domingo, 20 de marzo de 2022

«LA SANTIDAD DEL CRISTIANO DEBE SER EUCARÍSTICA, SER EUCARISTÍA CON JESÚS Y HACER DE NUESTRA VIDA UN DON»

 


Segunda predicación de Cuaresma, 18 de marzo de 2022
Cardenal Raniero Cantalamessa, OFMCap

El objeto de nuestra catequesis mistagógica de hoy es la parte central de la Misa, la Plegaria eucarística, o Anáfora, que tiene en su centro la consagración. Hacemos dos tipos de consideración sobre ella: una litúrgica y ritual, la otra teológica y existencial.

Desde el punto de vista ritual y litúrgico, tenemos hoy un nuevo recurso que no tenían los Padres de la Iglesia y los doctores medievales. El nuevo recurso del que disponemos hoy es el acercamiento entre cristianos y judíos. Desde los primeros días de la Iglesia, diversos factores históricos llevaron a acentuar la diferencia entre cristianismo y judaísmo, hasta el punto de contraponerlos entre sí, como ya hace Ignacio de Antioquía [1]. Distinguirse de los judíos —en la fecha de la Pascua, en los días de ayuno y en muchas otras cosas—, se convierte en una especie de consigna. Una acusación dirigida a menudo a los propios adversarios y a los herejes es la de «judaizar».

La tragedia del pueblo judío y el nuevo clima de diálogo con el judaísmo, iniciado por el Concilio Vaticano II, han hecho posible un mejor conocimiento de la matriz judía de la Eucaristía. Igual que no se entiende la Pascua cristiana si no se la considera como el cumplimiento de lo que preanunciaba la Pascua, tampoco se entiende a fondo la Eucaristía si no se la ve como el cumplimiento de lo que hicieron y dijeron los judíos durante su comida ritual. Un primer resultado importante de este punto de inflexión ha sido que hoy ningún estudioso serio plantea la hipótesis de que la Eucaristía cristiana se explique a la luz de la cena en boga entre algunos cultos mistéricos del helenismo, como se ha intentado hacer durante más de un siglo.

Los Padres de la Iglesia consideraban las Escrituras del pueblo judío, pero no su liturgia, a la que ya no tenían acceso, después de la separación de la Iglesia de la Sinagoga. Por eso, utilizaron las figuras contenidas en las Escrituras —el cordero pascual, el sacrificio de Isaac, el de Melquisedec, el maná—, pero no el contexto litúrgico concreto en el que el pueblo judío celebraba todos estos recuerdos, es decir, la comida ritual celebrada una vez al año en la cena pascual (el Séder) y semanalmente en el culto de la sinagoga. El primer nombre con el que Pablo designa la Eucaristía en el Nuevo Testamento es el de «comida del Señor» (kuriakon deipnon) (1 Cor 11,20), con evidente referencia a la comida judía de la que ahora difiere por la fe en Jesús. La Eucaristía es el sacramento de la continuidad entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, entre el judaísmo y el cristianismo.


La Eucaristía y la Beraka judía


Esta es la perspectiva en la que se sitúa Benedicto XVI en el capítulo dedicado a la institución de la Eucaristía en su segundo volumen sobre Jesús de Nazaret. Siguiendo la opinión de los eruditos prevaleciente ahora, acepta la cronología joánica según la cual la Última Cena de Jesús no fue una Cena de Pascua, sino que fue una solemne comida de despedida (¡la «Última Cena»!) y mantiene que es posible «trazar el desarrollo de la eucaristía cristiana, es decir, del canon, de la beraka judía»[2].

Por diversas razones culturales e históricas, desde la Escolástica en adelante, se ha intentado explicar la Eucaristía a la luz de la filosofía, en particular de las nociones aristotélicas de sustancia y accidentes. Esto también era poner al servicio de la fe el nuevo conocimiento del momento y, por lo tanto, imitar el método de los Padres. En nuestros días, debemos hacer lo mismo con los nuevos conocimientos de orden, esta vez, histórico y litúrgico más que filosófico. Tienen la ventaja de ser las categorías con las que Jesús pensaba y hablaba, que ciertamente no eran los conceptos aristotélicos de materia y forma, sustancia y accidentes, sino los de signo y realidad y de memorial.

Siguiendo algunos estudios recientes, especialmente el de L. Bouyer [3], me gustaría tratar de mostrar la luz brillante que cae sobre la Eucaristía cristiana cuando colocamos los relatos evangélicos de la institución en el trasfondo de lo que sabemos sobre la comida ritual judía. La novedad del gesto de Jesús no disminuirá, sino que será exaltada al máximo.

