Cardenal Raniero Cantalamessa, Ofm. Cap.
¡Necesitamos teología!
Para vuestro y mi consuelo, Santo Padre, Venerados Padres, hermanos y hermanas, esta meditación se centrará toda y sólo en Dios. La teología, es decir, el discurso sobre Dios, no puede quedar ajena a la realidad del Sínodo, tal como no puede quedar ajena a cualquier otro momento de la vida de la Iglesia. Sin teología, la fe se convertiría fácilmente en repetición muerta; le faltaría el instrumento principal para su inculturación.
Para cumplir esta tarea, la misma teología necesita una profunda renovación. Lo que necesita el pueblo de Dios es una teología que no hable de Dios siempre y sólo “en tercera persona”, con categorías a menudo tomadas del sistema filosófico del momento, incomprensibles fuera del pequeño círculo de los “iniciados”. Está escrito que “el Verbo se hizo carne”, pero en teología, ¡muchas veces el Verbo se hizo sólo idea! Karl Bart esperaba el advenimiento de una teología “capaz de ser predicada”, pero esta esperanza me parece lejos de cumplirse todavía. San Pablo escribió:
El Espíritu todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios… Nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios. Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios, para conocer las gracias que Dios nos ha otorgado (1 Cor 2, 10-12).
Pero, ¿dónde podemos encontrar ahora una teología que se base en el Espíritu Santo, en lugar de categorías de sabiduría humana, para conocer “las profundidades de Dios”? Para esto, es necesario recurrir a materias llamadas “opcionales”: a la “Teología espiritual”, o a la “Teología pastoral”. Henri de Lubac escribió: “El ministerio de la predicación no es la vulgarización de una enseñanza doctrinal en una forma más abstracta, que sería anterior y superior a ella. Es, por el contrario, la enseñanza doctrinal misma, en su forma más elevada. Así sucedió con la primera predicación cristiana, la de los apóstoles, y lo es igualmente con la predicación de quienes les sucedieron en la Iglesia: los Padres, los Doctores y nuestros Pastores en el tiempo presente” [1].
Estoy convencido de que no hay contenido de fe, por elevado que sea, que no pueda hacerse comprensible a toda inteligencia abierta a la verdad. Si algo podemos aprender de los Padres de la Iglesia es que se puede ser profundo sin ser oscuro. San Gregorio Magno dice que la Sagrada Escritura es “simple y profunda, como un río en el que, por así decirlo, un cordero puede caminar y un elefante puede nadar” [2]. La teología debe inspirarse en este modelo. Todos deben poder encontrar pan para sus dientes: la persona simple, su alimento y la instruida, doctrina refinada para su paladar. Sin mencionar que lo que permanece oculto “a los sabios e inteligentes” a menudo se revela a los “pequeños”.
Pero me disculpo porque estoy rompiendo mi promesa inicial. No es un discurso sobre la renovación de la teología lo que pretendo hacer aquí. No tengo título para hacerlo. Más bien, quisiera mostrar cómo la teología, entendida en el sentido antes mencionado, puede contribuir a presentar de manera significativa el mensaje evangélico al hombre de hoy y a dar nueva vida a nuestra fe y a nuestra vida de oración.
La noticia más hermosa que la Iglesia tiene que hacer resonar en el mundo, la que todo corazón humano espera escuchar, es: “¡Dios te ama!”. Esta certeza debe socavar y sustituir la que siempre hemos llevado dentro de nosotros: “¡Dios te juzga!” La afirmación solemne de Juan: “Dios es amor” (1 Jn 4, 8) debe acompañar, como nota de fondo, todo anuncio cristiano, aun cuando deba recordar, como lo hace el Evangelio, las exigencias prácticas de este amor.
Cuando invocamos al Espíritu Santo -también en la presente ocasión del Sínodo- pensamos ante todo en el Espíritu Santo como luz que ilumina las situaciones y sugiere las soluciones adecuadas. Pensamos menos en el Espíritu Santo como amor. En cambio, esta es la primera y más esencial operación del Espíritu que la Iglesia necesita. Sólo la caridad construye; el conocimiento, incluso el conocimiento teológico y eclesiástico, a menudo solo infla y divide. Si nos preguntamos por qué estamos tan ansiosos por saber (¡hoy, tan emocionados ante la perspectiva de la inteligencia artificial!) y tan poco preocupados por amar, la respuesta es simple: ¡el conocimiento se traduce en poder, el amor en servicio!
