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jueves, 16 de marzo de 2023

SEGUNDA PREDICACIÓN DE CUARESMA: “NO ME AVERGÜENZO DEL EVANGELIO QUE ES UNA FUERZA DE DIOS PARA LA SALVACIÓN”



Cardenal Raniero Cantalamessa, Ofm. Cap.

Desde la Evangelii Nuntiandi de San Pablo VI hasta la Evangelii gaudium del actual Sumo Pontífice, el tema de la evangelización ha estado en el centro de atención del Magisterio papal. A ello contribuyeron las grandes encíclicas de san Juan Pablo II, así como la constitución del Pontificio Consejo para la Evangelización, promovido por Benedicto XVI. La misma preocupación se puede ver en el título dado a la constitución para la reforma de la Curia “Praedicate Evangelium” y en la denominación “Dicasterio para la Evangelización”, dada a la antigua Congregación de Propaganda Fide. El mismo propósito se asigna ahora principalmente al Sínodo de la Iglesia. Es a ella, es decir, a la evangelización, a la que quisiera dedicar esta meditación.

La definición más corta y significativa de evangelización es la que leemos en la Primera Carta de Pedro. En ella, los apóstoles son definidos como: “aquellos que os anunciaron el Evangelio en el Espíritu Santo” (1 P 1,12). Allí se expresa lo esencial de la evangelización, es decir, su contenido –“el Evangelio” – y su método – “en el Espíritu Santo”.

Para saber qué significa la palabra “Evangelio”, la forma más segura es preguntarle a quien primero usó esta palabra griega y la hizo canónica en el lenguaje cristiano: al apóstol Pablo. Tenemos la suerte de poseer una exposición de su mano que explica lo que él entiende por “Evangelio”, y es la Carta a los Romanos. Su tema se anuncia con las palabras: “no me avergüenzo del Evangelio, porque es poder de Dios para la salvación a de todo aquel que cree” (Rm 1, 16).

Para el éxito de todo nuevo esfuerzo de evangelización es vital tener claro el núcleo esencial del anuncio cristiano, y nadie lo ha destacado mejor que el Apóstol en los tres primeros capítulos de la Carta a los Romanos. De entender y aplicar su mensaje a la situación actual dependerá, estoy convencido, que de nuestro esfuerzo nazcan hijos de Dios, o si tendremos que repetir amargamente con Isaías: “Hemos concebido, tenemos dolores como si diésemos a luz viento; pero no hemos traído a la tierra salvación, y no le nacerán habitantes al orbe” (Is 26,18).

El mensaje del Apóstol en esos tres primeros capítulos de su Carta se puede resumir en dos puntos: primero, cuál es la situación de la humanidad frente a Dios tras el pecado; segundo, cómo se sale de ella, es decir, cómo uno se salva por la fe y se hace nueva criatura. Sigamos al Apóstol en su razonamiento. Mejor sigamos al Espíritu que habla por medio de él. Cualquiera que haya viajado en avión habrá escuchado de vez en cuando el anuncio: “Abróchense los cinturones porque estamos a punto de entrar en una zona de turbulencias”. La misma advertencia debe hacerse a aquellos que están a punto de leer las siguientes palabras de Pablo.

En efecto, la cólera de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres que aprisionan la verdad en la injusticia; pues lo que de Dios se puede conocer, está en ellos manifiesto: Dios se lo manifestó. Porque lo invisible de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la inteligencia a través de sus obras: su poder eterno y su divinidad, de forma que son inexcusables; porque, habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios ni le dieron gracias, antes bien se ofuscaron en sus razonamientos y su insensato corazón se entenebreció: jactándose de sabios se volvieron estúpidos, y cambiaron la gloria del Dios incorruptible por una representación en forma de hombre corruptible, de aves, de cuadrúpedos, de reptiles. (Rm 1, 18-23)

El pecado fundamental, el objeto primario de la ira divina, se identifica, como puede verse, en la asebeia, es decir, en la impiedad. En qué consiste exactamente esta impiedad, lo explica inmediatamente el Apóstol: consiste en la negativa a “glorificar” y “dar gracias” a Dios. Este hecho de no glorificar y agradecer lo suficiente a Dios nos parece, sí, un pecado, pero no tan terrible y mortal. Necesitamos entender lo que hay detrás, es decir, la negativa a reconocer a Dios como Dios, no dándole la consideración que le corresponde. Consiste, podríamos decir, en “ignorar” a Dios, donde ignorar no significa tanto “no saber que existe” como “hacer como si no existiera”.

En el Antiguo Testamento escuchamos a Moisés clamar al pueblo: “¡Sabed que Dios es Dios!” (cf. Dt 7, 9) y un salmista retoma este grito diciendo: “¡Reconoced que el Señor es Dios: Él nos hizo y nosotros somos suyos!” (Sal 100, 3). Reducido a su núcleo germinal, el pecado es negar este “reconocimiento”; es el intento de la criatura de borrar, por su propia iniciativa, casi con arrogancia, la infinita diferencia que existe entre ella y Dios. El pecado ataca, así, a la raíz misma de las cosas; es un “aprisionar la verdad en la injusticia”. Es algo mucho más oscuro y más terrible de lo que el hombre puede imaginar o decir. Si los hombres supieran en vida, como sabrán en el momento de la muerte, lo que significa rechazar a Dios, morirían de miedo.

Esta negativa se ha concretado, hemos oído, en la idolatría, por la cual se adora a la criatura en lugar del Creador. En la idolatría el hombre no “acepta” a Dios, sino que se hace por sí mismo un dios; es él quien decide sobre Dios, no al revés. Los papeles se invierten: el hombre se convierte en alfarero y Dios en vaso al que modela a su antojo (cf. Rm 9,20). Hoy, este antiguo intento ha adquirido un nuevo aspecto. No consiste en poner algo -ni siquiera uno mismo- en el lugar de Dios, sino en abolir, pura y simplemente, la realidad señalada por la palabra “Dios”. ¡Nihilismo! La Nada en lugar de Dios. Pero no hay necesidad de insistir en esto en este momento; interrumpiría la escucha del Apóstol que, en cambio, prosigue con su sutil razonamiento.

Pablo prosigue su acusación mostrando los frutos que se derivan, a nivel moral, del rechazo de Dios. De él deriva una disolución general de la moral, un verdadero “torrente de perdición” que arrastra a la humanidad a la ruina. Y aquí el Apóstol dibuja un cuadro impresionante de los vicios de la sociedad pagana. Sin embargo, lo más importante a retener de esta parte del mensaje paulino no es esta lista de vicios, presente, entre otras cosas, también entre los moralistas estoicos de la época. Lo desconcertante, a primera vista, es que San Pablo hace de todo este desorden moral, no la causa, sino el efecto de la ira divina. La fórmula que establece esto inequívocamente tres veces seguidas:

Por eso Dios los entregó a la impureza. […] Por eso Dios los ha abandonado a pasiones infames […]. Por cuanto despreciaron el conocimiento de Dios, Dios los entregó a un entendimiento perverso (Rm 1:24.26.28).

Ciertamente Dios no “quiere” tales cosas, pero las “permite” para hacer comprender al hombre adónde conduce su rechazo. “Estas acciones – escribe San Agustín – aunque sean castigo, también son pecados, porque la pena de la iniquidad es de ser, ella misma, iniquidad; Dios interviene para castigar el mal y de su propio castigo brotan otros pecados”. [1]

No hay distinciones ante Dios entre judíos y griegos, entre creyentes y paganos: “Todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios” (Rm 3, 23). El Apóstol tiene tanto interés en aclarar este punto que le dedica todo el segundo capítulo y parte del tercero de su Carta. Es toda la humanidad la que está en esta situación de perdición, no este o aquel individuo o pueblo.

* * *

¿Dónde está en todo esto la actualidad del mensaje del Apóstol de la que yo hablaba? Está en el remedio que san Pablo propone para esta situación que no consiste en emprender una lucha por la reforma moral de la sociedad y por la corrección de sus vicios. Para él sería como querer arrancar un árbol empezando por quitarle las hojas o las ramas más salientes, o preocuparse por eliminar la fiebre, más que por curar el mal que la provoca.

Traducido al lenguaje actual, esto significa que la evangelización no comienza con la moral, sino con el kerygma; en el lenguaje del Nuevo Testamento, no con la Ley, sino con el Evangelio. ¿Y cuál es su contenido, o núcleo? ¿Qué quiere decir Pablo con la palabra “evangelio” cuando dice que “es poder de Dios para todo aquel que cree”? ¿Creer en qué? “¡La justicia de Dios ha sido revelada!” (Rm 3, 21): esto es lo nuevo. No son los hombres que de repente cambiaron de vida y de costumbres y empezaron a hacer el bien. El hecho nuevo es que, en la plenitud de los tiempos, Dios actuó, rompió el silencio, fue el primero en extender su mano al hombre pecador.

