1. Poner en común lo que nos une
Este deseo de compartir no es nuevo. El Concilio Vaticano II, en la Unitatis redintegratio, instó a una consideración especial de las Iglesias orientales y sus riquezas (UR, 14). San Juan Pablo II, en su carta apostólica Orientale lumen de 1995, escribió:
“Dado que creemos que la venerable y antigua tradición de las Iglesias Orientales forma parte integrante del patrimonio de la Iglesia de Cristo, la primera necesidad que tienen los católicos consiste en conocerla para poderse alimentar de ella y favorecer, cada uno en la medida de sus posibilidades, el proceso de la unidad”. [1]
El mismo santo Pontífice ha formulado un principio que creo que es fundamental para el camino de la unidad: “la puesta en común de tantas cosas que nos unen y que son ciertamente más que las que nos separan”. [2] La Ortodoxia y la Iglesia católica comparten la misma fe en la Trinidad; en la Encarnación del Verbo; en Jesucristo, que es verdadero Dios y verdadero hombre en una persona, que murió y resucitó por nuestra salvación, que nos ha dado el Espíritu Santo; creemos que la Iglesia es su cuerpo animado por el Espíritu Santo; que la Eucaristía es “fuente y culmen de la vida cristiana”; que María es la Theotokos, la Madre de Dios; que tenemos como destino la vida eterna. ¿Qué puede ser más importante que esto? Las diferencias intervienen en la manera de entender y explicar algunos de estos misterios, así que son secundarias, no primarias.
En el pasado, las relaciones entre la teología oriental y la teología latina estuvieron marcadas por un notable tinte apologético y polémico. Se insistía sobre todo (en los últimos tiempos, tal vez con un tono más irenista) en lo que distingue y que cada uno creía tener diferente y más correcto que el otro. Es hora de invertir esta tendencia y dejar de insistir obsesivamente en las diferencias (a menudo basadas en una forzadura, si no en una deformación, del pensamiento del otro) y en su lugar juntar lo que tenemos en común y nos une en una única fe. Lo exige perentoriamente el deber común de proclamar la fe en un mundo profundamente cambiado, con preguntas e intereses distintos de los de la época en la que nacieron las diferencias, y que, en su gran mayoría, ya no entiende el sentido de muchas de nuestras finas distinciones y está a años luz de distancia de ellas.
Hasta el momento, en un esfuerzo por promover la unidad entre los cristianos, se impuso una línea que puede formularse como: “resolver primero las diferencias, y luego compartir lo que tenemos en común”; la línea que prevalece cada vez más en los ambientes ecuménicos es: “compartir lo que tenemos en común y luego resolver, con paciencia y respeto mutuo, las diferencias”.
El resultado más sorprendente de este cambio de perspectiva es que las mismas diferencias doctrinales reales, en lugar de parecernos un “error”, o una “herejía” del otro, comienzan a parecernos cada vez más a menudo como compatibles con nuestra propia posición y, a menudo, incluso como un necesario correctivo y enriquecimiento de la misma. Se ha tenido un ejemplo concreto, en otro frente, con el acuerdo de 1999 entre la Iglesia católica y la Federación Mundial de las Iglesias luteranas, respecto a la justificación por la fe.
Un sabio pensador pagano del siglo IV, Quinto Aurelio Símaco, recordaba una verdad que adquiere todo su valor cuando se aplica a las relaciones entre las diferentes teologías de Oriente y Occidente: “Uno itinere non potest perveniri ad tam grande secretum”:[3] “no se puede llegar a un misterio tan grande por uno solo camino”. En estas meditaciones trataremos de mostrar no sólo la necesidad, sino también la belleza y la alegría de encontrarnos en la cumbre para contemplar la misma maravillosa vista de la fe cristiana, aunque se haya alcanzado por vertientes diferentes.
