jueves, 23 de marzo de 2023

TERCERA PREDICACIÓN DE CUARESMA, “¡DIOS ES AMOR!”

 


Cardenal Raniero Cantalamessa, Ofm. Cap.



¡Necesitamos teología!


Para vuestro y mi consuelo, Santo Padre, Venerados Padres, hermanos y hermanas, esta meditación se centrará toda y sólo en Dios. La teología, es decir, el discurso sobre Dios, no puede quedar ajena a la realidad del Sínodo, tal como no puede quedar ajena a cualquier otro momento de la vida de la Iglesia. Sin teología, la fe se convertiría fácilmente en repetición muerta; le faltaría el instrumento principal para su inculturación.

Para cumplir esta tarea, la misma teología necesita una profunda renovación. Lo que necesita el pueblo de Dios es una teología que no hable de Dios siempre y sólo “en tercera persona”, con categorías a menudo tomadas del sistema filosófico del momento, incomprensibles fuera del pequeño círculo de los “iniciados”. Está escrito que “el Verbo se hizo carne”, pero en teología, ¡muchas veces el Verbo se hizo sólo idea! Karl Bart esperaba el advenimiento de una teología “capaz de ser predicada”, pero esta esperanza me parece lejos de cumplirse todavía. San Pablo escribió:

El Espíritu todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios… Nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios. Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios, para conocer las gracias que Dios nos ha otorgado (1 Cor 2, 10-12).

Pero, ¿dónde podemos encontrar ahora una teología que se base en el Espíritu Santo, en lugar de categorías de sabiduría humana, para conocer “las profundidades de Dios”? Para esto, es necesario recurrir a materias llamadas “opcionales”: a la “Teología espiritual”, o a la “Teología pastoral”. Henri de Lubac escribió: “El ministerio de la predicación no es la vulgarización de una enseñanza doctrinal en una forma más abstracta, que sería anterior y superior a ella. Es, por el contrario, la enseñanza doctrinal misma, en su forma más elevada. Así sucedió con la primera predicación cristiana, la de los apóstoles, y lo es igualmente con la predicación de quienes les sucedieron en la Iglesia: los Padres, los Doctores y nuestros Pastores en el tiempo presente” [1].

Estoy convencido de que no hay contenido de fe, por elevado que sea, que no pueda hacerse comprensible a toda inteligencia abierta a la verdad. Si algo podemos aprender de los Padres de la Iglesia es que se puede ser profundo sin ser oscuro. San Gregorio Magno dice que la Sagrada Escritura es “simple y profunda, como un río en el que, por así decirlo, un cordero puede caminar y un elefante puede nadar” [2]. La teología debe inspirarse en este modelo. Todos deben poder encontrar pan para sus dientes: la persona simple, su alimento y la instruida, doctrina refinada para su paladar. Sin mencionar que lo que permanece oculto “a los sabios e inteligentes” a menudo se revela a los “pequeños”.

Pero me disculpo porque estoy rompiendo mi promesa inicial. No es un discurso sobre la renovación de la teología lo que pretendo hacer aquí. No tengo título para hacerlo. Más bien, quisiera mostrar cómo la teología, entendida en el sentido antes mencionado, puede contribuir a presentar de manera significativa el mensaje evangélico al hombre de hoy y a dar nueva vida a nuestra fe y a nuestra vida de oración.

La noticia más hermosa que la Iglesia tiene que hacer resonar en el mundo, la que todo corazón humano espera escuchar, es: “¡Dios te ama!”. Esta certeza debe socavar y sustituir la que siempre hemos llevado dentro de nosotros: “¡Dios te juzga!” La afirmación solemne de Juan: “Dios es amor” (1 Jn 4, 8) debe acompañar, como nota de fondo, todo anuncio cristiano, aun cuando deba recordar, como lo hace el Evangelio, las exigencias prácticas de este amor.

Cuando invocamos al Espíritu Santo -también en la presente ocasión del Sínodo- pensamos ante todo en el Espíritu Santo como luz que ilumina las situaciones y sugiere las soluciones adecuadas. Pensamos menos en el Espíritu Santo como amor. En cambio, esta es la primera y más esencial operación del Espíritu que la Iglesia necesita. Sólo la caridad construye; el conocimiento, incluso el conocimiento teológico y eclesiástico, a menudo solo infla y divide. Si nos preguntamos por qué estamos tan ansiosos por saber (¡hoy, tan emocionados ante la perspectiva de la inteligencia artificial!) y tan poco preocupados por amar, la respuesta es simple: ¡el conocimiento se traduce en poder, el amor en servicio!

El mismo Henri de Lubac escribió: “El mundo necesita saberlo: la revelación de Dios como Amor trastorna todo lo que había concebido de la divinidad” [3]... Hasta el día de hoy no hemos terminado (y nunca terminaremos) de sacar todas sus consecuencias de la revolución evangélica sobre Dios como amor. En esta meditación quisiera mostrar cómo, a partir de la revelación de Dios como amor, se iluminan con nueva luz los principales misterios de nuestra fe: la Trinidad, la Encarnación y la Pasión de Cristo, y se hace menos difícil hacerlos comprender al pueblo de Dios. Cuando San Pablo define a los ministros de Cristo como “dispensadores de los misterios de Dios” (1 Cor 4,1), se refiere a estos misterios de la fe, no a los ritos, ni siquiera en primer lugar a los sacramentos.

¿Por qué la Trinidad?


Empecemos por la Trinidad: porque los cristianos creemos que Dios es uno y trino. Más de una vez me he encontrado predicando la palabra de Dios a cristianos que viven en países de mayoría islámica, en los que, sin embargo, existe una relativa tolerancia y posibilidad de diálogo, como ocurre en los Emiratos Árabes Unidos. Son personas, en su mayoría inmigrantes, empleadas como mano de obra. A veces me han preguntado qué responder a la pregunta que les hacen en el lugar de trabajo: “¿Por qué los cristianos decís que sois monoteístas, si no creéis en un solo Dios?”

Digo lo que les aconsejé que respondieran, porque es la explicación que debemos darnos a nosotros mismos y a quienes nos preguntan sobre el mismo problema. Creemos en un Dios trino porque creemos que Dios es amor. Todo amor es amor de alguien, o de algo; no hay amor vacío, sin objeto, así como no hay conocimiento que no sea conocimiento de alguien o de algo.

