sábado, 12 de abril de 2014

JESUCRISTO VERDADERO DIOS Y VERDADERO HOMBRE





1. Oriente y Occidente unánimes sobre Cristo


Hay diferentes vías, o métodos, para aproximarse a la persona de Jesús. Por ejemplo, se puede partir directamente de la Biblia y, también en este caso, se pueden seguir distintas vías: la vía tipológica, seguida en la más antigua catequesis de la Iglesia, que explica a Jesús a la luz de las profecías y de las figuras del Antiguo Testamento; la vía histórica, que reconstruye el desarrollo de la fe en Cristo a partir de las distintas tradiciones, autores y títulos cristológicos, o desde los distintos entornos culturales del Nuevo Testamento. Se puede, por el contrario, partir de las preguntas y de los problemas del hombre de hoy, o incluso desde la propia experiencia de Cristo, y desde todo ello remontarse a la Biblia. Son todas vías ampliamente exploradas.

La Tradición de la Iglesia elaboró, muy pronto, una vía suya de acceso al misterio de Cristo, un modo suyo de recoger y organizar los datos bíblicos que le afectan, y esta vía se llama el dogma cristológico, la vía dogmática. Por dogma cristológico entiendo las verdades fundamentales en torno a Cristo, definidas en los primeros concilios ecuménicos, sobre todo en el de Calcedonia, las cuales, en sustancia, se reducen a los siguientes tres pilares: Jesucristo es verdadero hombre, es verdadero Dios, es una sola persona.

San León Magno es el padre que he elegido para introducirnos en las profundidades de este misterio. Por una razón muy precisa. En la teología latina estaba lista desde hacía dos siglos y medio la fórmula de la fe en Cristo que llegará a ser el dogma de Calcedonia. Tertuliano había escrito: «Vemos dos naturalezas, no confundidas, sino unidas en una persona, Jesucristo, Dios y hombre» [1]. Tras una larga exploración, los autores griegos llegan, por su parte, a una formulación idéntica en la sustancia; pero su retraso o tiempo perdido fue algo muy distinto, porque sólo ahora se podía dar a esa fórmula su verdadero significado, al haber puesto ellos de relieve, entretanto, todas las implicaciones y resuelto las dificultades.

El papa san León Magno es quien se encontró gestionando el momento en que las dos corrientes del río —la latina y la griega— confluyeron juntas y con su autoridad de obispo de Roma favoreció su acogida universal. Él no se conforma con transmitir simplemente la fórmula heredada de Tertuliano y retomada entretanto por Agustín, sino que la adapta a los problemas surgidos en el ínterin, entre la Iglesia de Éfeso del año 431 hasta Calcedonia del año 451. Este es, a grandes líneas, su pensamiento cristológico, tal como lo expone en el famoso Tomus a Flavianum [2]:

Primer punto: la persona del Dios-hombre es idéntica a la del Verbo eterno: «El que se hizo hombre en la forma de siervo es el mismo que en la forma de Dios creó al hombre». Segundo punto: la naturaleza divina y la humana coexisten en esta única persona, que es Cristo, sin mezcla ni confusión, pero conservando cada una sus propiedades naturales (salva proprietate utriusque naturae). Él empieza a ser lo que no era, sin dejar de ser lo que era [3]. La obra de la redención exigía que «el único y mismo mediador entre Dios y los hombres, el hombre Jesucristo, pudiera morir en lo referido a la naturaleza humana y no morir en lo referido a la naturaleza divina». Tercer punto: la unidad de la persona justifica el uso de la comunicación de idiomas, por lo que podemos afirmar que el Hijo de Dios fue crucificado y sepultado, y también que el Hijo del hombre vino del cielo.

Era un intento, en gran parte conseguido, de encontrar por fin un acuerdo entre las dos grandes «escuelas» de la teología griega, la alejandrina y la antioquena, evitando los respectivos errores que eran el monofisismo y el nestorianismo. Los antioquenos encontraban en ello el reconocimiento, para ellos vital, de las dos naturalezas de Cristo y, por tanto, de la plena humanidad de Cristo; los alejandrinos, a pesar de algunas reservas y resistencias, podían encontrar en la formulación de León el reconocimiento de la identidad de la persona del Verbo encarnado y la del Verbo eterno, que apreciaban más que cualquier otra cosa.

Basta recordar el eje de la definición de Calcedonia para darse cuenta de lo presente que está en ella el pensamiento del papa León:

«Enseñamos unánimemente que hay que confesar a un solo y mismo Hijo y Señor nuestro Jesucristo: perfecto en la divinidad, y perfecto en la humanidad; verdaderamente Dios y verdaderamente hombre […]; nacido del Padre antes de todos los siglos según la divinidad; y por nosotros y por nuestra salvación, nacido en los últimos tiempos de la Virgen María, la Madre de Dios, según la humanidad. Se ha de reconocer a un solo y mismo Cristo Señor, Hijo único en dos naturalezas, sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación. La diferencia de naturalezas de ningún modo queda suprimida por su unión, sino que quedan a salvo las propiedades de cada una de las naturalezas y confluyen en un solo sujeto y en una sola persona» [4].

Podría parecer una fórmula técnicamente perfecta, pero árida y abstracta y, en cambio, en ella se basa toda la doctrina cristiana de la salvación. Sólo si Cristo es un hombre como nosotros, lo que él hace, nos representa y nos pertenece, y sólo si él mismo es también Dios, lo que hace tiene un valor infinito y universal, hasta el punto de que, como se canta en el Adoro te devote, «una sola gota de sangre que ha derramado salva al mundo entero del pecado» («Cuius una stilla salvum facere totum mundum qui ab obni scelere»).

Sobre este punto, Oriente y Occidente, son unánimes. Esta era la situación de la humanidad antes de Cristo, escriben, con pocas diferencias entre sí, san Anselmo entre los latinos y Cabasilas entre los ortodoxos. Por una parte estaba el hombre que había contraído la deuda al pecar y que debía luchar contra Satanás para liberarse, pero no podía hacerlo, al ser la deuda infinita y al ser él esclavo de quien debía vencer; por otro lado, estaba Dios que podía expiar el pecado y vencer al demonio, pero no debía hacerlo, al no ser él el deudor. Era preciso que se encontraran unidos en la misma persona quien debía luchar y quien podía vencer, y es lo que ocurrió con Jesús, «verdadero Dios y verdadero hombre, en una persona» [5].


2. El Jesús de la historia y el Cristo del dogma nuevamente unidos


Estas serenas certezas sobre Cristo, durante los últimos dos siglos, fueron investidas por un ciclón crítico que tendía a quitarlas cualquier consistencia y a calificarlas como puras invenciones de los teólogos. A partir de Strauss, se ha convertido en una especie de grito de batalla entre los estudiosos del Nuevo Testamento: liberar la figura de Cristo de los cepos del dogma, para reencontrar al Jesús histórico, el único real. «La ilusión de que Jesús haya podido ser hombre en sentido pleno y que, sin embargo, como persona individual sea superior a la humanidad entera, es la cadena que aún cierra el puerto de la teología cristiana al mar abierto de la ciencia racional» [6]. Y esta es la conclusión a la que llega el estudioso: «La idea del Cristo del dogma, por una parte, y el Jesús de Nazaret de la historia, por otra, están separadas para siempre».

Se declara sin reticencias el presupuesto racionalista de esta tesis. El Cristo del dogma no satisface las exigencias de la ciencia racional. El ataque ha ido adelante, con soluciones alternas, casi hasta nuestros días. Se ha convertido él mismo, a su manera, en un dogma: para conocer al verdadero Jesús de la historia es preciso prescindir de la fe en él posterior a la Pascua. En este clima han proliferado reconstrucciones fantasiosas de la figura de Jesús en beneficio del espectáculo, algunas con pretensiones de historicidad, pero en realidad basadas en hipótesis de hipótesis, respondiendo todas a gustos o reivindicaciones del momento.

Pero ahora, creo, hemos llegado al final de la parábola. Es hora de tomar nota del cambio ocurrido en este sector, de manera que se pueda salir de una cierta actitud defensiva y avergonzada que ha caracterizado a los estudiosos creyentes en estos años, y, más aún, para hacer llegar un mensaje a todos aquellos que en estos años han divulgado a manos llenas imágenes de Jesús dictadas por ese anti-dogma. El mensaje es que ya no se pueden escribir, en buena fe, «investigaciones sobre Jesús» que tengan la pretensión de ser «históricas», si prescinden, o más aún, excluyen de partida, la fe en él.

Quién personaliza de manera más clara el cambio que se está produciendo es uno de los máximos estudiosos vivos del Nuevo Testamento, el inglés James D.G. Dunn. Él ha resumido en un pequeño volumen titulado «Cambiar la perspectiva sobre Jesús», los resultados de su monumental investigación sobre los orígenes del cristianismo [7]. El autor ha minado desde las raíces los dos presupuestos de fondo sobre los que se basó la contraposición entre el Jesús histórico y el Cristo de fe: primero, que, para conocer al Jesús de la historia hay que prescindir de la fe post-pascual; segundo, que para conocer lo que verdaderamente dijo e hizo el Jesús histórico, es necesario liberar la tradición de las capas y de los añadidos posteriores, y remontarse hasta el estrato original, o a la primera «redacción», de una cierta perícopa evangélica.

Contra el primer presupuesto, Dunn demuestra que la fe se inicia antes de la Pascua; si algunos lo han seguido y se han hecho sus discípulos es porque habían creído en él. Se trata de una fe aún imperfecta, pero de fe. En esta fe, el acontecimiento pascual marcará sin duda un salto de cualidad, pero saltos de cualidad, aunque menos determinantes, había habido ya antes de la Pascua, en momentos especiales, como la transfiguración, algunos milagros clamorosos, el diálogo de Cesarea de Filipo. La Pascua no constituye un comienzo absoluto.

Contra el otro asunto, Dunn hace ver cómo, aun admitiendo que las tradiciones evangélicas circularon durante un cierto período en forma oral, los estudiosos aplicaban siempre a dicha tradición el modelo literario, como se hace hoy cuando se quiere remontar, de edición en edición, al texto original de una obra. Si se tienen en cuenta las leyes que regulan —también en el presente, en ciertas culturas—, la transmisión oral de las tradiciones de una comunidad, se ve que no hay necesidad de dar cuerpo a un dicho evangélico, a la búsqueda de un hipotético núcleo originario, una operación que abrió las puertas a todo tipo de manipulación de los textos evangélicos, terminando por repetir lo que ocurre cuando se abre una cebolla a la búsqueda de un núcleo sólido que no existe. Algunas de estas conclusiones son las que los estudiosos católicos habían sostenido desde siempre [8], pero Dunn tiene el mérito de haberlas defendido con argumentos difícilmente refutables desde dentro mismo de la investigación histórico-crítica y con sus mismas armas.

El rabino americano J. Neusner, con el que Benedicto XVI instaura un diálogo en su primer volumen sobre Jesús de Nazaret, da por descontado este resultado. Partiendo de un punto de vista autónomo y, por así decir, neutral, hace ver cómo es un intento vano separar al Jesús histórico del Cristo de la fe post-pascual. El Jesús histórico, el de los evangelios, por ejemplo el del sermón de la montaña, es ya un Jesús que requiere la fe en su persona como a uno que puede corregir Moisés, que es señor del sábado, por el cual se puede hacer una excepción también al cuarto mandamiento; en definitiva, como uno que se sitúa en el mismo plano de Dios.

El estudio sobre el Nuevo Testamento se detiene aquí; llega a probar la continuidad entre el Jesús de la historia y el Cristo del kerigma*, no va más allá. Queda por probar la continuidad entre el Cristo del kerigma y el del dogma de la Iglesia. La fórmula de León Magno y de Calcedonia, ¿marca un desarrollo coherente de la fe neotestamentaria, o representa una ruptura respecto de ella? Ésta fue mi principal interés en los años en que me ocupaba de la Historia de los orígenes cristianos y la conclusión a la que llegué no se separa de la del Cardenal Newman en su famoso ensayo «El desarrollo en la doctrina cristiana» [9]. Ha tenido lugar, sin duda, el paso de una cristología funcional (lo que Cristo «hace»), a una cristología ontológica (lo que Cristo «es»), pero no se trata de una ruptura porque vemos que el mismo proceso se da ya dentro del kerigma, por ejemplo en el paso de la cristología de Pablo a la de Juan, y en Pablo mismo, en el tránsito desde sus primeras cartas a las de la cautividad, Filipenses y Colosenses.


