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jueves, 19 de junio de 2014

“EL GRAN EQUÍVOCO DEL ARTE CONTEMPORÁNEO: IGNORAR TÉCNICA Y OFICIO”



Fotografía de Günter Brus artista austriaco


Teo Revilla Bravo*




El arte del siglo XX se ha caracterizado sobre todo por los intentos de algunos “entendidos” por elevar a los altares del arte, fuere como fuere, la abstracción y la experimentación, así como por la obsesión de pretender, en contraposición, destruir la forma y echar abajo o minimizar los valores enraizados como términos tradicionales trasmitidos.… Hasta que se ha llegado a un punto de entente, comprobándose cómo todas esas actitudes con las que se intentaron soslayar o destruir legados y prácticas anteriores fracasaron, siguiendo por fortuna vigentes como siempre y con muy buena salud. El arte no entiende de elementos perniciosos que marquen preferencias ni diferencias interesadas; el arte necesita moverse en absoluta libertad y en consonancia con las necesidades que demande la misma sociedad que lo alienta. Todos los movimientos y tendencias son importantes; todos aparecen por un motivo u otro; todos tienen su momento álgido, y por fortuna su continuidad y desarrollo, beneficiándonos de su vivacidad, de su riqueza y prodigalidad, de la magia y del deslumbramiento cultural que nos aportan. Si destruimos la forma –y de eso tienen mucha culpa los poderes públicos con sus modos obtusos de entender la llamada cultura de masas que roza lo dictatorial, modos a menudo snobs a la hora de promocionar artistas supuestamente experimentales y sobre todo afines a sus credos o intereses-, si destruimos la formas, decía, destruiremos el arte y la posibilidad de que los jóvenes puedan moverse independientes, valientes y sin complejos, hurgando o mamando de la propia vida y de los cánones académicos para su formación, así como el impulso a la propia intuición personal que marcará la personalidad trasformadora que puedan tener. Si esto no sucediese así nos quedaríamos ante una peligrosa esterilidad. Sin bases que sustente el arte, no se puede llegar a nada que pueda considerarse razonable. Los grandes maestros de hoy, curiosamente, siguen siendo los clásicos: Rafael, Miguel Ángel, Velázquez, Rembrandt, Goya, etc.…, genios de la pintura que pasaron por el taller, aprendieron con esfuerzo la técnica, y luego, seguros de sí mismos, se independizaron creando su propia escuela. En ellos valoramos la pintura de verdad, ya que no se ha vuelto a pintar de una forma tan total. Es a partir de estos pintores, precisamente, que deviene el arte nuevo; que por otro lado ha de tener constantemente un lenguaje de asombro, un carácter novedoso que se impulse con acierto generación tras generación. No podemos renunciar a esa fuente de cognición artística, ya que sería una postura completamente suicida. A los clásicos, queramos o no, se vuelve siempre. El arte contemporáneo, con la obsesión por destruir formas, técnicas y oficio en pos de una supuesta libertad rompedora, comienza a adolecer de aburrimiento y de falta de ideas, ya que muchas propuestas no tienen un fundamento lo suficientemente fuerte que lo sustente, y menos que lo confirme como guía de futuras generaciones. Sus límites, a estas alturas, están muy marcados: vemos repeticiones y reproducciones, copias y más copias de lo mismo o de algo muy parecido, allá donde ponemos los ojos, como son las grandes concentraciones de arte moderno donde unos pocos deciden qué se ha de llevar, qué obtiene el visto bueno, qué lo que se tiene que vender y comprar. Este montaje se va desvaneciendo poco a poco por puro hastío creativo. 


