lunes, 28 de marzo de 2022

«COMPARTIR LO QUE TENEMOS CON LOS NECESITADOS DEBE SER PARTE INTEGRAL DE NUESTRA VIDA EUCARÍSTICA»

 




Tercera predicación de Cuaresma, 25 de marzo de 2022, Cardenal Raniero Cantalamessa, OFMCap.



En nuestra catequesis mistagógica sobre la Eucaristía —después de la Liturgia de la Palabra y de la Consagración— hemos llegado al tercer momento, el de la Comunión. Dentro de la Misa, la Comunión es el momento que mejor pone de relieve la unidad fundamental de todos los miembros del Pueblo de Dios. Hasta ese momento, prevalece la distinción de los ministerios. En la liturgia de la Palabra el celebrante representa a la Iglesia docente y la asamblea a la Iglesia discente; en la consagración el primero representa el sacerdocio ministerial, los fieles al sacerdocio universal de todos los bautizados. En la comunión, sin distinción. La Eucaristía que recibe el obispo o el Papa es exactamente la misma que la Eucaristía que recibe el último de los bautizados.

Reflexionemos sobre la Comunión eucarística a partir de un texto de san Pablo: «El cáliz que bendecimos, ¿no es la comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es la comunión con el cuerpo de Cristo? Puesto que sólo hay un pan, nosotros, siendo muchos, somos un solo cuerpo: porque todos participamos del único pan» (1 Cor 10,16-17).

La palabra «cuerpo» aparece dos veces en los dos versículos, pero con un significado diferente. En el primer caso («el pan que partimos ¿no es la comunión con el cuerpo de Cristo?»), cuerpo indica el cuerpo real de Cristo, nacido de María, muerto y resucitado; en el segundo caso («somos un solo cuerpo»), el cuerpo indica el cuerpo místico, la Iglesia. No se podía decir de manera más clara y más sintética que la comunión eucarística es siempre comunión con Dios y comunión con los hermanos; que hay en ella una dimensión, por así decirlo, vertical y una dimensión horizontal. Empecemos por lo primero.

1.- La comunión eucarística con Cristo


Pablo habla de la Eucaristía como comunión con el cuerpo y la sangre de Cristo. Ya he recordado lo que significan las palabras cuerpo y sangre en el lenguaje bíblico. Cuerpo no indica, como en nuestro lenguaje actual, un componente, o una parte del hombre que, unido a los otros componentes que son el alma y el espíritu, forma el hombre completo; indica toda la vida en cuanto se desarrolla en una dimensión corporal. No la vida en abstracto, sino lo vivido concreto.

Y ¿qué añade entonces la palabra «sangre»? ¡Añade la muerte! El término «sangre» en la Biblia no indica, en efecto, un órgano del cuerpo, es decir, una parte de una parte del hombre; indica un acontecimiento: la muerte. Si la sangre es la sede de la vida (así se pensaba entonces), su «derramamiento» es el signo plástico de la muerte. Decir que la Eucaristía es el misterio del cuerpo y de la sangre del Señor significa decir, repito, que es el sacramento de la vida y de la muerte del Señor, el sacramento que hace presente al mismo tiempo la Encarnación y la Pasión del Salvador.

Por eso es tan importante que —cuando lo permitan las disposiciones y circunstancias canónicas (por tanto, no en este tiempo de Covid) —, toda la asamblea reciba la Eucaristía en las dos especies del cuerpo y la sangre de Cristo. En este ámbito, creo que nos hemos mantenido de este lado, y no hemos ido más allá, del Concilio. El nuevo misal prevé hasta 14 casos en los que se puede dar la comunión bajo las dos especies. La Eucaristía es un banquete, un sacrum convivium, ¡y en un banquete se come y se bebe!

Pero dejemos de lado este problema y tratemos de profundizar qué tipo de comunión se establece entre nosotros y Cristo en la Eucaristía. En Juan 6,57 Jesús dice: «Así como el Padre, que tiene vida, me envió y yo vivo por el Padre, así también el que me come vivirá por mí». La preposición «por» (en griego, dià) tiene aquí valor causal y final; a la vez un movimiento de origen y un movimiento de destino. Significa que quien come el cuerpo de Cristo vive «de» él, es decir, a causa de él, en virtud de la vida que proviene de él, y vive «de cara a» él, es decir, para su gloria, su amor, su Reino. Así como Jesús vive por el Padre y para el Padre, así, al comulgar en el santo misterio de su cuerpo y de su sangre, vivimos de Jesús y para Jesús.

