jueves, 16 de abril de 2015

EL GENOCIDIO ARMENIO: “LA MAYOR PERSECUCIÓN DE CRISTIANOS DE LA HISTORIA” (PARTE I)




El historiador Michael Hesemann dice que hay pruebas que Benedicto XV intentó detener el Genocidio Armenio.


Ciudad del Vaticano, 2 de marzo de 2015 - Deborah Castellano Lubov

Justo antes de la conmemoración del 100 aniversario del Genocidio Armenio, el conocido historiador alemán Michael Hesemann anunció el descubrimiento de 2,000 páginas de documentos inéditos hasta ahora de lo que él llama “la mayor persecución de cristianos de la historia” en los archivos secretos vaticanos.

En este análisis con Zenit, el historiador expone sus descubrimientos.
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Zenit: ¿qué lo ha llevado a ver esos documentos? ¿Qué ha descubierto?


Hesemann: Yo me sentí fascinado por el Genocidio Armenio después de leer una carta escrita por el arzobispo de Colonia –soy de la diócesis de Colonia-, el Cardenal von Hartmann, quien en 1913 escribió al Canciller alemán del Reich pidiendo que Alemania ayude a impedir un nuevo Genocidio Armenio después de la retirada de las tropas rusas del noreste de Turquía. Y sus palabras eran impresionantes. Él confirmó el Genocidio Armenio de 1915-1916 y lo comparó con las primeras persecuciones de los cristianos como la de Diocleciano en el siglo IV.

Él decía que puesto que Alemania era aliada de Turquía, sería causa de gran vergüenza para el nombre de Alemania para las futuras generaciones si no se hacía nada para detenerlo. 
Inmediatamente noté cuan acertado estaba y que era una voz de justicia en medio de la horrible Primera Guerra Mundial. Después me pregunté: ¿qué ha hecho Alemania después de la Primera Guerra e incluso hoy para contar al mundo lo que sabía de estos terribles eventos, para evitar que la historia se repita? ¡Realmente nada!

Después, en 1939, Adolf Hitler se reunión con sus generales en su “Berghof” cerca de Berchtesgaden, su cuartel en las montañas, y anunció su plan para Polonia: la masacre de la elite polaca y las demás atrocidades. Ordenó proceder con la mayor e inmisericorde brutalidad, ya que “la historia siempre es escrita por los vencedores, y además, ¿quién habla del Genocidio Armenio hoy?” La negación o encubrimiento del Genocidio Armenio ¿hizo posible la brutalidad de Hitler en Polonia y eventualmente el Holocausto? Parece que sí. Si no cuentas la historia, esta se repite. Es por esto que pensé que es mi responsabilidad como historiador que tiene acceso a los archivos secretos vaticanos desde 2008 buscar más documentos. Me dio curiosidad y en cierto modo fascinación conocer el tema. Quería saber que había realmente sucedido.

Fue así que descubrí documentos, y documentos, y documentos, más de 2000 páginas, la mayoría de ellos inéditos, no estudiados, ni evaluados por ningún historiador. Por supuesto que estudié cada aspecto del Genocidio, leí el trabajo de todos los principales historiadores contemporáneos en el tema como Kevorkian, Dadrian y otros, y noté que me estaba adentrando en un territorio totalmente nuevo, agregando un nuevo aspecto al trabajo de ellos. Las fuentes que tenemos del Genocidio Armenio son, por supuesto, los documentos alemanes, elaborados por los oficiales y diplomáticos en el Imperio Otomano, que encontramos en los archivos del Ministerio de Asuntos Exteriores alemán.

Otra importante fuente son los reportes diplomáticos de Estados Unidos, y por supuesto, el brillante reporte del embajador norteamericano en Constantinopla, Henry Morgenthau. Por supuesto también tenemos reportes de inteligencia de Inglaterra y Francia, y reportes diplomáticos de Italia en Turquía. Pero los documentos vaticanos son una fuente de información excelente y de primera clase.

Zenit: ¿Por qué sucedieron esas masacres?

Hesemann: Las masacres vinieron después que los turcos revisaron las casas de los armenios en búsqueda de armas y usaron eso como “evidencia” de una conspiración para una revuelta, lo cual, por supuesto, era un sinsentido: la gente necesitaba tener amas para auto defensa. Después todos los hombres fueron arrestados, torturados, llevados fuera de sus pueblos y masacrados. ¿Cómo se pueden volver a formar familias si son eliminados todos los hombres? Es el fin de las futuras generaciones. Sin hombres, no puede haber familias.



Entonces todas las mujeres, las ancianas y las niñas fueron enviadas a pie a un nuevo destino, cientos de miles a través de la zona montañosa de Anatolia, a menudo sin comida ni agua. A veces, no las dejaban ni beber de los ríos que pasaban. Fueron violadas y asaltadas por tribus de la montaña, y las pocas que sobrevivieron esas marchas de la muerte –a menudo solo el 5%- fueron abandonadas totalmente desnudas, sucias y avergonzadas, bajo el caluroso sol de Turquía y el frío de las noches.


Hasta unas 350.000 que llegaron al desierto sirio fueron puestas en campos de concentración, sin alimentos y muy poca agua, con epidemias que surgieron. Y las que sobrevivieron otro medio año las enviaron en una nueva marcha de la muerte más adentro en el desierto o fueron simplemente masacradas. Al final, tal vez un par de decenas de miles sobrevivieron. Muchas de ellas como huérfanas. Benedicto XV donó después dos orfanatos para darles algún refugio.
Si lees a los testigos oculares parte el corazón. Puedes leer incluso de religiosas que fueron violadas y sus ropas robadas. Muchas de ellas enloquecieron porque no pudieron soportar esas experiencias. Madres hubo que tiraban sus hijos a los ríos, para matarlos, para que no tuvieran que sufrir lo que ellas sufrían. Los suicidios estaban al orden del día.

Por un par de meses las poblaciones de Mosul y otras ciudades fueron advertidas por el gobierno, de no beber agua de los ríos porque estaba contaminada por los miles de cuerpos llevados hacia el Éufrates y el Tigris. Todo esto está muy bien documentado. Pero es oficialmente negado por el gobierno turco.

Zenit: ¿puede desarrollar este tema?

Hesemann: Por ejemplo, si lees el libro del Departamento de Turismo de la República de Turquía “2000 años de historia turca” (un extraño título ya que Turquía tiene más de 5000 años de historia documentada) puedes ver la siguiente cita: “el gobierno otomano decidió hacer emigrar a los armenios que se vieron envueltos en el levantamiento, a un lugar más seguro, sea Siria o Líbano… Esto fue llevado a cabo de modo exitoso y los armenios fueron trasferidos a Siria”. ¡Esto solo puede ser llamado una cínica mentira!

Y con la misma pasión el gobierno turco intenta por todos los medios suprimir el tratamiento de Genocidio Armenio en los libros de texto del mundo libre, o impedir el reconocimiento del Genocidio Armenio como genocidio.

Por supuesto que el término genocidio puede ser discutido, pero de acuerdo a la definición de la ONU todo asesinato masivo de un grupo o población, incluso si es un grupo religioso, se llama genocidio.
Porque a fin de cuentas, los armenios no fueron asesinados por ser armenios, sino porque eran cristianos. A las mujeres armenias se les ofrecía salvarse si se convertían al Islam. Y así las casaban con turcos o las vendían en el mercado de esclavos, o eran usadas como esclavas sexuales en los burdeles de los soldados turcos, pero al menos sobrevivían. Un entero grupo de armenias islamizadas fue creado por esta oferta de abrazar el Islam. Y esto muestra que los armenios no fueron asesinados por ser armenios, sino por ser cristianos, y por la misma razón fueron asesinados también los cristianos sirios.


Zenit: ¿Entonces, basado en las estadísticas, cómo debe ser considerado?



Hesemann: Fue ambos: un genocidio por definición de las Naciones Unidas y al mismo tiempo la mayor persecución de cristianos de la historia, en la cual en total fueron asesinadas dos millones y medio de personas -1,5 millones de armenios y cerca de un millón de cristianos sirios y griegos-.




jueves, 9 de abril de 2015

LA HORA DE ÁFRICA


Tiene el más alto número de convertidos a la fe católica. Y tiene también el más alto número de mártires. Como en los albores del cristianismo. Pasado y presente de un continente que tiene cada vez más peso en la Iglesia mundial


por Sandro Magister

ROMA, 11 de marzo de 2015 – Es el continente con el más alto número de convertidos y de mártires. Pero es también el más descuidado y minusvalorado, por parte de la vieja cristiandad occidental.


O al menos lo era hasta hace una temporada. Porque desde el momento que la espada del Islam se ha tornado más feroz y no sólo se cobra víctimas en África, por encima y por debajo del Sahara, sino que extiende la amenaza a la orilla norte del Mediterráneo, la atención al catolicismo africano se ha agudizado y angustiado en todas partes.


