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lunes, 18 de abril de 2022

«PILATO DIJO, ¿QUÉ ES LA VERDAD?»


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Predicación del Viernes Santo 2022 por el cardenal Raniero Cantalamessa:

En el relato de la Pasión, el evangelista Juan da especial importancia al diálogo de Jesús con Pilato y sobre él sobre queremos reflexionar algún minuto, antes de continuar con nuestra liturgia.

Todo comienza con la pregunta de Pilato: «¿Eres tú el rey de los judíos?» (Jn 18,33). Jesús quiere que Pilato entienda que la pregunta es más seria de lo que cree, pero que tiene un significado solo si no repite simplemente una acusación de otros. Por eso, pregunta a su vez: «¿Dices esto por ti mismo, o te han dicho otros de mí?».

Trata de llevar a Pilato a una visión más elevada. Le habla de su reino, un reino que «no es de este mundo». El procurador solo entiende una cosa: que no se trata de un reino político. Si se quiere hablar de religión, él no quiere entrar en este tipo de asuntos. Por eso, pregunta con ironía evidente: «Entonces, ¿tú eres Rey?» «Jesús respondió: Tú lo dices: yo soy rey» (Jn 18,37).

Al declarar que es rey, Jesús se expone a la muerte; pero en lugar de disculparse negándolo, lo afirma fuertemente. Revela su origen superior: «Vine al mundo…»: por lo tanto, misteriosamente existía antes de la vida terrenal, viene de otro mundo. Vino a la tierra ser testigo de la verdad. Trata a Pilato como un alma que necesita luz y verdad y no como a un juez. Se interesa en el destino del hombre Pilato, más que en el suyo personal. Con su llamada a recibir la verdad, quiere inducirle a entrar en sí mismo, a mirar las cosas con un ojo diferente, a colocarse por encima de la contienda momentánea con judíos.

El procurador romano capta la invitación que Jesús le dirige, pero sobre este tipo de especulaciones es escéptico e indiferente. El misterio que barrunta en las palabras de Jesús le da miedo y prefiere terminar la conversación. Murmura dentro de sí, encogiéndose de hombros: «¿Qué es la verdad?» y sale del pretorio.

¡Qué actual es esta página del Evangelio! Incluso hoy, como en el pasado, el hombre se pregunta: «¿Qué es la verdad?». Pero, como Pilato, da la espalda distraídamente al que dijo: «He venido al mundo para dar testimonio de la verdad» y «¡Yo soy la Verdad!» (Jn 14,6).

A través de Internet he seguido innumerables debates sobre religión y ciencia, sobre fe y ateísmo. Una cosa me ha llamado la atención: horas y horas de diálogo, sin mencionar nunca el nombre de Jesús. Y si la parte creyente a veces se atrevía a nombrarlo y aducir el hecho de su resurrección de entre los muertos, inmediatamente se trataba de cerrar el discurso no pertinente al tema. Todo sucede «etsi Christus non daretur»: como si nunca hubiera existido en el mundo un hombre llamado Jesucristo.

¿Cuál es el resultado de ello? La palabra «Dios» se convierte en un recipiente vacío que cada uno puede llenar a su antojo. Pero precisamente por esta razón Dios se preocupó por dar contenido a su nombre mismo. «El Verbo se hizo carne.» ¡La Verdad se hizo carne! De ahí el arduo esfuerzo por dejar a Jesús fuera del discurso sobre Dios: ¡Él quita al orgullo humano cualquier pretexto para decidir, él, lo que Dios es!

«¡Ah, ciertamente: Jesús de Nazaret!», se objeta. «¡Pero si alguno duda si ha existido!» Un conocido escritor inglés del siglo pasado —conocido por el gran público por ser el autor del ciclo de novelas y películas «El Señor de los Anillos», John Ronald Tolkien— en una carta, dio esta respuesta a su hijo que le presentaba la misma objeción:

Se necesita una sorprendente voluntad de no creer para suponer que Jesús nunca existió o que no dijo las palabras que se le atribuyen, pues son imposibles de inventar por cualquier otro ser en el mundo: «Antes de que Abraham existiera, yo soy» (Jn 8,58); y «El que me ve a mí ve al Padre» (Jn 14,9).

La única alternativa a la verdad de Cristo, agregaba el escritor, es que se trata de «un caso de megalomanía demente y fraude gigantesco». ¿Podría tal caso, sin embargo, resistir veinte siglos de feroz crítica histórica y filosófica, y producir los frutos que ha producido?

Hoy se va más allá del escepticismo de Pilato. Hay quien piensa que ni siquiera se debe uno plantear la pregunta «¿Qué es la verdad?», ¡porque la verdad, simplemente, no existe! «¡Todo es relativo, nada es cierto! ¡Pensar lo contrario es una presunción intolerable!» Ya no hay espacio para «los grandes relatos sobre el mundo y la realidad», incluidos aquellos sobre Dios y sobre Cristo.

Hermanos y hermanas ateos, agnósticos o todavía en búsqueda (si hay alguien escuchando): no es un pobre predicador como yo quien ha pronunciado las palabras que estoy a punto de pronunciar; él es uno de vosotros, uno a quien muchos de vosotros admiráis, de quien escribís y de quien, tal vez, también os consideráis, de alguna manera, discípulos y continuadores: ¡Søeren Kierkegaard!

Se habla mucho —dice él—. de miserias humanas; se habla mucho de vidas desperdiciadas. Pero desperdiciada es sólo la vida de ese hombre que nunca se dio cuenta, porque nunca tuvo, en el sentido más profundo, la impresión de que hay un Dios y que él —precisamente él, su yo—, está ante este Dios.

Se dice: ¡hay demasiada injusticia, demasiado sufrimiento en el mundo como para creer en Dios! Es cierto, pero pensemos en cuánto más absurdo y desesperanzador se vuelve el mal que nos rodea, sin fe en un triunfo final del bien. La resurrección de Jesús de entre los muertos es la promesa y la garantía cierta de que el triunfo existirá, porque ya ha comenzado con Él.

Si tuviera el coraje de san Pablo, también yo debería gritar: «¡Os lo ruego: Dejaos reconciliar con Dios!» (2 Cor 5,20). ¡No desperdicies tampoco vuestra vida! No abandonéis este mundo como Pilato salió del Pretorio, con esa pregunta en suspenso: «¿Qué es la verdad?» Es demasiado importante. Se trata de saber si hemos vivido para algo, o en vano.

El diálogo de Jesús con Pilato ofrece, sin embargo, la ocasión para otra reflexión dirigida esta vez a nosotros los creyentes y hombres de Iglesias, no a los de fuera: «¡Tu gente y tus sacerdotes me han entregado!»: Gens tua et pontifices tradiderunt te mihi (Jn 18,35). ¡Los hombres de la Iglesia, tus sacerdotes te han abandonado; han descalificado tu nombre con crímenes horrendos! ¿Y deberíamos seguir creyendo en ti todavía?

También a esta terrible objeción me gustaría responder con las palabras que el mismo escritor recordado escribía al hijo:

Nuestro amor se podrá enfriar y nuestra voluntad rasguñar por el espectáculo de las deficiencias, la locura y los pecados de la Iglesia y sus ministros, pero no creo que quien ha creído de verdad una vez abandone la fe por estas razones, y menos aún quien tiene algún conocimiento de la historia… Esto es cómodo porque nos empuja a apartar la vista de nosotros mismos y de nuestras faltas y encontrar un chivo expiatorio… Creo que soy tan sensible a los escándalos como lo eres tú y cualquier otro cristiano. He sufrido mucho en mi vida a causa de sacerdotes ignorantes, cansados, débiles y, a veces, incluso malos.

Por lo demás, era de esperar un resultado de este tipo. Comenzó antes de la Pascua con la traición de Judas, la negación de Simón Pedro, la huida de los apóstoles… ¿Llorar, entonces? Sí —recomendaba Tolkien al hijo—, pero por Jesús —por lo que debe soportar— antes que por nosotros. Lloramos –agregamos hoy– con las víctimas y por las víctimas de nuestros pecados.

Una conclusión para todos, creyente y no creyente. Este año celebramos la Pascua no con el sonido de las campanas, sino con el ruido en nuestros oídos de bombas y explosiones no lejanas de aquí. Recordemos lo que Jesús respondió una vez a la noticia de la sangre que Pilato había hecho correr, y del derrumbe de la torre de Siloé: «Si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera» (Lc 13,5). Si no cambiáis vuestras lanzas en guadañas, vuestras espadas en arados (Is 2,4) y vuestros misiles en fábricas y casas, ¡todos pereceréis de la misma manera!

Los acontecimientos nos han recordado de repente algo. Los arreglos del mundo cambian de un día para otro. Todo pasa, todo envejece; todo —no sólo «la bendita juventud»—, falla. Solo hay una forma de escapar de la corriente del tiempo que arrastra todo detrás de ti: ¡pasar a lo que no pasa! ¡Pon tus pies en tierra firme! Pascua significa tránsito. Tengamos todos este año una verdadera Pascua: Venerados Padres, hermanos y hermanas: ¡pasemos a Aquel que no pasa! ¡Pasemos ahora con el corazón, antes de pasar un día con el cuerpo!

©Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco

viernes, 8 de abril de 2022

LA EUCARISTÍA COMO PRESENCIA REAL DEL SEÑOR




Cuarta predicación de Cuaresma, 1 de abril de 2022, Cardenal Raniero Cantalamessa, OFMCap

Después de nuestras catequesis mistagógicas (*)  sobre las tres partes de la Misa – liturgia de la palabra, consagración y comunión – meditemos hoy en la Eucaristía como presencia real de Cristo en la Iglesia.