Pero escuchemos ahora directamente al Apóstol que nos explica en qué consiste esta “acción” de Dios. Son palabras que hemos leído o escuchado cientos de veces, pero es maravilloso escuchar las melodías de una hermosa sinfonía sobre una y otra vez:

Todos pecaron y están privados de la gloria de Dios – y son justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús, a quien exhibió Dios como instrumento de propiciación por su propia sangre, mediante la fe, para mostrar su justicia, habiendo pasado por alto los pecados cometidos anteriormente, en el tiempo de la paciencia de Dios; en orden a mostrar su justicia en el tiempo presente, para ser el justo y justificador del que cree en Jesús. (Rm 3, 23-26).

Quiero tranquilizar a todos de inmediato: no tengo la intención de dar otro sermón sobre la justificación por la fe. Existe un peligro en el hecho de insistir únicamente en este tema. Lo que Pablo nos presenta no es una doctrina, sino un acontecimiento, más aún, una Persona. No somos salvados genéricamente “por gracia”: somos salvados por la gracia de Cristo Jesús; no somos justificados genéricamente “por la fe”: somos justificados por la fe en Cristo Jesús. Todo ha cambiado “en virtud de la redención realizada por Cristo Jesús”. El verdadero artículo con el que la Iglesia permanece o cae (el famoso articulum stantis et cadentis Ecclesiae) no es una doctrina, sino una Persona.

Me quedo sin palabras cada vez que releo esta parte de la Carta a los Romanos. Después de haber descrito, en los tonos que hemos escuchado, la situación desesperada de la humanidad, el Apóstol tiene el valor de decir que esto ha cambiado radicalmente a causa de lo ocurrido unos años antes, en una parte oscura del Imperio Romano, por un solo hombre, muerto, además, en una cruz. Sólo una moción fuerte del Espíritu Santo, un destello suyo, podría dar a un hombre la audacia de creer y proclamar esta cosa inaudita. Especialmente porque este mismo hombre una vez se “enfurecía” si alguien se atrevía a proclamar tal cosa en su presencia. El diácono Esteban había pagado el precio de su cólera…

En nosotros el susto está amortiguado por veinte siglos de confirmaciones; pero pensemos cómo debieron sonar las palabras del Apóstol a la gente culta de la época. Él mismo era consciente de ello; por esto sintió la necesidad de decir: “No me avergüenzo del Evangelio” (Rm 1, 16). De hecho, uno podría avergonzarse de ello. No entiendo cómo los historiadores honestos pueden creer (como sucedió durante mucho tiempo) que Pablo sacó su certeza de los cultos helenísticos, o no sé de qué otra fuente. ¿Quién había imaginado alguna vez, o podría humanamente imaginar, tal cosa?

* * *

Pero volvamos a nuestra intención específica que es la evangelización. ¿Qué podemos aprender de la Palabra de Dios que acabamos de escuchar? A los paganos, Pablo no les dice que el remedio de su idolatría está en volver a contemplar el universo para volver de las criaturas a Dios; a los judíos, no les dice que el remedio esté en volver a observar mejor la Ley de Moisés. El remedio no está ni arriba ni atrás; está adelante, es acoger “la redención obrada por Cristo Jesús”.

Pablo, a decir verdad, no dice nada completamente nuevo. Si él fuera el autor de este mensaje sin precedentes, tendrían razón quienes dicen que el verdadero fundador del cristianismo es Saulo de Tarso, no Jesús de Nazaret. ¡Pero están equivocados! Pablo no hace más que retomar, adaptándolo a la situación del momento, el anuncio inaugural de la predicación de Jesús: “El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva”. (Mc 1,15). En sus labios “convertíos” no significaba, como en los antiguos profetas y en Juan el Bautista: “¡Volved atrás a la observancia de la Ley y de los mandamientos!”; más bien significa: “Haced un salto adelante; ¡Entrad en el Reino que ha venido gratuitamente entre vosotros! ¡Creed en el Evangelio! Convertirse es creer. “La primera conversión consiste en creer”, escribió Santo Tomás de Aquino: Prima conversio fit per fidem. [2]

Ni el discurso de Jesús ni el discurso de Pablo se acaba, por supuesto, en este punto. En su predicación, Jesús explicará qué implica la acogida del Reino y Pablo dedicará toda la segunda parte de su Carta a enumerar las obras, o virtudes, que deben caracterizar a quienes se han convertido en nuevas criaturas. El kerygma es seguido por la parénesis, es decir, el anuncio por la exhortación. Lo importante es el orden a seguir en la vida y en el anuncio; por dónde empezar, ya que, como decía san Gregorio Magno, “no se llega a la fe a partir de las virtudes, sino a las virtudes a partir de la fe”. [3] Toda iniciativa de evangelización que quiera empezar por reformar las costumbres de la sociedad, antes de intentar cambiar el corazón de la gente, está condenada a acabar en nada, o peor aún, en política.

Pero no hay necesidad de insistir ni siquiera en eso, en este momento. Más bien debemos recoger la enseñanza positiva del Apóstol. ¿Qué le dice la Palabra de Dios a una Iglesia que, aunque herida en sí misma y comprometida a los ojos del mundo, tiene un salto de esperanza y quiere retomar, con nuevo ímpetu, su misión evangelizadora? Dice que es necesario partir de la persona de Cristo, hablar de Él “a tiempo y a destiempo”; nunca dar el discurso sobre Él por completo o supuesto. Jesús no debe estar en el trasfondo, sino en el centro de todo anuncio.

El mundo secular hace todo lo posible (¡y lamentablemente lo logra!) para mantener el nombre de Jesús a distancia, o silenciado, en cada discurso sobre la Iglesia. Nosotros debemos hacer todo lo posible para tenerle siempre presente. No para escondernos detrás de su nombre, sino porque es la fuerza y la vida de la Iglesia. Al comienzo de Evangelii gaudium, leemos estas palabras:

Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso. No hay razón para que alguien piense que esta invitación no es para él (EG, 3).

Que yo sepa, es la primera vez que aparece la expresión “encuentro personal con Jesucristo” en un documento oficial del Magisterio. A pesar de su aparente sencillez, esta expresión encierra una novedad que debemos intentar comprender.

En la pastoral y la espiritualidad católicas, otras formas de concebir nuestra relación con Cristo eran familiares en el pasado. Se hablaba de una relación doctrinal, consistente en creer en Cristo; de una relación sacramental que se realiza en los sacramentos, de una relación eclesial, como miembros del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia; también se hablaba de una relación mística o esponsal reservada para algunas almas privilegiadas. No se hablaba -o al menos no era común hablar- de una relación personal -como entre un yo y un tú- abierta a todo creyente.

Durante los cinco siglos que tenemos a nuestras espaldas -impropiamente llamados “de la Contrarreforma”- la espiritualidad y la pastoral católica han visto con recelo esta forma de concebir la salvación. Se veía el peligro (que no era solamente remoto e hipotético) del subjetivismo, es decir, de concebir la fe y la salvación como un hecho individual, sin una verdadera relación con la Tradición y con la fe del resto de la Iglesia. La multiplicación de corrientes y denominaciones en el mundo protestante no hizo más que fortalecer esta convicción.

Ahora hemos entrado, gracias a Dios, en una nueva etapa en la que nos esforzamos por ver las diferencias, no necesariamente como mutuamente incompatibles y por lo tanto a combatir, sino, en la medida de lo posible, como riquezas podemos compartir. En este nuevo clima se comprende la exhortación a tener una “relación personal con Cristo”. En efecto, esta forma de concebir la fe nos parece la única posible, ya que hace tiempo que la fe ya no es un hecho que se absorbe como niños con la educación familiar y escolar, sino que es fruto de una decisión personal. El éxito de una misión ya no puede medirse por el número de confesiones escuchadas y comuniones distribuidas, sino por el número de personas que han pasado de ser cristianos nominales a cristianos reales, es decir, convencidos y activos en la comunidad.

* * *

Tratemos de comprender en qué consiste realmente este famoso “encuentro personal” con Cristo. Yo digo que es como conocer a una persona en vivo, después de haberla conocido durante años solo a través de la fotografía. Uno puede conocer libros sobre Jesús, doctrinas, herejías sobre Jesús, conceptos sobre Jesús, pero no conocerlo vivo y presente. (Insisto sobre todo en estos dos adjetivos: ¡un Jesús vivo y un Jesús presente!). Para muchos, incluso bautizados y creyentes, Jesús es un personaje del pasado, no una persona viva en el presente.

Ayuda a entender la diferencia lo que sucede en la esfera humana, cuando uno pasa de conocer a una persona a enamorarse de ella. De una mujer o de un hombre se puede saber todo: cómo se llama, cuántos años tiene, qué estudios ha hecho, a qué familia pertenece… Entonces un día le salta una chispa y se enamora de esa mujer o ese hombre. Cambia todo. Quieres estar con esa persona, tenerla para ti, temeroso de desagradarla y no ser digno de ella.

¿Cómo podemos hacer que esa chispa hacia la persona de Jesús se encienda en tantos? No se encenderá en quien escucha el mensaje evangélico si antes no se ha encendido -al menos como deseo, como búsqueda y como propósito- en quien lo anuncia. Ha habido y hay excepciones; la Palabra de Dios tiene fuerza propia y puede actuar, a veces, aunque sea pronunciada por quien no la vive; pero es la excepción.