Si el arte no provoca ideas, habrá que ponerse a reflexionar qué es lo que sucede. La reflexión es un proceso que sustituye a la contemplación. La obra, al no motivar que el público permanezca largo rato de pie observándola, impone una tarea ajena a ella misma, impone un pensamiento desde donde debemos entretenernos y preguntarnos por qué no provoca opiniones... Las nuevas generaciones de artistas intentan romper toda regla, toda contracción, toda represión y condicionamiento. Y ha de ser así, ya que el arte, ante todo y sobre todo, es libertad como decíamos, o no es. El gran valor del arte contemporáneo ya lo dieron las sorprendentes obras de Miró, Picasso o Mondrian hace un siglo, creando un hecho que es ya, por fortuna para el arte, histórico. A partir de ellos, nada nuevo que sea verdaderamente relevante, ha sucedido. Por tanto, el valor del arte contemporáneo, parece ser que es aquel que se le quiera dar, algo que todavía hoy se está debatiendo con exacerbada confusión. El famoso váter de Duchamp -del que ya hemos hablado en alguna otra ocasión en este espacio más extensamente-, una vez se realizó la famosa exposición donde causó un innegable impacto, dejó de tener valor inmediato en cuanto se desmontó, ya que esa pieza no dejaba de ser un váter común y corriente, algo que fuera del contexto de la sala de exposiciones no significaba nada más que lo que era. Un cuadro, en cambio, tiene valor de por sí; un simple váter o cualquier otro objeto utilitario, ya vemos que no. De lo que se deduce que “el arte, a veces, no es arte, sino un mero espejismo”. Dicho esto debo añadir, que nadie es quien para decidir si esto o lo otro es o no es arte, ya que en arte solamente manda el corazón y la sensibilidad de cada individuo. 


Hay cuadros llenos de manchones a lo Pollock, que valen una fortuna; mientras que un hermoso bodegón, pintado con toda la técnica y todo el amor del mundo, queda arrinconado en cualquier museo o galería sin posibilidad de que nadie lo observe, teniendo como posiblemente tenga una carga artística brutal… Es lo de siempre: se paga un nombre, unos comprometidos deseos comerciales, una firma que cumple con esos intereses, un buen márquetin, una moda o tendencia..., y todo juicio apriorístico donde “alguien” impone su criterio sobre qué es y no es arte en la aplicación de una especie de sutil dictadura comercial. Lo que es verdaderamente triste es que el mundo del arte oficial no se interese por valores emergentes, jóvenes artistas que tienen tanto que decir si se les permitiera y favoreciera hacerlo; jóvenes que si logran algo positivo, es debido a su tesón y valía constatada por la reacción entusiasta y significativa de un público que los visita. 


Es un error cada vez más extendido pretender pintar sin saber pintar, o esculpir sin sabe esculpir, etc., etc., etc. Ya que eso es de una petulancia y de una arrogancia que no conduce a ninguna parte. Sin técnica y sin oficio, desengañémonos, no puede haber arte duradero. 



Barcelona.-mayo.-2014.

* Escritor, poeta y artista plástico catalán

©Teo Revilla Bravo.



miércoles, 19 de marzo de 2014

ESCRIBIR


      


Teo Revilla Bravo*


Se escribe, se habla, se repite monótonamente tanto… Pero, ¿qué permanece? La mayoría de las palabras se las lleva el viento una vez pronunciadas, las barre la insignificancia una vez escritas, las anonada el olvido… Por eso hay que escribir y sentir la poesía libremente con una intuición especial: la de mantener el equilibrio, la armonía y la medida, sabiendo que hay algo que merece la pena ser dicho y que al decirlo nos libera, desde la propia sensibilidad, de aspectos ásperos de la vida, sin preocuparnos de si otros serán receptivos, que lo serán si el poema es sincero y cabal. La poesía no es un medio para abrumar al lector sino para lanzar emociones y agitarlo; denunciar injusticias, concienciar, abrir el corazón en una celebración de lo cotidiano, de lo que sucede en nuestro interior como canto a la vida y al amor, haciendo prevalecer versos directos con lenguaje preciso, que lleguen al alma desde la propia sensibilidad -alejándonos del realismo más plano-, entre evocaciones íntimas y emociones constantes, que han de revelarse capaces de captar lo poético en la sencillez de lo elemental, como una verdad de lo frecuente simbolizado, de lo que se ve y casi se palpa, de lo que parece escapar pero que logra retener comunicar y transcender: locución, poema, meditación... La poesía se lo debe todo al silencio y a la reflexión.