¿Cómo afrontar un misterio tan elevado e inaccesible? Nos vienen a la mente de inmediato las infinitas teorías y discusiones existentes en torno a ella, las divergencias entre católicos y protestantes, entre latinos y ortodoxos, que llenaban los libros en los que hemos estudiado teología, nosotros que ya tenemos una cierta edad, y estamos tentados de pensar que es imposible decir todavía algo más sobre este misterio que pueda edificar nuestra fe y caldear nuestro corazón, sin deslizarnos inevitablemente en la polémica interconfesional.

Pero es precisamente ésta la obra maravillosa que el Espíritu Santo está realizando en nuestros días entre todos los cristianos. Nos impulsa a reconocer qué gran parte había, en nuestras disputas eucarísticas, de presunción humana de poder encerrar el misterio en una teoría o, incluso, en una palabra, así como la voluntad de prevalecer sobre el adversario. Nos impulsa a arrepentirnos de haber reducido la prenda de amor y de unidad que nos dejó nuestro Señor a un objeto privilegiado de nuestras disputas.

La vía para ponernos en marcha sobre este camino del ecumenismo eucarístico es la vía del reconocimiento recíproco, la vía cristiana del ágape, es decir, del compartir, o de las “diferencias reconciliadas”, come dice nuestro Santo Padre. No se trata de pasar por encima de las divergencias reales, o de disminuir en algo la auténtica doctrina católica. Se trata, más bien, de poner en común los aspectos positivos y los valores auténticos que hay en cada una de las tradiciones, de modo que podamos constituir una «masa» de verdad común que comience a atraernos hacia la unidad.

Es increíble cómo algunas posiciones católicas, ortodoxas y protestantes, en torno a la presencia real, resultan divergentes entre sí y destructivas, cuando son contrapuestas y vistas como alternativas entre sí; mientras que, por el contrario, aparecen como maravillosamente convergentes, si se mantienen unidas en equilibrio. Es la síntesis que debemos empezar a hacer; debemos examinar las grandes tradiciones cristianas, para quedarnos «con lo bueno» de cada una, como nos exhorta el Apóstol (cf. 1 Tes 5,21). Esta es la única forma en que podemos esperar llegar un día a sentarnos todos alrededor de la misma mesa.

[*] Son las catequesis post-bautismales, conocidas como mistagógicas, que atendían a los ritos celebrados en la Vigilia Pascual (Bautismo, Confirmación y Eucaristía).


Una presencia real, pero escondida: la tradición latina




Vayamos, pues, a visitar con este espíritu las tres principales tradiciones eucarísticas —latina, ortodoxa y protestante— para edificarnos con las riquezas de cada una de ellas y reunirlas a todas en el tesoro común de la Iglesia. La idea que tendremos, al final, del misterio de la presencia real resultará más rica y viva.

En la visión de la teología y de la liturgia latina, el centro indiscutido de la acción eucarística, del que brota la presencia real de Cristo, es el momento de la consagración. En él Jesús actúa y habla en primera persona. San Ambrosio, por ejemplo, escribe:

Este pan es pan antes de las palabras sacramentales; pero, una vez que recibe la consagración, el pan se convierte en carne de Cristo… ¿Con qué palabras se realiza la consagración y quién las dijo? ¡Con las palabras que dijo el Señor Jesús! Porque todo lo que se dice antes son palabras del sacerdote, alabanzas a Dios, oraciones en que se pide por el pueblo, por los reyes, por los demás; pero cuando se llega al momento en que se realiza el sacramento venerable, el sacerdote ya no usa palabras suyas, sino de Cristo. Luego es la palabra de Cristo la que hace (conficit) este sacramento… Mira, pues, qué poder (operatorius) tiene la palabra de Cristo… Antes de la consagración no existía el cuerpo de Cristo, pero después de la consagración te digo que ya es cuerpo de Cristo. Él lo dijo y se hizo, Él lo mandó y fue creado (cf. Sal 33,9).

Podemos hablar, en la visión latina, de un realismo cristológico. “Cristológico” porque toda la atención se dirige aquí a Cristo, visto tanto en su existencia histórica y encarnada, como en la de Resucitado; Cristo es tanto el objeto como el sujeto de la Eucaristía, es decir, aquel que es realizado en la Eucaristía y el que realiza la Eucaristía. “Realismo” porque este Jesús no es visto presente sobre el altar simplemente como un signo o un símbolo, sino en verdad y con su realidad. Dicho realismo cristológico, por poner un ejemplo, es visible en el canto Ave verum que dice: «Salve, verdadero cuerpo, nacido de María Virgen, que realmente has sufrido y fuiste inmolado en la cruz por el hombre, de cuyo costado atravesado manó sangre y agua…»

El concilio de Trento, a continuación, precisó mejor esta forma de concebir la presencia real, utilizando tres adverbios: vere, realiter, substantialiter. Jesús está presente verdaderamente, no sólo en imagen o en figura; está presente realmente, no sólo subjetivamente, para la fe de los creyentes; está presente sustancialmente, es decir, según su realidad profunda que es invisible a los sentidos, y no según su apariencia que sigue siendo la del pan y el vino.

Podía existir, es verdad, el peligro de caer en un «crudo» realismo, o en un realismo exagerado. Pero el remedio a dicho peligro está en la misma tradición. San Agustín clarificó, de una vez por todas, que la presencia de Jesús en la Eucaristía tiene lugar in sacramento. En otras palabras, no es una presencia física, sino sacramental, mediada por signos que son, precisamente, el pan y el vino. En este caso, sin embargo, el signo no excluye la realidad, sino que la hace presente, en el único modo con el que el Cristo resucitado que «vive en el Espíritu» (1 Pe 3,18) puede hacérsenos presente, mientras vivimos todavía en el cuerpo.

Santo Tomás de Aquino —el otro gran artífice de la espiritualidad eucarística occidental, junto con san Ambrosio y san Agustín— dice lo mismo, al hablar de una presencia de Cristo «según la sustancia» bajo las especies del pan y del vino . Decir, en efecto, que Jesús se hace presente en la Eucaristía con su sustancia, significa que se hace presente con su realidad verdadera y profunda, que sólo puede ser alcanzada mediante la fe. En el himno Adoro te devote, que refleja fielmente el pensamiento del santo Doctor y que ha servido más que muchos libros para plasmar la piedad eucarística latina, se dice: “La vista, el tacto, el gusto, son aquí falaces; sólo queda la fe en tu palabra”: “Visus tactus gustus in te fallitur – sed auditu solo tuto creditur”.

Jesús está presente, pues, en la Eucaristía, de un modo único que no tiene parangón en otro lugar. Ningún adjetivo, por sí solo, es suficiente para describir dicha presencia; ni siquiera el adjetivo «real». Real viene de res (cosa) y significa: a modo de cosa o de objeto; pero Jesús no está presente en la Eucaristía como una «cosa» o un objeto, sino como una persona. Si se quiere dar justamente un nombre a esta presencia, sería mejor llamarla simplemente presencia «eucarística», porque se realiza solamente en la Eucaristía.

La acción del Espíritu Santo: la tradición ortodoxa





La teología latina presenta muchas riquezas, pero no agota —ni podría hacer-lo— el misterio. Le ha faltado, al menos en el pasado, el debido relieve al Espíritu Santo, que es también esencial para comprender la Eucaristía. Así pues, nos volvemos hacía Oriente para interrogar a la tradición ortodoxa, con un ánimo, sin embargo, bien distinto al de antaño; no ya inquietos por las diferencias, sino felices por la complementación que ésta proporciona a nuestra visión latina.

En la tradición ortodoxa, en efecto, resalta de manera especial la acción del Espíritu Santo en la celebración eucarística. Esta comparación ha traído sus frutos, después del concilio Vaticano II. Hasta entonces, en el Canon Romano de la Misa, la única mención del Espíritu Santo era la que, por inciso, se hacía en la doxología final: «Por Cristo, con él y en él… en la unidad del Espíritu Santo…» Ahora, en cambio, todos los cánones nuevos recogen una doble invocación del Espíritu Santo: una sobre las ofrendas, antes de la consagración, y otra sobre la Iglesia, después de la consagración.
Las liturgias orientales han atribuido siempre la realización de la presencia real de Cristo sobre el altar a una operación especial del Espíritu Santo. En la anáfora, llamada de Santiago, en uso en la Iglesia antioquena, el Espíritu Santo es invocado con estas palabras:

Envía sobre nosotros y sobre estos santos dones presentados, tu santísimo Espíritu, Señor y dador de vida, que está sentado contigo, Dios y Padre, y con tu único Hijo. Él reina consustancial y coeterno; ha hablado en la ley y en los profetas y en el Nuevo Testamento; descendió, bajo forma de paloma, sobre nuestro Señor Jesucristo en el río Jordán, posándose sobre él; descendió sobre los santos apóstoles el día de Pentecostés, bajo la forma de lenguas de fuego. Envía este Espíritu tuyo, tres veces santo, Señor, sobre nosotros y sobre estos santos dones presentados, para que, por su venida, santa, buena y gloriosa, santifique este pan y lo transforme en el santo cuerpo de Cristo (Amén); santifique este cáliz y lo transforme en la sangre preciosa de Cristo (Amén).

