo y ser hallado en él, no con una justicia mía, la de la ley, sino con la que viene de la fe de Cristo, la justicia que viene de Dios y se apoya en la fe. Todo para conocerlo a él» (Flp 3, 7-10).

Casi con enrojecimiento me atrevo a combinar la iluminadora experiencia de Pablo con mi pequeñísima experiencia. Pero es precisamente Pablo quien, con su relato, nos anima a hacer lo mismo, es decir, a dar testimonio de la gracia de Dios. Estudiando y enseñando la cristología, yo había realizado varias investigaciones sobre el origen del concepto de «persona» en teología, sobre sus definiciones y diferentes interpretaciones. Había conocido las interminables discusiones en torno a la única persona o hipostasis de Cristo en el período bizantino, los desarrollos modernos sobre la dimensión psicológica de la persona, con el consiguiente problema del «Yo» de Cristo, tan debatido cuando estudiaba teología. En cierto modo, yo sabía todo acerca de la persona de Jesús, ¡pero no conocía a Jesús en persona!

Fue precisamente aquella palabra de Pablo lo que me ayudó a entender la diferencia. Sobre todo la frase: «Para que yo lo conozca». Me parecía que ese simple pronombre «él» (auton) contenía más verdad sobre Jesús que tratados enteros de cristología. «Él», significa Jesucristo «en carne y hueso». Era como conocer a una persona en vivo, habiendo conocido su fotografía durante años. Me di cuenta de que conocía libros sobre Jesús, doctrinas, herejías sobre Jesús, conceptos sobre Jesús, pero no lo conocía, como persona viva y presente. Al menos no lo conocía así cuando me acerqué a él a través del estudio de la historia y de la teología. Yo tenía hasta entonces un conocimiento impersonal de la persona de Cristo. Una contradicción y una paradoja, pero por desgracia, ¡qué frecuente!



La persona es ser-en-relación


Reflexionando sobre el concepto de persona en el ámbito de la Trinidad, San Agustín [5], y después de él Santo Tomás de Aquino, llegaron a la conclusión de que «persona», en Dios, significa relación. El Padre es tal por su relación al Hijo: todo su ser consiste en esta relación, como el Hijo es tal para su relación al Padre. El pensamiento moderno confirmó esta intuición. «La verdadera personalidad —escribió el filósofo Hegel— consiste en recuperarse uno mismo sumergiéndose en el otro» [6]. La persona es persona en el acto en que se abre a un «tú» y en esta confrontación adquiere conciencia de sí. Ser persona es «ser-en-relación».

Esto vale de modo eminente dicho de las personas divinas de la Trinidad, que son «relaciones puras», o como se dice en teología, «relaciones subsistentes»; pero vale también de toda persona en el ámbito creado. La persona no se conoce en su realidad, si no es entrando en «relación» con ella. Por eso no se puede conocer a Jesús como persona, si no es entrando en una relación personal, de yo a tu, con él. «La fe no termina en los enunciados, sino en las cosas», dijo Santo Tomás Aquino [7]. No podemos contentarnos con creer en la fórmula «una persona»; debemos llegar a la persona misma y, a través de la fe y la oración, «tocarla».

Debemos plantearnos seriamente una pregunta: ¿es Jesús para mí una persona, o sólo un personaje? Hay una gran diferencia entre las dos cosas. El personaje —como Julio César, Leonardo da Vinci, Napoleón— es uno del que se puede hablar y escribir todo lo que se quiera, pero al cual y con el cual es imposible hablar. Desgraciadamente, para la gran mayoría de los cristianos Jesús es un personaje, no una persona. Es objeto de un conjunto de dogmas, doctrinas o herejías; uno cuya memoria celebramos en la liturgia, que creemos que está verdaderamente presente en la Eucaristía, todo lo que se quiera. Pero si permanecemos en el nivel de la fe objetiva, sin desarrollar una relación existencial con él, él permanece externo a nosotros, toca nuestra mente, pero no calienta el corazón. Sigue estando, a pesar de todo, en el pasado; entre nosotros y él se interponen, inconscientemente, veinte siglos de distancia. En el trasfondo de todo esto, se comprende el sentido y la importancia de esa invitación que el Papa Francisco planteó al comienzo de su exhortación apostólica Evangelii gaudium: «Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso. No hay razón para que alguien piense que esta invitación no es para él» (EG, 3).

En la vida de la mayoría de las personas hay un acontecimiento que divide la vida en dos partes, creando un antes y un después. Para los casados, es el matrimonio y dividen sus vidas así: «antes de casarme» y «después de casado»; para los obispos y sacerdotes es la consagración episcopal o la ordenación sacerdotal; para las personas consagradas es la profesión religiosa. Desde un punto de vista espiritual, sólo hay un acontecimiento que realmente crea un antes y un después para todos. La vida de cada persona se divide exactamente como se divide la historia universal: «antes de Cristo» y «después de Cristo», antes del encuentro personal con Cristo y después de él.

Podemos vislumbrar este encuentro, escuchar hablar de él, desearlo, pero para experimentarlo sólo hay un medio. No es algo que se pueda lograr leyendo libros o escuchando un sermón. ¡Sólo por la obra del Espíritu Santo! Por eso, sabemos a quién tenemos que pedirlo y sabemos que no espera más que se lo pidamos… Per te sciamus da Patrem, noscamus atque Filium: «Que a través de ti conozcamos al Padre y también conozcamos al Hijo». Que lo conozcamos con este conocimiento íntimo y personal que cambia la vida.

Cristo, persona «divina»


Pero tenemos que ir un paso más allá. Si nos detuviéramos aquí, perderíamos la revelación más consoladora encerrada en el dogma de Cristo «persona» y persona «divina». Nunca seremos lo suficientemente agradecidos a la antigua Iglesia por haber luchado, a veces literalmente hasta casi la sangre, para mantener la verdad de que Cristo es «una sola persona» y que esta persona no es otra que el Hijo eterno de Dios, una de las tres personas de la Trinidad. Tratemos de entender por qué.

La contribución más fructífera y duradera de San Agustín a la teología es haber fundado el dogma de la Trinidad en la afirmación joánica «Dios es amor» (1 Jn 4,8). Todo amor implica un amante, un amado y un amor que los une y así es como él define a las tres personas divinas: el Padre es el que ama, el Hijo el amado y el Espíritu Santo, el amor que los une [8].

No hay amor que no sea amor de alguien o de algo, igual que no se da conocimiento que no sea de algo. No existe un amor «vacío», sin objeto. Así que nos preguntamos: ¿quién ama a Dios, para ser definido amor? ¿El hombre? Pero entonces es un amor solo desde hace unos cientos de millones de años. ¿El universo? Pero entonces es amor solo desde hace unas pocas decenas de miles de millones de años. ¿Y antes quién amaba a Dios para ser el amor? Esta es la respuesta de la revelación bíblica, explicitada por la Iglesia. Dios es amor siempre desde siempre, ab aeterno, porque incluso antes de que hubiera un objeto fuera de sí mismo al que amar, tenía en sí mismo al Verbo, al Hijo al que amaba con amor infinito, es decir, «en el Espíritu Santo».

Esto no explica «cómo» la unidad pueda ser al mismo tiempo trinidad (este es un misterio incognoscible para nosotros porque sucede sólo en Dios), pero es suficiente al menos para intuir «por qué», en Dios, la pluralidad no contradice la unidad. ¡Es porque «Dios es amor»! Un Dios que fuera puro conocimiento o pura ley, o puro poder, ciertamente no necesitaría ser trino (más aún, esto complicaría las cosas); pero sí un Dios que es ante todo amor, porque entre menos dos, no puede haber amor.

El misterio más grande y más inaccesible para la mente humana no es, en mi opinión, que Dios sea uno y trino, sino que Dios es amor. «Es necesario —escribió De Lubac— que el mundo lo sepa: la revelación de Dios como amor desconcierta todo lo que se había concebido previamente de la divinidad» [9]. Es muy cierto, pero lamentablemente todavía estamos muy lejos de haber sacado todas las consecuencias de esta revolución. Lo demuestra el hecho de que la imagen de Dios que domina en el inconsciente humano es la del ser absoluto, no la del amor absoluto; un Dios que es esencialmente omnisciente, omnipotente y, sobre todo, justo. El amor y la misericordia son vistos como un correctivo que modera la justicia. Son el exponente, no la base.

Nosotros modernos proclamamos que la persona es el valor supremo que debe respetarse en todos los campos, el fundamento último de la dignidad humana. Sin embargo, de dónde proviene este concepto moderno de persona, solo se entiende a partir de la Trinidad. Lo puso bien de relieve el teólogo ortodoxo Johannes Zizioulas, mostrando la fecundidad y el enriquecimiento mutuo que se obtiene en el diálogo entre la teología latina y la teología griega sobre la Trinidad. Demuestra, en varios de sus escritos, cómo el concepto moderno de la persona es hijo directo de la doctrina de la trinidad y explica en qué sentido.