* Término que significa predicación (acotación del blogger)


3. Más allá de la fórmula


Esta vez el tema mismo exigía detenerse un poco más largamente en la parte doctrinal del tema. La persona de Jesús es el fundamento de todo en el cristianismo. «Si la trompeta no da sino un sonido confuso, ¿quién se preparará para la batalla?», dice san Pablo
(1 Cor 14,8); si no se tiene una idea precisa de quién es Jesucristo, ¿qué vamos a anunciar al mundo? Pero ahora nos queda hacer una aplicación práctica de la doctrina para la vida personal y la fe actual de la Iglesia, que es el objetivo constante de nuestro reexamen de los Padres.

Cuatro siglos y medio de formidable trabajo teológico han dado a la Iglesia la fórmula: «Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre; Jesucristo es una sola persona». Más sintéticamente aún: él es «una persona en dos naturalezas». A esta fórmula se aplicará a la perfección el dicho de Kierkegaard: «La terminología dogmática de la Iglesia primitiva es como un castillo mágico, donde yacen en un sueño profundo los príncipes y las princesas más legendarias. Basta sólo despertarlos para que brinquen de pie con toda su gloria» [10]. Nuestra tarea es, pues, la de despertar y dar nueva vida a los dogmas.

La investigación sobre los evangelios —también en la apenas recordada de Dunn— nos muestra que la historia no nos puede llevar al «Jesús en sí», al Cristo como es en la realidad. Lo que alcanzamos en los evangelios es siempre, en cada fase, un Jesús «recordado», mediado por la memoria que de él conservaron los discípulos, aunque sea una memoria creyente. Sucede como para su resurrección. «Algunos de los nuestros —dicen los dos discípulos de Emaús— fueron al sepulcro y lo encontraron como les habían dicho las mujeres, pero a él no lo vieron»
(Lc 24,24). La historia puede constatar que las cosas, respecto de Jesús de Nazaret, están como dijeron los discípulos en los evangelios, pero a él no lo ve.

Lo mismo ocurre con el dogma. Nos puede llevar a un Jesús «definido», «formulado», pero Tomás de Aquino nos enseña que «la fe no termina en el enunciado (enuntiabile), sino en la realidad (res)». Entre la fórmula de Calcedonia y el Jesús real existe la misma diferencia que hay entre la fórmula química H2O y el agua que bebemos o en la que nadamos. Nadie puede decir que la fórmula H2O es inútil o que no describe perfectamente la realidad; ¡sólo que no es la realidad! ¿Quién nos podrá conducir al Jesús «real» que está más allá de la historia y detrás de la definición?

Y he aquí que nos viene al encuentro la gran noticia consoladora. Existe la posibilidad de un conocimiento «inmediato» de Cristo: es el que nos da el Espíritu Santo enviado por él mismo. Él es la única «mediación no-mediada» entre nosotros y Jesús, en el sentido de que no hace de velo, no constituye un diafragma o un trámite, al ser él el Espíritu de Jesús, su «alter ego», de su misma naturaleza. San Ireneo llega a decir que «el Espíritu Santo es nuestra misma comunión con Cristo» [11]. En ello la mediación del Espíritu Santo es diferente de cualquier otra mediación entre nosotros y el Resucitado, tanto eclesial como sacramental.

Pero es la Escritura misma la que nos habla de este papel del Espíritu Santo a efectos del conocimiento del verdadero Jesús. La venida del Espíritu Santo en Pentecostés se traduce en una repentina iluminación de todo lo obrado por Cristo y de su persona. Pedro concluye su discurso con esa especie de definición «urbi et orbi» del señorío de Cristo: «Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a ese Jesús al que habéis crucificado»
(Hch 2,36).

San Pablo dice que Jesucristo se manifiesta como «Hijo de Dios con potencia mediante el Espíritu de santificación»
(Rom 1,4), es decir, por obra del Espíritu Santo. Nadie puede decir que Jesús es el Señor, si no es gracias a una iluminación interior del Espíritu Santo (cf. 1 Cor 12,3). El apóstol atribuye al Espíritu Santo «la comprensión del misterio de Cristo» que se le dio a él, como a todos los santos apóstoles y profetas (cf. Ef 3,4-5). Sólo si son «fortalecidos por el Espíritu», —continúa el apóstol— los creyentes serán capaces de «entender la anchura, la longitud, la altura y la profundidad, y conocer el amor de Cristo que sobrepasa todo conocimiento» (Ef 3,16-19).

En el evangelio de Juan, Jesús mismo anuncia esta obra del Paráclito respecto de él. Él tomará de lo suyo y lo anunciará a los discípulos; les recordará todo lo que él ha dicho; los conducirá a la verdad plena sobre su relación con el Padre; le dará testimonio. Más aún, precisamente esto será, de ahora en adelante, el criterio para reconocer si se trata del verdadero Espíritu de Dios y no de otro Espíritu: si empuja a reconocer a Jesús venido en la carne
(cf. 1 Jn 4,2-3).


4. Jesús de Nazaret, una «persona»


Con la ayuda del Espíritu Santo, hagamos, pues, un pequeño intento de «despertar» el dogma. Del triángulo dogmático de León Magno y de Calcedonia —«verdadero Dios», «verdadero hombre», «una persona»— nos limitamos a tomar en consideración sólo el último elemento: Cristo «una persona». Las definiciones dogmáticas son «estructuras abiertas», es decir, capaces de acoger significados nuevos, posibilitados por el progreso del pensamiento humano. En su fase más antigua, «persona» (del latín personare, resonar) indicaba la máscara que servía al actor para hacer resonar su voz en el teatro; de aquí pasó a indicar el rostro, luego el individuo, hasta su significado más alto de «sustancia individual de naturaleza racional» (Boecio).

En el uso moderno el concepto se ha enriquecido con un significado más subjetivo y relacional, favorecido, sin duda, por el uso trinitario de persona como «relación subsistente». Es decir, indica al ser humano en cuanto capaz de relación, de estar como un yo ante un tú. En ello, la fórmula latina «una persona» se reveló más fecunda que la respectiva griega de «una hipóstasis». «Hipóstasis» se puede decir de todo objeto individual existente; «persona», sólo del ser humano y, por analogía, del ser divino. Nosotros hablamos hoy (y también los griegos hablan) de «dignidad de la persona», no de dignidad de la hipóstasis.

Apliquemos todo esto a nuestra relación con Cristo. Decir que Jesús es «una persona» significa decir también que ha resucitado, que vive, que está delante de mí, que puedo hablarle de tú como él me habla de tú. Es necesario pasar constantemente, en nuestro corazón y en nuestra mente, del Jesús personaje al Jesús persona. El personaje es uno del que se puede hablar y escribir todo lo que se quiera, pero al cual y con el cual generalmente no se puede hablar. Jesús, desgraciadamente para la mayoría de los creyentes, es todavía un personaje, uno del que se discute, del que se escribe sin parar, una memoria del pasado, un conjunto de doctrinas, de dogmas o de herejías. Es un ente, más que un existente.

El filósofo Sartre, en una página famosa, describió el escalofrío metafísico que produce el descubrimiento repentino de la existencia de las cosas y, en esto al menos, podemos darle crédito:

«Estaba en el jardín público. La raíz del castaño se hundía en la tierra, precisamente bajo mi banco. Ya no me acordaba de que era una raíz. Las palabras habían desaparecido y, con ellas, el significado de las cosas, los modos de su uso, los tenues signos de reconocimiento que los hombres han trazado sobre su superficie. [...] Y luego tuve este rayo de luz. Se me cortó el aliento con ello. [...] . La existencia se oculta. Está allí, alrededor de nosotros, no se pueden decir dos palabras sin hablar de ella y, por último, no se toca. [...] Y luego, de golpe, estaba allí, clara como el día: la existencia se había revelado de repente» [12].

Para ir más allá de las ideas y las palabras sobre Jesús y entrar en contacto con él, persona viva, hay que pasar por una experiencia de ese tipo. Algunos exégetas interpretan el nombre divino «El que es», en el sentido de «El que está», que está presente, disponible, ahora, aquí [13]. Esta definición se aplica perfectamente también a Jesús resucitado.

Es posible tener a Jesús por amigo, porque, al haber resucitado, está vivo, está a mi lado, puedo relacionarme con él como una persona viva con otra viva, una presente con otra presente. No con el cuerpo y ni siquiera con la sola fantasía, sino «en el espíritu» que es infinitamente más íntimo y real que uno y otra. San Pablo nos asegura que es posible hacer todo «con Jesús»: ya comamos, ya bebamos, ya hagamos cualquier otra cosa
(cf. 1 Cor 10,31; Col 3,17).

Por desgracia, rara vez se piensa en Jesús como en un amigo y confidente. En el subconsciente domina su imagen de resucitado, ascendido al al cielo, remoto en su trascendencia divina, que volverá un día, al final de los tiempos. Se olvida que al ser, como dice el dogma, «verdadero hombre», más aún, la perfección humana misma, posee en sumo grado el sentimiento de la amistad que es una de las cualidades más nobles del ser humano. Es Jesús quien desea semejante relación con nosotros. En su discurso de despedida, dando rienda suelta plena a sus sentimientos, dice: «Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; os he llamados amigos, porque os he dado a conocer todo lo que he oído de mi Padre»
(Jn 15, 15).

Yo he visto realizado este tipo de relación con Jesús, no tanto en los santos (en los cuales prevalece la relación con el Maestro, el Pastor, el Salvador, el Esposo…), cuanto en esos judíos que, de manera muy a menudo no diversa de Saulo, llegan a aceptar hoy al Mesías. El nombre de Jesús de golpe se muda de una oscura amenaza, al más dulce y amado de los nombres. Un amigo. Es como si la ausencia de dos mil años de discusiones en torno a Cristo jugara a su favor. Su Jesús no es nunca «ideológico», sino una persona de carne y hueso. ¡De su sangre! Uno se queda conmovido al leer el testimonio de algunos de ellos. Todas las contradicciones se resuelven en un instante, todas las oscuridades se iluminan. Es como ver la lectura espiritual del Antiguo Testamento que se realiza ante sus propios ojos globalmente y como con acelerador. San Pablo dice que es como cuando un velo cae de los ojos
(cf. 2 Cor 3, 16).
En su vida terrena, aunque amaba a todos sin distinción, sólo con algunos —con Lázaro y las hermanas y más aún con Juan, el «discípulo que él amaba»— tiene Jesús una relación de amistad verdadera. Pero ahora que está resucitado y ya no está sujeto a los límites de la carne, él ofrece a cada hombre y a cada mujer la posibilidad de tenerlo como amigo, en el sentido más completo de la palabra. Que el Espíritu Santo, el amigo del esposo, nos ayude a acoger con asombro y alegría esta posibilidad que llena la vida.


P. Raniero Cantalamessa, O.F.M. Cap  | Cuarta predicación de Cuaresma 2014


© Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco


[1] Tertuliano, Adversus Praxean, 27, 11: CCL 2, 1199.
[2] León Magno, Carta 28.
[3] León Magno, Sermo 27,1.
[4] DS 301-302.
[5] N. Cabasilas, Vida en Cristo, I, 5: PG 150,313; Cf. Anselmo, Cur Deus homo, II, 18.20; Tomás de Aquino, Summa theologiae, III, q. 46, art. 1, c. 3.
[6] D.F. Strauss, Der Christus des Glaubens und der Jesus der Geschichte, 1865.
[7] J.D.G. Dunn, A New Perspective on Jesus. What the Quest for the Historical Jesus Missed (Grands Rapids, Michigan 2005) [trad. esp. Redescubrir a Jesús de Nazaret: lo que la investigación sobre el Jesús histórico ha olvidado (Sígueme, Salamanca 2006)].
[8] Dunn tiene muy en cuenta el estudio del exégeta católico alemán H. Schürmann sobre el origen pre-pascual de algunos dichos de Jesús: o.c., 28.
[9] Cf. mi estudio, Dal kerygma al dogma. Studi sulla cristologia del Padri (Vita e Pensiero, Milán 2006) 11-51.
[10] S. Kierkegaard, Diario, II, A 110 (ed. C. Fabro) (Brescia 1962) n. 196.
[11] Ireneo, Contra las herejías, III, 24, 1.
[12] J.-P. Sartre, La náusea (Milán 1984) 193s [trad. esp. La náusea (Alianza Editorial, Madrid 2014)].
[13] Cf. G. Von Rad, Teologia dell’Antico Testamento I (Paideia, Brescia 1972) 212 [trad. esp. Teología del Antiguo Testamento I (Sígueme, Salamanca 1978)].


