sábado, 4 de mayo de 2019

MIGUEL HIDALGO, EL GRITO DE DOLORES, Y TOMA PACÍFICA DE POBLACIONES (VI)




El grito de Dolores


Entre las tres y las cinco de la madrugada de aquel 16 de septiembre de 1810, ya reunidos los alfareros y cederos de sus pequeñas empresas y los dos serenos del pueblo, alrededor de 15 o 16 personas; mandó Hidalgo a los alfareros traer las armas y hondas ocultas en la alfarería, mismas que se repartieron entre los presentes.

<< Una vez armados los pocos que se habían reunidos, tomó el señor Cura una imagen de nuestra Señora de Guadalupe, y la puso en un lienzo blanco, se paró en el balconcito del cuarto de su asistencia, arengó en pocas palabras a los que estaban reunidos recordándoles la oferta que habíamos hecho de hacer libre nuestra amada patria y levantando la voz dijo:

- ¡Viva nuestra Señora de Guadalupe! ¡Viva la independencia!

Y contestamos:
- ¡Viva!
Y no faltó quien añadiera:
- ¡Y mueran los gachupines!

Acto seguido el cura se dirigió junto con ellos a la cárcel, donde liberó a 50 reos, de allí fueron todos la cuartel por espadas. Se agregaron soldados del destacamento del Regimiento de la Reina. Y todos se distribuyeron para proceder a la prisión de españoles. […]

Mientras tanto el campanero, el cojo Galván, había dado las llamadas para la misa de cinco. Como una de las razones primordiales del movimiento era la defensa de la fe y sus prácticas, lo más seguro es que, una vez aprehendidos los gachupines, gran parte de los sublevados acudiera a la misa dominical, pues era de riguroso cumplimiento comenzando por el propio Hidalgo, aunque no oficiara él sino uno de sus vicarios.

Habiendo salido todos de la Iglesia poco después de las seis, allí en el atrio el cura Hidalgo arengó a la multitud en estos términos:

¡Hijos míos! ¡Únanse conmigo! ¡Ayúdenme a defender la patria! Los gachupines quieren entregarla a los impíos franceses. ¡Se acabó la opresión! ¡Se acabaron los tributos! Al que me diga a caballo le daré un peso; y a los de a pie, un tostón! […]



“Voy a quitarles el yugo”



A las siete de la mañana ya se contaban más de seiscientos los animados a entrar en la insurgencia. Allende y Aldama ayudados por 34 soldados del Regimiento de la Reina, se dieron a la tarea de formar pelotones y dotarlos cuando menos de hondas que tenían guardadas en el Llanito y lanzas de Santa Bárbara de donde había llegado Luis Gutiérrez con más de doscientos jinetes.

Mariano Abasolo no estuvo en el momento de la primera arenga, pues permaneció en su casa, pero más tarde escuchó a Hidalgo mientras se dirigía no a la muchedumbre sino a un grupo de vecinos principales de Dolores. En efecto, el propio cura Hidalgo y Allende mandaron juntar todos los vecinos principales del propio pueblo, y reunidos les dijo el Cura estas palabras:

“Ya sus mercedes habrán visto este movimiento; pues sepan que no tiene más objeto que quitar el mando a los europeos, porque éstos como ustedes sabrán, se han entregado a los franceses y quieren que corramos la misma suerte, lo cual no hemos de consentir jamás y vuestras mercedes, como buenos patriotas, deben defender este pueblo hasta nuestra vuelta que no será muy dilatada para organizar el gobierno.”

Hidalgo encargó la parroquia al padre José María González, generoso devoto de la cofradía de los Dolores. Hubo otras misas dominicales y así unos entraban y otros salían. Almorzaban lo que generalmente se ofrecía en el tianguis dominical

Hidalgo inició también una de las que serían las acciones de mayor trascendencia para el nombramiento: el nombramiento de comisionados para diversos puntos. Por último encargó los obrajes a Pedro José Sotelo y otros.

Habló con sus hermanas Vicenta y Guadalupe, prometiéndoles que pronto volvería, y hacía las once de la mañana montó en caballo negro. Al paso del desfile de cerca de ochocientos sublevados que enfilaron hacia la hacienda de La Erre, pasando por el puente del río Trancas, una joven del pueblo, Narcisa Zapata, le gritó al párroco:

- ¿A dónde se encamina usted señor Cura?

Y éste contestó:
- Voy a quitarles el yugo muchacha.
A lo que replicó Narcisa:
- Será peor si hasta los bueyes pierde, señor Cura>> [1]


Retrato hablado de Hidalgo al momento del Grito de Dolores



De conformidad con Carlos María de Bustamante –contemporáneo de Hidalgo-: <<Era Hidalgo bien agestado, de cuerpo regular, trigueño, ojos vivos, voz dulce, conversación amena, obsequioso y complaciente; no afectaba sabiduría; pero muy luego se conocía que era hijo de las ciencias. Era fogoso, emprendedor y a la vez arrebatado. >> [2]

Lucas Alamán que vivió la batalla por Guanajuato muy joven y que se convertiría en uno de sus mayores detractores lo describe así: <<Era de mediana estatura, cargado de espaldas, de color moreno y ojos verdes vivos, la cabeza algo caída sobre el pecho, bastante cano y calvo, como que pasaba ya de 60 años [en realidad 57], pero vigoroso, aunque no activo ni pronto en sus movimientos; de pocas palabras en el trato común, pero animado en la argumentación a estilo de colegio, cuando entraba en el calor de alguna disputa. Poco aliñado en su traje, no usaba otro que el que acostumbraban entonces los curas de pueblos pequeños. >> [3]

<<A este retrato convendría añadir que normalmente su genio era suave –como había escrito Riaño-, bien que alguna que otra vez estallará en cólera; que no obstante la conciencia de su saber era humilde; que gozaba las fiestas con suma alegría y no desdeñaba conversar con mujeres de alguna gracia; que compartía la vida al igual con aristócratas que con indios y castas; que sus pasiones eran la música y la fiesta brava; que era excesivamente pródigo y se la pasaba endeudado sin mayor angustia, y, en fin que era astuto como un zorro. Más por encima de todo, a partir de aquel día del Grito mostraría el más grande de los resentimientos contra los europeos, como que había acogido y albergado en su corazón los agravios padecidos por todos los nacidos en estas tierras de parte de aquellos.

En lo físico sólo faltaría decir que era buen jinete y así montado en caballo negro, emprendía su ruta de libertad y destrucción. Esa personalidad destacaba en la muchedumbre, pero al mismo tiempo se iba diluyendo en ella. Acababa de abrir la cueva de los vientos y el vendaval lo rebasaría. La biografía de Hidalgo tiende a perderse en la historia de la guerra. >>[4]



Toma pacífica de las poblaciones aledañas



Recordemos que uno de las primeras encomiendas que había realizado hidalgo era nombrar comisionados para invitar a las poblaciones cercanas a unirse a su movimiento y así trazando un ovalo, se dirigió primero a la hacienda de La Erre, cuyo administrador Miguel Malo había dispuesto comida para los sublevados. Terminada la comida cerca de las dos de la tarde, marcharon a San Miguel el Grande, mientras Hidalgo exclamaba: “¡Adelante señores! Ya se ha puesto el cascabel al gato. Falta ver quiénes son los que sobramos”.

<<Al atardecer se detuvieron brevemente en el santuario de Atotonilco, donde el capellán Remigio González ofreció de merendar a los dirigentes. Hidalgo habiéndose dirigido a la sacristía, que sin duda conocía bien, tomo un estandarte de la Virgen de Guadalupe enarbolándolo como una de las banderas del movimiento. A partir de entonces el grito de “¡Viva la Virgen de Guadalupe!” resonaría incesantemente.

Mientras todo esto sucedía se acercaban dos destacamentos militares, uno proveniente de Querétaro, enviado a capturar a Allende y Aldama y otro de Guanajuato para capturar a Hidalgo, pero al enterarse del tamaño del contingente alzado, se retiraron.