Los grandes misterios de la fe, en los que vamos a tratar de verificar el acuerdo de fondo, a pesar de la diversidad de las dos tradiciones, son el misterio de la Trinidad, la persona de Cristo, el Espíritu Santo, la doctrina de la salvación. Dos pulmones, una única respiración: esta será la convicción que nos guiará en nuestro viaje de reconocimiento. El papa Francisco habla en este sentido de “diferencias reconciliadas”: no silenciadas o banalizadas, sino reconciliadas. Tratándose de simples predicaciones cuaresmales, es evidente que tocaré estos problemas complejos sin ninguna pretensión de exhaustividad, con una intención y una orientación práctica, más que especulativa.
Me dispongo a esta empresa con mucha humildad y casi de puntillas, sabiendo lo difícil que es despojarse de sus propias categorías, para asumir las de los demás. Me consuela el hecho de que los Padres griegos, junto con los latinos, han sido durante años mi pan de cada día de estudio y muchos autores ortodoxos posteriores (Simeón el Nuevo Teólogo, Cabasilas, la Philokalia, Serafín de Sarov) han sido mi constante fuente de inspiración en el ministerio de la predicación, por no hablar de los iconos que son las únicas imágenes ante las cuales puedo rezar.
2. Unidad y trinidad de Dios
No es necesario rehacer aquí el camino que llevó a este resultado, podemos sin duda iniciar por la conclusión. Hacia el final del IV siglo se concluye la transformación del monoteísmo del Antiguo Testamento en el monoteísmo trinitario de los cristianos. Los latinos expresaban los dos aspectos del misterio con la fórmula “una sustancia y tres personas”, los griegos con la fórmula “tres hipostásis, una sola sustancia”. Después de un acalorado debate, el proceso se concluyó aparentemente con un acuerdo total entre las dos teologías: “¿Se puede concebir – exclamaba san Gregorio Nazianzeno – un acuerdo más pleno y decir más absolutamente que así la misma cosa, aún si con palabras distintas?”. [5]
Una diferencia, en realidad, permanecía entre las dos formas de expresar el misterio. Hoy en día es habitual expresarla así: los griegos y los latinos, en la consideración de la Trinidad, se mueven por lados opuestos; los griegos parten de las personas divinas, es decir, de la pluralidad, para alcanzar la unidad de naturaleza; los latinos, viceversa; parten de la unidad de la naturaleza divina, para alcanzar las tres personas. “El latino, ha escrito un historiador francés del dogma, considera la personalidad como una forma de la naturaleza; el griego considera la naturaleza como el contenido de la persona”. [6] Yo creo que la diferencia se puede expresar también de otra forma. Ambos, latinos y griegos, parten de la unidad de Dios; sea el símbolo griego que el latino comienzan diciendo: “Creo en un solo Dios”. Solamente que esta unidad para los latinos es concebida aún como impersonal o pre-personal; es la esencia de Dios que se especifica después en Padre, Hijo y Espíritu santo, sin, naturalmente, ser pensada como preexistente a las personas. En la teología latina, el tratado “De Deo uno”, sobre Dios uno, siempre ha precedido el tratado “De Deo trino”, es decir sobre la Trinidad.
Para los griegos, sin embargo, se trata de una unidad ya personalizada, porque para ellos “la unidad es el Padre, del cual y hacia el cual se cuentan las otras personas”. [7] El primer artículo del credo de los griegos dice también “Creo en un solo Dios Padre omnipotente”, pero “Padre omnipotente” aquí no está separado de “un solo Dios”, como en el credo latino, sino que hace un todo uno con ello. La coma no está después de la palabra “Dios”, sino después de la palabra “omnipotente”. El sentido es: “Creo en un solo Dios que es el Padre omnipotente”. La unidad de las tres personas divinas es dada por ellos, del hecho de que el Hijo está perfectamente (sustancialmente) “unido” al Padre, como lo está también el Espíritu Santo al Hijo”. [8]
Uno y otro modo de acercarse al misterio es legítimo, pero hoy se tiende cada vez más a preferir el modelo griego, en el que la unidad en Dios no es separable de la trinidad, sino que forma un único misterio y proviene de un único acto. En pobres palabras humanas, podemos decir lo que sigue. El Padre es la fuente, el origen absoluto del movimiento del amor. El Hijo no puede existir como Hijo si no recibe del Padre todo lo que es. “Es por causa del Padre – por el hecho de que el Padre existe – que existen también el Hijo y el Espíritu”, escribe Damasceno. [9]
El Padre es el único, también en el ámbito de la Trinidad, absolutamente el único, que no necesita ser amado para poder amar. Solo en el Padre se realiza la perfecta ecuación: ser es amar; para las otras personas divinas, ser es ser amado.