Hay aquí bastante más que un simple añadido de la invocación del Espíritu Santo. Hay una mirada amplia y penetrante en toda la historia de la salvación que ayuda a descubrir una dimensión nueva del misterio eucarístico. Partiendo de las palabras del símbolo niceno-constantinopolitano que definen al Espíritu Santo como «Señor» y «dador de vida», «que habló por los profetas», se amplía la perspectiva hasta trazar una auténtica «historia» de la acción del Espíritu Santo en la salvación.

La Eucaristía lleva a cumplimiento esta serie de intervenciones prodigiosas. El Espíritu Santo, que en Pascua irrumpió en el sepulcro y, «tocando» el cuerpo inanimado de Jesús, lo hizo revivir, en la Eucaristía repite este prodigio. Desciende sobre el pan y sobre el vino, que son elementos muertos y les da la vida, los transforma en el cuerpo y en la sangre viviente del Redentor. Verdaderamente —como dijo el mismo Jesús hablando de la Eucaristía— «es el Espíritu el que da la vida» (Jn 6,63). Un gran representante de la tradición eucarística oriental, Teodoro de Mopsuestia, escribe:

En virtud de la acción litúrgica, nuestro Señor está como resucitado de entre los muertos y, por la venida del Espíritu Santo, distribuye su gracia sobre todos nosotros… Cuando el sacerdote declara que este pan y este vino son el cuerpo y la sangre de Cristo, afirma que se han transformado por el contacto del Espíritu Santo. Sucede lo mismo que en el cuerpo natural de Cristo cuando recibió el Espíritu Santo y su unción. En ese momento, con la venida del Espíritu Santo, creemos que el pan y el vino reciben una especie de unión de gracia. Y desde entonces los consideramos como el Cuerpo y la Sangre de Cristo, inmortales, incorruptibles, impasibles e inmutables por naturaleza, como el Cuerpo mismo de Cristo en la resurrección.

Sin embargo, es importante tener en cuenta una cosa que nos permite ver cómo incluso la tradición latina tiene algo que ofrecer a los hermanos ortodoxos. El Espíritu Santo no actúa separadamente de Jesús, sino en la palabra de Jesús. De él dice Jesús: «No hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga… Él me dará gloria porque recibirá de lo mío y os lo anunciará» (Jn 16,13-14). Por eso no hay que separar, y mucho menos contraponer, las palabras de Jesús («Esto es mi Cuerpo») de las palabras de la epíclesis («Que este mismo Espíritu santifique estas ofrendas, para que se conviertan en el Cuerpo y en la Sangre de Jesucristo»).

La llamada a la unidad para los católicos y los hermanos ortodoxos, se eleva desde las profundidades mismas del misterio eucarístico. Aunque el recuerdo de la institución y la invocación del Espíritu sucedan en momentos distintos (el hombre no puede expresar el misterio en un solo instante), su acción, sin embargo, es conjunta. La eficacia proviene, ciertamente, del Espíritu (no del sacerdote, ni de la Iglesia), pero dicha eficacia se ejerce en la palabra de Cristo y a través de ella.

La eficacia que hace presente a Jesús sobre el altar no viene —como he dicho— de la Iglesia, pero —y añado— no tiene lugar sin la Iglesia. Ella es el instrumento vivo a través del cual y junto con el cual obra el Espíritu Santo. En la venida de Jesús sobre el altar sucede lo mismo que en la venida final en gloria: «El Espíritu y la Esposa» (la Iglesia) «dicen» a Jesús: «Ven» (cf. Ap 22,17). Y él viene.

La importancia de la fe: la espiritualidad protestante


La tradición latina ha puesto de relieve «quién» está presente en la Eucaristía: Cristo; la tradición ortodoxa ha resaltado «por quién» se obra su presencia: por el Espíritu Santo; la teología protestante pone de relieve «sobre quién» se obra dicha presencia; en otras palabras, en qué condiciones el sacramento obra, de hecho, en quien lo recibe, lo que significa. Estas condiciones son distintas, pero se resumen en una palabra: la fe.

No nos detengamos en seguida en las consecuencias negativas sacadas, en determinados períodos del principio protestante según el cual los sacramentos no son más que «signos de la fe». Pasemos por encima de la polémica y los malentendidos, y démonos cuenta de que esta enérgica llamada a la fe es saludable precisamente para salvaguardar el sacramento y no hacer que degenere en una de tantas «buenas obras», o en algo que actúa mecánica y mágicamente, casi a espaldas del hombre. En el fondo, se trata de descubrir el profundo significado de esa exclamación que la liturgia hace resonar al final de la consagración y que, en un tiempo —aún nos acordamos de ello—, estaba incluso insertada en el centro de la fórmula de la consagración, como para subrayar que la fe es parte esencial del misterio: Mysterium fidei, «Este es el misterio de nuestra fe».

La fe no «hace», sino que sólo «recibe» el sacramento. Sólo la palabra de Cristo, repetida por la Iglesia y hecha eficaz por el Espíritu Santo, «hace» el sacramento. Pero, ¿de qué serviría un sacramento «hecho», pero no «recibido»? A propósito de la Encarnación, hombres como Orígenes, san Agustín o san Bernardo, dijeron: «¿De qué me sirve que Cristo haya nacido de María una vez en Belén, si no nace también, por la fe, en mi corazón?» Lo mismo se debe decir también de la Eucaristía: ¿de qué me sirve que Cristo esté realmente presente sobre el altar, si no está presente para mí? No existe música alguna allí donde no hay ningún oído que pueda escucharla. Ya durante el tiempo en que Cristo estaba físicamente presente en la tierra, era necesaria la fe; de lo contrario —como él mismo repite tantas veces en el Evangelio— su presencia no servía de nada, o servía más bien como condenación: «¡Ay de ti Corazón, ay de ti Cafarnaúm»!

La fe es necesaria para que la presencia de Jesús en la Eucaristía sea, no sólo «real», sino también «personal», es decir, de persona a persona. En efecto, una cosa es «estar» y otra «estar presente». La presencia supone alguien que está presente y alguien a quien se hace presente; supone comunicación recíproca, el intercambio entre dos sujetos libres que toman conciencia el uno del otro. Es mucho más, pues, que un simple estar en un determinado lugar.

Semejante dimensión subjetiva y existencial de la presencia eucarística no anula la presencia objetiva que precede la fe del hombre, es más, la supone y la valora. Lutero, que tanto ensalzó la función de la fe, es también uno de los que ha sostenido con mayor vigor la doctrina de la presencia real de Cristo en el sacramento del altar. En el famoso coloquio de Marburgo de 1529 el afirmó:

No puedo entender las palabras “Esto es mi cuerpo”, de manera distinta de como suenan. Tendrán que probar los demás que allí donde dice “Esto es mi cuerpo”, no está el cuerpo de Cristo. No quiero escuchar explicaciones basadas en la razón. No admito disputa alguna sobre palabras tan claras; rechazo los argumentos de razón o de sentido común. Demostraciones materiales, argumentos geométricos: rechazo todo esto por completo. Dios está por encima de las matemáticas, y hay que adorar y cumplir con estupor las palabras de Dios.

Esta rápida mirada que hemos dado a las distintas tradiciones cristianas es suficiente para hacernos vislumbrar el inmenso don que se hace presente a la Iglesia cuando las distintas confesiones cristianas deciden poner en común sus bienes espirituales, como hacían los primeros cristianos, de quienes se dice que lo «tenían todo en común» (Hch 2,44). Es éste el mayor ágape, a nivel de toda la Iglesia, que el Señor hace que deseemos ver de corazón, para alegría de nuestro Padre común y para el fortalecimiento de su Iglesia.


Sentimiento de presencia


Hemos llegado al final de nuestra breve peregrinación eucarística a través de las diversas confesiones cristianas. Hemos recogido también nosotros algunas cestas de fragmentos que han sobrado de la gran multiplicación de los panes que ha tenido lugar en la Iglesia. Pero no podemos terminar aquí nuestra meditación sobre el misterio de la presencia real. Sería como haber recogido los fragmentos y no comérselos. La fe en la presencia real es algo grande, pero no nos basta; al menos no basta la fe entendida en un cierto modo. No basta tener una idea exacta, profunda, teológicamente perfecta de la presencia real de Jesús en la Eucaristía. Cuántos teólogos lo saben todo sobre dicho misterio, pero no conocen la presencia real. Porque, en sentido bíblico, uno «conoce» algo sólo si lo experimenta. Conoce verdaderamente el fuego sólo quien, al menos una vez, ha sido alcanzado por una llama y ha tenido que echarse atrás rápidamente para no quemarse.

San Gregorio de Nisa nos dejó una expresión estupenda para indicar este nivel más alto de fe; habla de «un sentimiento de presencia» que se tiene cuando alguien es atrapado por la presencia de Dios y tiene una cierta percepción (no sólo una idea) de que él está presente. No se trata de una percepción natural; es fruto de una gracia que opera como una ruptura de nivel, un salto de calidad.

Hay una analogía muy importante con lo que ocurría cuando, después de la resurrección, Jesús se dejaba reconocer por alguien. Era algo imprevisto que, de repente, cambiaba por completo el estado de una persona. Pocos días después de la resurrección los apóstoles están pescando en el lago, y aparece un hombre en la orilla. Se entabla un diálogo a distancia: « ¿Tenéis algo de comer?», responden: « ¡No!». Pero, de pronto, salta una chispa en el corazón de Juan y lanza un grito: « ¡Es el Señor!», y entonces todo cambia y corren hacia la orilla (cf. Jn 21,4ss.). Lo mismo sucede, aunque de modo más sereno, con los discípulos de Emaús; Jesús caminaba con ellos, «pero sus ojos eran incapaces de reconocerlo»; finalmente, en el gesto de partir el pan «se les abrieron los ojos y lo reconocieron» (Lc 24,13ss.).