Fuente: http://www.cantalamessa.org/?p=2328&lang=es

lunes, 7 de abril de 2014

SAN AMBROSIO Y LA FE EN LA EUCARISTÍA






1. La reflexión sobre los sacramentos


Junto al tema de la Iglesia, otro tema en el que se nota un progreso en el paso de los Padres griegos a los latinos es el de los sacramentos. En los primeros había faltado una reflexión sobre los sacramentos en sí, es decir, sobre la idea de sacramento, aun habiendo tratado de manera excelente cada uno de los misterios: bautismo, unción, Eucaristía.

El iniciador de la teología sacramentaria —es decir, de lo que, a partir del siglo XII, será el De sacramentis— es nuevamente Agustín. San Ambrosio, con sus dos series de discursos «Sobre los sacramentos» y «Sobre los misterios», anticipa el nombre del tratado, pero no su contenido. También él, en efecto, se ocupa de cada uno de los sacramentos y no, todavía, de los principios comunes a todos los sacramentos: ministro, materia, forma, modo de producir la gracia…

¿Por qué, entonces, elegir a Ambrosio como maestro de fe de un tema sacramentario como es el de la Eucaristía sobre el cual queremos meditar hoy? El motivo es que Ambrosio, más que ningún otro, contribuyó a la afirmación de la fe en la presencia real de Cristo en la Eucaristía y puso las bases de la futura doctrina de la transustanciación. En el De sacramentis escribe:

«Este pan es pan antes de las palabras sacramentales; cuando interviene la consagración, de pan pasa a ser carne de Cristo [...] ¿Con qué palabras se realiza la consagración y de quién son estas palabras? [...] Cuando se realiza el venerable sacramento, el sacerdote ya no usa sus palabras, sino que utiliza las palabras de Cristo. Es la palabra de Cristo la que realiza este sacramento».

En el otro escrito, Sobre los misterios, el realismo eucarístico es todavía más explícito. Dice:

«La palabra de Cristo que pudo crear de la nada lo que no existía, ¿no puede transformar en algo diferente lo que existe? No es menos dar a las cosas una naturaleza del todo nueva que cambiar lo que tienen [...]. Este cuerpo que producimos (conficimus) sobre el altar es el cuerpo nacido de la Virgen. [...] Es, ciertamente, la verdadera carne de Cristo que fue crucificada, que fue sepultada; es, pues, verdaderamente el sacramento de su carne [...]. El mismo Señor Jesús proclama: “Esto es mi cuerpo”. Antes de la bendición de las palabras celestes se usa el nombre de otro objeto, después de la consagración se entiende cuerpo».

Sobre este punto la autoridad de Ambrosio, en el desarrollo posterior de la doctrina eucarística, prevaleció sobre la de Agustín. Éste cree ciertamente en la realidad de la presencia de Cristo en la Eucaristía pero, como hemos visto en la anterior meditación, acentúa todavía más fuertemente su significado simbólico y eclesial. Algunos de sus discípulos llegarán a afirmar no sólo que la Eucaristía hace la Iglesia, sino que la Eucaristía es la Iglesia: «Comer el cuerpo de Cristo no es otra cosa que hacerse cuerpo de Cristo». La reacción a la herejía de Berengario de Tours que reducía la presencia de Jesús en la Eucaristía a una presencia sólo dinámica y simbólica, suscitó una reacción coral en la que las palabras de Ambrosio desempeñaron una parte importante. Él es la primera autoridad que aduce santo Tomás de Aquino en su Suma en favor de la tesis de la presencia real.

La expresión «cuerpo místico» de Cristo, que hasta entonces había servido para designar a la Eucaristía, pasó poco a poco a indicar la Iglesia, mientras que la expresión «cuerpo verdadero» se reservó ya sólo a la Eucaristía . Esta singular inversión marca, en cierto sentido, el triunfo de la herencia de Ambrosio sobre la de Agustín. Expresiones como las del himno Ave verum, en el que el cuerpo eucarístico de Cristo es saludado como «el verdadero cuerpo, nacido de María Virgen, que fue inmolado en la cruz y de cuyo costado brotaron agua y sangre», parecen casi copiadas de las palabras arriba recordadas de Ambrosio.

Podemos resumir así la diferencia entre las dos perspectivas. De los tres cuerpos de Cristo —el cuerpo verdadero o histórico de Jesús nacido de María, el cuerpo eucarístico y el cuerpo eclesial— Agustín une entre sí estrechamente el segundo y el tercero, el cuerpo eucarístico y el de la Iglesia, distinguiéndolos del cuerpo real e histórico de Jesús; Ambrosio une, más aún, identifica el primero y el segundo, es decir, el cuerpo histórico de Cristo y el eucarístico, distinguiéndolos del tercero, es decir, del cuerpo eclesial.

En esta dirección se podía ir demasiado lejos, cayendo en un realismo exagerado, casi que —como decía una fórmula contrapuesta a la herejía de Berengario— el cuerpo y la sangre de Cristo estuvieran presentes sobre el altar «sensiblemente y fueran, en verdad, tocados y partidos por las manos del sacerdote y masticados por los dientes de los fieles» . Pero el remedio a tal peligro estaba en la noción misma de sacramento ya clara en teología. La eucarística no es una presencia física, sino sacramental, mediada por signos que son, precisamente, el pan y el vino.


2. La Eucaristía y la beraká judía


Si hay un límite en la visión de Ambrosio, es la ausencia de cualquier referencia a la acción del Espíritu Santo en la producción del cuerpo de Cristo sobre el altar. Toda la eficacia reside en las palabras de la consagración. Ellas son para él palabras creativas, es decir, palabras que no se limitan a afirmar una realidad existente, sino que producen la realidad que significan, como la frase «Fiat lux» de la creación. Esto ha influido en el escaso relieve que ha tenido en la liturgia latina la epíclesis del Espíritu Santo, que, como sabemos, desempeña en las liturgias orientales un papel tan esencial como el de las palabras de la consagración. Las nuevas Plegarias eucarísticas, con la invocación del Espíritu Santo que precede a la consagración, han querido llenar precisamente esta laguna.

Pero hay una laguna mayor de la que se empieza a tener en cuenta y que no se refiere sólo a Ambrosio y ni siquiera sólo a los Padres latinos, sino a la explicación del misterio eucarístico en su conjunto. Más que nunca se ve aquí cómo el estudio de los Padres no nos ayuda sólo a recuperar riquezas antiguas, sino también a abrirnos a lo nuevo que aparece en la historia; a imitarlos no sólo en los contenidos, sino también en el método que era el de poner al servicio de la palabra de Dios todos los recursos y los conocimientos disponibles en su contexto cultural.

El recurso nuevo que hoy disponemos para comprender la Eucaristía es el acercamiento entre cristianos y judíos. Desde los primeros días de la Iglesia, varios factores históricos llevaron a acentuar la diferencia entre el cristianismo y el judaísmo, hasta contraponerlos entre sí, como hace ya Ignacio de Antioquía. Distinguirse de los judíos —en la fecha de la Pascua, en los días de ayuno y en muchas otras cosas— se convierte en una especie de consigna. Una acusación a menudo dirigida a sus adversarios y a los herejes es la de «judaizar».

En relación con la Eucaristía, el nuevo clima de diálogo con el judaísmo ha hecho posible un mejor conocimiento de su matriz judía. Igual que no se entiende la Pascua cristiana si no se considera como el cumplimiento de lo que preanunció la Pascua judía, así no se entiende a fondo la Eucaristía si no se la ve como el cumplimiento de lo que los judíos hacían y decían a lo largo de su comida ritual. El nombre mismo, Eucaristía, no es otra cosa que la traducción de Beraká, la oración de bendición y acción de gracias hecha durante esa comida. Un primer resultado importante de este cambio ha sido que hoy ningún estudioso serio sostiene ya la hipótesis de que la Eucaristía cristiana se explique a la luz de la cena en boga según algunos cultos mistéricos del helenismo, como se ha intentado hacer durante más de un siglo.

Los Padres de la Iglesia mantuvieron las Escrituras del pueblo judío, pero no su liturgia, a la cual ya no tenían forma de acceder, tras la separación de la Iglesia respecto de la Sinagoga. Así, para la Eucaristía, utilizaron las figuras contenidas en las Escrituras —el cordero pascual, el sacrificio de Isaac, el de Melquisedec, el maná—, pero no el contexto litúrgico concreto en el que el pueblo judío celebraba todos estos recuerdos, que era la comida ritual celebrada una vez al año en la cena pascual (el Seder) y semanalmente en el culto sinagogal. El primer nombre con el que es designada la Eucaristía en el Nuevo Testamento por Pablo es el de «comida del Señor» (kuriakon deipnon) (1 Cor 11,20), con referencia evidente a la comida judía de la que se distingue ahora por la fe en Jesucristo.

Es la perspectiva en la que se sitúa también Benedicto XVI en el capítulo dedicado a la institución de la Eucaristía en su segundo volumen sobre Jesús de Nazaret. Siguiendo la opinión ya prevalente entre los estudiosos, él acepta la cronología joánica según la cual la última cena de Jesús no fue una cena pascual, sino que fue una solemne comida de despedida; con Louis Bouyer, sostiene, además, que se pueda «trazar el desarrollo de la eucaristía cristiana, es decir del canon, desde la beraká judía» .
Por diversas razones culturales e históricas, desde la escolástica en adelante, se ha tratado de explicar la Eucaristía a la luz de la filosofía, en particular de las nociones aristotélicas de sustancia y de accidente. Esto también era un poner al servicio de la fe los nuevos conocimientos del momento y, por tanto, una imitación del método de los Padres. En nuestros días, debemos hacer lo mismo con los nuevos conocimientos de orden, esta vez, históricos y litúrgicos más que filosóficos.

Sobre la base de algunos estudios ya iniciados en esta dirección, sobre todo el de L. Bouyer, quisiera tratar de mostrar la luz viva que cae sobre la Eucaristía cristiana cuando situamos los relatos evangélicos de la institución sobre el trasfondo de lo que sabemos de la comida ritual judía. La novedad del gesto de Jesús no resultará disminuida, sino engrandecida al máximo.


3. ¿Qué ocurrió esa noche?


Un texto que muestra el estrecho vínculo entre la liturgia judía y la cena cristiana es la Didaché. Dicho texto no es otra cosa que una colección de oraciones de la sinagoga, con la adición, aquí y allá, de las palabras «por tu servidor Jesucristo»; por lo demás, es idéntico a la liturgia de la sinagoga. El rito sinagogal estaba compuesto por una serie de oraciones llamadas «berakah» que en griego se tradujo con «Eucaristía». La beraká resume la espiritualidad de la Antigua Alianza y es la respuesta de bendición y de agradecimiento que Israel da a la palabra de amor que su Dios le había dirigido.

El ritual seguido por Jesús al dar la forma definitiva de la Eucaristía acompañaba todas las comidas de los judíos, pero asumía una importancia particular en las comidas en familia o en comunidad el sábado y los días festivos. Es suficiente un primer vistazo sobre el rito para ambientar adecuadamente la última Cena. Al comienzo de la comida, cada uno por turno tomaba en la mano una copa de vino y, antes de llevarla a los labios, repetía una bendición que la liturgia actual nos hace repetir casi literalmente en el momento del ofertorio: «Bendito seas, Señor, Dios nuestro, Rey de los siglos, que nos has dado este fruto de la vid». Es el primer cáliz de vino.

Pero la comida comenzaba oficialmente sólo cuando el padre de familia, o el jefe de la comunidad, había partido el pan que debía ser distribuido entre los comensales. Y, en efecto, Jesús, inmediatamente después de la frase, toma el pan, recita la bendición, lo parte y lo distribuye diciendo: «Esto es mi cuerpo…». Y aquí el ritual, que era sólo una preparación, se convierte en la realidad. Después de la bendición del pan, que era considerada como una bendición general para toda la comida, se servían los platos habituales.

