viernes, 1 de abril de 2016

El CONCEPTO DE ENFERMEDAD ANTES Y DESPUÉS DE LA CONQUISTA (CONTINUACIÓN)

(SEGUNDA PARTE)





Por Ruy Pérez Tamayo*


III. CONCEPTOS EUROPEOS DE ENFERMEDAD A FINES DEL SIGLO XV


Cuando Cristóbal Colón llegó a tierras de América, y lo mismo cuando 27 años más tarde Hernán cortés y sus huestes desembarcaron en las playas de México, la medicina europea llevaba ya cerca de 14 siglos sometida a una idea monolítica sobre la enfermedad. Este concepto conocido como la teoría humoral, surgió en el siglo V a. C. con Empédocles, uno de los filósofos presocráticos, quién postuló que el Universo (y por tanto también el hombre) está formado por cuatro elementos o sustancias: fuego, aire, tierra y agua. El siguiente paso lo dio otro filósofo griego de la misma época, Alcmeón de Crotona, quien sugirió que la salud es el equilibrio o isonomia de los componentes del cuerpo humano, mientras la enfermedad es consecuencia del desequilibrio o predominio (monarquía) de uno de ellos sobre los demás. La combinación de estas dos ideas es lo que se conoce como la teoría humoral de la enfermedad.[12]

El equilibrio de los humores no fue concebido como un balance puramente cuantitativo, en vista de que cada uno de los humores tenía otras propiedades cuyo equilibrio cualitativo era indispensable para conservar la salud; por ejemplo, la sangre era caliente y húmeda, la bilis amarilla era también caliente pero seca, la bilis negra era seca y fría, y el agua era fría y húmeda. A través del tiempo las propiedades de cada uno de los cuatro humores básicos se fueron modificando y las relaciones entre ellos se hicieron más complejas. Sin embargo el esquema general conservó su estructura lógica: cuando un cierto humor disminuía en su concentración, los síntomas del paciente correspondían a la ausencia de algo: sensación de vacío, mareo y pérdida de peso, en cambio el exceso o acumulación de cualquiera de los humores producía dolor y congestión. Además la teoría humoral también postulaba la existencia de un “calor interno”, localizado en el ventrículo izquierdo del corazón; este calor servía para derivar los cuatro humores de los alimentos, para mantenerlos en movimiento, para mezclarlos y conservar un equilibrio adecuado entre ellos. Con estos elementos los médicos hipocráticos tejieron una malla muy compleja de explicaciones para distintas enfermedades, pero siempre terminaban proponiendo tres tipos generales de tratamiento: sangría, purga y dieta. La sangría tenía como meta eliminar el humor que se encontraba en exceso o que había cambiado sus propiedades de manera anormal; la purga era para completar la eliminación del humor excesivo o alterado, y la dieta era para evitar que a partir de los alimentos se volviera a formar el humor responsable del desequilibrio.

La teoría humoral de la enfermedad fue acuñada en la edad de Oro de Grecia (siglo V a.C.), sobrevivió con mínimas alteraciones el ocaso del mundo helénico (siglo I a.C.), la emergencia, zenith y derrumbe del Imperio Romano (siglo I-III d. C.), las vicisitudes del Imperio Bizantino (siglos III-VI d. C.), la dolorosa y prolongada oscuridad de la edad media (siglos VI-XIII) y todavía reinaba en los albores del Renacimiento (siglos XIII a XV). A principios de la era Cristiana fue recogida y elaborada por Galeno de Pérgamo, quien se transformó en la figura médica principal durante los 14 siglos siguientes. Esto se debió en parte a la indudable maestría de sus numerosos escritos, pero también en parte a que la ortodoxia eclesiástica identificó en ciertos textos de galeno un atractivo monoteísmo (e ignoró otros que eran claramente paganos), lo que junto con su postura autoritaria e intransigente hizo fácil su adopción oficial y la exclusión de todas las otras teorías sobre la enfermedad.[13]

La teoría humoral tenía varias virtudes, pero quizás la más sobresaliente era que no juzgaba la causa o etiología de la enfermedad, sino que más bien se refería al mecanismo o patogenia del proceso morboso; de esa manera dejaba el campo libre a cualquiera otro concepto o idea que pretendiera funcionar como causa del padecimiento. Este vacío fue llenado por el concepto religioso de enfermedad, que creció en importancia desde los principios del cristianismo y a lo largo de toda la Edad Media: de acuerdo con este concepto, la enfermedad es enviada por Dios como castigo a la conducta del hombre, por sus pecados y su incumplimiento de las leyes divinas. Durante las grandes epidemias de peste bubónica en los siglos XII y XV en Europa, las catedrales se llenaban de fieles que iban a suplicar piedad y perdón a Dios, para que suspendiera su horrendo castigo (incidentalmente estas aglomeraciones favorecían todavía más el contagio y la diseminación del padecimiento). Otro ejemplo son las peregrinaciones a Santiago de Compostela, realizadas durante gran parte de la Edad Media y hasta mucho tiempo después, por enfermos y tullidos de toda Europa, que iban a postrarse a los pies del santo y a suplicarle que les devolviera la salud.

A fines del siglo XV y principios del siglo XVI en todos los países católicos de Europa (que eran la gran mayoría) el pensamiento médico general sobre la enfermedad era una combinación del concepto religioso y de la teoría humoral. En España, que entonces era el país más católico de todos, que en el mismo año en que Cristóbal Colón llego a América había expulsado a los judíos sefarditas de su recién reconquistado territorio, y que muy poco tiempo después crearía la santa Inquisición y se convertiría en el líder indiscutible de la Contrarreforma, el concepto de enfermedad estaba profundamente arraigado, y con él la teoría humoral, que merecía la aprobación de la Santa madre Iglesia Católica, Apostólica y Romana.

El humoralismo galénico llegó a América junto con los primeros médicos españoles, en vista de que formaba la parte central de la enseñanza de la medicina en las escuelas peninsulares de fines del siglo XV.[14] En 1578, en el segundo libro de medicina publicado en América y primero en español (el primero lo publicó en latín el Dr. Francisco Bravo, en 1570, titulado “Suma y Recopilación de Cirugía con un arte para sangrar muy útil y provechosa”, Alonso López de Hinojosos presenta un resumen de sus conocimientos sobre los humores, que ilustra muy bien las ideas medievales sobre el tema:


  • La sangre es un humor caliente y húmedo de la más templada parte del quilo engendrada y en su color pura y de color colorada.
  • Cólera es un humor caliente y seco de la más templada parte del quilo engendrada y es de color cítrico tirante al amarillo.
  • Flema natural es un humor frío y húmedo de la menos cocida parte del quilo engendrado, y es de color blanco y sin sabor alguno.
  • Melancolía es un humor frío y seco de la más gruesa parte del quilo engendrado, de color es algo morado y oscuro, o como ollín…
Las semejanzas que estos cuatro humores tienen con los cuatro elementos son éstas: la sangre tiene su semejanza al aire, el cual es caliente y húmedo: la cólera es semejante al fuego, el cual es caliente y seco. La flema al agua, la cual es fría y húmeda y la melancolía se compara a la tierra, la cual es fría y seca…[15]

En el mismo volumen en la discusión de pestilencia o cocolistle, Alonso López de Hinojosos suscribe el concepto religioso de enfermedad de la manera siguiente:

Para que conociésemos que no era la causa de esta enfermedad la conjunción de las estrellas como los astrólogos dijeron, ni corrupción de los elementos como los médicos pensaron, sino que era propia voluntad de Dios, para que más claro lo viésemos ordenó Dios que en tiempo blando que no teníamos sospecha de corrupción de elementos porque llovía cada día, no hacía frío ni calor en un día que anochecía y amanecía lloviendo, en ese propio tiempo se murieron muchos negros e indios chichimecos, que quedó México y las minas y toda la Nueva España casi sin servicio.[16]




IV. CONCEPTOS DE ENFERMEDAD EN LA NUEVA ESPAÑA A PRINCIPIOS DEL SIGLO XVI





Hasta aquí hemos visto que, en la víspera de la conquista, los conceptos de enfermedad mesoamericano y español no eran muy diferentes: ambos eran mágico-religiosos, ambos concebían a las enfermedades como castigos divinos enviados para expiar culpas y pecados, ambos aceptaban que el destino del hombre estaba regido por los astros, y aunque cada uno tenía ideas distintas acerca de los mecanismos por los que se producían los padecimientos (introducción de objetos o pérdida del alma, los mesoamericanos, versus desequilibrio de los humores, los españoles), los dos eran iguales en la falta completa de relación de tales ideas con la realidad . Si acaso, la medicina indígena era un poco más compleja que la europea, gracias a la gran riqueza de su herbolaria, aunque en este renglón los españoles contaban con Dioscórides y con Galeno. las diferencias entre los dos conceptos de enfermedad eran más bien de nomenclatura y de detalle: los dioses respectivos tenían nombres funciones y mitologías diferentes, muchos de los pecados y varias de las violaciones a las reglas morales y religiosas eran de distintos tipos, algunos de los ritos propiciatorios para apaciguar a los dioses ofendidos eran muy diferentes, y ciertos procedimientos terapéuticos utilizados por los ticitl se apartaban por completo de los tratamientos favorecidos por los médicos europeos. Sin embargo, también en los detalles de la práctica médica había paralelismo entre los mesoamericanos y los españoles, como los rezos y los encantamientos, la quema de copal u del incienso, la confesión y las promesas de enmienda, el uso de purgantes y sangrías, los baños de vapor (el temazcal de los nahuas no era muy distinto a la famosa cura “española” de la sífilis), el uso sistemático de terapia múltiple, así como la cirugía traumatológica y de las heridas de guerra, que eran muy semejantes. Por lo tanto, no debe sorprender que durante la conquista y hasta algún tiempo después los españoles, que no tenían médicos o barberos suficientes para su atención, aceptaron y hasta prefirieron los cuidados y siguieron los tratamientos que les indicaban los ticitl nahuas.