Ahora bien, ¿quién ama a Dios para llamarse amor? ¿Ama el universo? ¿El hombre? Pero entonces sólo ha sido amor durante unas pocas decenas de miles de millones de años, es decir, desde que existe el universo físico y la humanidad. ¿Antes de eso quién amaba a Dios para ser amor, ya que Dios no puede cambiar y comenzar a ser lo que antes no era? Los pensadores griegos, concibiendo a Dios sobre todo como “pensamiento”, podrían responder, como lo hace Aristóteles en su Metafísica: Dios se pensaba a sí mismo; era “pensamiento puro”, “pensamiento de pensamiento” [4]. Pero esto ya no es posible, en el momento en que se dice que Dios es amor, porque el “puro amor a sí mismo” no sería más que egoísmo o narcisismo.

Y aquí está la respuesta de la revelación, definida dogmáticamente en el Concilio de Nicea en el año 325. Dios siempre ha sido amor, ab aeterno, porque aun antes de que hubiera un objeto fuera de sí mismo al que amar, tenía la Palabra en sí mismo, “el Hijo unigénito” a quien amaba con un amor infinito que es el Espíritu Santo.

Todo esto no explica cómo la unidad puede ser al mismo tiempo trinidad, misterio incognoscible para nosotros porque se da sólo en Dios, pero nos ayuda a comprender por qué en Dios la unidad debe ser también comunión y pluralidad. Dios es amor: ¡por esto es Trinidad! Un Dios que fuera conocimiento puro o ley pura, o poder absoluto, ciertamente no necesitaría ser trino. Esto en realidad complicaría las cosas. ¡Ningún “triunvirato” y ninguna “diarquía” han durado mucho en la historia!

También los cristianos creen, por tanto, en la unidad de Dios: una unidad, sin embargo, no matemática y numérica, sino de amor y de comunión. Si hay algo que la experiencia del anuncio muestra que todavía es capaz de ayudar a las personas hoy, si no a explicar, al menos a tener una idea de la Trinidad, eso, repito, es precisamente lo que hace hincapié sobre el Amor. Dios es un “acto puro” y este acto es un acto de amor, del que emergen – simultáneamente y ab aeterno – un amante, un amado y el amor que los une.

El misterio de los misterios no es, pensándolo bien, la Trinidad, sino comprender lo que es realmente el amor. Dado que es la esencia misma de Dios, no se nos dará a entender completamente lo que es el amor ni siquiera en la vida eterna. Sin embargo, algo mejor se nos dará que conocerlo, es decir, poseerlo y estar satisfechos con él eternamente. ¡No puedes abrazar el océano, pero puedes entrar en él!

¿Por qué la encarnación?


Pasemos al otro gran misterio que hay que creer y proclamar al mundo: la Encarnación del Verbo. También ella revela una nueva dimensión vista a la luz de Dios amor. Pido perdón si en esta parte quizás demando un esfuerzo de atención mayor que el que lícitamente se le requiere a los oyentes en un sermón, pero creo que vale la pena hacer el esfuerzo por lo menos una vez en la vida.
Partamos nuevamente de la famosa pregunta de San Anselmo (1033-1109): “¿Por qué Dios se hizo hombre?” ¿Cur Deus homo? Su respuesta es conocida. Es porque sólo uno que era al mismo tiempo hombre y Dios podía redimirnos del pecado. Como hombre, en efecto, podía representar a toda la humanidad y, como Dios, lo que hacía tenía un valor infinito, proporcionado a la deuda que el hombre había contraído con Dios al pecar.

La respuesta de san Anselmo es perennemente válida, pero no es la única posible, ni es del todo satisfactoria. En el credo profesamos que el Hijo de Dios se hizo carne “por nosotros los hombres y para nuestra salvación”, pero nuestra salvación no se limita sólo a la remisión de los pecados, y mucho menos de un pecado particular, el original. Por lo tanto, hay lugar para una profundización de la fe.

Esto es lo que intenta hacer el beato Duns Escoto (1265 – 1308). Dios -dice- se hizo hombre porque éste era el designio divino original, anterior a la misma caída: es decir, que el mundo -creado “por Cristo y para él” (Col 1,16)- encontrara en él, “en la plenitud de los tiempos”, su coronación y su recapitulación (Ef 1,10).

Dios, escribe Escoto, “primero se ama a sí mismo; luego “quiere ser amado por alguien que, fuera de sí mismo, lo ame en grado supremo”. Por lo tanto, “prevé la unión con la naturaleza que tenía que amarlo en este grado supremo”. Este amante perfecto no podía ser ninguna criatura, por ser finita, sino sólo el Verbo eterno. Este, por tanto, se habría encarnado “aunque nadie hubiera pecado” [5]. El pecado de Adán no determinó el hecho mismo de la encarnación, sino sólo su modalidad de expiación a través de la pasión y la muerte.

Al principio de todo hay todavía, lamentablemente, en Escoto, como podemos ver, un Dios que hay que amar, más que un Dios que ama. Es un remanente de la visión filosófica de Dios como un “motor inmóvil”, que puede ser amado, pero no puede amar. “Dios -escribía Aristóteles- mueve el mundo en cuanto es amado”, es decir, como objeto de amor, no como quien ama [6]. De acuerdo con la visión occidental de la Trinidad, Escoto coloca la naturaleza divina, no la persona del Padre, al comienzo del discurso sobre Dios ¡Y la naturaleza no es, por supuesto, un sujeto que ama! En este punto nuestros hermanos ortodoxos, herederos de los Padres griegos, han visto más justo que nosotros los latinos.

En este punto, la Escritura nos llama a todos, creo, a dar un paso adelante hoy, incluso con respecto a Escoto, siempre conscientes, sin embargo, de que nuestras afirmaciones sobre Dios no son más que débiles signos trazados con un dedo sobre la superficie del océano. ¡Dios Padre decide la encarnación del Verbo no porque quiere tener fuera de sí a alguien que lo ame con un amor digno de sí mismo, sino porque quiere tener fuera de sí mismo alguien a quien amar con un amor digno de sí mismo! No para recibir amor, sino para darlo. Presentando a Jesús al mundo, en el Bautismo y en la Transfiguración, el Padre celestial dice: “Este es mi Hijo, el amado” (Mc 1, 11; 9,7); no dice: “Mi Hijo el amante”.

En el origen de todo está la deslumbrante intuición de Agustín y de la escuela nacida de él, que define al Padre como el amante, al Hijo como el amado y al Espíritu Santo como el amor que los une. Sólo el Padre, en la Trinidad (¡y en todo el universo!), no necesita ser amado para existir; solo necesita amar. Esto es lo que garantiza el papel del Padre como única fuente y origen de la Trinidad, manteniendo, al mismo tiempo, la perfecta igualdad de naturaleza entre las tres personas divinas. Solo necesita amar. Esto es lo que garantiza el papel del Padre como única fuente y origen de la Trinidad, manteniendo, al mismo tiempo, la perfecta igualdad de naturaleza entre las tres personas divinas.