Poemas de la metafísica personal y de la duda. Experiencias y memorias que se interrelacionan dando lugar a una poesía que medita sobre el paso del tiempo, sobre el acceso a la madurez, sobre la pérdida de la inocencia, sobre el amor y el desamor, sobre los límites de la vida, sobre la muerte -esa muerte de donde se desprende el rayo de la vida- y sus consecuencias ante el misterio o lo existencial incomprendido, bordeando el escepticismo pero sin dejarse caer en él. Ha de ser, en tal caso, una mística de la lucidez; una reflexión personal en un acto de fusionar poemas e imágenes en la memoria, con emoción y contenida vehemencia; con compromiso, experiencia y hasta tensión dramática; y con cierta melancolía como lustre estético, reflejo y vigor de la experiencia...

El peor destino que le cabe en suerte a toda poesía, es ser, a lo largo del tiempo, previsible, monótona, repetitiva. Ha de alterar o tocar las fibras sensibles propias y de quien la leyere. Estando y sintiendo en presente, ha que avanzar sobre el tiempo real, porque parte de su esencia es la intuición y el reflejo de una sociedad siempre en movimiento y creación; ha de impulsar novedad y frescura; ha de abrir cauces y ritmos literarios, saliendo de su asfixia; ha de respirar como alternativa libre y novedosa; ser germen creativo en constante movimiento y expansión…

Cada poema escrito abre un nuevo interrogante, una deliberación o entresijo, un dilema. Quizás por eso estamos impulsados a rehacerlo constantemente, a sentirlo fallido, porque, como en toda obra de arte, esa idea inicial que empuja a su creación, jamás logra significarse del todo: siempre nos falta algo, siempre queda inconclusa e insegura, ya que la palabra poética está oculta tras la voz convencional y hay que averiguarla, hay que liberarla, como nos decía muy bien Vicente Huidobro hablando de la poesía. Ahí nos sentimos rotos, decepcionados e impulsados a indagar más: “Sólo lo permanente cambia”, decía Kant, dándonos cuenta de que el Ahora ya se encuentra adelante, que es un ahora avanzado;“ Un vertiginoso fuera de sí mismo”, como dijo en una reflexión sobre “La palabra en el tiempo”, Manuel Ballestero.

Para un escritor, para un lector posible, la poesía siempre ha de ser novedosa, atrayente, mágica, necesaria para ordenar la propia experiencia y darle sentido a nuestra existencia; ha de ser diferente, inefable, indefinible, un poco ambigua también; a veces indescifrable –lector y escritor han de indagar, pelear con la palabra, acomodarla en el mejor sentir-; ha de ser realista, misteriosa, onírica, mágica, abstracta o surrealista, pero nunca acomodaticia…

Simplemente hemos de dejarla manar y surgir fresca desde el fontanal libre del sentimiento, y beber y dejar beber copiosamente de sus aguas.



* Escritor, poeta y pintor catalán. Autor de varios libros. Fundador y director de Órbita Literaria, círculo de escritores, artistas y buenos amigos.



Barcelona, 17.-04.-2009





ESCRIBIR II



Teo Revilla Bravo


Escribir es explorar. Es una manera de alentar estímulos, de inhalar aire, de crecer y sobrevivir a las catástrofes diarias que acontecen en nuestro interior, intentando extraer inteligencia y agudeza a través de la intuición y de las sensaciones. No conformándonos, huyendo de la realidad más próxima para aventurarnos -gran desafío- solícitos, en regiones inexploradas y detenidas, en un intento de removerlas. Un canto a la luz, un reflejo de músicas. Un arañar y quitar las esquirlas que deja al paso, día a día, la muerte lenta.

El punto formal de la escritura ha de ser libre, transgresor. No hace falta guardar fidelidad a la métrica clásica ni a parámetros establecidos, pero siempre ha de ser con voz personal, ajena a cualquier tipo de formalidad, y autobiográfica en su estructura, con señales propias suficientes como para llamar poderosamente la atención del lector. Escribir exige consignar razones insondables, casi siempre subyacentes. Es un proceso de necesario desbarate de todo aquello que incomoda y estorba, como son las tensiones y ansiedades del momento, desnudando la elipsis que nos aprieta y confunde, replanteando nuevos y constantes amaneceres. La escritura ha de sondear en las circunstancias que vive el poeta antes de conceptuarlas. Un poema es literatura cuando concibe o expresa de nuevo la realidad y ayuda a su innovación replanteando el mundo -desde el sentimiento profundo- de quien lo lee o escribe.