El mismo Henri de Lubac escribió: “El mundo necesita saberlo: la revelación de Dios como Amor trastorna todo lo que había concebido de la divinidad” [3]... Hasta el día de hoy no hemos terminado (y nunca terminaremos) de sacar todas sus consecuencias de la revolución evangélica sobre Dios como amor. En esta meditación quisiera mostrar cómo, a partir de la revelación de Dios como amor, se iluminan con nueva luz los principales misterios de nuestra fe: la Trinidad, la Encarnación y la Pasión de Cristo, y se hace menos difícil hacerlos comprender al pueblo de Dios. Cuando San Pablo define a los ministros de Cristo como “dispensadores de los misterios de Dios” (1 Cor 4,1), se refiere a estos misterios de la fe, no a los ritos, ni siquiera en primer lugar a los sacramentos.
¿Por qué la Trinidad?
Empecemos por la Trinidad: porque los cristianos creemos que Dios es uno y trino. Más de una vez me he encontrado predicando la palabra de Dios a cristianos que viven en países de mayoría islámica, en los que, sin embargo, existe una relativa tolerancia y posibilidad de diálogo, como ocurre en los Emiratos Árabes Unidos. Son personas, en su mayoría inmigrantes, empleadas como mano de obra. A veces me han preguntado qué responder a la pregunta que les hacen en el lugar de trabajo: “¿Por qué los cristianos decís que sois monoteístas, si no creéis en un solo Dios?”
Digo lo que les aconsejé que respondieran, porque es la explicación que debemos darnos a nosotros mismos y a quienes nos preguntan sobre el mismo problema. Creemos en un Dios trino porque creemos que Dios es amor. Todo amor es amor de alguien, o de algo; no hay amor vacío, sin objeto, así como no hay conocimiento que no sea conocimiento de alguien o de algo.
Ahora bien, ¿quién ama a Dios para llamarse amor? ¿Ama el universo? ¿El hombre? Pero entonces sólo ha sido amor durante unas pocas decenas de miles de millones de años, es decir, desde que existe el universo físico y la humanidad. ¿Antes de eso quién amaba a Dios para ser amor, ya que Dios no puede cambiar y comenzar a ser lo que antes no era? Los pensadores griegos, concibiendo a Dios sobre todo como “pensamiento”, podrían responder, como lo hace Aristóteles en su Metafísica: Dios se pensaba a sí mismo; era “pensamiento puro”, “pensamiento de pensamiento” [4]. Pero esto ya no es posible, en el momento en que se dice que Dios es amor, porque el “puro amor a sí mismo” no sería más que egoísmo o narcisismo.
Y aquí está la respuesta de la revelación, definida dogmáticamente en el Concilio de Nicea en el año 325. Dios siempre ha sido amor, ab aeterno, porque aun antes de que hubiera un objeto fuera de sí mismo al que amar, tenía la Palabra en sí mismo, “el Hijo unigénito” a quien amaba con un amor infinito que es el Espíritu Santo.
Todo esto no explica cómo la unidad puede ser al mismo tiempo trinidad, misterio incognoscible para nosotros porque se da sólo en Dios, pero nos ayuda a comprender por qué en Dios la unidad debe ser también comunión y pluralidad. Dios es amor: ¡por esto es Trinidad! Un Dios que fuera conocimiento puro o ley pura, o poder absoluto, ciertamente no necesitaría ser trino. Esto en realidad complicaría las cosas. ¡Ningún “triunvirato” y ninguna “diarquía” han durado mucho en la historia!
También los cristianos creen, por tanto, en la unidad de Dios: una unidad, sin embargo, no matemática y numérica, sino de amor y de comunión. Si hay algo que la experiencia del anuncio muestra que todavía es capaz de ayudar a las personas hoy, si no a explicar, al menos a tener una idea de la Trinidad, eso, repito, es precisamente lo que hace hincapié sobre el Amor. Dios es un “acto puro” y este acto es un acto de amor, del que emergen – simultáneamente y ab aeterno – un amante, un amado y el amor que los une.