No sólo eso. África es la gran sorpresa también en los equilibrios mundiales de la jerarquía católica. El sínodo del pasado mes de octubre fue la prueba clamorosa. Partido con marcada impronta eurocéntrica, en primer lugar alemana, se encontró el camino obstruido por la inesperada resistencia de los obispos africanos a cualquier cambio de la doctrina y de la praxis en materia de matrimonio indisoluble y de homosexualidad.


Y todavía más feroz se prevé esta resistencia en la próxima sesión del sínodo, a juzgar por lo que ha sido anticipado por uno de los cardenales más conocidos, el guineano Robert Sarah, prefecto de la Congregación para el Culto Divino, en el libro-entrevista "Dieu ou rien" [Dios o nada], a cargo de Nicolas Diat y publicado en Francia por Ediciones Fayard: "La idea de poner al magisterio en una caja bonita, separándolo de la práctica pastoral – la cual puede evolucionar según las circunstancias, modas y pasiones – es una forma de herejía, de patología esquizofrénica. Yo afirmo solemnemente que la Iglesia de África se opondrá a toda forma de rebelión contra el magisterio de Cristo y de la Iglesia".


Y también: "¿Cómo aceptar que los pastores católicos sometan a votación la doctrina, la ley de Dios y la enseñanza de la Iglesia sobre la homosexualidad y sobre los divorciados que se han vuelto a casar, como si la Palabra de Dios y el magisterio debieran ser ratificados y aprobados con el voto de una mayoría? […] Nadie, ni siquiera el Papa, puede destruir o cambiar la enseñanza de Cristo. Nadie, ni siquiera el Papa, puede oponer la pastoral a la doctrina. Ello significaría rebelarse contra Jesucristo y su enseñanza".


El catolicismo africano es considerado joven – y en consecuencia inexperto, inmaduro – porque creció sólo en el último siglo, de un millón que eran los católicos al comienzo del siglo XX a casi doscientos millones de hoy.


Pero basta la sangre de los mártires para desmentir esta presunta inmadurez suya, no menos los veintiún cristianos coptos decapitados "in odium fidei" por musulmanes en las orillas libias del Mediterráneo:


> San Milad Saber y sus veinte compañeros



Pero también está el hecho que las raíces cristianas de África son antiguas, antiquísimas. La orilla africana del Mediterráneo y el valle del Nilo hasta Etiopía estuvieron entre las primeras líneas de expansión del cristianismo. Fueron africanos los primeros mártires de los que se han narrado las historias. Fueron africanos – como Agustín – algunos entre los más grandes Padres y Doctores de la Iglesia de los primeros siglos.


El artículo que sigue a continuación – publicado en "Il Foglio" del 7 de marzo – ayuda a entender el catolicismo africano de hoy encuadrándolo en su trasfondo histórico real.
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UNA IGLESIA JOVEN Y ANTIQUÍSIMA



por Matteo Matzuzzi

Haría mucho bien “a los cristianos de Europa tomar conciencia que una parte notable de sus raíces cristianas latinas se encuentra en el sur del Mediterráneo”, advertía casi proféticamente al comienzo del tercer milenio Henri Teissier, el entonces obispo de Argelia. También porque, escribía el historiador francés Claude Lepelley, fallecido hace un mes, “el cristianismo occidental no nació en Europa, sino en el sur del Mediterráneo”.


Parece extraño a quien piensa que todo ha tenido origen con san Benito y su Regla; y que antes de Montecassino y Cluny sólo hubo cristianos dados en pasto a los leones en las arenas por los romanos paganos, después de haber sido sorprendidos rezando al Dios hecho hombre.
Ahora bien, esto es historia. Después de todo, las más antiguas obras de teología cristiana compuestas en latín provienen de Cartago, no de Italia.


En efecto, en la época de Tertuliano, los cristianos de la costa septentrional de África escribían en griego y no en latín. Habría sido precisamente él quien abandonó la "koiné" de Aristóteles para pasar a la lengua de Virgilio, para llegar a un público más amplio como se hace hoy con los libros de bolsillo a precios de descuento insertados en el mercado en forma continua. Una obra monumental y compleja, tanto que el mismo Tertuliano se bloqueó ya en el “Génesis”, inseguro como estaba sobre la traducción de la palabra "logos": no le convencía que "sermo" fuese un término suficientemente exhaustivo. Y desde África atravesaron el mar también las más antiguas versiones latinas de la Biblia, mucho antes que san Jerónimo la tradujera en la forma transmitida a través de los siglos y que ha llegado casi sin modificaciones hasta el Vaticano II.


El benedictino Pierre-Maurice Bogaert, con una cátedra en Lovaina sobre estudios bíblicos, estaba convencido: “Cuando se comenzó a sentir la necesidad, seguramente desde la mitad del siglo II en la África romana, la Biblia fue traducida del griego al latín. Hasta que haya una prueba en contrario, estoy a favor del origen africano de las traducciones, más que del origen romano o italiano”.


Y luego san Agustín, el obispo de Hipona gracias al cual, decía también el obispo Teissier, “el Occidente latino conquistó su independencia teológica y con ello también su propia personalidad cristiana”. Algunos, agregaba, “podrían desaprobar esta evolución, para preferir la lectura del cristianismo propuesta por los Padres griegos. Pero todos deben reconocer que el Occidente latino debe sobre todo a san Agustín su propia lectura del mensaje bíblico”.


Y también el monacato, a fin de cuentas, encuentra en África su primera sedimentación. Habría sido siempre san Agustín quien organizara los primeros lugares de vida monástica, en Tagaste, después de haber descubierto en la biografía de san Antonio abad, puesta a punto por san Atanasio, el estilo de vida de distintos anacoretas convertidos a la vida ascética.


Meta ideal es el desierto egipcio, “la región poblada por los que por primera vez habían puesto en acción la renuncia definitiva a la vida mundana”, ha escrito la arqueóloga Francesca Severini: “Aquí, más que en cualquier otra parte, el peregrino podía entrar en contacto con esa fe auténtica que había llamado a Pablo de Tebas, a Antonio el Grande, a Pacomio y a muchos otros a retirarse en soledad al desierto, auténticos y propios modelos de vida ascética orientada a la superación de la dimensión terrena a través del estudio de las Sagradas Escrituras, la oración, el ayuno y la penitencia”.


De esos asentamientos todavía sobreviven muchos, incluido el monasterio de santa Catalina, construido en el siglo VI por Justiniano en el Sinaí meridional, al que también quiso hacer arrasar un general egipcio jubilado, porque “amenaza la seguridad nacional” a causa de la presencia de “veinticinco monjes ortodoxos” entre sus muros.


Ese modo de vida, que inicialmente era la única esperanza de salvarse de las persecuciones anticristianas, se convierte después en un modelo. “En el transcurso del siglo IV, personalidades notables del Oriente cristiano van a Occidente difundiendo con las palabras y los escritos los modelos del monacato egipcio y alentando la imitación”, agrega Severini. “No hay que sorprenderse entonces si los modelos elaborados sobre el riguroso ascetismo oriental son acogidos y asimilados a tal punto que modifican y forjan las aspiraciones monásticas en Occidente”.


Un cristianismo vivaz y fecundo es el de los orígenes. En la época del Concilio de Cartago, hacia el año 200, se cuentan setenta obispos en el África romana, mientras que sólo tres en Italia. En el segundo Concilio de Cartago, los obispos africanos son noventa, mientras que en Roma, en el sínodo convocado por el papa Cornelio, había presentes solamente sesenta. Antes, ya en el año 189, la relevancia del cristianismo africano fue claramente establecida por la elección como pontífice de Víctor, probablemente un beréber.


Qué rasgos asumió luego la serpiente que habría destruido esta especie de Edén, de cristianismo vivaz y fecundo, es fácilmente explicable, dicen los historiadores más afirmados: las disputas dogmáticas, batallas de las connotaciones muy poco cristianas sobre las que la impetuosa novedad musulmana habría tenido luego un juego fácil para imponerse. A fines del siglo VII los omeyas llevaron a cabo la gran conquista de todo el norte de África: el Islam triunfante sobre el cristianismo de las Iglesias nord-africanas divididas por sospechas, luchas intestinas y acusaciones recíprocas de herejía. Lo siguiente es después una historia de lucha continua por la supervivencia, de parias, de dhimmis [no musulmanes] tolerados en la gran comunidad creyente revelada por el profeta Mahoma.

Una situación prácticamente cristalizada: “Nuestras Iglesias son modestas y frágiles; la partida de algunas comunidades religiosas presentes durante mucho tiempo en el Magreb y la movilidad cada vez más rápida de los miembros de las parroquias nos obligan a contar cada vez más con la solidaridad de las otras Iglesias, sobre todo en términos de sacerdotes 'fidei donum' o de congregaciones en particular africanas”, escribieron en el 2012 los obispos de la Conferencia Episcopal de la región del norte de África. El hecho es, comentaba Teissier, que "nosotros no hacemos número. Hacemos signo. Signo del amor universal de Dios para todos los hombres”.