Escribir es otra adicción más a la existencia ya que una vez iniciados, no podemos dejar de concebir este hecho como realidad propia; es plasmar un diálogo, desde lo personal transferible, para hacerlo extensible a los otros; es descubrir nuevos espacios con arresto imaginativo, desde la ecuanimidad y la experiencia; una estrategia para profundizar en lo íntimo del ser humano renovando el pasado agobiante a través de filtros vertidos como versos, que conviertan el hecho de escribir en un análisis profundo sobre la sociedad y la vida; es reconocerse en la duda, en la indecisión acosadora, en la incertidumbre del devenir, transitando por el vacío aparente que se abre ante nuestros ojos, para sentir que el mayor precipicio que nos amenaza está dentro.

Escribir es emprender un largo viaje intentando atrapar lo inasible recorriendo espacios asombrosos con dificultades y sorpresas, con cansancios y fatigas, abarcando territorios, inaugurando paisajes con una terquedad sin límites, la mayoría de las veces ejercida en batallas baldías aparentemente, pero que nos van posicionando, mientras vamos ganando terreno a esos parajes inexplorados que invaden la imaginación; es ir tras edenes intuidos partiendo desde una soledad que siempre invoca a la vida y a la muerte como constantes irrenunciables. Ahí el hecho poético como una larga afinación del raciocinio; ahí la creencia en el poder comunicador de la palabra como reflejo de vida.

Hemos de ir cifrando ese mundo de emociones a través de un aprendizaje continuo, con rigor estético, en un itinerario cuyos puntos de partida y de llegada siempre son un espejismo que dejan al viajero detenido en un limbo de nadie; limbo que incluye el ansia de lo posible junto al desencanto de lo que ya no queda: como en un tiempo suspendido donde es imposible tomar contacto, excepto, tal vez, a través de ese otro viaje inmóvil de la escritura, donde sí es posible de alguna manera recuperar lo perdido, aunque solamente sea para volverlo a extraviar. Hemos de ir cifrando, decía, Hasta que las palabras nos lleven a un hecho sorprendente, que se habrá de saber identificar con sensible plenitud. Todo se ha de ir haciendo con rigurosa interioridad, sin disfraces, sin tecnicismos cargantes, sin estorbos ni falacias, libre y sincero, construyendo un mundo como regresión necesaria a través de un catártico o remedio que obre el milagro de la salud. Escribir poesía es dejar constancia de que, al hacerlo, nos vamos descubriendo únicos en los otros. Así, en cada circunstancia significativa o magnificencia de vocablo, desafiaremos el sentido de cada frase asentándonos en medio de la soledad, como ante un relámpago deslumbrante de versátiles efectos. Un halo que nos ronda desde siempre, pero que sólo a veces, muy pocas veces, se nos revela de verdad.



Barcelona.-02.-02.-2011.