El Padre es relación eterna de amor y no existe fuera de esta relación. No se puede, por tanto, concebir al Padre en primer lugar como el ser supremo y sucesivamente reconocer en él una eterna relación de amor. Se debe hablar del Padre, como eterno acto de amor. El Dios único de los cristianos es por tanto el Padre; pero no concebido separadamente (¿cómo puede llamarse “padre”, si no porque tiene un hijo?), sino como el Padre siempre en acto de generar al Hijo y donarse a él con un amor infinito que les une a ambos y que es el Espíritu Santo. Unidad y trinidad de Dios surgen eternamente de un único acto y son un único misterio.
He dicho que hoy muchos, también en occidente, tienden a preferir el modelo griego (y yo mismo estoy entre estos); sin embargo debemos enseguida añadir que esto no significa renegar la aportación de la teología latina. Si, de hecho, la teología griega ha dado, por así decir, el esquema y la actitud justa para hablar de la Trinidad, el pensamiento latino le ha asegurado, con Agustín, el contenido de fondo y el alma, que es el amor.
Él funda su discurso de la Trinidad sobre la definición “Dios es amor” (1 Jn 4, 16), y ve en el Espíritu Santo el amor mutuo entre el Padre y el Hijo, según la tríada amante, amado, amor, que sus seguidores medievales explicitaron e hicieron casi canónica. [10] Sobre ella el teólogo Heribert Mühlen ha fundado recientemente su concepción del Espíritu Santo como el “Nosotros” divino, la koinonia personificada entre el Padre y el Hijo en la Trinidad, y, de forma distintas, entre todos los bautizados en la Iglesia. [11]
El primero de los orientales en valorar esta contribución de la teología latina fue san Gregorio Palamas que, en el siglo XIV, conoció finalmente en persona el tratado sobre la Trinidad de san Agustín. Escribió:
“El Espíritu del altísimo Verbo es como el amor inefable del Padre por su Verbo, generado de forma inefable; amor que este mismo Verbo e Hijo predilecto del Padre tiene, a su vez, por el Padre, en cuanto que posee al Espíritu que junto a él proviene del Padre y que descansa en él, en cuanto a él connatural”. [12]
La apertura de Palamas es retomada hoy, en otro contexto, por un conocido teólogo ortodoxo actual, cuando escribe: “La Expresión ‘Dios es amor’ significa que Dios ‘existe’ en cuanto Trinidad, como ‘persona’ y no como sustancia. El amor no es una consecuencia o una ‘propiedad’ de la sustancia divina… sino lo que constituye su sustancia”. [13] Me parece una explicación compatible con la definición que santo Tomás de Aquino, sobre la estela de Agustín, da de las personas divinas como “relaciones subsistentes”. [14]
La diferencia y la complementariedad de las dos teologías no se limita sin embargo solo a la forma de concebir el ser y las relaciones internas a la Trinidad. Aún con alguna excepción (entre los latinos, la de Agustín), es evidente que los griegos están más interesados a la Trinidad inmanente, fuera del tiempo, mientras los latinos están más interesados en la Trinidad económica, es decir como ésta se ha revelado en la historia de la salvación. Los unos según el genio propio, están más interesados en el ser y en la ontología, y los otros al manifestarse, es decir, a la historia. En esta luz, se comprende la costumbre de los latinos de iniciar el discurso sobre Dios con el tratado “Sobre Dios uno”, en vez de “Sobre Dios trino” y se entienden también los motivos que hay de mantener esta tradición, como riqueza para todos. En la historia de la salvación de hecho – lo veremos enseguida – la revelación del Dios uno ha precedido la del Dios trino.