En el origen de todo está la deslumbrante intuición de Agustín y de la escuela nacida de él que define al Padre como el amante, al Hijo como el amado y al Espíritu Santo como el amor que los une [7]. En esto, también los Latinos tenemos algo precioso y esencial que ofrecer para una síntesis ecuménica. Una plena reconciliación entre las dos teologías no parece ya tan difícil y lejana y seré un paso adelante decisivo hacia la unidad de la Iglesia.

¿Por qué la pasión?


Llegamos al tercer gran misterio: la pasión y muerte de Cristo que estamos a punto de celebrar en la Pascua. Veamos cómo, a partir de la revelación de Dios como amor, también este misterio es iluminado por una luz nueva. “Por sus llagas habéis sido curados”: con estas palabras, pronunciadas por el Servidor de Dios (Is 53, 5-6), la fe de la Iglesia ha expresado el sentido salvífico de la muerte de Cristo (1 Pt 2,24). Pero las heridas, la cruz y el dolor -hechos negativos y, como tales, sólo privación del bien- ¿pueden producir una realidad positiva como la salvación de toda la humanidad? ¡La verdad es que no fuimos salvados por el dolor de Cristo, sino por su amor! Más precisamente, por el amor que se expresa en el sacrificio de sí mismo. ¡Del amor crucificado!

A Abelardo a quien, ya en su tiempo, le repugnaba la idea de un Dios que se “complace” con la muerte de su Hijo, san Bernardo le respondió: “No fue su muerte lo que le agradó, sino su voluntad de morir espontáneamente para nosotros”: “Non mors, sed voluntas placuit sponte morentis” [8].

El dolor de Cristo conserva todo su valor y la Iglesia nunca dejará de meditar en él: no, sin embargo, como causa de salvación en sí mismo, sino como signo y medida de amor: “Dios demuestra su amor hacia nosotros en el hecho de que, mientras aún éramos pecadores, Cristo murió por nosotros (Rom 5, 8). La muerte es el signo, el amor el significado. El evangelista san Juan pone una llave de comprensión al comienzo de su relato de la Pasión: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1).
Esto quita a la pasión de Cristo una connotación que siempre nos ha dejado perplejos e insatisfechos: la idea, es decir, de un precio y un rescate a pagar a Dios (¡o peor, al diablo!), de un sacrificio con que apaciguar la ira divina. En realidad, es más bien Dios quien hizo el gran sacrificio de darnos a su Hijo, de no “ahorrárselo”, como Abraham hizo el sacrificio de no ahorrarse a su hijo Isaac (Gn 22,16; Rom 8,32). ¡Dios es más el sujeto que el destinatario del sacrificio de la cruz!
Un amor digno de Dios

Ahora toca ver qué cambia en nuestra vida la verdad que hemos contemplado en los misterios de la Trinidad, encarnación y pasión de Cristo. Y aquí nos espera la sorpresa que nunca falla cuando tratamos de adentrarnos en los tesoros de la fe cristiana. La sorpresa es descubrir que, gracias a nuestra incorporación a Cristo, también nosotros podemos amar a Dios con un amor infinito, digno de él.

San Pablo escribe que: “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones” (Rm 5, 5). El amor que ha sido derramado en nosotros es el mismo con el que el Padre ha amado siempre al Hijo, ¡no un amor diferente! “Yo en ellos y tú en mí -dice Jesús al Padre- para que el amor con que me amaste esté en ellos y yo en ellos” (Jn 17,23.26). Nota: “el amor con que me amaste”, no otro diferente. Es un desbordamiento del amor divino de la Trinidad hacia nosotros. Dios comunica al alma – escribe san Juan de la Cruz – “el mismo amor que comunica al Hijo, aunque esto no se dé por naturaleza, como en el caso del Hijo, sino por unión” [9].

La consecuencia es que podemos amar al Padre con el amor con que el Hijo lo ama y podemos amar a Jesús con el amor con que el Padre lo ama. Todo, gracias al Espíritu Santo que es ese mismo amor. Pues, ¿qué, le damos a Dios de lo nuestro, cuando le decimos?: “¡Te amo!”. ¡Nada más que el amor que recibimos de él! Entonces, ¿absolutamente nada de nuestra parte? ¿Nuestro amor por Dios no es más que un “rebote” de su propio amor hacia él, como el eco que devuelve el sonido a su fuente?

¡No en este caso! El eco de su amor vuelve a Dios desde la cavidad de nuestro corazón, pero con algo nuevo que lo es todo para Dios: ¡el olor de nuestra libertad y nuestra gratitud de hijos! Todo esto se realiza, de manera ejemplar, en la Eucaristía. ¿Qué hacemos en él, sino ofrecer al Padre, como “nuestro sacrificio”, lo que, en realidad, el mismo Padre nos ha dado, es decir, a su Hijo Jesús?

Podemos, en la oración, decir a Dios Padre: “¡Padre, te amo con el amor con que te ama tu Hijo Jesús!” Y decirle a Jesús: “Jesús, te amo con el amor con que te ama tu Padre celestial”. ¡Y saber con certeza que no es una ilusión! “Cada vez que me esfuerzo de hacerlo yo mismo, pienso al episodio de Jacob que se presenta a su padre Isaac para recibir la bendición, haciéndose pasar por su hermano mayor (Gn 27,1-23). Y trato de imaginar lo que Dios Padre podría decirse a sí mismo en ese momento: “En verdad, la voz no es realmente la de mi Hijo primogénito; pero las manos, los pies y todo el cuerpo son los mismos que mi Hijo tomó en la tierra y trajo consigo aquí al cielo”.

¡Y estoy seguro de que me bendice, como Isaac bendijo a Jacob! Y os bendice a todos, Venerables Padres, hermanos y hermanas. Es la magnificencia de nuestra fe cristiana. Esperamos poder transmitir algunos fragmentos a los hombres y mujeres de nuestro tiempo, sedientos de amor, pero que ignoran su fuente.

Cardenal Raniero Cantalamessa OFM Cap.

_______________________

1. H. de Lubac, Exégèse médièvale, I, 2, Parigi 1959, p. 670.
2. Gregorio Magno, Moralia in Job, Epist. Missoria, 4 (PL 75, 515).
3. Henri de Lubac, Histoire et Esprit, Aubier, Paris 1950.
4. Aristóteles, Metafísica, XII, 7, 1072 b.
5. Duns Scoto, Opus Parisiense, III, d. 7, q. 4 (Opera omnia, XXIII, Parigi 1894, p. 303).
6. Aristóteles, Metafísica, XII, 7, 1072 b.
7. Augustín, De Trinitate, VIII, 9,14; IX, 2,2; XV, 17,31.
8. Bernardo de Claraval, Contra errores Abelardi, VIII, 21-22: “Non mors, sed voluntas placuit sponte morientis”.
9. Juan de la Cruz, Cantico Espiritual A, estrofa 38, 4.