Con la llegada de los evangelizadores y de más médicos y cirujanos españoles se inició la supresión de la medicina mesoamericana y su sustitución por la española: desde luego se proscribió, bajo las penas más severas, la práctica de las idolatrías, o sea que se sustituyeron los dioses nahuas por el Dios de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, junto con la Virgen María y todos los santos. la causa de la enfermedad siguió siendo el enojo divino por el comportamiento inmoral o sacrílego de los hombres, pero ahora ya no eran Tezcatlipoca, Tláloc, XipeTotec, Xochipilli o las Cihuateteo los dioses ofendidos, sino Dios Nuestro Señor, el Espíritu Santo, Jesús, la Virgen, el Santo Niño y otros santos más. También se prohibió la hechicería, no porque fuera ineficiente (desde luego no lo era), sino todo lo contrario, basada como estaba en la psicoterapia más efectiva) sino porque se consideró como conectada con el demonio. Junto con sus dioses y sus hechiceros, los indios también perdieron gran parte de sus recursos terapéuticos rituales, que fueron sustituidos por los correspondientes españoles, pero conservaron su herbolaria, la cual fue adoptada casi en su totalidad por los españoles.



El resultado del intento de eliminar la medicina mesoamericana y de reemplazarla por la española fue doble: por un lado, y gracias a las grandes similitudes de concepto y de estructura básica entre los dos sistemas médicos en pugna, en apariencia los indígenas aceptaron el cambio de forma y adoptaron la nomenclatura y los rituales del conquistador, que en el fondo no eran tan diferentes de los suyos, pero por el otro lado, de manera encubierta y subversiva, continuaron practicando su antigua medicina mágico-religiosa en todos sus detalles, lo que dio origen a lo que hoy se conoce como medicina “tradicional”. Además la propia medicina europea sufrió lo que se ha llamado aculturación inversa, al incorporar muchas plantas, algunos animales y hasta piedras en sus tratamientos, como puede verse en las obras de Agustín Farfán (1579), de Juan de Barros (1607), de Gregorio López (1672), de fray Agustín de Vetancurt (1698), de Juan de Esteyneffer (1712) y de otros más[17].


V. MEDICINA TRADICIONAL Y MEDICINA CIENTÍFICA EN MÉXICO


Como hace 500 años, hoy también coexisten en México dos medicinas, heredadas de la mesoamericana y de la europea, que se encontraron por primera vez cuando los dos mundos se descubrieron mutuamente. Sin embargo, en los cinco siglos transcurridos desde entonces, los conceptos de enfermedad que inicialmente se enfrentaron, y que como hemos visto no eran en esencia muy diferentes, se han ido transformando progresivamente. La medicina indígena, que como consecuencia de su mestizaje incorporó muchos elementos de la medicina europea del siglo XVI, es la que ha cambiado menos, aunque la modernización general de la vida, los medios de comunicación, la movilidad social, la educación y la difusión de los productos farmacéuticos han dejado su huella. De todos modos, conserva su rico y extenso patrimonio de plantas, animales y minerales que usa en sus tratamientos, junto con antiguas indicaciones y recetas para prepararlos y administrarlos; también persisten los curanderos, yerberos, comadronas y otros personajes más, que son los encargados de diagnosticar, de recetar y aplicar los tratamientos y que gozan del respeto de la comunidad, junto con los brujos o hechiceros, que son capaces de causar padecimientos, accidentes o problemas sociales y económicos, y que, si no son respetados, si son temidos por el grupo con el que conviven (es frecuente que el curandero también pueda actuar como brujo y viceversa); el concepto de enfermedad sigue siendo mágico-religiosos y el sujeto afectado sufre su padecimiento como un castigo divino, aunque los antiguos dioses mesoamericanos han casi desaparecido y el panteón teológico es el de la Iglesia católica; también se conservan los mecanismo de producción de los síntomas o las enfermedades, como introducción de objetos, pérdida del alma, el mal aire, la ingestión de alimentos “calientes”, y otros más.[18]

En cambio la medicina europea del siglo XVI, que también se transformó con el mestizaje incorporando sobre todo elementos de la terapéutica herbolaria indígena, ha cambiado radicalmente y ya no se parece prácticamente en nada a lo que era hace cinco siglos. El factor más importante en este cambio fue el desarrollo de la ciencia y la tecnología a partir del renacimiento. La medicina se hizo científica en forma progresiva, pero su transformación se aceleró a partir de la publicación del libro de Vesalio, De humani corpori fabrica, en 1543, y del libro de Harvey, De motu cordis, en 1628. Estos libros inauguraron un nuevo espíritu dentro de la medicina: la necesidad de plantear e intentar resolver los problemas de las enfermedades y sus tratamientos dentro del mundo de la naturaleza y con apego al método experimental. También la ciencia en general se apartó poco a poco de las explicaciones teológicas, hasta que en 1859 Darwin publicó su Origen de las especies, con lo que la separación fue completa.[19] Al desaparecer el mundo sobrenatural de la medicina también se eliminó la idea del pecado o de culpa como causa de las enfermedades, con lo que los padecimientos pasaron a ser fenómenos naturales y morales neutros (aunque todavía quedan resabios de los viejos tiempos, como cuando se señala que el sida es un “castigo de Dios”.) El mismo rigor científico se aplicó al análisis de los tratamientos, con lo que muchos de ellos, que habían sido utilizados por los siglos, se descartaron cuando se demostró o que no servían para nada, o que causaban tanto o más daño que la misma enfermedad; un ejemplo muy conocido de esto fue la impecable demostración estadística (le méthode numérique) por Louis, en el primer tercio del siglo XIX, de que las sangrías eran inútiles o hasta peligrosas en el tratamiento de las neumonías.[20] De modo que en la introducción del espíritu científico en la medicina esta ciencia sufrió una transformación profunda, que la hizo radicalmente distinta de lo que era antes en Europa, cuando por primera vez se encontró con la medicina mesoamericana.

Aunque la medicina “tradicional” y la medicina “científica” difieren hoy en muchos aspectos, como el concepto de enfermedad, la naturaleza moral de los padecimientos, los criterios diagnósticos y de tratamiento, hay algo que siguen conservando en común, no sólo entre sí sino con todos los otros sistemas médicos con los que coexisten, como la homeopatía, la “ciencia cristiana”, la “medicina espiritualista”, la osteopatía y otras más. Todas las medicinas coinciden hoy, como lo han hecho siempre, en que la relación médico: paciente más efectiva es aquella en que ambos comparten las mismas creencias sobre lo que son las enfermedades y sobre la eficiencia de sus tratamientos, cualquiera que estos sean, y esas creencias son también aceptadas por el núcleo familiar y social en que se da consulta. El elemento psicosomático positivo implícito en una relación basada en la confianza dada por la comunidad de ideas y costumbres tiene una puerta terapéutica enorme; de hecho, es muchas veces la única explicación que existe para la mejoría o hasta la curación de ciertos pacientes a los que ni las yerbas tradicionales, ni las medicinas de patente moderna les sirven para nada.[21]

Médico patólogo e inmunólogo, investigador, divulgador de la ciencia y académico mexicano.


Notas:

[12] Pérez Tamayo, R.: La teoría humoral de la enfermedad, en El Concepto de Enfermedad. México, UNAM, CONACyT y Fondo de Cultura Económica, 1988, tomo I, pp. 93-151
[13] Magno, G.. Galen-and into the night, en The Healing Hand. Man and Wound in the Ancient World. Cambridge, Harvard University Press, 1975, pp. 396-422
[14] Somolinos d Árdois, G.: El fenómeno de fusión cultural y su trascendencia médica, en nota 2, 1979, pp. 99-173.
[15] López de Hinojosos A.: Suma y Recopilación de Cirugía con un arte para sangrar muy útil y provechosa. México, Acad.Nac.de Medicina, 1977, 3ª.ed., pp. 96-97.
[16] Nota 15, p. 210.

[17] Comas J.: La influencia indígena en la medicina hipocrática en la Nueva España. Amer. Indig. 14: 327-361, 1954. Del mismo autor, ver también. Un caso de aculturación farmacológica en la Nueva España del S.XVI: el “Tesoro de Medicinas” de Gregorio López. An Antropol. 1:147-173, 1964. La medicina aborigen mexicana en la obra de Fr. Agustín de Vetancurt. An Antropol. 5: 129-162, 1968. Influencias de la farmacopea y terapéutica indígena de la Nueva España en la obra de Juan Barrios. An Antropol. 7:125-150, 1971.
[18] Anzures y Bolaños, M. C.: La medicina tradicional hoy: sincretismos y conflictos, en La Medicina Tradicional en México, México, UNAM, 1989, 2ª. ed.
[19] Mayr, E.: One Long Argument. Charles Darwin and the Genesis of Modern Evolucionary Thought. Cambridge, Harvard University Press, 1991, passim.
[20] Pérez Tamayo, R.: ¿Qué es y en dónde está la enfermedad?, en nota 15, Tomo II, pp. 57-139
[21] Pérez Tamayo, R.: La medicina alopática y las otras medicinas, en Notas Sobre la Ignorancia Médica y Otros Ensayos. México, El colegio nacional, 1991, 99.225-235. 






Fuente: Raíces Indígenas Presencia Hispánica, Editor Miguel León Portilla, El Colegio Nacional, México, 1993.



jueves, 24 de marzo de 2016

¡ECCE HOMO!


Ecce Homo de Jan Mostaert (1475-1555)

Padre Raniero Cantalamessa | 3 de abril de 2015



Acabamos de escuchar la historia del proceso de Jesús frente a Pilato. Hay un momento sobre el que debemos detenernos.

“Pilato mandó entonces azotar a Jesús. Los soldados tejieron una corona de espinas y se la pusieron sobre la cabeza. Lo revistieron con un manto rojo, y acercándose, le decían: ‘¡Salve, rey de los judíos!’, y lo abofeteaban. Jesús salió, llevando la corona de espinas y el manto rojo. Pilato les dijo: ¡Ecce homo! ¡Aquí tienen al hombre! (Jn 19, 1-5).