El signo más evidente de esta diferencia de actitud son las dos formas distintas de representar la Trinidad en la iconología griega y en el arte occidental. El icono canónico de la ortodoxia, que tiene como su cumbre en Rublev, representa la Trinidad con las figuras de tres ángeles iguales y distintos, ubicados en torno a una mesa. Todo emana una paz y unidad sobrehumana. La historia de la salvación no es ignorada, como demuestra la referencia al episodio de Abrahán que acoge a los tres huéspedes, y la mesa eucarística entorno a la cual los tres están sentados, pero ésta permanece en el fondo.
En el arte occidental, desde la Edad Media en adelante, la Trinidad es representada de otra forma. Se ve al Padre que con los brazos extendidos toma los dos extremos de la cruz y, entre el rostro del Padre y el de Crucificado, asoma una paloma que representa el Espíritu Santo. Los ejemplos más conocidos son la Trinidad de Masaccio en Santa María Novella en Florencia y la de Dürer en el museo de Viena, pero se encuentran otros innumerables ejemplos, a nivel tanto popular como artístico. El Greco representa el Padre que rige en su seno el Hijo Jesús depuesto de la cruz bajo la paloma del Espíritu. Es la Trinidad como se ha revelado a nosotros en la historia de la salvación que tiene su vértice en la cruz de Cristo.
3. Dos caminos para mantener abiertos
Hagamos ahora un paso hacia adelante y busquemos la manera de ver cómo la fe cristiana tiene necesidad de tener abiertos y recorribles ambos caminos al misterio trinitario hasta aquí delineado. Dicho de manera esquemática. La Iglesia necesita acoger en plenitud el enfoque de la Ortodoxia a la Trinidad en su vida interior, o sea en la oración, en la contemplación, en la liturgia, en la mística: tiene necesidad de tener presente el enfoque latino en su misión evangelizadora ad extra.
No hay necesidad de demostrar el primer punto. A propósito, basta acoger con alegría y reconocimiento el riquísimo patrimonio de espiritualidad que viene de la tradición griega y bizantina y que varios teólogos ortodoxos, en tiempos recientes, han defendido y hecho accesible al público occidental. [15] Un texto de san Basilio expresa bien la orientación de fondo de la visión ortodoxa:
“El camino del conocimiento de Dios procede del único Espíritu, a través del único Hijo hasta el único Padre; inversamente, la bondad natural, la santificación según la propia naturaleza, la dignidad real se difunden del Padre, por medio del Unigénito, hasta el Espíritu”. [16]
En otras palabras, en el plano del ser o de la salida de las criaturas de Dios, todo parte del Padre, pasa por el Hijo y llega a nosotros en el Espíritu; en el orden del conocimiento o del regreso de las criaturas a Dios, todo comienza con el Espíritu Santo, pasa por el Hijo Jesucristo y vuelve al Padre. La perspectiva es siempre la trinitaria.
Explico en cambio por qué es necesario, hoy más que nunca, sea en Oriente que en Occidente, conocer y practicar también el enfoque latino del misterio de Dios uno y trino. San Gregorio Nazianzeno, en un texto famoso sintetiza así el proceso que ha llevado a la fe en la trinidad:
“El Antiguo Testamento anunció de manera explícita del Padre, mientras la existencia del Hijo fue anunciada de una manera más obscura. El Nuevo Testamento manifestó la existencia del Hijo, mientras hizo entrever la naturaleza divina del Espíritu Santo. Ahora el Espíritu está presente en medio de nosotros y nos concede de manera más indistinta la propia manifestación. No hubiera sido conveniente, cuando aún no era confesada la divinidad del Padre, proclamar abiertamente la del Hijo, ni habría sido seguro ponerse encima el peso de la divinidad del Espíritu Santo cuando no había sido aceptada la del hijo”. [17]
La misma pedagogía divina la vemos actuada por Jesús. Él dice a los apóstoles que no les puede revelar todo lo que sabe de sí mismo y del Padre suyo, porque ellos no habrían sido “capaces de cargar el peso” (Jn 16, 12).