El vínculo entre el rito antiguo y el nuevo lo da la Didachè, un escrito de la era apostólica que podemos considerar como el primer borrador de la anáfora eucarística. El rito de la sinagoga estaba compuesto por una serie de oraciones llamadas «berakah» que en griego se traduce como «Eucaristía». Al comienzo de la comida, cada uno, por turno, tomaba una copa de vino en la mano y, antes de llevársela a los labios, repetía una bendición que la liturgia actual nos hace repetir casi literalmente en el momento del ofertorio: «Bendito seas, Señor, Dios nuestro, Rey de los siglos, que nos has dado este fruto de la vid».

Pero la comida comenzaba oficialmente solo cuando el padre de familia, o el jefe de la comunidad, había partido el pan que se debía distribuir entre los comensales. Y, de hecho, Jesús toma el pan, recita la bendición, lo parte y lo distribuye diciendo: «Esto es mi cuerpo…» Y aquí el rito —que era sólo una preparación—, se convierte en realidad.

Después de la bendición del pan, se servían los platos habituales. Cuando el almuerzo está a punto de terminar, los comensales están listos para el gran acto ritual que concluye la celebración y le da el significado más profundo. Todos se lavan las manos, como al principio. Habiendo terminado esto, teniendo ante sí una copa de vino mezclada con agua, invita a hacer las tres oraciones de acción de gracias: la primera por Dios Creador, la segunda por la liberación de Egipto, la tercera para que continúe su obra en el presente. Terminada la oración, la copa pasaba de mano en mano y todos bebían. Este es el antiguo rito realizado tantas veces por Jesús durante su vida.

Lucas dice que, después de la cena, Jesús tomó la copa diciendo: «Este cáliz es la nueva Alianza en mi Sangre que se derrama por vosotros». Algo decisivo sucede cuando Jesús añade estas palabras a la fórmula de las oraciones de acción de gracias, es decir, a la beraka judía. Ese rito era un banquete sagrado en el que se celebraba y agradecía a un Dios salvador, que había redimido a su pueblo para estrechar una alianza de amor con él, concluida en la sangre de un cordero. La comida diaria bendecía a Dios por esa Alianza, pero ahora, es decir, en el momento en que Jesús decide dar su vida por los suyos como el verdadero cordero, declaró concluida esa antigua Alianza que todos juntos estaban celebrando litúrgicamente.

En ese momento, con pocas y sencillas palabras, estrecha con sus seguidores la nueva y eterna Alianza en su Sangre. Al agregar las palabras «haced esto en memoria mía», Jesús da un alcance duradero a su don. Desde el pasado, la mirada se proyecta hacia el futuro. Todo lo que ha hecho hasta ahora en la cena es puesto en nuestras manos. Al repetir lo que hizo, se renueva ese acto central de la historia humana que es su muerte para el mundo. La figura del cordero pascual que en la cruz se convierte en acontecimiento, en la cena se nos da como sacramento, es decir, como un memorial perenne del acontecimiento.

Sacerdote y víctima



Esto, decía, por lo que se refiere al aspecto litúrgico y ritual. Pasemos ahora a la otra consideración, la de tipo personal y existencial, en otras palabras, al papel que nosotros, sacerdotes y fieles, desempeñamos en dicho momento de la Misa. Para comprender el papel del sacerdote en la consagración es de vital importancia conocer la naturaleza del sacrificio y del sacerdocio de Cristo, porque de ellos deriva el sacerdocio cristiano, tanto el sacerdocio bautismal común a todos, como el de los ministros ordenados. Ya no somos, en realidad, «sacerdotes según el orden de Melquisedec»; somos sacerdotes «según el orden de Jesucristo»; en el altar actuamos «in persona Christi», es decir, representamos al Sumo Sacerdote que es Cristo.

La Carta a los Hebreos explica en qué consiste la novedad y unicidad del sacerdocio de Cristo: «Él entró en el santuario de una vez por todas, no mediante la sangre de cabritos y toros, sino en virtud de su propia sangre, obteniendo así una redención eterna» (Heb 9,12). Todo sacerdote ofrece algo externo a sí mismo, Cristo se ofreció a sí mismo; cualquier otro sacerdote ofrece víctimas, ¡Cristo se ofreció como víctima! San Agustín resumió en pocas palabras la naturaleza de este nuevo tipo de sacerdocio en el que sacerdote y víctima son la misma persona: «Ideo sacerdos quia sacrificium», sacerdote porque víctima [4].