Para consuelo y aliento de quienes trabajan institucionalmente en el campo de la evangelización, quisiera decirles que no todo depende de ellos. De ellos depende crear las condiciones para que esa chispa se encienda y se propague. Pero ella se enciende en las formas y momentos más inesperados. En la mayoría de los casos que he conocido en mi vida, ese descubrimiento de Cristo que cambia la vida se produjo al encontrarse con alguien que ya había experimentado esa gracia, al participar en una reunión, al escuchar un testimonio, al haber experimentado la presencia de Dios en un momento de gran sufrimiento, y -no puedo callarme, porque es lo que pasó conmigo – habiendo recibido el llamado bautismo del Espíritu.

Aquí vemos la necesidad de confiar cada vez más en los laicos, hombres y mujeres, para la evangelización. Ellos están más insertos en el tejido de la vida en el que suelen darse esas circunstancias. También por la escasez de nuestro número, nos es más fácil a nosotros clérigos ser pastores que pescadores de almas: más fácil pastorear a los que vienen a la Iglesia con la palabra y los sacramentos, que salir al mar a pescar a los que están lejos. Los laicos pueden suplirnos en la tarea de ser pescadores de hombres. Muchos de ellos han descubierto lo que significa conocer a un Jesús vivo y están ansiosos por compartir su descubrimiento con los demás.

Los movimientos eclesiales, que surgieron después del Concilio, fueron para muchos el lugar donde hicieron este descubrimiento. En la homilía de la Misa Crismal del Jueves Santo de 2012, la última de su pontificado, Benedicto XVI afirmó: “Quien mira la historia de la era posconciliar puede reconocer la dinámica de la verdadera renovación, que a menudo ha tomado formas inesperadas en movimientos llenos de vida y que hace casi tangible la inagotable vivacidad de la Santa Iglesia, la presencia y acción eficaz del Espíritu Santo”. Junto a los buenos frutos, algunos de estos movimientos también han producido malos frutos. Uno debe recordar el dicho: “No tires al bebé con el agua del baño”.

Termino con las palabras finales del Itinerario de la mente hacia Dios de san Buenaventura, porque sugieren por dónde empezar para realizar, o renovar, nuestra “relación personal con Cristo” y convertirnos en valientes heraldos de ella:

Esta sabiduría mística secretísima – escribe – nadie la conoce sino quien la recibe; nadie la recibe sino aquellos que la desean; nadie la desea sino aquellos que están inflamados por dentro por el Espíritu Santo enviado por Cristo a la tierra. (4)

Cardenal Raniero Cantalamessa OFM Cap.

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1. Agustín, De natura et gratia, 22,24.
2. Tomas de Aquino, S.Th. I-IIae, q.113, a. 4.
3. Gregorio Magno, Homilias sobre Ezechiel, II, 7 (PL 76, 1018),
4. Buenaventura de Bagnoregio, Itinerarium mentis in Deum, VII, 4.

viernes, 3 de marzo de 2023

PRIMERA PREDICACIÓN DE CUARESMA: ¡RENOVAR LA NOVEDAD!

 




Con la intención de “poner al Espíritu Santo en el centro de toda la vida de la Iglesia y, en particular, en este momento, en el centro de las decisiones sinodales”, se dio inicio la mañana de este viernes, 3 de marzo, a la Primera predicación de Cuaresma para el Papa y los miembros de la Curia Romana, dirigidos por el cardenal Raniero Cantalamessa, Ofm. Cap., Predicador de la Casa Pontificia.

Vatican News.

“La fuerza del amor cristiano reside en el hecho de que es capaz de cambiar el signo incluso del juicio y, de un acto de desamor, convertirlo en un acto de amor. No con nuestras propias fuerzas, sino gracias al amor que ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado”, lo dijo el cardenal Raniero Cantalamessa, Ofm. Cap., Predicador de la Casa Pontificia, en la Primera predicación de Cuaresma para el Papa y los miembros de la Curia Romana, la mañana de este viernes, 3 de marzo de 2023, en el Aula Pablo VI del Vaticano.

La Iglesia y la crisis del Modernismo


Al inicio de las meditaciones para el Papa y los miembros de la Curia Romana, el cardenal Cantalamessa recordó la “amarga lección” que nos ha dejado la historia de la Iglesia a finales del siglo XIX y principios del XX, es decir, el retraso, más aún al rechazo, de tomar nota de los cambios que se estaban produciendo en la sociedad, y de la crisis del Modernismo que fue su consecuencia.

“La falta de diálogo, por un lado, empujó a algunos de los modernistas más conocidos a posiciones cada vez más extremas y, finalmente, heréticas; por otro, privó a la Iglesia de una enorme energía, provocando en ella laceraciones y sufrimientos sin fin, haciéndola que la hicieron retraerse, cada vez más, en sí misma, perdiendo de este modo el ritmo de los tiempos”.

“Ipsa novitas innovanda est”


A pesar de ello, señaló el Predicador, gracias al Concilio Vaticano II la historia y la vida de la Iglesia no se detuvieron. Si la vida de la Iglesia se detuviera, sucedería como un río que llega a una barrera: inevitablemente se convierte en un lodazal o en un pantano.

“No penséis –escribía Orígenes en el siglo III– que basta con renovarse una sola vez; necesitamos renovar la misma novedad: 'Ipsa novitas innovanda est'. Antes que él, el nuevo Doctor de la Iglesia San Ireneo había escrito: La verdad revelada es como un licor precioso contenido en un vaso valioso. Por obra del Espíritu Santo, rejuvenece continuamente y también hace rejuvenecer la vasija que la contiene. El ‘vaso’ que contiene la verdad revelada es la tradición viva de la Iglesia”.

La necesidad de renovación continua


En este sentido, el cardenal Cantalamessa dijo que, esta necesidad de renovación continua no es otra cosa que la necesidad de conversión continua, extendida desde el creyente individual a toda la Iglesia en su componente humano e histórico: la “Ecclesia semper reformanda”.

“Nosotros tenemos un medio infalible para emprender siempre de nuevo el camino de la vida y de la luz: el Espíritu Santo… Antes de dejarlos definitivamente, en el momento de la Ascensión, el Resucitado asegura a sus discípulos la asistencia del Paráclito: "Recibiréis -dice- la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra”.

Poner al Espíritu Santo en el centro de toda la vida de la Iglesia


Por ello, la intención de los cinco sermones de Cuaresma que comenzamos hoy, indicó el Predicador de la Casa Pontificia, es animarnos a poner al Espíritu Santo en el centro de toda la vida de la Iglesia y, en particular, en este momento, en el centro de las decisiones sinodales.

“En otras palabras, retomar la apremiante invitación que el Resucitado dirige, en el Apocalipsis, a cada una de las siete Iglesias de Asia Menor: ‘El que tenga oídos, escuche lo que el Espíritu dice a las Iglesias’ (Ap 2, 7). Es la única manera, entre otras cosas, que tengo para no permanecer completamente ajeno al compromiso en curso con el sínodo”.

El Espíritu Santo guía a los apóstoles y a la comunidad cristiana


En este primer sermón, precisó el cardenal Cantalamessa, me limito a recoger la lección que nos llega de la Iglesia naciente. En otras palabras, quisiera mostrar cómo el Espíritu Santo guió a los apóstoles y a la comunidad cristiana a dar sus primeros pasos en la historia. Cuando las palabras de Jesús antes citadas sobre la asistencia del Paráclito fueron escritas por Juan, la Iglesia ya había tenido experiencia práctica de ella, y es precisamente esta experiencia, nos dicen los exegetas, la que se refleja en las palabras del evangelista.

“Los Hechos de los Apóstoles nos muestran una Iglesia que es, paso a paso, ‘guiada por el Espíritu’. Su guía se ejerce no sólo en las grandes decisiones, sino también en las cosas menores. No es un camino recto y suave, el de la Iglesia naciente. La primera gran crisis es la relativa a la admisión de gentiles en la Iglesia. No hay necesidad de recordar su desarrollo. Sólo nos interesa recordar cómo se resuelve la crisis”.

No se trata de hacer arqueología de la Iglesia, sino de sacar a la luz, siempre de nuevo, el paradigma de toda elección eclesial. De hecho, no cuesta mucho ver la analogía entre la apertura que entonces se tomaba hacia los gentiles, con la que se impone hoy hacia los laicos, especialmente a las mujeres, y a otras categorías de personas.

El papel de los laicos en la Iglesia


Si miramos con detenimiento, es la misma motivación que impulsó a los Padres del Concilio Vaticano II a redefinir el papel de los laicos en la Iglesia, es decir, la doctrina de los carismas.

Además, el mismo Espíritu Santo no sólo santifica y dirige el Pueblo de Dios mediante los sacramentos y los misterios y le adorna con virtudes, sino que también distribuye gracias especiales entre los fieles de cualquier condición, distribuyendo a cada uno según quiere (1 Co 12,11) sus dones, con los que les hace aptos y prontos para ejercer las diversas obras y deberes que sean útiles para la renovación y la mayor edificación de la Iglesia, según aquellas palabras: «A cada uno... se le otorga la manifestación del Espíritu para común utilidad» (1 Co 12,7). Estos carismas, tanto los extraordinarios como los más comunes y difundidos, deben ser recibidos con gratitud y consuelo, porque son muy adecuados y útiles a las necesidades de la Iglesia (LG 12).