Fuente: http://orbitaliteraria.spruz.com/

miércoles, 6 de noviembre de 2013

ALGUNAS CONDICIONES PARA SER BUEN ESCRITOR



HORACE PIPPIN (1888-1946) Pintor afroamericano  


Por Teo Revilla Bravo



Vocación, tenacidad, entusiasmo en ver y sentir, mucho arresto, mirada axiomática y sentido muy crítico ante lo que se escribe, cómo se escribe y para quién se escribe, redactando sin faltas de ortografía ni errores de puntuación graves; dejándose inundar por un humor secreto, personal, oculto y exquisito; ese humor que después se ha de dejar traslucir en las letras con fina ironía y apacible sutileza. El escritor, ha de lograr, ante todo y sobre todo, un estilo fluido y eficaz, poniendo especial ahínco en cómo narra o cuenta aquello que desea expresar o exponer ante los otros, seleccionando cuidadosamente el elemento o tema a tratar, de tal manera que llegue preciso a la conciencia lectora con notables ideas y amplias imaginaciones -sin machacona insistencia ni llamadas a la atención-, siendo capaz de hacer que ese escrito aparezca como una suave brisa acariciadora, que se impulsa vehemente entregada hacia el leedor. ¿Cómo? Entre otros factores, con un estilo favorablemente desarrollado, favorecido por las proverbiales metáforas que hacen posible la formación de los bellos atributos que toda expresión literaria ha de tener sin que el posible lector, absorto en lo que se le cuenta, lo note como exceso mientras le va inundando de verdad la historia o el relato. Por tanto, lo principal que ha de tener todo aquel que desea ponerse a contar algo mediante la escritura, es hallar ese modo conveniente que lo defina e identifique, que le de seguridad y equilibrio: esa voz inequívoca tan esencial en el mundo del arte, ya que es, sin duda, junto a las cualidades intrínsecas del manejo lingüístico y gramatical que se haya adquirido, el objetivo prioritario. El escritor ha de ilusionar e interesar, o no será; ha de lograr maravillar sabiendo mantener la atención, al crear proposiciones y mundos atrevidos, originales y sobre todo atractivos, a la vez que va perfeccionando, el esfuerzo en el trabajo y el poder de inventiva, capaces de generar riqueza y aciertos; algo esencial en quien desee trasmitir registros artísticos que ayuden a introducir, sensibles, hábiles y novedosas aportaciones al rico universo literario, bien sea mediante lo novelado, relatado o poetizado.

Escribir es como pintar un bello cuadro. La narración ha de poseer justa dosificación y buen temple, reflejando en ese lienzo pasiones, esperanzas, ilusiones, amores, y también todo aquello que nos resulte inquietante, como la injusticia incrustada en casi todos los compendios sociales que nos rodean. Esto, que no es nada fácil de lograr como todos sabemos, se consigue a través del atrevimiento y la constancia, con ese tesón necesario que nos lleve a lograr hallar la debida contención y prudencia como normas básicas, alejando tendencias a lo ampuloso y barroco que siempre cansa, desagrada y aleja, y en lo que caemos con cierta incauta facilidad si no estamos alertas. Hay que corregir el propio estilo, realizar retoques dando el valor adecuado a cada línea escrita, de tal manera que se limen malezas y vicios, fáciles de adquirir cegados por la ilusión y el imparable pálpito aventurero que toda ansiedad artística provoca. La obra literaria, como arte que es, no acaba nunca de realizarse del todo; se va agrandando y alargando mediante la práctica, obligando a actuar sobre ella permanentemente para engrandecerla: todo lo que escribimos, lo que esculpimos o pintamos, etc., forma una global labor artística de índole personal que proyectamos a los otros; aunque, inevitablemente, la vayamos, al menos aparentemente, finalizando en cada entrega, a modo de parcial conclusión. A través de la escritura, nos ejercitarnos en esa tarea de investigación, extraída del contexto en que existimos, labrándola o puliéndola en la medida de nuestras posibilidades. El esfuerzo va indicando el grado de sensibilidad personal que poseemos, la dicha de poder describir el amor por ejemplo y el mismo odio, dándole vías diferentes, reflejando una manera de sentir el aire, la claridad del astro sol, el reflejo de la bella luna en las aguas tranquilas de un lago o sinuosidad de un río a su paso por el apacible llano… Pintar lo visible y lo que está oculto, la ternura intuida de una mirada o la mayor de las tristezas… Todo eso tiene la literatura como posibilidad abierta, el hecho de escribir-describir mediante la perseverancia y la firmeza. Por supuesto que en ese camino de perfeccionamiento de la obra, al cuestionarse por iniciativa propia la realidad que se vive e inquieta, surgen los grandes aprietos, las interminables dudas, las desazones e inevitables conflictos personales; también la observancia, el estudio, y todo aquello que se pretende decir y no se logra expresar con el ímpetu y la certeza que uno, empecinado y porfiado en dejar constancia, quisiera.

Olvidarse de los delirios de grandeza es esencial: ser humildes, adaptables, sencillos y trabajadores flexibles; aparcar en lo posible el ego, y luchar por lograr esos grandes o pequeños sueños con tesón, es algo necesario si queremos obtener esa fuente de claros progresos, como personas y escritores, que nos guíen con gozo hacia la obra honestamente realizada.