Durante los primeros meses del movimiento los insurgentes blandieron diversas banderas, a menudo las mismas de los batallones de soldados regulares que se les agregaban, pero destacaron La guadalupana elegida por Hidalgo, y la que llevaba la imagen de Fernando VII, que se avenía más con la postura de Allende y que Hidalgo ni impuso ni prohibió; esto último porque le atraía partidarios. >>[5]



San Miguel el Grande: “Sólo queda la autoridad de la nación”



Cuando arribaron a San Miguel el Grande, ya se conocían las noticias provenientes de Dolores, por lo que el coronel Narciso de la Canal, comandante del Regimiento de la Reina al que pertenecía Allende y su cuñado el alférez Manuel Marcelino de las Fuentes, convocaron a una reunión del Ayuntamiento con el alcalde Ignacio Aldama, así como con Juan de Humarán, Justo Cruz Baca, Francisco Landeta, Domingo Berrio y otros. Humarán propuso salir a recibirlos, mientras que los demás, que Aldama y Cruz Baca fueran en comisión a hablar con los sublevados en tanto se reunirá la tropa para resistir. Mientras tanto De la Canal recibía al sargento Francisco Camúñez –que de Querétaro venía a aprehender a Allende y Aldama. De la Canal dejó el mando a Camúñez, advirtiéndole de la poca lealtad de los soldados, ya que eran fieles a Allende, -efectivamente solo se contaron 40 leales a la Corona-.

Los comisionados, platicaron con Ignacio Allende, sobre los propósitos de los insurgentes y regresaron a San Miguel para comunicar a los demás del ayuntamiento que los alzados eran ya cerca de mis doscientos y que mucha gente de San Miguel se iba sumando a los insurrectos.

Los insurgentes entraron por el barrio de San Juan de Dios como a las siete de la noche de ese 16 de septiembre, con Allende a la cabeza e Hidalgo en la retaguardia. Allende procedió a la aprehensión de los españoles reunidos en las Casas Reales.

La multitud saqueó la tienda de Francisco Landeta e intento hacerlo con la de Pedro Ulibarri, pero Allende se interpuso y los retiró a cintarazos.

La primera confrontación entre Allende e Hidalgo, se dio a temprana hora del lunes 17, cuando numerosos sublevados empezaron a apedrear casas de españoles, a gritar mueras e intentar saqueos. Allende se levantó en bata y chinelas y montando a caballo, cintareó a varios hasta que calmó el alboroto. <<Hidalgo se lo criticó, arguyendo que convenía tolerar a la muchedumbre, pues era la manera de contar con ellos. Allende replicó que el movimiento sólo tendría éxito con tropa disciplinada de la que fuera defeccionando (de las filas realistas), pues casi todos eran americanos, en cambio el populacho sólo provocaba desórdenes y buscaba saquear. Se acaloraron los ánimos y Allende expresó que mejor Hidalgo se separara del movimiento y lo dejará sólo. Hidalgo ofreció arengar al pueblo para que obrara sin excesos y conservaría la jefatura de la causa, mientras que Allende organizaría la tropa y las campañas. >> [6]

Por la tarde se reunieron los principales criollos en las casas consistoriales presididos por los caudillos y se procedió a nombrar una junta gubernativa para la población presidida por el mismo alcalde Ignacio Aldama.

Entonces apareció el capitán Mariano Abasolo, que había estado de incognito en San Miguel y se incorporó a la causa, encargándosele formar nuevos pelotones, así como designar a los administradores de las haciendas de peninsulares. Mariano Hidalgo, tesorero de la causa, recibió el dinero de las alcabalas y 23,000 pesos de la Iglesia hallados en casa de Landeta. Por la noche, gracias a diversas requisiciones, los fondos del movimiento llegaron a 80,000 pesos en efectivo.


Por Chamacuero: la primer proclama insurgente


El contingente insurgente abandonó San Miguel en la madrugada del miércoles 19, llevándose a los españoles presos. Probablemente en el trayecto a Chamacuero, alguno de los caudillos, que no Hidalgo, redactó la primera proclama que ha llegado a nosotros:

<<El día 16 de septiembre de 1810 verificamos los criollos en el pueblo de Dolores y villa de San Miguel el Grande, la memorable y gloriosa acción de dar principio a nuestra santa libertad, poniendo presos a los gachupines quienes para mantener su dominio y que siguiéramos en la ignominiosa esclavitud que hemos sufrido por trescientos años, habían determinado entregar este reino cristiano al hereje rey de Inglaterra, con que perdíamos nuestra santa fe católica, perdíamos a nuestro legítimo rey don Fernando Séptimo, y que estábamos en peor y más dura esclavitud.

Por tan sagrados motivos, nos resolvimos los criollos a dar principio a nuestra sagrada redención, pero bajo los términos más humanos y equitativos, poniendo el mayor cuidado para que no se derramara una sola gota de sangre; ni que el Dios de los Ejércitos fuera ofendido. Se hizo, pues, la prisión, conforme a los sentimientos de la humanidad que nos habíamos propuesto, sin embargo de que el vulgo ciego saqueó una tienda, sin poder contener este hecho tan feo y que estábamos sumamente adoloridos. Se prendieron a todos, menos a los señores sacerdotes gachupines; se pusieron en una casa cómoda y decente todos los presos, y se les está atendiendo en los caminos en donde andan con nuestro ejército, con cuanto es posible, para su descanso y comodidad.

Este ha sido el suceso; y nuestros enemigos quieren pintarlo con negros colores en horror e iniquidad, con el fin de atraer a su partido a nuestros propios hermanos los criollos, con el detestable pensamiento de que nos destruyamos y matemos criollos con criollos, para que los gachupines queden señoreando nuestro reino, oprimiéndonos con su dominio y quitándonos nuestra substancia y libertad.

Pero, ¿qué criollo por malo que sea, ha de querer exponer su vida contra sus hermanos, sin esperanza alguna más de seguir el captiverio, quizá peor del que hasta aquí hemos tenido?

Nuestra causa es santísima, y por eso estamos todos prontos a dar nuestras vidas. ¡Viva nuestra santa fe católica, viva nuestro amado soberano el señor don Fernando Séptimo, y vivan nuestros derechos, que Dios [y] la naturaleza nos han dado!

Pidamos a su Majestad Divina la victoria de nuestras armas, y cooperemos a la buena causa con nuestras personas, con nuestros arbitrios y con nuestros influjos, para que el Dios omnipotente sea alabado en estos dominios, ¡Y que viva la fe cristiana y muera el mal gobierno!>> [7]

La proclama, no firmada por caudillo alguno, solo difundía que el movimiento trataba de acabar con la sujeción colonial y oponerse a la entrega del reino, así como de mostrar que la prisión de europeos había sido moderada. Pero hacía falta la explicación de un plan propositivo, cosa que Mora, oriundo precisamente de Chamacuero, adonde se dirigían entonces los insurgentes, echa muy de menos: “Semejante desconcierto y falta de plan disgustó a muchas personas que por su influjo y riqueza hubieran sido el apoyo más poderoso de la revolución.” Entre ellos se encontraba nada menos que el joven teniente criollo Agustín de Iturbide, Dragón del regimiento de la Reina de Valladolid.

En realidad sí había un plan, cuando menos el de Epigmenio González; pero Hidalgo lo siguió solamente en algunas líneas. “Este jefe se cerró en que lo que convenía era popularizar la revolución, haciéndola descender hasta las últimas clases.”



En Celaya, Capitán general


En Celaya el ayuntamiento y el clero salieron a dar la bienvenida a los insurgentes, que entraron al alba del jueves 20. Sin embargo algunos criollos acomodados, apostaron criados armados en las azoteas, lo que ocasionaría la primera baja de la guerra, cuando uno de estos criados disparo al aire al ver que apedreaban la casa custodiada e inmediatamente fue acribillado de un disparo y esto dio lugar a un saqueo. Allende reprobó el hecho e Hidalgo lo disculpó, hasta que la queja de una mujer por estupro llevó al caudillo a dar la pena de muerte al violador.

El viernes 21 se reunió para revista al contingente de más de cuatro mil personas, siendo proclamado Hidalgo capitán general, Allende teniente general y mariscal Juan Aldama; además se dio el título de Protector de la Nación a Hidalgo. Desde entonces ya afloraban las diferencias entre Hidalgo y Allende, ya que Allende se quejaría de que el cura “empezó a disponer por sí solo”, si bien habían determinado de “no determinar cosa alguna que no fuese de acuerdo con los tres”.

Ahí se ponderó la decisión de seguir a la ciudad de Querétaro o a la de Guanajuato; optándose por la primera, ya que en Querétaro había partidarios detenidos y estaba prevenida, en tanto que Guanajuato no tenía mayor resguardo. El sábado 22 se intentó proseguir con la organización de las multitudes, parte de las cuales se adelantó rumbo a Salamanca, en tanto Hidalgo continuó enviando comisionados por diversos puntos.



Salamanca e Irapuato: “Los pueblos se entregan voluntariamente”


El domingo 23, después de misa, el ejército emprendió la marcha hacia occidente, al atardecer entraron a Salamanca, donde pernoctaron.