Algo parecido tiene lugar el día en que un cristiano, después de haber recibido tantas y tantas veces a Jesús en la Eucaristía, finalmente, por un don de la gracia, lo «reconoce».

De la fe y del «sentimiento» de la presencia real, debe florecer espontáneamente la reverencia y, más aún, la ternura hacia Jesús sacramentado. Es éste un sentimiento tan delicado y personal que sólo con hablar de él se corre el riesgo de estropearlo. San Francisco de Asís tenía el corazón lleno de tales sentimientos hacia Jesús en la Eucaristía. Se conmueve frente a Jesús en el sacramento, como en Greccio se conmueve frente al Niño de Belén; lo ve tan confiado a los hombres, tan desamparado, tan humilde. En su Carta a toda la Orden escribe palabras de fuego que queremos escuchar ahora como dirigidas a nosotros al final de nuestra meditación sobre la presencia real de Jesús en la Eucaristía:

Ved vuestra dignidad, hermanos sacerdotes, y sed santos, porque él es santo… Gran miseria y miserable debilidad, que cuando lo tenéis tan presente a él en persona, vosotros os preocupéis de cualquier otra cosa en todo el mundo. ¡Tiemble el hombre entero, que se estremezca el mundo entero, y que el cielo exulte, cuando sobre el altar, en las manos del sacerdote, está Cristo, el Hijo del Dios vivo! ¡Oh admirable celsitud y asombrosa condescendencia! ¡Oh humildad sublime! ¡Oh sublimidad humilde, pues el Señor del universo, Dios e Hijo de Dios, de tal manera se humilla, que por nuestra salvación se esconde bajo una pequeña forma de pan! Ved, hermanos, la humildad de Dios y derramad ante él vuestros corazones; humillaos también vosotros para que seáis ensalzados por él. Por consiguiente, nada de vosotros retengáis para vosotros, a fin de que os reciba todo entero el que se os ofrece todo entero.

Cardenal Raniero Cantalamessa OFM Cap.

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©Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco


1. SAN AMBROSIO, Sobre los sacramentos IV, 14-16: PL 16,439ss; [trad. esp. Explicación del símbolo. Los sacramentos. Los misterios (Ed. P. Cervera) (Ciudad Nueva, Madrid 2005)].
2. Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa theologiae, III, q.75, a.4.
3. TEODORO DE MOPSUESTIA, Homilías catequéticas XVI, 11s.: Studi e Testi 145,551s [trad. esp. El Padrenuestro, el bautismo y la Eucaristía. Catequesis mistagógicas XI-XVI (Ed. F.J. López Saéz) (Sígueme, Salamanca 2022)].
4. Cf. Actas del Coloquio de Marburgo de 1529, en Obras de Lutero (ed. Weimar) 30,3,110ss.).
5. SAN GREGORIO DE NISA. Sobre el Cantar XI, 5,2: PG 44,1001 (aisthesis parousias).


Fuente:https://caminocatolico.com/4a-predicacion-de-cuaresma-del-cardenal-cantalamessa-al-papa-1-4-2022-la-fe-es-necesaria-para-que-la-presencia-de-jesus-en-la-eucaristia-sea-real-y-personal/

lunes, 28 de marzo de 2022

«COMPARTIR LO QUE TENEMOS CON LOS NECESITADOS DEBE SER PARTE INTEGRAL DE NUESTRA VIDA EUCARÍSTICA»

 




Tercera predicación de Cuaresma, 25 de marzo de 2022, Cardenal Raniero Cantalamessa, OFMCap.



En nuestra catequesis mistagógica sobre la Eucaristía —después de la Liturgia de la Palabra y de la Consagración— hemos llegado al tercer momento, el de la Comunión. Dentro de la Misa, la Comunión es el momento que mejor pone de relieve la unidad fundamental de todos los miembros del Pueblo de Dios. Hasta ese momento, prevalece la distinción de los ministerios. En la liturgia de la Palabra el celebrante representa a la Iglesia docente y la asamblea a la Iglesia discente; en la consagración el primero representa el sacerdocio ministerial, los fieles al sacerdocio universal de todos los bautizados. En la comunión, sin distinción. La Eucaristía que recibe el obispo o el Papa es exactamente la misma que la Eucaristía que recibe el último de los bautizados.

Reflexionemos sobre la Comunión eucarística a partir de un texto de san Pablo: «El cáliz que bendecimos, ¿no es la comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es la comunión con el cuerpo de Cristo? Puesto que sólo hay un pan, nosotros, siendo muchos, somos un solo cuerpo: porque todos participamos del único pan» (1 Cor 10,16-17).

La palabra «cuerpo» aparece dos veces en los dos versículos, pero con un significado diferente. En el primer caso («el pan que partimos ¿no es la comunión con el cuerpo de Cristo?»), cuerpo indica el cuerpo real de Cristo, nacido de María, muerto y resucitado; en el segundo caso («somos un solo cuerpo»), el cuerpo indica el cuerpo místico, la Iglesia. No se podía decir de manera más clara y más sintética que la comunión eucarística es siempre comunión con Dios y comunión con los hermanos; que hay en ella una dimensión, por así decirlo, vertical y una dimensión horizontal. Empecemos por lo primero.

1.- La comunión eucarística con Cristo


Pablo habla de la Eucaristía como comunión con el cuerpo y la sangre de Cristo. Ya he recordado lo que significan las palabras cuerpo y sangre en el lenguaje bíblico. Cuerpo no indica, como en nuestro lenguaje actual, un componente, o una parte del hombre que, unido a los otros componentes que son el alma y el espíritu, forma el hombre completo; indica toda la vida en cuanto se desarrolla en una dimensión corporal. No la vida en abstracto, sino lo vivido concreto.

Y ¿qué añade entonces la palabra «sangre»? ¡Añade la muerte! El término «sangre» en la Biblia no indica, en efecto, un órgano del cuerpo, es decir, una parte de una parte del hombre; indica un acontecimiento: la muerte. Si la sangre es la sede de la vida (así se pensaba entonces), su «derramamiento» es el signo plástico de la muerte. Decir que la Eucaristía es el misterio del cuerpo y de la sangre del Señor significa decir, repito, que es el sacramento de la vida y de la muerte del Señor, el sacramento que hace presente al mismo tiempo la Encarnación y la Pasión del Salvador.

Por eso es tan importante que —cuando lo permitan las disposiciones y circunstancias canónicas (por tanto, no en este tiempo de Covid) —, toda la asamblea reciba la Eucaristía en las dos especies del cuerpo y la sangre de Cristo. En este ámbito, creo que nos hemos mantenido de este lado, y no hemos ido más allá, del Concilio. El nuevo misal prevé hasta 14 casos en los que se puede dar la comunión bajo las dos especies. La Eucaristía es un banquete, un sacrum convivium, ¡y en un banquete se come y se bebe!

Pero dejemos de lado este problema y tratemos de profundizar qué tipo de comunión se establece entre nosotros y Cristo en la Eucaristía. En Juan 6,57 Jesús dice: «Así como el Padre, que tiene vida, me envió y yo vivo por el Padre, así también el que me come vivirá por mí». La preposición «por» (en griego, dià) tiene aquí valor causal y final; a la vez un movimiento de origen y un movimiento de destino. Significa que quien come el cuerpo de Cristo vive «de» él, es decir, a causa de él, en virtud de la vida que proviene de él, y vive «de cara a» él, es decir, para su gloria, su amor, su Reino. Así como Jesús vive por el Padre y para el Padre, así, al comulgar en el santo misterio de su cuerpo y de su sangre, vivimos de Jesús y para Jesús.

De hecho, es el principio vital más fuerte quien asimila al menos fuerte a sí mismo, no al revés. Es el vegetal el que asimila el mineral, no al revés; es el animal el que asimila el vegetal y el mineral, no al revés. Así que ahora, en el plano espiritual, es lo divino quien asimila lo humano a sí mismo, no al revés. Así que mientras que en todos los demás casos el que come es el que asimila lo que come, aquí el que se come es el que se asimila a sí mismo lo que come. Al que se acerca a recibirlo, Jesús le repite lo que le dijo a Agustín: «No serás tú quien me asimile a ti, sino que seré yo quien te asimile a mí» [1].

Un filósofo ateo dijo: «El hombre es lo que come» (F. Feuerbach), queriendo decir que en el hombre no hay diferencia cualitativa entre la materia y el espíritu, sino que todo se reduce al componente orgánico y material. Un ateo, sin saberlo, dio la mejor formulación de un misterio cristiano. ¡Gracias a la Eucaristía, el cristiano es verdaderamente lo que come! San León Magno escribió hace mucho tiempo: «Nuestra participación en el cuerpo y la sangre de Cristo solo tiende a hacernos llegar a ser lo que comemos» [2].

En la Eucaristía, por lo tanto, no sólo hay comunión entre Cristo y nosotros, sino también asimilación; la comunión no es sólo la unión de dos cuerpos, de dos mentes, de dos voluntades, sino que es la asimilación del único cuerpo, de la única mente y de la voluntad de Cristo. «El que se une al Señor forma con él un solo Espíritu» (1 Cor 6,17).