De hecho, es el principio vital más fuerte quien asimila al menos fuerte a sí mismo, no al revés. Es el vegetal el que asimila el mineral, no al revés; es el animal el que asimila el vegetal y el mineral, no al revés. Así que ahora, en el plano espiritual, es lo divino quien asimila lo humano a sí mismo, no al revés. Así que mientras que en todos los demás casos el que come es el que asimila lo que come, aquí el que se come es el que se asimila a sí mismo lo que come. Al que se acerca a recibirlo, Jesús le repite lo que le dijo a Agustín: «No serás tú quien me asimile a ti, sino que seré yo quien te asimile a mí» [1].

Un filósofo ateo dijo: «El hombre es lo que come» (F. Feuerbach), queriendo decir que en el hombre no hay diferencia cualitativa entre la materia y el espíritu, sino que todo se reduce al componente orgánico y material. Un ateo, sin saberlo, dio la mejor formulación de un misterio cristiano. ¡Gracias a la Eucaristía, el cristiano es verdaderamente lo que come! San León Magno escribió hace mucho tiempo: «Nuestra participación en el cuerpo y la sangre de Cristo solo tiende a hacernos llegar a ser lo que comemos» [2].

En la Eucaristía, por lo tanto, no sólo hay comunión entre Cristo y nosotros, sino también asimilación; la comunión no es sólo la unión de dos cuerpos, de dos mentes, de dos voluntades, sino que es la asimilación del único cuerpo, de la única mente y de la voluntad de Cristo. «El que se une al Señor forma con él un solo Espíritu» (1 Cor 6,17).

La analogía de la comida —la de comer y beber—, no es la única que tenemos de la comunión eucarística, aunque sea insustituible. Hay algo que no puede expresar, como no lo puede expresar la analogía de la comunión entre la vid y el sarmiento: son comuniones entre cosas, no entre personas. Comulgan, pero sin saberlo. Me gustaría insistir en otra analogía que puede ayudarnos a comprender la naturaleza de la comunión eucarística en cuanto comunión entre personas que saben y quieren estar en comunión.

La Carta a los Efesios dice que el matrimonio humano es un símbolo de la unión entre Cristo y la Iglesia: «Por ello el hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y los dos formarán una sola carne. Este misterio es grande; ¡Y yo refiero a Cristo y a la Iglesia!» (Ef 5,31-33). La Eucaristía —por usar una imagen audaz pero verdadera—, es la consumación del matrimonio entre Cristo y la Iglesia, por lo que a veces digo que una vida cristiana sin la Eucaristía es un matrimonio rato, pero no consumado. No en vano la Eucaristía es llamada «el banquete nupcial del Cordero» (Ap 19,9). (Alguien espera que, en un posible retoque futuro de las palabras del celebrante en el momento de la comunión, se cite en su totalidad la frase del Apocalipsis: «Dichosos los invitados a la cena nupcial del Cordero»).

Ahora bien —siempre según san Pablo— la consecuencia inmediata del matrimonio es que el cuerpo (es decir, toda la persona) del marido pasa a ser de la mujer y, viceversa, el cuerpo de la mujer pasa a ser del marido (cf. 1 Cor 7,4). Esto significa que la carne incorruptible y vivificante del Verbo Encarnado se hace «mía», pero también mi carne, mi humanidad, se convierte en la de Cristo, es hecha suya por él. En la Eucaristía recibimos el cuerpo y la sangre de Cristo, pero ¡Cristo también «recibe» nuestro cuerpo y nuestra sangre! Jesús, escribe san Hilario de Poitiers, asume la carne de quien asume la suya [3]. Él nos dice: «Toma, esto es mi cuerpo», pero nosotros también podemos decirle: «Toma, esto es mi cuerpo».