Barcelona.-octubre.-2013.


©Teo Revilla Bravo.

miércoles, 16 de octubre de 2013

"SOBRE EL HECHO DE ESCRIBIR..."


por Teo Revilla Bravo

<<Teo, nació en Barruelo de Santullán, Palencia, España. La atmósfera norteña, los colores del campo y de la sierra, la naturaleza siempre esplendorosa de los contornos cántabros, unido al ambiente rudamente minero, vidas marcadas entre la esperanza y la angustia, hicieron brotar en el la sensibilidad que muy temprano le llevaría a la poesía y a la pintura como forma de expresión y sentimiento. Más tarde llegaría la posibilidad de que alguno de esos poemas fueran editados en revistas literarias y en algunos libros de antología poética.

En el 2008 pudo por fin editar su primer libro de poesías "LUCES Y SOMBRAS" que podría definirse como la formación de un concepto de la estética poética a través de recuerdos, semblanzas, sentimientos aún vivos, el hecho de la memoria entre simbologías y signos más allá de la mera anécdota o incluso de la dispersión. Recientemente acaba de aparecer en librerías "CALLADO SILENCIOS">>  
Hay que decir que Teo, además de poeta, es un magnífico escritor y un excelente pintor, que actualmente radica con su familia en Barcelona, España.

Su curriculum es muy amplio y largo de nombrar; sin embargo hay que mencionar que es el fundador, mecenas y director de un grupo de artistas y amigos: Órbita Literaria, en donde -aún los más novatos- hemos recibido una calurosa acogida. 
Teo, ha escrito sobre diversos tópicos de la escritura y el arte, que indudablemente deben ser difundidos, por su claro lenguaje, su profundidad y su actualidad. Éste es uno de ellos:


“Lo primero que tendríamos que saber es el valor intrínseco de la misma escritura como arma cultural. Qué se ha de escribir y para quién, por qué nos tenemos que interesar, cómo hacerlo sin caer en el ridículo de lo factible. Deberíamos reflexionar dos horas antes de ponernos a escribir una sola letra. La proposición no es nada fácil. Todo escritor comienza de verdad a serlo cuando ha entrado en el desespero personal, cuando ha sobrevivido al fracaso, a la intensa búsqueda de un estilo personal y ha aprendido a simplificar y a ser conciso por sencilla que sea su exposición.

No hace falta ser un intelectual ni conocer el ochenta por ciento de las palabras del diccionario, sino poseer un cierto sentido común. Hay que perder el miedo, la obsesión, el orgullo, para convertirnos, ante y con la palabra, en personas espontáneas. Se comienza a ser escritor cuando se ha dejado de rellenar huecos de insatisfacción personal, todo eso que comporta un aprendizaje, ceguera que se va disipando, esquematizaciones previas, básicas ideas filosóficas, producto todo ello de una ansiedad..., y que si bien al comienzo parece lanzarnos entusiastas, al cabo estorba y nubla. Uno ha de ir hacia la escritura lo más limpio posible de todo lastre, sin intencionalidades psicológicas expresas o de conveniencias profundas que atenazan. Luego, todo va dependiendo de las exigencias innatas de cada cual, de los impulsos frenéticos que devienen de la misma necesidad de expresión.

Lo primero que uno se ha de cuestionar es cómo hacerlo, cómo hallar la fórmula mágica. El parabién o la crítica mordaz de los otros, ayudan... Las cosas hay que decirlas con precisión y belleza, que nada falte, pero que tampoco agobie. La mayoría cae en el vicio fácil de ser barrocos y enrevesados en el idioma. Creemos que por buscar y rebuscar hallamos la quinta esencia de la literatura.

Un buen escritor sabe cuándo prescindir de palabras, de adjetivos o de frases enteras y cuando ha de entrar en una sintaxis que transcurra clara como las aguas de un manantial. La retórica y lo reiterativo, abruman al lector. ¿Cómo expresarse sin ambigüedades, cómo hallar el camino más corto y seguro?, ¿cómo hacerlo a sabiendas que hemos de mantener una calidad estética y estilística por encima de otras consideraciones?