Ahora, es verdad que nosotros vivimos en el tiempo en el cual la Trinidad se ha plenamente revelado y que por lo tanto tenemos que vivir constantemente bajo esta “luz trisolar”, como la llaman algunos Padres antiguos, sin perdernos en la contemplación de un Dios “ser supremo”, más cerca al Dios de los filósofos que a aquel revelado por Jesús. Pero ¿qué decir del mundo no creyente, secularizado que nos circunda y que de todos modos tienen que ser nuevamente evangelizado? ¿No está éste en las mismas condiciones del mundo antes de la venida de Cristo? ¿No tenemos que usar hacia él la misma pedagogía que Dios ha usado con la humanidad entera al revelarse?
Por lo tanto también nosotros tenemos que ayudar a nuestros contemporáneos a descubrir, antes de todo que Dios existe, que nos ha creado por amor, que es un padre bueno y se ha revelado a nosotros en la persona de Jesús. ¿Podemos honestamente comenzar nuestra evangelización hablando de las tres personas divinas? ¿No sería también esto, para usar la imagen de san Gregorio, poner en las espaldas de la gente un peso que no es capaz de soportar?
Hay que notar una cosa importante: El Padre que, según Gregorio Nazianzeno, se ha revelado primero en el Antiguo Testamento, no es aún “el Padre nuestro del Señor Jesucristo”, o sea un padre verdadero de un hijo verdadero; no es el Dios Padre de la Trinidad; esta revelación se realiza solamente con Jesús. Es aún el padre en sentido metafórico, en el sentido de “padre de su pueblo Israel” y, para los paganos, “padre del cosmos”, “padre celeste”. También para san Gregorio por lo tanto, la revelación sobre Dios ha comenzado con el “Dios uno”.
Hay un sentido por el cual la palabra “Dios” puede y tiene que ser usada para designar lo que las tres personas divinas tienen en común, o sea toda la Trinidad 18, sea con la Escritura que con los Padres antiguos, entendemos este elemento común como “naturaleza”, sustancia, o esencia (2 Pe 1, 4: “participantes de la divina naturaleza”, theia physis); sea como lo propone Johannes Zizioulas, lo entendemos como “ser en comunión”. [19]
La Iglesia tiene que encontrar el modo de anunciar el misterio de Dios uno y trino con categorías apropiadas y comprensibles a los hombres del propio tiempo. Así lo hicieron los padres de la Iglesia y los concilios antiguos, y es en esto, sobre todo, que consiste la fidelidad a ellos. Es difícil pensar que se pueda presentar a los hombres de hoy el misterio trinitario en los mismos términos de sustancia, hipóstasis, propiedad y relación subsistente, aunque la Iglesia no podrá nunca renunciar a usarlos en el ámbito de su teología y en los ámbitos de profundización de la fe.
Si hay algo en el lenguaje antiguo de los Padres, que la experiencia del anuncio demuestra que aún es capaz de ayudar a los hombres de hoy, si no a explicar al menos para que se hagan una idea de la Trinidad, esto es justamente el de Agustín que hace perno sobre el amor. El amor es por si mismo, comunión y relación; no existe amor excepto que entre dos o más personas. Cada amor es el movimiento de un ser hacia otro ser, acompañado por el deseo de unión. Entre las criaturas humanas esta unión es siempre incompleta y transitoria, aun en los amores más ardientes: solamente entre las personas divinas la unión se realiza en un modo de tal manera total que de los Tres, hace eternamente un solo Dios. Este es un lenguaje que también el hombre de hoy está en condiciones de entender.