La analogía de la comida —la de comer y beber—, no es la única que tenemos de la comunión eucarística, aunque sea insustituible. Hay algo que no puede expresar, como no lo puede expresar la analogía de la comunión entre la vid y el sarmiento: son comuniones entre cosas, no entre personas. Comulgan, pero sin saberlo. Me gustaría insistir en otra analogía que puede ayudarnos a comprender la naturaleza de la comunión eucarística en cuanto comunión entre personas que saben y quieren estar en comunión.

La Carta a los Efesios dice que el matrimonio humano es un símbolo de la unión entre Cristo y la Iglesia: «Por ello el hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y los dos formarán una sola carne. Este misterio es grande; ¡Y yo refiero a Cristo y a la Iglesia!» (Ef 5,31-33). La Eucaristía —por usar una imagen audaz pero verdadera—, es la consumación del matrimonio entre Cristo y la Iglesia, por lo que a veces digo que una vida cristiana sin la Eucaristía es un matrimonio rato, pero no consumado. No en vano la Eucaristía es llamada «el banquete nupcial del Cordero» (Ap 19,9). (Alguien espera que, en un posible retoque futuro de las palabras del celebrante en el momento de la comunión, se cite en su totalidad la frase del Apocalipsis: «Dichosos los invitados a la cena nupcial del Cordero»).

Ahora bien —siempre según san Pablo— la consecuencia inmediata del matrimonio es que el cuerpo (es decir, toda la persona) del marido pasa a ser de la mujer y, viceversa, el cuerpo de la mujer pasa a ser del marido (cf. 1 Cor 7,4). Esto significa que la carne incorruptible y vivificante del Verbo Encarnado se hace «mía», pero también mi carne, mi humanidad, se convierte en la de Cristo, es hecha suya por él. En la Eucaristía recibimos el cuerpo y la sangre de Cristo, pero ¡Cristo también «recibe» nuestro cuerpo y nuestra sangre! Jesús, escribe san Hilario de Poitiers, asume la carne de quien asume la suya [3]. Él nos dice: «Toma, esto es mi cuerpo», pero nosotros también podemos decirle: «Toma, esto es mi cuerpo».

Tratemos de entender las consecuencias de todo esto. En su vida terrena Jesús no tuvo todas las experiencias humanas posibles e imaginables. Para empezar, era un hombre, no una mujer: no vivió la condición de la mitad de la humanidad; no estaba casado, no experimentó lo que significa estar unido de por vida con otra criatura, tener hijos o, peor aún, perder hijos; murió joven, no conoció la vejez…

Pero ahora, gracias a la Eucaristía, tiene todas estas experiencias. Vive la condición femenina en las mujeres, la enfermedad en los enfermos, la ancianidad en los ancianos… No hay nada en mi vida que no pertenezca a Cristo. Nadie debería decir: «¡Ah, Jesús no sabe lo que significa estar casado, ser mujer, haber perdido un hijo, estar enfermo, ser anciano, ser una persona de color!» Lo que Cristo no pudo vivir «según la carne», lo vive y «experimenta» ahora como resucitado «según el Espíritu», gracias a la comunión esponsal de la Misa. Santa Isabel de la Trinidad había comprendido la razón profunda de esto cuando escribió: «La esposa pertenece al esposo. Mi (Esposo) me ha tomado. Quiere ser una humanidad añadida para él» [4].

¡Qué razón inagotable para el asombro y el consuelo ante la idea de que nuestra humanidad se convierte en la humanidad de Cristo! Pero también ¡qué responsabilidad de todo esto! Si mis ojos se han convertido en los ojos de Cristo, mi boca en la de Cristo, qué razón para no permitir que mi mirada se detenga en imágenes lascivas, a mi lengua que hable contra mi hermano, a mi cuerpo que no sirva como instrumento de pecado. « ¿Tomaré, pues, los miembros de Cristo y haré de ellos miembros de una prostituta?», escribía Pablo a los Corintios (1 Cor 6,15).

Y, sin embargo, eso no es todo; falta la parte más hermosa. El cuerpo de la novia pertenece al esposo; pero también el cuerpo del esposo pertenece a la esposa. Del dar hay que pasar inmediatamente, en la comunión, al recibir. ¡Recibir nada menos que la santidad de Cristo! ¿Dónde se llevará a cabo concretamente en la vida del creyente ese «maravilloso intercambio» (admirabile commercium), de la que habla la liturgia, si no se lleva a cabo en el momento de la comunión?

Allí tenemos la posibilidad de darle a Jesús nuestros trapos sucios y recibir de él el «manto de la justicia» (Is 61,10). De hecho, está escrito que él «por obra de Dios se ha convertido para nosotros en sabiduría, justicia, santificación y redención» (cf. 1 Cor 1,30). Lo que se ha convertido «para nosotros» está destinado a nosotros, nos pertenece. «Puesto que —escribe Cabasilas— pertenecemos a Cristo más que a nosotros mismos, habiéndonos comprado de nuevo a un alto precio (1 Cor 6,20), inversamente lo que es de Cristo nos pertenece más que si fuera nuestro»[5]. Es un descubrimiento capaz de dar alas a nuestra vida espiritual. Este es el golpe de audacia de la fe y debemos orar a Dios para que no permita que muramos antes de haberlo realizado.


La Eucaristía, comunión con la Trinidad


Reflexionar sobre la Eucaristía es como ver abiertos de par en par frente a nosotros, a medida que avanzamos, horizontes cada vez más amplios que se abren unos a otros, que se pierden de vista. El horizonte cristológico de la comunión que hemos contemplado hasta ahora se abre a un horizonte trinitario. En otras palabras, a través de la comunión con Cristo entramos en comunión con toda la Trinidad. En su «oración sacerdotal», Jesús dice al Padre: «Que sean uno como nosotros. Yo en ellos y tú en mí» (Jn 17,23). Esas palabras: «Yo en ellos y tú en mí», significan que Jesús está en nosotros y que en Jesús está el Padre. No se puede, por tanto, recibir al Hijo sin recibir, con él, también al Padre. Las palabras de Cristo: «El que me ve a mí, ve al Padre» (Jn 14,9) significan también «el que me recibe a mí, recibe al Padre».

La razón última de esto es que Padre, Hijo y Espíritu Santo son una naturaleza divina única e inseparable, son «una sola cosa». A este respecto, san Hilario de Poitiers escribe: «Estamos unidos a Cristo, que es inseparable del Padre. Él, mientras permanece en el Padre, permanece unido a nosotros; así también nosotros llegamos a la unidad con el Padre. De hecho, Cristo está en el Padre connaturalmente, en la medida en que fue engendrado por él; pero, en cierto modo, nosotros también a través de Cristo, estamos connaturalmente en el Padre. Él vive en virtud del Padre, y nosotros vivimos en virtud de su humanidad» [6].

Lo que se dice acerca del Padre también se aplica al Espíritu Santo. En el sacramento se repite cada vez (quotiescunque) lo que sucedió solo una vez (semel) en la historia. En el momento de su nacimiento terrenal, es el Espíritu Santo quien da a Cristo al mundo (¡María concibió por obra del Espíritu Santo!); en el momento de la muerte, es Cristo quien da al mundo el Espíritu Santo (al morir, «entregó el Espíritu»). Del mismo modo, en la Eucaristía, en el momento de la consagración es el Espíritu Santo quien nos da a Jesús (¡es por la acción del Espíritu como el pan se transforma en el cuerpo de Cristo!), en el momento de la comunión es Cristo quien, al entrar en nosotros, nos da el Espíritu Santo.

San Ireneo (¡finalmente Doctor de la Iglesia!) dice que el Espíritu Santo es «nuestra propia comunión con Cristo» [7]. Por usar el lenguaje de un teólogo moderno, Heribert Mühlen, él es la misma «inmediatez» de nuestra relación con Cristo, en el sentido de que actúa como intermediario entre nosotros y él, sin constituir, sin embargo, ningún diafragma; sin que nada esté «en medio» entre nosotros y Jesús, porque Jesús y el Espíritu Santo también son, como Jesús y el Padre, «una sola cosa». En la comunión Jesús viene a nosotros como quien da el Espíritu. No como quien un día, hace mucho tiempo, dio el Espíritu, sino como quien ahora, habiendo consumado su sacrificio incruento en el altar, de nuevo, «entrega el Espíritu» (cf. Jn 19,30).

2.- La comunión de uno con el otro


Desde estas alturas vertiginosas, volvamos ahora a la tierra y pasemos a la segunda dimensión de la comunión eucarística: la comunión con el cuerpo de Cristo que es la Iglesia. Recordemos las palabras del apóstol: «Puesto que sólo hay un pan, nosotros, aun siendo muchos, somos un solo cuerpo: porque todos participamos en el único pan».

Desarrollando un pensamiento ya esbozado en la Didachè, san Agustín ve una analogía en la forma en que se forman los dos cuerpos de Cristo: el eucarístico y el eclesial. En el caso de la Eucaristía, tenemos el trigo primero disperso en las colinas, que trillado, molido, amasado en agua y cocinado en el fuego se convierte en el pan que llega al altar; en el caso de la Iglesia, tenemos la multitud de personas que reunidas por la predicación evangélica, molidas por el ayuno y la penitencia, amasadas en agua en el bautismo y cocinadas por el fuego del Espíritu, forman el cuerpo que es la Iglesia.