Entre los numerosos cuadros que tienen por tema el Ecce Homo, hay uno que siempre me ha impresionado. Es del pintor flamenco del siglo XVI, Jan Mostaert, y se encuentra en la National Gallery de Londres. Trato de describirlo. Servirá para una mejor impresión en la mente del episodio, ya que el pintor describe fielmente con los colores los datos del relato evangélico, sobre todo el de Marco (Mc 15,16-20).

Jesús tiene en la cabeza una corona de espinas. Un haz de arbustos espinosos que se encontraba en el patio, preparado quizá para encender el fuego, dio a los soldados la idea de esta cruel parodia de su realeza. De la cabeza de Jesús descienden gotas de sangre. Tiene la boca medio abierta, como cuando cuesta respirar. Sobre los hombres ya tiene puesto el manto pesado y desgastado, más parecido al estaño que a una tela. ¡Y son hombros atravesados recientemente por los golpes de la flagelación! Tiene las muñecas unidas por una cuerda gruesa; en una mano le han puesto una caña en forma de cetro y en la otra un haz de varas, burlándose de los símbolos de su realeza. Jesús ya no puede ni mover un dedo, es el hombre reducido a la impotencia más total, el prototipo de todos los esposados de la historia.

Meditando sobre la Pasión, el filósofo Blaise Pascal escribió un día estas palabras: “Cristo agoniza hasta el final del mundo: no hay que dormir durante este tiempo” . Hay un sentido en el que estas palabras se aplican a la persona misma de Jesús, es decir a la cabeza del cuerpo místico, no solo a sus miembros. No, a pesar de que ahora está resucitado y vivo, sino precisamente porque está resucitado y vivo. Pero dejemos a parte este significado demasiado misteriosos para nosotros y hablemos del sentido más seguro de estas palabras. Jesús agoniza hasta el final del mundo en cada hombre y mujer sometido a sus mismos tormentos. “¡Lo habéis hecho a mí!” (Mt, 25, 40): esta palabra suya, no la ha dicho solo por los que creen en Él; la ha dicho por cada hombre y mujer hambriento, desnudo, maltratado, encarcelado.

Por una vez no pensamos en las llagas sociales, colectivas: el hambre, la pobreza, la injusticia, la explotación de los débiles. De estas se habla a menudo –aunque si nunca suficiente–, pero existe el riesgo de que se conviertan en abstracto. Categorías, no personas. Pensamos más bien en el sufrimiento de los individuos, en las personas con un nombre y una identidad precisa; además de las torturas decididas a sangre fría y realizadas voluntariamente, en este mismo momento, por seres humanos a otros seres humanos, incluso a niños.

¡Cuántos “Ecce homo” en el mundo! ¡Dios mío, cuántos “Ecce homo”! Cuántos prisioneros que se encuentran en las mismas condiciones de Jesús en el pretorio de Pilato: solos, esposados, torturados, a merced de militares ásperos y llenos de odios, que se abandonan a todo tipo de crueldad física y psicológica, divirtiéndose al ver sufrir. “¡No hay que dormir, no hay que dejarles solos!”

La exclamación “¡Ecce homo!” no se aplica solo a las víctimas, sino también a los verdugos. Quiere decir: ¡de esto es capaz el hombre! Con temor y temblor, decimos también: ¡de esto somos capaces los hombres! Qué lejos estamos de la marcha inagotable del homo sapiens, el hombre que, según algunos, debía nacer de la muerte de Dios y tomar su lugar.

* * *

Ciertamente, los cristianos no son las únicas víctimas de la violencia homicida que hay en el mundo, pero no se puede ignorar que en muchos países ellos son las víctimas designadas y más frecuentes. Jesús dijo un día a sus discípulos: “Llegará la hora en que los mismos que les den muerte pensarán que tributan culto a Dios” (Jn 16, 2). Quizá nunca estas palabras han encontrado, en la historia, un cumplimiento tan puntual como hoy.
Un obispo del siglo III, Dionisio de Alejandría, nos dejó el testimonio de una Pascua celebrada por los cristianos durante la feroz persecución del emperador romano Decio: “Nos exiliaron y, solos entre todos, fuimos perseguido y asesinados. Pero también entonces celebramos la Pascua. Todo lugar donde se sufría se convertía para nosotros en un lugar para celebrar la fiesta: ya fuera un campo, un desierto, un barco, una posada, una prisión. Los mártires perfectos celebraron la fiestas pascuales más espléndidas, al ser admitidos a la fiesta celestial”. Será así para muchos cristianos también la Pascua de este año, el 2015 después de Cristo.

Ha habido alguno que ha tenido la valentía de denunciar, en la prensa laica, la inquietante indiferencia de las instituciones mundiales y de la opinión pública frente a todo esto, recordando a qué ha llevado tal indiferencia en el pasado. Corremos el riesgo de ser todos, instituciones y personas del mundo occidental, el Pilato que se lava las manos.

A nosotros, sin embargo, en este día no se nos consiente hacer ninguna denuncia. Traicionaríamos el misterio que estamos celebrando. Jesús murió gritando: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34). Esta oración no es simplemente murmurada en voz baja; se grita para que se oiga bien. Es más, no es ni siquiera una oración, es una petición perentoria, hecha con la autoridad que le viene del ser el Hijo: “¡Padre, perdónalos!” Y ya que Él mismo ha dicho que el Padre escuchaba cada una de sus oraciones (Jn 11, 42), debemos creer que ha escuchado también esta última oración de la cruz, y que por tanto los que crucificaron a Cristo han sido perdonados por Dios (por supuesto, no sin antes haber tenido, de alguna manera, un arrepentimiento) y están con Él en el paraíso, testimoniando por la eternidad hasta donde ha sido capaz de llegar el amor de Dios.

La ignorancia se verificaba, de por sí, exclusivamente en los soldados. Pero la oración de Jesús no se limita a ellos. La grandeza divina de su perdón consiste en que es ofrecida también a sus más encarnizados enemigos. Justamente en favor de ellos aduce la disculpa de la ignorancia. Aunque hayan obrado con astucia y malicia, en realidad no sabían lo que hacían, ¡no pensaban que estaban poniendo en la cruz a un hombre que era realmente el Mesías e Hijo de Dios! En lugar de acusar a sus adversarios o de perdonar confiando al Padre Celeste la tarea de vengarlo, él los defiende.

Su ejemplo propone a los discípulos una generosidad infinita. Perdonar con su misma grandeza de ánimo no puede comportar simplemente una actitud negativa, con la que se renuncia a querer el mal para quien hace el mal; tiene que entenderse en cambio como una voluntad positiva de hacerles el bien, como mínimo con una oración hacia Dios, en favor de ellos. “Rezad por aquellos que os persiguen” (Mt 5, 44). Este perdón no puede encontrar ni siquiera una consolación en la esperanza de un castigo divino. Tiene que estar inspirado por una caridad que perdona al prójimo, sin cerrar entretanto los ojos delante a la verdad, mas bien intentando detener a los malvados de manera que no hagan más mal a los otros y a si mismos.

Nos viene ganas de decir: “¡Señor, nos pides lo imposible!”. Nos respondería: “Lo sé, pero yo he muerto para poder dar lo que os pido. No os he dado solo el mandamiento de perdonar y tampoco solo un ejemplo heroico de perdón; con mi muerte os he procurado la gracia que os vuelve capaces de perdonar. Yo no he dejado al mundo solo una enseñanza sobre la misericordia, como han hecho muchos otros. Yo soy también Dios y desde mi muerte he hecho partir para vosotros ríos de misericordia. De ellos pueden llenarse las manos en el año jubilar de la misericordia que está a punto de abrirse”.

* * *

¿Entonces -dirá alguno- seguir a Cristo es un volverse pasivo hacia la derrota y la muerte? ¡Al contrario! “Tengan coraje”, él le dijo a sus apóstoles antes de ir hacia la Pasión: “Yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33). Cristo ha vencido al mundo, venciendo el mal del mundo. La victoria definitiva del bien sobre el mal, que se manifestará al final de los tiempos, ya vino, de derecho y de hecho, sobre la cruz de Cristo. Ahora -decía- es el juicio de este mundo”. (Jn 12, 31). Desde aquél día el mal pierde; y más pierde cuanto más parece triunfar. 

Está ya juzgado y condenado en última instancia, con una sentencia inapelable.

Jesús le ha ganado a la violencia no oponiendo a esa una violencia más grande, pero sufriéndola y poniendo al desnudo toda su injusticia y su inutilidad. Ha inaugurado un nuevo género de victoria que san Agustín ha encerrado en tres palabras: “Victor quia victima – Vencedor porque víctima” . Fue “viéndolo morir así”, que el centurión romano exclamó: “¡Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios!” (Mc 15,39). Los otros se preguntaban qué significaba el fuerte grito que Jesús emitió muriendo (Mc 15,37). Él que era experto en combatientes y combates, reconoció en seguida que era un grito de victoria.

El problema de la violencia nos acecha, nos escandaliza, hoy que esta ha inventado formas nuevas y horribles de crueldad y de barbarie. Nosotros los cristianos reaccionamos horrorizados a la idea que se pueda matar en nombre de Dios. Alguno entretanto objeta: ¿pero la Biblia no está ella misma llena de violencia? ¿Dios no es llamado “el Señor de los ejércitos?” No le es atribuida la orden de enviar al exterminio ciudades enteras? ¿No es él quien ordena en la Ley mosaica numerosos casos de pena de muerte?

Si se hubiera dirigido a Jesús durante su vida, la misma objeción, él habría respondido lo que respondió sobre el divorcio: “Por la dureza de vuestro corazón Moisés les ha permitido de repudiar a vuestras esposas, pero en el principio no era así” (Mt 19, 8). También a propósito de la violencia “al principio no era así”. El primer capítulo del Génesis nos presenta un mundo en el que no es ni siquiera pensable la violencia, ni entre los humanos, ni entre los hombres y los animales. Ni siquiera para vengar la muerte de Abel, o sea ni para castigar a un asesino, es lícito asesinar (Jn 4, 15).