Y como signo y presencia vital es necesario permanecer allí. Lo sabe bien el obispo de Trípoli, Giovanni Martinelli, llegado allí al día siguiente de la revolución que llevó al poder a Muammar Ghaddafi y que no quiere justamente saber nada de escapar del infierno de la capital libia, aunque ahora es el único italiano que ha quedado allí: “Me quedo, debo quedarme. Es necesario ser valiente. En este momento no tengo miedo, pero sé que ese momento llegará”.

Quizás el obispo que permanece en la capital libia con trescientos trabajadores filipinos recuerda lo que sucedió en 1908 al sacerdote franciscano Giustino Pacini, superior de la misión de Derna. Asesinado a puñaladas, desde mucho tiempo antes estaba en conflicto con la comunidad musulmana local, porque reivindicaba el derecho de defender la propia actividad misionera. Si era necesario, yendo incluso a presentarse al sultán de Estambul.

El cardenal nigeriano Anthony Okogie, de 70 años de edad, obispo emérito de Lagos, había pronunciado palabras similares a las del obispo Martinelli poco después de los primeros ataques de Boko Haram: “No huiremos. Defenderemos nuestras iglesias y nuestras casas. Si se debe sacrificar la vida, lo haremos”.


Un estribillo triste, que de un extremo al otro del continente se repite desde hace décadas. Argelia, con su larga guerra civil, representa el ejemplo más claro: en ese conflicto perdió el diez por ciento de los religiosos que habían permanecido allí. En 1996, el arzobispo de Orán, Pierre-Lucien Claverie, murió a causa de una bomba que se hizo explotar en el arzobispado pocos meses después de la masacre de los siete monjes trapenses de Tibhirine, quienes fueron secuestrados y terminaron bajo el hacha del verdugo.


“Es necesario vivirlo como algo muy bello, muy grande. Es necesario ser dignos. Y la Misa que celebraremos por ellos no será con el color negro. Será con el color rojo”, dijo el hermano Jean-Pierre, uno de los dos sobrevivientes de esa masacre, cuando un cófrade llegó lleno de lágrimas para contarle que sus compañeros estaban todos muertos. “Los hemos visto inmediatamente como mártires. El martirio era la culminación de todo lo que habíamos preparado desde mucho tiempo atrás en nuestras vidas. Estábamos preparados todos”, dijo algunos años atrás en una entrevista dada a Jean-Marie Guénois para "Le Figaro".


Es la cruz del continente, que se arrastra desde los primeros siglos luego de la venida de Cristo. No es casual, recuerdan los obispos del lugar, que los más antiguos textos sobre los mártires cristianos, las "Acta Martyrum Scillitanorum", son africanos. Se trata de la transcripción en latín de las actas del proceso y de la condena de los miembros pertenecientes a una comunidad cristiana de una ciudad de la que no se sabe más nada de lo acontecido en el año 180. Se trata de los más antiguos documentos de este género en la historia de la literatura cristiana.


Fue precisamente el obispo Claviere, casi presintiendo el final trágico de su existencia cristiana, quien explica el sentido de la llama cristiana en tierras hostiles: “La Iglesia cumple con su vocación y con su misión cuando está presente en las divisiones que crucifican a la humanidad en su carne y en su unidad. Jesús ha muerto dividido entre el cielo y la tierra, con los brazos extendidos para reunir a los hijos de Dios dispersos por el pecado que los separa, los aísla y los pone a uno en contra de los otros y contra Dios mismo”.


Iglesia minoritaria y perseguida, pero viva. Ni siquiera un año atrás el Anuario pontificio certificaba el crecimiento exponencial de la presencia católica en el continente de la esperanza. Doscientos millones de fieles, ritmo inversamente proporcional a la lenta e incontenible declinación de la Europa cristiana, pero superior también al eterno desafío asiático, misión del papa Francisco y antiguo nervio descubierto por la Santa Sede.


Una Iglesia joven la africana, como dijo el 2 de marzo el arzobispo de Rabat y presidente de las conferencias episcopales nord-africanas, en visita "ad limina" en Roma: “Sí, en su mayoría somos extranjeros, con frecuencia estamos de paso, pero nuestras iglesias son muy jóvenes. En Marruecos la población cuenta treinta mil personas, pero la edad promedio de los fieles es de treinta y cinco años”.


Ya a mitad de la década pasada, la vivacidad de la Iglesia africana había embestido como un ciclón al Vaticano. Hace diez años se hacía notar cómo en veintiséis años allí los fieles se triplicaron, los sacerdotes aumentaron el 85%, los seminaristas se cuadruplicaron, los obispos aumentaron el 45%. Tanto que se habló de exportar clero hacia una Europa cada vez más secularizada y con las vocaciones en agonía, como si se tratara de una obra de reevangelización del continente.


Un gran cardenal como el ex decano emérito del Colegio Cardenalicio, Bernardin Gantin, primer africano llamado a cubrir cargos en la cima de la curia (será Pablo VI quien le confíe la secretaría de evangelización de los pueblos, antes de promoverlo a la presidencia del Pontificio Consejo Justicia y Paz y de "Cor Unum". Juan Pablo II lo nombró posteriormente prefecto de la Congregación para los Obispos), habló no por casualidad de “sacerdotes y religiosos ‘fidei donum’ en contrario. Es la bondad de la Iglesia en África, la misión es un deber universal”, dijo en una entrevista concedida al mensuario "30 Días" dos años antes de su muerte, acontecida en el 2008. Él fue quien dijo – como reveló hace algún tiempo el cardenal nigeriano Francis Arinze – en el 2002, cuando decidió dejar la Urbe para regresar a su país natal, Benin, que volvía “como misionero romano”.


Gantin, profeta que había vivido en primera persona los dramas del colonialismo y de la descolonización esmerada, sugería que los jóvenes y determinados sacerdotes salidos de los seminarios africanos no se alejaran demasiado de la madre patria: “Luego, si su obispo lo permitiera, podrían volver de nuevo a Occidente. Lo que es necesario evitar es que los sacerdotes africanos, sin el consenso de los propios obispos, deambulen por las diócesis del mundo occidental más a la búsqueda de un propio bienestar material que por un auténtico celo pastoral”. Además, aconsejaba las congregaciones religiosas “europeas agonizantes o amenazadas de extinción” a “no ir a rejuvenecerse a buen precio entre las jóvenes Iglesias de Asia o África”.


Ciertamente, existe el problema de las liturgias, con frecuencia abrumadas por el espíritu festivo y alegre de tantas realidades sub-saharianas. Pero los primeros en poner límites son justamente ellos, los obispos africanos, que a diferencia de tantos sacerdotes de las parroquias de Occidente – acostumbrados a gestionar las liturgias como haría un animador turístico en una villa veraniega – nos mantienen en el culto del misterio. Decía Gantin: “Jamás es necesario separarse del magisterio de la Iglesia universal. Y nuestras Misas no deben ser demasiado particulares. No deben ser comprendidas sólo por nosotros los africanos. Cualquier católico que participa en una de nuestras funciones religiosas debe poder reconocerla, debe poder encontrarse en su casa. El catolicismo no es protestantismo”.


Junto a la Iglesia joven y dinámica, en África está también esa Iglesia antiquísima que hunde sus raíces en la etapa inmediatamente posterior a Cristo. Son millones los egipcios coptos que desde hace siglos viven como minoría más o menos tolerada en el país árabe más poblado del mundo, custodios de la Iglesia fundada por el evangelista san Marcos, quien puso en Alejandría las bases de su predicación, antes de ser martirizado con una cuerda apretada alrededor de su cuello.


Centenares de kilómetros más al sur, en la Etiopía que había escapado de la invasión islámica, se anidan todavía viejos monasterios esparcidos aquí y allá entre las montañas. “Mi Iglesia es la más antigua del mundo y su fundación se remonta directamente a la época de Jesús, en torno al año 35, inmediatamente después de su muerte y resurrección”, contaba a la revista "Jesus" Abune Paulos, patriarca de la Iglesia Ortodoxa Etíope, fallecido hace tres años. Iglesia antigua pero viva: “Tenemos cincuenta mil y más iglesias en todo el país. Nuestros jóvenes vienen regularmente a Misa, con presencias parecidas al setenta por ciento. En su totalidad, considerada la tenacidad con la que los grupos adultos y ancianos vienen al culto, rozamos el ochenta por ciento del pueblo en Misa cada domingo”.


Al igual que en Egipto, también en Etiopía es fundamental la presencia de los monasterios, ermitas que han resistido las vicisitudes de la historia: “Cada vez más jóvenes piden ser monjes. Tenemos mil doscientos monasterios en todo el país y cerca de quinientos mil religiosos. Tenemos cuarenta y cinco millones de fieles, si se calculan los numerosos cristianos etíopes que viven en el exterior”.