Si los precedentes de la Eucaristía se encuentran en la comida ritual de los judíos, entonces ya no tiene significado especial saber si la fiesta de Pascua coincidía con el Jueves Santo o con el Viernes Santo. Jesús no vinculó la Eucaristía con ningún detalle propio de la comida de Pascua (aparte del desajuste de la fecha, falta toda referencia a la manducación del cordero y de las hierbas amargas), sino sólo con aquellos elementos que forman parte del rito de cada día: es decir, la fracción del pan al comienzo y con la gran oración de acción de gracias al final. El carácter pascual de la última cena es innegable, pero es independiente de estas discusiones y se explica con el nexo que Jesús plantea entre la Eucaristía («mi sangre derramada por vosotros») y su muerte de cruz. Es allí donde se realiza la figura del cordero pascual al que «no se le quiebra ningún hueso» (Jn 19,36).

Pero volvamos al ritual judío. Cuando la comida está a punto de terminar y las viandas se han consumido, los comensales están listos para el gran acto ritual que concluye la celebración y le confiere el significado más profundo. Todos se lavan las manos, como al comienzo. Estaba prescrito que el presidente recibiera el agua del más joven de los presentes y es quizá Juan quien se la da a Jesús. Pero el maestro, en lugar de dejarse servir, da una lección de humildad, al lavarles los pies. Acabado esto, teniendo delante de sí una copa de vino mezclado con agua, invita a hacer las tres oraciones de agradecimiento: la primera, por Dios creador; la segunda, por la liberación de Egipto; la tercera, porque su obra continua en el presente. Concluida la oración, la copa pasaba de mano en mano y cada uno bebía. Este es el rito antiguo, realizado por Jesús muchas veces durante su vida.

Lucas dice que, después de haber cenado, Jesús tomó el cáliz diciendo: «Este cáliz es la nueva Alianza en mi sangre que se derrama por vosotros». Algo decisivo ocurre en el momento en que Jesús añade estas palabras a la fórmula de las oraciones de agradecimiento, es decir, a la beraká judía. Ese rito era un banquete sagrado en el que se celebraba y se daban las gracias a un Dios salvador, que había redimido a su pueblo para estrechar con él una alianza de amor, sellada con la sangre de un cordero. La comida diaria bendecía a Dios por esa alianza, pero ahora, es decir, en el momento en que Jesús decide dar la vida por los suyos como el verdadero cordero, él declara concluida esa antigua Alianza que todos juntos estaban celebrando litúrgicamente.

En ese momento, con unas pocas y simples palabras, él abre, ofrece y estrecha con los suyos la nueva y eterna Alianza en su Sangre. Cuando Jesús ofrece ese cáliz es como si dijera: «Hasta aquí, cada vez que habéis celebrado esta comida ritual habéis conmemorado el amor de Dios salvador que os ha redimido de Egipto. De ahora en adelante, cada vez que repitáis lo que hemos hecho hoy, lo haréis no ya en conmemoración de una salvación de la esclavitud material en la sangre de un animal; lo haréis en memoria de mí, Hijo de Dios que da su Sangre para redimiros de vuestros pecados. Hasta aquí habéis comido un alimento normal para celebrar una liberación material. Ahora me comeréis a mí, alimento divino sacrificado por vosotros, para haceros una sola cosa conmigo. Y me comeréis y beberéis mi sangre en el acto mismo en que yo me sacrifico por vosotros. Esta es la nueva y eterna Alianza en mi amor».

Al añadir las palabras: «Haced esto en memoria de mí», Jesús confiere un alcance ilimitado a su don. Desde el pasado, la mirada se proyecta hacia el futuro. Todo lo que él ha hecho hasta ahora en la cena es puesto en nuestras manos. Al repetir lo que él hizo, se renueva ese acto central de la historia humana que es su muerte por el mundo. La figura del cordero pascual sobre la cruz se convierte en acontecimiento, en la cena se nos da como sacramento, es decir, como memorial perenne del acontecimiento. El acontecimiento sucede una sola vez (semel) (Heb 10,12); el sacramento, cada vez que lo queremos (quotiescumque) (1 Cor 11,26).
La idea del «memorial» que Jesús retoma del ritual judío del sábado y de los días festivos, referida en Ex 12, 14, encierra la esencia misma de la Misa, su teología, su significado íntimo para la salvación. El memorial bíblico es mucho más que una simple conmemoración, que un simple recuerdo subjetivo del pasado. Gracias a él, interviene, fuera de la mente del orante, una realidad que tiene una existencia propia, que no pertenece al pasado, sino que existe y actúa en el presente y seguirá obrando en el futuro. El memorial que hasta ahora era la prenda de la fidelidad de Dios con Israel, es ahora el cuerpo partido y la sangre derramada del Hijo de Dios, el sacrificio del Calvario «re-presentado» (es decir, hecho nuevamente presente) en la Eucaristía de la Iglesia.

Aquí se descubre el sentido y la preciosidad de la insistencia de Ambrosio, y tras él, en forma más evolucionada, de los teólogos escolásticos y del Concilio de Trento, sobre la presencia «verdadera, real y sustancial de Cristo» en la Eucaristía. En efecto, sólo así es posible conservar en el «memorial» instituido por Jesús su carácter objetivo de don absoluto, sin condiciones, independiente de todo, incluso de la fe de quien lo recibe, como lo había sido su encarnación.


4. Nuestra firma sobre el don


¿Cuál es nuestro lugar en el drama humano-divino que hemos recordado? Nuestra reflexión sobre la Eucaristía debe conducirnos precisamente a descubrir esto. Por nosotros, en efecto, para implicarnos en su acción, Jesús ha hecho de su don un «sacramento».

En la Eucaristía tienen lugar dos milagros: uno es el que hace del pan y del vino el cuerpo y la sangre de Cristo; el otro es el que hace de nosotros «un sacrificio vivo agradable a Dios», que nos une al sacrificio de Cristo, como actores, y no sólo como espectadores. En el ofertorio hemos ofrecido pan y vino, que para Dios no tenían, obviamente, ni valor ni significado por sí mismos. Ahora, en la consagración, es Cristo quien pone ese valor que yo no puedo poner en mi ofrenda. En este momento pan y vino se convierten en cuerpo y sangre de Cristo que se entrega a la muerte en un supremo acto de amor al Padre.

He aquí, entonces, lo que ha ocurrido: mi pobre don, carente de valor, se ha convertido en el don perfecto para el Padre. Jesús, no se da solo en el pan y el vino, nos toma también a nosotros y nos cambia (místicamente, no realmente) en sí mismo, nos da también a nosotros el valor que tiene su don de amor al Padre. En ese pan y en ese vino estamos también nosotros: «En lo que ofrece, la Iglesia se ofrece sí misma», escribe Agustín.

Quisiera resumir, con la ayuda de un ejemplo humano, lo que sucede en la celebración eucarística. Pensemos en una familia numerosa en la que hay un hijo, el primogénito, que admira y ama desmedidamente a su padre. Por su cumpleaños quiere hacerle un regalo valioso. Pero antes de presentárselo pide, en secreto, a todos sus hermanos y hermanas que estampen su firma sobre el regalo. Éste llega, pues, a manos del padre como signo del amor de todos sus hijos, indistintamente, aunque, en realidad, uno sólo ha pagado el precio del mismo.

Eso es lo que ocurre en el sacrificio eucarístico. Jesús admira y ama ilimitadamente al Padre celeste. A él le quiere hacer cada día, hasta el final del mundo, el regalo más valioso que se pueda pensar, el de su propia vida. En la Misa él invita a todos sus «hermanos» a que estampen su firma sobre el don, de manera que llegue a Dios Padre como el don indiferenciado de todos sus hijos, aunque uno sólo ya ha pagado el precio de dicho don. ¡Y qué precio!

Nuestra firma son las pocas gotas de agua que se mezclan con el vino en el cáliz; nuestra firma, explica Agustín, es sobre todo el «amén» que los fieles pronuncian en el momento de la comunión: «A lo que sois respondéis: Amén y al responder lo suscribís. Se te dice, en efecto: El cuerpo de Cristo, y tú respondes: Amén. Sé miembro del cuerpo de Cristo, para que sea verídico tu Amén… Sed lo que veis y recibid lo que sois». Toda la eclesiología eucarística de Agustín que hemos recordado la vez pasada encuentra aquí su campo de aplicación. Si no se puede decir que la Eucaristía es la Iglesia (como llevaron a afirmar algunos de sus discípulos), se puede y se debe decir que la Eucaristía hace a la Iglesia.

Sabemos que quien ha firmado un compromiso tiene luego el deber de honrar la propia firma. Esto quiere decir que, al salir de la Misa, debemos hacer también nosotros de nuestra vida un regalo de amor al Padre y para los hermanos. Debemos decir también nosotros, mentalmente, a los hermanos: «Tomad, comed; esto es mi cuerpo». Tomad mi tiempo, mis capacidades, mi atención. Tomad también mi sangre, es decir, mis sufrimientos, todo lo que me humilla, me mortifica, limita mis fuerzas, mi propia muerte física. Quiero que toda mi vida sea, como la de Cristo, pan partido y vino derramado por los otros. Quiero hacer de toda mi vida una Eucaristía.

He mencionado al comienzo la Didaché, como el documento que marca el tránsito desde la liturgia judía a la cristiana. Terminamos con una de sus oraciones que ha inspirado muchas plegarias eucarísticas posteriores de la Iglesia:

«Como este pan fue repartido sobre los montes, y, recogido, se hizo uno,
así sea recogida tu Iglesia desde los límites de la tierra en tu Reino
porque tuya es la gloria y el poder, por Jesucristo, en los siglos. Amén».



P. Raniero Cantalamessa, O.F.M. Cap  | Tercera predicación de Cuaresma 2014


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© Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco


1. Cf. J. KELLY, Il pensiero cristiano degli origini (Bolonia 1972) 415ss.
2. AMBROSIO, De sacramentis, IV,14-16 [trad. esp. SAN AMBROSIO DE MILÁN, Explicación del símbolo; Los sacramentos; Los misterios (Introd., trad. y notas de P. Cervera) (Editorial Ciudad Nueva, Madrid 2005)].
3. AMBROSIO, De mysteriis, 52-53 [trad. esp. SAN AMBROSIO DE MILÁN, Explicación del símbolo; Los sacramentos; Los misterios (Introd., trad. y notas de P. Cervera) (Editorial Ciudad Nueva, Madrid 2005)].
4.GUILLERMO DE SAINT-THIERRY: PL 184, 403.
5.Cf. S. Th., III, q. 75, aa. 1ss.
6.Es el proceso reconstruido por H. DE LUBAC, en Corpus Mysticum. L’Eucharistie et l’Eglise au Maoyen Age (Aubier, París 1949) [trad. ital. Corpus Mysticum. L’Eucaristia e la Chiesa nel Medioevo (Jaka Book, Milán 1996).
7.DENZINGER-SCHÖNMETZER, Enchiridion Symbolorum, n. 690.
8.IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Carta a los Magnesios, 10,3.
9. J. RATZINGER – BENEDICTO XVI, Gesù di Nazaret, vol. II (LEV, Roma 2011) 132-163 [trad. esp. Jesús de Nazaret (La Esfera de los Libros, Madrid 22011)]; cf. L. BOUYER, Eucharistie. Théologie et spiritualité de la prière eucharistique (Desclée, Tournai 1966) [trad. esp. Eucaristía. Teología y espiritualidad de la Plegaria eucarística (Herder, Barcelona 1969)].
10.Además del libro citado de L. BOUYER, cf. A. BAUMSTARK, Liturgie comparée (Chevetogne 1953); L. ALONSO SCHÖKEL, Meditaciones biblicas sobre la Eucaristía (Sal Terrae, Santander 1986); SEUNG AI YANG, Les repas sacrés dans le Judaisme de l’époque hellénistique, en Encyclopedie de l’Eucaristie (Du Cerf, París 2000) 55-59 [trad. esp. Enciclopedia de la Eucaristía (Desclée de Brouwer, Bilbao 2004)].
11.Cf. CONC. TRIDENTINO, Canon 1 de SS. Eucharistiae sacramento: DS 1651.
12. AGUSTÍN, De civitate Dei, X, 6: CCL 47, 279 («In ea re quam offert, ipsa offertur»).
13.AGUSTÍN, Sermo 272: PL 38,1247s.
14.Didache, IX,4.