El genuino pensamiento de Dios está expresado por el mandamiento “No asesinar”, más que por las excepciones hechas a esto en la Ley, que son concesiones a la “dureza del corazón” y a las costumbres de los hombres. La violencia, después del pecado hace parte lamentablemente de la vida y el Antiguo Testamento, que refleja la vida y que tiene que servir a la vida, busca al menos con su legislación y con la pena de muerte, canalizar y contener a la violencia para que no degenere en arbitrio personal y no se destruyan mutuamente.

Pablo habla de un tiempo caracterizado por la ‘tolerancia’ de Dios (Rm 3, 25). Dios tolera la violencia como tolera la poligamia, el divorcio y otras cosas, pero viene educando al pueblo hacia un tiempo en el que su plan originario será ‘recapitulado’ y puesto nuevamente en honor, como para una nueva creación. Este tiempo ha llegado con Jesús que, en el monte proclama: “Habéis oído que se dijo: ‘Ojo por ojo y diente por diente’; pero yo os digo no resistáis al mal; antes bien, al que te abofetee en la mejilla derecha ofrécele también la otra… Habéis oído que se dijo: ‘Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo’; pero yo os digo: amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen” (Mt 5, 38-39; 43-44).

El verdadero “Discurso de la montaña” que ha cambiado el mundo no es entretanto el que Jesús pronunció un día en una colina de Galilea, sino aquel que proclama ahora, silenciosamente desde la cruz. En el Calvario él pronuncia un definitivo “¡no!” a la violencia, oponiendo a ella no simplemente la no-violencia, sino aún más el perdón, la mansedumbre y el amor. Si habrá aún violencia esta no podrá, ni siquiera remotamente, invocar a Dios y valerse de su autoridad. Hacerlo significa hacer retroceder la idea de Dios a situaciones primitivas y groseras, superadas por la conciencia religiosa y civil de la humanidad.

* * *

Los verdaderos mártires de Cristo no mueren con los puños cerrados, sino con las manos unidas. Hemos visto tantos ejemplos. Es Dios quien a los 21 cristianos cóptos asesinados por el ISIS en Libia el 22 de febrero pasado, les ha dado la fuerza de morir bajo los golpes, murmurando el nombre de Jesús. Y también nosotros recemos: Señor Jesucristo te pedimos por nuestros hermanos en la fe perseguidos, y por todos los Ecce homo que hay en este momento en la faz de la tierra, cristianos y no cristianos. María, a los pies de la cruz tu te has unido al Hijo y has murmurado detrás de él: “¡Padre perdónalos!”: ayúdanos a vencer el mal con el bien, no solo en el escenario grande del mundo, sino también en la vida cotidiana, dentro de las mismas paredes de nuestra casa. Tú que “sufriendo con el Hijo tuyo que moría en la cruz, has cooperado de una manera toda especial a la obra del Salvador con la obediencia, la fe, la esperanza y la ardiente caridad”, inspira a los hombres y a las mujeres de nuestro tiempo pensamientos de paz, de misericordia y de perdón. Que así sea”.

Traduccion de Zenit



1. Blaise Pascal, “El mistero de Jesús” (Pensamientos, ed. Brunschvicg, n. 553).
2.F. Nietzsche, La gaya ciencia, III, 125.
3.Dionisio de Alejandría, en Eusebio, Historia eclesiástica, VII, 22, 4.
4.Ernesto Galli della Loggia, “La indiferencia que mata”, en “Corriere della sera” 28 de julio de 2014, p. 1.
5.S. Agustín, Confesiones, X, 43.
6.Cfr. F. Topping “An impossible God”.
7.Cfr. R. Girard, Des choses cachées depuis la fondation du monde, 1978.
8.Lumen gentium, n. 61.

sábado, 19 de marzo de 2016

BENEDICTO XVI: «ES LA MISERICORDIA LO QUE NOS MUEVE HACIA DIOS»




Por Andrea Tornielli

Ciudad del Vaticano, 16 de marzo de 2016 


Se publicó en un libro la entrevista del teólogo jesuita Jacques Servais con el Papa emérito: «Solo allí en donde hay misericordia acaba la crueldad, acaban el mal y la violencia. El Papa Francisco se encuentra completamente en sintonía con esta línea. Su práctica pastoral se expresa justamente en el hecho de que él nos habla continuamente de la misericordia de Dios»


«Para mí es un ‘signo de los tiempos’ el hecho de que la idea de la misericordia de Dios sea cada vez más central y dominante». Palabra de Benedicto XVI. Llega a las librerías el volumen “Por medio de la fe. Doctrina de la justificación y experiencia de Dios en la predicación de la Iglesia” (San Pablo, 199 pp., 20 euros), editado por el jesuita Daniele Libanori y en el que se incluyen las actas de un congreso teológico que se llevó a cabo en Roma en octubre del año pasado. En esa sede, fue leído por el arzobispo Georg Gänswein el texto de una entrevista con Joseph Ratzinger del teólogo jesuita Jacques Servais sobre «qué es la fe y cómo se llega a creer». En esa entrevista Benedicto XVI citó a su sucesor y habló generosamente sobre la misericordia.

En una primera respuesta, Ratzinger insistió en lo que es la Iglesia y en el hecho de que la Iglesia no fue creada por sí misma. «Se trata de la cuestión: qué es la fe y cómo se llega a creer. Por una parte, la fe –explicó el Papa emérito– es un contacto profundamente personal con Dios, que me toca en mi tejido más íntimo y me pone frente al Dios viviente en absoluta inmediatez para que yo pueda hablarle, amarlo y entrar en comunión con Él. Pero al mismo tiempo, esta realidad completamente personal se relaciona inseparablemente con la comunidad: forma parte de la esencia de la fe introducirme en el ‘nosotros’ de los hijos de Dios, en la comunidad peregrinante de los hermanos y hermanas. La fe deriva de la escucha (“fides ex auditu”), nos enseña san Pablo. La escucha a su vez implica siempre una compañía. La fe no es un producto de la reflexión y tampoco es tratar de penetrar en las profundidades de mi ser. Ambas cosas pueden estar presentes, pero son insuficientes si la escucha, mediante la cual Dios, desde fuera, a partir de una historia que Él mismo creó, me interpela. Para que yo pueda creer necesito testigos que hayan encontrado a Dios y lo hagan accesible para mí».

«La Iglesia no fue hecha por sí misma –insiste Ratzinger–, fue creada por Dios y es continuamente formada por Él. Esto se expresa en los sacramentos, sobre todo en el del bautismo: yo entro a la Iglesia no con un acto burocrático, sino mediante el sacramento. Y esto equivale a decir que yo soy recibido en una comunidad que no fue originada por sí misma y que se proyecta más allá de sí misma. La pastoral que pretende formar la experiencia espiritual de los fieles debe proceder a partir de estos datos fundamentales. Es necesario que abandone la idea de una Iglesia que se produce a sí misma y debe resaltar que la Iglesia se convierte en una comunidad en la comunión con el cuerpo de Cristo. Debe introducir al encuentro con Jesucristo y llevar a Su presencia en el sacramento».

Respondiendo a otra pregunta, el Papa emérito habló sobre la centralidad de la misericordia. «El hombre de hoy tiene la sensación general de que Dios no puede dejar que la mayor parte de la humanidad caiga en la perdición. En este sentido, la preocupación por la salvación típica de un tiempo ha casi desaparecido. Sin embargo, en mi opinión, sigue existiendo, de otra manera, la percepción de que nosotros necesitamos la gracia y el perdón. Para mí es un ‘signo de los tiempos’ que la idea de la misericordia de Dios sea cada vez más central y dominante (empezando por sor Faustina, cuyas visiones reflejan de diferentes maneras la imagen de Dios propia del hombre de hoy y su deseo de la bondad divina)».

«Papa Juan Pablo II –continuó Ratzinger– estaba profundamente impregnado de este impulso, aunque no siempre surgiera explícitamente. Pero no es casual que su último libro, que salió a la luz inmediatamente antes de su muerte, hable sobre la misericordia de Dios. A partir de las experiencias en las que desde los primeros años de su vida constató toda la crueldad de los hombres, él afirma que la misericordia es la única verdadera y la última reacción eficaz contra la potencia del mal. Solo allí en donde hay misericordia acaba la crueldad, acaban el mal y la violencia».




«Papa Francisco –continuó Benedicto XVI citando a su sucesor– se encuentra completamente en sintonía con esta línea. Su práctica pastoral se expresa justamente en el hecho de que él nos habla continuamente de la misericordia de Dios. Es la misericordia lo que nos mueve hacia Dios, mientras que la justicia nos espanta. Según mi opinión, resaltar que bajo la capa de la seguridad de sí y de la propia justicia, el hombre de hoy esconde un profundo conocimiento de sus heridas y de su integridad ante Dios. Él está esperando la misericordia. No es casual que la parábola del Buen samaritano sea tan atractiva para los contemporáneos. Y no solo porque en ella se subraye fuertemente el elemento social de la existencia cristiana, ni solo porque en ella el samaritano, el hombre no religioso, frente a los representantes de la religión, se muestra, por decirlo así, como aquel que actúa de manera verdaderamente conforme a Dios, mientras que los representantes oficiales de la religión se rindieron, por decirlo así, inmunes en relación con Dios».


«Está claro que esto le gusta al hombre moderno –observó Benedicto XVI. Sin embargo, me parece también importante que los hombres en su intimidad esperen que el samaritano acuda para ayudarlos, que él se incline sobre ellos, derrame aceite sobre sus heridas, los cuide y los ponga al reparo. Ellos saben que necesitan la misericordia de Dios y su delicadeza. En la dureza del mundo de la técnica, en el que los sentimientos ya no cuentan nada, aumenta la esperanza de un amor salvífico que sea dado gratuitamente. Me parece que en el tema de la misericordia divina se expresa de manera nueva lo que significa la justificación de la fe. A partir de la misericordia de Dios, que todos buscan, es posible, incluso en el presente, interpretar desde el principio el núcleo fundamental de la doctrina de la justificación, y mostrarlo en toda su relevancia».