Fuente:https://caminocatolico.com/3a-predicacion-de-cuaresma-del-cardenal-cantalamessa-al-papa-17-3-2023-no-fuimos-salvados-por-el-dolor-de-cristo-sino-por-su-amor-expresado-en-el-sacrificio-de-si-mismo/

jueves, 16 de marzo de 2023

SEGUNDA PREDICACIÓN DE CUARESMA: “NO ME AVERGÜENZO DEL EVANGELIO QUE ES UNA FUERZA DE DIOS PARA LA SALVACIÓN”



Cardenal Raniero Cantalamessa, Ofm. Cap.

Desde la Evangelii Nuntiandi de San Pablo VI hasta la Evangelii gaudium del actual Sumo Pontífice, el tema de la evangelización ha estado en el centro de atención del Magisterio papal. A ello contribuyeron las grandes encíclicas de san Juan Pablo II, así como la constitución del Pontificio Consejo para la Evangelización, promovido por Benedicto XVI. La misma preocupación se puede ver en el título dado a la constitución para la reforma de la Curia “Praedicate Evangelium” y en la denominación “Dicasterio para la Evangelización”, dada a la antigua Congregación de Propaganda Fide. El mismo propósito se asigna ahora principalmente al Sínodo de la Iglesia. Es a ella, es decir, a la evangelización, a la que quisiera dedicar esta meditación.

La definición más corta y significativa de evangelización es la que leemos en la Primera Carta de Pedro. En ella, los apóstoles son definidos como: “aquellos que os anunciaron el Evangelio en el Espíritu Santo” (1 P 1,12). Allí se expresa lo esencial de la evangelización, es decir, su contenido –“el Evangelio” – y su método – “en el Espíritu Santo”.

Para saber qué significa la palabra “Evangelio”, la forma más segura es preguntarle a quien primero usó esta palabra griega y la hizo canónica en el lenguaje cristiano: al apóstol Pablo. Tenemos la suerte de poseer una exposición de su mano que explica lo que él entiende por “Evangelio”, y es la Carta a los Romanos. Su tema se anuncia con las palabras: “no me avergüenzo del Evangelio, porque es poder de Dios para la salvación a de todo aquel que cree” (Rm 1, 16).

Para el éxito de todo nuevo esfuerzo de evangelización es vital tener claro el núcleo esencial del anuncio cristiano, y nadie lo ha destacado mejor que el Apóstol en los tres primeros capítulos de la Carta a los Romanos. De entender y aplicar su mensaje a la situación actual dependerá, estoy convencido, que de nuestro esfuerzo nazcan hijos de Dios, o si tendremos que repetir amargamente con Isaías: “Hemos concebido, tenemos dolores como si diésemos a luz viento; pero no hemos traído a la tierra salvación, y no le nacerán habitantes al orbe” (Is 26,18).

El mensaje del Apóstol en esos tres primeros capítulos de su Carta se puede resumir en dos puntos: primero, cuál es la situación de la humanidad frente a Dios tras el pecado; segundo, cómo se sale de ella, es decir, cómo uno se salva por la fe y se hace nueva criatura. Sigamos al Apóstol en su razonamiento. Mejor sigamos al Espíritu que habla por medio de él. Cualquiera que haya viajado en avión habrá escuchado de vez en cuando el anuncio: “Abróchense los cinturones porque estamos a punto de entrar en una zona de turbulencias”. La misma advertencia debe hacerse a aquellos que están a punto de leer las siguientes palabras de Pablo.

En efecto, la cólera de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres que aprisionan la verdad en la injusticia; pues lo que de Dios se puede conocer, está en ellos manifiesto: Dios se lo manifestó. Porque lo invisible de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la inteligencia a través de sus obras: su poder eterno y su divinidad, de forma que son inexcusables; porque, habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios ni le dieron gracias, antes bien se ofuscaron en sus razonamientos y su insensato corazón se entenebreció: jactándose de sabios se volvieron estúpidos, y cambiaron la gloria del Dios incorruptible por una representación en forma de hombre corruptible, de aves, de cuadrúpedos, de reptiles. (Rm 1, 18-23)

El pecado fundamental, el objeto primario de la ira divina, se identifica, como puede verse, en la asebeia, es decir, en la impiedad. En qué consiste exactamente esta impiedad, lo explica inmediatamente el Apóstol: consiste en la negativa a “glorificar” y “dar gracias” a Dios. Este hecho de no glorificar y agradecer lo suficiente a Dios nos parece, sí, un pecado, pero no tan terrible y mortal. Necesitamos entender lo que hay detrás, es decir, la negativa a reconocer a Dios como Dios, no dándole la consideración que le corresponde. Consiste, podríamos decir, en “ignorar” a Dios, donde ignorar no significa tanto “no saber que existe” como “hacer como si no existiera”.

En el Antiguo Testamento escuchamos a Moisés clamar al pueblo: “¡Sabed que Dios es Dios!” (cf. Dt 7, 9) y un salmista retoma este grito diciendo: “¡Reconoced que el Señor es Dios: Él nos hizo y nosotros somos suyos!” (Sal 100, 3). Reducido a su núcleo germinal, el pecado es negar este “reconocimiento”; es el intento de la criatura de borrar, por su propia iniciativa, casi con arrogancia, la infinita diferencia que existe entre ella y Dios. El pecado ataca, así, a la raíz misma de las cosas; es un “aprisionar la verdad en la injusticia”. Es algo mucho más oscuro y más terrible de lo que el hombre puede imaginar o decir. Si los hombres supieran en vida, como sabrán en el momento de la muerte, lo que significa rechazar a Dios, morirían de miedo.

Esta negativa se ha concretado, hemos oído, en la idolatría, por la cual se adora a la criatura en lugar del Creador. En la idolatría el hombre no “acepta” a Dios, sino que se hace por sí mismo un dios; es él quien decide sobre Dios, no al revés. Los papeles se invierten: el hombre se convierte en alfarero y Dios en vaso al que modela a su antojo (cf. Rm 9,20). Hoy, este antiguo intento ha adquirido un nuevo aspecto. No consiste en poner algo -ni siquiera uno mismo- en el lugar de Dios, sino en abolir, pura y simplemente, la realidad señalada por la palabra “Dios”. ¡Nihilismo! La Nada en lugar de Dios. Pero no hay necesidad de insistir en esto en este momento; interrumpiría la escucha del Apóstol que, en cambio, prosigue con su sutil razonamiento.