Tratemos de entender las consecuencias de todo esto. En su vida terrena Jesús no tuvo todas las experiencias humanas posibles e imaginables. Para empezar, era un hombre, no una mujer: no vivió la condición de la mitad de la humanidad; no estaba casado, no experimentó lo que significa estar unido de por vida con otra criatura, tener hijos o, peor aún, perder hijos; murió joven, no conoció la vejez…

Pero ahora, gracias a la Eucaristía, tiene todas estas experiencias. Vive la condición femenina en las mujeres, la enfermedad en los enfermos, la ancianidad en los ancianos… No hay nada en mi vida que no pertenezca a Cristo. Nadie debería decir: «¡Ah, Jesús no sabe lo que significa estar casado, ser mujer, haber perdido un hijo, estar enfermo, ser anciano, ser una persona de color!» Lo que Cristo no pudo vivir «según la carne», lo vive y «experimenta» ahora como resucitado «según el Espíritu», gracias a la comunión esponsal de la Misa. Santa Isabel de la Trinidad había comprendido la razón profunda de esto cuando escribió: «La esposa pertenece al esposo. Mi (Esposo) me ha tomado. Quiere ser una humanidad añadida para él» [4].

¡Qué razón inagotable para el asombro y el consuelo ante la idea de que nuestra humanidad se convierte en la humanidad de Cristo! Pero también ¡qué responsabilidad de todo esto! Si mis ojos se han convertido en los ojos de Cristo, mi boca en la de Cristo, qué razón para no permitir que mi mirada se detenga en imágenes lascivas, a mi lengua que hable contra mi hermano, a mi cuerpo que no sirva como instrumento de pecado. « ¿Tomaré, pues, los miembros de Cristo y haré de ellos miembros de una prostituta?», escribía Pablo a los Corintios (1 Cor 6,15).

Y, sin embargo, eso no es todo; falta la parte más hermosa. El cuerpo de la novia pertenece al esposo; pero también el cuerpo del esposo pertenece a la esposa. Del dar hay que pasar inmediatamente, en la comunión, al recibir. ¡Recibir nada menos que la santidad de Cristo! ¿Dónde se llevará a cabo concretamente en la vida del creyente ese «maravilloso intercambio» (admirabile commercium), de la que habla la liturgia, si no se lleva a cabo en el momento de la comunión?

Allí tenemos la posibilidad de darle a Jesús nuestros trapos sucios y recibir de él el «manto de la justicia» (Is 61,10). De hecho, está escrito que él «por obra de Dios se ha convertido para nosotros en sabiduría, justicia, santificación y redención» (cf. 1 Cor 1,30). Lo que se ha convertido «para nosotros» está destinado a nosotros, nos pertenece. «Puesto que —escribe Cabasilas— pertenecemos a Cristo más que a nosotros mismos, habiéndonos comprado de nuevo a un alto precio (1 Cor 6,20), inversamente lo que es de Cristo nos pertenece más que si fuera nuestro»[5]. Es un descubrimiento capaz de dar alas a nuestra vida espiritual. Este es el golpe de audacia de la fe y debemos orar a Dios para que no permita que muramos antes de haberlo realizado.


La Eucaristía, comunión con la Trinidad


Reflexionar sobre la Eucaristía es como ver abiertos de par en par frente a nosotros, a medida que avanzamos, horizontes cada vez más amplios que se abren unos a otros, que se pierden de vista. El horizonte cristológico de la comunión que hemos contemplado hasta ahora se abre a un horizonte trinitario. En otras palabras, a través de la comunión con Cristo entramos en comunión con toda la Trinidad. En su «oración sacerdotal», Jesús dice al Padre: «Que sean uno como nosotros. Yo en ellos y tú en mí» (Jn 17,23). Esas palabras: «Yo en ellos y tú en mí», significan que Jesús está en nosotros y que en Jesús está el Padre. No se puede, por tanto, recibir al Hijo sin recibir, con él, también al Padre. Las palabras de Cristo: «El que me ve a mí, ve al Padre» (Jn 14,9) significan también «el que me recibe a mí, recibe al Padre».

La razón última de esto es que Padre, Hijo y Espíritu Santo son una naturaleza divina única e inseparable, son «una sola cosa». A este respecto, san Hilario de Poitiers escribe: «Estamos unidos a Cristo, que es inseparable del Padre. Él, mientras permanece en el Padre, permanece unido a nosotros; así también nosotros llegamos a la unidad con el Padre. De hecho, Cristo está en el Padre connaturalmente, en la medida en que fue engendrado por él; pero, en cierto modo, nosotros también a través de Cristo, estamos connaturalmente en el Padre. Él vive en virtud del Padre, y nosotros vivimos en virtud de su humanidad» [6].