El mes pasado, el papa Francisco quiso reconocer el valor de la Iglesia Católica local, la cual, a pesar de ser pequeña y minoritaria, representa uno de esos “signos” de los que había hablado el obispo Teissier. El arcieparca de Addis Abeba, Berhaneyesus Demerew Souraphiel, fue creado cardenal. El segundo en la historia de Etiopía, luego de Paulos Tzadua. Y ha sido precisamente el nuevo purpurado quien explicó en Radio Vaticana la fe profunda de su país: “La gente toma su fe en serio: la fe es un don de Dios. Y lo viven así. Afrontan las cosas viendo que si Dios quiere, las cosas pueden cambiar. No pierden la esperanza. Por eso aman la vida, desde la concepción hasta la muerte. Esto es importante”.


África continente de la esperanza, depósito de la fe para el porvenir que progresivamente verá a Europa marchita y a sus iglesias cada vez más vacías. “Mientras se tiende a describir a África en modo restrictivo y con frecuencia humillante, como el continente de los conflictos y de los problemas infinitos e insolubles”, por el contrario “África es para la Iglesia el continente de la esperanza, el continente del futuro”, dijo Benedicto XVI en el discurso a los miembros de la Fundación Juan Pablo II para el Sahel, recibidos en audiencia en febrero del 2012.


No es por casualidad que los obispos africanos se sienten el baluarte contra todo lo que pueda degradar o empañar el mensaje cristiano tal como fue transmitido a lo largo de los siglos. Se lo ha visto bien en el reciente sínodo extraordinario sobre la familia, en el que ellos estuvieron a la cabeza del despliegue opuesto al "Zeitgeist", al espíritu del tiempo que está tan a la moda miles de kilómetros más al norte, donde las iglesias tienen las cajas llenas y los pasillos vacíos.


“África propone a Occidente sus valores sobre la familia, el acogimiento, el respeto de la vida. Los últimos Papas han tenido gran confianza en la Iglesia de África, lo cual es una invitación a aportar nuestra parte”, ha escrito recientemente el cardenal guineano Robert Sarah, prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, en el libro “Dieu ou Rien”, editado en Francia por Fayard. “Afirmo solemnemente – prosigue el purpurado – que la Iglesia de África se opondrá firmemente a toda rebelión contra la enseñanza de Jesús y del magisterio”.


Una Iglesia plagada por las persecuciones, pero de ninguna manera de rodillas, como ha recordado sólo hace algunas semanas en el Duomo de Milán el cardenal John Onaiyekan, arzobispo de Abuja, en Nigeria. Él, que cada día cuenta los muertos por mano de Boko Haram, ha dado un mensaje de confianza a ese Occidente que pasa los días removiendo pesebres y silenciando campanas porque perturban la conciencia y violan el sagrado laicismo racional: “Estuve en la basílica de san Ambrosio, en la tumba del gran obispo que bautizó al africano Agustín: signo de una herencia que se remonta hasta los primeros que siguieron a Jesús. No es posible que una Iglesia no viva con este fundamento”.


miércoles, 1 de abril de 2015

NUESTRA REDENCIÓN





Juan del Carmelo*

29 marzo 2015


¡Desgraciados de nosotros…, si Jesucristo no hubiera sido crucificado y muerto para salvarnos! Todos hubiéramos tenido que parar en el infierno. Pero para ser salvados o rescatados de esta situación, en la que nos encontrábamos toda la humanidad, por razón del pecado de nuestros primeros padres, sometidos al dominio de satanás; era cronológicamente necesario ser previamente redimidos. Nuestro Catecismo católico, en los parágrafos 1707 y 1708, nos dice: "El hombre, persuadido por el Maligno, abusó de su libertad, desde el comienzo de la historia" (GIS 13,1). Sucumbió a la tentación y cometió el mal. Conserva el deseo del bien, pero su naturaleza lleva la herida del pecado original. Ha quedado inclinado al mal y sujeto al error. De ahí, que el hombre esté dividido en su interior. Por esto, toda vida humana, singular o colectiva, aparece como una lucha, ciertamente dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas (GIS 13,2)”….“Por su pasión, Cristo nos libró de Satán y del pecado. Nos mereció la vida nueva en el Espíritu Santo. Su gracia restaura en nosotros lo que el pecado había deteriorado”


Por la caída de nuestros primeros padres, la humanidad, perdió su unión con Dios; se abrió un abismo entre Dios y el hombre, que antes estaban unidos, ahora existía una separación- Y hasta que llegó la reparación por esa falta, las puertas del Cielo estaban cerradas para los miembros de la raza humana. San Agustín nos dice: “De Adán sólo nace otro Adán, y todo hijo de Adán nace con un montón de pecado. Yo soy hijo de Adán; soy, por tanto, un condenado, hijo de condenado, que con mi mala vida he acumulado pecados propios sobre el de Adán”.

Dios podía haber borrado del mapa a la humanidad, dándola por perdida; podía también haber perdonado el pecado sin más. Pero no hizo ninguna de las dos cosas, decidió que el pecado que la naturaleza humana había cometido, en la misma naturaleza humana había de ser expiado. La realidad del pecado original no es accesible a la investigación histórica o a la especulación filosófica. Es una verdad revelada que como tal se sustrae a la experiencia, aunque con su luz se esclarezcan y comprendan mejor muchas experiencias humanas. La ruptura ocasionada por el pecado no destruyó el plan de Dios sino que únicamente modificó los caminos para su realización. Lo que el pecado rompe y dispersa hay que congregarlo de nuevo por medio de las alianzas de Dios con los hombres.

Y es así, como cuando dentro de nuestro ser, comenzó la interminable rebelión de la carne contra el espíritu llamada concupiscencia. Escribe San Juan Pablo II diciéndonos: “Cristo es el hombre perfecto que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el pecado”. Y también nos dice San Juan Pablo II que: “La Redención de Cristo, sobre los descendientes de Adán y Eva es lo que nos abrió las puertas de nuestra salvación y subsiguiente también a nuestra eterna felicidad, para nosotros. Pero más importante que nuestra eterna felicidad, es nuestra deificación como hijos de Dios y todo esto tiene su razón de ser, en amor de Dios al género humano”.


La salvación traída por Cristo colma, superándolas, las aspiraciones profundas del hombre. “Dios, nos dice San Agustín, se hizo hombre para que el hombre pudiera llegar a ser Dios”. Es el amor divino a nosotros el que inicia nuestra redención y posterior salvación de las garras de satanás. Gracias al amor, porque Dios es amor y solo amor, tal como dice San Juan: “Dios es amor y solo amor” (1Jn 4,16) y en prueba de la existencia de ese amor divino a la humanidad el mismo San Juan nos dice: “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16).


Pero no pensemos que el Redentor la aceptó solamente en obediencia al Padre y como a la fuerza, puesto que se ofreció a la muerte espontáneamente… llevado del gran amor que al hombre profesaba. “Una simple plegaria de Cristo, nos dice San Alfonso María de Ligorio, era más que suficiente para redimirnos, pero no lo era para declararnos el amor que nos tenía”. Como realidad histórica vemos que el único modo como Dios se ha hecho humano, para que nosotros podamos ser divinizados, es por medio de una kénosis, es decir por medio de un vaciamiento, El Hijo se vació, se anonadó, tomando para sí la naturaleza humana, de tal manera que su humanidad fue poco a poco transformada por su divinidad. Esta transformación alcanzó su umbral último en la muerte de Jesús de la cual Él resurgió totalmente Dios y totalmente humano.

Para Fulton Sheen: “La vida debe de venir siempre de la vida; no puede emerger de lo inanimado. La vida humana debe de venir de padres humanos, y la vida divina debe de ser engendrada por lo divino. La posibilidad de la vida sobrenatural fue dada a la humanidad caída a través de la Encarnación, cuando fuimos redimidos. Para que se hiciera justicia, el Redentor de la humanidad debería de ser a la vez Dios y hombre”. Debía de ser hombre pues de otra manera no podía haber actuado en nuestro nombre, representándonos; debía de ser, también Dios, ya que de otra manera no hubiese podido pagar la infinita deuda debida a Dios por la humanidad a causa del pecado. Dios no tomó obligatoriamente esta naturaleza humana de la humanidad; la aceptó como el libre don de una mujer, María, cuya libre respuesta al ángel mensajero fue: “Hágase en mí según tu palabra” [...]

Éramos unos miserables desgraciados y abominables a los ojos de Dios; más por los méritos de Jesucristo fuimos redimidos y hemos sido hallados dignos de alcanzar la divina presencia de Dios. Pero, la Redención nos consiguió la gracia que habíamos perdido, pero no modificó nuestra naturaleza, de predisposición al pecado,, que es nuestra concupiscencia. Dice San León magno, que es más grande la ganancia que hemos conseguido por la Redención de Jesucristo, que el daño que nos fue causado, por la envidia del diablo y el pecado de Adán. Evidentemente esto fue así, porque la salvación significa algo mucho más grande para nosotros que la mera liberación del pecado y de sus consecuencias en este mundo y en el otro. Significa incluso mucho más que la admisión a una vida libre de miserias y que contiene toda la felicidad. La salvación consiste más bien en ponernos en una condición en virtud de la cual la vida eterna de Dios llega a ser nuestra de acuerdo con el derecho normal de sucesión a una herencia”.