En este sentido, la palabra de Cristo viene inmediatamente a nuestro encuentro: «Si, por lo tanto, presentas tu ofrenda en el altar y allí recuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí delante del altar, ve primero a reconciliarte con tu hermano, y luego vuelve a ofrecer tu don» (Mt 5,23-24). Si vas a recibir la comunión, pero has ofendido a un hermano y no te has reconciliado, albergas resentimiento, te pareces —decía también san Agustín al pueblo— a una persona que ve llegar a un amigo que no ha visto hace años. Corre a su encuentro, se levanta sobre la punta de los pies para besarlo en la frente… Pero al hacer esto no se da cuenta de que está pisando sus pies con zapatos con púas [8]. Los hermanos y hermanas son los pies de Jesús que todavía camina por la tierra.




Comunión con los pobres


Esto es especialmente cierto respecto de los pobres, los afligidos y los marginados. El que dijo del pan: «Esto es mi cuerpo», también lo dijo del pobre. Lo dijo cuándo, hablando de lo que hizo por el hambriento, el sediento, el prisionero y el desnudo, declaró solemnemente: « ¡A mí me lo hicisteis!» Esto es como decir: «Yo era el hambriento, yo era el sediento, yo era el extranjero, el enfermo, el prisionero» (cf. Mt 25,35ss.). He recordado en otras ocasiones el momento en que esta verdad casi explotó dentro de mí. Estaba en una misión en un país muy pobre. Cruzando las calles de la capital vi por todas partes niños cubiertos con unos pocos trapos sucios, corriendo detrás de los camiones de basura para buscar algo de comer. En cierto momento fue como si Jesús me dijera: «Mira bien: ¡eso es mi cuerpo!». Había que tener cortada la respiración.

La hermana del gran filósofo creyente Blaise Pascal refiere este hecho sobre su hermano. En su última enfermedad, no lograba retener nada de lo que comía y, por esto, no le permitían recibir el viático que pedía insistentemente. Luego dijo: «Si no podéis darme la Eucaristía, al menos dejad entrar a un pobre en mi habitación. Si no puedo comulgar con la Cabeza, quiero al menos comulgar con su cuerpo» [9].

El único impedimento para recibir la comunión que san Pablo menciona explícitamente es el hecho de que, en la asamblea, «uno tiene hambre y otro está borracho»: «Por lo tanto, cuando os reunáis, vuestra comida ya no es un comer la Cena del Señor. Porque cada uno, cuando estáis a la mesa, comienza a tomar su propia comida, y así uno tiene hambre, el otro está borracho» (1 Cor 11,20-21). Decir «esto no es comer la Cena del Señor» es como decir: ¡la vuestra ya no es una verdadera Eucaristía! Es una afirmación fuerte, incluso desde un punto de vista teológico, a la que quizás no prestamos suficiente atención.

A día de hoy, la situación en la que uno tiene hambre y otro estalla con comida ya no es un problema local, sino mundial. No puede haber nada en común entre la Cena del Señor y el almuerzo del rico epulón, donde el dueño festeja abundantemente, ignorando al pobre que está fuera en la puerta (cf. Lc 16,19ss.). La preocupación por compartir lo que tenemos con los necesitados, cercanos y lejanos, debe ser parte integral de nuestra vida eucarística.

No hay nadie que, si lo desea, no pueda, durante la semana, realizar uno de esos gestos de los que Jesús dice: «Me lo hicisteis a mí». Compartir no significa simplemente «dar algo»: pan, ropa, hospitalidad; también significa visitar a alguien: un prisionero, una persona enferma, un anciano solo. No es solo dar el propio dinero, sino también el propio tiempo. El pobre y el que sufre necesitan solidaridad y amor, no menos que pan y ropa, sobre todo en este tiempo de aislamiento impuesto por la pandemia.

Jesús dijo: «Porque siempre tenéis a los pobres con vosotros, pero a mí no me tenéis siempre» (Mt 26,11). Esto también es cierto en el sentido de que no siempre podemos recibir el cuerpo de Cristo en la Eucaristía e incluso cuando lo recibimos, dura solo unos minutos, mientras que siempre podemos recibirlo en los pobres. Aquí no hay límites, solo se requiere que lo queramos. Siempre tenemos a los pobres a mano. Cada vez que nos encontremos con alguien que sufre, especialmente si se trata de ciertas formas extremas de sufrimiento, si estamos atentos, escucharemos, con los oídos de la fe, la palabra de Cristo: «¡Esto es mi cuerpo!».

¡Que Dios nos ayude a no volver la cabeza hacia otro lado!

Cardenal Raniero Cantalamessa OFM Cap.

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©Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco

[1] Cf. San Agustín, Confesiones VII, 10.
[2] San León Magno, Sermón 12 sobre la Pasión, 7: CCL 138A, 388.
[3] San Hilario de Poitiers, De Trinitate, 8, 16 (PL 10, 248): «Eius tantum in se adsumptam habens carnem, qui suam sumpserit».
[4] Santa Isabel de la Trinidad, Carta 261, a la madre, en Scritti (Roma 1967) 457.
[5] N. Cabasilas, La vida en Cristo, IV, 6: PG 150, 613.
[6] San Hilario, De Trinitate, VIII, 13-16: PL 10, 246ss.
[7] San Ireneo, Adversus haereses, III, 24, 1.
[8] Cf. San Agustín, Comentario a la Primera Carta de Juan, 10,8.
[9] Vida de Pascal, en B. Pascal, Oeuvres complètes (París 1954) 3ss.

domingo, 20 de marzo de 2022

«LA SANTIDAD DEL CRISTIANO DEBE SER EUCARÍSTICA, SER EUCARISTÍA CON JESÚS Y HACER DE NUESTRA VIDA UN DON»

 


Segunda predicación de Cuaresma, 18 de marzo de 2022
Cardenal Raniero Cantalamessa, OFMCap

El objeto de nuestra catequesis mistagógica de hoy es la parte central de la Misa, la Plegaria eucarística, o Anáfora, que tiene en su centro la consagración. Hacemos dos tipos de consideración sobre ella: una litúrgica y ritual, la otra teológica y existencial.

Desde el punto de vista ritual y litúrgico, tenemos hoy un nuevo recurso que no tenían los Padres de la Iglesia y los doctores medievales. El nuevo recurso del que disponemos hoy es el acercamiento entre cristianos y judíos. Desde los primeros días de la Iglesia, diversos factores históricos llevaron a acentuar la diferencia entre cristianismo y judaísmo, hasta el punto de contraponerlos entre sí, como ya hace Ignacio de Antioquía [1]. Distinguirse de los judíos —en la fecha de la Pascua, en los días de ayuno y en muchas otras cosas—, se convierte en una especie de consigna. Una acusación dirigida a menudo a los propios adversarios y a los herejes es la de «judaizar».

La tragedia del pueblo judío y el nuevo clima de diálogo con el judaísmo, iniciado por el Concilio Vaticano II, han hecho posible un mejor conocimiento de la matriz judía de la Eucaristía. Igual que no se entiende la Pascua cristiana si no se la considera como el cumplimiento de lo que preanunciaba la Pascua, tampoco se entiende a fondo la Eucaristía si no se la ve como el cumplimiento de lo que hicieron y dijeron los judíos durante su comida ritual. Un primer resultado importante de este punto de inflexión ha sido que hoy ningún estudioso serio plantea la hipótesis de que la Eucaristía cristiana se explique a la luz de la cena en boga entre algunos cultos mistéricos del helenismo, como se ha intentado hacer durante más de un siglo.

Los Padres de la Iglesia consideraban las Escrituras del pueblo judío, pero no su liturgia, a la que ya no tenían acceso, después de la separación de la Iglesia de la Sinagoga. Por eso, utilizaron las figuras contenidas en las Escrituras —el cordero pascual, el sacrificio de Isaac, el de Melquisedec, el maná—, pero no el contexto litúrgico concreto en el que el pueblo judío celebraba todos estos recuerdos, es decir, la comida ritual celebrada una vez al año en la cena pascual (el Séder) y semanalmente en el culto de la sinagoga. El primer nombre con el que Pablo designa la Eucaristía en el Nuevo Testamento es el de «comida del Señor» (kuriakon deipnon) (1 Cor 11,20), con evidente referencia a la comida judía de la que ahora difiere por la fe en Jesús. La Eucaristía es el sacramento de la continuidad entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, entre el judaísmo y el cristianismo.


La Eucaristía y la Beraka judía


Esta es la perspectiva en la que se sitúa Benedicto XVI en el capítulo dedicado a la institución de la Eucaristía en su segundo volumen sobre Jesús de Nazaret. Siguiendo la opinión de los eruditos prevaleciente ahora, acepta la cronología joánica según la cual la Última Cena de Jesús no fue una Cena de Pascua, sino que fue una solemne comida de despedida (¡la «Última Cena»!) y mantiene que es posible «trazar el desarrollo de la eucaristía cristiana, es decir, del canon, de la beraka judía»[2].

Por diversas razones culturales e históricas, desde la Escolástica en adelante, se ha intentado explicar la Eucaristía a la luz de la filosofía, en particular de las nociones aristotélicas de sustancia y accidentes. Esto también era poner al servicio de la fe el nuevo conocimiento del momento y, por lo tanto, imitar el método de los Padres. En nuestros días, debemos hacer lo mismo con los nuevos conocimientos de orden, esta vez, histórico y litúrgico más que filosófico. Tienen la ventaja de ser las categorías con las que Jesús pensaba y hablaba, que ciertamente no eran los conceptos aristotélicos de materia y forma, sustancia y accidentes, sino los de signo y realidad y de memorial.