Hay otra cuestión en la que centrarse y es en la de las influencias, tan perniciosas a veces como buenas otras, en las que nos dejamos sumisos caer. Si queremos ir hacia un estilo personal, debemos evitar el contagio de lo enfático aunque sea difícil librarse de él ya que lo normal es que mamemos de las directrices al uso o de guías procedentes de lecturas y más lecturas a lo largo de nuestra vida en un compendio casi espiritual de autores preferidos. Cuando estás en los comienzos, tomas referencias cercanas, te centras en quien admiras y acabas cayendo inevitablemente en su influjo. Este es el principal escollo una vez que se domina cierto manejo de la escritura. Hay que huir precipitadamente de las imitaciones que nos son conscientes y, sobretodo cómodas, porque corremos el peligro serio de que esos remedos acaben anulándonos estrepitosamente.

Otra cuestión nada fácil a veces: ¿estilo o contenido? No hay una respuesta en un sentido u otro ya que deben ir parejos. Hay quien por tendencia se mostrará como un estilista y, por el contrario, para otros, será más fundamental el contenido.

Escribir es complejo, es difícil. No es solamente sentarse y dar rienda suelta a la imaginación; es más arduo, entraña una mecánica, una dedicación permanente de disciplina, dosis grande de sensibilidad que es decir de arte. Si detectamos algún error más vale romperlo y comenzar de nuevo: hemos de estar al menos seguros y medianamente satisfechos con lo hecho. Hay que ser exigentes si lo que intentamos es mejorar, alejando la idea premeditada de obsesionarnos con la perfección, esa gran quimera. Las formas literarias han de permanecer, pero a la vez han de ser cambiantes, vivas, ya que corremos el peligro de envejecer con ellas.

El oficio de escritor como cualquier otro oficio salido de las profundidades del alma, para ser lo más libre posible, ha de ser anarquizante bajo control, espontáneo, fluido, utópico o mágico, dejar que las fronteras acaben de abrirse definitivamente, tender hacia ese horizonte lejano donde no se vislumbra final y recorrer el camino, siempre dificultoso, con optimismo. No se han de poner trabas al concepto creador o no seremos nadie. en este sentido De nada nos servirá dominar más o menos un leguaje, unas técnicas, si nos encerramos en unos clichés aprendidos, con férrea disciplina orientativa, en cualquier taller de literatura tan en boga. La obra de arte es una obra abierta donde todo se renueva; a la planta le salen brotes: es el estilo, el contenido, las mismas expresiones, la palabra, la sintaxis. Cuestión de hallar tono, musicalidad -sobre todo en poesía-, pero también en cualquier otro texto literario. Si el contexto no es poético e imaginario, ha dejado de conmover. Musicalidad gutural llevada al papel. Así componían los grandes músicos sus más bellas obras. El escritor ha de ser, por encima de toda norma académica, lingüística o filóloga, en general, libre. Como se vaya colocando amarres por temores propios o críticas ajenas, al quedar coartado, perderá lo mejor que lleva dentro.

Todo llega de una manera gradual, hay que dejarlo fluir simplemente, a través del ejercicio continuado y las lecturas. Así se adquiere experiencia, reflejos, madurez y, aún y todo, siempre estaremos lejos de nuestras posibilidades ingénitas. La mayoría de nuestros esfuerzos, sobre todo los insistentes, son un derroche de tiempo que acaba por dejarnos un poco más lejos del objetivo. Mientras vamos elaborando temas, en el subconsciente asoma y desarrolla, a la vez que se escribe la obra sin ataduras. Brota como una solución a tanto esfuerzo, como lo hace la flor más bella ante la cegadora claridad de la luz.
Colocarse a escribir es una aventura que ha de ser revelación, un desvelamiento en el sentido de que siempre ha de nacer de una manera espontánea a través de un propósito previo. Ser sensible observador, mirón empedernido, estar en el ajo de los acontecimientos en el día a día, con todos los sentidos bien despiertos...


Fuente: http://orbitaliteraria.spruz.com/