En Cristo es Dios quien se hace víctima. Ya no son los seres humanos los que ofrecen sacrificios a Dios para aplacarlo y hacerlo favorable; es Dios quien se sacrifica a sí mismo por la humanidad, entregando a la muerte por nosotros a su Hijo unigénito (cf. Jn 3,16). Jesús no vino con la sangre de otros, sino con su propia sangre; no puso sus pecados sobre los hombros de otros —animales o criaturas humanas— sino que puso los pecados de los demás sobre sus hombros: «Él llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero de la cruz» (1 Pe 2,24). Todo esto significa que en la Misa debemos ser al mismo tiempo sacerdotes y víctimas.

A la luz de esto, reflexionemos sobre las palabras de la consagración: «Tomad, comed: esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros». Quiero decir, a este propósito, mi pequeña experiencia, es decir, cómo llegué a descubrir el alcance eclesial y personal de la consagración eucarística. Así vivía el momento de la consagración en la Santa Misa los primeros años de mi sacerdocio: cerraba los ojos, inclinaba la cabeza, trataba de alejarme de todo lo que me rodeaba para identificarme con Jesús que, en el Cenáculo, pronunció esas palabras por primera vez: «Accipite et manducate: Tomad, comed…». La liturgia misma inculcaba esta actitud, haciendo pronunciar las palabras de la consagración en voz baja y en latín, inclinados sobre las especies.

Luego vino la reforma litúrgica del Vaticano II. La misa comenzó a celebrarse mirando a la asamblea; ya no en latín, sino en el idioma del pueblo. Esto me ayudó a entender que mi actitud, por sí sola, no expresaba todo el significado de mi participación en la consagración. ¡Ese Jesús del Cenáculo ya no existe! Ahora existe el Cristo resucitado: para ser exactos, el Cristo que estaba muerto, pero ahora vive para siempre (cf. Ap 1,18). Pero este Jesús es el «Cristo total», Cabeza y Cuerpo inseparablemente unidos. Por lo tanto, si es este Cristo total quien pronuncia las palabras de consagración, yo también las pronuncio con él. Las pronuncio, sí, «in persona Christi», en nombre de Cristo, pero también «en primera persona», es decir, en mi nombre.

A partir de ese día en que entendí esto, comencé a dejar de cerrar los ojos en el momento de la consagración, y a mirar —al menos alguna vez— a los hermanos frente a mí, o, si celebro solo, pienso en aquellos a quienes debo encontrarme durante el día y a quienes debo dedicar mi tiempo, o incluso pienso en toda la Iglesia y, dirigiéndome a ellos, les digo con Jesús: «Tomad, comed todos de él: esto es mi cuerpo que quiero dar por vosotros… Tomad, bebed: esta es mi sangre que quiero derramar por vosotros».

Más tarde vino san Agustín a quitarme todas las dudas. «En lo que ofrece, la Iglesia se ofrece a sí misma» [5], escribe en un famoso pasaje del De civitate Dei. La consecuencia que se deriva de ello es que, en el plano existencial, cuanto más participan un obispo y un sacerdote en el sacerdocio de Cristo, más participan en su sacrificio; cuanto más perfectamente se ofrece uno al Padre con Cristo, más verdaderamente ofrece a Cristo al Padre. En el altar el sacerdote actúa en el lugar de Cristo Sumo Sacerdote, pero también en el lugar («in persona») de Cristo Víctima Suprema.

San Gregorio Nacianceno escribe: «Sabiendo que nadie es digno de la grandeza de Dios, de la Víctima y del Sacerdote, si no se ha ofrecido primero el mismo como sacrificio vivo y santo, si no se ha presentado como oblación razonable y agradable (cf. Rom 12,1) y si no ha ofrecido a Dios un sacrificio de alabanza y un espíritu contrito —el único sacrificio cuya entrega pide el autor de todo don— ¿cómo me atreveré a ofrecerle la ofrenda exterior en el altar, que es la representación de los grandes misterios?»[6]

Todo esto se aplica no sólo a los obispos y sacerdotes ordenados, sino a todos los bautizados. Un famoso texto del Concilio se expresa así: «Los fieles, en virtud de su sacerdocio regio, concurren a la oblación de la Eucaristía… Participando del sacrificio eucarístico, fuente y cumbre de toda la vida cristiana, ofrecen a Dios la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con ella. Y así, sea por la oblación o sea por la sagrada comunión, todos tienen en la celebración litúrgica una parte propia, no confusamente, sino cada uno de modo distinto» [7].