Y así la Iglesia se atreve a decir en la liturgia pascual el Sábado Santo: “¡Oh ciertamente necesario pecado de Adán, que por la muerte de Cristo fue borrado! ¡Oh feliz culpa que mereció tener tan grande Redentor!”. Tal como ya se nos ha dicho; en respuesta a la pregunta de ¿cómo nos salvó Cristo?, la respuesta es, haciéndonos parte de Él mismo. Y cuando preguntamos ¿cómo haremos para salvarnos nosotros mismos?, la respuesta es, haciéndonos parte de Cristo. Por lo tanto, si el Señor redimió al mundo aceptando silenciosamente el dolor, todo cristiano que se asocie a ese dolor con su propio sufrimiento participa del carácter redentor de Jesús. Redime junto a Jesús. Pero mientras el sufrimiento siga siendo nuestro sufrimiento y no el de Cristo reflejado en nosotros, nuestro sufrimiento no será redentor. ¡Quiera Dios que sea al menos purificador!”.


A menudo la gente piensa que el sufrimiento de Jesús de alguna manera descargaba la ira de una deidad vengativa…, como si Dios fuera un juez incapaz de perdonar, que necesita exigir su libra de carne de una víctima inocente. Estas imágenes quedan muy lejos de la verdad del evangelio. Porque el amor de Dios es justo, y su justicia es amor, tal dijo San Pablo: “El amor es la plenitud de la ley”. (Rom 13,10) [...]


La extrema gratuidad del amor redentor es más difícil de comprender, que la idea del perdón merecido a costa del sufrimiento de Cristo. El conocido teólogo dominico Garrigou-Lagrange, nos dice que: “Si su justicia divina, exigió esa reparación, su Misericordia nos ha dado al Salvador, el único capaz de reparar plenamente la ofensa o el desorden del pecado mortal”.


* Juan del Carmelo que no es más que un seglar que, a finales de los años 80, experimentó la llamada de Dios y se vinculó al Carmelo Teresiano. Juan del Carmelo, es autor, editor y responsable del Blog El Blog de Juan del Carmelo, alojado en el espacio web de www.religionenlibertad.com



miércoles, 25 de marzo de 2015

DRAMA DE AMOR DE DIOS A NOSOTROS





Juan del Carmelo*

15 marzo 2015

De la indudable existencia.., del bien y del mal de esta dicotomía pueden sacarse muchas conclusiones de entre ellas la más importante es la demostrativa de la existencia de Dios. Digo indudable existencia de esta dicotomía, porque si bien, nadie pone en duda la existencia del bien y del mal, ya que diariamente lo estamos viviendo en nuestras propias carnes, el negar la existencia de Dios, está a la orden del día. La dichosa concupiscencia que todos tenemos y que resumidamente es una tendencia innata a ir hacia el mal y procurárselo a los demás, fue un fruto del pecado original del pecado original de nuestros primeros padres. Entre las muchas consecuencias que este pecado u ofensa a Dios nos originó no obedeciéndole, fueron los daños más significativos, los que se refieren a la parte espiritual de nuestro ser, es decir, a la parte que puede relacionarse con Dios, porque solo es nuestra alma la que se relaciona con Dios no nunca nuestro cuerpo o parte material.

Pongamos un ejemplo, si en vez de privarnos de la luz divina que emana de su Rostro, nos hubiese privado de la luz del sol y de la que emanan del resto de todos los astros, los ojos materiales de nuestra cara, no nos servirían para nada, tan inútiles como es en nuestro cuerpo el apéndice intestinal, que son muchos a los que les han operado de él y a los que no están operados, cualquier día el apéndice les da un disgusto y rápidamente tienen que parar por el quirófano.

Pues bien en esa situación nuestra visión sería siempre referida a los ojos de nuestra alma, y tendríamos acceso tal como lo tendremos el día que abandonemos este mundo, a todo lo que ahora no podemos ver, pues nuestra visión actual se circunscribe solo a ver, los elementos de origen material.

Dentro de esta hipótesis las posibilidades de salvación serían prácticamente totales. Primeramente no necesitaríamos fe, porque todos tendríamos evidencia de la existencia de Dios, lo cual quiere decir que no existiría el ateísmo, todo el mundo sabría que existe Dios, como ahora sabemos que existe el mar, las montañas, los ríos o los animales. Al tener capacidad de ver todo lo que se refiere al mundo del espíritu, podríamos ver la belleza o la inmundicia de las almas de nuestros semejantes. Posiblemente en vez de estar de moda, como actualmente sucede, la belleza de nuestros cuerpos o de nuestras caras, la moda sería tener un alma bella. Y si tenemos en cuenta que para la adquisición de un alma bella, es necesario, amar a Dios y cuanto más le amemos, más bella será nuestra alma, la conclusión será que todos amaríamos a Dios y el maligno no tendría posibilidad alguna de arrastrarnos a sus tinieblas de odio.

Pero si esto hubiese sucedido así, la prueba de amor para la que aquí nos encontramos para superarla, carecería de sentido, habríamos sido creados ante el cielo en el que el mal no existiría. El mal es una consecuencia del pecado, de la ofensa a Dios contraviniendo sus deseos. Habría sido un mundo sin sufrimiento alguno, pues el sufrimiento nos lo genera el mal y entonces todo habría sino Bien divino

Pero esta situación nos habría impedido, a nosotros superar la prueba de amor hacia Dios para la que aquí estamos y a Dios constatar la pureza y fuerza de nuestro amor a Él. La necesidad de existencia de esta prueba de constatación de nuestro amor a Dios, parte de la misma esencia y características propias del amor. El amor exige siempre una correspondencia entre los que se aman. Un amor no correspondido no es perfecto y termina siempre por desaparecer y Dios necesita saber que le aman

El amor a nosotros es eterno como siempre sucede con todo lo divino y por supuesto todo lo que pertenece al mundo de lo espiritual, solo lo material, lo que tiene su fundamento en la materia, es efímero. Nuestros amores humanos, sin lazo de unión con el amor de Dios, son siempre efímeros. Solo el amor humano apoyado en las gracias sacramentales del matrimonio, es perdurable. Ni siquiera, desgraciadamente son perdurables los amores entre hermanos o con otros familiares.

Para Dios es una necesidad que le demostremos nuestro amor a Él, Dios busca continuamente nuestro amor, porque su eterno y gran amor a nosotros así se lo demanda. Nos dice San Juan evangelista: “Y nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene. Dios es amor, y el que vive en amor permanece en Dios, y Dios en él”. (1Jn 4,16). Y Él en los libros proféticos nos dice: “Con amor eterno te he amado, por eso te trato con lealtad”. (Jr 31,3). Y en los libros proféticos encontramos a Isaías que refrendando el amor que Dios nos tiene, nos dice; “Ahora, así dice Yahveh tu creador, Jacob, tu plasmador, Israel. « No temas, que yo te he rescatado, te he llamado por tu nombre. Tú eres mío. 2 Si pasas por las aguas, yo estoy contigo, si por los ríos, no te anegarán. Si andas por el fuego, no te quemarás, ni la llama prenderá en ti. 3 Porque yo soy Yahveh tu Dios, el Santo de Israel, tu salvador. He puesto por expiación tuya a Egipto, a Kus y Seba en tu lugar 4 dado que eres precioso a mis ojos, eres estimado, y yo te amo. Pondré la humanidad en tu lugar, y los pueblos en pago de tu vida. 5 No temas, que yo estoy contigo; desde Oriente haré volver tu raza, y desde Poniente te reuniré. 6 Diré al Norte: "Dámelos"; y al Sur: "No los retengas", Traeré a mis hijos de lejos, y a mis hijas de los confines de la tierra; 7 a todos los que se llamen por mi nombre, a los que para mí gloria creé, plasmé e hice”. (Is 43,1-7).

El Cardenal Ratzinger, sobre el amor de Dios a nosotros escribía diciendo: “Todos nosotros existimos porque Dios nos ama. Su amor es el fundamento de nuestra eternidad. Aquel a quien Dios ama no perece jamás”. Y más tarde siendo Benedicto XVI en su encíclica Deus caritas est, nos dice: “Israel ha cometido « adulterio », ha roto la Alianza; Dios debería juzgarlo y repudiarlo. Pero precisamente en esto se revela que Dios es Dios y no hombre: “¿Cómo voy a dejarte, Efraím, cómo entregarte, Israel?... Se me revuelve el corazón, se me conmueven las entrañas. No cederé al ardor de mi cólera, no volveré a destruir a Efraím; que yo soy Dios y no hombre, santo en medio de ti” (Os 11, 8-9). El amor apasionado de Dios por su pueblo, por el hombre, es a la vez un amor que perdona. Un amor tan grande que pone a Dios contra sí mismo, su amor contra su justicia. El cristiano ve perfilarse ya en esto, veladamente, el misterio de la Cruz: Dios ama tanto al hombre que, haciéndose hombre él mismo, lo acompaña incluso en la muerte y, de este modo, reconcilia la justicia y el amor.