La naturaleza jerárquica y también carismática de la Iglesia


Estamos ante el redescubrimiento de la naturaleza no sólo jerárquica sino también carismática de la Iglesia. San Juan Pablo II, en la "Novo millennio ineunte" (n. 45) lo hará aún más explícito al definir a la Iglesia como jerarquía y como koinonía.

“En una primera lectura, la reciente constitución sobre la reforma de la Curia ‘Praedicate Evangelium’ (aparte de todos los aspectos jurídicos y técnicos que desconozco por completo) me dio la impresión de estar dando un paso adelante en esta misma dirección: es decir, en aplicar el principio sancionado por el Concilio a un sector particular de la Iglesia que es su gobierno y a una mayor implicación en él de los laicos y las mujeres”.

Principios inspiradores sobre la práctica eclesial


Pero ahora tenemos que dar todavía un paso más. El ejemplo de la Iglesia apostólica nos ilumina no sólo sobre los principios inspiradores, es decir, sobre la doctrina, sino también sobre la práctica eclesial.

“Nos dice que no todo se resuelve con las decisiones tomadas en un sínodo, o con un decreto. Existe la necesidad de llevar estas decisiones a la práctica, la llamada "recepción" de los dogmas. Y para eso necesitamos tiempo, paciencia, diálogo, tolerancia; a veces incluso compromiso. Cuando se hace en el Espíritu Santo, el compromiso no es ceder, ni rebajar la verdad, sino llevarlo a cabo con caridad y obediencia a las situaciones. ¡Cuánta paciencia y tolerancia tuvo Dios después de dar el Decálogo a su pueblo! ¡Cuánto tiempo tuvo que esperar, y todavía tiene que esperar, para su recepción!”.

Las realidades políticas, sociales y eclesiales


Ante los acontecimientos y las realidades políticas, sociales y eclesiales, nosotros estamos listos para tomar inmediatamente partido por un lado y demonizar, al contrario, a desear el triunfo de nuestra elección sobre la de nuestros adversarios.

“No digo que esté prohibido tener preferencias: en el campo político, social, teológico, etc., o que sea posible no tenerlas. Sin embargo, nunca debemos esperar que Dios se ponga de nuestro lado contra el adversario. Tampoco debemos preguntárselo a quienes nos gobiernan. Es cómo pedirle a un padre que elija entre dos hijos; cómo decirle: “Elige: yo o mi oponente; ¡muestra claramente con quien estás!” ¡Dios está con todos y por eso no está contra nadie! Es el padre de todos”.

La amabilidad y la bondad


Hay una prerrogativa de Dios en la Biblia que a los Padres les encantaba subrayar: la synkatabasis, es decir, la condescendencia. Para San Juan Crisóstomo es una especie de clave para comprender toda la Biblia.

La amabilidad -hoy diríamos también cortesía- es algo distinto de la simple bondad; es ser bueno con los demás. Dios es bueno en sí mismo y es bondadoso con nosotros. Es uno de los frutos del Espíritu (Gal 5,22); es un componente esencial de la caridad (1 Cor 13, 4) y es el marco de un alma noble y superior. Ocupa un lugar central en la exhortación apostólica.

Hacia una Iglesia, un poco más condescendientes y tolerantes


Este año celebramos el cuarto centenario de la muerte de un santo que fue un excelente modelo de esta virtud, en una época también marcada por amargas controversias: San Francisco de Sales. Todos deberíamos volvernos, en la Iglesia, un poco más condescendientes y tolerantes, menos colgados de nuestras certezas personales, conscientes de cuántas veces hemos tenido que reconocer dentro de nosotros mismos que estábamos equivocados sobre una persona o una situación, y cuántas veces nosotros también hemos tenido que adaptarnos a las situaciones. En nuestras relaciones eclesiales, afortunadamente, no existe -ni debe existir- esa propensión a insultar y vilipendiar al adversario que se advierte en ciertos debates políticos y que tanto daño hace a la pacífica convivencia civil.

No condenéis y no seréis condenados


Jesús dice: “No juzguéis, para que no seáis juzgados… ¿Cómo es que ves la brizna que hay en el ojo de tu hermano, y no reparas en la viga que hay en tu ojo? (Mt 7, 1-3). ¿Es posible vivir, nos preguntamos, sin juzgar nunca? ¿No es la capacidad de juzgar parte de nuestra estructura mental y no es un don de Dios? En la versión de Lucas, al mandato de Jesús: "no juzguéis y no seréis juzgados" le sigue inmediatamente, como para aclarar el sentido de estas palabras, el mandato: "no condenéis y no seréis condenados" (Lc 6, 37). Por lo tanto, no se trata de eliminar el juicio de nuestro corazón, ¡sino de eliminar el veneno de nuestro juicio! Eso es el odio, la condena, el ostracismo.

Fuente:https://www.vaticannews.va/es/vaticano/news/2023-03/primera-predicacion-de-cuaresma-renovar-la-novedad-2023-cantalam.html?fbclid=IwAR3ei_wIzSUUw81aXM8Qyl6UbUGlk_FYEgRW2RYtY_hs81-EscNK790cEoY


jueves, 22 de diciembre de 2022

LA PUERTA DE LA CARIDAD

Tercera predicación de Adviento del Cardenal Raniero Cantalamessa, O.F.M. cap.



Viernes, 16 de diciembre de 2022

¿Un Dios para amar o un Dios que ama?


«¡Portones!, alzad los dinteles, que se alcen las puertas eternales: va a entrar el Rey de la gloria» (Sal 24, 7). Santo Padre, Venerados Padres, hermanos y hermanas, en nuestro intento de abrir las puertas a Cristo que viene, hemos llegado a la puerta más interior del “castillo interior”, la de la virtud teologal de la caridad.

Pero, ¿qué significa abrir la puerta del amor a Cristo? ¿Significa, quizás, que tomamos la iniciativa de amar a Dios? Así habrían respondido los filósofos paganos, basándose en la concepción que tenían del amor de Dios: «Dios —decía Aristóteles— mueve el mundo en cuanto es amado» [1]. ¡En cuanto es amado, no en cuanto ama! Este punto de vista filosófico fue completamente invertido en el Nuevo Testamento:

En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo… Nosotros amemos a Dios, porque él nos amó primero (1 Jn 4, 10.19).

Henri de Lubac escribió: «El mundo debe saber: la revelación del Amor cambió todo lo que había concebido de la divinidad» [2]. Hasta el día de hoy no hemos terminado (y nunca terminaremos) de sacar todas sus consecuencias de la revolución evangélica sobre Dios como amor. El Espíritu Santo —nos enseña san Ireneo— renueva continuamente el tesoro de la revelación, junto con el vaso que lo contiene, que es la tradición de la Iglesia. Con su ayuda tratamos de comprender cuál es la consecuencia que hay de descubrir y sobre todo de vivir hacia la virtud teologal de la caridad.

Son innumerables los tratados sobre el deber y los grados del amor de Dios, es decir, sobre el “De amar a Dios”, De diligendo Deo; ¡No conozco tratados sobre el Dios que ama! La Biblia misma es un tratado sobre el Dios que ama; pero, a pesar de esto, casi siempre, cuando hablamos del “amor de Dios”, Dios es el objeto, no el sujeto del amor.

Ahora bien, es muy cierto que amar a Dios con todas las fuerzas es “el primer y mayor mandamiento”. Esto es ciertamente lo primero en el orden de los mandamientos; ¡pero el orden de los mandamientos no es el primer orden, el que está por encima de todo! Antes del orden de los mandamientos, está el orden de la gracia, es decir, del amor gratuito de Dios. El mandamiento mismo se funda en el don; el deber de amar a Dios se basa en ser amados por Dios: “Nosotros amamos porque él nos amó primero”, nos acaba de recordar el evangelista Juan. Esta es la novedad de la fe cristiana con respecto a cualquier ética basada en el “deber”, o en el “imperativo categórico”. Nunca debemos perderlo de vista.

Hemos creído en el amor de Dios


Abrir la puerta del amor a Cristo significa, pues, algo muy específico: acoger el amor de Dios, creer en el amor. «Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él», escribe Juan en el mismo contexto (1 Jn 4, 16). La Navidad es la manifestación —literalmente, la epifanía— de la bondad y el amor de Dios por el mundo: «Se ha manifestado (epephane) la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres, escribe San Pablo. Y otra vez: «Se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador y su amor al hombre» (Tit 2, 11; 3, 4).

Lo más importante que se debe hacer en Navidad es recibir con asombro el don infinito del amor de Dios. Cuando se recibe un regalo, no es delicado presentar inmediatamente con la otra mano su propio regalo, tal vez ya preparado de antemano. Uno inevitablemente da la impresión de querer pagar de inmediato. Primero, es necesario honrar el regalo que se recibe y su donante, con asombro y gratitud. Después —casi avergonzándose y con modestia— uno puede abrir su regalo, como si fuese una nada, comparado a lo que se ha recibido. (¡Para Dios, nuestro regalo es, en realidad, menos que nada!).