4. Unidos en la adoración de la Trinidad
Hay un punto en el que nos encontramos unidos y concordes, sin ninguna diferenciación entre Oriente y Occidente, y es el deber y la alegría de adorar a la Trinidad. Solamente en la adoración practicamos realmente, no solamente con palabras pero también en los hechos, el apofatismo, o sea aquella regla de humilde restricción al hablar de Dios, de decir no diciendo. Adorar a la Trinidad, según un espléndido oxímoron de san Gregorio Nazianzeno, es elevar a ella un “himno de silencio”. [21] Adorar es reconocer a Dios como Dios, y a nosotros mismos como criaturas de Dios. Es “reconocer la infinita diferencia cualitativa entre el Creador y la criatura”22;reconocerla sin embargo libremente, con alegría, como hijos y no como esclavos. Adorar dice el apóstol, es “liberar la verdad prisionera de la injusticia del mundo” (cfr. Rm 1, 18).
Concluyamos recitando juntos la doxología, que desde la más remota antigüedad, se eleva idéntica a la Trinidad, desde Oriente y desde Occidente: “Gloria al Padre, y al Hijo y al Espíritu Santo, como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén”.
P. Raniero Cantalamessa, de la Orden de los Frailes Menores Capuchinos
Notas:
1 Orientale lumen, n. 1
2 Tertio millennio adveniente, n. 16.
3 Q. A. Symmacus, Relatio de arae Victoriae, III,10, en “Monumenta Germaniae Historica”, Auctores antiquissimi Bd.6/1, rist. 1984.
4 Para una revisión crítica de las diferentes teologías de la Trinidad existentes hoy en las diversas Iglesias cristianas, cfr. Veli-Matti Kärkkäinen, The Trinity: Global Perspectives, Louisville, Kentucky, 2007.
5 Gregorio Nazianzeno, Oratio 42, 15 (PG 36, 476).
6 Th. De Régnon, Études de théologie positive sur la Sainte Trinité, I, París 1892, 433.
7 Gregorio Naz., Oratio. 42, 16 (PG 36, 4776).
8 Cfr. Gregorio de Nisa, Contra Eunomium 1,42 (PG 45, 464)
9 Juan Damasceno, De fide orthodoxa, I, 8 (PG 94, 824)
10 Agustín, De Trinitate,VIII, 9,14; IX, 2,2; XV,17,31; cfr. Ricardo de San Víctor, De Trin. III,2.18; S: Bonaventura, I Sent. d. 13, q.1.
11 Cf. H. Mühlen , Der Heilige Geist als Person. Ich – Du – Wir, Münster in W., 1963.
12 Gregorio Palamas, Capita physica, 36 (PG 150, 1145).
13 J. D. Zizioulas, Du personnage à la personne, in L’être ecclésial, Genève 1981, p. 38.
14 Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q.29, a. 4.
15 Cfr. V Lossky, La teología mística de la Iglesia de Oriente, Bolonia 1967 (ed. original Théologie mystique de l’Eglise d’Orient, París 1944; P. Evdokimov, La Ortodoxia, Bolonia 1965 (ed. original L’Orthodoxie, París 1959); J. Meyendorff, La teología Bizantina, Marietti 1984 (ed. original Byzantine Theology, Nueva York 1974).
16 Basilio de Cesarea, De Spiritu Sancto XVIII, 47 (PG 32 , 153).
17 Cfr. Gregorio Nazianzeno, Oratio 31 (Teologica II), 26; cfr. también Oratio 32 (Teologica III).
18 Agustín, La Trinidad, I,6,10: “El nombre ‘Dios’ indica toda la Trinidad, no sólo el Padre”.
19 J. Zizioulas, Being as Communion. Studies in Personhood and the Church, London, 1985.
20 Agustín, La Trinidad IV,15, 20; Confesiones, VII, 21.
21 Gregorio Nazianzeno, Carmi, 29 (PG 37, 507) (sigomenon hymnon).
22 Søren Kierkegaard, La enfermedad mortal.