Fuente: http://www.cantalamessa.org/?p=2320&lang=es

miércoles, 2 de abril de 2014

"CREO EN LA IGLESIA UNA Y SANTA", SAN AGUSTÍN


Raniero Cantalamessa O.F.M., predicando en el vaticano


1. Desde Oriente a Occidente


En la meditación introductoria de la semana pasada hemos reflexionado sobre el sentido de la Cuaresma como un tiempo en el que ir con Jesús al desierto, ayunar de alimentos y de imágenes, aprender a vencer las tentaciones y, sobre todo, crecer en la intimidad con Dios.

En las cuatro predicaciones que nos quedan, prosiguiendo la reflexión iniciada en la Cuaresma del año 2012 con los padres griegos, entramos en la escuela de cuatro grandes doctores de la Iglesia latina —Agustín, Ambrosio, León Magno y Gregorio Magno— para ver qué nos dice a nosotros hoy cada uno de ellos, a propósito de la verdad de fe de la que ha sido especialmente defensor es decir, respectivamente, la naturaleza de la Iglesia, la presencia real de Cristo en la Eucaristía, el dogma cristológico de Calcedonia y la inteligencia espiritual de las Escrituras.

El objetivo es redescubrir, tras estos grandes Padres, la riqueza, la belleza y la felicidad de creer, pasar, como dice Pablo, «de fe en fe»
(Rom 1,17), de una fe creída a una fe vivida. Un mayor «volumen» de fe dentro de la Iglesia será precisamente lo que construya luego la fuerza mayor de su anuncio al mundo.

El título del ciclo está tomado de un pensamiento querido para los teólogos medievales: «Nosotros –decían- somos como enanos que se sientan sobre las espaldas de los gigantes, de modo que podemos ver más cosas y más lejos que ellos, no por la agudeza de nuestra mirada o por la altura del cuerpo, sino porque somos llevados más arriba y somos alzados por ellos a una altura gigantesca» [1]. Este pensamiento ha encontrado expresión artística en algunas estatuas y ventanas de las catedrales góticas de la Edad Media, donde están representados personajes de estatura imponente que sostienen, sentados a hombros, hombres pequeños, casi enanos. Los gigantes eran para ellos, como son para nosotros, los Padres de la Iglesia.

Después de las lecciones de Atanasio, de Basilio de Cesárea, de Gregorio Nacianceno y de Gregorio de Nisa, respectivamente sobre la divinidad de Cristo, sobre el Espíritu Santo, sobre la Trinidad y sobre el conocimiento de Dios, se podía tener la impresión de que quedaba muy poco por hacer a los padres latinos en la edificación del dogma cristiano. Una mirada sumaria a la historia de la teología nos convence enseguida de lo contrario.

Empujados por la cultura de la que formaban parte, favorecidos por su fuerte temple especulativo y condicionados por las herejías que estaban obligados a combatir (arrianismo, apolinarismo, nestorianismo, monofisismo), los padres griegos se habían concentrado principalmente en los aspectos ontológicos del dogma: la divinidad de Cristo, sus dos naturalezas y el modo de su unión, la unidad y la trinidad de Dios. Los temas más queridos a Pablo —la justificación, la relación ley-evangelio, la Iglesia cuerpo de Cristo— habían quedado al margen de su atención, o tratados de paso. A su objetivo respondía bastante mejor Juan con su énfasis sobre la encarnación, y no Pablo que plantea el misterio pascual en el centro de todo, es decir, el obrar más que ser de Cristo.

La índole de los latinos más inclinada (Agustín aparte) a ocuparse de problemas concretos, jurídicos y organizativos, que de los especulativos, unido a la aparición de nuevas herejías, como el donatismo y el pelagianismo, estimularán una reflexión nueva y original sobre los temas paulinos de la gracia, de la Iglesia, de los sacramentos y de la Escritura. Son los asuntos sobre los que quisiéramos reflexionar en la presente predicación cuaresmal.



2. ¿Qué es la Iglesia?



Comenzamos nuestro análisis por el más grande de los padres latinos, Agustín. El doctor de Hipona ha dejado su huella en casi todos los ámbitos de la teología, pero sobre todo en dos de ellos: el de la gracia y el de la Iglesia; el primero, fruto de su lucha contra el pelagianismo; el segundo, de su lucha contra el donatismo. El interés por la doctrina de Agustín sobre la gracia ha prevalecido, desde el siglo XVI en adelante, tanto en el ámbito protestante (a él se vinculan Lutero, con la doctrina de la justificación, y Calvino, con la de la predestinación), como en el ámbito católico a causa de las controversias suscitadas por Jansenio y Bayo [2]. En cambio, el interés por sus doctrinas eclesiales es predominante en nuestros días, debido al Concilio Vaticano II que ha hecho de la Iglesia su tema central, y a causa del movimiento ecuménico en el que la idea de Iglesia es el nudo crucial que hay que desatar. Al buscar en los padres ayuda e inspiración para el hoy de la fe, nos ocuparemos de este segundo ámbito de interés de Agustín que es la Iglesia.

La Iglesia no había sido un tema desconocido para los padres griegos y para los escritores latinos anteriores a Agustín (Cipriano, Hilario, Ambrosio), pero sus afirmaciones se limitaban la mayoría de las veces a repetir y comentar afirmaciones e imágenes de la Escritura. La Iglesia es el nuevo pueblo de Dios; a ella se le promete la indefectibilidad; es «la columna y la base de la verdad»; el Espíritu Santo es su supremo maestro; la Iglesia es «católica» porque se extiende a todos los pueblos, enseña todos los dogmas y posee todos los carismas; siguiendo la estela de Pablo, se habla de la Iglesia como del misterio de nuestra incorporación a Cristo mediante el bautizo y el don del Espíritu Santo; ella ha nacido del costado traspasado de Cristo en la cruz, como Eva por del costado de Adán dormido [2].

Pero todo esto se decía ocasionalmente; la Iglesia no es aún tratada como tema. Quien estará obligado a hacerlo es precisamente Agustín que durante casi toda su vida tuvo que luchar contra el cisma de los donatistas. Nadie quizás hoy se acordaría de esta secta norteafricana, si no fuera por el hecho de que ella fue la ocasión de la que nació lo que hoy llamamos eclesiología, es decir, una reflexión sobre lo que es la Iglesia en el designio de Dios, su naturaleza y su funcionamiento.

Alrededor del año 311, un cierto Donato, obispo de Numidia se negó a readmitir en la comunión eclesial a aquellos que durante la persecución de Diocleciano habían entregado los Libros Sagrados a las autoridades estatales, renegando de la fe para salvar la vida. En el año 311 fue elegido obispo de Cartago un cierto Ceciliano, acusado (según los católicos, injustamente) de haber traicionado la fe durante la persecución de Diocleciano. Un grupo de setenta obispos norte-africanos, liderados por Donato, se opuso contra este nombramiento. Ellos destituyeron a Ceciliano y eligieron a Donato en su lugar. Excomulgado por el papa Milcíades en el año 313, permaneció en su puesto, produciendo un cisma, que creó en el Norte de África una Iglesia paralela a la católica hasta la invasión de los vándalos que tuvo lugar un siglo después.

Durante la polémica, habían intentado justificar su posición con argumentos teológicos y, al refutarlos, Agustín va elaborando, poco a poco, su doctrina de la Iglesia. Esto ocurre en dos contextos diferentes: en las obras escritas directamente contra los donatistas y en sus comentarios a la Escritura y discursos al pueblo. Es importante distinguir estos dos contextos, porque dependiendo de ellos, Agustín insistirá más en algunos aspectos o en otros de la Iglesia y sólo del conjunto se puede obtener su doctrina completa. Veamos pues, siempre someramente, cuáles son las conclusiones a las que el santo llega en cada uno de los dos contextos, empezando por el directamente antidonatista.



A. La Iglesia, comunión de los sacramentos y sociedad de los santos. El cisma donatista había partido de una convicción: no puede transmitir la gracia un ministro que no la posee; los sacramentos administrados de este modo carecen, pues, de cualquier efecto. Este tema, aplicado al principio a la ordenación del obispo Ceciliano, se extenderá pronto a los demás sacramentos y en particular al bautismo. Con él los donatistas justifican su separación de los católicos y la práctica de volver a bautizar a quién se incorporaba a sus filas.

En respuesta, Agustín elabora un principio que se convertirá en una conquista para siempre de la teología y crea las bases del futuro tratado De sacramentis: la distinción entre potestas y ministerium, es decir, entre la causa de la gracia y su ministro. La gracia conferida por los sacramentos es obra exclusiva de Dios y de Cristo; el ministro sólo es un instrumento: «Pedro bautiza, es Cristo quien bautiza; Juan bautiza, es Cristo quien bautiza; Judas bautiza, es Cristo quien bautiza» [3]. La validez y la eficacia de los sacramentos no es impedida por el ministro indigno: una verdad que, se sabe, el pueblo cristiano necesita también hoy recordar…

De este modo, neutralizada la principal arma de sus adversarios, Agustín puede elaborar su grandiosa visión de la Iglesia, mediante algunas distinciones fundamentales. La primera es aquella entre Iglesia presente o terrestre, e Iglesia futura o celeste. Sólo esta segunda será una Iglesia de todos y de sólo santos; la Iglesia del tiempo presente siempre será el ámbito en el que estén mezclados trigo y cizaña, la red que recoge peces buenos y peces malos, es decir santos y pecadores.

Dentro de la Iglesia, en su fase terrena, Agustín opera otra distinción: entre la comunión de los sacramentos (communio sacramentorum ) y la sociedad de los santos (societas sanctorum). La primera une entre sí visiblemente a todos los que participan de los mismos signos externos: los sacramentos, las Escrituras, la autoridad; la segunda une entre sí a todos y sólo a aquellos que, más allá de los signos, tienen en común también la realidad escondida en los signos (la res sacramentorum), es decir, el Espíritu Santo, la gracia, la caridad.

Puesto que aquí abajo siempre será imposible saber con certeza quién posee el Espíritu Santo y la gracia —y más todavía si persevera hasta el final en este estado—, Agustín termina para identificar la verdadera y definitiva comunidad de los santos con la Iglesia celeste de los predestinados. «¡Cuántas ovejas que hoy están dentro, estarán fuera, y cuántos lobos que ahora están fuera, entonces estarán dentro!» [4].

La novedad, sobre este punto, también respecto de Cipriano, es que, mientras éste hacía consistir la unidad de la Iglesia en algo exterior y visible —la concordia de todos los obispos entre sí— Agustín la hace consistir en algo interior: el Espíritu Santo. La unidad de la Iglesia se efectúa, así, por el mismo que opera la unidad en Trinidad. «El Padre y el Hijo han querido que nosotros estuviéramos unidos entre nosotros y con ellos, por medio de ese mismo vínculo que les une a ellos, es decir, el amor que es el Espíritu Santo» [5]. Él desempeña en la Iglesia la misma función que el alma ejerce en nuestro cuerpo natural: es decir, es su principio animador y unificador. «Lo que alma es para el cuerpo humano, el Espíritu Santo lo es para el cuerpo de Cristo que es la Iglesia» [6].

La pertenencia plena a la Iglesia exige las dos cosas juntas: la comunión visible de los signos sacramentales y la comunión invisible de la gracia. Pero ésta admite grados, por lo que nada dice que se debe estar por fuerza dentro o fuera. Se puede estar en parte dentro y en parte fuera. Hay una pertenencia exterior, o de los signos sacramentales, en la que se sitúan los cismáticos donatistas y los malos católicos mismos y una comunión plena y total. La primera consiste en tener el signo exterior de la gracia (sacramentum), pero sin recibir la realidad interior producida por ellos (res sacramenti), o en recibirla, pero para la propia condena, no para la propia salvación, como en el caso del bautismo administrado por los cismáticos o de la Eucaristía recibida indignamente por los católicos.