Lo que debemos hacer, ante todo, en Navidad es creer en el amor de Dios por nosotros. El acto de caridad tradicional, al menos en el rezo privado y personal, a veces no debería comenzar con las palabras: “Dios mío, te amo con todo mi corazón”, sino: “Dios mío, creo con todo mi corazón que me amas”.

Parece algo fácil. En cambio, es una de las cosas más difíciles del mundo. El hombre tiende más a ser activo que pasivo, a hacer que a dejarse hacer. Inconscientemente no queremos ser deudores, sino acreedores. Sí, queremos el amor de Dios, pero como recompensa, más que como regalo. De este modo, sin embargo, se produce insensiblemente un desplazamiento y un vuelco: en primer lugar, por encima de todo, en el lugar del don, se pone el deber, en el lugar de la gracia, la ley, en el lugar de la fe, obras.

“¡Hemos creído en el amor que Dios nos tiene!” Este es un grito para el cual debemos reunir todas nuestras fuerzas y ser violentos. Yo lo llamo “fe incrédula”: fe que no puede convencerse de lo que cree, aunque lo crea. Dios —el Eterno, el Ser, el Todo— me ama y me cuida, ¡pequeña nada perdida en la inmensidad del universo y de la historia! Solo podemos exclamar con el poeta Leopardi: «Y naufragar me es dulce en este mar» [3].

Hay que volverse niño para creer en el amor. Los niños creen en el amor, pero no en base a razonamientos. Por instinto, por naturaleza. Nacen llenos de confianza en el amor de sus padres. Les piden a sus padres las cosas que necesitan, tal vez incluso pateando, pero la suposición tácita no es que se lo hayan ganado; es que ellos son los hijos y que un día serán los herederos de todo. Es sobre todo por eso que Jesús recomienda tantas veces hacerse como niños para entrar en su Reino.

Pero no es fácil volver a ser niño. La experiencia, la amargura, las desilusiones de la vida nos hacen cautelosos, prudentes, a veces cínicos. Todos somos un poco como Nicodemo. «¿Cómo puede nacer un hombre siendo viejo?» (Jn 3, 4). ¿Cómo podemos emocionarnos de nuevo, asombrarnos en Navidad como los niños? Pero, ¿qué le respondió Jesús a Nicodemo? «En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el reino de Dios» (Jn 3, 5).

Esto no es el resultado del esfuerzo y de la iniciativa nuestra, no es una excitación momentánea del corazón; es la obra del Espíritu Santo. Jesús no habla aquí sólo del bautismo; al menos no sólo el bautismo en agua. Se trata de un renacimiento y de un bautismo “en el Espíritu”, o “de lo alto” (Jn 3, 3), que puede renovarse varias veces a lo largo de la vida. Fue lo que vivieron los apóstoles y discípulos en Pentecostés y que también nosotros debemos desear para conocer en alguna medida ese “nuevo Pentecostés” que el Papa San Juan XXIII pidió a Dios para toda la Iglesia al anunciar el Concilio.

Lo esencial de Pentecostés está contenido en estas palabras del versículo 4 del segundo capítulo de los Hechos: «Se llenaron todos de Espíritu Santo». ¿Qué significa esta breve frase que hemos escuchado miles de veces? «Se llenaron todos de Espíritu Santo»: está bien: pero ¿qué es el Espíritu Santo? Es el amor —dice la teología— con el que el Padre ama al Hijo y con el que el Hijo ama al Padre. Decimos más libremente: es la vida, la dulzura, el fuego, todo lo que fluye en la Trinidad, porque el amor es todas estas cosas juntas y en grado infinito.

Así que decir que «se llenaron todos de Espíritu Santo” es como decir que todos fueron llenos del amor de Dios. Tuvieron una experiencia exhilarante de ser amados por Dios. Al morir, Cristo había destruido la pared divisoria del pecado y ahora el amor de Dios pudo finalmente derramarse sobre los apóstoles y discípulos, sumergiéndolos en un océano de paz y felicidad. Al decir que «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rom 5, 5), San Pablo sólo describe —de forma sintética más que narrativa— el acontecimiento de Pentecostés, actualizado, para cada uno, en el bautismo.

El amor de Dios tiene un aspecto objetivo que llamamos gracia santificante o caridad infus; pero implica también un elemento subjetivo, una repercusión existencial, como está en la naturaleza misma del amor. No era, como estamos acostumbrados a pensar, algo puramente objetivo u ontológico, de lo cual la persona no tiene conciencia. ¡El regalo del “nuevo corazón” no sucedió bajo anestesia general, como los trasplantes de corazón normales! Lo vemos por el cambio repentino que se produce en ellos. No más miedos, rivalidad, timidez; hombres nuevos, dispuestos a emprender los caminos del mundo y dar la vida por Cristo.

“La caridad edifica”


El discurso sobre la virtud teologal del amor ciertamente no termina en este punto. Sería un discurso inacabado, como una prótasis a la que no sigue la apódosis. La prótasis es: “Si Dios nos amara tanto…”; la apódosis, o la consecuencia, es: “también nosotros debemos amarlo y amarnos los unos a los otros”. Pero tenemos tantas oportunidades de hablar del ejercicio de la caridad que por una vez podemos dejar de lado el “deber” para ocuparnos sólo del “don”. Me limitaré entonces a unas breves consideraciones sobre las implicaciones eclesiales y sociales de la virtud teologal de la caridad.

Se dice de ella que “edifica”: «El conocimiento engríe, mientras que el amor edifica» (1 Cor 8, 1). Ante todo, edifica el edificio de Dios que es la Iglesia. «Realizando la verdad en el amor, hagamos crecer todas las cosas hacia él, que es la cabeza: Cristo, del cual todo el cuerpo […] se procura el crecimiento del cuerpo, para construcción de sí mismo en el amor» (Ef. 4, 15-16).

La caridad es lo que constituye la realidad invisible de la Iglesia, la societas sactorum, o comunión de los santos, como la llama Agustín. Es la realidad del sacramento (la res sacramenti), el sentido del signo que es la Iglesia visible. «La caridad permanece», dice San Pablo (1 Cor 13,13). Es lo único que permanece. Una vez que cesan las Escrituras, la fe, la esperanza, los carismas, los ministerios y todo lo demás, queda la caridad. Todo desaparecerá, como cuando se desmonta el andamio que sirvió para construir un edificio y este aparece en todo su esplendor.

Durante cierto tiempo, en la antigüedad, toda la realidad de la Iglesia se designaba con el simple término de caridad, ágape. Esto trae inmediatamente a la mente la famosa frase de San Ignacio de Antioquía: «La Iglesia de Roma es la que preside la caridad (ágape)» [4]. Esta frase suele usarse en función de la primacía de Roma y del Papa. Pero ella afirma no sólo el hecho de la primacía (“preside”), sino también su naturaleza, o el modo de ejercerla (“en la caridad”). Es lo que hizo la Iglesia de Roma en sus mejores momentos y que ciertamente se esfuerza hacer hoy, habiendo elegido —también en la nueva constitución Praedicate Evangelium— el diálogo fraterno, la sinodalidad y el servicio como método de gobierno.

Sin embargo, la caridad no sólo edifica a la sociedad espiritual que es la Iglesia, sino también a la sociedad civil. En su obra La ciudad de Dios, san Agustín explica que en la historia coexisten dos ciudades: la ciudad de Satanás, simbolizada por Babilonia [5], y la ciudad de Dios, simbolizada por Jerusalén. Lo que distingue a las dos compañías es el amor diferente que las anima. La primera tiene como móvil el amor de sí mismo llevado hasta el desprecio de Dios (amor sui usque ad contemptum Dei), la segunda tiene como móvil el amor de Dios llevado hasta el desprecio de uno mismo (amor Dei usque ad contemptum sui).

La oposición, en este caso, es entre el amor de Dios y el amor de uno mismo. En otra obra, sin embargo, San Agustín corrige parcialmente este contraste, o al menos lo equilibra. El verdadero contraste que caracteriza a las dos ciudades, dice, no es entre el amor de Dios y el amor a uno mismo. Estos dos amores, correctamente entendidos, pueden —de hecho, deben— existir juntos. No, el verdadero contraste es interno al amor propio, y es la contradicción entre el amor exclusivo a uno mismo —amor privatus, como él lo llama— y el amor al bien común —amor socialis [6]. Es el amor privado —es decir, el egoísmo— el que crea la ciudad de Satanás, Babilonia, y es el amor social el que crea la ciudad de Dios donde reina la armonía y la paz.

El sentimiento social nació en el suelo regado por el Evangelio, y es extraño que en los tiempos modernos se haya utilizado esta conquista como argumento para echarle en cara al cristianismo. En los primeros siglos y a lo largo de la Edad Media, el medio por excelencia, para actuar en el campo social y para salir al encuentro de los pobres, era la limosna. Es un valor bíblico y siempre conserva su actualidad. Sin embargo, ya no puede proponerse como la forma ordinaria de practicar el amor social, o el amor al bien común, porque no salvaguarda la dignidad de los pobres y los mantiene en su estado de dependencia.