«El amor es una categoría ontológica que consiste en dar espacio a la otra persona para que exista como otro y adquiera la existencia en y a través del otro. Es una actitud kenótica, un darse a sí mismo […]. Esto es lo que sucede en la Trinidad, donde el Padre ama dándose del todo al Hijo y haciéndolo existir como Hijo. […] Esto, pues, es lo que significa ser una persona humana a la luz de la teología trinitaria. Significa una forma de ser en la que adquirimos nuestras identidades no al distanciarnos de los demás, sino en comunión con ellos en y a través de un amor que «no busca su propio interés» (1 Cor 13,5), sino que está dispuesto a sacrificar su verdadero ser para permitir que el otro sea y sea otro. Es exactamente la forma de ser que se encuentra en la Cruz de Cristo donde el amor divino se revela plenamente en nuestra existencia histórica» [10].

Cristo, siendo una persona divina y trinitaria, tiene, pues, con nosotros, una relación de amor que cimienta nuestra libertad (Cf. Gál 5,1). «Me amó y se entregó por mí» (Gál 2,20): se podrían pasar horas enteras repitiendo esta palabra dentro de uno mismo, sin terminar de asombrarse nunca. ¡Él, Dios, me amó, criatura de la nada y desagradecida! Se entregó a sí mismo —su vida, su sangre— por mí. ¡Individualmente por mí! Es un abismo en el que uno se pierde.

Por lo tanto, nuestra «relación personal» con Cristo es esencialmente una relación de amor. Consiste en ser amado por Cristo y amar a Cristo. Esto vale para todos, pero asume un significado particular para los pastores de la Iglesia. A menudo se repite (partiendo del mismísimo San Agustín) que la roca sobre la que Jesús promete fundar su Iglesia es la fe de Pedro, al haberlo proclamado «Mesías e Hijo del Dios vivo» (Mt 16,16). Se pasa por alto, me parece, lo que Jesús dice en el momento de la concesión de facto del primado de Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?… ¡Apacienta mis ovejas!» (cf. Jn 21,15-16). El oficio del pastor saca su fuerza secreta del amor a Cristo. El amor, no menos que la fe, lo hace uno con la Roca que es Cristo.

« ¿Quién nos separará del amor de Cristo?»


Terminaré destacando la consecuencia de todo esto para nuestra vida, en un momento de gran tribulación para toda la humanidad como es el presente. Dejamos que nos lo explique, una vez más, el apóstol Pablo. En su carta a los Romanos escribe: ¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada? (Rom 8,35)

No se trata de una enumeración abstracta y genérica. Los peligros y tribulaciones que él enumera son las cosas que, de hecho, experimentó en su vida. Los describe detalladamente en la Segunda Carta a los Corintios, donde, a las pruebas aquí enumeradas, añade la que más le hacía sufrir, es decir, la obstinada oposición por parte de algunos de los suyos (cf. 2 Cor 11,23ss). En otras palabras, el Apóstol repasa en su mente todas las pruebas que ha pasado, señala que ninguna de ellas es tan fuerte como para soportar la confrontación con el pensamiento del amor de Cristo, y, por ello, concluye triunfalmente: «En todo esto vencemos de sobra gracias a aquel que nos ha amado» (Rom 8,37).

El Apóstol nos invita tácitamente a cada uno de nosotros a hacer lo mismo. Nos sugiere un método de curación interior basado en el amor. Nos invita a sacar a la superficie las angustias que acechan en nuestro corazón, las tristezas, los miedos, los complejos, ese defecto físico o moral que no hace que aceptemos serenamente, ese recuerdo doloroso y humillante, ese mal sufrido, la oposición sorda por parte de alguien… Exponer todo esto a la luz del pensamiento de que Dios me ama, y truncar cualquier pensamiento negativo, diciéndonos a nosotros mismos, como el Apóstol: «Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?» (Rom 8,31).

Desde su vida personal, el Apóstol levanta, inmediatamente después, su mirada sobre el mundo que le rodea y sobre la existencia humana en general: «Ni muerte ni vida, ni ángeles, ni principados; ni presente ni futuro, ni poderes, ni altura ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos nunca del amor de Dios, en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rom 8,38-39).

Tampoco aquí se trata de una lista abstracta. Observa «su» mundo, con los poderes que lo hacían amenazante: la muerte con su misterio, la vida presente con su incertidumbre, los poderes astrales o infernales que infundían tanto terror en el hombre antiguo. Estamos invitados, una vez más, a hacer lo mismo: mirar con ojos de fe al mundo que nos rodea y que nos da aún más miedo ahora que el hombre ha adquirido el poder de desestabilizarlo con sus armas y sus manipulaciones. Lo que Pablo llama «altura» y «profundidad», son para nosotros —en el acrecentado conocimiento del tamaño del cosmos— lo infinitamente grande por encima de nosotros y lo infinitamente pequeño por debajo de nosotros. En este momento, ese infinitamente pequeño que es el coronavirus que desde hace un año mantiene de rodillas a toda la humanidad.

Dentro de una semana será Viernes Santo e inmediatamente después el Domingo de resurrección. Al resucitar, Jesús no regresó a la vida de antes como Lázaro, sino a una vida mejor, libre de toda inquietud. Esperemos que este sea el caso también para nosotros. Que del sepulcro en el que la pandemia nos ha tenido encerrados durante un año, el mundo —como el Santo Padre nos repite constantemente— salga mejor, no el mismo que antes.

Cardenal Raniero Cantalamessa OFM Cap.

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©Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco

[1] Tertuliano, Adversus Praxean, 27, 11.
[2] Denzinger-Schönmetzer, Enchiridion Sombolorum, 301-302.
[3] San Gregorio Magno, Moralia en Job, XX, 1.
[4] San Ireneo, Adversus Haereses, III, 24,1.
[5] San Agustín, De Trinitate, V,5,6.
[6] F. Hegel, Lecciones de filosofía de la religión.
[7] Santo Tomás Aquino, S.Th., II-II, q.1, a.2, ad 2.
[8] San Agustín, De Trinitate, VI, 5, 7; IX, 22.
[9] H. de Lubac, Histoire et Esprit (Aubier, París 1950) cap. 5.
[10] J. Zizioulas, L’idea di persona umana deriva dalla Trinità: conferencia pronunciada en Milán en 2015.

martes, 23 de marzo de 2021

ESTADOS UNIDOS CIERRA EL PUÑO ANTE RUSIA Y CHINA

 



MIAMI, Florida.- Desde hace años hay coincidencia casi general de que Joe Biden es un buen hombre, pero no en el sentido mexicano de la expresión. El que se confunda, va a perder.

Antes de cumplir dos meses en el poder, ya puso a Putin en el casillero que le corresponde: es un asesino, aceptó el presidente en una entrevista con NBC News y adelantó que el autócrata ruso “pagará el precio” de haber intervenido en las elecciones de Estados Unidos.

Es un tema de seguridad interior.

Rusia alienta al extremismo interno en Estados Unidos, que es la principal preocupación de seguridad nacional.








La historia del 'fraude' se promueve en Estados Unidos por agentes rusos (y por radicales nativos), y provoca violencia al interior del país. Eso es lo que opina el gobierno. No se lo va a perdonar a Putin.

Y ya es tiempo de ubicarlo. En una semana Estados Unidos puede mandar a Rusia de vuelta a la Edad Media, y nadie desea eso.

China es otra cosa.

Sin embargo, sonó como un bombazo la forma en que el gobierno de Biden le marcó el territorio la semana pasada.

El secretario de Estado y el de Defensa, Antony Blinken y Lloyd J Austin III, fueron a Asia únicamente a visitar a sus aliados históricos, abandonados por Trump: Japón y Corea del Sur.

China no existió en ese viaje.

Los jerarcas chinos fueron citados por Blinken a Estados Unidos, donde se reunieron el jueves, en Alaska.

Previo a su encuentro con el ministro de Relaciones Exteriores chino, Wang Yi, el secretario de Estado se expresó de la siguiente manera, en Corea: “China está utilizando la coerción y la agresión para erosionar sistemáticamente la autonomía de Hong Kong, socavar la democracia en Taiwán, violar los derechos humanos en Xinjiang y el Tíbet, y hacer valer reclamos marítimos en el mar de China Meridional, que son violatorios del derecho internacional”.

El mismo jueves en que se reunió con las autoridades chinas en Alaska, Blinken dijo al Comité de Asuntos Exteriores de la Cámara de Representantes que China está cometiendo 'genocidio' contra los musulmanes uigures en Xinjiang.

De ahí voló a Anchorage a reunirse con el canciller de China, no sin antes dar a conocer una lista de 25 jerarcas del Partido Comunista de ese país con sanciones financieras por “erosionar la autonomía de Hong Kong al modificar las leyes electorales, lo que niega a los hongkoneses una voz en su propio gobierno”, explicó Blinken en un comunicado oficial del Departamento de Estado.

Al llegar a Estados Unidos el canciller chino acusó el golpe con ironía: “Se supone que ésta no es la forma en que uno recibe a sus invitados”.

Sí, Blinken los doblegó en las formas al hacerlos ir a Alaska luego de haber estado en Asia dos días antes, pero la delegación china nunca se amilanó.

Ahí en Anchorage, Wang Yi llamó –con una buena dosis de razón– “hipócrita” a Estados Unidos (racista como pocos y ahora sus energúmenos supremacistas volcados contra personas de origen asiático).

China juega en una liga diferente a Rusia. Es potencia de verdad.