B. La Iglesia cuerpo de Cristo animado por el Espíritu Santo. En los escritos exegéticos y en los discursos al pueblo encontramos estos mismos principios basilares de la eclesiología; pero menos presionado por la polémica y hablando, por así decirlo, en familia, Agustín puede insistir más en aspectos interiores y espirituales de la Iglesia que aprecia mucho. En ellos, la Iglesia es presentada, con tonos a menudo elevados y conmovidos, como el cuerpo de Cristo (falta todavía el adjetivo místico que será añadido a continuación), animado por el Espíritu Santo, hasta tal punto afín al cuerpo eucarístico que coincide en rasgos casi totalmente con él. Escuchemos lo que escucharon, en una fiesta de Pentecostés, sus fieles sobre este tema:

«Si quieres comprender el cuerpo de Cristo, escucha al Apóstol lo que dice a los fieles: Vosotros sois el cuerpo de Cristo y sus miembros
(1 Cor 12,27). Por tanto, si sois el cuerpo y los miembros de Cristo, en la mesa del Señor se coloca vuestro misterio: recibid vuestro misterio. A lo que sois respondéis: Amén y respondiendo los suscribís. Se te dice, en efecto: El cuerpo de Cristo, y tu respondes: Amén. Sé miembro del cuerpo de Cristo, para que sea verídico tu Amén… Sed lo que veis y recibid lo que sois» [7].

El nexo entre los dos cuerpos de Cristo se basa, para Agustín, en la singular correspondencia simbólica entre el devenir del uno y el formarse de la otra. El pan de la Eucaristía es obtenido al amasar muchos granos de trigo y el vino de una multitud de granos de uva, así la Iglesia está formada por muchas personas, reunidas y fusionadas por la caridad, que es el Espíritu Santo [8]. Como el trigo disperso sobre las colinas fue primero cosechado, luego molido, amasado en agua y cocido al horno, así los fieles diseminados por el mundo han sido reunidos por la palabra de Dios, molidos por las penitencias y los exorcismos que preceden al bautizo, sumergidos en el agua del bautismo y pasados al fuego del Espíritu. También en referencia a la Iglesia se debe decir que el sacramento «significando causat»: significando la unión de muchas personas en una, la Eucaristía la realiza, la causa. En este sentido, se puede decir que «la Eucaristía hace la Iglesia».



3. Actualidad de la eclesiología de Agustín


Tratamos ahora de ver cómo las ideas de Agustín sobre la Iglesia pueden contribuir a iluminar los problemas que ésta debe afrontar en nuestro tiempo. Quisiera detenerme, en particular, sobre la importancia de la eclesiología de Agustín para el diálogo ecuménico. Una circunstancia hace que esta elección sea particularmente actual. El mundo cristiano se está preparando para celebrar el quinto centenario de la Reforma protestante. Ya empiezan a circular declaraciones y documentos conjuntos de cara al acontecimiento [9]. Es vital para toda la Iglesia, que no se eche a perder esta ocasión, permaneciendo prisioneros del pasado, tratando de verificar, quizá con mayor objetividad e irenismo que en el pasado, las razones y las culpas de unos y otros, sino que se haga un salto de calidad, como ocurre en la «exclusa» de un río o de un canal, que permite luego a los naves proseguir su navegación a un nivel más alto.

La situación del mundo, de la Iglesia y de la teología ha cambiado respecto de entonces. Se trata de partir nuevamente desde la persona de Jesús, de ayudar humildemente a nuestros contemporáneos a descubrir la persona de Cristo. Debemos referirnos al tiempo de los apóstoles. Ellos tenían delante un mundo pre-cristiano; nosotros tenemos delante un mundo en gran parte post-cristiano. Cuando Pablo quiere resumir en una frase la esencia del mensaje cristiano no dice: «Os anunciamos esta o aquella doctrina»; dice: «Anunciamos a Cristo y Cristo crucificado»
(1 Cor 1,23) y también: «Anunciamos a Cristo Jesús Señor» (cf. 2 Cor 4,5).

Esto no significa ignorar el gran enriquecimiento teológico y espiritual producido por la Reforma, o querer volver al punto anterior; significa permitir a toda la cristiandad que se beneficie de sus logros, una vez liberados de algunos forzamientos debidos al clima acalorado del momento y a las sucesivas polémicas. La justificación gratuita mediante la fe, por ejemplo, debería ser predicada hoy —y con más fuerza que nunca—, pero no en oposición a las buenas obras, que es ya una cuestión superada, sino en oposición a la pretensión del hombre moderno de salvarse por sí solo, sin necesidad ni de Dios ni de Cristo. Estoy convencido de que si viviera hoy esta sería la manera con que el mismo Lutero predicaría la justificación por la fe.

Veamos cómo la teología de Agustín nos puede ayudar en esta empresa de superar los obstáculos seculares. El camino a recorrer hoy es, en cierto sentido, en dirección opuesta al seguido por él con respecto a los donatistas. Entonces se debía partir de la comunión de los sacramentos hacia la comunión en la gracia del Espíritu Santo y en la caridad; hoy debemos partir desde la comunión espiritual de la caridad hacia la plena comunión en los sacramentos, entre los cuales está, en primer lugar, la Eucaristía.

La distinción de los dos niveles de realización de la verdadera Iglesia —el externo, de los signos, y el interno, de la gracia— permite a Agustín formular un principio, que habría sido impensable antes de él: «Puede, por lo tanto, haber en la Iglesia católica algo que no es católico, como puede haber fuera de la Iglesia católica algo que es católico» [10]. Los dos aspectos de la Iglesia —el visible e institucional y el invisible y espiritual— no pueden ser separados. Esto es cierto y lo confirmó Pío XII en la Mystici Corporis y el Vaticano II en la Lumen Gentium, pero mientras ellos, a causa de separaciones históricas y del pecado de los hombres, por desgracia no coincidan, no se puede dar mayor importancia a la comunión institucional que a la espiritual.

Para mí, esto plantea un interrogante serio. ¿Puedo yo, como católico, sentirme más en comunión con la multitud de los que, bautizados en mi misma Iglesia, se despreocupan, sin embargo, completamente de Cristo y de la Iglesia, o sólo se interesan de ella para decir de ella lo malo, de lo que me siento en comunión con el grupo de aquellos que, aun perteneciendo a otras confesiones cristianas, creen en las mismas verdades fundamentales en las que creo yo, aman a Jesucristo hasta dar la vida por él, difunden su Evangelio, se ocupan de aliviar la pobreza del mundo y poseen los mismos dones del Espíritu Santo que tenemos nosotros? Las persecuciones, tan frecuentes hoy en ciertas partes del mundo, no hacen distinción: no arden iglesias y matan personas porque sean católicos o protestantes, sino porque son cristianos. ¡Para ellos somos ya «una sola cosa»!

Esta es, naturalmente, una pregunta que deberían plantearse también los cristianos de otras Iglesias respecto de los católicos, y, gracias a Dios, es precisamente lo que está sucediendo en medida oculta pero superior a lo que las noticias corrientes dejan adivinar. Un día, estoy convencido, nos sorprenderemos, u otros se sorprenderán, de no haberse dado cuenta antes de que el Espíritu Santo estaba actuando entre los cristianos en nuestro tiempo al abrigo de la oficialidad. Fuera de la Iglesia católica hay muchísimos cristianos que miran a ella con ojos nuevos y empiezan a reconocer en ella sus propias raíces.

La intuición más nueva y más fecunda de Agustín sobre la Iglesia, como hemos visto, ha sido individuar el principio esencial de su unidad en el Espíritu, más que en la comunión horizontal de los obispos entre sí y los obispos con el Papa de Roma. Igual que la unidad del cuerpo humano la da el alma que vivifica y mueve todos los miembros, así es la unidad del cuerpo de Cristo. Es un hecho místico, antes incluso que una realidad que se expresa social y visiblemente hacia el exterior. Es el reflejo de la unidad perfecta que existe entre el Padre y el Hijo por obra del Espíritu. Jesús fijó una vez para siempre este fundamento místico de la unidad cuando dijo: «Que sean uno como nosotros somos uno»
(Jn 17,22). La unidad esencial en la doctrina y en la disciplina será el fruto de esta unidad mística y espiritual, nunca podrá ser la causa.

Los pasos más concretos hacia la unidad no son, por ello, los que se hacen alrededor de una mesa o en las declaraciones conjuntas (por importante que sea todo esto); son los que se hacen cuando creyentes de distintas confesiones se encuentran para proclamar juntos, en fraternal acuerdo, Jesús es Señor, compartiendo cada uno su carisma y reconociéndose hermanos en Cristo. Vale para la unidad de los cristianos lo que la Iglesia proclamó en sus diversos mensajes para la jornada mundial de la paz, incluido el último de este año: la paz empieza por el corazón de las personas, el fundamento de la paz es la fraternidad.



4. ¡Miembros del cuerpo de Cristo, movidos por el Espíritu!


En sus discursos al pueblo, Agustín nunca expone sus ideas sobre la Iglesia, sin sacar enseguida consecuencias prácticas para la vida cotidiana de los fieles. Y es lo que queremos hacer también nosotros, antes de concluir nuestra meditación, casi colocándonos entre las filas de sus oyentes de entonces.

La imagen de la Iglesia cuerpo de Cristo no es nueva de Agustín. Lo que es nuevo en él son las conclusiones prácticas que deduce de ella para la vida de los creyentes. Una es que ya no tenemos más razón de mirarnos con envidia y celos los unos a los otros. Lo que yo no tengo y los otros, en cambio, sí tienen es también mío. Escuchas al Apóstol enumerar todos esos maravillosos carismas: apostolado, profecía, sanaciones…, y quizás te entristeces pensando que no tienes ninguno de ellos. Pero, atento, advierte Agustín: «Si amas, no es poco lo que posees. En efecto, si amas la unidad, todo lo que de ella es poseído por alguien, ¡lo posees tú también! Destierra la envidia y será tuyo lo que es mío, y si yo destierro la envidia, es mío lo que tú posees» [11].

Sólo el ojo en el cuerpo tiene la capacidad de ver. Pero, ¿Acaso ve el ojo solamente para sí mismo? ¿No es todo el cuerpo el que se beneficia de su capacidad de ver? Sólo la mano actúa, pero ¿acaso ella actúa sólo para sí misma? Si un piedra está a punto de golpear el ojo, ¿acaso la mano permanece inmóvil, diciendo que el golpe no se dirige contra ella? Lo mismo ocurre en el cuerpo de Cristo: lo que cada miembro es y hace, ¡lo es y lo hace para todos!

He aquí desvelado el secreto por el que la caridad es «el camino mejor de todos»
(1 Cor 12,31): me hace amar a la Iglesia, o a la comunidad en la que vivo, y en la unidad todos los carismas, no sólo algunos, son míos. Pero hay todavía más. Si amas la unidad más de lo que yo la amo, el carisma que yo poseo es más tuyo que mío. Supongamos que yo tenga el carisma de evangelizar; yo puedo complacerme o presumir de él, entonces me convierto en «un címbalo que rechina» (1 Cor 13,1); mi carisma «no sirve para nada», mientras que a ti que escuchas, no dejará de beneficiarte, a pesar de mi pecado. Para la caridad, tú posees sin peligro lo que otro posee con peligro. La caridad multiplica realmente los carismas; hace del carisma de uno el carisma de todos.

¿Formas parte del único cuerpo de Cristo? ¿Amas la unidad de la Iglesia?, preguntaba Agustín a sus fieles. Entonces, si un pagano te pregunta por qué no hablas todas las lenguas, ya que está escrito que aquellos que recibieron el Espíritu Santo hablaban todas las lenguas, respóndele también sin dudar: ¡Cierto que hablo todas las lenguas! Pertenezco, efectivamente, a ese cuerpo, la Iglesia, que habla todas las lenguas y en todas las lenguas anuncia las grandes obras de Dios [12].

Cuando seamos capaces de aplicar esta verdad no sólo a las relaciones internas, a la comunidad en que vivimos y a nuestra Iglesia, sino también a las relaciones entre una Iglesia cristiana y otra, ese día la unidad de los cristianos será prácticamente un hecho consumado.

Recojamos la exhortación con que Agustín cierra muchos de sus discursos sobre Iglesia: «Por tanto, si queréis vivir del Espíritu Santo, conservad la caridad, amad la verdad, y alcanzaréis la eternidad. Amén» [13].




