Por Roberto Esteban Duque, doctor en Teología Moral
22 de noviembre de 2012
No es nada nuevo. Los nacimientos en España se desplomaron de manera vertiginosa desde los años 70. En nuestro tiempo nacen menos españoles que a mediados del siglo XIX o durante la última guerra civil, con un 40% menos de españoles que ahora y en medio de una tragedia humana y económica de proporciones colosales, según recoge Alejandro Macarrón en El suicidio demográfico de España. La tasa de fecundidad es tan baja en España que necesitamos uno más por cada dos niños que nacen, así como más de 9 millones de residentes adicionales con menos de 34 años. Entre 2010 y 2020 cada año habrá un 3% menos de españoles con edades comprendidas entre 25 y 35 años
Jim
Roger, un afamado inversor y analista financiero, diría a mediados del
año 2010 que “el principal problema de Europa en el siglo XXI es probablemente
el demográfico”. No hay crecimiento económico sin crecimiento de población, sin
más personas capaces de trabajar y crear riqueza, y con una mayor demanda de
bienes de consumo. Cuando la población envejece, cae el consumo y la inversión,
creciendo el gasto en sanidad y en pensiones, lo que impedirá a su vez el
crecimiento económico.
Pero más allá de cualquier condicionamiento económico,
existen unas causas ideológicas y culturales de la baja fertilidad. Las causas
económicas son causas que se definen por tener otras causas, por una
determinada visión del mundo. La propuesta de la familia heterosexual y la
maternidad como rol social, vista como algo reaccionario por la cultura
dominante, sigue siendo una propuesta imprescindible. Es inexcusable dar la
batalla por la vida para contrarrestar el invierno demográfico que desolará a
España en los próximos años, cuando muchos de nuestros contemporáneos rechazan
la procreación, con una positiva mentalidad contraceptiva, porque creen que así
prestan un servicio a la sostenibilidad ambiental y a la humanidad futura.
El filósofo David Benatar, en su
libro Mejor no haber sido
nunca: El daño de la existencia, expresa
en voz alta la secreta mentalidad de una Europa secularizada: la vida es deseo
insatisfecho, carencia, frustración; los momentos de gozo son dolorosamente
desproporcionados a los periodos de desilusión y vacío. Es lo que Hegel denominaba como “la melancolía
del cumplimiento”. Existe una radical asimetría entre placer y dolor: si
contemplamos nuestra vida objetivamente -sostiene con coherencia Peter Singer- no es
algo que debamos infligir a otros. En realidad, sólo falta dar el paso de
convertirnos en la última generación sobre la tierra.
Esta visión del mundo demuestra algo tan revelador como exasperado: la vida no tiene apenas sentido, ¿para qué transmitirla? Aquí está la clave, el factor decisivo para comprender la crisis demográfica. Nos encontramos sumergidos en un tedio civilizacional, donde el cambio de paradigma familiar en la sociedad se articula desde un Estado que envenena el tejido social con funestas legislaciones y oscuras sentencias, propugnadoras de mensajes morales, y donde la función paterna o materna se ve sometida a un proceso irreversible de deconstrucción, exaltando una cultura marcada por el nihilismo, el relativismo y la desesperanza.
Esta visión del mundo demuestra algo tan revelador como exasperado: la vida no tiene apenas sentido, ¿para qué transmitirla? Aquí está la clave, el factor decisivo para comprender la crisis demográfica. Nos encontramos sumergidos en un tedio civilizacional, donde el cambio de paradigma familiar en la sociedad se articula desde un Estado que envenena el tejido social con funestas legislaciones y oscuras sentencias, propugnadoras de mensajes morales, y donde la función paterna o materna se ve sometida a un proceso irreversible de deconstrucción, exaltando una cultura marcada por el nihilismo, el relativismo y la desesperanza.
El invierno demográfico responde a todo un estilo de
vida relajado e indiferente que fomenta en la persona el egoísmo y la fijación
en los derechos que posee, la promoción personal, la satisfacción de los
propios intereses y el excesivo amor a uno mismo, al que todo debe quedar
subordinado. Comprometida la persona con la búsqueda de valores materiales y
entregada a un deseo de gratificación y de inmediatez que, además de atender
sólo a lo útil y provechoso, deteriora las relaciones humanas, la aparición de
los hijos sólo podría asemejarse a enojosas responsabilidades cuando el fin
último consiste en la oquedad de vivir cómodamente.
La crisis demográfica viene coincidiendo con el auge de
una cultura que aspira a una felicidad de pequeño formato, sin compromisos ni
vínculos definitivos, propensa a la diversión epidérmica, y castradora de una
finalidad y un sentido trascendente de la vida. La crisis demográfica no sólo
se cifra en el terreno jurídico y económico cuanto en el terreno de los valores
y de las ideas, convirtiéndose así en una verdadera crisis cultural de ausencia
de reconocimiento, prestigio y gratitud hacia el matrimonio y la familia, y
donde cualquier propuesta de políticas natalistas, auspiciadoras de la
maternidad y de los derechos de los padres, se contempla como reaccionaria y
ultraconservadora.
Si la crisis del matrimonio y de la familia es uno de
los factores más influyentes en el descenso de la natalidad, el reto actual de
la familia es el de mantener su propia identidad, unas relaciones fuertes entre
sus miembros, en la reciprocidad entre los sexos, frente a la estúpida y
destructora idea de la “igualdad” de los sexos que nos ha llevado a una
sociedad capaz de disolver las relaciones personales en el emotivismo y el
utilitarismo.
En la Encílclica Humanae vitae, Pablo VI dirá que el problema de la
natalidad sólo podrá resolverse desde una visión integral del hombre, en
conformidad con las leyes morales y los principios de la misma moralidad. La
familia tiene la misión, cada vez más, de ser lo que es, “una comunidad de vida
y de amor” -como expresó Juan
Pablo II en Familiaris consortio-, ante
el cambio de paradigma donde la conyugalidad y la generatividad desaparecen de
la estructura social, económica y laboral. La verdad de la familia hay que
remitirla al designio creador de Dios, donde descubrirá no sólo su
identidad, sino su misión, lo que puede y debe hacer, consintiendo finalmente,
como diría Goethe,
que sólo una vida religiosa es una vida productiva y buena, orientadora y
creativa en orden a ofrecer soluciones a una crisis demográfica fundada en una
crisis del sentido de la vida.
Fuente:
http://www.revistaecclesia.com/el-invierno-demografico-como-crisis-del-sentido-de-la-vida/