Fuente:
http://www.lastampa.it/2016/03/16/vaticaninsider/es/especial/jubileo-2015/benedicto-xvi-es-la-misericordia-lo-que-nos-mueve-hacia-dios-X1nBc2KHCBJ65tclu58iiP/pagina.html?utm_source=dlvr.it&utm_medium=facebook

martes, 15 de marzo de 2016

MÉXICO; LA VERDAD TRAS EL «DESDE LA FE-GATE»



Las razones hasta ahora desconocidas por las cuales el Papa Francisco pidió a los obispos mexicanos “pelear como hombres” y “decirse las cosas de frente”. Con un protagonista: el cardenal Norberto Rivera Carrera


Andrés Beltramo Álvarez*

Ciudad del Vaticano 13 de marzo de 2016

En México ya lo llaman el “Desde la fe-gate”. Un escándalo mediático abierto por un editorial del semanario que lleva ese título. El texto pretendió dar una nueva lectura al discurso de Francisco a los obispos mexicanos del 13 de febrero pasado. Y denunció que el Papa se equivocó, porque fue “mal aconsejado”. Pero cuando el pontífice habló de “peleas” entre los pastores y les instó a “decirse las cosas en la cara”, lo hizo tras semanas de alta tensión. Confrontaciones internas reales con un protagonista: el cardenal Norberto Rivera Carrera.

La nota apareció en “Desde la fe” el 6 de marzo. Inmediatamente fue interpretada por los periodistas –en Roma y en México- como un mensaje directo contra el líder católico. Sobre todo porque centró su crítica en una frase improvisada de aquel mensaje al episcopado, en la cual Bergoglio asentó: “Si tienen que pelearse, peléense; si tienen que decirse cosas, se las digan; pero como hombres, en la cara, y como hombres de Dios que después van a rezar juntos. Y si se pasaron de la raya, a pedirse perdón, pero mantengan la unidad del cuerpo episcopal”.

Para la editorial, esas palabras no constituyeron un regaño del Papa a los obispos sino la “solícita urgencia para actuar con audacia evangélica” contra “las propuestas alienantes que quieren arrinconar a la Iglesia”. Denunció la existencia de una “mano de la discordia” que intentó “demeritar el trabajo de los obispos mexicanos”. Y sentenció: “¿Quién mal aconsejó al Papa?”. Pero la realidad no da la razón a esas argumentaciones.

“Desde la fe” es el órgano de información de la Arquidiócesis primada de México. Sus artículos nunca pasan desapercibidos. En el pasado quedaron en medio de intensas polémicas públicas. En especial sus editoriales, que siempre toman posición política o eclesiástica. Son textos no firmados y eso, en periodismo, significa una sola cosa: el contenido manifiesta la postura del responsable de la publicación, es decir la arquidiócesis y su cabeza, el arzobispo.

Pero el portavoz Hugo Valdemar sostiene lo contrario. Dice que esos escritos no responden al cardenal Rivera, sino a un Consejo Editorial. Y que el purpurado nada tiene que ver con las opiniones allí vertidas. Aunque existen pruebas que demuestran lo contrario. Una de ellas tiene que ver con la visita del Papa a México.

El 8 de noviembre de 2015 el semanario anticipó, en una nota sin firma, casi por completo la agenda del viaje apostólico de Francisco al país. Pero para esa fecha sólo unas cuantas personas conocían los detalles del itinerario. Una de estas era el propio Rivera.

Aquella publicación contravino indicaciones directas del Vaticano de no dar a conocer ningún dato de la visita hasta el 12 de diciembre, cuando Francisco la anunciaría de manera oficial durante una misa para la Virgen de Guadalupe en la Basílica de San Pedro.

Ese fue sólo un episodio de una larga lista de altercados que elevaron la tensión en torno al viaje papal y fueron protagonizados por Rivera Carrera. Un ejemplo: aunque todas las partes habían convenido no difundir datos reservados sobre la gira, el propio arzobispo de México reveló la fecha de llegada del líder católico, el 12 de febrero por la tarde. Lo hizo en el sermón de su misa dominical del 1 de noviembre de 2015, en la Catedral metropolitana.

Ese anuncio extemporáneo molestó también a la Presidencia mexicana, que estaba al margen de la disputa interna eclesiástica. Apenas tres días después, el miércoles 4, Rivera Carrera apareció de repente en una reunión privada entre los organizadores de la visita, la Conferencia del Episcopado Mexicano (CEM), y las autoridades competentes del gobierno federal.

A esa cita el cardenal no había sido invitado, pero finalmente pudo participar. Supo por boca del aún organizador de los viajes papales, Alberto Gasbarri, la agenda pontificia tentativa y también oyó la petición estricta de no difundir detalle alguno hasta el anuncio oficial del Papa. Cuatro días más tarde, buena parte de esa información fue publicada en “Desde la fe” (08.11.2015).

Lo que nunca aceptó Rivera fue perder el control de la visita papal en su diócesis y eso quedó de manifiesto en otra editorial del mismo semanario que lamentó “el protagonismo de responsables” que “concentraron demasiadas funciones” poniendo en riesgo la efectiva preparación “que debería haber correspondido a cada una de las diócesis visitadas”(21.02.2016).

Un malestar que pareció dirigirse contra el nuncio apostólico Christophe Pierre y el secretario general del episcopado, Eugenio Lira Rugarcía, responsable último del viaje apostólico. Pero ellos actuaron con el acuerdo directo de Francisco, que ya había aclarado que “si no fuera por la Virgen de Guadalupe no iba a la Ciudad de México” (01.12.2015).

En su contrariedad el cardenal exigió le fuesen entregados todos los billetes para la misa pontificia en la Basílica de Guadalupe, de la cual es legítimo custodio. Pero desde Roma se le aclaró que ese era un encuentro del Papa con el pueblo de México. Y, por lo tanto, tocó al comité central gestionar los accesos y distribuirlos entre todas las diócesis del país.

Además el purpurado no quedó contento con la elección del hospital pediátrico “Federico Gómez” para el recorrido de Francisco. Y tampoco le cayó bien la cancelación del encuentro con el mundo de la cultura en el Auditorio Nacional, que él había propuesto para la tarde del domingo 14 de febrero. Una decisión exclusiva de Jorge Mario Bergoglio.

En respuesta, llegó a “bloquear” a personas de la organización oficial, para después “desbloquearlas” tras tensas reuniones, e incluso retuvo copia de su discurso en la catedral, que no estuvo disponible para los periodistas con anterioridad (como es costumbre).

A la luz de todos estos episodios ahora resulta claro por qué el Papa instó a los obispos de México a rechazar las “habladurías e intrigas”, los “vanos proyectos de carrera”, los “vacíos planes de hegemonía” y los infecundos “clubes de intereses o de consorterías”.

Pero detrás de estos chispazos mediáticos se esconden otras situaciones clave para el futuro de la Iglesia mexicana. En abril próximo se renovará toda la directiva de la Conferencia del Episcopado. En junio de 2017 Norberto Rivera cumplirá 75 años y deberá presentar su renuncia –obligada por límite de edad- al puesto de arzobispo. Mientras Pierre está pronto a un traslado, tras nueve años como nuncio en el país. Todo indica que será promovido a una de las embajadas vaticanas más prestigiosas del mundo, la de Washington.


* Argentino, corresponsal en Roma de la agencia mexicana Notimex y de Radio La Red de Buenos Aires. Escribe para Vatican Insider de La Stampa de Turín.

martes, 8 de marzo de 2016

EL MESÍAS, LA PELÍCULA




El pasado 3 de marzo fui invitado a la premier de la película que en español se conocerá como “El Mesías” por el grupo de Comunicadores Católicos, con la finalidad de conocer y debatir sobre este film. Al efecto comparto con ustedes información del material de prensa que me fue proporcionado.



Preámbulo


Se han realizado muchas películas sobre la vida de Jesús en torno a su edad adulta, pero pocas acerca de su vida como un niño. ¿Qué clase de niño era? ¿Cómo era la relación con su familia? ¿Qué clase de padres eran José y María? ¿Cómo podrían guiar y proteger al hijo de Dios?

Sobre las películas de la infancia de Jesús recuerdo una que pasó hace unos años, en la que Jesús niño tenía frecuentes visiones sobre la pasión de su edad adulta y lógicamente se desmayaba. Me pareció una versión fantasiosa y sádica, ya que con esta “preparación” que clase de adulto podía ser Jesús, porque si era el hijo de Dios, también era un niño humano con una psique que podía ser afectada por estas terribles visiones.

El niño Jesús –como todos nosotros- fue descubriendo poco a poco quien era y para que nació, en especial que era lo que su Padre Celestial esperaba de él.


Notas del Director (Cyrus Nowrasteh)


<<Es obvio que hay grandes desafíos porque sabemos muy poco acerca de la infancia de Jesús. Esta película trata de presentar un retrato realista de Jesús arraigada en la fe. La novela de Anne Rice fue parte de la inspiración para poder escribir acerca de las emociones y acciones del niño Jesús. Haciéndolo con respeto y reverencia para imaginar a un niño en armonía y sabiduría como se revela en la Biblia. 

Nuestra historia se lleva a cabo durante un año en la vida de Jesús cuando tenía tan sólo siete años de edad. Cuando el niño Jesús y su familia salen de Egipto para regresar a su hogar en Israel. José y María están plenamente conscientes de los peligros en el mundo: un corrupto rey Herodes, el malestar social, y una brutal fuerza romana ocupante. Vemos a una familia de verdad, conviviendo con amor, fidelidad y sobre todo fe. 