Siguiendo algunos estudios recientes, especialmente el de L. Bouyer [3], me gustaría tratar de mostrar la luz brillante que cae sobre la Eucaristía cristiana cuando colocamos los relatos evangélicos de la institución en el trasfondo de lo que sabemos sobre la comida ritual judía. La novedad del gesto de Jesús no disminuirá, sino que será exaltada al máximo.

El vínculo entre el rito antiguo y el nuevo lo da la Didachè, un escrito de la era apostólica que podemos considerar como el primer borrador de la anáfora eucarística. El rito de la sinagoga estaba compuesto por una serie de oraciones llamadas «berakah» que en griego se traduce como «Eucaristía». Al comienzo de la comida, cada uno, por turno, tomaba una copa de vino en la mano y, antes de llevársela a los labios, repetía una bendición que la liturgia actual nos hace repetir casi literalmente en el momento del ofertorio: «Bendito seas, Señor, Dios nuestro, Rey de los siglos, que nos has dado este fruto de la vid».

Pero la comida comenzaba oficialmente solo cuando el padre de familia, o el jefe de la comunidad, había partido el pan que se debía distribuir entre los comensales. Y, de hecho, Jesús toma el pan, recita la bendición, lo parte y lo distribuye diciendo: «Esto es mi cuerpo…» Y aquí el rito —que era sólo una preparación—, se convierte en realidad.

Después de la bendición del pan, se servían los platos habituales. Cuando el almuerzo está a punto de terminar, los comensales están listos para el gran acto ritual que concluye la celebración y le da el significado más profundo. Todos se lavan las manos, como al principio. Habiendo terminado esto, teniendo ante sí una copa de vino mezclada con agua, invita a hacer las tres oraciones de acción de gracias: la primera por Dios Creador, la segunda por la liberación de Egipto, la tercera para que continúe su obra en el presente. Terminada la oración, la copa pasaba de mano en mano y todos bebían. Este es el antiguo rito realizado tantas veces por Jesús durante su vida.

Lucas dice que, después de la cena, Jesús tomó la copa diciendo: «Este cáliz es la nueva Alianza en mi Sangre que se derrama por vosotros». Algo decisivo sucede cuando Jesús añade estas palabras a la fórmula de las oraciones de acción de gracias, es decir, a la beraka judía. Ese rito era un banquete sagrado en el que se celebraba y agradecía a un Dios salvador, que había redimido a su pueblo para estrechar una alianza de amor con él, concluida en la sangre de un cordero. La comida diaria bendecía a Dios por esa Alianza, pero ahora, es decir, en el momento en que Jesús decide dar su vida por los suyos como el verdadero cordero, declaró concluida esa antigua Alianza que todos juntos estaban celebrando litúrgicamente.

En ese momento, con pocas y sencillas palabras, estrecha con sus seguidores la nueva y eterna Alianza en su Sangre. Al agregar las palabras «haced esto en memoria mía», Jesús da un alcance duradero a su don. Desde el pasado, la mirada se proyecta hacia el futuro. Todo lo que ha hecho hasta ahora en la cena es puesto en nuestras manos. Al repetir lo que hizo, se renueva ese acto central de la historia humana que es su muerte para el mundo. La figura del cordero pascual que en la cruz se convierte en acontecimiento, en la cena se nos da como sacramento, es decir, como un memorial perenne del acontecimiento.

Sacerdote y víctima



Esto, decía, por lo que se refiere al aspecto litúrgico y ritual. Pasemos ahora a la otra consideración, la de tipo personal y existencial, en otras palabras, al papel que nosotros, sacerdotes y fieles, desempeñamos en dicho momento de la Misa. Para comprender el papel del sacerdote en la consagración es de vital importancia conocer la naturaleza del sacrificio y del sacerdocio de Cristo, porque de ellos deriva el sacerdocio cristiano, tanto el sacerdocio bautismal común a todos, como el de los ministros ordenados. Ya no somos, en realidad, «sacerdotes según el orden de Melquisedec»; somos sacerdotes «según el orden de Jesucristo»; en el altar actuamos «in persona Christi», es decir, representamos al Sumo Sacerdote que es Cristo.

La Carta a los Hebreos explica en qué consiste la novedad y unicidad del sacerdocio de Cristo: «Él entró en el santuario de una vez por todas, no mediante la sangre de cabritos y toros, sino en virtud de su propia sangre, obteniendo así una redención eterna» (Heb 9,12). Todo sacerdote ofrece algo externo a sí mismo, Cristo se ofreció a sí mismo; cualquier otro sacerdote ofrece víctimas, ¡Cristo se ofreció como víctima! San Agustín resumió en pocas palabras la naturaleza de este nuevo tipo de sacerdocio en el que sacerdote y víctima son la misma persona: «Ideo sacerdos quia sacrificium», sacerdote porque víctima [4].

En Cristo es Dios quien se hace víctima. Ya no son los seres humanos los que ofrecen sacrificios a Dios para aplacarlo y hacerlo favorable; es Dios quien se sacrifica a sí mismo por la humanidad, entregando a la muerte por nosotros a su Hijo unigénito (cf. Jn 3,16). Jesús no vino con la sangre de otros, sino con su propia sangre; no puso sus pecados sobre los hombros de otros —animales o criaturas humanas— sino que puso los pecados de los demás sobre sus hombros: «Él llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero de la cruz» (1 Pe 2,24). Todo esto significa que en la Misa debemos ser al mismo tiempo sacerdotes y víctimas.

A la luz de esto, reflexionemos sobre las palabras de la consagración: «Tomad, comed: esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros». Quiero decir, a este propósito, mi pequeña experiencia, es decir, cómo llegué a descubrir el alcance eclesial y personal de la consagración eucarística. Así vivía el momento de la consagración en la Santa Misa los primeros años de mi sacerdocio: cerraba los ojos, inclinaba la cabeza, trataba de alejarme de todo lo que me rodeaba para identificarme con Jesús que, en el Cenáculo, pronunció esas palabras por primera vez: «Accipite et manducate: Tomad, comed…». La liturgia misma inculcaba esta actitud, haciendo pronunciar las palabras de la consagración en voz baja y en latín, inclinados sobre las especies.

Luego vino la reforma litúrgica del Vaticano II. La misa comenzó a celebrarse mirando a la asamblea; ya no en latín, sino en el idioma del pueblo. Esto me ayudó a entender que mi actitud, por sí sola, no expresaba todo el significado de mi participación en la consagración. ¡Ese Jesús del Cenáculo ya no existe! Ahora existe el Cristo resucitado: para ser exactos, el Cristo que estaba muerto, pero ahora vive para siempre (cf. Ap 1,18). Pero este Jesús es el «Cristo total», Cabeza y Cuerpo inseparablemente unidos. Por lo tanto, si es este Cristo total quien pronuncia las palabras de consagración, yo también las pronuncio con él. Las pronuncio, sí, «in persona Christi», en nombre de Cristo, pero también «en primera persona», es decir, en mi nombre.

A partir de ese día en que entendí esto, comencé a dejar de cerrar los ojos en el momento de la consagración, y a mirar —al menos alguna vez— a los hermanos frente a mí, o, si celebro solo, pienso en aquellos a quienes debo encontrarme durante el día y a quienes debo dedicar mi tiempo, o incluso pienso en toda la Iglesia y, dirigiéndome a ellos, les digo con Jesús: «Tomad, comed todos de él: esto es mi cuerpo que quiero dar por vosotros… Tomad, bebed: esta es mi sangre que quiero derramar por vosotros».

Más tarde vino san Agustín a quitarme todas las dudas. «En lo que ofrece, la Iglesia se ofrece a sí misma» [5], escribe en un famoso pasaje del De civitate Dei. La consecuencia que se deriva de ello es que, en el plano existencial, cuanto más participan un obispo y un sacerdote en el sacerdocio de Cristo, más participan en su sacrificio; cuanto más perfectamente se ofrece uno al Padre con Cristo, más verdaderamente ofrece a Cristo al Padre. En el altar el sacerdote actúa en el lugar de Cristo Sumo Sacerdote, pero también en el lugar («in persona») de Cristo Víctima Suprema.

San Gregorio Nacianceno escribe: «Sabiendo que nadie es digno de la grandeza de Dios, de la Víctima y del Sacerdote, si no se ha ofrecido primero el mismo como sacrificio vivo y santo, si no se ha presentado como oblación razonable y agradable (cf. Rom 12,1) y si no ha ofrecido a Dios un sacrificio de alabanza y un espíritu contrito —el único sacrificio cuya entrega pide el autor de todo don— ¿cómo me atreveré a ofrecerle la ofrenda exterior en el altar, que es la representación de los grandes misterios?»[6]

Todo esto se aplica no sólo a los obispos y sacerdotes ordenados, sino a todos los bautizados. Un famoso texto del Concilio se expresa así: «Los fieles, en virtud de su sacerdocio regio, concurren a la oblación de la Eucaristía… Participando del sacrificio eucarístico, fuente y cumbre de toda la vida cristiana, ofrecen a Dios la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con ella. Y así, sea por la oblación o sea por la sagrada comunión, todos tienen en la celebración litúrgica una parte propia, no confusamente, sino cada uno de modo distinto» [7].