El misterio de los misterios no es, pensándolo bien, la Trinidad, sino comprender lo que es realmente el amor. Dado que es la esencia misma de Dios, no se nos dará a entender completamente lo que es el amor ni siquiera en la vida eterna. Sin embargo, algo mejor se nos dará que conocerlo, es decir, poseerlo y estar satisfechos con él eternamente. ¡No puedes abrazar el océano, pero puedes entrar en él!
¿Por qué la encarnación?
Pasemos al otro gran misterio que hay que creer y proclamar al mundo: la Encarnación del Verbo. También ella revela una nueva dimensión vista a la luz de Dios amor. Pido perdón si en esta parte quizás demando un esfuerzo de atención mayor que el que lícitamente se le requiere a los oyentes en un sermón, pero creo que vale la pena hacer el esfuerzo por lo menos una vez en la vida.
Partamos nuevamente de la famosa pregunta de San Anselmo (1033-1109): “¿Por qué Dios se hizo hombre?” ¿Cur Deus homo? Su respuesta es conocida. Es porque sólo uno que era al mismo tiempo hombre y Dios podía redimirnos del pecado. Como hombre, en efecto, podía representar a toda la humanidad y, como Dios, lo que hacía tenía un valor infinito, proporcionado a la deuda que el hombre había contraído con Dios al pecar.
La respuesta de san Anselmo es perennemente válida, pero no es la única posible, ni es del todo satisfactoria. En el credo profesamos que el Hijo de Dios se hizo carne “por nosotros los hombres y para nuestra salvación”, pero nuestra salvación no se limita sólo a la remisión de los pecados, y mucho menos de un pecado particular, el original. Por lo tanto, hay lugar para una profundización de la fe.
Esto es lo que intenta hacer el beato Duns Escoto (1265 – 1308). Dios -dice- se hizo hombre porque éste era el designio divino original, anterior a la misma caída: es decir, que el mundo -creado “por Cristo y para él” (Col 1,16)- encontrara en él, “en la plenitud de los tiempos”, su coronación y su recapitulación (Ef 1,10).
Dios, escribe Escoto, “primero se ama a sí mismo; luego “quiere ser amado por alguien que, fuera de sí mismo, lo ame en grado supremo”. Por lo tanto, “prevé la unión con la naturaleza que tenía que amarlo en este grado supremo”. Este amante perfecto no podía ser ninguna criatura, por ser finita, sino sólo el Verbo eterno. Este, por tanto, se habría encarnado “aunque nadie hubiera pecado” [5]. El pecado de Adán no determinó el hecho mismo de la encarnación, sino sólo su modalidad de expiación a través de la pasión y la muerte.
Al principio de todo hay todavía, lamentablemente, en Escoto, como podemos ver, un Dios que hay que amar, más que un Dios que ama. Es un remanente de la visión filosófica de Dios como un “motor inmóvil”, que puede ser amado, pero no puede amar. “Dios -escribía Aristóteles- mueve el mundo en cuanto es amado”, es decir, como objeto de amor, no como quien ama [6]. De acuerdo con la visión occidental de la Trinidad, Escoto coloca la naturaleza divina, no la persona del Padre, al comienzo del discurso sobre Dios ¡Y la naturaleza no es, por supuesto, un sujeto que ama! En este punto nuestros hermanos ortodoxos, herederos de los Padres griegos, han visto más justo que nosotros los latinos.
En este punto, la Escritura nos llama a todos, creo, a dar un paso adelante hoy, incluso con respecto a Escoto, siempre conscientes, sin embargo, de que nuestras afirmaciones sobre Dios no son más que débiles signos trazados con un dedo sobre la superficie del océano. ¡Dios Padre decide la encarnación del Verbo no porque quiere tener fuera de sí a alguien que lo ame con un amor digno de sí mismo, sino porque quiere tener fuera de sí mismo alguien a quien amar con un amor digno de sí mismo! No para recibir amor, sino para darlo. Presentando a Jesús al mundo, en el Bautismo y en la Transfiguración, el Padre celestial dice: “Este es mi Hijo, el amado” (Mc 1, 11; 9,7); no dice: “Mi Hijo el amante”.