Hay dos cuerpos de Cristo en el altar: está su cuerpo real (el cuerpo «nacido de la Virgen María», muerto, resucitado y ascendido al cielo) y está su cuerpo místico que es la Iglesia. Pues bien, en el altar está presente realmente su cuerpo real y está presente místicamente su cuerpo místico, donde «místicamente» significa: en virtud de su unión inseparable con la Cabeza. No hay confusión entre las dos presencias, que son distintas pero inseparables.

Puesto que hay dos «ofrendas» y dos «dones» en el altar —el que debe convertirse en el Cuerpo y la Sangre de Cristo (el pan y el vino) y el que debe convertirse en el cuerpo místico de Cristo—, también hay dos «epiclesis» en la Misa, es decir, dos invocaciones del Espíritu Santo. En la primera dice: «Te suplicamos que santifiques por el mismo Espíritu estos dones que hemos separado para ti, de manera que se conviertan en el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo»; en la segundo, que se recita después de la consagración, se dice: «con el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu. Que él nos transforme en ofrenda permanente».

Así es como la Eucaristía hace a la Iglesia: ¡la Eucaristía hace a la Iglesia, haciendo de la Iglesia una Eucaristía! La Eucaristía no es sólo, genéricamente, la fuente o causa de la santidad de la Iglesia; es también su «forma», es decir, el modelo. La santidad del cristiano debe realizarse según la «forma» de la Eucaristía; debe ser una santidad eucarística. El cristiano no puede limitarse a celebrar la Eucaristía, debe ser Eucaristía con Jesús.


El cuerpo y la sangre


Ahora podemos sacar las consecuencias prácticas de esta doctrina para nuestra vida diaria. Si en la consagración somos también nosotros quienes, dirigiéndonos a los hermanos, decimos: «Tomad, comed: esto es mi cuerpo. Tomad, bebed: esta es mi sangre», debemos saber qué significan «cuerpo» y «sangre», para saber lo que ofrecemos.

La palabra «cuerpo» no indica, en la Biblia, un componente, o una parte, del hombre que, unida a los demás componentes que son el alma y el espíritu, forman el hombre completo. En el lenguaje bíblico, y por lo tanto en el de Jesús y Pablo, «cuerpo» indica todo el hombre, en la medida en que vive su vida en un cuerpo, en una condición corpórea y mortal. Por lo tanto, «cuerpo» indica toda la vida. Jesús, al instituir la Eucaristía, nos dejó toda su vida como don, desde el primer instante de la Encarnación hasta el último momento, con todo lo que había llenado concretamente dicha vida: silencio, sudor, fatigas, oración, luchas, humillaciones…

Luego Jesús dice: «Esta es mi sangre». ¿Qué añade con la palabra «sangre» si ya nos ha dado toda su vida en su cuerpo? ¡Añade la muerte! Después de habernos dado la vida, también nos da la parte más preciosa de ella, su muerte. El término «sangre» en la Biblia no indica, de hecho, una parte del cuerpo, es decir, una parte de una parte del hombre; indica un acontecimiento: la muerte. Si la sangre es la sede de la vida (así se pensaba entonces), su «derramamiento» es el signo plástico de la muerte. ¡La Eucaristía es el misterio del Cuerpo y de la Sangre del Señor, es decir, de la vida y de la muerte del Señor!

Ahora bien, viniendo a nosotros, ¿qué ofrecemos, ofreciendo nuestro cuerpo y nuestra sangre, junto con Jesús, en la Misa? También ofrecemos lo que Jesús ofreció: la vida y la muerte. Con la palabra «cuerpo», damos todo lo que concretamente constituye la vida que llevamos en este mundo, nuestra vivencia: tiempo, salud, energías, capacidades, afecto, tal vez solo una sonrisa. Con la palabra «sangre», también expresamos la ofrenda de nuestra muerte. No necesariamente la muerte definitiva, el martirio por Cristo o por nuestros hermanos. En nosotros es muerte todo lo que prepara y anticipa la muerte: humillaciones, fracasos, enfermedades que inmovilizan, limitaciones debidas a la edad, a la salud, en una palabra, todo lo que nos «mortifica».

Todo esto requiere, sin embargo, que, tan pronto como salgamos de la Misa, trabajemos para lograr lo que hemos dicho; que realmente nos esforzamos, con todas nuestras limitaciones, por ofrecer nuestro «cuerpo» a nuestros hermanos, es decir, el tiempo, las energías, la atención; en una palabra, nuestra vida. Es necesario, por tanto, que, después de haber dicho a los hermanos: «Tomad, comed», nos dejemos realmente «comer» y nos dejemos comer sobre todo por quien que no lo hace con toda la delicadeza y gracia que cabría esperar.