Hacía mediodía del martes 25 el contingente se encaminó a saquear la hacienda de Temascatio y luego entraron a Irapuato en donde fueron recibidos triunfalmente; para entonces el contingente ascendía ya a más de nueve mil hombres, de los cuales ocho mil eran indios mal armados. La importante villa de León se pronunciaría por la insurgencia el día 27. En forma semejante lo haría la congregación de Silao que ya había ya recibido a los insurgentes.

<<De esta manera la mancha de la insurrección se iba cerrando sobre la región que ocupaba la ciudad y real de minas de Guanajuato, con la consiguiente angustia del teniente Riaño: “Los pueblos se entregan voluntariamente a los insurgentes. Hiciéronlo ya en Dolores, San Miguel, Celaya, Salamanca e Irapuato; Silao está pronto a verificarlo”. Y aún más allá, pues el cura Hidalgo seguía nombrando otros comisionados para extender la causa, entre ellos a José Antonio Torres, administrador de una hacienda de san Pedro Piedra Gorda (hoy Manuel Doblado>>.[8] A él le encomendaría la Nueva Galicia.


Jorge Pérez Uribe

Notas:

[1] Carlos Herrejón Peredo, Hidalgo: maestro, párroco e insurgente, Ed. Clío, libros y videos, S.A. de C.V., México, 2014, pág. 229, 230

[2] Carlos María de Bustamante, Cuadro histórico de la Revolución Mexicana, t. I, 1961, pp.202-203
[3] Lucas Alamán, Historia de México, t. I, 1942, pág.227
[4] Carlos Herrejón Peredo, op. cit., pág.233
[5] Ibíd., pág. 233
[6] Ibíd., pág. 233
[7] Ibíd., págs. 235, 236
[8] Ibíd., pág.242

domingo, 28 de abril de 2019

NOTRE DAME: LA TRAGEDIA




Antonio Maza Pereda | 25 abril 2019

“La belleza salvará al mundo” Fiodor Dostoyevsky



A días del incendio de la catedral de Notre Dame, vale la pena reflexionar sobre el papel de una época donde se creó una gran herencia para la humanidad, no solo para los franceses, y cómo esa belleza sigue dando frutos hoy en día.

Hubo en un momento una primera reacción en los medios, sobre todo en los digitales, recordando otros eventos de profanación de iglesias francesas y el incendio del templo de San Sulpicio en París. La investigación aún está en curso, pero se dice que no hay indicios de que el de Notre Dame haya sido un incendio intencional. Ahora viene otra campaña mediática con el tema de que, aprovechando el incendio, pretende convertirse a esta catedral en un templo a la ecología, con el pretexto de que ya no refleja los sentimientos de los franceses.


La catedral fue construida entre los años 1163 al 1345. Renovada en varias ocasiones, profanada y abandonada durante la Revolución Francesa, es un ejemplo del estilo gótico medieval. Un tesoro de la humanidad, un ejemplo de un concepto de belleza que sigue resonando en los corazones de la población de nuestros días. Uno de los monumentos más visitados por turistas de todo el mundo, por razones culturales más que religiosas.


Algunas de las imágenes más impactantes del siniestro, fueron las de los franceses en las calles cercanas a la catedral, rezando por su amado templo. Ello en un país donde, como en muchas partes de Europa, se cierran templos por falta de asistencia de los bautizados. Otro momento impresionante: la noticia del capellán de los bomberos arriesgando su vida para poner a salvo el sagrado sacramento del altar y algunas de las reliquias más representativas conservadas en el templo.


Porque el templo es mucho más que las piedras. Mucho más que una historia de incontable número de fieles a lo largo de siglos elevando su alma a Dios desde este lugar. Los templos católicos, a diferencia de los de otras religiones, tienen la presencia del Cuerpo de Cristo. Solo en el templo de Jerusalén hubo la presencia misma de Dios. No la hay en las mezquitas, en las sinagogas, en los templos budistas o en la mayoría de las demás confesiones cristianas.


El estilo gótico, en particular, con sus agujas, sus torres y sus arcos representan a las oraciones que se elevan al cielo desde ese templo. Una estética que es catequesis y que contribuye a propiciar la piedad de los asistentes. El malogrado místico norteamericano, Thomas Merton, en su libro autobiográfico “La montaña de los siete círculos”, narra cómo su conversión al catolicismo se debió en buena parte a su contemplación de la estética de las grandes catedrales europeas.


¿Apreciamos a nuestras catedrales? ¿Apreciamos a nuestros templos? Siendo muy importantes, no son imprescindibles. En los primeros siglos de la Iglesia no había templos. En las persecuciones, la reunión de los fieles se hacía en las catacumbas, que eran cementerios. Y de ahí salió la conversión de Europa y del cercano oriente. Al final, lo importante es el pueblo fiel que se reúne a orar. De poco sirven los hermosos templos vacíos, para los efectos a los que fueron construidos. Aprendamos a apreciar esa belleza que según Dostoievski y el Cardenal Ratzinger salvarán al mundo. Esa belleza que, junto con la verdad y el bien son los valores supremos de la humanidad.


Ojalá esta tragedia nos permita hacer aumentar nuestro aprecio por nuestros templos, sus catequesis en piedra, sus campanas que nos llaman: “Ven, ven…”. El lugar desde donde elevamos nuestra alma a Dios como comunidad, el sitio de encuentro con otros bautizados. Nuestra casa común.



@mazapereda


domingo, 21 de abril de 2019

EL ESPÍRITU SANTO NOS INTRODUCE EN EL MISTERIO DE LA RESURRECCIÓN DE CRISTO



Cuarta predicación de Cuaresma del padre Raniero Cantalamessa, con la presencia del Santo Padre | 3 abril, 2017

En las primeras dos meditaciones de Cuaresma hemos reflexionado sobre el Espíritu Santo que nos introduce en la verdad plena sobre la persona de Cristo, proclamándolo Señor y Dios verdadero. En la última meditación hemos pasado del ser al obrar de Cristo, de su persona a su obrar, y en particular sobre el misterio de su muerte redentora. Hoy nos proponemos meditar sobre el misterio de su resurrección y la nuestra.

San Pablo atribuye abiertamente la resurrección de Jesús de la muerte a la obra del Espíritu Santo. Dice que Cristo «fue constituido Hijo de Dios con potencia, según el Espíritu de santidad, en virtud de la resurrección de los muertos» (Rom 1,4). En Cristo se ha hecho realidad la gran profecía de Ezequiel sobre el Espíritu que entra en huesos secos, los resucita de sus tumbas y hace de una multitud de muertos «un ejército grande, exterminado» de resucitados a la vida y a la esperanza (cf. Ez 37,1-14).

Pero no querría proseguir mi meditación por esta línea. Hacer del Espíritu Santo el principio inspirador de toda la teología (¡la intención de la llamada teología del tercer artículo!) no significa hacer entrar a la fuerza el Espíritu Santo en toda afirmación, mencionándolo cada dos por tres. No sería de la naturaleza del Paráclito, que, como la luz, es iluminar todo quedando él mismo, por así decirlo, en la sombra, como entre bastidores. Más que hablar «del» Espíritu Santo, la teología del tercer artículo consiste en hablar «en» el Espíritu Santo, con todo lo que comporta este simple cambio de preposición. 

1. La resurrección de Cristo: enfoque histórico 


Digamos primero algo sobre la resurrección de Cristo como hecho «histórico». ¿Podemos definir la resurrección como un acontecimiento histórico, en el sentido común de este término, es decir, ocurrido realmente, es decir, en el sentido en que histórico se opone a mítico y legendario? Para expresarnos en los términos del debate reciente: ¿Resucitó Jesús sólo en el kerigma, es decir, en el anuncio de la Iglesia (como alguien ha afirmado siguiendo a Rudolf Bultmann), o, por el contrario, resucitó también en la realidad y en la historia? O también: ¿resucitó él, la persona de Jesús, o resucitó sólo su causa, en el sentido metafórico en el que resucitar significa sobrevivir, o el resurgimiento victorioso de una idea, tras la muerte de quien la ha propuesto?

Veamos, pues, en qué sentido se da un enfoque también histórico a la resurrección de Cristo. No porque alguien de nosotros aquí necesite ser convencido de esto, sino, como dice Lucas en el comienzo de su evangelio, «para que podamos darnos cuenta de la solidez de las enseñanzas que hemos recibido» (cf. Lc 1,4) y que transmitimos a los demás. 