Lo que se dice acerca del Padre también se aplica al Espíritu Santo. En el sacramento se repite cada vez (quotiescunque) lo que sucedió solo una vez (semel) en la historia. En el momento de su nacimiento terrenal, es el Espíritu Santo quien da a Cristo al mundo (¡María concibió por obra del Espíritu Santo!); en el momento de la muerte, es Cristo quien da al mundo el Espíritu Santo (al morir, «entregó el Espíritu»). Del mismo modo, en la Eucaristía, en el momento de la consagración es el Espíritu Santo quien nos da a Jesús (¡es por la acción del Espíritu como el pan se transforma en el cuerpo de Cristo!), en el momento de la comunión es Cristo quien, al entrar en nosotros, nos da el Espíritu Santo.

San Ireneo (¡finalmente Doctor de la Iglesia!) dice que el Espíritu Santo es «nuestra propia comunión con Cristo» [7]. Por usar el lenguaje de un teólogo moderno, Heribert Mühlen, él es la misma «inmediatez» de nuestra relación con Cristo, en el sentido de que actúa como intermediario entre nosotros y él, sin constituir, sin embargo, ningún diafragma; sin que nada esté «en medio» entre nosotros y Jesús, porque Jesús y el Espíritu Santo también son, como Jesús y el Padre, «una sola cosa». En la comunión Jesús viene a nosotros como quien da el Espíritu. No como quien un día, hace mucho tiempo, dio el Espíritu, sino como quien ahora, habiendo consumado su sacrificio incruento en el altar, de nuevo, «entrega el Espíritu» (cf. Jn 19,30).

2.- La comunión de uno con el otro


Desde estas alturas vertiginosas, volvamos ahora a la tierra y pasemos a la segunda dimensión de la comunión eucarística: la comunión con el cuerpo de Cristo que es la Iglesia. Recordemos las palabras del apóstol: «Puesto que sólo hay un pan, nosotros, aun siendo muchos, somos un solo cuerpo: porque todos participamos en el único pan».

Desarrollando un pensamiento ya esbozado en la Didachè, san Agustín ve una analogía en la forma en que se forman los dos cuerpos de Cristo: el eucarístico y el eclesial. En el caso de la Eucaristía, tenemos el trigo primero disperso en las colinas, que trillado, molido, amasado en agua y cocinado en el fuego se convierte en el pan que llega al altar; en el caso de la Iglesia, tenemos la multitud de personas que reunidas por la predicación evangélica, molidas por el ayuno y la penitencia, amasadas en agua en el bautismo y cocinadas por el fuego del Espíritu, forman el cuerpo que es la Iglesia.

En este sentido, la palabra de Cristo viene inmediatamente a nuestro encuentro: «Si, por lo tanto, presentas tu ofrenda en el altar y allí recuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí delante del altar, ve primero a reconciliarte con tu hermano, y luego vuelve a ofrecer tu don» (Mt 5,23-24). Si vas a recibir la comunión, pero has ofendido a un hermano y no te has reconciliado, albergas resentimiento, te pareces —decía también san Agustín al pueblo— a una persona que ve llegar a un amigo que no ha visto hace años. Corre a su encuentro, se levanta sobre la punta de los pies para besarlo en la frente… Pero al hacer esto no se da cuenta de que está pisando sus pies con zapatos con púas [8]. Los hermanos y hermanas son los pies de Jesús que todavía camina por la tierra.




Comunión con los pobres


Esto es especialmente cierto respecto de los pobres, los afligidos y los marginados. El que dijo del pan: «Esto es mi cuerpo», también lo dijo del pobre. Lo dijo cuándo, hablando de lo que hizo por el hambriento, el sediento, el prisionero y el desnudo, declaró solemnemente: « ¡A mí me lo hicisteis!» Esto es como decir: «Yo era el hambriento, yo era el sediento, yo era el extranjero, el enfermo, el prisionero» (cf. Mt 25,35ss.). He recordado en otras ocasiones el momento en que esta verdad casi explotó dentro de mí. Estaba en una misión en un país muy pobre. Cruzando las calles de la capital vi por todas partes niños cubiertos con unos pocos trapos sucios, corriendo detrás de los camiones de basura para buscar algo de comer. En cierto momento fue como si Jesús me dijera: «Mira bien: ¡eso es mi cuerpo!». Había que tener cortada la respiración.