Hay dos cuerpos de Cristo en el altar: está su cuerpo real (el cuerpo «nacido de la Virgen María», muerto, resucitado y ascendido al cielo) y está su cuerpo místico que es la Iglesia. Pues bien, en el altar está presente realmente su cuerpo real y está presente místicamente su cuerpo místico, donde «místicamente» significa: en virtud de su unión inseparable con la Cabeza. No hay confusión entre las dos presencias, que son distintas pero inseparables.

Puesto que hay dos «ofrendas» y dos «dones» en el altar —el que debe convertirse en el Cuerpo y la Sangre de Cristo (el pan y el vino) y el que debe convertirse en el cuerpo místico de Cristo—, también hay dos «epiclesis» en la Misa, es decir, dos invocaciones del Espíritu Santo. En la primera dice: «Te suplicamos que santifiques por el mismo Espíritu estos dones que hemos separado para ti, de manera que se conviertan en el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo»; en la segundo, que se recita después de la consagración, se dice: «con el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu. Que él nos transforme en ofrenda permanente».

Así es como la Eucaristía hace a la Iglesia: ¡la Eucaristía hace a la Iglesia, haciendo de la Iglesia una Eucaristía! La Eucaristía no es sólo, genéricamente, la fuente o causa de la santidad de la Iglesia; es también su «forma», es decir, el modelo. La santidad del cristiano debe realizarse según la «forma» de la Eucaristía; debe ser una santidad eucarística. El cristiano no puede limitarse a celebrar la Eucaristía, debe ser Eucaristía con Jesús.


El cuerpo y la sangre


Ahora podemos sacar las consecuencias prácticas de esta doctrina para nuestra vida diaria. Si en la consagración somos también nosotros quienes, dirigiéndonos a los hermanos, decimos: «Tomad, comed: esto es mi cuerpo. Tomad, bebed: esta es mi sangre», debemos saber qué significan «cuerpo» y «sangre», para saber lo que ofrecemos.

La palabra «cuerpo» no indica, en la Biblia, un componente, o una parte, del hombre que, unida a los demás componentes que son el alma y el espíritu, forman el hombre completo. En el lenguaje bíblico, y por lo tanto en el de Jesús y Pablo, «cuerpo» indica todo el hombre, en la medida en que vive su vida en un cuerpo, en una condición corpórea y mortal. Por lo tanto, «cuerpo» indica toda la vida. Jesús, al instituir la Eucaristía, nos dejó toda su vida como don, desde el primer instante de la Encarnación hasta el último momento, con todo lo que había llenado concretamente dicha vida: silencio, sudor, fatigas, oración, luchas, humillaciones…

Luego Jesús dice: «Esta es mi sangre». ¿Qué añade con la palabra «sangre» si ya nos ha dado toda su vida en su cuerpo? ¡Añade la muerte! Después de habernos dado la vida, también nos da la parte más preciosa de ella, su muerte. El término «sangre» en la Biblia no indica, de hecho, una parte del cuerpo, es decir, una parte de una parte del hombre; indica un acontecimiento: la muerte. Si la sangre es la sede de la vida (así se pensaba entonces), su «derramamiento» es el signo plástico de la muerte. ¡La Eucaristía es el misterio del Cuerpo y de la Sangre del Señor, es decir, de la vida y de la muerte del Señor!

Ahora bien, viniendo a nosotros, ¿qué ofrecemos, ofreciendo nuestro cuerpo y nuestra sangre, junto con Jesús, en la Misa? También ofrecemos lo que Jesús ofreció: la vida y la muerte. Con la palabra «cuerpo», damos todo lo que concretamente constituye la vida que llevamos en este mundo, nuestra vivencia: tiempo, salud, energías, capacidades, afecto, tal vez solo una sonrisa. Con la palabra «sangre», también expresamos la ofrenda de nuestra muerte. No necesariamente la muerte definitiva, el martirio por Cristo o por nuestros hermanos. En nosotros es muerte todo lo que prepara y anticipa la muerte: humillaciones, fracasos, enfermedades que inmovilizan, limitaciones debidas a la edad, a la salud, en una palabra, todo lo que nos «mortifica».

Todo esto requiere, sin embargo, que, tan pronto como salgamos de la Misa, trabajemos para lograr lo que hemos dicho; que realmente nos esforzamos, con todas nuestras limitaciones, por ofrecer nuestro «cuerpo» a nuestros hermanos, es decir, el tiempo, las energías, la atención; en una palabra, nuestra vida. Es necesario, por tanto, que, después de haber dicho a los hermanos: «Tomad, comed», nos dejemos realmente «comer» y nos dejemos comer sobre todo por quien que no lo hace con toda la delicadeza y gracia que cabría esperar.

San Ignacio de Antioquía, yendo a Roma a morir mártir, escribía: «Yo soy trigo de Cristo: que sea molido por los dientes de las ferias, para convertirme en pan puro para el Señor» [8]. Cada uno de nosotros, si miramos bien alrededor, tiene estos dientes afilados de fieras que lo muelen: son críticas, conflictos, oposiciones ocultas o abiertas, divergencias de puntos de vista con quienes nos rodean, diversidad de carácter.

Tratemos de imaginar lo que sucedería si celebráramos la Misa con esta participación personal, si realmente dijéramos todos, en el momento de la consagración, algunos en voz alta y otros en silencio, según el ministerio de cada uno: «Tomad, comed». Un sacerdote, un párroco y, con mayor razón, un obispo, celebra así su Misa, luego va: reza, predica, confiesa, recibe a la gente, visita a los enfermos, escucha… Su día es también Eucaristía. Un gran maestro de espíritu francés, Pierre Olivaint (1816-1871), decía: «Por la mañana, en la Misa, soy sacerdote y Jesús es víctima; a lo largo del día, Jesús es sacerdote y yo soy víctima». Así, un sacerdote imita al «Buen Pastor», porque realmente da su vida por sus ovejas.


Nuestra firma en el don


Quisiera resumir, con la ayuda de un ejemplo humano, lo que sucede en la celebración eucarística. Pensemos en una gran familia en la que hay un hijo, el primogénito, que admira y ama sin medida a su padre. Para su cumpleaños quiere hacerle un regalo precioso. Pero antes de presentárselo, pide, en secreto, a todos sus hermanos y hermanas que pongan su firma en el regalo. Por lo tanto, esto llega a las manos del padre como signo del amor de todos sus hijos, sin distinción, incluso si, en realidad, solo uno ha pagado el precio de ello.

Esto es lo que sucede en el sacrificio eucarístico. Jesús admira y ama ilimitadamente al Padre celestial. A él quiere darle cada día, hasta el fin del mundo, el regalo más preciado que se puede pensar, el de su propia vida. En la Misa invita a todos sus «hermanos» a poner su firma en el don, de manera que llega a Dios Padre como don indistinto de todos sus hijos, aunque sólo uno ha pagado el precio de este don. ¡Y a qué precio!

Nuestra firma son las pocas gotas de agua que se mezclan con el vino en la copa. Son nada más que agua, pero mezcladas en el vaso se convierten en una única bebida. La firma de todos es el solemne Amén que la asamblea pronuncia, o canta, al final de la doxología: «Por Cristo, con Él y en Él, a ti Dios Padre omnipotente en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y gloria por los siglos de los siglos… ¡Amén!»

Sabemos que quien ha firmado un compromiso tiene el deber de honrar su propia firma. Esto significa que, al salir de la Misa, también nosotros debemos hacer de nuestra vida un don de amor al Padre y a nuestros hermanos. Repito, no sólo estamos llamados a celebrar la Eucaristía, sino también a hacernos Eucaristía. ¡Que Dios nos ayude en esto!

Cardenal Raniero Cantalamessa OFM Cap.

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©Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco

[1] Ignacio de Antioquía, Carta a los Magnesios, 10,3.
[2] J. Ratzinger – Benedicto XVI, Gesù di Nazaret, vol. II (LEV, Roma 2011) 132-163 [trad. esp. Jesús de Nazaret (BAC, Madrid 2021); Cf. L. Bouyer, Eucharistie. Théologie et spiritualité de la prière eucharistique (Desclée, Tournai 1966) [trad. esp. Eucaristía. Teología y espiritualidad de la plegaria eucarística (Herder, Barcelona 1969)].
[3] Más allá del libro citado de L. Bouyer, cf. A. Baumstark, Liturgie comparée (Chevetogne 1953); L. Alonso Schoekel, Meditaciones bíblicas sobre la Eucaristía (Sal Terrae, Santander 1986); Seung Ai Yang, «Les repas sacrés dans le Judaisme de l’époque hellénistique», en Encyclopedie de l’Eucaristie (Cerf, París 2000) 55-59 [trad. esp. M. Brouard (Ed.) Enciclopedia de la Eucaristía (Deslcée de Brouwer, Bilbao 2004)].
[4] Agustín, Confesiones, X, 43.
[5] Agustín, De civitate Dei, X, 6: «In ea re quam offert, ipsa [Ecclesia] offertur».
[6] Gregorio Nacianceno, Oratio, 2, 95: PG 35, 497.
[7] Lumen gentium, 10-11.
[8] Ignacio de Antioquía, A los romanos, 4, 1.

https://caminocatolico.com/2a-predicacion-de-cuaresma-del-cardenal-cantalamessa-al-papa-18-03-2022-la-santidad-del-cristiano-debe-ser-eucaristica-ser-eucaristia-con-jesus-y-hacer-de-nuestra-vida-un-don/