La fe de los discípulos, salvo alguna excepción (Juan, las piadosas mujeres), no resistió la prueba de su trágico final. Con la pasión y la muerte, la oscuridad envuelve todo. Su estado de ánimo se trasluce en las palabras de los dos discípulos de Emaús: «Nosotros esperábamos que fuese él… pero ya han pasado tres días» (Lc 24,21). Estamos en un punto muerto de la fe. El caso de Jesús se considera cerrado. 

Ahora —siempre en calidad de historiadores— vayamos a algún año, incluso a alguna semana después. ¿Que encontramos? Un grupo de hombres, lo mismo que estuvo junto a Jesús, el cual va repitiendo, en voz alta, que Jesús de Nazaret es él el Mesías, el Señor, el Hijo de Dios; que está vivo y que vendrá a juzgar el mundo. El caso de Jesús no sólo se reabre, sino que es llevado en corto tiempo a una dimensión absoluta y universal. Aquel hombre no sólo interesa al pueblo de Israel, sino a todos los hombres de todos los tiempos. «La piedra que desecharon los constructores —dice san Pedro— se ha convertido en piedra angular» (1 Pe 2,4), es decir, principio de una nueva humanidad. De ahora en adelante, se sepa o no, no hay ningún otro nombre dado a los hombres bajo el cielo, en el cual uno se pueda salvar, sino el de Jesús de Nazaret (cf. Hch 4,12). 

¿Qué ha determinado un cambio tal que los mismos hombres que antes habían negado a Jesús o habían huido, ahora dicen en público estas cosas, fundan Iglesias y se dejan incluso encarcelar, flagelar, matar por él? Ellos nos dan, coralmente, esta respuesta: « ¡Ha resucitado! ¡Le hemos visto!». El último acto que puede realizar el historiador, antes de ceder la palabra a la fe, es comprobar esa respuesta. 

La resurrección es un acontecimiento histórico, en un sentido especialísimo. Está en el límite de la historia, como ese hilo que separa el mar de la tierra firme. Está dentro y fuera al mismo tiempo. Con ella, la historia se abre a lo que está más allá de la historia, a la escatología. Es, pues, en cierto sentido, la ruptura de la historia y su superación, así como la creación es su comienzo. Esto hace que la resurrección sea un acontecimiento en sí mismo incapaz de ser testimoniado ni asido con nuestras categorías mentales, que están todas vinculadas a la experiencia del tiempo y del espacio. Y, de hecho, nadie asiste al instante en el que resucita Jesús. Nadie puede decir que ha visto resucitar a Jesús, sino que sólo lo ha visto resucitado. 

La resurrección, pues, se conoce a posteriori, a continuación. Igual que la presencia física del Verbo en María demuestra el hecho de que se ha encarnado; así, la presencia espiritual de Cristo en la comunidad, atestiguada por las apariciones, demuestra que ha resucitado. Esto explica el hecho de que ningún historiador profano da a conocer la resurrección. Tácito, que también recuerda la muerte de «un cierto Cristo» en tiempo de Poncio Pilato 1, calla sobre la resurrección. Ese acontecimiento no tenía relevancia y sentido más que para quién experimentaba sus consecuencias, en el seno de la comunidad. 

¿En qué sentido, entonces, hablamos de un acercamiento histórico a la resurrección? Lo que se ofrece a la consideración del historiador y le permite hablar de la resurrección, son dos hechos: primero, la repentina e inexplicable fe de los discípulos, una fe tan tenaz que resiste incluso la prueba del martirio; segundo, la explicación que de esta fe nos han dejado los interesados. Ha escrito un eminente exégeta: «En el momento decisivo, cuando Jesús fue capturado y ejecutado, los discípulos no esperaban ninguna resurrección. Ellos huyeron y dieron por terminado el caso de Jesús. Tuvo que intervenir algo que en poco tiempo, no sólo provocó el cambio radical de su estado de ánimo, sino que les llevó también a una actividad completamente nueva y a la fundación de la Iglesia. Este “algo” es el núcleo histórico de la fe de Pascua» 2

Se ha observado justamente que, si se niega el carácter histórico y objetivo de la resurrección, el nacimiento de la fe y de la Iglesia se convertiría en un misterio aún más inexplicable que la resurrección misma: «La idea de que el imponente edificio de la historia del cristianismo sea como una enorme pirámide puesta en equilibrio inestable sobre un hecho insignificante es ciertamente menos creíble que la afirmación de que todo el acontecimiento —es decir, el dato de hecho, más el significado inherente a él— haya ocupado realmente un lugar en la historia comparable al que le atribuye el Nuevo Testamento» 3

¿Cuál es, entonces, el punto de llegada de la investigación histórica a propósito de la resurrección? Podemos captarlo en las palabras de los discípulos de Emaús. En la mañana de Pascua algunos discípulos fueron al sepulcro de Jesús y encontraron que las cosas estaban como habían referido las mujeres, que fueron antes que ellos, «pero a él no le vieron» (cf. Lc 24,24). También la historia se acerca al sepulcro de Jesús y debe constatar que las cosas están tal como los testigos han dicho. Pero a él, al Resucitado, no lo ve. No basta con constatar históricamente los hechos, hay que ver al Resucitado y esto no lo puede dar la historia, sino sólo la fe 4. Quien llega corriendo desde tierra firme a la orilla del mar debe frenar de golpe; puede ir más allá con la mirada, pero no con los pies. 

2. Significado apologético de la resurrección 

Pasando de la historia a la fe, también cambia el modo de hablar de la resurrección. El lenguaje del Nuevo Testamento y de la liturgia de la Iglesia es asertivo, apodíctico, que no se basa en demostraciones dialécticas. «Ahora, en cambio, Cristo ha resucitado de entre los muertos» (1 Cor 15,20), dice san Pablo. Punto y basta. Estamos aquí ahora en el plano de la fe, no ya en el de la demostración. Es lo que llamamos el kerigma. «Scimus Christum surrexisse a mortuis vere», canta la liturgia el día de Pascua: «Nosotros sabemos que Cristo ha resucitado verdaderamente». No sólo creemos, sino que, habiendo creído, sabemos que es así, estamos seguros de ello. La prueba más segura de la resurrección se tiene después, no antes, de haber creído, porque entonces se experimenta que Jesús está vivo.

Pero, ¿qué es la resurrección considerada desde el punto de vista de la fe? Es el testimonio de Dios en Jesucristo. Dios Padre que, en vida, ya había acreditado a Jesús de Nazaret con prodigios y signos, ahora ha puesto un sello definitivo a su reconocimiento, resucitándolo de la muerte. En el discurso de Atenas, san Pablo fórmula así la cosa: «Dios lo resucitó de entre los muertos, dando así a todos los hombres una prueba segura sobre él» (Hch 17,31). La resurrección es el potente «Sí» de Dios, su «Amén» pronunciado sobre la vida de su Hijo Jesús. 

La muerte de Cristo no era, por sí misma, suficiente para testimoniar la verdad de su causa. Muchos hombres —tenemos una trágica prueba de ello en nuestros días— mueren por causas equivocadas, incluso por causas inicuas. Su muerte no ha hecho verdadera su causa; sólo ha testimoniado que ellos creían en la verdad de ella. La muerte de Cristo no es la garantía de su verdad, sino de su amor, ya que «nadie tiene amor más grande que quien da la vida por la persona amada» (Jn 15,13). 

Sólo la resurrección constituye el sello de la autenticidad divina de Cristo. Por eso, a quien le pedía un signo, Jesús respondió: «Destruid este templo, y yo en tres días lo levantaré» (Jn 2,18s) y en otro lugar dice: «No se le dará a esta generación ninguna señal más que el signo de Jonás» que después de tres días en el vientre del cetáceo volvió a ver la luz (Mt 16,4). Pablo tiene razón al edificar sobre la resurrección, como sobre su fundamento, todo el edificio de la fe: «Si Cristo no hubiera resucitado, sería vana nuestra fe. Nosotros seríamos falsos testigos de Dios… seríamos los más desgraciados de todos los hombres» (1 Cor 15,14-15.19). Se entiende por qué san Agustín puede decir que «la fe de los cristianos es la resurrección de Cristo». Que Cristo haya muerto lo creen todos, incluso los paganos, pero que hay resucitado, sólo lo creen los cristianos, y no es cristiano quien no lo cree 5

3. Significado mistérico de la resurrección 

Hasta aquí el significado apologético de la resurrección de Cristo, es decir, que tiende a determinar la autenticidad de la misión de Cristo y la legitimidad de su pretensión divina. A ello hay que añadir un significado muy distinto que podríamos llamar mistérico o salvífico, en lo que respecta a nosotros que creemos. La resurrección de Cristo nos afecta y es un misterio «para nosotros», porque basa la esperanza de nuestra propia resurrección de la muerte: «Si el Espíritu de Dios, que resucitó a Jesús de entre los muertos, habita en vosotros, aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos vivificará también vuestros cuerpos mortales por medio de su Espíritu que habita en vosotros» (Rom 8,11).