Los espectadores conocedores verán en la película una representación que prefigura la vida de Jesús tal como se representa en los evangelios. Su compasión y la comprensión son muy superiores a sus años, sin embargo, con el tiempo crecerá. "Mientras tanto, Jesús crecía en sabiduría, en edad y en gracia, ante Dios y ante los hombres.” - Lucas 2:52 

Si bien esperamos que nuestra película se encuentre en un lugar junto a otros clásicos sobre la vida de Jesús. Lo más importante para nosotros es que inspire a la gente a ver, o volver a ver la historia de Jesús desde un ángulo nuevo. Como creyentes, esperamos que los niños se sientan atraídos por la historia de otro niño, la historia de Jesús, y que pueda ser una película para toda la familia. Aunque esperamos que, de alguna manera, nuestra película lleve a los espectadores a reafirmar su fe, en la misma gracia que Jesús extiende su mensaje de amor y fe a todos nosotros.>>

Sobre la producción 



<<En el 2005, Anne Rice escribió un relato sobre la infancia de un joven Jesucristo, titulada ‘El Mesías: El niño judío’. Que rápidamente se posicionó en la lista de Best Sellers del New York Times de ese año. 

La guionista Betsy Giffen Nowrasteh leyó el libro cuando fue lanzado por primera vez. "Yo era fan de las novelas de Anne Rice y estaba muy interesada en ver cómo contaría una historia sobre el niño Jesús, y me encantó". “La novela fue todo un éxito que inmediatamente pensé en el libro como una adaptación cinematográfica.” Pero no fue hasta que el director y co-guionista Cyrus Nowrasteh (marido de Betsy) recibió una llamada del agente de Anne Rice sobre el proyecto, varios años después la adaptación cinematográfica comenzó a producirse. Resulta que Anne Rice ya estaba familiarizada con las películas anteriores de los Nowrasteh. Rice se preguntó si Cyrus Nowrasteh estaría interesado en echar un vistazo a su libro. Cyrus al terminar de leer la novela, al igual que su esposa, respondió de inmediato a la inquietud por realizar una historia de Jesús como un niño y cómo su familia llega a tener una comprensión más completa de su naturaleza y propósito. "Pensé en que se podría hacer una hermosa película", recuerda. 

El corazón de la historia de El Mesías es un relato fácil de identificar, es sobre una familia tratando de hacer frente a las preguntas de un niño que se está dando cuenta de quién es. "Anne dijo que eligió este período de tiempo para escribir sobre Jesús, porque en el desarrollo humano a los siete años, un niño comienza a mirar hacia adentro y a hacer preguntas. Es la primera vez que un niño dice, "¿Quién soy yo?" y "¿Qué voy a ser cuando sea grande?" En lugar de "Tengo hambre" o "tengo frío". Es su primera mirada al interior, y esto coincide con el año en el que muere el primer rey Herodes. Así que ella se alineó a esos dos elementos de la historia.">>

El rodaje en Italia 


Con la enorme actuación de Sean Bean (El señor de los anillos, Juego de tronos)


<<Cuando los realizadores comenzaron a discutir sobre los posibles lugares de rodaje de esta historia, la preocupación central era si se podía ser capaz de reproducir el aspecto de la antigua Jerusalén y Nazaret. Se convirtió en uno de los mayores desafíos para la película. Se exploraron diferentes lugares en Jordania, Marruecos, e Israel antes de establecerse en Italia. "Sabíamos que una serie de películas con temas de la Biblia se habían filmado en Italia", señala el director Cyrus Nowrasteh. 

La producción se inició en la ciudad de Matera, Italia. El productor Michael Barnathan inmediatamente logró encontrar la ciudad muy parecida a los lugares históricos que se relatan en la Biblia, para El Mesías. Matera es una ciudad antigua que tiene un aspecto muy bien conservado, una piedra blanca que se parece mucho a la piedra de Jerusalén”. Después de que ‘La pasión de Cristo’ había sido filmada allí más de una década antes, la ciudad experimentó un resurgimiento y floreció el turismo. 

Para los actores, Matera fue un lugar muy especial que ayudaba en sus actuaciones. Sara Lazzaro, quien interpreta a María, señala "Nunca había estado en Matera, a pesar de ser italiana, y me quedé bastante impresionada. Había visto imágenes en Internet, pero una vez que estás ahí creo que es un lugar muy diferente. Creo que el lugar fue un personaje en sí mismo. Esta especie de ciudad te hace recordar la historia que se está contando con estas cuevas que se encuentran desde hace 3000 años antes de Cristo. Vicent Walsh, quien interpreta a José, está de acuerdo "Cuando se pone de pie en un acantilado o en la cima de la colina se pueden ver las cuevas de Matera... si le quitan los detalles modernos de la ciudad, es como estar de vuelta en los tiempos antiguos.>>


El Diseño del antiguo Jerusalén 



<<"Todo lo que ves en la película básicamente se tuvo que construir", dice Nowrasteh. "Fue un gran desafío recrear todas las locaciones. Yo quería que el público experimentara el viaje de la sagrada familia como si ellos fueran parte del recorrido. Yo quería que todo fuera completamente real. 

Nowrasteh eligió trabajar una vez más con el director de fotografía Joel Ransom, quien había colaborado anteriormente con él en varios proyectos. Ransom es muy meticuloso en cada detalle de la escena que se está filmando. "Leyó el guión con mucho cuidado y hablamos sobre ello. Reaccionó maravillosamente y propuso un número increíble de ideas. "Las conversaciones iniciales entre Nowrasteh y Ransom se centraron en la necesidad de filmar todo de una manera que demostrara que El Mesías se percibiera como una película histórica. Para los actores, esta estrecha relación era evidente y muy valiosa cada día de la sesión. "Es una verdadera colaboración", dice Sara Lazzaro. 

Cuando se trata de diseñar los conjuntos históricos más importantes de Alejandría, Nazareth, el templo y el palacio de Herodes, Nowrasteh tenía sólo un diseñador de producción en mente. "Lo que me atrajo de trabajar en Italia era la idea de trabajar con los mejores diseñadores, artesanos y directores de arte. El primero en mi lista fue Francesco Frigeri, quien fue el encargado del diseño de producción de La Pasión de Cristo y de una serie de grandes películas. He aquí un hombre que recrea un mundo para ti. Él no habla Inglés y no hablan italiano, sin embargo, fuimos realmente hablando el mismo idioma desde el primer día. Él es muy apasionado y quiere que las cosas se hagan de una manera determinada”. Nowrasteh dice, "Él construyó el templo, construyó la plaza de la ciudad de Nazaret, construyo Alejandría. También aumentó las ubicaciones en las que filmamos en Matera”. En última instancia, el diseñador de producción no es un arqueólogo, pero es un artista que crea e inventa".>>


El estreno mundial de la película será el próximo día 11 de marzo. A continuación les presento un tráiler:




Jorge Pérez Uribe

jueves, 3 de marzo de 2016

LA ADORACIÓN EN ESPÍRITU Y VERDAD (Reflexión sobre la Constitución Sacrosanctum Concilium)




Primera Predicación de Cuaresma del Padre Raniero Cantalamessa


1. El Concilio Vaticano II: un afluente, no el río.


En estas meditaciones de cuaresma querría proseguir en las reflexiones sobre otros grandes documentos del Vaticano II, después de haber meditado en Adviento, sobre la Lumen Gentium. Creo entretanto que sea útil hacer una premisa. El Vaticano II es un afluente y no el río. En su famosa obra sobre “El desarrollo de la doctrina cristiana”, el beato cardenal Newman ha afirmado con fuerza que detener la tradición en un punto de su curso, incluso si fuera un concilio ecuménico, sería volver muerta una tradición y no “una tradición viviente”. La tradición es como una música. ¿Qué sería de una melodía si se detuviera en una nota, repitiéndola hasta el infinito? Sucede con un disco que se arruina y sabemos qué efecto produce.

San Juan XXIII quería que el concilio fuera para la Iglesia como “una nueva Pentecostés”. En un punto al menos esta oración ha sido escuchada. Después del concilio hubo un despertar del Espíritu Santo. Este no es más “el desconocido” en la Trinidad. La Iglesia ha tomado una conciencia más clara de su presencia y de su acción. En la homilía de la misa crismal del Jueves Santo de 2012, Benedicto XVI afirmaba:

“Quien mira a la historia de la época post conciliar puede reconocer la dinámica de la verdadera renovación, que frecuentemente ha asumido formas inesperadas en movimientos llenos de vida y que vuelve casi tangible la vivacidad de la santa Iglesia, la presencia y la acción eficaz del Espíritu Santo”.

Esto no significa que podemos descuidar los textos del concilio o ir más allá de esos; sino que significa releer el Concilio a la luz de sus mismos frutos. Que los concilios ecuménicos puedan tener efectos no entendidos en el momento por quienes tomaron parte, es una verdad señalada por el mismo cardenal Newman a propósito del Vaticano I [1], pero testimoniada diversas veces durante la historia. El concilio ecuménico de Éfeso del 431, con la definición de María como Theotokos, Madre de Dios, se proponía afirmar la unidad de la persona de Cristo, no de incrementar el culto a la Virgen, pero de hecho su fruto más evidente fue justamente este último.

Si hay un campo en el cual la teología y la vida de la Iglesia católica se han enriquecido en estos 50 años del post-concilio, sin dudas es el relativo al Espíritu Santo. En todas las principales denominaciones cristianas se ha afirmado en los últimos tiempos aquella que, con una expresión acuñada por Karl Barth, es definida “la Teología del tercer artículo”. La teología del tercer artículo es aquella que no termina con el artículo sobre el Espíritu Santo pero comienza con esto; que toma en cuenta el orden según el cual se formó la fe cristiana y su credo, y no solamente su producto final. Fue de hecho a la luz del Espíritu Santo que los apóstoles descubrieron quien era verdaderamente Jesús y su revelación sobre el Padre.