La hermana del gran filósofo creyente Blaise Pascal refiere este hecho sobre su hermano. En su última enfermedad, no lograba retener nada de lo que comía y, por esto, no le permitían recibir el viático que pedía insistentemente. Luego dijo: «Si no podéis darme la Eucaristía, al menos dejad entrar a un pobre en mi habitación. Si no puedo comulgar con la Cabeza, quiero al menos comulgar con su cuerpo» [9].

El único impedimento para recibir la comunión que san Pablo menciona explícitamente es el hecho de que, en la asamblea, «uno tiene hambre y otro está borracho»: «Por lo tanto, cuando os reunáis, vuestra comida ya no es un comer la Cena del Señor. Porque cada uno, cuando estáis a la mesa, comienza a tomar su propia comida, y así uno tiene hambre, el otro está borracho» (1 Cor 11,20-21). Decir «esto no es comer la Cena del Señor» es como decir: ¡la vuestra ya no es una verdadera Eucaristía! Es una afirmación fuerte, incluso desde un punto de vista teológico, a la que quizás no prestamos suficiente atención.

A día de hoy, la situación en la que uno tiene hambre y otro estalla con comida ya no es un problema local, sino mundial. No puede haber nada en común entre la Cena del Señor y el almuerzo del rico epulón, donde el dueño festeja abundantemente, ignorando al pobre que está fuera en la puerta (cf. Lc 16,19ss.). La preocupación por compartir lo que tenemos con los necesitados, cercanos y lejanos, debe ser parte integral de nuestra vida eucarística.

No hay nadie que, si lo desea, no pueda, durante la semana, realizar uno de esos gestos de los que Jesús dice: «Me lo hicisteis a mí». Compartir no significa simplemente «dar algo»: pan, ropa, hospitalidad; también significa visitar a alguien: un prisionero, una persona enferma, un anciano solo. No es solo dar el propio dinero, sino también el propio tiempo. El pobre y el que sufre necesitan solidaridad y amor, no menos que pan y ropa, sobre todo en este tiempo de aislamiento impuesto por la pandemia.

Jesús dijo: «Porque siempre tenéis a los pobres con vosotros, pero a mí no me tenéis siempre» (Mt 26,11). Esto también es cierto en el sentido de que no siempre podemos recibir el cuerpo de Cristo en la Eucaristía e incluso cuando lo recibimos, dura solo unos minutos, mientras que siempre podemos recibirlo en los pobres. Aquí no hay límites, solo se requiere que lo queramos. Siempre tenemos a los pobres a mano. Cada vez que nos encontremos con alguien que sufre, especialmente si se trata de ciertas formas extremas de sufrimiento, si estamos atentos, escucharemos, con los oídos de la fe, la palabra de Cristo: «¡Esto es mi cuerpo!».

¡Que Dios nos ayude a no volver la cabeza hacia otro lado!

Cardenal Raniero Cantalamessa OFM Cap.

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©Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco

[1] Cf. San Agustín, Confesiones VII, 10.
[2] San León Magno, Sermón 12 sobre la Pasión, 7: CCL 138A, 388.
[3] San Hilario de Poitiers, De Trinitate, 8, 16 (PL 10, 248): «Eius tantum in se adsumptam habens carnem, qui suam sumpserit».
[4] Santa Isabel de la Trinidad, Carta 261, a la madre, en Scritti (Roma 1967) 457.
[5] N. Cabasilas, La vida en Cristo, IV, 6: PG 150, 613.
[6] San Hilario, De Trinitate, VIII, 13-16: PL 10, 246ss.
[7] San Ireneo, Adversus haereses, III, 24, 1.
[8] Cf. San Agustín, Comentario a la Primera Carta de Juan, 10,8.
[9] Vida de Pascal, en B. Pascal, Oeuvres complètes (París 1954) 3ss.