Pablo prosigue su acusación mostrando los frutos que se derivan, a nivel moral, del rechazo de Dios. De él deriva una disolución general de la moral, un verdadero “torrente de perdición” que arrastra a la humanidad a la ruina. Y aquí el Apóstol dibuja un cuadro impresionante de los vicios de la sociedad pagana. Sin embargo, lo más importante a retener de esta parte del mensaje paulino no es esta lista de vicios, presente, entre otras cosas, también entre los moralistas estoicos de la época. Lo desconcertante, a primera vista, es que San Pablo hace de todo este desorden moral, no la causa, sino el efecto de la ira divina. La fórmula que establece esto inequívocamente tres veces seguidas:

Por eso Dios los entregó a la impureza. […] Por eso Dios los ha abandonado a pasiones infames […]. Por cuanto despreciaron el conocimiento de Dios, Dios los entregó a un entendimiento perverso (Rm 1:24.26.28).

Ciertamente Dios no “quiere” tales cosas, pero las “permite” para hacer comprender al hombre adónde conduce su rechazo. “Estas acciones – escribe San Agustín – aunque sean castigo, también son pecados, porque la pena de la iniquidad es de ser, ella misma, iniquidad; Dios interviene para castigar el mal y de su propio castigo brotan otros pecados”. [1]

No hay distinciones ante Dios entre judíos y griegos, entre creyentes y paganos: “Todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios” (Rm 3, 23). El Apóstol tiene tanto interés en aclarar este punto que le dedica todo el segundo capítulo y parte del tercero de su Carta. Es toda la humanidad la que está en esta situación de perdición, no este o aquel individuo o pueblo.

* * *

¿Dónde está en todo esto la actualidad del mensaje del Apóstol de la que yo hablaba? Está en el remedio que san Pablo propone para esta situación que no consiste en emprender una lucha por la reforma moral de la sociedad y por la corrección de sus vicios. Para él sería como querer arrancar un árbol empezando por quitarle las hojas o las ramas más salientes, o preocuparse por eliminar la fiebre, más que por curar el mal que la provoca.

Traducido al lenguaje actual, esto significa que la evangelización no comienza con la moral, sino con el kerygma; en el lenguaje del Nuevo Testamento, no con la Ley, sino con el Evangelio. ¿Y cuál es su contenido, o núcleo? ¿Qué quiere decir Pablo con la palabra “evangelio” cuando dice que “es poder de Dios para todo aquel que cree”? ¿Creer en qué? “¡La justicia de Dios ha sido revelada!” (Rm 3, 21): esto es lo nuevo. No son los hombres que de repente cambiaron de vida y de costumbres y empezaron a hacer el bien. El hecho nuevo es que, en la plenitud de los tiempos, Dios actuó, rompió el silencio, fue el primero en extender su mano al hombre pecador.

Pero escuchemos ahora directamente al Apóstol que nos explica en qué consiste esta “acción” de Dios. Son palabras que hemos leído o escuchado cientos de veces, pero es maravilloso escuchar las melodías de una hermosa sinfonía sobre una y otra vez:

Todos pecaron y están privados de la gloria de Dios – y son justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús, a quien exhibió Dios como instrumento de propiciación por su propia sangre, mediante la fe, para mostrar su justicia, habiendo pasado por alto los pecados cometidos anteriormente, en el tiempo de la paciencia de Dios; en orden a mostrar su justicia en el tiempo presente, para ser el justo y justificador del que cree en Jesús. (Rm 3, 23-26).

Quiero tranquilizar a todos de inmediato: no tengo la intención de dar otro sermón sobre la justificación por la fe. Existe un peligro en el hecho de insistir únicamente en este tema. Lo que Pablo nos presenta no es una doctrina, sino un acontecimiento, más aún, una Persona. No somos salvados genéricamente “por gracia”: somos salvados por la gracia de Cristo Jesús; no somos justificados genéricamente “por la fe”: somos justificados por la fe en Cristo Jesús. Todo ha cambiado “en virtud de la redención realizada por Cristo Jesús”. El verdadero artículo con el que la Iglesia permanece o cae (el famoso articulum stantis et cadentis Ecclesiae) no es una doctrina, sino una Persona.

Me quedo sin palabras cada vez que releo esta parte de la Carta a los Romanos. Después de haber descrito, en los tonos que hemos escuchado, la situación desesperada de la humanidad, el Apóstol tiene el valor de decir que esto ha cambiado radicalmente a causa de lo ocurrido unos años antes, en una parte oscura del Imperio Romano, por un solo hombre, muerto, además, en una cruz. Sólo una moción fuerte del Espíritu Santo, un destello suyo, podría dar a un hombre la audacia de creer y proclamar esta cosa inaudita. Especialmente porque este mismo hombre una vez se “enfurecía” si alguien se atrevía a proclamar tal cosa en su presencia. El diácono Esteban había pagado el precio de su cólera…

En nosotros el susto está amortiguado por veinte siglos de confirmaciones; pero pensemos cómo debieron sonar las palabras del Apóstol a la gente culta de la época. Él mismo era consciente de ello; por esto sintió la necesidad de decir: “No me avergüenzo del Evangelio” (Rm 1, 16). De hecho, uno podría avergonzarse de ello. No entiendo cómo los historiadores honestos pueden creer (como sucedió durante mucho tiempo) que Pablo sacó su certeza de los cultos helenísticos, o no sé de qué otra fuente. ¿Quién había imaginado alguna vez, o podría humanamente imaginar, tal cosa?

* * *

Pero volvamos a nuestra intención específica que es la evangelización. ¿Qué podemos aprender de la Palabra de Dios que acabamos de escuchar? A los paganos, Pablo no les dice que el remedio de su idolatría está en volver a contemplar el universo para volver de las criaturas a Dios; a los judíos, no les dice que el remedio esté en volver a observar mejor la Ley de Moisés. El remedio no está ni arriba ni atrás; está adelante, es acoger “la redención obrada por Cristo Jesús”.