El credo actual de la Iglesia es perfecto y nadie se sueña de cambiarlo, pero refleja el producto final, la última etapa alcanzada por la fe
, no el camino a través el cual se llega a eso, mientras que teniendo en vista a una renovada evangelización, es vital para nosotros conocer también el camino hacia el cual se llega a la fe, no solo su codificación definitiva que proclamamos de memoria en el Credo.

Bajo esta luz aparecen claramente las implicaciones de ciertas afirmaciones del concilio, pero aparecen también algunos vacíos y lagunas que es necesario llenar, en particular justamente a propósito del rol del Espíritu Santo. San Juan Pablo II ya había tomado en cuenta esta necesidad, cuando en ocasión del XVI centenario del concilio ecuménico de Constantinópolis, en 1981, escribía en su Carta Apostólica la siguiente afirmación:

“Toda la obra de renovación de la Iglesia, que el Concilio Vaticano II ha así providencialmente propuesto e iniciado (…) no puede realizarse si no en el Espíritu Santo, o sea con la ayuda de su luz y de su potencia” [2].


2. El lugar del Espíritu Santo en la liturgia


Esta premisa general se revela particularmente útil al abordar el tema de la liturgia, la Sacrosanctum concilium. El texto nace de la necesidad, advertida desde hace tiempo y desde diversas partes, de una renovación de las formas y de los ritos de la liturgia católica. Desde este punto de vista, sus frutos han sido tantos, y muy benéficos para la Iglesia. Se advertía menos en ese momento, la necesidad de detenerse en lo que, después de Romano Guardini, se suele llamar “el espíritu de la liturgia” [3] y que, en el sentido que ahora explicaré, yo la llamaría más bien “la liturgia del Espíritu” (¡Espíritu con mayúscula!).

Fieles en la intención declarada en estas nuestras meditaciones, de valorizar algunos aspectos más espirituales e interiores de los textos conciliares, es justamente sobre este punto que querría reflexionar. La SC dedica a esto solamente un breve texto inicial, fruto del debate que antecedió a la redacción final de la constitución [4]:

“Para cumplir esta obra así grande, con la cual se da a Dios una gloria perfecta y los hombres son santificados, Cristo asocia siempre a sí la Iglesia, su esposa muy amada, la cual invoca como a su Señor y por medio él vuelve el culto al eterno Padre”. Justamente por esto la liturgia es considerada como el ejercicio de la función sacerdotal de Jesucristo. En ella la santificación del hombre está simbolizada por medio de signos sensibles y realizada de manera propia en cada uno de esos; en ella el culto público integral está ejercitado por el cuerpo místico de Jesucristo, o sea por la cabeza y sus miembros. Por lo tanto cada celebración litúrgica, en cuanto obra de Cristo sacerdote y de su cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada por excelencia, y ninguna otra acción de la Iglesia se iguala en eficacia y con el mismo título y mismo grado” [5].

Es en los sujetos, o en los ‘actores’, de la liturgia que hoy estamos en grado de notar una laguna en esta descripción. Los protagonistas aquí puestos en luz son dos: Cristo y la Iglesia. Falta una mención al lugar del Espíritu Santo. También en el resto de la constitución, el Espíritu Santo no es nunca objeto de una mención directa, solamente nominado aquí y allí, y siempre ‘oblicuamente’.

El Apocalipsis nos indica el orden y el número completo de los actores litúrgicos cuando resume el culto cristiano en la frase: “¡El Espíritu y la Esposa dicen (a Cristo Señor), Ven!”
(Ap 22,17). Pero Jesús ya había expresado de manera perfecta la naturaleza y la novedad del culto de la Nueva Alianza en el diálogo con la Samaritana: “Viene la hora -y es esta- en la cual los verdaderos adoradores adorarán el Padre en Espíritu y Verdad” (Gv 4, 23).

La expresión “Espíritu y Verdad”, a la luz del vocabulario de Juan, puede significar solamente dos cosas: o “el Espíritu de verdad”, o sea el Espíritu Santo
(Gv 14,17; 16,13), o el Espíritu de Cristo que es la verdad (Gv 14,6). Una cosa es cierta: esa no tiene nada que ver con la explicación subjetiva, que le gusta a los idealistas y a los románticos, según los cuales el “espíritu y verdad”, indicaría la interioridad escondida del hombre, en oposición a cada culto externo y visible. No se trata solamente del paso de lo exterior al interior, sino del paso de lo humano a lo divino.

Si la liturgia cristiana “es el ejercicio de la función sacerdotal de Jesucristo”, el camino mejor para descubrir su naturaleza es ver como Jesús ejercitó su función sacerdotal en su vida y en la muerte. La tarea del sacerdote es ofrecer “oración y sacrificios” a Dios
(cf. Ebr 5,1; 8,3). Ahora sabemos que era el Espíritu Santo que ponía en el corazón del Verbo hecho carne el grito ‘Abba’ que encierra cada oración. Lucas lo indica explícitamente cuando escribe: “En aquella misma hora Jesús exultó de alegría en el Espíritu Santo y dijo: Te doy alabanza oh Padre, Señor del cielo y de la tierra…” (cf. Lc 10, 21).

La misma ofrenda de su cuerpo en sacrificio sobre la cruz, fue, según la Carta a los Hebreos, “en un Espíritu eterno”
(Ebr 9,14), o sea por un impulso del Espíritu Santo.

San Basilio tiene un texto iluminador:

“El camino del conocimiento de Dios procede del único Espíritu, a través el único Hijo, hasta el único Padre; inversamente la bondad natural, la santificación según la naturaleza, la dignidad real se difunden desde el Padre, por medio del Unigénito, hasta el Espíritu” [6].

En otras palabras, el orden de la creación, o de la salida de las criaturas de Dios, parte desde el Padre, pasa a través del Hijo y llega a nosotros en el Espíritu Santo. El orden del conocimiento o de nuestro regreso a Dios, del cual la liturgia es la expresión más alta, sigue el camino inverso: parte desde el Espíritu, pasa a través del Hijo y termina en el Padre. Esta visión descendiente y ascendiente de la misión del Espíritu Santo está presente también en el mundo latino. El beato Isaac della Stella (siglo XII) la expresa en términos muy cercanos a los de Basilio.

“Así como las cosas divinas bajan hacia nosotros desde el Padre por medio del Hijo y en el Espíritu Santo, así las cosas humanas ascienden al Padre a través del Hijo, en el Espíritu Santo” [7].

No se trata por así decir, de apostar por una u otra de las tres personas de la Trinidad, sino de salvaguardar el dinamismo trinitario de la liturgia. El silencio sobre el Espíritu Santo atenúa inevitablemente el carácter trinitario de la liturgia. Por esto me parece oportuno la llamada de atención que san Juan Pablo II hacía en la Novo millennio ineunte:

“Realizada en nosotros por el Espíritu Santo, nos abre, por Cristo y en Cristo, a la contemplación del rostro del Padre. Aprender esta lógica trinitaria de la oración cristiana, viviéndola plenamente ante todo en la liturgia, cumbre y fuente de la vida eclesial, pero también de la experiencia personal, es el secreto de un cristianismo realmente vital, que no tiene motivos para temer el futuro, porque vuelve continuamente a las fuentes y se regenera en ellas” [8].


3. La adoración “en el Espíritu”


Tratemos de tomar, a partir de estas premisas, alguna indicación práctica para nuestra forma de vivir la liturgia y hacer que se lleve a cabo una de sus tareas primarias que es la santificación de las almas. El Espíritu no autoriza inventar nuevas y arbitrarias formas de liturgia o modificar por propia iniciativa las existentes (tarea que corresponde a la jerarquía). Él es el único que renueva y da la vida a todas las expresiones de la liturgia. En otras palabras, el Espíritu no hace cosas nuevas, ¡hace nuevas las cosas! El dicho de Jesús repetido por Pablo: “Es el Espíritu que da la vida”
(Jn 6, 63; 2 Cor 3, 6) se aplica en primer lugar a la liturgia.

El apóstol exhortaba a sus fieles a rezar “en el Espíritu”
(Ef. 6,18; cf. también Judas 20). ¿Qué significa rezar en el Espíritu? Significa permitir a Jesús continuar ejercitando el propio oficio sacerdotal en su cuerpo que es la Iglesia. La oración cristiana se convierte en prolongación en el cuerpo de la oración de la cabeza. Es conocida la afirmación de san Agustín:

“El Señor nuestro Jesucristo, Hijo de Dios es quien que reza por nosotros, que reza en nosotros y que es rezado por nosotros. Reza por nosotros como nuestro sacerdote, reza en nosotros como nuestra cabeza, es rezado por nosotros como nuestro Dios. Reconocemos por tanto en él nuestra voz, y en nosotros su voz” [9].

Es esta luz, la liturgia nos aparece como el “opus Dei”, la “obra de Dios”, no solo porque tiene Dios por objeto, sino también porque tiene a Dios como sujeto; Dios no solo está rezado por nosotros, sino que reza en nosotros. El mismo grito ¡Abbà! que el Espíritu, viniendo a nosotros, dirige al Padre
(Gal 4, 6; Rom 8, 15) demuestra que quien reza en nosotros, a través del Espíritu, es Jesús, el Hijo único de Dios. Por sí mismo, de hecho, el Espíritu Santo no podría dirigirse a Dios, llamándolo Abbà, Padre, porque él no es engendrado, sino que solamente “procede” del Padre. Si lo puede hacer, es porque es el Espíritu de Cristo quien continúa en nosotros su oración filial.

Es sobre todo cuando la oración se hace fatiga y lucha que se descubre toda la importancia del Espíritu Santo para nuestra vida de oración. El Espíritu se convierte, entonces, en la fuerza de nuestra oración “débil”
(Rom 8, 26), en la luz de nuestra oración apagada; en una palabra, el alma de nuestra oración. Realmente, él “riega lo que está seco”, como decimos en la secuencia en su honor.