El Canónico polaco Tadeusz Dajczer, escribe: “…, precisamente así es Dios, un loco en su amor por el hombre…Cristo nada necesita para sí. Si quiere algo de ti, siempre se trata de tu bien. Él quiere amarte y quiere que aceptes su deseo, es decir, su amor…. El drama de Dios, que es amor, consiste en que no puede derramar su amor plenamente; en que no puede inundar el alma humana, a la que ama sin medida”.

Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.




* Juan del Carmelo que no es más que un seglar que, a finales de los años 80, experimentó la llamada de Dios y se vinculó al Carmelo Teresiano. Juan del Carmelo, es autor, editor y responsable del Blog El Blog de Juan del Carmelo, alojado en el espacio web de www.religionenlibertad.com

viernes, 20 de marzo de 2015

ORIENTE Y OCCIDENTE FRENTE A LA PERSONA DE CRISTO



13 de marzo de 2015

1. Pablo y Juan: Cristo visto desde dos ángulos



En nuestro esfuerzo por poner en común los tesoros espirituales de Oriente y Occidente, reflexionamos hoy sobre la fe común en Jesucristo. Tratamos de hacerlo como quien sabe hablar de uno que está presente, no de un ausente. Si no fuera por nuestra pesadez humana que lo impide, cada vez que pronunciamos el nombre de Jesús, debemos pensar que hay uno que se siente llamar por el nombre y se vuelve a mirar. También esta mañana Él está aquí con nosotros y escucha, esperemos con indulgencia, lo que diremos de Él.

Partimos de las raíces bíblicas en el discurso de Jesús. Ya en el Nuevo Testamento vemos delinearse dos caminos distintos para expresar el misterio de Cristo. El primero de ellos es el de san Pablo. Resumimos los pasajes peculiares de este camino, esos por los que se convertirá en un modelo o arquetipo cristológico, en el desarrollo del pensamiento cristiano. Este camino,
  • primero, parte de la humanidad para alcanzar la divinidad de Cristo, de la historia para llegar a la preexistencia; es por tanto un camino ascendente; sigue la orden de manifestarse de Cristo, la orden con la que los hombres lo han conocido, no la orden del ser; 
  • segundo, parte de la dualidad de Cristo (carne y Espíritu) para llegar a la unidad del sujeto “Jesucristo nuestro Señor”; 
  • tercero, tiene en su centro el misterio pascual, es decir la obra, antes incluso que la persona, de Cristo. La gran curva entre las dos fases de la existencia de Cristo es la resurrección de los muertos. 
Para convencerse de la rectitud de esta reconstrucción, basta releer el denso pasaje – una especie de credo embrional – con la que el apóstol inicia la Carta a los Romanos. El misterio de Cristo es resumido así:


“nacido de la estirpe de David según la carne,
y constituido Hijo de Dios con poder según el Espíritu santificador
por su resurrección de entre los muertos,
Jesucristo, nuestro Señor,” (Rm 1, 3-4).

También en el himno cristológico de Filipenses 2, se habla antes de Cristo en la condición de siervo y después, a partir de la resurrección, de Cristo exaltado como Señor. El sujeto concreto, también cuando define a Cristo como “imagen del Dios invisible” (Col 1, 15), para Pablo es siempre el Cristo de la historia, también si la idea de la preexistencia no está ausente en sus escritos.

Una mirada rápida hacia adelante permite ver cómo serán acogidos y desarrollados estos pasajes paulinos de Jesús, en las generaciones sub-apostólicas. Carne y Espíritu, que en el origen indicaban dos fases udos tiempos de la vida de Cristo – antes y después de la resurrección -, pasarán a indicar, ya en san Ignacio de Antioquía, los dos nacimientos de Jesús, “de María y de Dios”, y finalmente las dos naturalezas de Cristo. Escribe Tertuliano:

“El apóstol enseña aquí las dos naturalezas de Cristo. Con las palabras ‘nacido de la estirpe de David según la carne’, él diseña la humanidad; con las palabras ‘constituido Hijo de Dios según el Espíritu’, él indica la divinidad” [1].

A este camino ascendente del misterio de Cristo, se une, con Juan, un camino descendente. Podemos sintetizar así las características de este segundo camino.

  • primero, parte de la divinidad, para llegar a la humanidad; el esquema está al revés: no más “carne – Espíritu”, sino “Logos – carne”; no antes lo humano, lo visible, y después lo divino y lo invisible, sino al contrario; Juan se coloca desde el punto de vista del ser, no del manifestarse a nosotros de Cristo, y según el ser está claro que la divinidad precede en él a la humanidad;
  • segundo, es un camino que parte de la unidad y alcanza una dualidad de elementos: Logos y carne, divinidad y humanidad; en el lenguaje posterior: parte de las persona para alcanzar a las naturalezas.
  • tercero, la gran división, el eje sobre el que gira todo, es la encarnación, no la resurrección o el misterio pascual.
De Cristo, interesa más la persona que la obra, el ser más que el actuar, comprendido el misterio pascual de muerte y resurrección. Este último sirve esencialmente para revelar quién es Jesús: “Cuando hayáis levantado al Hijo del Hombre, entonces conoceréis que Yo Soy” (Jn 8, 28). La existencia ante el Padre es constantemente antepuesta a su venida al mundo. Basta recordar las dos grandes afirmaciones del inicio del cuarto Evangelio para mostrar la validez de esta reconstrucción resumida:


“Al principio existía la Palabra,
y la Palabra estaba junto a Dios,
y la Palabra era Dios […].
Y la Palabra se hizo carne
y habitó entre nosotros”.

Se trazan así dos raíles en los que caminará toda la reflexión sucesiva de la Iglesia sobre Cristo. A pesar de las diferencias, hay una afinidad profunda y una comunicabilidad recíproca entre estos dos caminos, que se pueden recorrer en un sentido y en el otro. Para ambos, Pablo y Juan, en Jesucristo hay un elemento divino y un elemento humano, aún siendo el único sujeto. Para ambos él es el revelador y el redentor universal, aunque Juan insiste más sobre el revelador y Pablo más sobre el redentor. Para ambos, nuestra relación con Cristo está mediada y es posible por el Espíritu Santo. Es creyendo en Cristo, dicen ambos, que se recibe al Espíritu (Ga 3, 2; Jn 7, 39) y es recibiendo al Espíritu que se es capaz de creer en Cristo (1 Co 12, 3; Jn 6, 63).

Apenas se pasa a la época sucesiva, estos dos caminos tienden a consolidarse, dando lugar a dos modelos o arquetipos, y finalmente, en los siglos IV y V, a dos escuelas cristológicas. Las escuelas a las que me refiero son, una, la que por su mayor centro, Alejandría en Egipto, se llama Alejandrina y la otra la que, por la ciudad de Antioquía en Siria, es llamada Antioquena. La razón principal de su diferencia no es, como se ha pensado a veces, que los unos, los alejandrinos, se inspiran en Platón y los otros en Aristóteles, sino que los unos se inspiran preferentemente en Juan y los otros en Pablo.

Ninguno de los seguidores de uno u otro camino es consciente de elegir entre Pablo y Juan. Cada uno está seguro de estar de la parte de ambos, y esto es verdad. Sin embargo, el hecho es que las dos influencias son visibles y distinguibles, como dos ríos que, aún fluyendo juntos, continúan distinguiéndose por el color diferente de sus aguas. La diferencia entre las dos escuelas no es tanto que unos siguen a Pablo y otros a Juan, sino que algunos interpretaron a Juan a la luz de Pablo y otros interpretan a Pablo a la luz de Juan. La diferencia está en el esquema, o en la perspectiva de fondo que se adopta para ilustrar el misterio de Cristo.

En el debate entre estas dos escuelas, se puede decir que se han formado las líneas portadoras del dogma cristológico. La síntesis entre las dos instancias sucede, como se sabe, en el concilio ecuménico de Calcedonia en el 451, con la aportación determinante de Occidente, representado por san León Magno. Aquí la verdad de fondo, llevada adelante en Alejandría y reconocida en el concilio de Éfeso sobre la unidad de la persona de Cristo, es conjugada con la instancia fundamental de los antioquenos de la integra naturaleza humana de Cristo. Los dos caminos tradicionales son ambos reconocidos como válidos, para permanecer abiertas la una y la otra y comunicadas entre ellas.