Pablo, a decir verdad, no dice nada completamente nuevo. Si él fuera el autor de este mensaje sin precedentes, tendrían razón quienes dicen que el verdadero fundador del cristianismo es Saulo de Tarso, no Jesús de Nazaret. ¡Pero están equivocados! Pablo no hace más que retomar, adaptándolo a la situación del momento, el anuncio inaugural de la predicación de Jesús: “El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva”. (Mc 1,15). En sus labios “convertíos” no significaba, como en los antiguos profetas y en Juan el Bautista: “¡Volved atrás a la observancia de la Ley y de los mandamientos!”; más bien significa: “Haced un salto adelante; ¡Entrad en el Reino que ha venido gratuitamente entre vosotros! ¡Creed en el Evangelio! Convertirse es creer. “La primera conversión consiste en creer”, escribió Santo Tomás de Aquino: Prima conversio fit per fidem. [2]

Ni el discurso de Jesús ni el discurso de Pablo se acaba, por supuesto, en este punto. En su predicación, Jesús explicará qué implica la acogida del Reino y Pablo dedicará toda la segunda parte de su Carta a enumerar las obras, o virtudes, que deben caracterizar a quienes se han convertido en nuevas criaturas. El kerygma es seguido por la parénesis, es decir, el anuncio por la exhortación. Lo importante es el orden a seguir en la vida y en el anuncio; por dónde empezar, ya que, como decía san Gregorio Magno, “no se llega a la fe a partir de las virtudes, sino a las virtudes a partir de la fe”. [3] Toda iniciativa de evangelización que quiera empezar por reformar las costumbres de la sociedad, antes de intentar cambiar el corazón de la gente, está condenada a acabar en nada, o peor aún, en política.

Pero no hay necesidad de insistir ni siquiera en eso, en este momento. Más bien debemos recoger la enseñanza positiva del Apóstol. ¿Qué le dice la Palabra de Dios a una Iglesia que, aunque herida en sí misma y comprometida a los ojos del mundo, tiene un salto de esperanza y quiere retomar, con nuevo ímpetu, su misión evangelizadora? Dice que es necesario partir de la persona de Cristo, hablar de Él “a tiempo y a destiempo”; nunca dar el discurso sobre Él por completo o supuesto. Jesús no debe estar en el trasfondo, sino en el centro de todo anuncio.

El mundo secular hace todo lo posible (¡y lamentablemente lo logra!) para mantener el nombre de Jesús a distancia, o silenciado, en cada discurso sobre la Iglesia. Nosotros debemos hacer todo lo posible para tenerle siempre presente. No para escondernos detrás de su nombre, sino porque es la fuerza y la vida de la Iglesia. Al comienzo de Evangelii gaudium, leemos estas palabras:

Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso. No hay razón para que alguien piense que esta invitación no es para él (EG, 3).

Que yo sepa, es la primera vez que aparece la expresión “encuentro personal con Jesucristo” en un documento oficial del Magisterio. A pesar de su aparente sencillez, esta expresión encierra una novedad que debemos intentar comprender.

En la pastoral y la espiritualidad católicas, otras formas de concebir nuestra relación con Cristo eran familiares en el pasado. Se hablaba de una relación doctrinal, consistente en creer en Cristo; de una relación sacramental que se realiza en los sacramentos, de una relación eclesial, como miembros del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia; también se hablaba de una relación mística o esponsal reservada para algunas almas privilegiadas. No se hablaba -o al menos no era común hablar- de una relación personal -como entre un yo y un tú- abierta a todo creyente.

Durante los cinco siglos que tenemos a nuestras espaldas -impropiamente llamados “de la Contrarreforma”- la espiritualidad y la pastoral católica han visto con recelo esta forma de concebir la salvación. Se veía el peligro (que no era solamente remoto e hipotético) del subjetivismo, es decir, de concebir la fe y la salvación como un hecho individual, sin una verdadera relación con la Tradición y con la fe del resto de la Iglesia. La multiplicación de corrientes y denominaciones en el mundo protestante no hizo más que fortalecer esta convicción.

Ahora hemos entrado, gracias a Dios, en una nueva etapa en la que nos esforzamos por ver las diferencias, no necesariamente como mutuamente incompatibles y por lo tanto a combatir, sino, en la medida de lo posible, como riquezas podemos compartir. En este nuevo clima se comprende la exhortación a tener una “relación personal con Cristo”. En efecto, esta forma de concebir la fe nos parece la única posible, ya que hace tiempo que la fe ya no es un hecho que se absorbe como niños con la educación familiar y escolar, sino que es fruto de una decisión personal. El éxito de una misión ya no puede medirse por el número de confesiones escuchadas y comuniones distribuidas, sino por el número de personas que han pasado de ser cristianos nominales a cristianos reales, es decir, convencidos y activos en la comunidad.

* * *

Tratemos de comprender en qué consiste realmente este famoso “encuentro personal” con Cristo. Yo digo que es como conocer a una persona en vivo, después de haberla conocido durante años solo a través de la fotografía. Uno puede conocer libros sobre Jesús, doctrinas, herejías sobre Jesús, conceptos sobre Jesús, pero no conocerlo vivo y presente. (Insisto sobre todo en estos dos adjetivos: ¡un Jesús vivo y un Jesús presente!). Para muchos, incluso bautizados y creyentes, Jesús es un personaje del pasado, no una persona viva en el presente.

Ayuda a entender la diferencia lo que sucede en la esfera humana, cuando uno pasa de conocer a una persona a enamorarse de ella. De una mujer o de un hombre se puede saber todo: cómo se llama, cuántos años tiene, qué estudios ha hecho, a qué familia pertenece… Entonces un día le salta una chispa y se enamora de esa mujer o ese hombre. Cambia todo. Quieres estar con esa persona, tenerla para ti, temeroso de desagradarla y no ser digno de ella.

¿Cómo podemos hacer que esa chispa hacia la persona de Jesús se encienda en tantos? No se encenderá en quien escucha el mensaje evangélico si antes no se ha encendido -al menos como deseo, como búsqueda y como propósito- en quien lo anuncia. Ha habido y hay excepciones; la Palabra de Dios tiene fuerza propia y puede actuar, a veces, aunque sea pronunciada por quien no la vive; pero es la excepción.

Para consuelo y aliento de quienes trabajan institucionalmente en el campo de la evangelización, quisiera decirles que no todo depende de ellos. De ellos depende crear las condiciones para que esa chispa se encienda y se propague. Pero ella se enciende en las formas y momentos más inesperados. En la mayoría de los casos que he conocido en mi vida, ese descubrimiento de Cristo que cambia la vida se produjo al encontrarse con alguien que ya había experimentado esa gracia, al participar en una reunión, al escuchar un testimonio, al haber experimentado la presencia de Dios en un momento de gran sufrimiento, y -no puedo callarme, porque es lo que pasó conmigo – habiendo recibido el llamado bautismo del Espíritu.

Aquí vemos la necesidad de confiar cada vez más en los laicos, hombres y mujeres, para la evangelización. Ellos están más insertos en el tejido de la vida en el que suelen darse esas circunstancias. También por la escasez de nuestro número, nos es más fácil a nosotros clérigos ser pastores que pescadores de almas: más fácil pastorear a los que vienen a la Iglesia con la palabra y los sacramentos, que salir al mar a pescar a los que están lejos. Los laicos pueden suplirnos en la tarea de ser pescadores de hombres. Muchos de ellos han descubierto lo que significa conocer a un Jesús vivo y están ansiosos por compartir su descubrimiento con los demás.