Todo esto sucede por la fe. Basta que yo diga o piense: “Padre, tú me has donado el Espíritu de Jesús; formando, por eso, “un solo Espíritu”, con Jesús, yo recito este salmo, celebro esta santa misa, o estoy simplemente en silencio, aquí en tu presencia. Quiero darte esa gloria y esa alegría que te daría Jesús, si fuera él quien te rezara todavía desde la tierra”.

El Espíritu Santo vivifica de forma particular la oración de adoración que es el corazón de toda oración litúrgica. Su peculiaridad deriva del hecho que es el único sentimiento que podemos nutrir solo y exclusivamente hacia las personas divinas. Es lo que distingue el culto de latría, del de dulía reservado a los santos y de hiperdulía reservado a la Santa Virgen. Nosotros veneramos a la Virgen, no la adoramos, contrariamente a lo que algunos piensan de los católicos.

La adoración cristiana es también la trinitaria. Lo es en su desarrollarse, porque es adoración dirigida “al Padre, por medio del Hijo, en el Espíritu Santo” y lo es en su término, porque es adoración hecha, juntos “al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo”.

En la espiritualidad occidental, quien ha desarrollado más a fondo el tema de la adoración ha sido el cardenal Pierre de Bérulle (1575-1629). Para él, Cristo es el perfecto adorador del Padre, a quien es necesario unirse para adorar a Dios con una adoración de valor infinito [10]. Escribe:

“De toda la eternidad, había un Dios infinitamente adorable, pero no había aún un adorador infinito; […] Tu eres ahora, oh Jesús, este adorador, este hombre, este servidor infinito por potencia, cualidad y dignidad, para satisfacer plenamente este deber y hacer este homenaje divino” [11].

Si hay una laguna en esta visión que también ha dado a la Iglesia frutos bellísimo y ha plasmado la espiritualidad francesa por varios siglos, esta es la misma que hemos destacado en la constitución del Vaticano II: la insuficiente atención acordada al rol del Espíritu Santo. Del Verbo encarnado, el discurso de Bérulle pasa a la “corte real” que lo sigue y lo acompaña: la Santa Virgen, Juan Bautista, los apóstoles, los santos; falta el reconocimiento del rol esencial del Espíritu Santo.

En cada movimiento de regreso a Dios, nos ha recordado san Basilio, todo parte del Espíritu, pasa a través del Hijo y termina en el Padre. Por tanto, no basta con recordar de vez en cuando que también existe el Espíritu Santo; es necesario reconocer su papel de eslabón esencial, tanto en el camino de salida de las criaturas de Dios como en el de regreso de las criaturas a Dios. El abismo existente entre nosotros y el Jesús de la historia está colmado por el Espíritu Santo. Sin él, todo en la liturgia no es más que la memoria; con él, todo es también presencia.

En el libro del Éxodo, leemos que, en el Sinaí, Dios indicó a Moisés una cavidad en la roca, oculto dentro de ella habría podido contemplar su gloria sin morir
(cf. Ex 33, 21). Al comentar este pasaje, el mismo san Basilio escribe:

“¿Cuál es hoy, para nosotros los cristianos, esa cavidad, ese lugar en el que podemos refugiarnos para contemplar y adorar a Dios? ¡Es el Espíritu Santo! ¿De quién lo sabemos? Por el mismo Jesús que dijo: ¡Los verdaderos adoradores adorarán al Padre en Espíritu y verdad!” [12].

¡Qué perspectivas, qué belleza, qué poder, qué atracción confiere todo esto al ideal de adoración cristiano! ¿Quién no siente la necesidad de ocultarse de vez en cuando, en el vórtice giratorio del mundo, en aquella cavidad espiritual para contemplar a Dios y adorarlo como Moisés?


4. La oración de intercesión


Junto a la adoración, un componente esencial de la oración litúrgica es la intercesión. En toda su oración, la Iglesia no hace más que interceder: por ella y por el mundo, por los justos y por los pecadores, por los vivos y por los muertos. También esta es una oración que el Espíritu Santo quiere animar y confirmar. De él, san Pablo escribe:

“El Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad; pues qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles. Mas el que escudriña los corazones sabe cuál es la intención del Espíritu, porque conforme a la voluntad de Dios intercede por los santos” (Rm 8, 26-27).

El Espíritu Santo intercede por nosotros y nos enseña a interceder, a su vez, por los demás. Hacer una oración de intercesión significa unirse, en la fe, a Cristo resucitado que vive en un constante estado de intercesión por el mundo (cf. Rm 8, 34; Hb 7, 25; 1 Jn 2, 1). En la gran oración con la que concluyó su vida terrena, Jesús nos ofrece el ejemplo más sublime de intercesión:

“Ruego por ellos, por los que me has dado. […] Guárdalos en tu nombre. No te ruego que los saques del mundo, sino que los guardes del maligno. Santifícalos en la verdad. […] No ruego sólo por éstos, sino también por los que han de creer en mí…”(cf. Jn 17, 9 ss).

Del Siervo sufriente se dice, en Isaías, que Dios le premia con las multitudes “porque cargó con los pecados de muchos e intercedió por los transgresores” (Is 53, 12): Esta profecía ha encontrado su perfecto cumplimiento en Jesús, que, en la cruz, intercede por sus crucifixores (cf. Lc 23, 34).

La eficacia de la oración de intercesión no depende de “multiplicar las palabras” (cf. Mt 6, 7), sino del grado de unión que se puede lograr con las disposiciones filiales de Cristo. Más que palabras de intercesión, se debe, en todo caso, multiplicar los intercesores, es decir, invocar la ayuda de María y de los santos. En la fiesta de Todos los Santos, la Iglesia pide a Dios ser escuchada “por la abundancia de los intercesores” (“multiplicatis intercessoribus”).

Se multiplican los intercesores también cuando oramos los unos por los otros. San Ambrosio dice:

“Si sólo ruegas por ti, también tú serás el único que suplica por ti. Y, si todos ruegan solamente por sí mismos, la gracia que obtendrá el pecador será, sin duda, menor que la que obtendría del conjunto de los que interceden si éstos fueran muchos. Pero, si todos ruegan por todos, habrá que decir también que todos ruegan por ti, porque incluido entre todos aquellos” [13].

La oración de intercesión es tan agradable a Dios, porque es la más libre de egoísmo, refleja más de cerca la gratuidad divina y concuerda con la voluntad de Dios, que quiere que “todos los hombres se salven” (cf. 1 Tim 2, 4). Dios es como un padre compasivo que tiene el deber de castigar, pero que busca todas las excusas posibles para no tener que hacerlo y es feliz, en su corazón, cuando los hermanos del culpable lo retienen de hacerlo.

Si faltan estos brazos fraternales extendidos hacia él, se queja en la Escritura: “Y vio que no había hombre, y se maravilló que no hubiera quien se interpusiese” (Is 59, 16). Ezequiel nos transmite este lamento de Dios: “Y busqué entre ellos hombre que hiciese vallado y que se pusiese en la brecha delante de mí, a favor de la tierra, para que yo no la destruyese; y no lo hallé” (Ez 22, 30).

La palabra de Dios resalta el extraordinario poder que tiene junto a Dios, por su misma disposición, la oración de quienes ha puesto a la guía de su pueblo. Se dice en un salmo que Dios había decidido exterminar a su pueblo debido al ternero de oro, “si Moisés no hubiera estado en la brecha, delante de Él para desviar su cólera” (cf Sal 106, 23).

A los pastores y a las guías espirituales yo oso decir: cuando en la oración escuchan que Dios está airado con el pueblo que les ha sido confiado, ¡no se alineen en seguida con Dios, sino con el pueblo! Así hizo Moisés, hasta protestar de querer ser expulsado él mismo, con ellos, del libro de la vida (cf Es 32, 32), y la Biblia hace entender que esto era exactamente lo que Dios deseaba, porque Él “abandonó el propósito de castigar a su pueblo”.

Cuando se está delante del pueblo, entonces tenemos que dar razón, con toda la fuerza, a Dios. Pero Moisés cuando poco después se encontró delante del pueblo, entonces se encendió su ira: rompió el ternero de oro, desparramó el polvo en el agua y le hizo tragar el agua a la gente (cf Es 32, 19 ss). Solamente quien defendió al pueblo delante de Dios y llevó el peso de su pecado, tiene el derecho -y tendrá el coraje- después, de gritar contra eso, en defensa de Dios, como hizo Moisés.

Terminamos proclamando juntos el texto que refleja mejor el lugar del Espíritu Santo y la orientación trinitaria de la liturgia, o sea la doxología final del canon romano: “Por Cristo, con Cristo y en Cristo, a ti Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, cada honor y cada gloria por los siglos de los siglos, Amén”.

P. Raniero Cantalamessa, ofmcap


[1] Cf. I. Ker, Newman, the Councils, and Vatican II, in “Communio”. International Catholic Review, 2001, pp. 708-728.
[2] Juan Pablo II, Carta apostólica A Concilio Constantinopolitano I, 25 marzo 1981, in AAS 73 (1981) 515-527.
[3] R.Guardini, Vom Geist del Liturgie, 23 ed., Grünewald 2013; J. Ratzinger, Der Geist del Liturgie, Herder, Freiburg, i.b., 2000.
[4] Storia del Concilio Vaticano II, a cura di G. Alberigo, Bologna 1999, III, p 245 s.
[5] SC, 7.
[6] S. Basilio di Cesarea, De Spiritu Sancto XVIII, 47 (PG 32 , 153).
[7] B. Isacco della Stella, De anima (PL 194, 1888).
[8] NMI, 32.
[9] Augustin, Enarrationes in Psalmos 85, 1: CCL 39, p. 1176.
[10] M. Dupuy, Bérulle, une spiritualité de l’adoration, Paris 1964. .
[11] P. de Bérulle, Discours de l’Etat et des grandeurs de Jésus (1623), ed. Paris 1986, Discours II, 12.
[12] S. Basilio, De Spiritu Sancto, XXVI,62 (PG 32, 181 s.).
[13] Ambrosio, De Cain et Abel, I, 39 (CSEL 32, p. 372).