La fe en una vida ultraterrena aparece, de manera clara y explícita, sólo hacia el final del Antiguo Testamento. El segundo libro de los Macabeos constituye su testimonio más avanzado: «Después de que muramos —exclama uno de los siete hermanos asesinado bajo Antíoco— (Dios) nos resucitará a una vida nueva y eterna» (cf. 2 Mac 7,1-14). Pero esta fe no nace de repente, de la nada; se enraíza vitalmente en toda la revelación bíblica precedente, de la que representa la conclusión esperada y, por así decirlo, el fruto más maduro. 

Sobre todo dos certezas empujaron a esta conclusión: la certeza de la omnipotencia de Dios y la de la insuficiencia e injusticia de la retribución terrena. Parecía cada vez más evidente —especialmente tras la experiencia del exilio— que la suerte de los buenos en este mundo es tal que, sin la esperanza de una retribución distinta de los justos después de la muerte, sería imposible no caer en la desesperación. Efectivamente, en esta vida todo ocurre del mismo modo al justo y al impío, tanto la felicidad como la desventura. El libro del Qohelet representa la expresión más lúcida de esta amarga conclusión (cf. Qo 7,15). 

El pensamiento de Jesús sobre el tema está expresado en la discusión con los saduceos sobre el caso de la mujer que había tenido siete maridos (Lc 20,27-38). Ateniéndose a la revelación bíblica más antigua, la mosaica, ellos no habían aceptado la doctrina de la resurrección de los muertos que consideraban una novedad. Refiriéndose a la ley del levirato (Deut 25: la mujer que se quedó viuda, sin hijos varones, es expuesta por el cuñado), ellos hipotizan el caso límite de una mujer que pasó, de este modo, a través de siete maridos y al final, seguros de haber demostrado lo absurdo de la resurrección, preguntan: «Esta mujer, en la resurrección, ¿de quién va a ser mujer»? 

Sin apartarse del terreno elegido por los adversarios, con pocas palabras, Jesús desvela primero dónde está el error de los saduceos y lo corrige, luego da a la fe en la resurrección su fundamentación más profunda y más convincente. Jesús se pronuncia sobre dos cosas: sobre la forma y sobre el hecho de la resurrección. En cuanto al hecho de que habrá una resurrección de los muertos, Jesús recuerda el episodio de la zarza ardiente donde Dios se proclama «Dios de Abraham, Dios de Isaac y Dios de Jacob». Si Dios se proclama «Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob», cuando Abraham, Isaac y Jacob están muertos desde hace generaciones, y si, por otra parte, «Dios es Dios de vivos y no de los muertos», entonces quiere decir que ¡Abraham, Isaac y Jacob están vivos en alguna parte! 

Más que sobre la respuesta de Jesús a los saduceos, la fe en la resurrección se basa en el hecho de su resurrección de la muerte. «Si se predica que Cristo resucitó de entre los muertos, —exclama Pablo—, ¿cómo pueden decir algunos de entre vosotros que no hay resurrección de entre los muertos? ¡Si no existe la resurrección de entre los muertos, tampoco Cristo ha resucitado! (1 Cor 15,12-13). Es absurdo pensar en un cuerpo cuya cabeza reina gloriosa en el cielo y cuyo cuerpo se marchita eternamente sobre la tierra o acabe en la nada. 

La fe cristiana en la resurrección de entre los muertos responde, por lo demás, al deseo más instintivo del corazón humano. Nosotros —dice Pablo— no queremos ser despojados de nuestro cuerpo, sino revestidos, es decir, no queremos sobrevivir sólo con una parte de nuestro ser —el alma—, sino con todo nuestro yo, alma y cuerpo; por tanto, no queremos que nuestro cuerpo mortal sea destruido, sino que «sea absorbido por la vida» y se revista, él mismo, de inmortalidad (cf. 2 Cor 5,1-5; 1 Cor 15,51-53). 

Nosotros, en esta vida, no tenemos de la vida eterna sólo una promesa: también también «sus primicias» y «arras». Nunca habría que traducir el término griego arrabôn utilizado por san Pablo a propósito del Espíritu (2 Cor 1,22; 5,5; Ef. 1,14) con «prenda» (pignus), sino sólo con arras (arra). San Agustín explicó bien la diferencia. La prenda, dice, no es el inicio del pago, sino algo que viene dado en espera del pago; una vez efectuado el pago, la prenda será reembolsada. No así las arras. No se restituyen en el momento del pago, sino que se completan. Forma parte ya del pago. «Si Dios, a través de su Espíritu, nos ha dado como arras el amor, cuando nos dé toda la realidad, ¿acaso se nos quitarán las arras? Ciertamente no, sino que completará lo que ya ha dado» 6

Como «las primicias» anuncian la cosecha plena y son parte de ella, así las arras son parte de la plena posesión del Espíritu. Es el «Espíritu que habita en nosotros» (cf. Rom 8,11), más que la inmortalidad del alma, quien asegura, como se ve, la continuidad entre nuestra vida presente y futura. 

Sobre el modo de la resurrección, Jesús afirma, en esa misma ocasión, la condición espiritual de los resucitados: «Los que son juzgados dignos del otro mundo y de la resurrección de los muertos, no toman mujer ni marido; y tampoco pueden ya morir, porque son iguales a los ángeles y, al ser hijos de la resurrección, son hijos de Dios». 

Se ha intentado explicar el tránsito de la condición terrestre a la de resucitados con ejemplos sacados de la naturaleza: la semilla de la que brota el árbol, la naturaleza muerta en invierno y que resucita en primavera, la oruga que se transforma en mariposa. Pablo se limita a decir: «Se siembra en corrupción, resucita en la incorruptibilidad; se siembra en la miseria, resucita en la gloria; se siembra en la debilidad, resucita en potencia; se siembra cuerpo animal, resucita cuerpo espiritual» (1 Cor 15,42-44). 

La verdad es que todo lo que respecta a nuestra condición en el más allá sigue siendo un misterio impenetrable; no porque Dios haya querido tenérnoslo escondido, sino porque, obligados como estamos, a pensar cada cosa dentro de las categorías del tiempo y del espacio, nos faltan los instrumentos para representárnoslo. La eternidad no es una entidad que existe separadamente y que se puede definir en sí misma, como si fuese un tiempo prolongado hasta el infinito. Ella es el modo de ser de Dios. ¡La eternidad es Dios! Entrar en la vida eterna significa simplemente ser admitidos, por gracia, a compartir el modo de ser de Dios. 

Todo esto no habría sido posible si la eternidad no hubiera entrado antes en el tiempo. En Cristo resucitado, y gracias a él, podemos revestirnos del modo de ser de Dios. San Pablo se representa lo que le espera después de la muerte como un «ir a estar con Cristo» (Flp 1,23). Lo mismo se deduce de la palabra de Jesús al buen ladrón: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,43). El paraíso es un estar «con Cristo», como sus «coherederos». La vida eterna es una reunificación de los miembros con la cabeza, un hacerse «masa» con él en la gloria, después de estar unidos con él en el sufrimiento (Rom 8,17). 

Una simpática historia narrada por un escritor alemán moderno nos ayuda a tener un sentido de la vida eterna más que todos los intentos de explicación racional. En un monasterio medieval vivían dos monjes unidos entre sí por una profunda amistad espiritual. Uno se llamaba Rufus y el otro Rufinus. En todo su tiempo libre no hacían otra cosa que tratar de imaginar y describir cómo sería la vida eterna en la Jerusalén celestial. Rufus, que era capataz, se la imaginaba como una ciudad con puertas de oro, constelada de piedras preciosas; Rufinus que era organista, como toda resonando melodías celestes. 

Al final hicieron un pacto: el que de ellos muriera primero volvería la noche siguiente, para garantizar al amigo que las cosas eran precisamente como las habían imaginado. Habría bastado una palabra. Si era como habían pensado, diría simplemente: taliter!, es decir, precisamente así; si —pero la cosa era totalmente imposible— fuera otra cosa, diría: aliter, distinto! 