Corresponde a políticos y economistas iniciar procesos estructurales que reduzcan la escandalosa brecha entre un pequeño número de mega-ricos y la muchedumbre sinfín de los desposeídos de la tierra. El medio ordinario para los cristianos es crear las condiciones en el corazón del hombre para que esto suceda. Para los implicados en el sector social, se trata de promover la llamada “doctrina social de la Iglesia”. Para los empresarios cristianos, por ejemplo, significa crear puestos de trabajo, como reiteró el Santo Padre en el encuentro de Asís del pasado mes de septiembre, a los jóvenes economistas que se inspiran en su enseñanza social.

Solo el amor puede salvarnos


Antes de concluir, me gustaría mencionar otro efecto benéfico de la virtud teologal de la caridad en la sociedad en la que vivimos. La gracia, dice un famoso axioma teológico, presupone la naturaleza; no la destruye, sino que la perfecciona [7]. Aplicado a la tercera virtud teologal, esto significa que la caridad presupone la capacidad y predisposición natural del ser humano para amar y ser amado. Esta capacidad puede salvarnos hoy de una tendencia en curso que conduciría, si no se corrige, a una verdadera “deshumanización”.

Participé en un debate público en Londres hace unos años. El moderador planteaba una serie de preguntas a varios teólogos, incluido un profesor de teología de la Universidad Americana de Yale, un obispo y un teólogo anglicanos y yo mismo. La pregunta crucial era la siguiente. Después de reemplazar las habilidades operativas del hombre con robots, la técnica ahora está a punto de reemplazar sus habilidades mentales con inteligencia artificial. ¿Qué queda, pues, de lo propio y exclusivo del ser humano? ¿Todavía hay razón para considerarlo por separado en el universo? ¿Sigue siendo indispensable, o no del todo dañino, por la naturaleza?

Cuando me tocó a mí responder, con mi inglés pobre y entrecortado, añadí una simple reflexión. Estamos trabajando, dije, en una computadora que piensa: pero ¿podemos imaginar una computadora que ama, que se conmueve con nuestras penas y se regocija con nuestras alegrías? Podemos concebir una inteligencia artificial, pero ¿podemos concebir un amor artificial? Quizá sea entonces precisamente aquí donde debamos situar lo específico de lo humano y su atributo inalienable. Para un creyente bíblico, hay una razón que explica este hecho: ¡es que fuimos creados a imagen de Dios, y «Dios es amor» (1 Jn 4, 8)!

A pesar de todos nuestros errores y fechorías, ¡los humanos no somos, y nunca seremos, inútiles en la tierra! Al final de sus reflexiones filosóficas sobre el peligro de la tecnología para el hombre moderno, Martin Heidegger, casi tirando la toalla, exclamó: “¡Solo un dios puede salvarnos!” [8]. Podemos parafrasear: ¡Solo el amor puede salvarnos! El amor de Dios, sin embargo, ciertamente no el nuestro.

“Un niño nació para nosotros”


Volvamos ahora nuestros pensamientos a la Navidad que está sobre nosotros. Con la venida de Cristo, el gran río de la historia ha llegado a una “esclusa” y retoma su curso en un nivel más alto. «Lo viejo ha pasado, ha comenzado lo nuevo» (2 Cor 5, 17). Se llena la gran “brecha” que separaba a Dios del hombre, al Creador de la criatura. No en vano, a partir de entonces, la historia humana se divide en “antes de Cristo” y “después de Cristo”.

Hay imágenes navideñas ingenuas, pero con un significado profundo. En ellos vemos al Niño Jesús que, descalzo, sus pies en la nieve y un farol en la mano, de noche, después de llamar, espera delante de una puerta. Los paganos imaginaban el amor como un niño al que dieron el nombre de Eros. Era una representación simbólica, de hecho un ídolo. Sabemos que el amor se ha hecho verdaderamente niño; que ahora es una realidad, un evento, de hecho una persona. «El amor del Padre se hizo carne», así parafrasea el versículo de Juan 1, 14 un autor del siglo II [9]. El amor se hizo realmente niño: el niño Jesús.

«Mira, estoy de pie a la puerta y llamo. Si alguien escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (Ap 3, 20). Abramos la puerta del corazón a ese Niño que llama. Lo más hermoso que podemos hacer en Navidad no es, decía, ofrecernos algo a Dios, sino acoger con asombro el don que Dios Padre hace al mundo de su propio Hijo.

Cuenta una leyenda que entre los pastores que fueron a ver al Niño en Nochebuena, había un pastorcillo tan pobre que no tenía nada que ofrecer a su Madre, y se hizo a un lado avergonzado. Todos compitieron para darle a María su regalo. La Madre no podía contenerlos a todos, teniendo que regir al Niño Jesús en sus brazos. Entonces, viendo al pastorcito junto a él con las manos vacías, toma al Niño y lo pone en sus brazos. No tener nada fue su suerte. ¡Hagamos que sea también nuestra suerte!

Unámonos al asombro y al gozo de la liturgia que en Navidad repite —como un hecho consumado y ya no como una simple profecía— las palabras de Isaías (9, 5):

Porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado:
lleva a hombros el principado, y es su nombre:
«Maravilla de Consejero, Dios fuerte,
Padre de eternidad, Príncipe de la paz».

Santo Padre, Venerables Padres, hermanos y hermanas: ¡FELIZ NAVIDAD!


[1] ARISTÓTELES, Metafísica, XII, 7, 1072b.
[2] HENRI DE LUBAC, Histoire et Esprit, Aubier, Paris 1950, cap. V.
[3] GIACOMO LEOPARDI, L’infinito.
[4] IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Lettera ai Romani, saluto iniziale.
[5] AGUSTÍN, De civitate Dei, 14,28.
[6] Cf. AGUSTÍN, De Genesi ad litteram, 11, 15, 20 (PL 32, 582).
[7] Cf. TOMÁS DE AQUINO, S.Th. I, q. 2. a. 2 ad 1 (gratia [praesupponit] naturam”); I, q. 1, a. 8, ad 2 (gratia non tollit naturam, sed perficit).
[8] MARTIN HEIDEGGER, Antwort. Martin Heidegger im Gespräch, Gesamtausgabe, vol. 16, Frankfurt 1975.
[9] Evangelium Veritatis, 23 (I Vangeli gnostici, a cura di L. Moraldi, Milano, Adelphi, 1984, p. 33).

Fuente: https://iglesiaactualidad.wordpress.com/2022/12/16/tercera-predicacion-de-adviento-del-cardenal-raniero-cantalamessa-3/

sábado, 17 de diciembre de 2022

LA PUERTA DE LA ESPERANZA

Segunda predicación de Adviento del cardenal Raniero Cantalamessa



Viernes, 9 de diciembre de 2022

Esperando la bendita esperanza


«¡Portones!, alzad los dinteles, que se alcen las puertas eternales: va a entrar el Rey de la gloria» (Sal 24, 7). Hemos tomado este versículo del salmo como hilo conductor de las meditaciones de Adviento sobre las virtudes teologales: la fe, la esperanza y la caridad. El templo de Jerusalén – leemos en los Hechos de los Apóstoles – tenía una puerta llamada «Hermosa» (Hch 3, 2). El templo de Dios que es nuestro corazón tiene también una puerta “hermosa”, y es la puerta de la Esperanza. Esta es la puerta que hoy queremos intentar abrir a Cristo que viene.

¿Cuál es el objeto propio de la “bienaventurada esperanza”, que proclamamos estar “esperando” en cada Misa? Para darnos cuenta de la novedad absoluta que trajo Cristo en este campo, necesitamos colocar la revelación del Evangelio en el contexto de las creencias antiguas sobre el más allá.

Sobre este punto, incluso el Antiguo Testamento no tenía respuesta para dar. Es bien sabido que sólo hacia el final del mismo hay alguna declaración explícita sobre una vida después de la muerte. Antes de eso, la creencia de Israel no difería de la de los pueblos vecinos, especialmente los de Mesopotamia. La muerte acaba con la vida para siempre; todos terminamos, buenos y malos, en una especie de lúgubre “fosa común” que entre otros pueblos se llama Arallu y en la Biblia Sheol. No es diferente la creencia dominante en el mundo grecorromano contemporáneo del Nuevo Testamento que llama a ese triste lugar de sombras Infierno, o Hades.

Lo grande que distingue a Israel de todos los demás pueblos es que siguió, a pesar de todo, creyendo en la bondad y el amor de su Dios; no atribuyó la muerte, como hacían los babilonios, a la envidia de la divinidad que reserva la inmortalidad a sí misma, sino al pecado del hombre (Gén 3), o simplemente a la propia naturaleza mortal. En ciertos momentos, el hombre bíblico no calló, es cierto, su propio desconcierto ante un destino que parecía no hacer distinción entre justos y pecadores. Sin embargo, Israel nunca se ha rebelado. En algunos de sus salmos parece haber llegado, incluso, a desear y vislumbrar la posibilidad de una relación con Dios más allá de la muerte: un ser «arrancado de lo sheol» (Sal 49, 16), «estar siempre con Dios» (Sal 73, 23) y «saciarse de alegría en su presencia» (Sal 16, 11).