San Ignacio de Antioquía, yendo a Roma a morir mártir, escribía: «Yo soy trigo de Cristo: que sea molido por los dientes de las ferias, para convertirme en pan puro para el Señor» [8]. Cada uno de nosotros, si miramos bien alrededor, tiene estos dientes afilados de fieras que lo muelen: son críticas, conflictos, oposiciones ocultas o abiertas, divergencias de puntos de vista con quienes nos rodean, diversidad de carácter.

Tratemos de imaginar lo que sucedería si celebráramos la Misa con esta participación personal, si realmente dijéramos todos, en el momento de la consagración, algunos en voz alta y otros en silencio, según el ministerio de cada uno: «Tomad, comed». Un sacerdote, un párroco y, con mayor razón, un obispo, celebra así su Misa, luego va: reza, predica, confiesa, recibe a la gente, visita a los enfermos, escucha… Su día es también Eucaristía. Un gran maestro de espíritu francés, Pierre Olivaint (1816-1871), decía: «Por la mañana, en la Misa, soy sacerdote y Jesús es víctima; a lo largo del día, Jesús es sacerdote y yo soy víctima». Así, un sacerdote imita al «Buen Pastor», porque realmente da su vida por sus ovejas.


Nuestra firma en el don


Quisiera resumir, con la ayuda de un ejemplo humano, lo que sucede en la celebración eucarística. Pensemos en una gran familia en la que hay un hijo, el primogénito, que admira y ama sin medida a su padre. Para su cumpleaños quiere hacerle un regalo precioso. Pero antes de presentárselo, pide, en secreto, a todos sus hermanos y hermanas que pongan su firma en el regalo. Por lo tanto, esto llega a las manos del padre como signo del amor de todos sus hijos, sin distinción, incluso si, en realidad, solo uno ha pagado el precio de ello.

Esto es lo que sucede en el sacrificio eucarístico. Jesús admira y ama ilimitadamente al Padre celestial. A él quiere darle cada día, hasta el fin del mundo, el regalo más preciado que se puede pensar, el de su propia vida. En la Misa invita a todos sus «hermanos» a poner su firma en el don, de manera que llega a Dios Padre como don indistinto de todos sus hijos, aunque sólo uno ha pagado el precio de este don. ¡Y a qué precio!

Nuestra firma son las pocas gotas de agua que se mezclan con el vino en la copa. Son nada más que agua, pero mezcladas en el vaso se convierten en una única bebida. La firma de todos es el solemne Amén que la asamblea pronuncia, o canta, al final de la doxología: «Por Cristo, con Él y en Él, a ti Dios Padre omnipotente en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y gloria por los siglos de los siglos… ¡Amén!»

Sabemos que quien ha firmado un compromiso tiene el deber de honrar su propia firma. Esto significa que, al salir de la Misa, también nosotros debemos hacer de nuestra vida un don de amor al Padre y a nuestros hermanos. Repito, no sólo estamos llamados a celebrar la Eucaristía, sino también a hacernos Eucaristía. ¡Que Dios nos ayude en esto!

Cardenal Raniero Cantalamessa OFM Cap.

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©Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco

[1] Ignacio de Antioquía, Carta a los Magnesios, 10,3.
[2] J. Ratzinger – Benedicto XVI, Gesù di Nazaret, vol. II (LEV, Roma 2011) 132-163 [trad. esp. Jesús de Nazaret (BAC, Madrid 2021); Cf. L. Bouyer, Eucharistie. Théologie et spiritualité de la prière eucharistique (Desclée, Tournai 1966) [trad. esp. Eucaristía. Teología y espiritualidad de la plegaria eucarística (Herder, Barcelona 1969)].
[3] Más allá del libro citado de L. Bouyer, cf. A. Baumstark, Liturgie comparée (Chevetogne 1953); L. Alonso Schoekel, Meditaciones bíblicas sobre la Eucaristía (Sal Terrae, Santander 1986); Seung Ai Yang, «Les repas sacrés dans le Judaisme de l’époque hellénistique», en Encyclopedie de l’Eucaristie (Cerf, París 2000) 55-59 [trad. esp. M. Brouard (Ed.) Enciclopedia de la Eucaristía (Deslcée de Brouwer, Bilbao 2004)].
[4] Agustín, Confesiones, X, 43.
[5] Agustín, De civitate Dei, X, 6: «In ea re quam offert, ipsa [Ecclesia] offertur».
[6] Gregorio Nacianceno, Oratio, 2, 95: PG 35, 497.
[7] Lumen gentium, 10-11.
[8] Ignacio de Antioquía, A los romanos, 4, 1.

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