En el origen de todo está la deslumbrante intuición de Agustín y de la escuela nacida de él, que define al Padre como el amante, al Hijo como el amado y al Espíritu Santo como el amor que los une. Sólo el Padre, en la Trinidad (¡y en todo el universo!), no necesita ser amado para existir; solo necesita amar. Esto es lo que garantiza el papel del Padre como única fuente y origen de la Trinidad, manteniendo, al mismo tiempo, la perfecta igualdad de naturaleza entre las tres personas divinas. Solo necesita amar. Esto es lo que garantiza el papel del Padre como única fuente y origen de la Trinidad, manteniendo, al mismo tiempo, la perfecta igualdad de naturaleza entre las tres personas divinas.
En el origen de todo está la deslumbrante intuición de Agustín y de la escuela nacida de él que define al Padre como el amante, al Hijo como el amado y al Espíritu Santo como el amor que los une [7]. En esto, también los Latinos tenemos algo precioso y esencial que ofrecer para una síntesis ecuménica. Una plena reconciliación entre las dos teologías no parece ya tan difícil y lejana y seré un paso adelante decisivo hacia la unidad de la Iglesia.
¿Por qué la pasión?
Llegamos al tercer gran misterio: la pasión y muerte de Cristo que estamos a punto de celebrar en la Pascua. Veamos cómo, a partir de la revelación de Dios como amor, también este misterio es iluminado por una luz nueva. “Por sus llagas habéis sido curados”: con estas palabras, pronunciadas por el Servidor de Dios (Is 53, 5-6), la fe de la Iglesia ha expresado el sentido salvífico de la muerte de Cristo (1 Pt 2,24). Pero las heridas, la cruz y el dolor -hechos negativos y, como tales, sólo privación del bien- ¿pueden producir una realidad positiva como la salvación de toda la humanidad? ¡La verdad es que no fuimos salvados por el dolor de Cristo, sino por su amor! Más precisamente, por el amor que se expresa en el sacrificio de sí mismo. ¡Del amor crucificado!
A Abelardo a quien, ya en su tiempo, le repugnaba la idea de un Dios que se “complace” con la muerte de su Hijo, san Bernardo le respondió: “No fue su muerte lo que le agradó, sino su voluntad de morir espontáneamente para nosotros”: “Non mors, sed voluntas placuit sponte morentis” [8].
El dolor de Cristo conserva todo su valor y la Iglesia nunca dejará de meditar en él: no, sin embargo, como causa de salvación en sí mismo, sino como signo y medida de amor: “Dios demuestra su amor hacia nosotros en el hecho de que, mientras aún éramos pecadores, Cristo murió por nosotros (Rom 5, 8). La muerte es el signo, el amor el significado. El evangelista san Juan pone una llave de comprensión al comienzo de su relato de la Pasión: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1).
Esto quita a la pasión de Cristo una connotación que siempre nos ha dejado perplejos e insatisfechos: la idea, es decir, de un precio y un rescate a pagar a Dios (¡o peor, al diablo!), de un sacrificio con que apaciguar la ira divina. En realidad, es más bien Dios quien hizo el gran sacrificio de darnos a su Hijo, de no “ahorrárselo”, como Abraham hizo el sacrificio de no ahorrarse a su hijo Isaac (Gn 22,16; Rom 8,32). ¡Dios es más el sujeto que el destinatario del sacrificio de la cruz!
Un amor digno de Dios
Ahora toca ver qué cambia en nuestra vida la verdad que hemos contemplado en los misterios de la Trinidad, encarnación y pasión de Cristo. Y aquí nos espera la sorpresa que nunca falla cuando tratamos de adentrarnos en los tesoros de la fe cristiana. La sorpresa es descubrir que, gracias a nuestra incorporación a Cristo, también nosotros podemos amar a Dios con un amor infinito, digno de él.