Los movimientos eclesiales, que surgieron después del Concilio, fueron para muchos el lugar donde hicieron este descubrimiento. En la homilía de la Misa Crismal del Jueves Santo de 2012, la última de su pontificado, Benedicto XVI afirmó: “Quien mira la historia de la era posconciliar puede reconocer la dinámica de la verdadera renovación, que a menudo ha tomado formas inesperadas en movimientos llenos de vida y que hace casi tangible la inagotable vivacidad de la Santa Iglesia, la presencia y acción eficaz del Espíritu Santo”. Junto a los buenos frutos, algunos de estos movimientos también han producido malos frutos. Uno debe recordar el dicho: “No tires al bebé con el agua del baño”.

Termino con las palabras finales del Itinerario de la mente hacia Dios de san Buenaventura, porque sugieren por dónde empezar para realizar, o renovar, nuestra “relación personal con Cristo” y convertirnos en valientes heraldos de ella:

Esta sabiduría mística secretísima – escribe – nadie la conoce sino quien la recibe; nadie la recibe sino aquellos que la desean; nadie la desea sino aquellos que están inflamados por dentro por el Espíritu Santo enviado por Cristo a la tierra. (4)

Cardenal Raniero Cantalamessa OFM Cap.

_______________________

1. Agustín, De natura et gratia, 22,24.
2. Tomas de Aquino, S.Th. I-IIae, q.113, a. 4.
3. Gregorio Magno, Homilias sobre Ezechiel, II, 7 (PL 76, 1018),
4. Buenaventura de Bagnoregio, Itinerarium mentis in Deum, VII, 4.

viernes, 3 de marzo de 2023

PRIMERA PREDICACIÓN DE CUARESMA: ¡RENOVAR LA NOVEDAD!

 




Con la intención de “poner al Espíritu Santo en el centro de toda la vida de la Iglesia y, en particular, en este momento, en el centro de las decisiones sinodales”, se dio inicio la mañana de este viernes, 3 de marzo, a la Primera predicación de Cuaresma para el Papa y los miembros de la Curia Romana, dirigidos por el cardenal Raniero Cantalamessa, Ofm. Cap., Predicador de la Casa Pontificia.

Vatican News.

“La fuerza del amor cristiano reside en el hecho de que es capaz de cambiar el signo incluso del juicio y, de un acto de desamor, convertirlo en un acto de amor. No con nuestras propias fuerzas, sino gracias al amor que ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado”, lo dijo el cardenal Raniero Cantalamessa, Ofm. Cap., Predicador de la Casa Pontificia, en la Primera predicación de Cuaresma para el Papa y los miembros de la Curia Romana, la mañana de este viernes, 3 de marzo de 2023, en el Aula Pablo VI del Vaticano.

La Iglesia y la crisis del Modernismo


Al inicio de las meditaciones para el Papa y los miembros de la Curia Romana, el cardenal Cantalamessa recordó la “amarga lección” que nos ha dejado la historia de la Iglesia a finales del siglo XIX y principios del XX, es decir, el retraso, más aún al rechazo, de tomar nota de los cambios que se estaban produciendo en la sociedad, y de la crisis del Modernismo que fue su consecuencia.

“La falta de diálogo, por un lado, empujó a algunos de los modernistas más conocidos a posiciones cada vez más extremas y, finalmente, heréticas; por otro, privó a la Iglesia de una enorme energía, provocando en ella laceraciones y sufrimientos sin fin, haciéndola que la hicieron retraerse, cada vez más, en sí misma, perdiendo de este modo el ritmo de los tiempos”.

“Ipsa novitas innovanda est”


A pesar de ello, señaló el Predicador, gracias al Concilio Vaticano II la historia y la vida de la Iglesia no se detuvieron. Si la vida de la Iglesia se detuviera, sucedería como un río que llega a una barrera: inevitablemente se convierte en un lodazal o en un pantano.

“No penséis –escribía Orígenes en el siglo III– que basta con renovarse una sola vez; necesitamos renovar la misma novedad: 'Ipsa novitas innovanda est'. Antes que él, el nuevo Doctor de la Iglesia San Ireneo había escrito: La verdad revelada es como un licor precioso contenido en un vaso valioso. Por obra del Espíritu Santo, rejuvenece continuamente y también hace rejuvenecer la vasija que la contiene. El ‘vaso’ que contiene la verdad revelada es la tradición viva de la Iglesia”.

La necesidad de renovación continua


En este sentido, el cardenal Cantalamessa dijo que, esta necesidad de renovación continua no es otra cosa que la necesidad de conversión continua, extendida desde el creyente individual a toda la Iglesia en su componente humano e histórico: la “Ecclesia semper reformanda”.

“Nosotros tenemos un medio infalible para emprender siempre de nuevo el camino de la vida y de la luz: el Espíritu Santo… Antes de dejarlos definitivamente, en el momento de la Ascensión, el Resucitado asegura a sus discípulos la asistencia del Paráclito: "Recibiréis -dice- la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra”.

Poner al Espíritu Santo en el centro de toda la vida de la Iglesia


Por ello, la intención de los cinco sermones de Cuaresma que comenzamos hoy, indicó el Predicador de la Casa Pontificia, es animarnos a poner al Espíritu Santo en el centro de toda la vida de la Iglesia y, en particular, en este momento, en el centro de las decisiones sinodales.

“En otras palabras, retomar la apremiante invitación que el Resucitado dirige, en el Apocalipsis, a cada una de las siete Iglesias de Asia Menor: ‘El que tenga oídos, escuche lo que el Espíritu dice a las Iglesias’ (Ap 2, 7). Es la única manera, entre otras cosas, que tengo para no permanecer completamente ajeno al compromiso en curso con el sínodo”.

El Espíritu Santo guía a los apóstoles y a la comunidad cristiana


En este primer sermón, precisó el cardenal Cantalamessa, me limito a recoger la lección que nos llega de la Iglesia naciente. En otras palabras, quisiera mostrar cómo el Espíritu Santo guió a los apóstoles y a la comunidad cristiana a dar sus primeros pasos en la historia. Cuando las palabras de Jesús antes citadas sobre la asistencia del Paráclito fueron escritas por Juan, la Iglesia ya había tenido experiencia práctica de ella, y es precisamente esta experiencia, nos dicen los exegetas, la que se refleja en las palabras del evangelista.