P. Raniero Cantalamessa, O.F.M. Cap  | Segunda predicación de Cuaresma 2014 –



© Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco

[1] Bernardo de Chartres, en Juan de Salisbury, Metalogicon, III, 4: CCCM 98, 116.
[2] A este ámbito de influencia de Agustín está dedicado el libro de H. de Lubac, Augustinisme et théologie moderne (Aubier, París 1965) [trad. it.: Agostinismo e teologia moderna (Il Mulino Bolonia 1968).
[3] Cf. J.N.D. Kelly, Early Christian Doctrines (London 1968) cap. 15 [trad. it.: Il pensiero cristiano delle origini (Bolonia 1972) 490-500].
[4] Agustín, Contra epist. Parmeniani II,15,34; cf. todo el Sermo 266.
[5] Agustín, In Ioh. Evang. 45,12: «Quam multae oves foris, quam multi lupi intus!».
[6] Agustín, Discursos, 71, 12, 18: PL 38,454.
[7] Agustín, Sermo 267, 4: PL 38,1231.
[8] Agustín, Sermo 272: PL 38,1247s.
[9] Ib.
[10] Cf. el documento conjunto católico-luterano «Del conflicto a la comunión», http://www.lutheranworld.org/sites/default/files/FCTC_ES-Del_conflicto_a_la_comunion.pdf
[11] Agustín, De Baptismo , VII, 39, 77 .
[12] Agustín, Tratados sobre Juan, 32,8.
[13] Agustín, Discursos, 269, 1.2: PL 38,1235s.
[14] Agustín, Sermo 267, 4: PL 38, 1231.



Fuente: http://www.cantalamessa.org/?p=2308&lang=es

miércoles, 26 de marzo de 2014

¿A QUÉ VA JESÚS AL DESIERTO?





La Cuaresma comienza cada año con el relato de Jesús que se retira al desierto durante cuarenta días. En esta meditación introductoria queremos tratar de descubrir qué hizo Jesús en este tiempo, qué temas están presentes en el relato evangélico, para aplicarlos a nuestra vida.



1. «El Espíritu empujó a Jesús al desierto»


El primer tema es el del desierto. Jesús acaba de recibir, en el Jordán, la investidura mesiánica para llevar la buena noticia a los pobres, sanar los corazones afligidos, predicar el reino
(cf. Lc 4,18s). Pero no se apresura a hacer ninguna de estas cosas. Al contrario, obedeciendo a un impulso del Espíritu Santo, se retira al desierto donde permanece cuarenta días. El desierto en cuestión es el desierto de Judá que se extiende desde el exterior de los muros de Jerusalén hasta Jericó, en el valle del Jordán. La tradición identifica el lugar con el llamado Monte de la Cuarentena que da al valle del Jordán.

En la historia ha habido grupos de hombres y mujeres que han optado por imitar a este Jesús que se retira al desierto. En Oriente, empezando por san Antonio abad, se retiraban a los desiertos de Egipto o de Palestina; en Occidente, donde no existían desiertos de arena, se retiraban a lugares solitarios, montes y valles remotos. Pero la invitación a seguir Jesús en el desierto no se dirige sólo a los monjes y a los eremitas. En forma distinta, se dirige a todos. Los monjes y los eremitas han elegido un espacio de desierto; nosotros debemos elegir al menos un tiempo de desierto.

La Cuaresma es la ocasión que la Iglesia ofrece a todos, sin distinción, para vivir un tiempo de desierto sin tener que abandonar, por ello, las actividades cotidianas. San Agustín lanzó este ardiente llamamiento:

«¡Volved a entrar en vuestro corazón! ¿Dónde queréis ir lejos de vosotros? Volved a entrar desde vuestro vagabundeo que os ha llevado fuera del camino; volved al Señor. Él está listo. Primero entra en tu corazón, tú que te ha hecho ajeno a ti mismo, a fuerza de vagabundear fuera: ¡no te conoces a ti mismo, y busca a quién te ha creado! Vuelve, vuelve al corazón, sepárate del cuerpo... Entra en el corazón: examina allí lo que quizá percibes de Dios, porque allí se encuentra la imagen de Dios; en la interioridad del hombre habita Cristo» [i].

¡Volver a entrar en el propio corazón! Pero, ¿qué es y qué representa el corazón, del que se habla tan a menudo en la Biblia y en el lenguaje humano? Fuera del ámbito de la fisiología humana, donde no es más que un órgano del cuerpo por vital que sea, el corazón es el lugar metafísico más profundo de una persona; es lo íntimo de cada hombre, donde cada uno vive su ser persona, es decir, su subsistir en sí, en relación con Dios, del que procede y en el que encuentra su fin, con otros hombres y con la creación entera. También en el lenguaje común, el corazón designa la parte esencial de una realidad. «Ir al corazón de un problema» quiere decir ir a la parte esencial del mismo, del que depende la explicación de todas las demás partes del problema.

Así, el corazón de una persona indica el lugar espiritual, donde uno puede contemplar a la persona en su realidad más profunda y auténtica, sin velos y sin detenerse a sus lados marginales. Es en el corazón donde tiene lugar el juicio de cada persona, sobre lo que lleva dentro de sí, y que es la fuente de su bondad o de su malicia. Conocer el corazón de una persona quiere decir haber penetrado en el santuario íntimo de su personalidad, en el que se conoce a esa persona por lo que realmente es y vale.

Volver al corazón significa, pues, volver a lo que hay de más personal e interior en nosotros. Lamentablemente la interioridad es un valor en crisis. Algunas causas de esta crisis son antiguas e inherentes a nuestra propia naturaleza. Nuestra «composición», es decir el estar constituidos de carne y espíritu, hace que seamos como un plano inclinado, pero inclinado hacia lo exterior, lo visible y lo múltiple. Como universo, tras la explosión inicial (el famoso Big Bang), también nosotros estamos en fase de expansión y de alejamiento del centro. Estamos constantemente «saliendo», a través de esas cinco puertas o ventanas que son nuestros sentidos.

Santa Teresa de Jesús escribió una obra titulada El castillo interior que es, ciertamente, uno de los frutos más maduros de la doctrina cristiana de la interioridad. Pero existe, por desgracia, también un «castillo exterior» y hoy constatamos que es posible estar encerrados también en este castillo. Encerrados fuera de casa, incapaces de volver a entrar. ¡Presos de la exterioridad! Cuántos de nosotros deberían hacer propia la amarga constatación que Agustín hacía a propósito de su vida antes de la conversión: «Tarde te amé, belleza tan antigua y tan nueva, tarde te amé. Sí, porque tú estabas dentro de mí y yo fuera. Allí te buscaba. Deforme, me arrojaba sobre las bellas formas de tus criaturas. Estabas conmigo, y yo no estaba contigo. Me tenían lejos de ti tus criaturas, inexistentes si no existieran en te» [ii].

Lo que se hace en el exterior está expuesto al peligro casi inevitable de la hipocresía. La mirada de otras personas tiene el poder de hacer desviar nuestra intención, como algunos campos magnéticos hacen desviar las ondas. La acción pierde su autenticidad y su recompensa. El parecer toma la ventaja sobre el ser. Por eso Jesús invita a ayunar, a hacer limosna a escondidas y a rezar al Padre «en lo secreto»
(cf. Mt 6,1-4).

La interioridad es la vía para una vida auténtica. Se habla hoy mucho de autenticidad y se hace de ello el criterio de éxito o fracaso de la vida. Pero, ¿dónde está, para el cristiano, la autenticidad? ¿Cuándo una persona es realmente ella misma? Sólo cuando acoge, como medida, a Dios. «Se habla mucho —escribe el filósofo Kierkegaard— de vidas desperdiciadas. Pero sólo es desperdiciada la vida de ese hombre que nunca se dio cuenta, porque no la tuvo nunca, en el sentido más profundo, la impresión de que existe un Dios y que él, precisamente él, su yo, está ante este Dios» [iii].

De una vuelta a la interioridad necesitan sobre todo las personas consagradas al servicio de Dios. En un discurso dirigido a los superiores de una orden religiosa contemplativa, Pablo VI dijo:

«Hoy estamos en un mundo que parece enfrascado en una fiebre que se infiltra incluso en el santuario y en la soledad. Ruido y estridencia han invadido casi cada cosa. Las personas ya no logran recogerse. Víctimas de mil distracciones, disipan habitualmente sus energías detrás de las distintas formas de la cultura moderna. Periódicos, revistas, libros invaden la intimidad de nuestras casas y de nuestros corazones. Es más difícil que en otro tiempo encontrar la oportunidad para ese recogimiento en el cual el alma consigue estar plenamente ocupada en Dios».

Pero tratemos de ver también cómo hacer, concretamente, para encontrar y conservar la costumbre de la interioridad. Moisés era un hombre muy activo. Pero se lee que se había hecho construir una tienda portátil y en cada etapa del éxodo fijaba la tienda fuera del campamento y regularmente entraba en ella para consultar al Señor. Allí, el Señor hablaba con Moisés «cara a cara, como un hombre habla con otro»
(Ex 33,11).

Pero tampoco esto se puede hacer siempre. No siempre se puede uno retirar a una capilla o a un lugar solitario para recuperar el contacto con Dios. San Francisco de Asís sugiere por ello otro medio más al alcance de la mano. Al mandar a sus frailes por las carreteras del mundo, decía: Tenemos un eremitorio siempre con nosotros dondequiera que vayamos y cada vez que lo queramos podemos, como eremitas, entrar en este eremo. «El hermano cuerpo es el eremo y el alma la ermita que habita allí dentro para rezar a Dios y meditar». Es como tener un desierto siempre «debajo de casa» o mejor «dentro casa», en el que poderse retirar con el pensamiento en cada momento, incluso yendo por la calle.

Terminamos esta primera parte de nuestra meditación escuchando, como dirigida a nosotros, la exhortación que san Anselmo de Aosta dirige al lector en una obra famosa suya:

«Ay de mí, miserable mortal, huye durante breve tiempo de tus ocupaciones, deja un poco tus pensamientos tumultuosos. Aleja en este momento los graves afanes y deja de lado tus agotadoras actividades. Atiende un poco a Dios y reposa en él. Entra en lo íntimo de tu alma, excluye todo, excepto a Dios y a quien te ayuda a buscarlo, y, cerrada la puerta, di a Dios: Busco tu rostro. Tu rostro yo busco, Señor» [iv].



2. Los ayunos agradables a Dios


El segundo gran tema presente en el relato de Jesús en el desierto es el ayuno. «Después de haber ayunado cuarenta días y cuarenta noches, al final tuvo hambre»
(Mt 4,1). ¿Qué significa para nosotros hoy imitar el ayuno de Jesús? Una vez, con la palabra ayuno se pretendía sólo limitarse en los alimentos y en las bebidas, y abstenerse de carne. Este ayuno alimenticio conserva todavía su validez y es altamente recomendado, naturalmente cuando su motivación es religiosa y no sólo higiénica o estética, pero ya no es el único y ni siquiera el más necesario.

La forma más necesaria y significativa de ayuno se llama hoy sobriedad. Privarse voluntariamente de pequeñas o grandes comodidades, de lo que es inútil y a veces incluso perjudicial para la salud. Este ayuno es solidaridad con la pobreza de muchos. ¿Quién no recuerda las palabras de Isaías que la liturgia nos hace escuchar al comienzo de cada Cuaresma?

«¿Acaso el ayuno que quiero no es éste:
que compartas tu pan con quien tiene hambre,
que lleves a tu casa a los desafortunados privados de techo,
que cuando veas a uno desnudo tú lo cubras
y que no te escondas a quien es carne de tu carne?»
(Is 58, 6-7).

Semejante ayuno es también contestación a una mentalidad consumista. En un mundo que ha hecho de la comodidad superflua e inútil uno de los fines de su propia actividad, renunciar a lo superfluo, saber prescindir de algo, abstenerse de recurrir siempre a la solución más cómoda, de elegir lo más fácil, el objeto de mayor lujo, vivir, en definitiva, con sobriedad, es más eficaz que imponerse penitencias artificiales. Además, es justicia hacia las generaciones que sigan a la nuestra que no deben ser reducidas a vivir de las cenizas de lo que nosotros hemos consumido y desperdiciado. La sobriedad también tiene un valor ecológico, de respeto de la creación.

Más necesario que el ayuno de los alimentos es hoy también el ayuno de imágenes. Vivimos en una civilización de la imagen; nos hemos convertido en devoradores de imágenes. Mediante la televisión, la prensa, la publicidad, dejamos entrar imágenes en abundancia dentro de nosotros. Muchas de ellas son insanas, propagan violencia y maldad, no hacen más que incitar los peores instintos que llevamos dentro. Son producidas expresamente para seducir. Pero quizá lo peor es que dan una idea falsa e irreal de la vida, con todas las consecuencias que se derivan de ello a continuación en el impacto con la realidad, sobre todo para los jóvenes. Se pretende, inconscientemente, que la vida ofrezca todo lo que la publicidad presenta.