Cuando, hacia fines del Antiguo Testamento, esta expectativa, madurada en el subsuelo del alma bíblica, finalmente sale a la luz, no se expresa, a la manera de los filósofos griegos, como la supervivencia del alma inmortal que, liberado del cuerpo, vuelve al mundo celestial del que procede. En armonía con la concepción bíblica del hombre, como unidad inseparable de alma y cuerpo, la supervivencia consiste en la resurrección -cuerpo y alma- de la muerte (Dan 12, 2-3; 2 Mac 7, 9).

Jesús trajo repentinamente esta certeza a su mediodía y —lo que más importa— después de anunciarla en parábolas y dichos (como el de la respuesta a los saduceos sobre la mujer desposada con siete maridos: Mt 22, 30) —dio la prueba irrefutable resucitándose él mismo de entre los muertos. ¡Después de él, para el creyente, la muerte ya no es un aterrizaje, sino un despegue!

El regalo más hermoso y más preciado que la Reina Isabel II de Inglaterra dejó a su nación y al mundo, después de 70 años de reinado, fue su esperanza cristiana en la resurrección de los muertos. En el rito fúnebre, seguido en directo por casi todos los poderosos de la tierra y, por televisión, por cientos de millones de personas, se proclamaron, por su voluntad expresa, en primera lectura, las siguientes palabras de Pablo:

La muerte ha sido absorbida en la victoria. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón? El aguijón de la muerte es el pecado, y la fuerza del pecado, la ley. ¡Gracias a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo! (1 Cor 15, 54-57).

Y, en el Evangelio, siempre por su voluntad, las palabras de Jesús:

En la casa de mi Padre hay muchas moradas […]. Cuando vaya y os prepare un lugar, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis también vosotros (Jn 14, 2-3).

La esperanza, una virtud activa


Precisamente porque aún estamos inmersos en el tiempo y el espacio, nos faltan las categorías necesarias para representarnos en qué consiste esta “vida eterna” con Dios; es como intentar explicarle a un ciego de nacimiento qué es la luz. San Pablo simplemente dice:

Se siembra un cuerpo sin gloria, resucita glorioso; se siembra un cuerpo débil, resucita lleno de fortaleza; se siembra un cuerpo animal, resucita espiritual. Si hay un cuerpo animal, lo hay también espiritual (1 Cor 15, 43-44).

Desde esta vida, algunos místicos han tenido la gracia de experimentar unas gotas del océano infinito de alegría que Dios tiene preparado para su pueblo; pero todos unánimemente afirman que nada puede decirse de ella con palabras humanas. El primero de ellos es el apóstol Pablo. Él confiesa a los corintios que fue raptado, catorce años antes, al “tercer cielo”, en el paraíso, y haber oído «palabras inefables, que un hombre no es capaz de repetir» (2 Cor 12, 2-4). El recuerdo que le dejó aquella experiencia es perceptible en lo que escribe en otra ocasión: «Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman» (1 Cor 2, 9).

Pero dejemos de lado lo que será en el más allá (del que tan poco podemos decir) y pasemos al presente de nuestra vida. Reflexionar sobre la esperanza cristiana significa reflexionar sobre el sentido último de nuestra existencia. Una cosa es común a todos: el anhelo y el vivir “bien”. Sin embargo, en cuanto se intenta comprender qué se entiende por “bien”, inmediatamente surgen dos clases de personas: los que piensan sólo en el bien material y personal y los que también piensan al bien moral y al bien común.

En cuanto a lo primero, el mundo no ha cambiado mucho desde la época de Isaías y san Pablo. Ambos señalan el dicho que corría en su tiempo: «Comamos y bebamos que mañana moriremos» (Is 22, 13; 1 Cor 15, 32). Más interesante es intentar comprender a quienes se proponen -al menos como ideal- “vivir bien” no sólo material e individualmente, sino también moralmente y junto a los demás. Hay sitios en internet donde se entrevistan a personas mayores sobre cómo, al llegar el atardecer, evalúan la vida que han vivido. Son, en general, hombres y mujeres que han vivido una vida rica y digna, al servicio de la familia, la cultura y la sociedad, pero sin ninguna referencia religiosa. Intentar hacer creer a la gente que uno es feliz por haber vivido así, es patético. La tristeza de haber vivido — ¡y de pronto no vivir más!—, escondida por las palabras, grita desde sus ojos.

San Agustín expresó el núcleo del problema: «¿De qué sirve vivir bien, si no se da para vivir siempre?» [1]. Antes que él, Jesús había dicho: «¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero si se pierde o se arruina a sí mismo?» (Lc 9, 25). Aquí es donde encaja la respuesta de la esperanza teológica, y en qué se diferencia. Nos asegura que Dios nos creó para la vida, no para la muerte; que Jesús vino a revelarnos la vida eterna ya garantizarla con su resurrección.

Hay que subrayar una cosa para no caer en un peligroso malentendido. Vivir “siempre” no se opone a vivir “bien”. La esperanza de la vida eterna es lo que la hace hermosa, o al menos aceptable, también la vida presente. Todos en esta vida tenemos nuestra parte de sufrimiento, creyentes y no creyentes. Pero una cosa es sufrir sin saber con qué fin, y otra sufrir sabiendo que «los sufrimientos de ahora no se pueden comparar con la gloria que un día se nos manifestará» (Rom 8, 18).

Dar razón de la esperanza


La esperanza teológica tiene un papel importante que desempeñar en relación con la evangelización. Uno de los factores determinantes de la rápida difusión de la fe, en los primeros tiempos del cristianismo, fue el anuncio cristiano de una vida después de la muerte infinitamente más plena y gozosa que la terrena.

El emperador romano Adriano se había construido villas espectaculares en varias partes del mundo y había preparado lo que ahora es Castel Sant’Angelo, a tiro de piedra de aquí, como su mausoleo. Cerca de la muerte escribió una especie de epitafio para su tumba [2]. En él, hablando a su alma, la exhortaba a echar una última mirada a las bellezas y los recreos de este mundo, porque —le dijo— estáis a punto de descender «a lugares incoloros, arduos y desnudos». ¡Infierno! Uno puede imaginar el choque espiritual que debió causar, en una atmósfera como esta, el anuncio de una vida infinitamente más plena y gozosa que la que se quedó con la muerte. Esto explica por qué la idea y los símbolos de la vida eterna son tan frecuentes en los entierros cristianos de las catacumbas.

En la Primera Carta de San Pedro, la actividad de la Iglesia hacia el exterior, es decir, la propagación del mensaje, se presenta como “dar razón de su esperanza”: «Glorificad a Cristo el Señor en vuestros corazones, dispuestos siempre para dar explicación a todo el que os pida una razón de vuestra esperanza» (1 Pe 3, 15). Leyendo los relatos posteriores a la Pascua, se tiene el sentimiento de que la Iglesia nace de un movimiento de «esperanza viva» (1 Pe 1, 3) y con esta esperanza los apóstoles partieron a la conquista del mundo.

También hoy necesitamos una regeneración de la esperanza si queremos emprender una nueva evangelización. Nada se hace sin esperanza. Los hombres van donde hay un aire de esperanza y huyen de donde no sienten su presencia. La esperanza es lo que da a los jóvenes el coraje para formar una familia o para seguir una vocación religiosa y sacerdotal, que los aleja de las drogas y otros similares remedios a la desesperación.

La carta a los Hebreos compara la esperanza con un «ancla del alma, segura y firme, que penetra más allá de la cortina» (Heb 6, 18-19). «Segura y firme» porque arrojada a la eternidad. Pero también tenemos otra imagen de esperanza, en cierto sentido opuesta: la vela. Si el ancla es lo que da seguridad al barco y lo mantiene firme entre el vaivén del mar, la vela es la que lo hace caminar y avanzar en el mar. Ambas cosas forjan la esperanza en la barca de la Iglesia.

En comparación con el pasado, hoy nos encontramos en una situación ventajosa en cuanto a la esperanza. Ya no tenemos que perder nuestro tiempo defendiendo la esperanza cristiana de los ataques externos; podemos por tanto hacer lo más útil y fecundo que es anunciarla, ofrecerla e irradiarla en el mundo. Hacer de la esperanza no tanto un discurso apologético como un discurso kerigmático.

Echemos un vistazo a lo que ha sucedido con respecto a la esperanza cristiana desde hace más de un siglo. Al principio fue el ataque frontal de hombres como Feuerbach, Marx, Nietzsche. La esperanza cristiana fue, en muchos casos, el blanco directo de su crítica. Vida eterna, más allá, paraíso: todas estas cosas eran vistas como la proyección ilusoria de los deseos y necesidades insatisfechas del hombre en este mundo, como un “desperdiciar en el cielo los tesoros destinados a la tierra”. Los cristianos trataban de defender el contenido de la esperanza cristiana, a menudo con malestar mal disimulado. La esperanza cristiana estaba “en minoría”. Rara vez se hablaba y predicaba de la vida eterna.