“Los Hechos de los Apóstoles nos muestran una Iglesia que es, paso a paso, ‘guiada por el Espíritu’. Su guía se ejerce no sólo en las grandes decisiones, sino también en las cosas menores. No es un camino recto y suave, el de la Iglesia naciente. La primera gran crisis es la relativa a la admisión de gentiles en la Iglesia. No hay necesidad de recordar su desarrollo. Sólo nos interesa recordar cómo se resuelve la crisis”.

No se trata de hacer arqueología de la Iglesia, sino de sacar a la luz, siempre de nuevo, el paradigma de toda elección eclesial. De hecho, no cuesta mucho ver la analogía entre la apertura que entonces se tomaba hacia los gentiles, con la que se impone hoy hacia los laicos, especialmente a las mujeres, y a otras categorías de personas.

El papel de los laicos en la Iglesia


Si miramos con detenimiento, es la misma motivación que impulsó a los Padres del Concilio Vaticano II a redefinir el papel de los laicos en la Iglesia, es decir, la doctrina de los carismas.

Además, el mismo Espíritu Santo no sólo santifica y dirige el Pueblo de Dios mediante los sacramentos y los misterios y le adorna con virtudes, sino que también distribuye gracias especiales entre los fieles de cualquier condición, distribuyendo a cada uno según quiere (1 Co 12,11) sus dones, con los que les hace aptos y prontos para ejercer las diversas obras y deberes que sean útiles para la renovación y la mayor edificación de la Iglesia, según aquellas palabras: «A cada uno... se le otorga la manifestación del Espíritu para común utilidad» (1 Co 12,7). Estos carismas, tanto los extraordinarios como los más comunes y difundidos, deben ser recibidos con gratitud y consuelo, porque son muy adecuados y útiles a las necesidades de la Iglesia (LG 12).

La naturaleza jerárquica y también carismática de la Iglesia


Estamos ante el redescubrimiento de la naturaleza no sólo jerárquica sino también carismática de la Iglesia. San Juan Pablo II, en la "Novo millennio ineunte" (n. 45) lo hará aún más explícito al definir a la Iglesia como jerarquía y como koinonía.

“En una primera lectura, la reciente constitución sobre la reforma de la Curia ‘Praedicate Evangelium’ (aparte de todos los aspectos jurídicos y técnicos que desconozco por completo) me dio la impresión de estar dando un paso adelante en esta misma dirección: es decir, en aplicar el principio sancionado por el Concilio a un sector particular de la Iglesia que es su gobierno y a una mayor implicación en él de los laicos y las mujeres”.

Principios inspiradores sobre la práctica eclesial


Pero ahora tenemos que dar todavía un paso más. El ejemplo de la Iglesia apostólica nos ilumina no sólo sobre los principios inspiradores, es decir, sobre la doctrina, sino también sobre la práctica eclesial.

“Nos dice que no todo se resuelve con las decisiones tomadas en un sínodo, o con un decreto. Existe la necesidad de llevar estas decisiones a la práctica, la llamada "recepción" de los dogmas. Y para eso necesitamos tiempo, paciencia, diálogo, tolerancia; a veces incluso compromiso. Cuando se hace en el Espíritu Santo, el compromiso no es ceder, ni rebajar la verdad, sino llevarlo a cabo con caridad y obediencia a las situaciones. ¡Cuánta paciencia y tolerancia tuvo Dios después de dar el Decálogo a su pueblo! ¡Cuánto tiempo tuvo que esperar, y todavía tiene que esperar, para su recepción!”.

Las realidades políticas, sociales y eclesiales


Ante los acontecimientos y las realidades políticas, sociales y eclesiales, nosotros estamos listos para tomar inmediatamente partido por un lado y demonizar, al contrario, a desear el triunfo de nuestra elección sobre la de nuestros adversarios.

“No digo que esté prohibido tener preferencias: en el campo político, social, teológico, etc., o que sea posible no tenerlas. Sin embargo, nunca debemos esperar que Dios se ponga de nuestro lado contra el adversario. Tampoco debemos preguntárselo a quienes nos gobiernan. Es cómo pedirle a un padre que elija entre dos hijos; cómo decirle: “Elige: yo o mi oponente; ¡muestra claramente con quien estás!” ¡Dios está con todos y por eso no está contra nadie! Es el padre de todos”.

La amabilidad y la bondad


Hay una prerrogativa de Dios en la Biblia que a los Padres les encantaba subrayar: la synkatabasis, es decir, la condescendencia. Para San Juan Crisóstomo es una especie de clave para comprender toda la Biblia.

La amabilidad -hoy diríamos también cortesía- es algo distinto de la simple bondad; es ser bueno con los demás. Dios es bueno en sí mismo y es bondadoso con nosotros. Es uno de los frutos del Espíritu (Gal 5,22); es un componente esencial de la caridad (1 Cor 13, 4) y es el marco de un alma noble y superior. Ocupa un lugar central en la exhortación apostólica.

Hacia una Iglesia, un poco más condescendientes y tolerantes


Este año celebramos el cuarto centenario de la muerte de un santo que fue un excelente modelo de esta virtud, en una época también marcada por amargas controversias: San Francisco de Sales. Todos deberíamos volvernos, en la Iglesia, un poco más condescendientes y tolerantes, menos colgados de nuestras certezas personales, conscientes de cuántas veces hemos tenido que reconocer dentro de nosotros mismos que estábamos equivocados sobre una persona o una situación, y cuántas veces nosotros también hemos tenido que adaptarnos a las situaciones. En nuestras relaciones eclesiales, afortunadamente, no existe -ni debe existir- esa propensión a insultar y vilipendiar al adversario que se advierte en ciertos debates políticos y que tanto daño hace a la pacífica convivencia civil.

No condenéis y no seréis condenados


Jesús dice: “No juzguéis, para que no seáis juzgados… ¿Cómo es que ves la brizna que hay en el ojo de tu hermano, y no reparas en la viga que hay en tu ojo? (Mt 7, 1-3). ¿Es posible vivir, nos preguntamos, sin juzgar nunca? ¿No es la capacidad de juzgar parte de nuestra estructura mental y no es un don de Dios? En la versión de Lucas, al mandato de Jesús: "no juzguéis y no seréis juzgados" le sigue inmediatamente, como para aclarar el sentido de estas palabras, el mandato: "no condenéis y no seréis condenados" (Lc 6, 37). Por lo tanto, no se trata de eliminar el juicio de nuestro corazón, ¡sino de eliminar el veneno de nuestro juicio! Eso es el odio, la condena, el ostracismo.

Fuente:https://www.vaticannews.va/es/vaticano/news/2023-03/primera-predicacion-de-cuaresma-renovar-la-novedad-2023-cantalam.html?fbclid=IwAR3ei_wIzSUUw81aXM8Qyl6UbUGlk_FYEgRW2RYtY_hs81-EscNK790cEoY