Si no creamos un filtro, una barrera, reducimos en breve tiempo nuestra imaginación y nuestra alma a vertedero. Las imágenes malas no mueren en cuanto llegan dentro de nosotros, sino que fermentan. Se transforman en impulsos para la imitación, condicionan terriblemente nuestra libertad. Un filósofo materialista, Feuerbach, dijo: «El hombre es lo que come»; hoy quizá habría que decir: «El hombre es lo que mira».

Otro de estos ayunos alternativos, que podemos hacer durante la Cuaresma, es el de las palabras malas. San Pablo recomienda: «Ninguna palabra mala salga ya de vuestra boca, sino más bien palabras buenas que puedan servir para la necesaria edificación y provecho de los que escuchan»
(Ef 4, 29).

Palabras malas no son sólo las palabrotas; son también las palabras cortantes, negativas que ponen de manifiesto sistemáticamente el lado débil del hermano, palabras que siembran discordia y sospechas. En la vida de una familia o de una comunidad, estas palabras tienen el poder de cerrar a cada uno en sí mismo, de congelar, creando amargura y resentimiento. Literalmente, «mortifican», es decir, producen la muerte. Santiago decía que la lengua está llena de veneno mortal; con ella podemos bendecir a Dios o maldecirlo, resucitar a un hermano o matarle
(cf. Sant 3,1-12). Una palabra puede hacer peor mal que un puñetazo.

En el Evangelio de Mateo figura una palabra de Jesús que ha hecho temblar a los lectores del Evangelio de todos los tiempos: «Pero yo os digo que de cada palabra inútil los hombres darán cuenta en el día del juicio»
(Mt 12,36). Jesús, ciertamente, no tiene la intención de condenar cada palabra inútil, en el sentido de no «estrictamente necesaria». Tomado en sentido pasivo, el término argon (a = sin, ergon = obra) utilizado en el Evangelio indica la palabra carente de fundamento, por lo tanto, la calumnia; tomado en sentido activo, significa la palabra que no fundamenta nada, que no sirve ni siquiera para la necesaria distensión. San Pablo recomendaba al discípulo Timoteo: «Evita las charlas profanas, porque los que las hacen avanzan cada vez más en la impiedad» (2 Tim 2,16). Una recomendación que el papa Francisco nos ha repetido más de una vez.

La palabra inútil (argon) es lo contrario de la palabra de Dios que se define en efecto, por contraste, energes,
(1 Tes 2,13; Heb 4,12), es decir eficaz, creativa, llena de energía y útil para todo. En este sentido, aquello de lo que los hombres deberán rendir cuentas en el día del juicio es, en primer lugar, la palabra vacía, sin fe y sin fervor, pronunciada por quien debería en cambio pronunciar las palabras de Dios que son «espíritu y vida», sobre todo en el momento en que ejerce el ministerio de la Palabra.


3. Tentado por Satán


Pasemos al tercer elemento del relato recogido sobre el que queremos reflexionar: la lucha de Jesús contra el demonio, las tentaciones. En primer lugar, una pregunta: ¿Existe el demonio? Es decir, ¿indica la palabra demonio realmente alguna realidad personal, dotada de inteligencia y voluntad, o es simplemente un símbolo, un modo de hablar para indicar la suma del mal moral del mundo, el inconsciente colectivo, la alienación colectiva, etc.?

La prueba principal de la existencia del demonio en los evangelios no está en los numerosos episodios de liberación de obsesos, porque al interpretar estos hechos pueden haber influido las creencias antiguas sobre el origen de ciertas enfermedades. Jesús, que es tentado en el desierto por el demonio: ésta es la prueba. La prueba son también los múltiples santos que han luchado en la vida con el príncipe de las tinieblas. Ellos no son «quijotes» que han luchado contra molinos de viento. Al contrario, eran hombres muy concretos y de psicología muy sana. San Francisco de Asís confió una vez a un compañero: «Si los frailes supieran cuántas y qué tribulaciones recibo de los demonios, no habría uno que no se pusiera a llorar por mí» [v].

Si muchos encuentran absurdo creer en el demonio es porque se basan en los libros, pasan la vida en las bibliotecas o en el despacho, mientras que al demonio no le interesan los libros, sino las personas, especial y precisamente, los santos. ¿Qué puede saber sobre Satanás quien no ha tenido nada que ver con la realidad de Satanás, sino sólo con su idea, es decir, con las tradiciones culturales, religiosas, etnológicas sobre Satanás? Esos tratan normalmente este tema con gran seguridad y superioridad, liquidando todo como «oscurantismo medieval». Pero es una falsa seguridad. Como quien presumiera de no tener miedo alguno del león, alegando como prueba el hecho de que lo ha visto muchas veces pintado, o en fotografía y nunca se ha asustado.

Es totalmente normal y coherente que no crea en el diablo quien no cree en Dios. ¡Incluso sería trágico si alguien que no cree en Dios creyese en el diablo! Sin embargo, pensándolo bien, es lo que sucede en nuestra sociedad. El demonio, el satanismo y otros fenómenos conexos están hoy de gran actualidad. Nuestro mundo tecnológico e industrializado pulula de magos, brujos de ciudad, ocultismo, espiritismo, adivinadores de horóscopos, vendedores de mal de ojo, de amuletos, así como de auténticas sectas satánicas. Expulsado por la puerta, el diablo ha vuelto por la ventana. Es decir, expulsado por la fe, ha regresado con la superstición.

Lo más importante que la fe cristiana tiene que decirnos no es, sin embargo, que el demonio existe, sino que Cristo ha vencido al demonio. Cristo y el demonio no son, para los cristianos, dos principios iguales y contrarios, como en ciertas religiones dualistas. Jesús es el único Señor; Satán no es más que una criatura «que ha ido mal». Si se le concede poder sobre los hombres es para que los hombres tengan la posibilidad de elegir libremente de qué parte están, y también para que «no se alcen en soberbia»
(cf. 2 Cor 12,7), creyéndose autosuficientes y sin necesidad de ningún redentor. «El viejo Satán está loco», dice un canto espiritual negro. «Ha disparado un golpe para destruir mi alma, pero ha fallado la puntería y, en cambio, ha destruido mi pecado».

Con Cristo no tenemos nada que temer. Nada ni nadie puede hacernos mal, si nosotros mismos no lo queremos. Satanás, decía un antiguo padre de la Iglesia, tras la venida de Cristo, es como un perro atado al palo: puede ladrar y lanzarse lo quiera; pero, si no somos nosotros los que nos acercamos, no puede morder. ¡Jesús en el desierto se ha liberado de Satanás para liberarnos de Satanás!

Los evangelios nos hablan de tres tentaciones: «Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en pan»; «Si eres Hijo de Dios, arrójate abajo»; «Todas estas cosas te daré, si, postrándote, me adoras». Tienen un fin único y común a todas: desviar a Jesús de su misión, distraerlo del objetivo para el que ha venido a la tierra; sustituir el plan del Padre con un plan distinto. En el bautismo, el Padre había mostrado a Cristo la vía del Siervo obediente que salva con la humildad y el sufrimiento; Satanás le propone una vía de gloria y de triunfo, la vía que todos entonces se esperaban del Mesías.

También hoy todo el esfuerzo del demonio es el de desviar al hombre del objetivo para el que está en el mundo que es el de conocer, amar y servir a Dios en esta vida para gozarlo luego en la otra. Desviarlo, es decir, llevarlo de una parte a otra, en otra dirección. Sin embargo, Satanás también es astuto; no aparece en persona con cuernos y olor a azufre (sería demasiado fácil reconocerlo); se sirve de las cosas llevándolas al extremo, absolutizándolas y convirtiéndolas en ídolos. El dinero es una cosa buena, como lo son el placer, el sexo, la comida, la bebida. Pero si se convierten en lo más importante de la vida, en el fin, y no ya en medios, entonces llegan a ser destructivos para alma y a menudo también para el cuerpo.

Un ejemplo especialmente referido al tema es la diversión, la distracción. El juego es una dimensión noble del ser humano; Dios mismo ha mandado el descanso. El mal es hacer del juego el objetivo de la vida, vivir la semana como espera del sábado noche o de la ida al estadio el domingo, por no hablar de otros pasatiempos mucho menos inocentes. En este caso la diversión cambia el signo y, en lugar de servir al crecimiento humano y aliviar el estrés y la fatiga, los aumenta.

Un himno litúrgico de la Cuaresma exhorta a utilizar más parcamente, en este tiempo, «palabras, alimentos, bebidas, sueño y diversiones». Éste es un tiempo para redescubrir para qué hemos venido al mundo, de dónde venimos, a dónde vamos, que ruta estamos siguiendo. De lo contrario, nos puede ocurrir lo que sucedió al Titanic o, más cerca de nosotros en el tiempo y en el espacio, al Costa Concordia.



4. Porque Jesús se retiró en el desierto


He intentado sacar a la luz las enseñanzas y ejemplos que nos vienen de Jesús para este tiempo de Cuaresma, pero debo decir que he omitido hasta ahora hablar de lo más importante de todo. ¿Por qué Jesús, después de su bautismo, se acercó al desierto? ¿Para ser tentado por Satanás? No, ni siquiera lo pensaba; nadie va a propósito en busca de tentaciones, y él mismo nos ha enseñado a pedir que no caigamos en la tentación. Las tentaciones fueron una iniciativa del demonio, permitida por el Padre, para la gloria de su Hijo y como enseñanza para nosotros.

¿Fue al desierto para ayunar? También, pero no principalmente para esto. ¡Fue allí para orar! Siempre, cuando Jesús se retiraba en lugares solitarios era para orar. Fue al desierto para sintonizar, como hombre, con la voluntad de Dios, para profundizar la misión que la voz del Padre, en el bautismo, le había hecho vislumbrar: la misión del Siervo obediente llamado a redimir al mundo con el sufrimiento y la humillación. En definitiva, fue allí para rezar, para estar en intimidad con su Padre. Y este es también el objetivo principal de nuestra Cuaresma. Fue al desierto por el mismo motivo por el que, según Lucas, un día, más tarde, subió al Monte Tabor, es decir, para rezar
(Lc 9,28).

No se va al desierto sólo para dejar algo —bullicio, el mundo, las ocupaciones—; se va allí sobre todo para encontrar algo, más aún, a Alguien. No se va allí sólo para reencontrarse a uno mismo, para ponerse en contacto con el propio yo profundo, como en muchas formas de meditación no cristianas. Estar a solas con uno mismo puede significar encontrarse con la peor de las compañías. El creyente va al desierto, desciende a su corazón, para reanudar su contacto con Dios, porque sabe que «en el hombre interior habita la Verdad».

Es el secreto de la felicidad y la paz en esta vida. ¿Qué más desea un enamorado que estar a solas, en intimidad, con la persona amada? Dios está enamorado de nosotros y desea que nosotros nos enamoremos de él. Al hablar de su pueblo como de una novia, Dios dice: «La llevaré al desierto y hablaré a su corazón»
(Os 2,16). Se sabe cuál es el efecto del enamoramiento: todas las cosas y todas las demás personas se retiran, se sitúan como en el trasfondo. Hay una presencia que llena todo y hace «secundario» a todo el resto. No aísla de los demás, sino que incluso hace aún más atentos y disponibles hacia los otros, pero indirectamente, por redundancia de amor. ¡Oh, si nosotros, los hombres y mujeres de Iglesia descubriéramos lo cerca que está de nosotros, al alcance de la mano, la felicidad y la paz que buscamos en este mundo!

Jesús nos espera en el desierto. No lo dejemos solo todo este tiempo.




P. Raniero Cantalamessa, O.F.M. Cap, Cuaresma de 2014




© Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco
[i] San Agustín, In Ioh. Ev., 18 , 10: CCL 36, 186.
[ii] San Agustín, Confesiones, X, 27.
[iii] San Kierkegaard, La malattia mortale, II: Opere (C. Fabro, ed.) (Florencia 1972) 663 [trad. esp.: Enfermedad mortal (Madrid 2005)].
[iv] San Anselmo, Proslogion, 1: Opera omnia, 1 (Edimburgo 1946) 97 [Ed. lat./esp.: Obras completas de San Anselmo, I (BAC, Madrid 2008)].
[v] Cf. Speculum perfectionis, 99: FF 1798.


Fuente: http://www.cantalamessa.org/?p=2299&lang=es