La misma forma en la que se formula la definición de Calcedonia implementa este principio. El misterio de Cristo es formulado, en ella, dos veces y de dos formas distintas: primero, en la forma juaniana y alejandrina, partiendo de la afirmación de la unidad y alcanzando la afirmación de la distinción (“uno e idéntico Cristo, Señor e Hijo unigénito, en dos naturalezas”); después, de la forma paulina y antioquena, partiendo de la distinción de las naturalezas para alcanzar la afirmación de la unidad (“salvando las propiedades de cada una, las dos naturalezas se combinan para formar una sola persona e hipóstasis”). El mismo camino es recorrido sucesivamente en dos sentidos.


2. El rostro de Cristo en Oriente y Occidente


Nos preguntamos: ¿qué ha pasado después de Calcedonia, con las dos vías o los dos modelos fundamentales cristológicos elaborados por la Tradición? ¿Han desaparecido, nivelados, por la definición dogmática? A nivel teológico, desde entonces ha habido ciertamente una única fe en Cristo, común tanto en Oriente como en Occidente. San Juan Damasceno en Oriente [2] y santo Tomás de Aquino en Occidente han construido ambos su síntesis cristológica sobre Calcedonia. No ha habido, como sucedió con la Trinidad y el Espíritu Santo, diferencias doctrinales significativas entre la Ortodoxia y la Iglesia latina en la doctrina sobre Cristo.

Sin embargo, si ampliamos la mirada a otros aspectos de la vida de la Iglesia más allá de la teología dogmática, observamos que los dos modelos o arquetipos cristológicos de ningún modo se han perdido. Se han conservado y han dejado su huella, el primero en la espiritualidad ortodoxa y el segundo en la latina. En otras palabras, la Iglesia oriental ha privilegiado al Cristo juaniano y alejandrino y con él la centralidad de la encarnación, la divinidad de Cristo y la idea de la divinización; la Iglesia occidental ha privilegiado al Cristo paulino y antioqueno y con él la humanidad de Cristo y el misterio pascual.


No se trata evidentemente de una división rígida. Las influencias se han entrelazado y varían de un autor a otro, de una época a otra y de un ambiente a otro. Ambas Iglesias han creído – y con razón – valorizar de forma conjunta tanto a Juan como a Pablo, a pesar de que es admitido por todos que el Cristo de la tradición bizantina presenta rasgos diferentes al de la tradición latina.
Observemos algunos hechos que ponen de relieve esta diversidad, a partir del Cristo oriental. En el arte, la imagen más característica del Cristo ortodoxo es el Pantocrátor, el Cristo glorioso. Es el que la asamblea contempla frente a ella, en el ábside de las grandes basílicas. Está claro que incluso el arte bizantino conoce al crucificado, pero es también un crucificado con rasgos gloriosos y regios, donde el realismo de la pasión ya está transfigurado por la luz de la resurrección. Es por lo tanto el Cristo juaniano, para el que la cruz representa el momento de la “exaltación” (Jn 12, 32).

Del misterio de Cristo, sigue siendo colocado en primer plano el momento de la encarnación. Coherentemente, la salvación se concibe como una divinización del hombre gracias al contacto con la carne vivificante del Verbo. San Simeón el Nuevo Teólogo, por ejemplo, dice en una oración suya a Cristo:

“Bajando de tu excelso santuario, sin separarte del seno del Padre, encarnado y nacido de la Virgen María, ya entonces me has remodelado y dado la vida, liberado de la culpa de nuestros primeros padres y preparado para subir al cielo”[3].

Lo esencial ya ha sucedido con la encarnación del Verbo. La idea de la divinización regresa al primer plano, por el impulso de Gregorio Palamas y caracterizará “la cristología del último Bizancio” [4]. ¿Es ignorado tal vez el misterio pascual? Al revés, todo el mundo sabe la importancia excepcional que tiene la celebración de la Pascua en los ortodoxos. Pero he aquí, de nuevo, un signo revelador: del misterio pascual, el momento más valorado no es tanto el abajamiento cuanto la gloria; no es el Viernes Santo, sino el Domingo de Resurrección. Desde todos los punto de vista, prevalece la atención al Cristo glorioso y al Cristo “Dios”.

Estas características se encuentran en el ideal de la santidad que predomina en esta espiritualidad. La cumbre de la santidad se ve aquí en la transformación del santo en la imagen del Cristo glorioso. En la vida de dos de los santos más típicos de la Ortodoxia, san Simeón el Nuevo Teólogo y san Serafín de Sarov, nos encontramos con el fenómeno místico de la conformación al Cristo luminoso del Tabor y de la resurrección. El santo aparece casi transformado en luz.

Ahora demos un vistazo a algunos aspectos de la espiritualidad occidental. San Agustín escribe que, de los tres días que constituyen el Triduo Pascual, “el primer día, que significa la cruz, transcurre en la presente vida; los que significan la sepultura y la resurrección los vivimos en fe y en esperanza” [5]. Es decir: mientras estamos en esta vida, el Cristo crucificado nos es más cercano e inmediato que el resucitado.

De hecho, en el arte, la imagen característica de Cristo, en Occidente, es el crucificado. Es el que sobresale o se cuelga sobre el altar en las iglesias. La misma representación del crucificado, en un cierto momento, se separa del modelo glorioso, regio, y asume trazos realistas de verdadero dolor, e incluso espasmo. Es el crucificado paulino, que en la cruz se convirtió en “pecado” y “maldición” para nosotros (cf. Gal 3, 13).

Asume una gran relevancia, a partir de san Bernardo y luego con el franciscanismo, la devoción y la atención a la humanidad de Cristo y a los distintos “misterios” de su vida. La kénosis, o abajamiento, de Cristo ocupa un lugar prominente y con él el misterio pascual. En este contexto, encuentra su aplicación práctica el principio de la “imitación de Cristo”, que había estado en el centro de la teología antioquena. No en vano, el libro más famoso de espiritualidad, producido en la Edad Media latina, será precisamente La imitación de Cristo. En contra de cualquier intento de anular la humanidad de Cristo, para tender directamente a la unión con Dios, santa Teresa de Ávila afirmará que no hay una etapa de la vida espiritual en la que se puede prescindir de la humanidad de Cristo [6].

Los santos proporcionan, también aquí, una especie de respuesta práctica. ¿Cuál es, en Occidente, el signo de haber alcanzado la plenitud de la santidad? No es la conformación al Cristo glorioso de la Transfiguración, sino la conformación al Crucificado. La Ortodoxia no conoce casos de santos estigmatizados, mientras sí conoce, hemos visto, casos de santos transfigurados.
La Reforma protestante, en cierto modo, ha llevado al extremo algunos rasgos de este Cristo occidental, paulino, y de su misterio pascual. Ha elevado la “teología de la cruz” como criterio de toda teología, en controversia, a veces, con la “teología de la gloria”. Kierkegaard llegará a afirmar que, en esta vida, no podemos conocer a Cristo, si no en su abajamiento [7].

Es cierto que Lutero y los protestantes, en oposición a los excesos medievales de la imitación de Cristo, han afirmado que Cristo es ante todo un don que debe ser acogido con fe, más que un modelo a seguir con la imitación. Pero, incluso en este caso, ¿qué Cristo es visto como el “don” que debe ser acogido mediante la fe? No es el Logos que desciende y se hace carne, sino el Cristo pascual paulino, el Cristo “para mí”, no el Cristo “en sí mismo”.

Repito: cuidado con rigidizar estas distinciones; se convertirían en falsas y no históricas. Por ejemplo, la espiritualidad bizantina conoce todo un filón de santidad, llamado de los “locos por Dios”, en el que la asimilación a Cristo en su kénosis, está fuertemente acentuado. Con estas reservas, sin embargo, sigue habiendo una diferencia de énfasis innegable. Oriente ha caminado preferentemente sobre la vía inaugurada por Juan; Occidente sobre la inaugurada por Pablo. Pero ambos, fieles a Calcedonia, han sido capaces de abrazar, con su mirada, también al otro polo del misterio, manteniendo las dos vías comunicadas entre sí.

La gracia del momento presente es que se comienza a percibir la diversidad como una riqueza y no más como una amenaza. Un teólogo ortodoxo ha expresado este juicio: del Cristo latino, tomado aisladamente, puede derivar una concepción demasiado histórica, terrena y humana de la Iglesia, y del Cristo ortodoxo una concepción demasiado escatológica, desencarnada y no suficientemente atenta a su tarea histórica. Por ello concluía, “la auténtica catolicidad de la Iglesia no puede que englobar sea al Oriente que al Occidente”[8].
No es necesario, por lo tanto, eliminar o nivelar las diferencias que hemos indicado. Una vez reconocida la legitimidad y el carácter bíblico de los dos diversos enfoques, lo que es necesario es más bien el intercambio de dones, el respeto y la estima de la tradición de los otros. Es como si Dios hubiera hecho dos llaves para acceder a la plenitud del misterio cristiano y hubiera dado una a la cristiandad oriental, y otra a aquella occidental, de tal manera que ninguna de las dos pueda acceder a tal plenitud sin la otra.