Otra forma de ver la reunión es que, si los dirigentes de ese país acudieron a la cita en territorio estadounidense, es por la serenidad que les infunde su creciente poderío.

A su regreso de Alaska, Jake Sullivan, asesor de Seguridad Nacional del presidente Biden, le comentó al influyente analista Josh Rogin –ahora en el Washington Post–, que el objetivo de la reunión era persuadir a China que no despliegue su estrategia a expensas de sociedades libres y abiertas.

Pero hay más de fondo. China va muy rápido y Estados Unidos ha perdido tiempo, credibilidad ante sus aliados, y los valores que cohesionan a esta sociedad se han deteriorado.

Biden, ese buen hombre que gobierna a Estados Unidos, no se parece a Trump. El próximo mes deberá estar aprobado en el Congreso un paquete de 100 mil millones de dólares para enfrentar a China donde le urge hacerlo: inteligencia artificial, telecomunicaciones 5G, computación cuántica (mucho más rápida que la 5G) e investigación biomédica, a través de una renovada National Science Foundation.

El senador republicano Todd Young, que junto al líder de la bancada demócrata encabeza el proyecto legislativo, resumió el objetivo con franqueza: “Enfrentar y competir con China es el desafío geoestratégico más importante de nuestro país en el futuro previsible”.

https://www.elfinanciero.com.mx/opinion/pablo-hiriart/estados-unidos-cierra-el-puno-ante-rusia-y-china

sábado, 13 de marzo de 2021

«LA CONSTRUCCIÓN DE LA FE CRISTIANA Y SU «PIEDRA ANGULAR» ES LA DIVINIDAD DE CRISTO, SIN LA QUE TODO SE DERRUMBA»

 


3ª predicación de Cuaresma del Cardenal Cantalamessa al Papa, 12-3-2021

* «La fe en la divinidad es importante sobre todo en vista de la evangelización. ¿Por quién se forma la Trinidad si Cristo no es Dios? No en vano, tan pronto como se pone entre paréntesis la divinidad de Cristo, también se pone a la Trinidad entre paréntesis. San Agustín decía: «No es mucho creer que Jesús ha muerto; esto lo creen también los paganos y los réprobos; todo el mundo lo cree. Pero es realmente grande creer que ha resucitado». Y concluía: «La fe de los cristianos es la resurrección de Cristo». Lo mismo debe decirse de la humanidad y la divinidad de Cristo, cuya muerte y resurrección son sus respectivas manifestaciones. Todos creen que Jesús es un hombre; lo que marca la diferencia entre creyentes y no creyentes es creer que él también es Dios. ¡La fe de los cristianos es la divinidad de Cristo!»

* «‘Conocer a Cristo es reconocer sus beneficios’, hemos escuchado. Terminamos recordando dos de estos beneficios que son los más capaces de responder a las necesidades profundas del hombre de hoy y siempre: la necesidad de sentido y la necesidad de vida. Jesús dijo: «Yo soy la luz del mundo; quien me sigue, no caminará en las tinieblas» (Jn 8,12): sabe de dónde viene, sabe a dónde va y qué debe hacer mientras tanto. ¡Sobre todo sabe que es amado por alguien y que este dio su vida para demostrárselo! Jesús también dijo: «Yo soy la resurrección y la vida; quien cree en mí, aunque haya muerto, vivirá» (Jn 11,25). Y el evangelista más tarde escribirá a los cristianos: «Os he escrito esto para que sepáis que poseéis la vida eterna, vosotros que creéis en el nombre del Hijo de Dios […] Él es el verdadero Dios y la vida eterna» (1 Jn 5,13.20). Precisamente porque Cristo es «verdadero Dios», también es «vida eterna» y da la vida eterna. Esto no nos quita necesariamente el miedo a la muerte, sino que da al creyente la certeza de que nuestra vida no termina con ella.»

Recordemos brevemente el tema y el espíritu de estas meditaciones cuaresmales. Nos propusimos reaccionar a la tendencia generalizada a hablar de la Iglesia «etsi Christus non daretur», como si Cristo no existiera, como si pudiéramos entender todo sobre ella, prescindiendo de él. Sin embargo, nos propusimos reaccionar a esto de una manera diferente a la habitual: no tratando de convencer de error al mundo y a sus medios de comunicación, sino renovando e intensificando nuestra fe en Cristo. No en clave apologética, sino espiritual.

Para hablar de Cristo hemos elegido el camino más seguro que es el del dogma: Cristo hombre verdadero, Cristo verdadero Dios, Cristo una sola persona. La del dogma no es una vía antigua ni anticuada. «La terminología dogmática de la Iglesia primitiva —escribió Kierkegaard, uno de los mayores representantes del pensamiento existencial moderno— es como un castillo de hadas, donde los príncipes y princesas más encantadores descansan en un sueño profundo. Basta solo despertarlos, para que brinquen de pie en toda su gloria» [1].

Se trata precisamente de esto: de despertar los dogmas, infundir vida en ellos, como cuando el Espíritu entró en los huesos secos que Ezequiel vio y «volvieron a la vida y se pusieron en pie» (Ez 37,10). La última vez tratamos de hacer esto, con respecto al dogma de Jesús «verdadero hombre»; hoy queremos hacerlo con el dogma de Cristo «Dios verdadero».

El dogma de Cristo «Dios verdadero»


En el año 111 o 112 d.C., Plinio el Joven, gobernador de Bitinia y del Ponto, escribió una carta al emperador Trajano, pidiéndole indicaciones sobre cómo comportarse en los procesos seguidos contra los cristianos. Según las informaciones tomadas —escribe al emperador—, «toda su culpa o error consistía en que habitualmente se reunían en un día establecido, antes del amanecer, para cantar, en coros alternos, un himno a Cristo tomado como Dios»: carmen Christo quasi Deo dicere [2]. Estamos en Asia Menor, a pocos años de la muerte del último Apóstol, Juan, ¡y los cristianos ya proclaman en el canto la divinidad de Cristo! La fe en la divinidad de Cristo nace con el nacimiento de la Iglesia.

Pero, ¿qué es hoy de esa fe? En primer lugar, hagamos sintéticamente una reconstrucción de la historia del dogma de la divinidad de Cristo. Fue solemnemente sancionado en el Concilio de Nicea en el año 325 con las palabras que repetimos en el Credo: «Creo en un solo Señor Jesucristo… Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma sustancia del Padre». Más allá de los términos utilizados, el significado profundo de la definición de Nicea —como se deduce de san Atanasio, que fue su testigo e intérprete más autorizado— fue que en todos los idiomas y en todas las épocas Cristo debe ser reconocido como Dios en el sentido más fuerte y más alto que la palabra Dios tiene en esa lengua y cultura, y no en algún otro sentido derivado y secundario.

Se necesitó casi un siglo de ajuste antes de que esta verdad fuera recibida, en su radicalidad, por toda la cristiandad. Una vez superados los arrebatos del arrianismo debidos a la llegada de pueblos bárbaros que habían recibido la primera evangelización de los herejes (godos, visigodos y longobardos), el dogma se convirtió en patrimonio pacífico de todos los cristianos, tanto orientales como occidentales.

La Reforma protestante lo mantuvo intacto y, más aún, aumentó su centralidad; sin embargo, incluyó un elemento que más tarde daría lugar a desarrollos negativos. Para reaccionar contra el formalismo y el nominalismo que reducían los dogmas a ejercicios de virtuosismo especulativo, los reformadores protestantes afirman: «Conocer a Cristo significa reconocer sus beneficios, no investigar sus naturalezas y los modos de la Encarnación» [3]. Cristo «para mí» se hace más importante que Cristo «en sí». Al conocimiento objetivo, dogmático, se opone un conocimiento subjetivo, íntimo; al testimonio externo de la Iglesia y de las propias Escrituras sobre Jesús, se somete al «testimonio interno» que el Espíritu Santo da de Jesús en el corazón de todo creyente.

La ilustración y el racionalismo encontraron en ello el terreno adecuado para la demolición del dogma. Para Kant, lo que cuesta es el ideal moral propuesto por Cristo, más que su persona. La teología liberal del siglo XIX reduce prácticamente el cristianismo a la sola dimensión ética y, en particular, a la experiencia de la paternidad de Dios. El Evangelio está despojado de todo lo sobrenatural: milagros, visiones, resurrección de Cristo. El cristianismo se convierte solo en un sublime ideal ético que puede prescindir de la divinidad de Cristo e incluso su existencia histórica. Gandhi, que, por desgracia, había conocido el cristianismo en esta versión reductiva, escribió: «Ni siquiera me importaría si alguien demostrara que el hombre Jesús nunca vivió realmente y que lo que se lee en los evangelios no es más que el resultado de la imaginación del autor. Porque el sermón de la montaña seguiría siendo verdadero a mis ojos».

La versión más cercana a nosotros de esta tendencia reductiva del cristianismo es la popularizada por Bultmann, en el nombre, esta vez, de la desmitologización: «La fórmula «Cristo es Dios» —escribe— es falsa en todos los sentidos, cuando «Dios» se considera como un ser objetivable, ya sea como lo entiende Arrio o según Nicea, en sentido ortodoxo o liberal. Es correcta si «Dios» se entiende como el acontecimiento de la actuación divina» [4]. En palabras menos veladas: Cristo no es Dios, pero en Cristo está (o trabaja) Dios. Estamos muy lejos, como se ve, del dogma definido en Nicea. Se dice que, de esta manera, se quiere interpretar el dogma antiguo con categorías modernas, pero en realidad sólo se proponen de nuevo, a veces en los mismos términos, soluciones arcaicas (Pablo de Samosata, Marcelo de Ancira, Fotino) ya evaluadas y rechazadas por la conciencia de la Iglesia.