Después, sin embrago, de haber demolido la esperanza cristiana, la cultura atea marxista no tardó en darse cuenta de que las personas humanas no podían quedarse sin esperanza. Y aquí inventó el “Principio Esperanza” [3]. Con ella, la cultura marxista no pretendía haber demolido la esperanza cristiana, sino, peor aún, haberla superado y ser su legítima heredera. Para el autor del “Principio esperanza” (¡“principio”, ojo, no virtud!) es cierto que la esperanza es vital para el hombre. Su papel es “la revelación del hombre oculto”, es decir, de las posibilidades aún latentes de la humanidad. La manifestación del Hijo del hombre, Cristo, es reemplazada por la manifestación del hombre oculto, la parusía es reemplazada por la utopía.

Durante un par de décadas, recuerdo, no se hablaba de otra cosa en las universidades y muchos cristianos se entusiasmaban de que hubiera alguien del otro lado que aceptara tomar en serio la esperanza y establecer un diálogo. Sobre todo, porque la inversión era tan sutil y el lenguaje a menudo similar. La patria celestial se convertía en la “patria de la identidad”; no el lugar donde el hombre finalmente ve, cara a cara, a Dios, sino donde ve al verdadero hombre, aquel en quien se realiza la perfecta identidad entre lo que puede ser y lo que es. La llamada “teología de la esperanza” nació como respuesta a este desafío, aceptando, lamentablemente, a veces, su enfoque. Lo que menos se percibe en todos estos escritos es precisamente lo que Pedro llama «esperanza viva» (1 Pe, 1, 3), el estremecimiento de la esperanza. No es vida, sino ideología.

Ahora, dije, la situación ha cambiado en parte. La tarea que tenemos ante nosotros, con respecto a la esperanza, ya no es la de defenderla y justificarla filosófica y teológicamente, sino la de anunciarla, mostrarla y dársela a un mundo que ha perdido el sentido de la esperanza y está hundiéndose cada vez más en el pesimismo y el nihilismo que es el verdadero “agujero negro” del universo.

Gaudium et spes

Una forma de hacer activa y contagiosa la esperanza es la formulada por san Pablo cuando dice que «la caridad todo lo espera» (1 Cor 13, 7). Esto se aplica no solo al individuo, sino también a toda la Iglesia. La Iglesia todo lo espera, todo lo cree, todo lo soporta. No puede limitarse a denunciar las posibilidades del mal que existen en el mundo y en la sociedad. Ciertamente, no debemos descuidar el miedo al castigo y al infierno y dejar de advertir a las personas sobre la posibilidad de daño que conlleva una acción o situación, como las heridas causadas al medio ambiente. La experiencia, sin embargo, muestra que se logra más positivamente, al insistir en las posibilidades del bien; en términos evangélicos, predicando la misericordia. El mundo moderno nunca se ha mostrado tan bien dispuesto hacia la Iglesia y tan interesado en su mensaje, como en los años del Concilio. Y la razón principal es que el Concilio daba esperanza.

Pero de esta manera, ¿no nos exponemos -se dice- a desilusionarnos y a parecer ingenuos? Esta es la gran tentación contra la esperanza, sugerida por la prudencia humana, o por el miedo a ser desmentidos por los hechos y es lo que sucede en parte también con el Concilio. Como si atreverse a hablar de “alegría y esperanza” (gaudium et spes) hubiera sido una ingenuidad de la que incluso deberíamos avergonzarnos un poco. Esto es lo que muchos pensaron del Papa Juan en su anuncio del Concilio.

Debemos retomar el movimiento de esperanza iniciado por el Concilio. La eternidad es una medida muy grande; nos permite esperar en todos, no abandonar a nadie sin esperanza. El Apóstol dio a los cristianos de Roma el mandato de abundar en esperanza. «Que el Dios de la esperanza os colme de alegría y de paz viviendo vuestra fe, para que desbordéis de esperanza por la fuerza del Espíritu Santo» (Rom 15, 13).

La Iglesia no puede dar mejor don al mundo que darle esperanza, no esperanzas humanas, efímeras, económicas o políticas, sobre las que no tiene competencia específica, sino esperanza pura y simple, la que también, sin saberlo, tiene la eternidad como su horizonte y como garante Jesucristo y su resurrección. Será entonces esta esperanza teologal la que actuará como resorte de todas las demás legítimas esperanzas humanas. Cualquiera que haya visto a un médico visitar a un enfermo grave sabe que el mayor alivio que puede brindarle, mejor que todos los medicamentos, es decirle: “¡El médico espera; tiene buenas esperanzas para ti!”.

La esperanza, así entendida, transforma todo lo que toca. Su efecto se describe bellamente en este pasaje de Isaías:

Se cansan los muchachos, se fatigan,
los jóvenes tropiezan y vacilan;
pero los que esperan en el Señor
renuevan sus fuerzas,
echan alas como las águilas,
corren y no se fatigan,
caminan y no se cansan (Is 40, 30-31).

Dios no promete quitar las razones del cansancio y el agotamiento, pero da esperanza. La situación sigue siendo en sí misma la que era, pero la esperanza da la fuerza para superarla. En el Apocalipsis leemos que «cuando vio el dragón que había sido precipitado a la tierra, persiguió a la mujer que había dado a luz al hijo varón. Y le fueron dadas a la mujer las dos alas de la gran águila, para que volara al desierto, a su lugar» (Ap 12, 13-14). La imagen de las alas del águila está claramente inspirada en el texto de Isaías. Entonces se dice que las grandes alas de la esperanza han sido dadas a toda la Iglesia, para que con ellas pueda, cada vez, escapar de los ataques del mal, vencer con entusiasmo las dificultades.

«¡Levántate y camina!»


La puerta del templo llamada «Hermosa» es conocida por el milagro que ocurrió cerca de ella. Un lisiado yacía ante él pidiendo limosna. Un día pasaron por allí Pedro y Juan y sabemos lo que pasó. El lisiado, curado, saltó sobre sus pies y finalmente después de quién sabe cuántos años había estado tirado allí abandonado, él también pasó por esa puerta y entró en el templo, leemos, «saltando y alabando a Dios» (Hch 3, 1- 9).

También nos podría pasar algo similar con respecto a la esperanza. Con frecuencia nos encontramos, espiritualmente, en la posición del lisiado en el umbral del templo: inertes, tibios, como paralizados ante las dificultades. Pero aquí la esperanza divina pasa a nuestro lado, llevada por la palabra de Dios, y nos dice también a nosotros, como Pedro al lisiado: «¡Levántate y anda!». Y nos ponemos en pie de un salto y entramos por fin en el corazón de la Iglesia, dispuestos a asumir, una vez más y con alegría, tareas y responsabilidades. Son los milagros cotidianos de la esperanza. Ella es verdaderamente una gran taumaturga, una gran hacedora de milagros; pone de pie a miles de lisiados, miles de veces.

Además de la evangelización, la esperanza nos ayuda en nuestro camino personal de santificación. Se convierte, en quienes la practican, en el principio del progreso espiritual. Te permite descubrir siempre nuevas “posibilidades para el bien”, siempre algo que se puede hacer. Ella no nos deja acomodarnos en la tibieza y la pereza. Cuando tienes la tentación de decirte a ti mismo: “No hay nada más que hacer”, la esperanza se adelanta y te dice: “¡Ora!”. Tu respondes: “¡Pero ya oré!” y ella: “¡Ora de nuevo!”. E incluso cuando la situación se vuelva extremadamente dura y parezca que no hay verdaderamente nada más que hacer, la esperanza aún os indica una tarea: perseverar hasta el final y no perder la paciencia, uniéndoos a Cristo en la cruz. El Apóstol, hemos oído, recomienda “abundar en esperanza”, pero enseguida añade cómo esto se hace posible: “en virtud del Espíritu Santo”. No por nuestros esfuerzos.

La Navidad puede ser la ocasión para un salto de esperanza. El gran poeta moderno de las virtudes teologales, Charles Péguy, escribió que Fe, Esperanza y Caridad son tres hermanas, dos grandes y una niña pequeña. Van por la calle tomadas de la mano: las dos grandes, Fe y Caridad, a los lados y la pequeña Esperanza en el centro. Todos al verlas piensan que son las dos grandes los que arrastran a la pequeña al centro. ¡Están equivocados! Es ella la que arrastra todo [4]. Porque si falla la esperanza, todo se para.

Si queremos dar un nombre propio a esta niña, sólo podemos llamarla María, la que aquí abajo —dice el otro gran poeta de las virtudes teologales, Dante Alighieri— «entre los mortales”, es «fuente viva de esperanza” [5].


[1] AGUSTÍN, Tract. Sobre el Evangelio de Juan, 45, 2 (Quid prodest bene vivere si non datur semper vivere?).
[2] Cf. cit por M. YOURCENAR, Memorias de Adriano.
[3] Cf. ERNEST BLOCH, Das Prinzip Hoffnung, 3 voll. Berlino 1954-1959.
[4] Cf. Ch. PÉPUG, Le porche de la deuxième vertu, Œuvres poétiques complètes, Gallimard, Paris 1975, pp. 534-539.
[5] DANTE ALIGHIERI, Paradiso XXXIII, 12.

Fuente: https://iglesiaactualidad.wordpress.com/2022/12/09/segunda-predicacion-de-adviento-del-cardenal-raniero-cantalamessa-3/