En la ciudad de Colmar, en Alsacia, existe un famoso tríptico de Matthias Grünewald. En este cuando las dos alas del tríptico están cerradas, se ve representada la crucifixión; cuando están abiertas se ve, en el lado opuesto, la resurrección. La crucifixión es de un realismo impresionante: se ve a un Cristo espasmódico, con los dedos de las manos y de los pies retorcidos y extendidos como las ramas de un árbol seco; el cuerpo está como si hubiera sido arado, y tiene clavados espinas y clavos en cada parte. Es uno de esos cuadros de Cristo de los cuales Dostoevskij decía que, mirándolos durante mucho tiempo, “se puede incluso perder la fe” [9].


En la otra parte, el Resucitado aparece, en aquella pintura, sumergido en una luz fulgurante que apenas deja entrever los rasgos de un rostro humano. Si uno se detiene en este, corre el riesgo si no de perder la fe, seguramente de perder la confianza, porque este Cristo aparece lejos de su experiencia del dolor. Cuidado, por lo tanto, al dividir este tríptico, o al observarlo solamente por un lado. Es un símbolo eficaz de lo que debería suceder, a una escala más amplia, con el Cristo ortodoxo y el Cristo occidental. Estos deben mantenerse juntos.


3. Unidos por el amor a Cristo


Hasta aquí hemos procedido en lo indicado por los Padres y los testigos del pasado. Hemos recorrido, sobre todo, la historia de las respectivas posiciones en torno a la persona de Cristo. Pero no es esto lo que nos hará realmente progresar en la vía de la unidad; no será, en otras palabras, la sustancial unidad doctrinal y de fe en Cristo, por indispensable que sea; ¡será la unidad en el amor por Cristo! Lo que une en profundidad a ortodoxos y católicos y que puede hacer pasar a un segundo plano cada diferenciación, es un común, renovado amor por la persona de Jesús de Nazaret. No pero el Jesús del dogma, de la teología y de las respectivas tradiciones, sino Jesús resucitado y viviente hoy. El Jesús que es para nosotros un “tú” y no un “él”. Para usar una distinción querida por un teólogo ortodoxo contemporáneo, no el Jesús personaje, sino el Jesús persona [10].

En el cuerpo humano hay dos pulmones, dos ojos, dos pies, dos manos (todas metáforas usadas con frecuencia para describir las relaciones de sinergia entre Oriente y Occidente), ¡pero hay un solo corazón! También el corazón de la Iglesia tiene un solo corazón y este corazón tiene que ser el amor por Cristo. Escribe uno de los autores espirituales más queridos, y no solo por la Ortodoxia, Nicolás Cabasilas:


“Al Salvador le ha sido ordenado el amor humano desde el principio, como su modelo y fin, casi un cofre tan grande y ancho que es capaz de acoger a Dios. (…). El deseo del alma va únicamente al Cristo. Aquí que es el lugar de su reposo, porque él solo es el bien, la verdad, y todo lo que inspira el amor (eros)” [11].

Igualmente, en toda la espiritualidad monástica occidental, ha resonado la máxima de san Benito: “No anteponer absolutamente nada al amor por Cristo” [12]. Esto no significa restringir al horizonte del amor cristiano de Dios a Cristo; sino amar a Dios en la manera en la cual él quiere ser amado. No se trata de un amor mediado, casi por un poder, por el cual quien ama a Jesús “es como si” amara al Padre. No, Jesús es un mediador inmediato; amando a él se ama, ipso facto, también al Padre, porque él es “una cosa sola con el Padre” (Jn 10, 30). El cristiano puede, con todo derecho, aplicar a Cristo resucitado y vivo en el Espíritu, lo que Pablo decía de Dios a los atenienses: “En él vivimos, nos movemos y existimos” (Hch 17, 28).

Ya que estamos en el Año de la Vida Consagrada, querría dedicar a esta un pensamiento particular. Me permito de retomar a propósito algunas reflexiones que hacía, hace algún tiempo atrás, en esta misma sede, comentando la encíclica de Benedicto XVI “Deus caritas est”. En ella el entonces Sumo Pontífice afirma que amor de donación y amor de búsqueda, ágape y eros (este último entendido en su sentido noble, no en el vulgar) son dos componentes inseparables en el amor de Dios por nosotros y de nuestro amor a Dios. En este reconocimiento, Oriente se ha adelantado a Occidente [13], que ha permanecido por mucho tiempo prisionero de la tesis contraria, es decir sobre la incompatibilidad entre ágape y eros [14].

El amor sufre aún, en este campo, de una nefasta separación, no solo en la mentalidad del mundo secularizado, sino también en el lado opuesto, entre los creyentes y en particular entre las almas consagradas. En el mundo encontramos, muchas veces, un eros sin ágape; entre los creyentes muchas veces un ágape sin eros. El eros sin ágape es un amor romántico, a menudo pasional, hasta la violencia. Un amor de conquista que reduce fatalmente al otro en objeto del propio placer e ignora toda dimensión de sacrificio, de fidelidad y de donación de sí, en otras palabras el ágape.

El ágape sin eros nos parece como un “amor frío”, un amar “con la cabeza”, sin participación de todo el ser, más por imposición de la voluntad que por impulso íntimo del corazón. Un ajustarse a un molde preconstituido, en lugar de crear uno propio e irrepetible, como irrepetible es todo ser humano ante Dios. Los actos de amor dirigidos a Dios se parecen, en este caso, a aquellos de ciertos enamorados inexpertos que escriben a la amada cartas copiadas de un prontuario.

El amor verdadero e integral es como una perla escondida dentro las dos valvas de una concha que son eros y ágape. No se pueden separar estas dos dimensiones del amor sin destruirlo. Así se presenta el amor de Dios hacia nosotros, revelado por la Biblia. Este no es solo perdón, misericordia, donación de sí; es también pasión, deseo, celos; no es solo amor paterno y materno, sino también esponsal. Dios nos desea, parece casi que no pueda vivir sin nosotros. Así quiere Cristo que sea también el amor de los consagrados por él.

La belleza y la plenitud de la vida consagrada depende de la calidad de nuestro amor por Cristo. Sólo éste es capaz de defender de los bandazos del corazón. Jesús es el hombre perfecto; en él se encuentran, en un grado infinitamente superior, todas esas cualidades y atenciones que un hombre busca en una mujer y una mujer en un hombre. El voto de castidad no consiste en la renuncia a casarse, sino en preferir un tipo de esponsalicio a otro, en casarse con “el más bello entre los hijos del hombre”. “Casto – escribe san Juan Clímaco – es aquel que expulsa al eros con el eros” [15], el amor de un hombre o de una mujer con el amor de Cristo.

Concluyamos escuchando el himno más antiguo a Cristo, conocido fuera de la Biblia, todavía en uso en las vísperas de liturgia ortodoxa, y en las liturgias católica, anglicana y luterana. Se utiliza en el momento de encender las luces vespertinas y por lo tanto se llama “lucernario”:

¡Oh luz gozosa de la santa gloria del Padre inmortal,
celeste, santo, bienaventurado, Jesucristo!
Al llegar al ocaso del sol y, viendo la luz vespertina,
alabamos a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Es digno cantarte en todo tiempo con voces armoniosas,
oh Hijo de Dios, que nos das la vida:
el universo proclama tu gloria.



P. Raniero Cantalamessa, de la Orden de los Frailes Menores Capuchinos


Notas:

[1] Tertuliano, Adv. Praxean, 27,11 (CCL 2, p.1199).
[2] Cfr. Juan Damasceno, De fide Orthodoxa III, (PG 94, 881 ss.) (trad. ital. Roma, Città Nuova 1998, pp.159-241).
[3] Simeón el Nuevo Teólogo, Himnos y oraciones (SCh 196, p.332).

[4] Cfr. J. Meyendorff, Cristología ortodoxa, Roma 1974, pp. 225.242.
[5] Agustín, Cartas, 55, 14, 24 (CSEL 34,1, p.195).
[6] Teresa de Ávila, Autobiografía, 22, 1 ss.
[7] Cfr. Kierkegaard, El ejercicio del cristianismo I-II (en Obras, editado por C. Fabro, Florencia 1972, pp.703 s.)
[8] P. B. Vasiliadis, en Ver a Dios. Encuentro entre Oriente y Occidente, EDB, Bolonia 1994, p.97.
[9] F. Dostoevskij, El idiota II, 4 (Garzanti, Milán 1982, I, p.269).
[10] J. D. Zizioulas, Du personnage à la personne, en L’etre ecclesial, Ginebra 1981, pp.23-56.
[11] N. Cabasilas, La vida en Cristo, II, 9 (PG 88, 560-561).
[12] Regla de S. Benito, 4 Prólogo.
[13] P. Evdokimov, La Ortodoxia, Bolonia 1965, p.161.
[14] Anders Nygren, Eros y ágape, Gütersloh 1937 (ed. ital. Bolonia, Il Mulino, 1971).
[15] San Juan Clímaco, La escalera del Paraíso, XV, 98 (PG 88, 880).