San Pablo escribe que: “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones” (Rm 5, 5). El amor que ha sido derramado en nosotros es el mismo con el que el Padre ha amado siempre al Hijo, ¡no un amor diferente! “Yo en ellos y tú en mí -dice Jesús al Padre- para que el amor con que me amaste esté en ellos y yo en ellos” (Jn 17,23.26). Nota: “el amor con que me amaste”, no otro diferente. Es un desbordamiento del amor divino de la Trinidad hacia nosotros. Dios comunica al alma – escribe san Juan de la Cruz – “el mismo amor que comunica al Hijo, aunque esto no se dé por naturaleza, como en el caso del Hijo, sino por unión” [9].
La consecuencia es que podemos amar al Padre con el amor con que el Hijo lo ama y podemos amar a Jesús con el amor con que el Padre lo ama. Todo, gracias al Espíritu Santo que es ese mismo amor. Pues, ¿qué, le damos a Dios de lo nuestro, cuando le decimos?: “¡Te amo!”. ¡Nada más que el amor que recibimos de él! Entonces, ¿absolutamente nada de nuestra parte? ¿Nuestro amor por Dios no es más que un “rebote” de su propio amor hacia él, como el eco que devuelve el sonido a su fuente?
¡No en este caso! El eco de su amor vuelve a Dios desde la cavidad de nuestro corazón, pero con algo nuevo que lo es todo para Dios: ¡el olor de nuestra libertad y nuestra gratitud de hijos! Todo esto se realiza, de manera ejemplar, en la Eucaristía. ¿Qué hacemos en él, sino ofrecer al Padre, como “nuestro sacrificio”, lo que, en realidad, el mismo Padre nos ha dado, es decir, a su Hijo Jesús?
Podemos, en la oración, decir a Dios Padre: “¡Padre, te amo con el amor con que te ama tu Hijo Jesús!” Y decirle a Jesús: “Jesús, te amo con el amor con que te ama tu Padre celestial”. ¡Y saber con certeza que no es una ilusión! “Cada vez que me esfuerzo de hacerlo yo mismo, pienso al episodio de Jacob que se presenta a su padre Isaac para recibir la bendición, haciéndose pasar por su hermano mayor (Gn 27,1-23). Y trato de imaginar lo que Dios Padre podría decirse a sí mismo en ese momento: “En verdad, la voz no es realmente la de mi Hijo primogénito; pero las manos, los pies y todo el cuerpo son los mismos que mi Hijo tomó en la tierra y trajo consigo aquí al cielo”.
¡Y estoy seguro de que me bendice, como Isaac bendijo a Jacob! Y os bendice a todos, Venerables Padres, hermanos y hermanas. Es la magnificencia de nuestra fe cristiana. Esperamos poder transmitir algunos fragmentos a los hombres y mujeres de nuestro tiempo, sedientos de amor, pero que ignoran su fuente.
Cardenal Raniero Cantalamessa OFM Cap.
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1. H. de Lubac, Exégèse médièvale, I, 2, Parigi 1959, p. 670.
2. Gregorio Magno, Moralia in Job, Epist. Missoria, 4 (PL 75, 515).
3. Henri de Lubac, Histoire et Esprit, Aubier, Paris 1950.
4. Aristóteles, Metafísica, XII, 7, 1072 b.
5. Duns Scoto, Opus Parisiense, III, d. 7, q. 4 (Opera omnia, XXIII, Parigi 1894, p. 303).
6. Aristóteles, Metafísica, XII, 7, 1072 b.
7. Augustín, De Trinitate, VIII, 9,14; IX, 2,2; XV, 17,31.
8. Bernardo de Claraval, Contra errores Abelardi, VIII, 21-22: “Non mors, sed voluntas placuit sponte morientis”.
9. Juan de la Cruz, Cantico Espiritual A, estrofa 38, 4.
Fuente:https://caminocatolico.com/3a-predicacion-de-cuaresma-del-cardenal-cantalamessa-al-papa-17-3-2023-no-fuimos-salvados-por-el-dolor-de-cristo-sino-por-su-amor-expresado-en-el-sacrificio-de-si-mismo/