Una tarde, mientras estaba al órgano, el corazón de Rufino se paró. El amigo veló tembloroso toda la noche, pero nada; esperó con vigilias y ayunos durante semanas y meses, y nada. Finalmente, en el aniversario de la muerte, de noche, en un halo de luz, el amigo entra en su celda. Viendo que calla, es él quien le pregunta, seguro de la respuesta afirmativa: taliter? Es así ¿verdad? Pero el amigo sacude la cabeza en signo negativo. Desesperado, grita: aliter? ¿Es diferente? De nuevo un signo negativo con la cabeza. Y finalmente de los labios cerrados del amigo salen, como en un soplo, dos palabras: Totaliter aliter: ¡Totalmente distinto! ¡Es algo muy diverso! Rufus entiende volando que el cielo es infinitamente más de lo que habían imaginado, que no se puede describir, y poco después muere también él, por el deseo de alcanzarlo 7

El hecho, naturalmente, es una leyenda, pero su contenido es al menos bíblico. «El ojo no vio ni oído oyó, ni nunca entró en el corazón de hombre lo que Dios ha preparado para aquellos que lo aman» (cf. 1 Cor 2,9). San Simeón, el Nuevo Teólogo, uno de los santos más queridos en la Iglesia Ortodoxa, tuvo un día una visión; estaba seguro de que había contemplado a Dios en persona y, seguro de que no podía haber nada más grande y radiante de lo que había visto, dijo: «¡Si el cielo no es más que esto, me basta!» El Señor le respondió: «Verdaderamente eres muy mezquino, si te contentas con estos bienes, porque, en relación con los bienes futuros, ellos son como un cielo pintado en papel, en comparación con el cielo verdadero» 8

Cuando se quiere atravesar un estrecho, decía san Agustín, lo más importante no es quedarse en la orilla y aguzar la vista para ver qué hay en la orilla opuesta, sino subir a la barca que lleva a la orilla. Y también para nosotros lo más importante no es especular sobre cómo será nuestra vida eterna, sino hacer lo que sabemos que nos conduce a ella. Que nuestra jornada de hoy sea un pequeño paso hacia ella 9.

Notas: 
1 Tácito, Anales 25.
2 Martin Dibelius, Iesus (Berlín 1966) 117.
3 Charles H. Dodd, History and the Gospel (Londres 1964) 76.
4 Cf. Søren Kierkegaard, Diario, X, 4, A, 523.
5 Cf. San Agustín, Enarr. in Psalmos, 120, 6: CCL 40,1791.
6 San Agustín, Sermones, 23, 9: CCL 41, 314.
7 H. Franck, Der Regenbogen. Siebenmalsieben Geschichten (Leipzig 1927).
8 San Simeón Nuevo Teólogo, Segunda oración de agradecimiento: SCh 113, 350.
9 San Agustín, La Trinidad IV, 15,30; Confesiones, VII, 21. 

Predicación en la capilla Redentoris Mater (foto archivo Osservatore ©Romano)
©de la traducción Pablo Cervera Barranco

domingo, 14 de abril de 2019

“DIOS HA ELEGIDO LO QUE ES NECIO PARA EL MUNDO PARA CONFUNDIR A LOS SABIOS”



Quinta predicación de Cuaresma del padre Raniero Cantalamessa ofmcap., con la presencia del Santo Padre | 12 abril, 2017

Juan y Pablo: dos miradas diferentes sobre el misterio


En el Nuevo Testamento y en la historia de la teología hay cosas que no se entienden si no se tiene en cuenta un dato fundamental, es decir, el de la existencia de dos enfoques diferentes, aunque complementarios, hacia el misterio de Cristo: el de Pablo y el de Juan. 
Juan ve el misterio de Cristo a partir de la Encarnación. Jesús, Verbo hecho carne, es para él el supremo revelador del Dios vivo, aquel fuera del cual «nadie va al Padre». La salvación consiste en reconocer que Jesús «ha venido en carne» (2 Jn 7) y en creer que él «es el Hijo de Dios» (1 Jn 5,5); «Quien tiene al Hijo, tiene la vida; quien no tiene al Hijo, no tiene la vida» (1 Jn 5,12). En el centro de todo, como se ve, está «la persona» de Jesús hombre-Dios. 
La peculiaridad de esta visión joánica salta a los ojos si la comparamos con la de Pablo. Para Pablo, en el centro de atención no está tanto la persona de Cristo, entendida como realidad ontológica; está, más bien, la obra de Cristo, es decir, su misterio pascual de muerte y resurrección. La salvación no está tanto en creer que Jesús es el Hijo de Dios venido en carne, cuanto en creer en Jesús «muerto por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación» (cf. Rom 4,25). El acontecimiento central no es la encarnación, sino el misterio pascual. 
Sería un error fatal ver en ello una dicotomía en el origen mismo del cristianismo. Cualquiera que lee sin prejuicios el Nuevo Testamento comprende que, en Juan, la encarnación es en vistas del misterio pascual, cuando Jesús finalmente derrame su Espíritu sobre la humanidad (Jn 7,39), y entiende que para Pablo el misterio pascual supone y se basa en la Encarnación. Aquel que se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz, es uno que «tenía la forma de Dios», igual a Dios (cf. Flp 2,5ss). Las fórmulas trinitarias en las que Jesucristo es mencionado junto al Padre y al Espíritu Santo, son una confirmación de que, para Pablo, la obra de Cristo tiene sentido por su persona. 
La distinta acentuación de los dos polos del misterio refleja el camino histórico que la fe en Cristo ha hecho después de la Pascua. Juan refleja la fase más avanzada de la fe en Cristo, aquella que se tiene al final, no al comienzo de la redacción de los escritos neotestamentarios. Él está al final de un proceso de remontarse a las fuentes del misterio de Cristo. Esto se nota observando desde dónde comienzan los cuatro Evangelios. Marcos comienza su evangelio desde el bautismo de Jesús en el Jordán; Mateo y Lucas, que vinieron después, dan un paso atrás y hacen comenzar la historia de Jesús desde su nacimiento de María; Juan, que escribe el último, hace un salto decisivo hacia atrás y coloca el comienzo de la historia de Cristo no ya en el tiempo, sino en la eternidad: «En el principio era el Verbo y el Verbo estaba en Dios y el Verbo era Dios» (Jn 1,1). 
El motivo de este desplazamiento de interés es bien conocido. La fe, entretanto, entró en contacto con la cultura griega y ésta está más interesada en la dimensión ontológica que en la histórica. Lo que importa para ella no es tanto el desarrollo de los hechos, cuanto su fundamento (archè). A este factor ambiental se añadían los primeros síntomas de la herejía doceta que cuestionaba la realidad de la Encarnación. El dogma cristológico de las dos naturalezas y de la unidad de la persona de Cristo estará casi enteramente basado en la perspectiva de san Juan del Logos hecho carne. 
Es importante tener en cuenta esto para comprender la diferencia y la complementariedad entre teología oriental y teología occidental. Las dos perspectivas, la paulina y la joánica, aunque fusionándose juntas (como vemos que sucede en el Credo Niceno-Constantinopolitano), conservan su distinta acentuación, como dos ríos que, confluyendo uno en otro, conservan durante un largo trecho el distinto color de sus aguas. La teología y la espiritualidad ortodoxa se basan predominantemente en Juan; la occidental (la protestante más aún que la católica) se basa principalmente en Pablo. Dentro de la misma tradición griega, la escuela alejandrina es más joánica, la antioqueña más paulina. Una hace consistir la salvación en la divinización, la otra en la imitación de Cristo. 