Si pasamos de las discusiones de los teólogos a lo que piensa, según diversas encuestas, la gente común en los países cristianos, nos quedamos sin palabras. A continuación de un Concilio local dominado por los opositores de Nicea (Rímini, año 359), san Jerónimo escribió: el mundo entero «se lamentó y se sorprendió de encontrarse arriano» [5]. Tendríamos muchas más razones que él para gemir y hacer nuestra su exclamación de asombro.

Cristo «Dios verdadero» en los Evangelios


Pero ahora deber tener fe para nuestro propósito. Por eso, dejemos a un lado lo que el mundo piensa y tratemos de despertar en nosotros la fe en la divinidad de Cristo. Una fe luminosa, no borrosa, objetiva y subjetiva, es decir, no sólo creída, sino también vivida. Incluso hoy en día, Jesús no está tan interesado en lo que dice «la gente» de él, sino lo que sus discípulos dicen de él. La pregunta está perennemente en el aire: «Pero vosotros, ¿quién decís que soy?» (Mt 16,15). Es a ella a la que queremos tratar de responder en esta meditación.

Empecemos con los evangelios. En los sinópticos, la divinidad de Cristo nunca es declarada abiertamente, pero es continuamente sobrentendida. Recordemos algunos de los dichos de Jesús: «El Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar los pecados» (Mt 9,6); «Nadie conoce al Hijo sino el Padre y nadie conoce al Padre sino el Hijo (Mt 11,27); «Los cielos y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (un dicho, este, presente idénticamente en los tres sinópticos) [6]. «El Hijo del hombre también es señor del sábado» (Mc 2,28); «Cuando el Hijo del Hombre venga en su gloria, y todos los ángeles con él, se sentará en el trono de su gloria. Todos los pueblos serán reunidos antes que él. Él separará a uno de otro, como el pastor separa las ovejas de las cabras» (Mt 25,31-32). ¿Quién, si no Dios, puede perdonar los pecados en su propio nombre y proclamarse juez final de la humanidad y de la historia?

Como un pelo o una gota de saliva es suficiente para reconstruir el ADN de una persona, así basta una sola línea del Evangelio, leída sin preconcepciones, para reconstruir el ADN de Jesús, para descubrir lo que pensaba de sí mismo, pero no podía decir abiertamente para no ser malinterpretado. La trascendencia divina de Cristo transpira literalmente en cada página del Evangelio.

Pero es sobre todo Juan quien ha hecho de la divinidad de Cristo el propósito principal de su evangelio, el tema que unifica todo. Concluye su evangelio diciendo: «Estas [señales] fueron escritas para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre» (Jn 20,31), y concluye su Primera Carta casi con las mismas palabras: «Esto os he escrito para que sepáis que poseéis la vida eterna, vosotros que creéis en el nombre del Hijo de Dios» (Jn 5,13).

Un día, hace muchos años, estaba celebrando la Misa en un monasterio de clausura. El pasaje evangélico de la liturgia era la página de Juan en la que Jesús pronuncia repetidamente su «Yo soy»: «Si no creéis que soy yo, moriréis en vuestros pecados… Cuando hayas elevado al Hijo del hombre, entonces sabréis que Yo soy… Antes de que Abraham fuera, Yo soy» (Jn 8,24.28.58). El hecho de que las palabras «Yo soy», contrariamente a cualquier regla gramatical, en el leccionario fueron escritas con dos mayúsculas, unido ciertamente a alguna otra causa más misteriosa, hizo que saltara una chispa. Esa palabra «explotó» dentro de mí.

Sabía, por mis estudios, que en el evangelio de Juan había numerosos «Yo soy», ego eimi, pronunciados por Jesús. Sabía que esto era un hecho importante para su cristología; que, con ellos, Jesús se atribuye el nombre que, en Isaías, Dios reclama para sí: «Para que me conozcáis y creáis en mí y entendáis que Yo soy» (Is 43,10). Pero mi conocimiento era libresco e inerte y no suscitaba emociones particulares. Ese día fue otra cosa. Estábamos en el tiempo pascual y parecía que el Resucitado mismo proclamara su nombre divino ante el cielo y la tierra. Su « ¡Yo soy!» iluminaba y llenaba el universo. Me sentí pequeño, pequeño, como alguien que asiste, por casualidad y al margen, a una escena repentina y extraordinaria, o a un grandioso espectáculo de la naturaleza. Fue solo una simple emoción de fe, nada más, pero de las que, al pasar, dejan una impronta imborrable en el corazón.

Debemos quedar asombrados ante la empresa que el Espíritu de Jesús ha permitido que Juan llevara a cabo. Abrazó los temas, los símbolos, las expectativas, todo esto, en definitiva, que era religiosamente vivo, tanto en el mundo judío como en el helenístico, haciendo que todo esto sirviera a una sola idea, mejor, a una sola persona: Jesucristo es el Hijo de Dios y el Salvador del mundo. Aprendió el lenguaje de los hombres de su tiempo, para gritar en él, con todas sus fuerzas, la única verdad que salva, la Palabra por excelencia, «el Verbo».

Solo una certeza revelada, que tiene detrás de sí la autoridad y la fuerza misma de Dios y de su Espíritu, podía desplegarse en un libro con tanta insistencia y coherencia, viniendo, de mil puntos diferentes, siempre a la misma conclusión: es decir, a la identidad total de la naturaleza entre el Padre y el Hijo, «Yo y el Padre somos una cosa» (Jn 10,30). Préstese atención: ¡una «sola cosa» (neutro unum), no una sola persona (masculino unus)!

«Corde creditur: se cree con el corazón»


Al igual que con la humanidad, también con respecto a la divinidad de Cristo, podemos mostrar ahora cómo el dogma antiguo, objetivo y ontológico, es capaz de acoger y valorar el dato moderno subjetivo y funcional, mientras que, hemos visto, lo contrario fue tan difícil. Ninguna de las llamadas «cristologías desde abajo», aquellas, para entendernos, que parten de Jesús «profeta escatológico y revelador supremo del Padre», o de Jesús «el hombre en el que la conciencia de Dios ha sacado su más alto nivel» (F. Schleiermacher), o de Cristo «persona humana en la que existe la naturaleza divina» (¡no persona divina que subsiste en una naturaleza humana!): ninguna, repito, de estas cristologías ha logrado elevarse hasta abrazar el verdadero misterio de la fe cristiana y salvaguardar la plena divinidad de Cristo. La razón del fracaso es explicada por Jesús y fue bien entendida por Juan quien la refiere: «Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo» (Jn 3,13). De hecho, es posible que Dios, si así lo desea, se haga hombre, ¡pero no es posible que el hombre se haga Dios!

Con estas premisas podemos volver a valorar toda la dimensión subjetiva y personalista del dogma: el Cristo «para mí» puesto en primer plano por los Reformadores, el Cristo conocido por sus beneficios y por el testimonio interior del Espíritu. Este es el mejor fruto del ecumenismo, el de las «diferencias reconciliadas», no contrapuestas, como dice nuestro Santo Padre. No es una concesión «pro bono pacis», sino una necesidad y un enriquecimiento mutuos. Todos necesitamos dar a nuestra fe esta dimensión personal e íntima, para que no sea una repetición muerta de fórmulas antiguas o modernas. En este punto, todos estamos implicados de la misma manera: católicos, ortodoxos y protestantes.

San Pablo dice que «con el corazón se cree para obtener la justicia y con la boca se hace la profesión de fe para tener la salvación» (Rom 10,10). «Desde las raíces del corazón la fe se eleva», comenta Agustín [7]. En la visión católica, como en la ortodoxa y también, más tarde, en la protestante, la profesión de la recta fe, es decir, el segundo momento de este proceso, ha tomado a menudo tanto protagonismo que ha dejado en la sombra a ese primer momento que se desarrolla en las profundidades ocultas del corazón. Todos los tratados De fide, escritos después de Nicea, tratan de la ortodoxia de la fe; hoy se diría de la fides quae, no de la fides qua, de las cosas que hay que creer, no del acto personal de creer.

Este primer acto de fe, precisamente porque se desarrolla en el corazón, es un acto «singular», que sólo lo puede hacer el individuo, en total soledad con Dios. En el evangelio de Juan oímos que plantea repetidamente la pregunta: « ¿Crees?» (Jn 9,35; Jn 11,26); y, cada vez, esta pregunta despierta en el corazón el grito de fe: « ¡Sí, Señor, creo!» Incluso el símbolo de fe de la Iglesia comienza de esta manera, en singular: «Creo», no: «Creemos».

Nosotros también debemos estar de acuerdo en pasar por este momento, someternos a este examen. Si a la pregunta de Jesús: « ¿Crees?», uno responde inmediatamente, sin siquiera pensar en ello: «Por supuesto que creo» e incluso encuentra extraño que tal pregunta se le haga a un creyente, a un sacerdote o a un obispo, probablemente signifique que aún no ha descubierto lo que realmente significa creer, nunca ha experimentado el gran vértigo de la razón que precede al acto de fe. La divinidad de Cristo es la cima más alta, el Everest, de la fe. ¡Creer en un Dios nacido en un establo y muerto en una cruz! Esto es mucho más exigente que creer en un Dios distante que todo el mundo puede representarse según su propio gusto.

Debemos comenzar demoliendo en nosotros los creyentes, y en nosotros hombres de la Iglesia, la falsa persuasión de que en lo que respecta a la fe estamos bien y que, si acaso, todavía debemos trabajar en la caridad. ¡Quién sabe si no es bueno, durante un poco de tiempo, no querer demostrar nada a nadie, sino interiorizar la fe, redescubrir sus raíces en el corazón!

Debemos recrear las condiciones para una reanudación de la fe en la divinidad de Cristo. Reproducir el impulso de fe del que nació el dogma de Nicea. El cuerpo de la Iglesia produjo una vez un esfuerzo supremo, con el que se elevó, en la fe, por encima de todos los sistemas humanos y todas las resistencias de la razón. La marea de fe subió una vez a un nivel máximo y quedó la marca en la roca. Sin embargo, el levantamiento debe repetirse, el signo no basta. No basta con repetir el Credo de Nicea; es necesario renovar el impulso de fe que se tuvo entonces en la divinidad de Cristo y de la que no ha habido ya comparación a lo largo de los siglos.

La praxis de la Iglesia (¡y no sólo de la Iglesia Católica!) prevé una profesión de fe por parte del candidato, antes de recibir el mandato de enseñar teología. Esta profesión de fe ha implicado a menudo, más allá de la recitación del credo, el compromiso de enseñar algunas cosas precisas —y de no enseñar otras igualmente precisas— que en ese momento de la historia eran temas particularmente sensibles. Piénsese en el juramento antimodernista.

Me parece que hay que comprobar una cosa sobre todo: que quien enseña teología a los futuros ministros del Evangelio crea firmemente en la divinidad de Cristo. Comprobar esto a través de discernimiento franco y fraterno, mejor que por un juramento. Hubo toda una generación de sacerdotes después del Concilio (¡ciertamente no debido al Concilio!) que dejó el seminario y se presentó a la ordenación con ideas bastante confusas y borrosas sobre quién es el Jesús que debían anunciar al pueblo y hacer presente sobre el altar en la Misa. Muchas crisis sacerdotales, estoy convencido, han empezado y comienzan desde aquí.

Ecumenismo y evangelización


Lo que hemos subrayado también tiene importantes consecuencias para el ecumenismo cristiano. De hecho, existen dos posibles ecumenismos: el de la fe y el de la incredulidad; uno que reúne a todos los que creen que Jesús es el Hijo de Dios y que Dios es el Padre, Hijo y el Espíritu Santo, y uno que reúne a todos aquellos que se limitan a «interpretar» estas cosas (cada uno a su manera y según su propio sistema filosófico). Un ecumenismo en el que, al menos, todos creen las mismas cosas porque ya nadie cree en nada, en el fuerte sentido de la palabra «creer».

La distinción fundamental de los espíritus, en el ámbito de la fe, no es la que distingue entre sí a católicos, ortodoxos y protestantes, sino la que distingue a los que creen en Cristo Hijo de Dios y a los que no creen en él; según san Pablo «Todos los que invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo, nuestro Señor y ellos» (1 Cor 1,2) y los que no lo invocan.

Hay una unidad nueva e invisible que se va formando y que pasa por las diferentes Iglesias. Esta unidad invisible y espiritual necesita vitalmente a su vez el discernimiento de la teología y del magisterio, para no caer en el peligro del fundamentalismo o en la vana presunción de poder formar una especie de Iglesia transversal, fuera de las Iglesias existentes y en particular de la Iglesia católica. Pero una vez vislumbrada y superada esta tentación, se trata de un hecho que ya no podemos permitirnos ignorar.

El verdadero «ecumenismo espiritual» consiste no sólo en orar por la unidad cristiana, sino en compartir la misma experiencia del Espíritu Santo. Consiste en la que Agustín llama «la societas sanctorum», la comunión de los santos, que a veces, dolorosamente, puede no coincidir con la «communio sacramentorum», es decir, con el compartir los mismos signos sacramentales.

La fe en la divinidad es importante sobre todo en vista de la evangelización. Hay edificios o estructuras metálicas hechas de tal modo que si se toca un cierto punto, o se levanta una cierta piedra, todo se derrumba. Tal es la construcción de la fe cristiana, y su «piedra angular» es la divinidad de Cristo. Quitada esta, todo se desmorona y se derrumba, empezando por la fe en la Trinidad. ¿Por quién se forma la Trinidad si Cristo no es Dios? No en vano, tan pronto como se pone entre paréntesis la divinidad de Cristo, también se pone a la Trinidad entre paréntesis.

San Agustín decía: «No es mucho creer que Jesús ha muerto; esto lo creen también los paganos y los réprobos; todo el mundo lo cree. Pero es realmente grande creer que ha resucitado». Y concluía: «La fe de los cristianos es la resurrección de Cristo» [8]. Lo mismo debe decirse de la humanidad y la divinidad de Cristo, cuya muerte y resurrección son sus respectivas manifestaciones. Todos creen que Jesús es un hombre; lo que marca la diferencia entre creyentes y no creyentes es creer que él también es Dios. ¡La fe de los cristianos es la divinidad de Cristo!

«Conocer a Cristo es reconocer sus beneficios»


«Conocer a Cristo es reconocer sus beneficios», hemos escuchado. Terminamos recordando dos de estos beneficios que son los más capaces de responder a las necesidades profundas del hombre de hoy y siempre: la necesidad de sentido y la necesidad de vida.

No es cierto que el hombre moderno haya dejado de plantearse la pregunta sobre el significado de la vida. Hace unos años, un intelectual muy conocido escribió: «La religión morirá. No es un deseo, y mucho menos una profecía. Ya es un hecho que está esperando a que se complete… Después de nuestra generación y tal vez la de nuestros hijos, nadie considerará ya la necesidad de dar un sentido a la vida un problema verdaderamente fundamental… La técnica llevó la religión a su crepúsculo» [9]. Por supuesto, no se pregunta sobre el sentido último de la vida quien se ha dado otros… Pero cuando estos, uno detrás de otro, desaparecen —juventud, salud, fama— muchos vuelven a plantearse esa pregunta. Se la plantean más aún en este tiempo de pandemia en el que, a menudo encerrados en casa, hombres y mujeres finalmente han tenido tiempo finalmente de reflexionar y cuestionarse.

Hay una pintura, entre las más famosas del arte moderno, que representa visualmente adónde lleva la convicción de que la vida no tiene sentido. Sobre un fondo rojizo que inspira angustia, un hombre cruza corriendo un puente, adelantando a dos individuos que parecen ajenos e indiferentes a todo; sus ojos están bloqueados; con las manos alrededor de su boca lanza un grito y se entiende que es un grito de desesperación.

Jesús dijo: «Yo soy la luz del mundo; quien me sigue, no caminará en las tinieblas» (Jn 8,12). Quien cree en Cristo tiene la oportunidad de resistir la gran tentación del no sentido de la vida que a menudo lleva al suicidio. Quien cree en Cristo no camina en las tinieblas: sabe de dónde viene, sabe a dónde va y qué debe hacer mientras tanto. ¡Sobre todo sabe que es amado por alguien y que este dio su vida para demostrárselo!

Jesús también dijo: «Yo soy la resurrección y la vida; quien cree en mí, aunque haya muerto, vivirá» (Jn 11,25). Y el evangelista más tarde escribirá a los cristianos: «Os he escrito esto para que sepáis que poseéis la vida eterna, vosotros que creéis en el nombre del Hijo de Dios […] Él es el verdadero Dios y la vida eterna» (1 Jn 5,13.20). Precisamente porque Cristo es «verdadero Dios», también es «vida eterna» y da la vida eterna. Esto no nos quita necesariamente el miedo a la muerte, sino que da al creyente la certeza de que nuestra vida no termina con ella.

Pensemos en algo de todo esto cuando, el domingo, proclamamos el segundo artículo del Credo: «Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios nacido del Padre antes de todos los siglos: Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma sustancia del Padre; por quien todo fue hecho».

Cardenal Raniero Cantalamessa, OFM Cap.


©Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco

[1] S. Kierkegaard, Diario, II, A 110 (año 1837).
[2] Plinio el Joven, Epistularum liber, X, 96.
[3] Ph. Melanchthon, Loci theologici, en Corpus Reformatorum (Brunsvigae 1854) 85.
[4] R. Bultmann, Glauben und Verstehen, II (Tubinga 1938) 258.
[5] San Jerónimo, Dialogus contra Luciferianos, 19 (PL 23, 181): «Ingemuit totus orbis et arianum se esse miratus est».
[6] Mc 1,31; Mt 24.35; Lc 21,33.
[7] San Agustín, Comentario al Evangelio de Juan, 26,2: PL 35,1607.
[8] San Agustín, Enarrationes in Psalmos 120, 6.
[9] En la revista MicroMega 2 (2000) 187s.

sábado, 6 de marzo de 2021

«HAY UN PELIGRO MORTAL PARA LA IGLESIA Y ES EL DE VIVIR COMO SI CRISTO NO EXISTIERA»

 


2ª predicación de cuaresma del Cardenal Cantalamessa a la Curia, 5-3-2021:

* «De hecho, hay una buena noticia, un feliz anuncio, incluso a propósito de la santidad de Cristo. No es tanto que Jesús sea el Santo de Dios, o el hecho de que nosotros también debemos ser santos e inmaculados. No, la sorpresa feliz es que Jesús comunica, da, nos regala su santidad. Que su santidad es también nuestra. Es más, que él mismo es nuestra santidad. Jesús en el bautismo, no sólo nos transmite lo que tiene, sino también lo que es. Es santo y nos hace santos; es el Hijo de Dios y nos hace hijos de Dios. La santidad cristiana, antes que un deber, es un don. ¿Qué se puede hacer para acoger este don y hacer que sea, por así decirlo, una experiencia vivida y no sólo creída? La primera y fundamental respuesta es la fe. No una fe cualquiera, sino la fe por la cual nos apropiamos de lo que Cristo ha adquirido para nosotros. La fe que da el golpe de audacia y que realiza el impulso de nuestra vida cristiana. Lo que Cristo se ha convertido «para nosotros» —justicia, santidad y redención— nos pertenece; ¡es más nuestro que si lo hubiéramos hecho nosotros! ‘Como ya no nos pertenecemos a nosotros mismos, sino a Cristo que nos compró a un caro precio, se sigue —escribe el gran maestro bizantino Cabasilas— que lo que es de Cristo nos pertenece, es más nuestro que lo que viene de nosotros’»

* «Si realmente no queremos dejarnos sin al menos un pequeño propósito práctico, aquí hay uno que puede ayudarnos. La santidad de Jesús consistió en hacer siempre lo que al Padre le gustaba. «Siempre hago —decía— las cosas que le agradan» (Jn 8,29). Tratemos de preguntarnos tan a menudo como podamos, frente a cada decisión que hay que tomar y de cada respuesta que hay que dar: « ¿Qué es, en el presente caso, lo que Jesús quiere que haga?» y hacerlo sin demora. Saber cuál es la voluntad de Jesús es más fácil que saber en abstracto cuál es «la voluntad de Dios» (aunque las dos cosas realmente coinciden). Para conocer la voluntad de Jesús, todo lo que tenemos que hacer es recordar lo que dice en el Evangelio. El Espíritu Santo está allí, listo para recordárnoslo»

Camino Católico.- La segunda predicación de Cuaresma del Cardenal Raniero Cantalamessa se ha celebrado en ausencia del Papa Francisco, quien a las 7.30 de la mañana partió en vuelo hacia Irak en su viaje apostólico de mayor riesgo físico, por la existencia en el país de un terrorismo islámico activo y agresivo. El predicador de la Casa Pontificia habló de otro riesgo distinto: «Hay un peligro mortal para la Iglesia y es el de vivir «etsi Christus non daretur», como si Cristo no existiera», ha afirmado al principio de su intervención.

Hablar como si Cristo no existiera esa la forma en la que el mundo habla de la Iglesia, una forma en la que «la persona de Jesús a duras penas es nombrada una vez… Como si se pudiera hablar de la Iglesia prescindiendo de Cristo y de su Evangelio». Para devolver la centralidad a Jesucristo, Cantalamessa centró en Él su meditación «para que se convierta cada vez más verdaderamente en el Señor de nuestra vida» y nos cuestionemos precisamente qué papel real juega en ella. El texto completo de esta primera predicación de Adviento del padre Cantalamessa al Papa y la curia es el siguiente:

« ¿Quién de vosotros puede convencerme de pecado?»


El pensamiento moderno, ilustrado, nació en nombre de la máxima de vivir «etsi Deus non daretur», como si Dios no existiera. El pastor Dietrich Bonhoeffer retomó esta máxima, tratando de darle un contenido cristiano positivo. En sus intenciones, no era una concesión al ateísmo, sino un programa de vida espiritual: hacer el propio deber aunque Dios parezca ausente; en otras palabras, no hacer de él un Dios-tapagujeros, siempre dispuesto a intervenir donde el hombre ha fallado.

Incluso en esta versión, la máxima es discutible y con razón ha sido contestada. Pero estamos interesados en ella en este momento por una razón diferente. Hay un peligro mortal para la Iglesia y es el de vivir «etsi Christus non daretur», como si Cristo no existiera. Es el presupuesto con el que el mundo y sus medios de comunicación hablan todo el tiempo de la Iglesia. De ella interesan la historia (especialmente la negativa, no la de la santidad), la organización, el punto de vista sobre los problemas del momento, los hechos y los chismes internos. La persona de Jesús a duras penas es nombrada una vez. Hace unos años —y sigue viva en algún país— se propuso la idea de una posible alianza entre creyentes y no creyentes, basada en los valores civiles y éticos comunes, en las raíces cristianas de nuestra cultura, etc. Un entendimiento, en otras palabras, no basado en lo que sucedió en el mundo con la venida de Cristo, sino en lo que sucedió a continuación, después de él.

A ello se añade un hecho objetivo, que por desgracia es inevitable. Cristo no cuestiona en ninguno de los tres diálogos más animados que tienen lugar hoy entre la Iglesia y el mundo. No entra en el diálogo entre fe y filosofía, porque la filosofía se ocupa de conceptos metafísicos, no de realidades históricas como es la persona de Jesús de Nazaret; no entra en el diálogo con la ciencia, con la que sólo se puede discutir de la existencia o no de un Dios creador y de un proyecto inteligente debajo de la evolución; por último, no entra en el diálogo interreligioso, donde se trata de lo que las religiones pueden hacer juntas, en el nombre de Dios, por el bien de la humanidad.

En la preocupación —por otra parte muy justa— de responder a las exigencias y provocaciones de la historia y de la cultura, corremos el peligro mortal de comportarnos, incluso nosotros los creyentes, «etsi Christus non daretur». Como si se pudiera hablar de la Iglesia prescindiendo de Cristo y de su Evangelio.

Me impresionaron profundamente las palabras pronunciadas por el Santo Padre en la Audiencia General del 25 de noviembre pasado. Decía —y se entendió por el tono que la cosa le impactaba profundamente—: «Encontramos aquí cuatro características esenciales de la vida eclesial: la escucha de la enseñanza de los apóstoles, primero; segundo, la custodia de la comunión recíproca; tercero, la fracción del pan y, cuarto, la oración. Estas nos recuerdan que la existencia de la Iglesia tiene sentido si permanece firmemente unida a Cristo, es decir, en la comunidad, en su Palabra, en la Eucaristía y en la oración. Es el modo de unirnos, nosotros, a Cristo. La predicación y la catequesis testimonian las palabras y los gestos del Maestro; la búsqueda constante de la comunión fraterna preserva de egoísmos y particularismos; la fracción del pan realiza el sacramento de la presencia de Jesús en medio de nosotros: Él no estará nunca ausente, en la Eucaristía es Él. Él vive y camina con nosotros. Y finalmente la oración, que es el espacio del diálogo con el Padre, mediante Cristo, en el Espíritu Santo. Todo lo que en la Iglesia crece fuera de estas «coordenadas», no tiene fundamento».

Las cuatro coordenadas de la Iglesia, como podemos ver, se reducen, en palabras del Papa, a una sola: permanecer anclada a Cristo. Todo esto hizo nacer en mí el deseo de dedicar estas meditaciones cuaresmales a la persona de Jesucristo. Tuve que superar, yo primero, una objeción. Una mirada al índice de los documentos del Vaticano II, a la voz «Jesucristo», o un rápido vistazo a través de los documentos pontificios de los últimos años nos dice de él infinitamente más de lo que podemos decir en estas breves meditaciones cuaresmales. Entonces, ¿cuál es la utilidad de elegir este tema? Es que aquí solo se hablará de él, como si solo existiera él y valiera la pena ocuparse solo de él (¡que es, en definitiva, la verdad!).

Podemos hacerlo porque no estamos obligados, como lo está el Magisterio, a ocuparnos también de otras cosas: problemas pastorales, problemas éticos, sociales y medioambientales, en este momento los problemas creados por la pandemia. ¡Ay, por supuesto, de hacer solo lo que hacemos aquí!, pero ¡ay si no lo hacemos nunca! De mi experiencia con la televisión, aprendí una cosa. Hay varias maneras de enmarcar un objeto. Existe el «plano total», en el que se encuadra al que habla con todo lo que le rodea; luego está el «primer plano» en el que solo se encuadra a la persona que habla, y finalmente está el llamado «primerísimo plano» en el que sólo se encuadra la cara o incluso solo los ojos de quien habla. Aquí, en estas meditaciones, nuestro objetivo es hacer, con la ayuda de Dios, primerísimos planos sobre la persona de Jesucristo.

Nuestro intento no es apologético, sino espiritual. En otras palabras, no hablamos para convencer a los demás, a los no creyentes, de que Jesucristo es el Señor, sino para que se convierta cada vez más verdaderamente en el Señor de nuestra vida, nuestro todo, hasta el punto de sentirnos también, como el Apóstol, «conquistado por Cristo» (Flp 3,12) y poder decir con él —al menos como deseo—, «para mí vivir es Cristo» (Flp 1,21). Por lo tanto, la pregunta que nos acompañará no será: « ¿Qué lugar ocupa Jesús hoy en el mundo o en la Iglesia?», sino: « ¿Qué lugar ocupa Jesús en mi vida?». Además, esta será la mejor manera de incitar a los demás a interesarse por Cristo, es decir, el modo más eficaz de evangelizar.

Pero antes que nada una aclaración. ¿De qué Cristo vamos a hablar? De hecho, hay varios «Cristos»: está el Cristo de los historiadores, de los teólogos, de los poetas, incluso está el Cristo de los ateos [1]. Hablamos del Cristo de los Evangelios y de la Iglesia.

Más en concreto, del Cristo del dogma católico que el Concilio de Calcedonia de 451 definió en términos que, por una vez, es bueno volver a escuchar, al menos en parte, en el texto original: «Siguiendo a los santos Padres, enseñamos unánimemente a confesar uno y el mismo Hijo: el Señor nuestro Jesucristo, perfecto en su divinidad y perfecto en su humanidad, verdadero Dios y verdadero hombre, [compuesto] de alma racional y de cuerpo, consustancial al Padre en la divinidad y consustancial a nosotros en la humanidad, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado […], uno y el mismo Cristo Señor Unigénito; que hay que reconocer en dos naturalezas […], sin haber menguado […] la propiedad de cada naturaleza, y habiendo contribuido a formar una sola persona e hipóstasis».

Podemos hablar de un triángulo dogmático sobre Cristo: los dos lados son la humanidad y la divinidad de Cristo y el vértice la unidad de su persona.

El dogma cristológico no quiere ser una síntesis de todos los datos bíblicos, una especie de destilado que encierra en sí toda la inmensa riqueza de las afirmaciones referidas a Cristo que se leen en el Nuevo Testamento, reduciendo todo a la fórmula descarnada y árida: «dos naturalezas, una persona». Si ese fuera el caso, el dogma sería tremendamente reductivo y también peligroso. Pero no es así. La Iglesia cree y predica de Cristo todo lo que el Nuevo Testamento afirma de él, sin excluir nada. A través del dogma, sólo ha tratado de trazar un marco de referencia, de establecer una especie de «ley fundamental» que toda afirmación sobre Cristo debe respetar. Todo lo que se dice de Cristo debe respetar ahora ese dato cierto e incontrovertible: es decir, que él es Dios y hombre al mismo tiempo; mejor, en la misma persona.

Los dogmas son «estructuras abiertas» (Bernhard Lonergan), dispuestas a acoger todo lo que de nuevo y genuino descubre cada época en la palabra de Dios, en torno a esas verdades que pretendían definir, pero no cerrar. Están abiertos a evolucionar desde dentro, con tal de que siempre sea «en la misma dirección y en la misma línea». Es decir, sin que esa interpretación dada en una época contradiga la de la época precedente. Por lo tanto, acercarnos a Cristo por el camino del dogma no significa resignarnos a repetir siempre cansinamente las mismas cosas sobre él, tal vez cambiando sólo las palabras. Significa leer la Escritura en la tradición, con los ojos de la Iglesia, es decir, leerla de una manera siempre antigua y siempre nueva.

Cristo, el hombre perfecto


Veamos lo que significa todo esto, aplicado al dogma de la perfecta humanidad de Cristo, que es el «primerísimo plano» que queremos hacer sobre Jesús en esta meditación.

Durante la vida terrenal de Jesús nadie pensó nunca en cuestionar la realidad de la humanidad de Cristo, es decir, el hecho de que fuera verdaderamente un hombre como los demás. Cuando habla de la humanidad de Jesús, el Nuevo Testamento se muestra más interesado en la santidad de la misma que en la verdad o la realidad de ella, es decir, más en su perfección moral que en su integridad ontológica.

En la época del Concilio de Calcedonia esta idea de la humanidad de Cristo no ha cambiado, pero la atención ya no se centra sobre ella. Contra la herejía doceta, la Iglesia tuvo que afirmar que Cristo había tenido una verdadera carne humana; contra la herejía apolinarista, que también había tenido un alma humana y contra la herejía monoteleta, tendrá que luchar más tarde, en el siglo VII, para hacer que se reconozca también en Cristo la existencia de una voluntad, y por lo tanto de una libertad verdaderamente humana. Debido a las herejías mencionadas, todo el interés por el Cristo «hombre» se traslada del problema de la novedad, o santidad, de esa humanidad, al de su verdad o integridad ontológica.

El Nuevo Testamento —decía yo —no está interesado tanto en afirmar que Jesús es un hombre «verdadero», cuanto que es el hombre «nuevo». Es definido por san Pablo como «el último Adán» (eschatos), es decir, «el hombre definitivo» (cf. 1 Cor 15,45ss.; Rom 5,14). Cristo reveló al hombre nuevo, el «creado según Dios en la justicia y santidad verdadera» (Ef 4,24; cf. Col 3,10). Jesucristo es «el santo de Dios»: así es proclamado solemnemente en dos momentos de su vida terrenal. Jesús no es tanto el hombre que se parece a todos los demás hombres, cuanto el hombre al que todos los demás hombres deben parecerse. Solo de él se debe decir lo que los filósofos griegos decían sobre el hombre en general, es decir, ¡que él es «la medida de todas las cosas»!

Una vez que hemos asegurado el dato dogmático y ontológico de la perfecta humanidad de Cristo, hoy podemos volver a valorar este dato bíblico primario. Debemos hacerlo por otro motivo. Nadie niega hoy que Jesús haya sido un hombre, como lo hicieron los docetas y otros negadores de la humanidad plena de Cristo. Por el contrario, asistimos a un fenómeno extraño e inquietante: la «verdadera» humanidad de Cristo se afirma en alternativa tácita a su divinidad, como una especie de contrapeso.

Es una especie de carrera general a quien se impulsa más allá al afirmar la humanidad «plena» de Jesús de Nazaret, hasta atribuirle no sólo el sufrimiento, la angustia, la tentación, sino también la duda e incluso la posibilidad de cometer errores. Así, el dogma de Jesús «hombre verdadero» se ha convertido o en una verdad que se da por descontado que no perturba y no preocupa a nadie; peor, una verdad peligrosa que sirve para legitimar, en lugar de desafiar, el pensamiento secular. Afirmar la humanidad plena de Cristo es hoy como tirar abajo una puerta abierta.

La santidad de Cristo


Dediquemos, pues, el resto del tiempo del que disponemos a contemplar (es la palabra correcta) la santidad de Cristo, a dejarnos deslumbrar, antes de sacar cualquier consecuencia operativa. Este es el «primerísimo plano» sobre Jesús que queremos hacer en esta meditación: dejarnos fascinar por la belleza infinita de Cristo, el «más bello de los hijos de los hombres».

La observación de los evangelios nos muestra que la santidad de Jesús no es sólo un principio abstracto, o una deducción metafísica, sino que es una verdadera santidad, vivida momento a momento y en las situaciones más concretas de la vida. Las Bienaventuranzas, por poner un ejemplo, no son sólo un hermoso programa de vida que Jesús traza para los demás; es su propia vida y su experiencia que él revela a los discípulos, llamándolos a entrar en su propia esfera de santidad. Las Bienaventuranzas son el autorretrato de Jesús.

Enseña lo que hace; por eso, puede decir: «Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29). Dice que se perdone a los enemigos, pero llega a perdonar, él mismo, a los que lo están crucificando, con las palabras: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). No es, por lo demás, este o ese episodio el que se presta a ilustrar la santidad de Jesús, sino cada acción, cada palabra que sale de su boca.

Junto a este elemento positivo que consiste en la adhesión constante y absoluta a la voluntad del Padre, la santidad de Cristo también presenta un elemento negativo que es la carencia absoluta de todo pecado. « ¿Quién de vosotros puede convencerme de pecado?», dice Jesús a sus adversarios (Jn 8,46). En este punto tenemos un coro unánime de testimonios apostólicos: «No conoció pecado» (2 Cor 5,21); «no cometió pecado y no se encontró engaño en su boca» (1 P 2,22); «fue probado en todo como nosotros, excluyendo el pecado» (Heb 4,15); «tal era el sumo sacerdote que necesitábamos: santo, inocente, intachable, separado de los pecadores» (Heb 7,26). Juan, en la primera carta, no se cansa de proclamar: «Es puro…; en él no hay pecado…; es justo» (1 Jn 3,3-7).

La conciencia de Jesús es un cristal transparente. Nunca la más mínima admisión de culpa, o petición de disculpa y perdón, ni hacia Dios ni hacia los hombres. Siempre la tranquila certeza de estar en verdad y en lo correcto, de haber actuado bien; que es muy distinto de la presunción humana de justicia. Ningún otro personaje de la historia se atrevió a decir lo mismo de sí mismo.

Tal ausencia de culpa — ¡y admisión de culpa!— no está vinculada a este o aquel pasaje o dicho del Evangelio, de cuya historicidad se pueda dudar, sino que rezuma en todo el Evangelio. Es un estilo de vida que se refleja en todo. Puedes rebuscar en los pliegues más ocultos de los evangelios y el resultado es siempre el mismo. No basta para explicar todo esto con la idea de una humanidad excepcionalmente santa y ejemplar. Eso sería más bien desmentido por aquello. Tal seguridad, tal exclusión del pecado, como la que se nota en Jesús, indicaría una humanidad excepcional, pero excepcional en el orgullo, no en la santidad. Tal conciencia es, en sí misma, o el pecado más grande jamás cometido, mayor que el de Lucifer, o, en cambio, la pura verdad. La resurrección de Cristo es la prueba concreta de que era pura verdad.

«Santificados en Cristo Jesús»


Ahora pasamos a ver lo que la santidad de Cristo significa para nosotros. Y aquí nos encontramos inmediatamente con una buena noticia. De hecho, hay una buena noticia, un feliz anuncio, incluso a propósito de la santidad de Cristo. No es tanto que Jesús sea el Santo de Dios, o el hecho de que nosotros también debemos ser santos e inmaculados. No, la sorpresa feliz es que Jesús comunica, da, nos regala su santidad. Que su santidad es también nuestra. Es más, que él mismo es nuestra santidad.

Todo progenitor humano puede transmitir a sus hijos lo que tienen, pero no lo que es. Si es un artista, un científico, o incluso un santo, no hay que dar por descontado que los niños también nazcan artistas, científicos o santos. A lo sumo puede enseñarles, darles un ejemplo, pero no transmitirles casi como una herencia. Jesús, en cambio, en el bautismo, no sólo nos transmite lo que tiene, sino también lo que es. Es santo y nos hace santos; es el Hijo de Dios y nos hace hijos de Dios.

El Vaticano II también lo reafirma: «Los seguidores de Cristo, llamados por Dios, no por sus obras, sino por su plan y gracia, justificados en Jesús nuestro Señor, en el bautismo de la fe fueron verdaderamente hechos hijos de Dios y partícipes de la naturaleza divina, y por lo tanto verdaderamente santos» (Lumen Gentium 40). La santidad cristiana, antes que un deber, es un don.

¿Qué se puede hacer para acoger este don y hacer que sea, por así decirlo, una experiencia vivida y no sólo creída? La primera y fundamental respuesta es la fe. No una fe cualquiera, sino la fe por la cual nos apropiamos de lo que Cristo ha adquirido para nosotros. La fe que da el golpe de audacia y que realiza el impulso de nuestra vida cristiana. Pablo escribió: «Cristo Jesús… para nosotros se ha convertido en sabiduría por obra de Dios, justicia, santificación y redención, porque, como está escrito, quien se engría, que se engría en el Señor» (1 Cor 1,30-31). Lo que Cristo se ha convertido «para nosotros» —justicia, santidad y redención— nos pertenece; ¡es más nuestro que si lo hubiéramos hecho nosotros! «Como ya no nos pertenecemos a nosotros mismos, sino a Cristo que nos compró a un caro precio, se sigue —escribe el gran maestro bizantino Cabasilas— que lo que es de Cristo nos pertenece, es más nuestro que lo que viene de nosotros»[2].

No me canso de repetir, a este respecto, lo que escribió san Bernardo: «Yo, en verdad, tomo con confianza para mí [en el original, ¡surpo!] lo que me falta de las entrañas del Señor, porque desbordan misericordia. […] Mi mérito, por lo tanto, es la misericordia del Señor. Ciertamente no estaré exento de mérito mientras el Señor no carezca de misericordia. Si las misericordias del Señor son muchas, yo también soy muy grande respecto a los méritos. […] ¿Acaso cantaré mi justicia también? «Señor, sólo recordaré tu justicia» (cf. Sal 71,16). De hecho, también es mía; porque te has hecho por mí justicia que viene de Dios (cf. 1 Cor 1,30) [3].

No debemos resignarnos a morir antes de haber hecho, o renovado, esta especie de «golpe de Estado» que nos sugirió san Bernardo. ¡Este santo descaro! San Pablo exhorta a menudo a los cristianos a «despojarse del hombre viejo» y a «revestirse de Cristo» [4]. La imagen de despojarse y revestirse no indica una operación meramente ascética, consistente en abandonar ciertos «hábitos» y sustituirlos por otros, es decir, en abandonar los vicios y adquirir las virtudes. Es, ante todo, una operación que debe hacerse mediante la fe. En un momento de oración, en este tiempo de Cuaresma, uno se pone delante del Crucifijo y, con un acto de fe, le entrega todos sus pecados, su miseria pasada y presente, como quien se despoja y arroja al fuego sus trapos sucios; luego se reviste con la justicia que Cristo ha adquirido para él. Dice, como el publicano en el templo: « ¡Oh Dios, ten piedad de mí pecador!», y vuelve también a casa «justificado» (cf. Lc 18,13-14).

Algunos Padres de la Iglesia han encerrado en una imagen este grandioso secreto de la vida cristiana. Imagina, dicen, que ha tenido lugar una pelea épica en el estadio. Un hombre valiente se enfrentó al cruel tirano que mantenía esclava a la ciudad y, con inmenso esfuerzo y sufrimiento, la venció. Tú estabas en las gradas, no peleaste, no luchaste ni sufriste lesiones. Pero si admiras al valiente, te regocijas con él por su victoria, si le tejes coronas, si provocas y agitas para él la asamblea, si te inclinas alegremente ante el triunfador, le besas la cabeza y le estrecha la mano derecha; en resumen, si tanto alucinas por él, que consideras tuya su victoria, te digo que sin duda tendrás parte en el premio del vencedor.

Pero hay más: supón que el vencedor no necesita para sí mismo el premio que ha conquistado, pero desea, más que cualquier otra cosa, ver a su partidario honrado y considerar como premio de su lucha la coronación de su amigo, en cuyo caso ¿no conseguirá acaso ese hombre la corona, incluso si no ha luchado ni sufrido lesiones? ¡Claro que la obtendrá! Así, dicen estos Padres, sucede entre Cristo y nosotros. Él es el valiente que en la cruz venció al gran tirano del mundo y nos ha devuelto la vida [5]. Se nos exige que no seamos «espectadores» distraídos de tanto dolor y te tanto amor.

San Juan Crisóstomo escribe: «Nuestras espadas no están ensangrentadas, no hemos estado a cielo abierto, no hemos sufrido heridas, ni siquiera hemos visto la batalla, y aquí tenemos la victoria. La lucha fue suya, nuestra la corona. Y como nosotros también hemos vencido, imitamos lo que hacen los soldados en estos casos: con voces de alegría exaltamos la victoria, entonamos himnos de alabanza al Señor» [6].

Por supuesto, no todo termina aquí. De la apropiación tenemos que pasar a la imitación. El texto del Concilio recordado sobre la santidad como don continúa diciendo: «Por lo tanto, con la ayuda de Dios, deben mantener y perfeccionar con su vida la santidad que han recibido. El Apóstol les exhorta a que vivan «como conviene a los santos» (Ef 5,3), se revistan «como conviene a los elegidos de Dios, santos y predilectos, de sentimientos de misericordia, de bondad, de humildad, de dulzura y de paciencia» (Col 3,12) y que den los frutos del Espíritu para su santificación (cf. Gál 5,22; Rom 6,22)».

Pero tenemos muchas otras oportunidades para hablar y escuchar sobre el deber de imitar a Cristo y cultivar las virtudes, que, por una vez, es bueno detenerse aquí. También porque si no damos ese primer salto en la fe que nos abre a la gracia de Dios, nunca llegaremos muy lejos en la imitación. «No venimos de las virtudes a la fe —decía Gregorio Magno—, sino de la fe a las virtudes» [7].

Si realmente no queremos dejarnos sin al menos un pequeño propósito práctico, aquí hay uno que puede ayudarnos. La santidad de Jesús consistió en hacer siempre lo que al Padre le gustaba. «Siempre hago —decía— las cosas que le agradan» (Jn 8,29). Tratemos de preguntarnos tan a menudo como podamos, frente a cada decisión que hay que tomar y de cada respuesta que hay que dar: « ¿Qué es, en el presente caso, lo que Jesús quiere que haga?» y hacerlo sin demora. Saber cuál es la voluntad de Jesús es más fácil que saber en abstracto cuál es «la voluntad de Dios» (aunque las dos cosas realmente coinciden). Para conocer la voluntad de Jesús, todo lo que tenemos que hacer es recordar lo que dice en el Evangelio. El Espíritu Santo está allí, listo para recordárnoslo.

Cardenal Raniero Cantalamessa OFM Cap.

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©Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco

[1] Cf. M. Machovec, Gesù per gli atei (Cittadella Editrice, Asís 1973).
[2] N. Cabasilas, La vida en Cristo, IV, 6: PG 150,613.
[3] San Bernardo de Claraval, Sermones sobre el Cantar, 61, 4-5: PL 183,1072.
[4] Cf. Col 3,9; Rom 13,14; Gál 3,27; Ef 4,24.
[5] Cf. N. Cabasilas, La vida en Cristo, 5: PG 150,516s.
[6] San Juan Crisóstomo, De coemeterio et de cruce: PG 49,396.
[7] San Gregorio Magno, Homilías sobre Ezequiel, II, 7: PL 76,1018.

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