La cruz, sabiduría de Dios y poder de Dios 

Ahora quisiera mostrar que comporta todo esto para nuestra búsqueda del rostro del Dios vivo. Al término de las meditaciones de Adviento hablé del Cristo de Juan que, en el mismo momento en que se hace carne, introduce en el mundo la vida eterna. Al final de estas meditaciones de Cuaresma, querría hablar del Cristo de Pablo que, en la cruz, cambia el destino de la humanidad. Escuchemos enseguida el texto donde aparece más clara la perspectiva paulina sobre la cual queremos reflexionar:

«Y puesto que, en la sabiduría de Dios, el mundo no conoció a Dios por el camino de la sabiduría, quiso Dios valerse de la necedad de la predicación para salvar a los que creen. Pues los judíos exigen signos, los griegos buscan sabiduría; pero nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; pero para los llamados —judíos o griegos—, un Cristo que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Pues lo necio de Dios es más sabio que los hombres; y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres» (1 Cor 1,21-25). 
El Apóstol habla de una novedad en el actuar de Dios, casi un cambio de ritmo y de método. El mundo no ha sabido reconocer a Dios en el esplendor y en la sabiduría de la creación; entonces él decide revelarse de modo opuesto, a través de la impotencia y la necedad de la cruz. No se puede leer esta afirmación de Pablo sin recordar el dicho de Jesús: «Te bendigo, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y entendidos y se las revelado a la gente sencilla» (Mt 11,25). 
¿Cómo interpretar este vuelco de valores? Lutero hablaba de un revelarse de Dios «sub contraria specie», es decir, a través de lo contrario de lo que uno se esperaría de él [1]. Él es potencia y se revela en la impotencia, es sabiduría y se revela en la necedad, es gloria y se revela en la ignominia, es riqueza y se revela en la pobreza. 
La teología dialéctica de la primera mitad del siglo pasado llevó esta visión a sus últimas consecuencias. Entre el primer y el segundo modo de manifestarse de Dios no existe, según Karl Barth, continuidad, sino ruptura. No se trata de una sucesión sólo temporal, como entre Antiguo y Nuevo Testamento, sino de una oposición ontológica. En otras palabras, la gracia no construye sobre la naturaleza, sino contra ella; toca al mundo «como la tangente al círculo», es decir lo roza, pero sin penetrar dentro, como, en cambio, hace la levadura con la masa. Es la única diferencia que, según dice el mismo Barth, le retenía de llamarse católico; todas las demás le parecían, en comparación, de poca monta. A la analogía entis, él oponía la analogía fidei, es decir, a la colaboración entre naturaleza y gracia, la oposición entre la palabra de Dios y todo lo que pertenece al mundo. 
Benedicto XVI, en su encíclica «Deus Caritas Est», muestra las consecuencias que tiene esta distinta visión a propósito del amor. Karl Barth escribió: «Donde entra en escena el amor cristiano, comienza inmediatamente el conflicto con el otro amor [el amor humano] y este conflicto no tiene fin [2]». Benedicto XVI escribe, por el contrario: 
«Eros y agapé —amor ascendente y amor descendente— nunca llegan a separarse completamente […]. La fe bíblica no construye un mundo paralelo o contrapuesto al fenómeno humano originario del amor, sino que asume a todo el hombre, interviniendo en su búsqueda de amor para purificarla, abriéndole al mismo tiempo nuevas dimensiones» [3]. 
La oposición radical entre naturaleza y gracia, entre creación y redención, fue atenuándose en los escritos posteriores del mismo Barth y ahora ya no encuentra casi seguidores. Por tanto, podemos acercarnos con más serenidad a la página del Apóstol para entender en qué consiste realmente la novedad de la cruz de Cristo. 
Dios se ha manifestado en la cruz, sí, «bajo su contrario», pero bajo lo contrario de lo que los hombres han pensado siempre de Dios, no de lo que Dios es verdaderamente. Dios es amor y en la cruz se produjo la suprema manifestación del amor de Dios por los hombres. En cierto sentido, sólo ahora, en la cruz, Dios se revela «en la propia especie», en lo que le es propio. El texto de la primera Carta a los Corintios sobre el significado de la cruz de Cristo debe ser leído a la luz de otro texto de Pablo en la Carta a los Romanos: 
«En efecto, cuando nosotros estábamos aún sin fuerza, en el tiempo señalado, Cristo murió por los impíos; ciertamente, apenas habrá quien muera por un justo; por una persona buena tal vez se atrevería alguien a morir; pues bien: Dios nos demostró su amor en que, siendo nosotros todavía pecadores, Cristo murió por nosotros» (Rom 5,6-8). 
El teólogo medieval bizantino Nicolás Cabasilas (1322-1392) nos proporciona la clave mejor para entender en qué consiste la novedad de la cruz de Cristo. Escribe: 
«Dos cosas dan a conocer al amante verdadero y le aseguran el triunfo sobre el amado: hacerle todo el bien que le es posible y tolerar por su amor los más terribles tormentos: el sufrimiento es aún mayor prueba de amistad que el llenar de sus bienes. Pero Dios era inaccesible para todo sufrimiento y no podía ofrecer al hombre la prueba suprema de amor […]. Tenía que darnos alguna prueba y, pues nos amaba con locura, manifestarnos lo extremado de su amor. Para esto inventa y lleva a cabo este anonadamiento maravilloso. Y encuentra en ello la manera de poder sufrir los más atroces tormentos. Y habiéndole mostrado con su tortura la intensidad del amor, obliga al hombre, que antes le huía por el temor de su odio, a que se le acerque confiado» [4]. 
En la creación Dios nos ha llenado de dones, en la redención ha sufrido por nosotros. La relación entre las dos cosas es la de un amor de beneficencia que se hace amor de sufrimiento. 
Pero, ¿qué ha ocurrido tan importante en la cruz de Cristo para hacer de ella el momento culminante de la revelación del Dios vivo de la Biblia? La criatura humana busca instintivamente a Dios en la línea de la potencia. El título que sigue al nombre de Dios es casi siempre «omnipotente». Y he aquí que, abriendo el Evangelio, se nos invita a contemplar la impotencia absoluta de Dios en la cruz. El Evangelio revela que la verdadera omnipotencia es la total impotencia del Calvario. Hace falta poca potencia para proseguir, en cambio, se requiere mucha para ponerse a un lado aparte, para borrarse. ¡El Dios cristiano es esta ilimitada potencia de ocultamiento de si! 
La explicación última está, pues, en el nexo indisoluble que existe entre amor y humildad. «Se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte» (Flp 2,8). Se humilló haciéndose dependiente del objeto de su amor. El amor es humilde porque, por su naturaleza, crea dependencia. Lo vemos, en pequeño, por lo que ocurre cuando dos personas humanas se enamoran. El joven que, según el ritual tradicional, se arrodilla ante una chica para pedir su mano, hace el acto más radical de humildad de su vida, se hace mendigo. Es como si dijera: «Yo no me basto a mí mismo, necesito de ti para vivir». La diferencia esencial es que la dependencia de Dios respecto de sus criaturas nace únicamente por el amor que tiene hacia ellas, la de las criaturas entre sí, de la necesidad que tienen la una de la otra. 
«La revelación de Dios como amor, escribió Henri de Lubac, obliga al mundo a revisar todas sus ideas sobre Dios» [5]. La teología y la exégesis están aún lejos, creo, de haber sacado de ello todas las consecuencias. Una de dichas consecuencias es ésta. Si Jesús sufre de forma atroz en la cruz no lo hace principalmente para pagar en lugar de los hombres su deuda insoluta. (¡Con la parábola de los dos siervos, en Lucas 7,41ss., explicó anticipadamente que la deuda de diez mil talentos fue cancelada por el rey gratuitamente!). No, Jesús muere crucificado para que el amor de Dios pudiera llegar al hombre en el punto más remoto en el cual se había alejado rebelándosele, es decir, en la muerte. Incluso la muerte está habitada por el amor de Dios. En su libro sobre Jesús de Nazaret, Benedicto XVI, escribió: 
«La injusticia, el mal como realidad no puede simplemente ser ignorado, dejado estar. Debe ser eliminado, vencido. Esta es la verdadera misericordia. Y que ahora, puesto que los hombres no son capaces de ello, que lo haga Dios mismo: esta es la bondad incondicional de Dios» [6]. 
El motivo tradicional de la expiación de los pecados mantiene, como se ve, toda su validez, pero no el motivo último. El motivo último es «la bondad incondicional de Dios», su amor. 
Podemos identificar tres etapas en el camino de la fe pascual de la Iglesia. Al comienzo hay solamente dos hechos escuetos: «Ha muerto, ha resucitado». «Vosotros lo crucificasteis, Dios lo ha resucitado», grita a las multitudes Pedro el día de Pentecostés (cf. Hch 2,23-24). En una segunda fase, se plantea la pregunta: « ¿Por qué murió y por qué ha resucitado?», y la respuesta es el kerygma: «Murió por nuestros pecados; ha resucitado para nuestra justificación» (cf. Rom 4,25). Faltaba aún una pregunta: «Y, ¿por qué ha muerto por nuestros pecados? ¿Qué le ha empujado a hacerlo?» La respuesta (unánime, en este punto, de Pablo y de Juan) es: «Porque nos ha amado». «Me amó y se entregó a sí mismo por mí», escribe Pablo (Gál 2,20); «Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo los amó hasta el extremo», escribe Juan (Jn 13,1). 


Nuestra respuesta 

¿Cuál será nuestra respuesta frente al misterio que hemos contemplado y que la liturgia nos hará revivir en la Semana Santa? La primera y fundamental respuesta es la de la fe. No una fe cualquiera, sino la fe mediante la cual nos apropiamos de lo que Cristo ha adquirido para nosotros. La fe que “arrebata” el reino de los cielos (Mt 11,12). El Apóstol concluye con estas palabras el texto del que hemos partido: 
«Cristo Jesús [se convirtió] para nosotros sabiduría de parte de Dios, justicia, santificación y redención. Y así —como está escrito—: el que se gloríe, que se gloríe en el Señor» (1 Cor 1,30-31). 
Lo que Cristo ha llegado a ser «para nosotros» —justicia, santidad y redención— nos pertenece; ¡es más nuestro que si lo hubiéramos hecho nosotros! Yo no me canso de repetir, a este respecto, lo que escribió san Bernardo: 
«Yo, en verdad, tomo con confianza para mí (¡usurpo!) lo que me falta de las entrañas del Señor, porque rebosan misericordia. […] Mi mérito, por lo tanto, es la misericordia del Señor. No careceré seguramente de mérito mientras el Señor no carezca de misericordia. Si las misericordias del Señor son muchas, yo también soy muy grande por lo que respecta a los méritos […] ¿Cantaré acaso mi justicia? “Señor, recordaré sólo tu justicia” (cf. Sal 71,16). Ella es, en verdad, también mía; porque tú te has hecho para mí justicia que viene de Dios (cf. 1 Cor 1,30)» [7]. 
No dejemos pasar la Pascua sin haber hecho, o renovado, el golpe de audacia de la vida cristiana que nos sugiere san Bernardo. San Pablo exhorta a menudo a los cristianos a “despojarse del hombre viejo” y «revestirse de Cristo» [8]. La imagen del desvestirse y revestirse no indica una operación sólo ascética, consistente en abandonar ciertos «hábitos» y sustituirlos con otros, es decir, en abandonar los vicios y adquirir las virtudes. Es, ante todo, una operación que hay que hacer mediante la fe. Uno se pone ante el crucifijo y, con un acto de fe, le entrega todos sus pecados, la propia miseria pasada y presente, como quien se despoja y arroja en el fuego sus trapos sucios. Luego se reviste de la justicia que Cristo ha adquirido para nosotros; dice, como el publicano en el templo: « ¡Oh Dios ten piedad de mí, pecador!, y vuelve a casa como él, «justificado» (cf. Lc 18,13-14). ¡Esto sería realmente un «hacer la Pascua», realizar el santo «tránsito»! 
Naturalmente, no todo termina aquí. De la apropiación debemos pasar a la imitación. Cristo —señalaba el filósofo Kierkegaard a sus amigos luteranos— no es sólo «el don de Dios que hay que aceptar mediante la fe»; es también «el modelo a imitar en la vida» [9]. Quisiera destacar un punto concreto sobre el que tratar de imitar el actuar de Dios: lo que Cabasilas destacó con la distinción entre el amor de beneficencia y el amor de sufrimiento. 
En la creación, Dios ha demostrado su amor por nosotros llenándonos de dones: la naturaleza con su magnificencia fuera de nosotros, la inteligencia, la memoria, la libertad y todos los demás dones dentro de nosotros. Pero no le bastó. En Cristo quiso sufrir con nosotros y por nosotros. Así sucede también en las relaciones de las criaturas entre ellas. Cuando brota un amor, se siente inmediatamente la necesidad de manifestarlo haciendo regalos a la persona amada. Es lo que hacen los novios entre sí. Pero sabemos cómo funcionan las cosas: una vez casados, afloran los límites, las dificultades, las diferencias de carácter. Ya no basta hacer regalos; para avanzar y mantener vivo el matrimonio, hay que aprender a «llevar los pesos uno del otro» (cf. Gál 6,2), y a sufrir el uno por el otro y el uno con otro. Así el eros, sin menguar en sí mismo, se convierte también en ágape, amor de donación y no sólo de búsqueda. Benedicto XVI, en la encíclica citada (n.7), se expresa así: 
Si bien el eros inicialmente es sobre todo vehemente, ascendente —fascinación por la gran promesa de felicidad—, al aproximarse la persona al otro se planteará cada vez menos cuestiones sobre sí misma, para buscar cada vez más la felicidad del otro, se preocupará de él, se entregará y deseará «ser para» el otro. Así, el momento del agapé se inserta en el eros inicial; de otro modo, se desvirtúa y pierde también su propia naturaleza. Por otro lado, el hombre tampoco puede vivir exclusivamente del amor oblativo, descendente. No puede dar únicamente y siempre, también debe recibir. Quien quiere dar amor, debe a su vez recibirlo como don. 
La imitación del actuar de Dios no se refiere sólo al matrimonio y a los casados; en un sentido distinto, nos toca a todos nosotros, los consagrados antes que a cualquier otro. El progreso, en nuestro caso, consiste en pasar de hacer muchas cosas por Cristo y por la Iglesia, a sufrir por Cristo y por la Iglesia. Sucede en la vida religiosa lo que sucede en el matrimonio y no hay que asombrarse de ello, desde el momento que es también un matrimonio, un desposorio con Cristo. 
Una vez la Madre Teresa de Calcuta hablaba a un grupo de mujeres y las exhortaba a sonreír a su marido. Una de ellas la objetó: «Madre, usted habla así porque no está casada y no conoce a mi marido». Ella le respondió: «Te equivocas. También yo estoy casada y te aseguro que a veces no es fácil tampoco para mí sonreír a mi Esposo». Después de su muerte se ha descubierto a qué aludía la santa con aquellas palabras. Tras la llamada a ponerse al servicio de los más pobres de los pobres, emprendió con entusiasmo el trabajo por su divino Esposo, poniendo en pie obras que maravillaron al mundo entero. 
Muy pronto, sin embargo, la alegría y entusiasmo disminuyeron, ella cayó en una noche oscura que la acompañó durante todo el resto de la vida. Llegó a dudar si tenía todavía fe, hasta el punto de que cuando, tras su muerte, fueron publicados sus diarios íntimos, alguien totalmente desconocedor de las cosas del Espíritu, habló incluso de un «ateísmo de la Madre Teresa». La santidad extraordinaria de la Madre Teresa está en el hecho de que vivió todo esto en el más absoluto silencio con todos, escondiendo su desolación interior bajo una sonrisa constante del rostro. En ella se ve lo qué significa pasar de hacer las cosas para Dios, al sufrir por Dios y por la Iglesia. 
Es una meta muy difícil, pero afortunadamente Jesús en la cruz no solo nos ha dado el ejemplo de este tipo nuevo de amor; nos ha merecido también la gracia de hacerlo nuestro, de apropiárnoslo mediante la fe y los sacramentos. Prorrumpa, pues, en nuestro corazón, durante la Semana Santa, el grito de la Iglesia: «Adoramus Te, Christe, et benedicimus Tibi, quia per sanctam Crucem tuam redemisti mundum». Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos, porque con tu santa cruz has redimido el mundo. 
Santo Padre, venerables Padres, hermanos y hermanas: feliz y santa Pascua! 
Notas: 
[1] Cf. Martin Lutero, De servo arbitrio: WA, 18, 633; cf. también WA, 56, pp. 392. 446-447. 
[2] Karl Barth, Dommatica eclesiale, IV, 2, 832-852. La incompatibilidad entre amor humano y amor divino es la tesis de Anders Nygren, Eros y ágape, Sagitario, Barcelona 1969. (Edición original sueca (Estocolmo 1930). 
[3] Benedicto XVI, Deus Caritas Est, nn. 7-8. 
[4] Nicolás Cabasilas, Vida en Cristo, VI, 2: PG 150, 645 [trad.esp. La vida en Cristro (Rialp, Madrid 41999) 189 ]. 
[5] H. de Lubac, Histoire et esprit, Paris 1950, Ch.5. 
[6] Cf. J. Ratzinger – Benedicto XVI, Gesù di Nazaret, Parte II (Libreria Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano 2011) 151 [trad. esp. Jesús de Nazaret (BAC, Madrid 2015)]. 
[7] San Bernardo de Claraval, Sermones sobre el Cantar, 61, 4-5: PL 183,1072. 
[8] Cf. Col 3,9; Rom 13,14; Gál 3,27; Ef 4,24). 
[9] Cf. Søren Kierkegaard, Diarios, X1, A, 154 (año 1849).
Predicación en la capilla Redentoris Mater (foto archivo Osservatore ©Romano)
© Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco