domingo, 3 de abril de 2022

LA CONSTRUCCIÓN DE VLADIMIR PUTIN

El recorrido de 22 años en los que el líder de Rusia pasó de estadista a tirano.




Por Roger Cohen | 31 de marzo de 2022

PARÍS — El 25 de septiembre de 2001, el presidente ruso Vladimir Putin se dirigió al Parlamento alemán en lo que llamó “el idioma de Goethe, Schiller y Kant”, aprendido durante su estancia en Dresde, Alemania, como oficial del KGB. “Rusia es una nación europea amiga”, declaró. “La paz estable en el continente es un objetivo primordial para nuestra nación.”

El líder ruso, que el año anterior, a los 47, había sido elegido tras un ascenso meteórico desde la oscuridad, pasó a describir los “derechos y libertades democráticos” como el “objetivo clave de la política interior de Rusia”. Los miembros del Bundestag se pusieron de pie para aplaudir la reconciliación que Putin parecía encarnar en Berlín, una ciudad que durante mucho tiempo simbolizó la división entre Occidente y el mundo totalitario soviético.

Norbert Röttgen, un representante de centroderecha que durante varios años dirigió la Comisión de Asuntos Exteriores del Parlamento, fue una de las personas que se levantó para aplaudir la intervención del líder ruso. “Putin nos cautivó”, dijo. “Su voz era bastante suave, en alemán, una voz que te tienta a creer lo que te dicen. Teníamos ciertos motivos para pensar que había una perspectiva viable de unión”.

Hoy, esa unión está hecha trizas. Ucrania arde, asolada por el ejército invasor que Putin envió para demostrar su convicción de que la nacionalidad ucraniana es un mito. Más de 3,7 millones de ucranianos se han convertido en refugiados; la cifra de muertos se incrementa en una guerra de más de un mes de duración y esa voz ronroneante de Putin se ha transformado en el furioso discurso de un hombre encorvado que tacha de “escoria y traidores” a cualquier ruso que se resista a la violencia de su cada vez más estricta dictadura.

Una familia de refugiados de Ucrania llegando a una estación de tren en Budapest este mes. Credit...Mauricio Lima para The New York Times.

Este mes, Putin prometió que a sus opositores —una “quinta columna” manipulada por Occidente— no les irá bien, mientras hacía una mueca por el estancamiento de la guerra relámpago que tenía prevista en Ucrania. Los verdaderos rusos, dijo, “los escupirían como un mosquito que se les metió en la boca por casualidad” y así lograrán la “necesaria autodepuración de la sociedad”.

Este distaba de ser el lenguaje de Kant y era más bien el de la exaltación nacionalista fascista mezclada con la juventud de Putin en San Petersburgo, tan dura y pendenciera.

Entre estas voces de razón e incitación, entre estos hombres en apariencia diferentes, se encuentran 22 años de poder y cinco presidentes de Estados Unidos. Mientras China ascendía, mientras Estados Unidos luchaba y perdía sus guerras eternas en Irak y Afganistán, mientras la tecnología conectaba al mundo en una red, un enigma ruso comenzaba a formarse en el Kremlin.

¿Se equivocaron Estados Unidos y sus aliados, por exceso de optimismo o ingenuidad, con Putin desde el principio? ¿O con el tiempo se transformó en el belicista revanchista de la actualidad, ya sea por la percepción de una provocación occidental, por la acumulación de agravios o por la vertiginosa intoxicación de un gobierno prolongado y —desde el inicio de la pandemia de COVID-19— cada vez más aislado?

Putin es un enigma, pero también es una figura tremendamente pública. Visto desde la perspectiva de su temeraria apuesta en Ucrania, surge la imagen de un hombre que aprovechó para considerar casi todos los movimientos de Occidente como un desprecio a Rusia, y quizás también a sí mismo. A medida que aumentaban los agravios, poco a poco, año a año, la diferencia se difuminaba. En efecto, se convirtió en el Estado, se fusionó con Rusia, sus destinos se fundieron en una visión cada vez más mesiánica de la restauración de la gloria imperial.

De las cenizas del imperio


“Creo que, para Putin, la tentación respecto a Occidente era que lo veía como instrumento para construir una gran Rusia”, dijo Condoleezza Rice, la exsecretaria de Estado que se reunió varias veces con Putin durante la primera fase de su gobierno. “Siempre estuvo obsesionado con los 25 millones de rusos atrapados fuera de la Madre Rusia por la desintegración de la Unión Soviética. Una y otra vez lo planteó. Por eso, para él, el fin del imperio soviético fue la mayor catástrofe del siglo XX”.

Pero si el resentimiento irredentista estaba al acecho, junto con la sospecha de un espía soviético hacia Estados Unidos, Putin tenía otras prioridades iniciales. Era un patriota servidor del Estado. La Rusia poscomunista de la década de 1990, gobernada por Boris Yeltsin, el primer líder del país elegido libremente, se había desmoronado.

En 1993, Yeltsin ordenó bombardear el Parlamento para reprimir una insurgencia; murieron 147 personas. Occidente tuvo que proporcionar a Rusia ayuda humanitaria, tan grave era su colapso económico y tan generalizada su pobreza extrema que grandes sectores industriales fueron vendidos por un precio irrisorio a una clase emergente de oligarcas. Para Putin, todo esto representaba el caos. Una humillación.

En 1993, Boris Yeltsin, predecesor de Putin, ordenó bombardear el Parlamento ruso para acabar con una insurgencia. Credit...Sergei Karpukhin/Associated Press

“Odiaba lo que le ocurría a Rusia, odiaba la idea de que Occidente tuviera que ayudarla”, dijo Christoph Heusgen, principal asesor diplomático de la ex canciller alemana Ángela Merkel entre 2005 y 2017. El primer manifiesto político de Putin para la campaña presidencial de 2000 consistía en revertir los esfuerzos de Occidente por transferir el poder del Estado al mercado. “Para los rusos”, escribió, “un Estado fuerte no es una anomalía contra la que luchar”. Al contrario, “es la fuente y el garante del orden, el iniciador y el principal motor de cualquier cambio”.

Pero Putin no era marxista, aunque reinstaurara el himno nacional de la época de Stalin. Había visto el desastre de una economía planificada centralizada, tanto en Rusia como en Alemania Oriental, donde sirvió como agente del KGB entre 1985 y 1990.

El nuevo mandatario trabajaría con los oligarcas creados por el caótico capitalismo de libre mercado y el clientelismo, siempre y cuando le demostraran una lealtad absoluta. De no ser así, serían expulsados. Si esto era una democracia, era una “democracia soberana”, una frase adoptada por los principales estrategas políticos de Putin, que hace hincapié en la segunda palabra.

Marcado, hasta cierto punto, por su ciudad natal, San Petersburgo, construida por Pedro el Grande a principios del siglo XVIII como una “ventana hacia Europa”, y por su experiencia política inicial allí, desde 1991, cuando trabajaba en la alcaldía para atraer inversiones extranjeras, Putin parece haberse abierto con cautela a Occidente al principio de su mandato.

En el año 2000, habló con el expresidente Bill Clinton de la posibilidad de que Rusia entrara en la OTAN, una idea que nunca llegó a concretarse. Conservó un acuerdo de asociación de Rusia con la Unión Europea firmado en 1994. En 2002 se creó un Consejo OTAN-Rusia. El hombre de San Petersburgo rivalizaba con el Homo Sovieticus.

Se trataba de un delicado acto de equilibrio, para el que el disciplinado Putin estaba preparado. “Nunca hay que perder el control”, le dijo al director de cine estadounidense Oliver Stone en The Putin Interviews, un documental de 2017. Una vez se describió a sí mismo como “un experto en relaciones humanas”. Los legisladores alemanes no fueron los únicos que se dejaron seducir por este hombre de rasgos impasibles e intención implacable, perfeccionados como agente de inteligencia.

“Hay que entender que viene del KGB, mentir es su profesión, no es un pecado”, comentó Sylvie Bermann, embajadora de Francia en Moscú de 2017 a 2020. “Es como un espejo, se adapta a lo que ve, de la forma en que fue entrenado.”

Pocos meses antes del discurso en el Bundestag, Putin conquistó al expresidente George W. Bush, quien, tras su primer encuentro en junio de 2001, dijo que había mirado a los ojos del presidente ruso y que le había parecido “muy directo y digno de confianza”. Yeltsin, igualmente convencido, ungió a Putin como su sucesor apenas tres años después de su llegada a Moscú en 1996.

“Putin se orienta de forma muy precisa hacia una persona”, me dijo en una entrevista en 2016 en Washington Mijaíl Jodorkovski, quien era el hombre más rico de Rusia antes de cumplir una década en una colonia penal siberiana y de que su empresa fuera disuelta por la fuerza. “Si quiere caerte bien, te caerá bien.”

La última vez que vi a Jodorkovski, en Moscú en octubre de 2003, fue pocos días antes de su detención por agentes armados por cargos de malversación. Me había hablado entonces de sus audaces ambiciones políticas, un delito de lesa majestad inaceptable para Putin.

El ascenso del autócrata


Putin, como le gusta hacer, nos hizo esperar durante muchas horas. Parecía una pequeña demostración de superioridad, una pequeña descortesía que infligiría incluso a Rice, similar a la de llevar a su perro a una reunión con Merkel en 2007, cuando sabía que a ella le daban miedo los perros.

“Entiendo por qué tiene que hacer esto”, dijo Merkel. “Para demostrar que es un hombre.”

Putin llevó un perro a una reunión en 2007 con la entonces canciller alemana Ángela Merkel, de quien se sabía le tenía miedo a los canes. Credit...Axel Schmidt/Agencie France-Prese — Getty Images

Cuando por fin comenzó la entrevista con tres periodistas del New York Times, Putin se mostró cordial y concentrado, cómodo en su fuerte dominio de los detalles. “Estamos firmemente en el camino del desarrollo de la democracia y de la economía de mercado”, dijo, y añadió: “por su mentalidad y cultura, el pueblo de Rusia es europeo”.

En ese momento, Putin ya había tomado medidas drásticas contra los medios de comunicación independientes, había llevado a cabo una brutal guerra en Chechenia que supuso la destrucción de Grozni, su capital, y había colocado a funcionarios de seguridad —conocidos como silovikí— al frente de su gobierno. A menudo eran viejos compañeros de San Petersburgo, como Nikolai Patrushev, actual secretario del Consejo de Seguridad de Putin. La primera regla de un oficial de inteligencia es la sospecha.

Grozni, la capital de Chechenia, en 2000. Putin ordenó arrasar la ciudad para acabar con un movimiento separatista. Credit...Dmitry Belyakov/Associated Press

La impresión predominante fue la de un hombre dividido tras su inquebrantable mirada. El francés Michel Eltchaninoff, autor de En la cabeza de Vladimir Putin, dijo que había “un barniz de liberalismo en su discurso a principios de la década de 2000”, pero la atracción de restaurar el poder imperial ruso y así vengar la percepción de que Rusia era relegada a lo que el presidente Barack Obama llamaría “una potencia regional”, fue siempre el impulso más profundo de Putin.

Nacido en 1952, en una ciudad que en ese entonces se llamaba Leningrado, Putin creció a la sombra de la guerra de los soviéticos con la Alemania nazi, conocida por los rusos como la Gran Guerra Patria. Su padre fue gravemente herido, un hermano mayor murió durante el brutal asedio alemán de 872 días a la ciudad, y un abuelo había trabajado para Stalin como cocinero. Los inmensos sacrificios del Ejército Rojo para derrotar al nazismo no eran abstractos, sino palpables dentro de su modesta familia. Desde joven, Putin aprendió, como suele decir, que “al débil se le vence”.

“Occidente no valoró lo suficiente la fuerza del mito soviético, el sacrificio militar y el revanchismo en él”, dijo Eltchaninoff, cuyos abuelos eran todos rusos. “Cree profundamente que el hombre ruso está dispuesto a sacrificarse por una idea, mientras que al hombre occidental le gusta el éxito y la comodidad.”

Putin dio una muestra de esa comodidad a Rusia en los primeros ocho años de su presidencia. La economía avanzaba a todo vapor y la inversión extranjera llegaba a raudales. “Fue tal vez la época más feliz de la vida del país, con niveles de prosperidad y de libertad nunca igualados en la historia de Rusia”, dijo Alexander Gabuev, investigador principal del Centro Carnegie de Moscú.

Gabuev, que, como miles de rusos liberales, huyó a Estambul desde que comenzó la guerra en Ucrania, añadió que “había mucha corrupción y concentración de riqueza, pero también mucha bonanza. Y recuerda que en los años noventa todo el mundo era más pobre que una rata”. Ahora la clase media podía ir de vacaciones a Turquía o Vietnam.

Timothy Snyder, un destacado historiador del fascismo, lo expresó en estos términos: “Habiendo jugado con un Estado de derecho autoritario, sencillamente se convirtió en el oligarca en jefe y convirtió al Estado en el mecanismo ejecutor de su clan oligárquico”.

Sin embargo, el país más grande de la Tierra, que se extiende a lo largo de 11 husos horarios, necesitaba algo más que la recuperación económica para volver a ponerse en pie. Putin se había formado en un mundo soviético que sostenía que Rusia no sería una gran potencia si no dominaba a sus vecinos. Los rumores a las puertas del país pusieron en entredicho esa doctrina.

En noviembre de 2003, la Revolución de las Rosas en Georgia puso a ese país camino a Occidente. En 2004 —el año de la segunda expansión de la OTAN tras la Guerra Fría, que incluyó a Estonia, Lituania, Letonia, Bulgaria, Rumanía, Eslovaquia y Eslovenia—, en Ucrania estallaron protestas callejeras masivas, conocidas como la Revolución Naranja. Estas manifestaciones también surgieron del rechazo a Moscú y la aceptación de un futuro occidental.

Ahí comenzó el giro de Putin de la cooperación con Occidente a la confrontación. Sería lento, pero la dirección general estaba marcada. Una vez, cuando Merkel le preguntó cuál había sido su mayor error, el presidente ruso respondió: “Confiar en usted”.

El enfrentamiento con Occidente


A partir de 2004, se hizo evidente un claro endurecimiento de la Rusia de Putin, lo que Rice, exsecretaria de Estado, denominó “una ofensiva en la que empezaron a circular estas historias de vulnerabilidad y contagio democrático”.

Antes de que terminara ese año, el mandatario eliminó las elecciones para los gobernadores regionales, convirtiéndolos en personas designadas por el Kremlin. Debido a su propaganda indiscriminada, la televisión rusa se parecía cada vez más a la televisión soviética.

Para Putin, la expansión de la OTAN hacia países que habían formado parte de la Unión Soviética o de su imperio de Europa del Este en la posguerra representaba una traición estadounidense. La amenaza de una democracia occidental exitosa a sus puertas parece haber evolucionado hasta convertirse en una amenaza más inmediata para su sistema cada vez más represivo.

“La pesadilla de Putin no es la OTAN, sino la democracia”, dijo Joschka Fischer, exministro alemán de Relaciones Exteriores que se reunió varias veces con Putin. “Son las revoluciones de colores, las miles de personas en las calles de Kiev. Una vez que abrazó una ideología imperial y militar como base de una Rusia como potencia mundial, fue incapaz de tolerar esto”.

Aunque Putin ha presentado a una Ucrania de tendencia occidental como una amenaza para la seguridad rusa, se trataba más bien de una amenaza para su propio sistema autoritario. Radek Sikorski, exministro polaco de Relaciones Exteriores, dijo: “Por supuesto, Putin tiene razón en que una Ucrania democrática integrada en Europa y con éxito es una amenaza mortal para el putinismo. Esa, más que la pertenencia a la OTAN, es la cuestión”.

Al presidente ruso no le gustan las amenazas mortales, ya sean reales o imaginarias. Si alguien dudaba de la crueldad de Putin, en 2006 los convenció de ella. Su aversión a la debilidad lo hizo proclive a la violencia. Sin embargo, las democracias occidentales tardaron en asimilar esta lección básica.

Necesitaban a Rusia, y no solo por su petróleo y gas. El mandatario ruso era un importante aliado potencial en lo que se conoció como la guerra global contra el terrorismo. Coincidía con su propia guerra en Chechenia y con una tendencia a verse a sí mismo como parte de una batalla civilizatoria en nombre del cristianismo.

Putin con el presidente George W. Bush en Liubliana, Eslovenia, en junio de 2001. A la izquierda, Condoleezza Rice, entonces asesora de seguridad nacional de Bush. Credit... Larry Downing/Reuters

No obstante, Putin se sentía mucho menos cómodo con la “agenda de la libertad” que Bush anunció en el discurso de su renovación de mandato en enero de 2005, un compromiso para promover la democracia en todo el mundo en aras de una visión neoconservadora. En cada movimiento a favor de la libertad, Putin veía ahora la mano oculta de Estados Unidos. ¿Y por qué Bush no iba a incluir a Rusia en su ambicioso programa?

Al llegar a Moscú como embajador de Estados Unidos en 2005, William Burns, ahora director de la CIA, envió un mensaje sobrio, en el que se disipaba todo el optimismo de la posguerra fría. “Rusia es demasiado grande, demasiado orgullosa y demasiado consciente de su propia historia como para encajar en una ‘Europa entera y libre’”, escribió. Como relata en sus memorias, The Back Channel, Burns añadió que el “interés de Rusia por desempeñar un papel distintivo de Gran Potencia” causaría “a veces problemas significativos”.

Cuando François Hollande, el expresidente francés, se reunió con Putin varios años después, se sorprendió al ver que se refería a los estadounidenses como “yanquis”, y en términos mordaces. Estos yanquis “nos han humillado, nos han puesto en segundo lugar”, le dijo Putin. La OTAN era una organización “agresiva por naturaleza”, utilizada por Estados Unidos para presionar a Rusia, incluso para agitar movimientos democráticos.

“Se expresó de forma fría y calculadora”, dijo Hollande. “Es un hombre que siempre quiere demostrar una especie de determinación implacable, pero también con un tono de seducción, casi de dulzura. Un tono agradable se alterna con arrebatos brutales, que así se hacen más eficaces”.

Cuanto más seguro estaba de su poder, más parecía que Putin volvía a la hostilidad hacia Estados Unidos en la que se había formado. Los bombardeos de la OTAN sobre Belgrado en 1999, durante la guerra de Kosovo, y la invasión de Irak por parte de Estados Unidos en 2003, ya le habían infundido una sana desconfianza hacia las invocaciones estadounidenses de la Carta de las Naciones Unidas y el derecho internacional. Convencido del excepcionalismo de Rusia, de su destino inevitable de ser una gran potencia, no podía soportar el excepcionalismo estadounidense, la percepción de que Estados Unidos lanzaba su poder en nombre de un destino único, de una misión inherente para difundir la libertad en un mundo en el que Estados Unidos era la única potencia hegemónica.

En 2007, estos rencores llegaron a su punto álgido en el feroz discurso que Putin pronunció en la Conferencia de Seguridad de Múnich. “Un Estado y, por supuesto, en primer lugar Estados Unidos, ha sobrepasado sus fronteras nacionales en todos los sentidos”, declaró ante una audiencia conmocionada. Tras la Guerra Fría se había impuesto un “mundo unipolar” con “un centro de autoridad, un centro de fuerza, un centro de toma de decisiones”.

El resultado era un mundo “en el que hay un solo amo, un solo soberano y, al final, esto es pernicioso”. Más que pernicioso, era “extremadamente peligroso”, y su consecuencia era que “nadie se siente seguro”.
La amenaza de la expansión de la OTAN

Después del discurso que Putin pronunció en Múnich, Alemania aún tenía esperanzas. Merkel, quien creció en Alemania del Este, y habla ruso con fluidez, había entablado una relación con el mandatario. Putin puso a sus dos hijos en la escuela alemana de Moscú tras su regreso de Dresde. Le gustaba citar poemas alemanes. “Había una afinidad”, dijo Heusgen, el principal asesor diplomático de Merkel. “Un entendimiento”.

Sin embargo, trabajar con Putin no significaba que se le podía influir. “Creíamos con firmeza que no sería bueno incorporar a Georgia y Ucrania a la OTAN”, dijo Heusgen. “Traería inestabilidad”, agregó. Heusgen señaló que el artículo 10 del Tratado de la OTAN establece que cualquier miembro nuevo debe estar en condiciones de “contribuir a la seguridad del área del Atlántico Norte”. Merkel no tenía claro cómo harían eso ambos países.

Sin embargo, durante el último año de la presidencia de Bush, Estados Unidos no estaba dispuesto a transigir. Bush quería un “plan de acción para la adhesión” de Ucrania y Georgia, un compromiso específico para incorporar a ambos países a la alianza, que se anunciaría en la cumbre de la OTAN de abril de 2008 en Bucarest, Rumania. La expansión de la OTAN había garantizado la seguridad y la libertad de 100 millones de europeos liberados del imperio totalitario soviético; no debía detenerse.

En su calidad de embajador, Burns se opuso. En un mensaje a Rice, que en ese momento era confidencial, escribió: “La entrada de Ucrania en la OTAN es la más evidente de todas las líneas rojas para la élite rusa (no solo para Putin)”. En más de dos años y medio de conversaciones con los principales actores rusos, desde los matones idiotas de los oscuros recovecos del Kremlin hasta los más agudos críticos liberales de Putin, todavía no he encontrado a nadie que vea a Ucrania en la OTAN como algo distinto a un desafío directo a los intereses rusos”.

Ya en febrero de 2008, Estados Unidos y muchos de sus aliados habían reconocido la independencia de Kosovo de Serbia, una declaración unilateral que Rusia rechazó por considerarla ilegal, así como una afrenta a una nación eslava. Bermann, exembajadora de Francia en Moscú, recordó que el ministro de Relaciones Exteriores ruso, Sergey Lavrov, le advirtió en aquel momento: “Tenga cuidado, es un precedente, se utilizará en su contra”.

Francia se unió a Alemania en Bucarest para oponerse al plan de acción para la adhesión a la OTAN de Georgia y Ucrania. “Alemania no quería nada”, recordó Rice. “Dijo que no se podía acoger a un país con un conflicto congelado como Georgia”, en alusión al tenso enfrentamiento entre Georgia y las repúblicas separatistas de Osetia del Sur y Abjasia, apoyadas por Rusia.

A lo que el Sikorski, ministro de Relaciones Exteriores polaco, replicó: “¡Ustedes fueron un conflicto congelado durante 45 años!”.

Fue difícil hacer concesiones. La declaración de los líderes de la OTAN manifestó que Ucrania y Georgia “se convertirán en miembros de la OTAN”. Pero nunca se aprobó un plan de acción que hiciera posible esa adhesión. Ucrania y Georgia se quedaron con una promesa vacía, condenadas a vagar indefinidamente en una tierra de nadie estratégica, mientras que Rusia enfureció y dejó entrever una división que podría aprovechar más adelante.

“Hoy vemos la declaración y pensamos que fue el peor de los mundos”, dijo Thomas Bagger, el saliente principal asesor diplomático del presidente alemán.

Putin acudió a Bucarest y pronunció lo que Rice describió como un “discurso emotivo”, en el que sugería que Ucrania era un país inventado, destacaba la presencia de 17 millones de rusos en ese territorio y calificaba a Kiev como la madre de todas las ciudades rusas, una afirmación que luego se convertiría en su obsesión.

Para Sikorski, el discurso de Putin no fue sorprendente. Ese año había recibido una carta de Vladimir Zhirinovski, un feroz nacionalista ruso que entonces era vicepresidente de la Duma, en la que sugería que Polonia y Rusia se repartieran Ucrania. “No respondí”, dijo Sikorski. “No nos dedicamos a cambiar las fronteras.”

Sin embargo, a pesar de todas las diferencias, Putin todavía no se había endurecido hasta la hostilidad absoluta. El presidente Bush y Rice se dirigieron a Sochi, el centro turístico favorito de Putin, en la costa del Mar Negro.

Putin mostró los lugares previstos para los Juegos Olímpicos de Invierno de 2014. Les presentó a Dmitri Medvédev, su viejo socio que se convertiría en presidente en mayo, como parte de una maniobra coreografiada para respetar los límites constitucionales rusos de los mandatos, pero permitir que Putin regrese al Kremlin en 2012 tras un periodo como primer ministro.

Hubo bailarines cosacos. Algunos estadounidenses bailaron y el ambiente era muy bueno.

Tres meses después, estalló una guerra de cinco días en Georgia. Rusia la calificó de operación de “imposición de la paz”. Tras haber provocado un impetuoso ataque georgiano contra sus fuerzas de representación en Osetia del Sur, Rusia invadió Georgia. Su objetivo estratégico era neutralizar cualquier ambición de adhesión de Georgia a la OTAN; lo que se consiguió en gran medida. Moscú reconoció la independencia de Abjasia y Osetia del Sur, integrándolas en Rusia.

Putin, a su manera deliberada, había dado un primer ultimátum, sin una respuesta occidental significativa.
Nosotros contra ellos

El 7 de mayo de 2012, mientras una salva de 30 cañonazos resonaba en Moscú y policías antimotines camuflados acorralaban a los manifestantes, Putin regresó a la presidencia rusa. Nervioso y cada vez más convencido de la perfidia y la decadencia de Occidente, había cambiado en muchos aspectos.

La policía antidisturbios dispersó a los manifestantes en el centro de Moscú que protestaban por el regreso de Putin a la presidencia en mayo de 2012 Credit...Sergey Ponomarev/Associated Press

El estallido de grandes protestas callejeras cinco meses antes, en las que los manifestantes llevaban pancartas que decían “Putin es un ladrón”, había cimentado su convicción de que Estados Unidos estaba decidido a provocar una revolución de colores en Rusia. Las manifestaciones estallaron después de unas elecciones parlamentarias en diciembre de 2011 que fueron ampliamente consideradas como fraudulentas por los observadores nacionales e internacionales. Los disturbios fueron finalmente aplastados.

En ese momento Putin acusó a Hillary Clinton, que en ese entonces era la secretaria de Estado, de ser la principal instigadora. “Ella marcó el tono para algunos actores en nuestro país y les dio una señal”, dijo. Clinton replicó que, en consonancia con los valores de Estados Unidos, “expresamos preocupaciones que creíamos bien fundadas sobre el desarrollo de las elecciones”.

El estallido de grandes protestas callejeras cinco meses antes, en las que los manifestantes llevaban pancartas que decían “Putin es un ladrón”, había cimentado su convicción de que Estados Unidos estaba decidido a provocar una revolución de colores en Rusia. Las manifestaciones estallaron después de unas elecciones parlamentarias en diciembre de 2011 que fueron ampliamente consideradas como fraudulentas por los observadores nacionales e internacionales. Los disturbios fueron finalmente aplastados.

En ese momento Putin acusó a Hillary Clinton, que en ese entonces era la secretaria de Estado, de ser la principal instigadora. “Ella marcó el tono para algunos actores en nuestro país y les dio una señal”, dijo. Clinton replicó que, en consonancia con los valores de Estados Unidos, “expresamos preocupaciones que creíamos bien fundadas sobre el desarrollo de las elecciones”.

Todo ello pese a los intentos del gobierno Obama de “reajustar” las relaciones con Rusia durante los cuatro años que pasó en el cargo el menos duro Medvédev, que siempre estuvo en deuda con Putin.

Sin embargo, la idea de que Putin supusiera una amenaza seria para los intereses de Estados Unidos fue descartada en Washington, porque toda la atención estaba centrada en derrotar a Al Qaeda. Después de que el gobernador Mitt Romney dijera que la mayor amenaza geopolítica a la que se enfrentaba Estados Unidos era Rusia, el presidente Obama se burló de él.

“La Guerra Fría acabó hace más de 20 años”, dijo Obama a modo de lección despectiva durante un debate presidencial de 2012.

Rusia, bajo la presión de Estados Unidos, no emitió su voto en 2011 en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas para una intervención militar en Libia, que autorizaba “todas las medidas necesarias” para proteger a los civiles. Cuando, en opinión de Putin, esta misión se transformó en la búsqueda del derrocamiento de Muamar el Gadafi, asesinado por las fuerzas libias, el presidente ruso montó en cólera. Para él fue una confirmación más de la ilegalidad con que actuaba Estados Unidos internacionalmente.

Había algo más en juego. “A Putin lo atormentaba la brutal eliminación de Gadafi”, dijo Mark Medish, quien fue director principal de asuntos rusos, ucranianos y euroasiáticos en el Consejo de Seguridad Nacional durante la presidencia de Clinton. “Me dijeron que repetía los videos una y otra vez.” La eliminación de un dictador se sintió como algo personal.

Michel Duclos, quien fungió como embajador de Francia en Siria y que ahora es asesor especial del Institut Montaigne de París, un grupo de expertos, considera que Putin tomó la “decisión de una repolarización” definitiva en 2012. “Se había convencido de que Occidente estaba en decadencia tras la crisis financiera de 2008”, afirmó Duclos. “El camino a seguir era la confrontación”, agregó el experto.

En este enfrentamiento, Putin se había armado con refuerzos culturales y religiosos. Se presentó a sí mismo como la encarnación machista de los valores cristianos ortodoxos conservadores contra el abrazo irreligioso de Occidente al matrimonio entre personas del mismo sexo, el feminismo radical, la homosexualidad, la inmigración masiva y otras manifestaciones de “decadencia”.

Putin se ha transformado en defensor del cristianismo ortodoxo. Credit...Foto de consorcio por Alexei Nikolsky

Según Putin, Estados Unidos y sus aliados pretendían globalizar estos valores subversivos bajo la cobertura de la promoción de la democracia y los derechos humanos. La Santa Rusia se opondría a esta nefasta homogeneización. El putinismo, tal y como ahora se concretaba, se oponía a un Occidente impío y acechante. Moscú volvió a tener una ideología. La de la resistencia conservadora, y atraía a los líderes de la derecha en toda Europa y más allá.

También era, al parecer, un reflejo de algo más. Cuando, en el documental de Oliver Stone, se le pregunta a Putin si alguna vez tiene “días malos”, su respuesta es: “No soy una mujer, así que no tengo días malos”. Presionado un poco por el generalmente deferente Stone, el presidente ruso opina: “Es la naturaleza de las cosas”.

Pero Putin no estaba bromeando sobre su desafío conservador a la cultura occidental. Le permitió desarrollar su propio apoyo en Europa entre los partidos de la derecha dura, como la Agrupación Nacional Francesa, antes Frente Nacional, que recibió un préstamo de un banco ruso. El nacionalismo autocrático revivió su atractivo, desafiando al liberalismo democrático que el líder ruso declararía “obsoleto” en 2019.

Una serie de escritores e historiadores fascistas o nacionalistas con ideas místicas sobre el destino y la suerte de Rusia, entre los que destaca Ivan Ilyin, influyeron cada vez más en el pensamiento de Putin. Ilyin veía al soldado ruso como “la voluntad, la fuerza y el honor del Estado ruso” y escribió: “Mi oración es como una espada. Y mi espada es como una oración”. Putin lo citó con frecuencia.

“En el momento en que Putin vuelve al Kremlin, tiene una ideología, una cobertura espiritual para su cleptocracia”, dijo Snyder, el historiador. “Ahora Rusia se extiende hasta donde su líder decida. Se trata de la Rusia eterna, una mezcla de los últimos 1000 años. Ucrania es nuestra, siempre nuestra, porque Dios lo dice, y no importan los hechos”.

Cuando Putin viajó a Kiev en julio de 2013, en una visita para conmemorar el 1025° aniversario de la conversión al cristianismo del San Vladimir el Grande, prometió proteger “nuestra patria común, la Gran Rus”. Más tarde mandó erigir una estatua de Vladimir frente al Kremlin.

Para Ucrania, sin embargo, esa “protección” rusa se había convertido en poco más que una amenaza apenas velada, independientemente de los amplios lazos culturales, lingüísticos y familiares entre ambos países.

“Polonia ha sido invadida muchas veces por Rusia”, dijo Sikorski, ex ministro de Relaciones Exteriores polaco. “Pero recuerden que Rusia nunca invade. Solo acude en ayuda de las minorías ruso parlantes en peligro”.
Un líder envalentonado

A lo largo de 22 años, el ejercicio del poder de Putin es, en muchos sentidos, un creciente estudio de la audacia. En un principio, con la intención de restaurar el orden y ganarse el respeto internacional —especialmente en Occidente—, se convenció de que una Rusia rica en ingresos petroleros y en nuevo armamento de alta tecnología podía pavonearse por el mundo, desplegar la fuerza militar y encontrar escasa resistencia.

“El poder, para los rusos, son las armas. No es la economía”, dijo Bermann, exembajadora de Francia, que siguió de cerca la constante militarización de la sociedad rusa por parte de Putin durante su estancia en Moscú. Le llamó especialmente la atención el grandioso despliegue de videos de armamento nuclear e hipersónico avanzado presidido por el presidente en un discurso a la nación en marzo de 2018.

“Nadie nos escuchó”, proclamó Putin. “Escúchennos ahora.” También dijo: “Los esfuerzos por contener a Rusia han fracasado”.

Pareciera que Putin creía que era la encarnación del destino místico de la gran potencia rusa, lo que desaparecería todos los obstáculos. “Cuando lo conocí, había que inclinarse un poco para entender lo que decía”, dijo Rice, la ex secretaria de Estado. “He visto a Putin pasar de ser un poco tímido, a algo tímido, a arrogante y ahora megalomaníaco”.

Un momento importante en esta evolución parece haber llegado con la decisión de última hora de Obama en 2013 de no bombardear Siria después de que Bashar al-Assad, el presidente sirio, cruzara una “línea roja” estadounidense contra el uso de armas químicas. En su lugar, Obama llevó el caso de la guerra a un Congreso reticente, y bajo la persistente amenaza estadounidense y la presión de Moscú, al-Assad accedió a la destrucción de las armas.

La vacilación parece haber dejado una impresión en Putin. “Creo que fue decisivo”, dijo Hollande, el expresidente francés, que había preparado aviones de guerra para participar en el ataque militar previsto. “Decisivo para la credibilidad estadounidense, y eso tuvo consecuencias. Después de eso, creo que Putin consideró débil a Obama”.

Ciertamente, Putin intensificó rápidamente sus esfuerzos para expandir el poder ruso.

Ucrania, al derrocar a su líder respaldado por Moscú en un sangriento levantamiento popular en febrero de 2014, y al rechazar de facto las seducciones multimillonarias de Putin para unirse a su Unión Euroasiática en lugar de buscar un acuerdo de asociación con la UE, cometió lo imperdonable. Para Putin esto era el espectro devorador de la revolución de colores hecho realidad. Fue, insistió, un “golpe de Estado” respaldado por Estados Unidos.

A esto le siguió la anexión de Crimea por parte de Putin y la orquestación del conflicto militar en el este de Ucrania que creó dos regiones separatistas respaldadas por Rusia.

Dos décadas antes, en 1994, Rusia había firmado un acuerdo conocido como el Memorándum de Budapest, por el que Ucrania renunciaba a su vasto arsenal nuclear a cambio de la promesa de respetar su soberanía y las fronteras existentes. Pero Putin no estaba interesado en ese compromiso.

Heusgen señaló que el punto de ruptura para Merkel llegó cuando le preguntó a Putin sobre los “hombrecitos verdes” —soldados rusos encubiertos— que aparecieron en Crimea antes de la anexión rusa en marzo de 2014. “No tengo nada que ver con ellos”, respondió Putin, de manera poco convincente.

“Le mintió: mentiras, mentiras, mentiras”, aseguró Heusgen. “A partir de entonces, Merkel dejó de creer en todo lo que le decía.” Ella le decía a Obama que el líder ruso “vivía en otro mundo”.

Más tarde, cuando Putin ordenó a las fuerzas rusas entrar en Siria y, en 2016, se embarcó en el feroz bombardeo de Alepo, Merkel le dijo que el bombardeo tenía que parar. Pero el líder ruso no quiso.

“Dijo que había algunos combatientes chechenos y terroristas allí, y que no los quería de vuelta, y que bombardearía todo Alepo para deshacerse de ellos”, dijo Heusgen. “Fue de una brutalidad absoluta. Es decir, ¿qué tan brutal se puede ser?”.

Mentiras y brutalidad: los métodos básicos de la última versión de Putin estaban bastante claros. Para cualquiera que estuviera escuchando, Lavrov, el ministro de Relaciones Exteriores, lo había puesto de manifiesto en la Conferencia de Seguridad de Múnich de 2015.

En un discurso tan violento como el de Putin en 2007, Lavrov acusó a los ucranianos de participar en una orgía de “violencia nacionalista” caracterizada por purgas étnicas dirigidas contra judíos y rusos. La anexión de Crimea se produjo porque un levantamiento popular exigió “el derecho de autodeterminación” en virtud de la Carta de las Naciones Unidas, afirmó.

Estados Unidos, según Lavrov, estaba impulsado por un deseo insaciable de dominio mundial. Europa, una vez terminada la Guerra Fría, debería haber construido “la casa común europea” —una “zona económica libre” desde Lisboa hasta Vladivostok— en lugar de ampliar la OTAN hacia el este.

Pero no muchos escuchaban. Estados Unidos y la mayor parte de Europa —a excepción de las naciones más cercanas a Rusia— se dejaron llevar por la convicción, pocas veces cuestionada, de que la amenaza rusa, aunque creciente, estaba contenida; de que Putin era un hombre racional cuyo uso de la fuerza implicaba un análisis serio de costos y beneficios; y que la paz europea estaba asegurada. Los oligarcas siguieron haciendo de “Londresgrado” su hogar; el Partido Conservador de Gran Bretaña se alegró de recibir dinero de ellos. Figuras prominentes de Alemania, Francia y Austria aceptaron con gusto sinecuras rusas bien pagadas. Entre ellos, Gerhard Schröder, ex canciller alemán, y François Fillon, ex primer ministro francés. El petróleo y el gas rusos llegaron a Europa.

Destacados intelectuales, como Hélène Carrère d’Encausse, secretaria perpetua de la Académie Française y especialista en historia rusa, defendieron a Putin con firmeza, incluso en el período previo a la guerra de Ucrania. “Estados Unidos se dedicó a humillar a Rusia”, dijo a un entrevistador de la televisión francesa, sugiriendo que la disolución simultánea de la OTAN y el Pacto de Varsovia habrían servido mejor al mundo.

En cuanto al expresidente Donald Trump, nunca tuvo una palabra crítica para Putin, prefiriendo creerle a él antes que a sus propios servicios de inteligencia acerca de la intromisión rusa en las elecciones de 2016.

El entonces presidente Donald Trump con Putin en Helsinki, Finlandia, en 2018 Credit...Doug Mills/The New York Times

“En retrospectiva, deberíamos haber empezado hace tiempo lo que ahora tenemos que hacer a toda prisa”, dijo Bagger, el alto diplomático alemán. “Reforzar nuestro ejército y diversificar los suministros de energía. En lugar de ello, seguimos adelante y ampliamos los flujos de recursos procedentes de Rusia. Y arrastramos un ejército vaciado”.

Y añadió: “No nos dimos cuenta de que Putin se había metido en una mitología histórica y pensaba en categorías de un imperio de 1000 años. No se puede disuadir a alguien así con sanciones”.

La guerra en Ucrania


Lo impensable puede ocurrir. La guerra elegida por Rusia en Ucrania es una prueba de eso. Viendo cómo se desarrollaba, Bermann me dijo que le habían recordado unas líneas de La mancha humana, de Philip Roth: “Lo peligroso del odio es que, una vez empiezas a sentirlo, lo experimentas cien veces más de lo que esperabas. Una vez empiezas, no puedes detenerte”.

En el aislamiento provocado por la COVID-19, aparentemente redoblado por la aerofobia que ha llevado al líder ruso a imponer lo que Bagger llamó “medidas extraordinarias” para cualquiera que se reúna con él, pareció que todas las obsesiones de Putin sobre los 25 millones de rusos perdidos en su patria durante la desintegración de la Unión Soviética cobraron fuerza.

“Algo pasó”, dijo Bermann, que fue recibida por un sonriente Putin cuando presentó sus credenciales como embajadora en 2017. “Habla con una nueva rabia y furia, una especie de locura.”

Rice quedó igualmente impactada. “Algo es definitivamente diferente”, dijo. “No controla sus emociones. Algo está mal”.

Después de que el presidente de Francia, Emmanuel Macron, se reunió con Putin en extremos opuestos de una mesa de seis metros el mes pasado, declaró a los periodistas que el mandatario le pareció más rígido, aislado e ideológicamente inflexible que en su reunión previa celebrada en 2019. Los asistentes de Macron describieron a Putin como físicamente cambiado, con la cara hinchada. “Paranoico” fue la palabra elegida por el principal asesor diplomático del presidente francés para describir un discurso de Putin justo antes de la guerra.

El hecho de que Ucrania tocó a Putin de alguna manera bastante perturbadora es evidente en el tratado de 5000 palabras sobre “La unidad histórica de rusos y ucranianos” que escribió en su aislamiento el verano pasado y que ordenó distribuir a los miembros de las fuerzas armadas. Con argumentos que se remontan al siglo IX, dijo que “de hecho, Rusia fue despojada”. Ucrania es ahora el hogar de “radicales y neonazis” que pretenden borrar cualquier rastro de Rusia.

“Nunca permitiremos que nuestros territorios históricos y las personas cercanas que viven en ellos sean utilizados contra Rusia”, escribió. “Y a los que emprendan tal intento, me gustaría decirles que así destruirán su propio país.”

Obuses rusos autopropulsados siendo cargados en un vagón de tren en las afueras de Taganrog, Rusia, dos días antes de la invasión de Ucrania. Credit...The New York Times

En retrospectiva, su intención es bastante clara, muchos meses antes de la invasión. Así se lo pareció a Eltchaninoff, el autor francés. “La religión de la guerra se había instalado”, dijo. “Putin había sustituido lo real por un mito.”

¿Pero por qué ahora? Putin había llegado a la conclusión de que Occidente es débil, dividido, decadente, entregado al consumo privado y a la promiscuidad. Alemania tenía un nuevo líder y Francia unas elecciones inminentes. Había logrado consolidar una asociación con China. Materiales de inteligencia deficientes lo convencieron de que el Ejército ruso sería recibido como libertador en, al menos, grandes extensiones del este de Ucrania. La COVID-19, dijo Bagger, “le había dado una sensación de urgencia, de que el tiempo se estaba acabando”.

Hollande, el expresidente, tenía una explicación más sencilla: “Putin estaba ebrio de su propio éxito. En los últimos años, ha ganado mucho”. En Crimea, en Siria, en Bielorrusia, en África, en Kazajistán. “Putin se dice a sí mismo: ‘Estoy avanzando en todas partes. ¿Dónde estoy en retirada? ¡En ninguna parte!’”.

Eso ya no es así. De un solo golpe, Putin impulsó a la OTAN, puso fin a la neutralidad suiza y al pacifismo alemán de posguerra, unió a una Unión Europea que había estado fragmentada, perjudicó a la economía rusa de cara a los años por venir, provocó un éxodo masivo de rusos educados y reforzó lo mismo que negó que hubiera existido, de una manera que resultará indeleble: la nacionalidad ucraniana. Se ha visto superado por el ágil y valiente presidente ucraniano, Volodímir Zelenski, un hombre del que se burló.

“Ha deshecho en un abrir y cerrar de ojos los logros de su presidencia”, dijo Gabuev, el investigador principal del Carnegie de Moscú, ahora en Estambul. Para Hollande, “Putin ha cometido lo irremediable”.

El presidente Joe Biden ha llamado a Putin “bruto”, “criminal de guerra” y “asesino”. “Por el amor de Dios, este hombre no puede seguir en el poder”, dijo en Polonia el sábado. Sin embargo, el líder ruso conserva profundas reservas de apoyo en Rusia, y un férreo control sobre sus servicios de seguridad.

Que el poder corrompe es bien sabido. Una inmensa distancia parece separar al hombre que se ganó el Bundestag en 2001 con un discurso conciliador y al líder que despotrica contra los “traidores nacionales” seducidos por Occidente que “no pueden prescindir del foie gras, las ostras o las llamadas libertades de género”, como dijo en su discurso sobre escoria y traidores de este mes. Si la guerra nuclear sigue siendo una posibilidad remota, es mucho menos remota que hace un mes, un tema de conversación habitual en las mesas de toda Europa mientras Putin persigue la “desnazificación” de un país cuyo líder es judío.

Es como si, tras coquetear con una nueva idea —una Rusia integrada en Occidente-, Putin, que cumplirá 70 años este año, volviera a algo más profundo en su psique: el mundo de su infancia tras la victoria de la Gran Guerra Patria, en la cual Rusia regresaba para liberar a los ucranianos del nazismo y Stalin recuperaba su estatura heroica.

Con su asalto a los medios de comunicación independientes completado, su insistencia en que la invasión no es una “guerra” y su liquidación de Memorial International, la principal organización de derechos humanos que narra la persecución de la era de Stalin, Putin ha vuelto a sus raíces en un país totalitario.

Röttgen, que se puso de pie para aplaudir a Putin hace 21 años, me dijo: “Creo que en este punto o gana o está acabado. Acabado políticamente, o acabado físicamente”.

Fuente:https://www.nytimes.com/es/2022/03/31/espanol/putin-rusia-poder.html?campaign_id=42&emc=edit_bn_20220401&instance_id=57289&nl=el-times&regi_id=81324072&segment_id=87191&te=1&user_id=bb281aa3f4934b6008dc70d26566dd6c

lunes, 28 de marzo de 2022

«COMPARTIR LO QUE TENEMOS CON LOS NECESITADOS DEBE SER PARTE INTEGRAL DE NUESTRA VIDA EUCARÍSTICA»

 




Tercera predicación de Cuaresma, 25 de marzo de 2022, Cardenal Raniero Cantalamessa, OFMCap.



En nuestra catequesis mistagógica sobre la Eucaristía —después de la Liturgia de la Palabra y de la Consagración— hemos llegado al tercer momento, el de la Comunión. Dentro de la Misa, la Comunión es el momento que mejor pone de relieve la unidad fundamental de todos los miembros del Pueblo de Dios. Hasta ese momento, prevalece la distinción de los ministerios. En la liturgia de la Palabra el celebrante representa a la Iglesia docente y la asamblea a la Iglesia discente; en la consagración el primero representa el sacerdocio ministerial, los fieles al sacerdocio universal de todos los bautizados. En la comunión, sin distinción. La Eucaristía que recibe el obispo o el Papa es exactamente la misma que la Eucaristía que recibe el último de los bautizados.

Reflexionemos sobre la Comunión eucarística a partir de un texto de san Pablo: «El cáliz que bendecimos, ¿no es la comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es la comunión con el cuerpo de Cristo? Puesto que sólo hay un pan, nosotros, siendo muchos, somos un solo cuerpo: porque todos participamos del único pan» (1 Cor 10,16-17).

La palabra «cuerpo» aparece dos veces en los dos versículos, pero con un significado diferente. En el primer caso («el pan que partimos ¿no es la comunión con el cuerpo de Cristo?»), cuerpo indica el cuerpo real de Cristo, nacido de María, muerto y resucitado; en el segundo caso («somos un solo cuerpo»), el cuerpo indica el cuerpo místico, la Iglesia. No se podía decir de manera más clara y más sintética que la comunión eucarística es siempre comunión con Dios y comunión con los hermanos; que hay en ella una dimensión, por así decirlo, vertical y una dimensión horizontal. Empecemos por lo primero.

1.- La comunión eucarística con Cristo


Pablo habla de la Eucaristía como comunión con el cuerpo y la sangre de Cristo. Ya he recordado lo que significan las palabras cuerpo y sangre en el lenguaje bíblico. Cuerpo no indica, como en nuestro lenguaje actual, un componente, o una parte del hombre que, unido a los otros componentes que son el alma y el espíritu, forma el hombre completo; indica toda la vida en cuanto se desarrolla en una dimensión corporal. No la vida en abstracto, sino lo vivido concreto.

Y ¿qué añade entonces la palabra «sangre»? ¡Añade la muerte! El término «sangre» en la Biblia no indica, en efecto, un órgano del cuerpo, es decir, una parte de una parte del hombre; indica un acontecimiento: la muerte. Si la sangre es la sede de la vida (así se pensaba entonces), su «derramamiento» es el signo plástico de la muerte. Decir que la Eucaristía es el misterio del cuerpo y de la sangre del Señor significa decir, repito, que es el sacramento de la vida y de la muerte del Señor, el sacramento que hace presente al mismo tiempo la Encarnación y la Pasión del Salvador.

Por eso es tan importante que —cuando lo permitan las disposiciones y circunstancias canónicas (por tanto, no en este tiempo de Covid) —, toda la asamblea reciba la Eucaristía en las dos especies del cuerpo y la sangre de Cristo. En este ámbito, creo que nos hemos mantenido de este lado, y no hemos ido más allá, del Concilio. El nuevo misal prevé hasta 14 casos en los que se puede dar la comunión bajo las dos especies. La Eucaristía es un banquete, un sacrum convivium, ¡y en un banquete se come y se bebe!

Pero dejemos de lado este problema y tratemos de profundizar qué tipo de comunión se establece entre nosotros y Cristo en la Eucaristía. En Juan 6,57 Jesús dice: «Así como el Padre, que tiene vida, me envió y yo vivo por el Padre, así también el que me come vivirá por mí». La preposición «por» (en griego, dià) tiene aquí valor causal y final; a la vez un movimiento de origen y un movimiento de destino. Significa que quien come el cuerpo de Cristo vive «de» él, es decir, a causa de él, en virtud de la vida que proviene de él, y vive «de cara a» él, es decir, para su gloria, su amor, su Reino. Así como Jesús vive por el Padre y para el Padre, así, al comulgar en el santo misterio de su cuerpo y de su sangre, vivimos de Jesús y para Jesús.

De hecho, es el principio vital más fuerte quien asimila al menos fuerte a sí mismo, no al revés. Es el vegetal el que asimila el mineral, no al revés; es el animal el que asimila el vegetal y el mineral, no al revés. Así que ahora, en el plano espiritual, es lo divino quien asimila lo humano a sí mismo, no al revés. Así que mientras que en todos los demás casos el que come es el que asimila lo que come, aquí el que se come es el que se asimila a sí mismo lo que come. Al que se acerca a recibirlo, Jesús le repite lo que le dijo a Agustín: «No serás tú quien me asimile a ti, sino que seré yo quien te asimile a mí» [1].

Un filósofo ateo dijo: «El hombre es lo que come» (F. Feuerbach), queriendo decir que en el hombre no hay diferencia cualitativa entre la materia y el espíritu, sino que todo se reduce al componente orgánico y material. Un ateo, sin saberlo, dio la mejor formulación de un misterio cristiano. ¡Gracias a la Eucaristía, el cristiano es verdaderamente lo que come! San León Magno escribió hace mucho tiempo: «Nuestra participación en el cuerpo y la sangre de Cristo solo tiende a hacernos llegar a ser lo que comemos» [2].

En la Eucaristía, por lo tanto, no sólo hay comunión entre Cristo y nosotros, sino también asimilación; la comunión no es sólo la unión de dos cuerpos, de dos mentes, de dos voluntades, sino que es la asimilación del único cuerpo, de la única mente y de la voluntad de Cristo. «El que se une al Señor forma con él un solo Espíritu» (1 Cor 6,17).

La analogía de la comida —la de comer y beber—, no es la única que tenemos de la comunión eucarística, aunque sea insustituible. Hay algo que no puede expresar, como no lo puede expresar la analogía de la comunión entre la vid y el sarmiento: son comuniones entre cosas, no entre personas. Comulgan, pero sin saberlo. Me gustaría insistir en otra analogía que puede ayudarnos a comprender la naturaleza de la comunión eucarística en cuanto comunión entre personas que saben y quieren estar en comunión.

La Carta a los Efesios dice que el matrimonio humano es un símbolo de la unión entre Cristo y la Iglesia: «Por ello el hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y los dos formarán una sola carne. Este misterio es grande; ¡Y yo refiero a Cristo y a la Iglesia!» (Ef 5,31-33). La Eucaristía —por usar una imagen audaz pero verdadera—, es la consumación del matrimonio entre Cristo y la Iglesia, por lo que a veces digo que una vida cristiana sin la Eucaristía es un matrimonio rato, pero no consumado. No en vano la Eucaristía es llamada «el banquete nupcial del Cordero» (Ap 19,9). (Alguien espera que, en un posible retoque futuro de las palabras del celebrante en el momento de la comunión, se cite en su totalidad la frase del Apocalipsis: «Dichosos los invitados a la cena nupcial del Cordero»).

Ahora bien —siempre según san Pablo— la consecuencia inmediata del matrimonio es que el cuerpo (es decir, toda la persona) del marido pasa a ser de la mujer y, viceversa, el cuerpo de la mujer pasa a ser del marido (cf. 1 Cor 7,4). Esto significa que la carne incorruptible y vivificante del Verbo Encarnado se hace «mía», pero también mi carne, mi humanidad, se convierte en la de Cristo, es hecha suya por él. En la Eucaristía recibimos el cuerpo y la sangre de Cristo, pero ¡Cristo también «recibe» nuestro cuerpo y nuestra sangre! Jesús, escribe san Hilario de Poitiers, asume la carne de quien asume la suya [3]. Él nos dice: «Toma, esto es mi cuerpo», pero nosotros también podemos decirle: «Toma, esto es mi cuerpo».

Tratemos de entender las consecuencias de todo esto. En su vida terrena Jesús no tuvo todas las experiencias humanas posibles e imaginables. Para empezar, era un hombre, no una mujer: no vivió la condición de la mitad de la humanidad; no estaba casado, no experimentó lo que significa estar unido de por vida con otra criatura, tener hijos o, peor aún, perder hijos; murió joven, no conoció la vejez…

Pero ahora, gracias a la Eucaristía, tiene todas estas experiencias. Vive la condición femenina en las mujeres, la enfermedad en los enfermos, la ancianidad en los ancianos… No hay nada en mi vida que no pertenezca a Cristo. Nadie debería decir: «¡Ah, Jesús no sabe lo que significa estar casado, ser mujer, haber perdido un hijo, estar enfermo, ser anciano, ser una persona de color!» Lo que Cristo no pudo vivir «según la carne», lo vive y «experimenta» ahora como resucitado «según el Espíritu», gracias a la comunión esponsal de la Misa. Santa Isabel de la Trinidad había comprendido la razón profunda de esto cuando escribió: «La esposa pertenece al esposo. Mi (Esposo) me ha tomado. Quiere ser una humanidad añadida para él» [4].

¡Qué razón inagotable para el asombro y el consuelo ante la idea de que nuestra humanidad se convierte en la humanidad de Cristo! Pero también ¡qué responsabilidad de todo esto! Si mis ojos se han convertido en los ojos de Cristo, mi boca en la de Cristo, qué razón para no permitir que mi mirada se detenga en imágenes lascivas, a mi lengua que hable contra mi hermano, a mi cuerpo que no sirva como instrumento de pecado. « ¿Tomaré, pues, los miembros de Cristo y haré de ellos miembros de una prostituta?», escribía Pablo a los Corintios (1 Cor 6,15).

Y, sin embargo, eso no es todo; falta la parte más hermosa. El cuerpo de la novia pertenece al esposo; pero también el cuerpo del esposo pertenece a la esposa. Del dar hay que pasar inmediatamente, en la comunión, al recibir. ¡Recibir nada menos que la santidad de Cristo! ¿Dónde se llevará a cabo concretamente en la vida del creyente ese «maravilloso intercambio» (admirabile commercium), de la que habla la liturgia, si no se lleva a cabo en el momento de la comunión?

Allí tenemos la posibilidad de darle a Jesús nuestros trapos sucios y recibir de él el «manto de la justicia» (Is 61,10). De hecho, está escrito que él «por obra de Dios se ha convertido para nosotros en sabiduría, justicia, santificación y redención» (cf. 1 Cor 1,30). Lo que se ha convertido «para nosotros» está destinado a nosotros, nos pertenece. «Puesto que —escribe Cabasilas— pertenecemos a Cristo más que a nosotros mismos, habiéndonos comprado de nuevo a un alto precio (1 Cor 6,20), inversamente lo que es de Cristo nos pertenece más que si fuera nuestro»[5]. Es un descubrimiento capaz de dar alas a nuestra vida espiritual. Este es el golpe de audacia de la fe y debemos orar a Dios para que no permita que muramos antes de haberlo realizado.


La Eucaristía, comunión con la Trinidad


Reflexionar sobre la Eucaristía es como ver abiertos de par en par frente a nosotros, a medida que avanzamos, horizontes cada vez más amplios que se abren unos a otros, que se pierden de vista. El horizonte cristológico de la comunión que hemos contemplado hasta ahora se abre a un horizonte trinitario. En otras palabras, a través de la comunión con Cristo entramos en comunión con toda la Trinidad. En su «oración sacerdotal», Jesús dice al Padre: «Que sean uno como nosotros. Yo en ellos y tú en mí» (Jn 17,23). Esas palabras: «Yo en ellos y tú en mí», significan que Jesús está en nosotros y que en Jesús está el Padre. No se puede, por tanto, recibir al Hijo sin recibir, con él, también al Padre. Las palabras de Cristo: «El que me ve a mí, ve al Padre» (Jn 14,9) significan también «el que me recibe a mí, recibe al Padre».

La razón última de esto es que Padre, Hijo y Espíritu Santo son una naturaleza divina única e inseparable, son «una sola cosa». A este respecto, san Hilario de Poitiers escribe: «Estamos unidos a Cristo, que es inseparable del Padre. Él, mientras permanece en el Padre, permanece unido a nosotros; así también nosotros llegamos a la unidad con el Padre. De hecho, Cristo está en el Padre connaturalmente, en la medida en que fue engendrado por él; pero, en cierto modo, nosotros también a través de Cristo, estamos connaturalmente en el Padre. Él vive en virtud del Padre, y nosotros vivimos en virtud de su humanidad» [6].

Lo que se dice acerca del Padre también se aplica al Espíritu Santo. En el sacramento se repite cada vez (quotiescunque) lo que sucedió solo una vez (semel) en la historia. En el momento de su nacimiento terrenal, es el Espíritu Santo quien da a Cristo al mundo (¡María concibió por obra del Espíritu Santo!); en el momento de la muerte, es Cristo quien da al mundo el Espíritu Santo (al morir, «entregó el Espíritu»). Del mismo modo, en la Eucaristía, en el momento de la consagración es el Espíritu Santo quien nos da a Jesús (¡es por la acción del Espíritu como el pan se transforma en el cuerpo de Cristo!), en el momento de la comunión es Cristo quien, al entrar en nosotros, nos da el Espíritu Santo.

San Ireneo (¡finalmente Doctor de la Iglesia!) dice que el Espíritu Santo es «nuestra propia comunión con Cristo» [7]. Por usar el lenguaje de un teólogo moderno, Heribert Mühlen, él es la misma «inmediatez» de nuestra relación con Cristo, en el sentido de que actúa como intermediario entre nosotros y él, sin constituir, sin embargo, ningún diafragma; sin que nada esté «en medio» entre nosotros y Jesús, porque Jesús y el Espíritu Santo también son, como Jesús y el Padre, «una sola cosa». En la comunión Jesús viene a nosotros como quien da el Espíritu. No como quien un día, hace mucho tiempo, dio el Espíritu, sino como quien ahora, habiendo consumado su sacrificio incruento en el altar, de nuevo, «entrega el Espíritu» (cf. Jn 19,30).

2.- La comunión de uno con el otro


Desde estas alturas vertiginosas, volvamos ahora a la tierra y pasemos a la segunda dimensión de la comunión eucarística: la comunión con el cuerpo de Cristo que es la Iglesia. Recordemos las palabras del apóstol: «Puesto que sólo hay un pan, nosotros, aun siendo muchos, somos un solo cuerpo: porque todos participamos en el único pan».

Desarrollando un pensamiento ya esbozado en la Didachè, san Agustín ve una analogía en la forma en que se forman los dos cuerpos de Cristo: el eucarístico y el eclesial. En el caso de la Eucaristía, tenemos el trigo primero disperso en las colinas, que trillado, molido, amasado en agua y cocinado en el fuego se convierte en el pan que llega al altar; en el caso de la Iglesia, tenemos la multitud de personas que reunidas por la predicación evangélica, molidas por el ayuno y la penitencia, amasadas en agua en el bautismo y cocinadas por el fuego del Espíritu, forman el cuerpo que es la Iglesia.

En este sentido, la palabra de Cristo viene inmediatamente a nuestro encuentro: «Si, por lo tanto, presentas tu ofrenda en el altar y allí recuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí delante del altar, ve primero a reconciliarte con tu hermano, y luego vuelve a ofrecer tu don» (Mt 5,23-24). Si vas a recibir la comunión, pero has ofendido a un hermano y no te has reconciliado, albergas resentimiento, te pareces —decía también san Agustín al pueblo— a una persona que ve llegar a un amigo que no ha visto hace años. Corre a su encuentro, se levanta sobre la punta de los pies para besarlo en la frente… Pero al hacer esto no se da cuenta de que está pisando sus pies con zapatos con púas [8]. Los hermanos y hermanas son los pies de Jesús que todavía camina por la tierra.




Comunión con los pobres


Esto es especialmente cierto respecto de los pobres, los afligidos y los marginados. El que dijo del pan: «Esto es mi cuerpo», también lo dijo del pobre. Lo dijo cuándo, hablando de lo que hizo por el hambriento, el sediento, el prisionero y el desnudo, declaró solemnemente: « ¡A mí me lo hicisteis!» Esto es como decir: «Yo era el hambriento, yo era el sediento, yo era el extranjero, el enfermo, el prisionero» (cf. Mt 25,35ss.). He recordado en otras ocasiones el momento en que esta verdad casi explotó dentro de mí. Estaba en una misión en un país muy pobre. Cruzando las calles de la capital vi por todas partes niños cubiertos con unos pocos trapos sucios, corriendo detrás de los camiones de basura para buscar algo de comer. En cierto momento fue como si Jesús me dijera: «Mira bien: ¡eso es mi cuerpo!». Había que tener cortada la respiración.

La hermana del gran filósofo creyente Blaise Pascal refiere este hecho sobre su hermano. En su última enfermedad, no lograba retener nada de lo que comía y, por esto, no le permitían recibir el viático que pedía insistentemente. Luego dijo: «Si no podéis darme la Eucaristía, al menos dejad entrar a un pobre en mi habitación. Si no puedo comulgar con la Cabeza, quiero al menos comulgar con su cuerpo» [9].

El único impedimento para recibir la comunión que san Pablo menciona explícitamente es el hecho de que, en la asamblea, «uno tiene hambre y otro está borracho»: «Por lo tanto, cuando os reunáis, vuestra comida ya no es un comer la Cena del Señor. Porque cada uno, cuando estáis a la mesa, comienza a tomar su propia comida, y así uno tiene hambre, el otro está borracho» (1 Cor 11,20-21). Decir «esto no es comer la Cena del Señor» es como decir: ¡la vuestra ya no es una verdadera Eucaristía! Es una afirmación fuerte, incluso desde un punto de vista teológico, a la que quizás no prestamos suficiente atención.

A día de hoy, la situación en la que uno tiene hambre y otro estalla con comida ya no es un problema local, sino mundial. No puede haber nada en común entre la Cena del Señor y el almuerzo del rico epulón, donde el dueño festeja abundantemente, ignorando al pobre que está fuera en la puerta (cf. Lc 16,19ss.). La preocupación por compartir lo que tenemos con los necesitados, cercanos y lejanos, debe ser parte integral de nuestra vida eucarística.

No hay nadie que, si lo desea, no pueda, durante la semana, realizar uno de esos gestos de los que Jesús dice: «Me lo hicisteis a mí». Compartir no significa simplemente «dar algo»: pan, ropa, hospitalidad; también significa visitar a alguien: un prisionero, una persona enferma, un anciano solo. No es solo dar el propio dinero, sino también el propio tiempo. El pobre y el que sufre necesitan solidaridad y amor, no menos que pan y ropa, sobre todo en este tiempo de aislamiento impuesto por la pandemia.

Jesús dijo: «Porque siempre tenéis a los pobres con vosotros, pero a mí no me tenéis siempre» (Mt 26,11). Esto también es cierto en el sentido de que no siempre podemos recibir el cuerpo de Cristo en la Eucaristía e incluso cuando lo recibimos, dura solo unos minutos, mientras que siempre podemos recibirlo en los pobres. Aquí no hay límites, solo se requiere que lo queramos. Siempre tenemos a los pobres a mano. Cada vez que nos encontremos con alguien que sufre, especialmente si se trata de ciertas formas extremas de sufrimiento, si estamos atentos, escucharemos, con los oídos de la fe, la palabra de Cristo: «¡Esto es mi cuerpo!».

¡Que Dios nos ayude a no volver la cabeza hacia otro lado!

Cardenal Raniero Cantalamessa OFM Cap.

___________________________________________________________

©Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco

[1] Cf. San Agustín, Confesiones VII, 10.
[2] San León Magno, Sermón 12 sobre la Pasión, 7: CCL 138A, 388.
[3] San Hilario de Poitiers, De Trinitate, 8, 16 (PL 10, 248): «Eius tantum in se adsumptam habens carnem, qui suam sumpserit».
[4] Santa Isabel de la Trinidad, Carta 261, a la madre, en Scritti (Roma 1967) 457.
[5] N. Cabasilas, La vida en Cristo, IV, 6: PG 150, 613.
[6] San Hilario, De Trinitate, VIII, 13-16: PL 10, 246ss.
[7] San Ireneo, Adversus haereses, III, 24, 1.
[8] Cf. San Agustín, Comentario a la Primera Carta de Juan, 10,8.
[9] Vida de Pascal, en B. Pascal, Oeuvres complètes (París 1954) 3ss.

viernes, 25 de marzo de 2022

EL PLAN B DE PUTIN CONTRA EL PLAN A DE ZELENSKI Y BIDEN


El bombardeo del viernes de las fuerzas rusas causó daños considerables a varios edificios de apartamentos y una escuela en el noroeste de Kiev

Thomas L. Friedman | 23 de marzo de 2022

Después de un mes confuso, ahora conocemos las estrategias que se están llevando a cabo en Ucrania: estamos ante el plan B de Vladimir Putin frente a los planes A de Joe Biden y Volodímir Zelenski. Esperemos que Biden y Zelenski triunfen, porque el posible plan C de Putin es de verdad aterrador, y ni siquiera quiero escribir cuál me temo que sería su plan D.

No tengo ninguna fuente secreta en el Kremlin sobre esto, solo la experiencia de haber visto a Putin operar en el Medio Oriente durante muchos años. En ese sentido, me parece evidente que Putin, cuando se dio cuenta de que su plan A fracasó —su expectativa de que el ejército ruso ingresara a Ucrania, decapitara a sus dirigentes “nazis” y luego se limitara a esperar a que todo el país se entregara de manera pacífica en manos de Rusia—, pasó a su plan B.

El plan B consiste en que el ejército ruso dispare de manera deliberada contra los civiles ucranianos, los edificios de apartamentos, los hospitales, las empresas e incluso los refugios antibombas —todo lo cual ha ocurrido en las últimas semanas— a fin de hacer que los ucranianos huyan de sus hogares, para provocar una crisis masiva de refugiados dentro de Ucrania y, aún más importante, una crisis masiva de refugiados dentro de las naciones cercanas que forman parte de la OTAN.

Sospecho que Putin piensa que si no puede ocupar y controlar todo el territorio ucraniano por medios militares y simplemente imponer sus condiciones de paz, la siguiente mejor opción es que cinco o diez millones de refugiados ucranianos, sobre todo, mujeres, niños y ancianos, vayan a Polonia, Hungría y Europa occidental, con el propósito de crear una carga social y económica tan intensa que estas naciones de la OTAN acaben por presionar a Zelenski para que acepte cualquier condición que Putin exija para detener la guerra.

Quizá Putin espere que, aunque es muy probable que este plan implique la comisión de crímenes de guerra que podrían convertirlo a él y al Estado ruso en parias permanentes, la necesidad de petróleo, gas y trigo rusos, así como la ayuda de Rusia para abordar cuestiones regionales como el inminente acuerdo nuclear con Irán, obliguen pronto al mundo a volver a hacer negocios con “el chico malo de Putin”, como ha sucedido anteriormente.

El plan B de Putin parece estar desarrollándose según lo previsto. La agencia de noticias francesa Agence France-Presse informó desde Kiev el domingo: “Más de 3,3 millones de refugiados han huido de Ucrania desde que comenzó la guerra —en la crisis de refugiados que más rápido ha crecido en Europa desde la Segunda Guerra Mundial—, la gran mayoría de ellos mujeres y niños, según la ONU. Se cree que otros 6,5 millones están desplazados dentro del país”.

Una familia del oeste de Ucrania llega a una estación de tren en el centro de Budapest.

El reportaje agrega: “En una actualización de inteligencia a última hora del sábado, el Ministerio de Defensa británico dijo que Ucrania seguía defendiendo con eficacia su espacio aéreo, lo que obligaba a Rusia a depender de las armas lanzadas desde su propio espacio aéreo. Afirmó que Rusia se había visto obligada a ‘cambiar su estrategia operativa y ahora había pasado a una estrategia de desgaste. Es probable que esto implique el uso indiscriminado de artillería, lo que provocará un aumento de las víctimas civiles y la destrucción de la infraestructura ucraniana, e intensificará la crisis humanitaria’”.

Sin embargo, el plan B de Putin se contrapone a los planes de Biden y Zelenski. El plan A de Zelenski, que sospecho que está resultando incluso mejor de lo que él esperaba, es luchar contra el ejército ruso hasta lograr un empate sobre el terreno, quebrar su voluntad y obligar a Putin a aceptar los términos del acuerdo de paz de Ucrania, con la posibilidad mínima de que el líder del Kremlin no salga tan mal parado. A pesar del terrible derramamiento de sangre y de los bombardeos de las fuerzas rusas, Zelenski, sabiamente, sigue manteniendo la mira en una solución diplomática y no deja de presionar para que se entablen negociaciones con Putin, mientras reúne a sus fuerzas y a su pueblo.

The New York Times informó el domingo que “la guerra en Ucrania se estancó después de más de tres semanas de lucha, en la que Rusia solo logró avances marginales y atacó cada vez más a los civiles, según analistas y funcionarios estadounidenses. ‘ Las fuerzas ucranianas han derrotado la campaña inicial rusa de esta guerra’, afirmó en un análisis el Instituto para el Estudio de la Guerra, un centro de investigación con sede en Washington. Los rusos no tienen ni los efectivos ni el equipo para tomar Kiev, la capital, ni otras ciudades importantes como Járkov y Odesa, concluyó el estudio”.

El plan A de Biden, del que advirtió de manera explícita a Putin antes de que comenzara la guerra en un esfuerzo por disuadirlo, consistía en imponer a Rusia sanciones económicas como nunca antes las había impuesto Occidente, con el objetivo de paralizar la economía rusa. La estrategia de Biden —que también incluía el envío de armas a los ucranianos para presionar a Rusia en el plano militar— está logrando justo ese objetivo. Está teniendo éxito, tal vez más de lo que Biden esperaba, porque se amplió con la suspensión de las operaciones de cientos de empresas extranjeras que operan en Rusia, ya sea de forma voluntaria o bajo la presión de sus empleados.

Las fábricas rusas se están viendo obligadas a cerrar porque no pueden obtener los microchips y otras materias primas que necesitan de Occidente; los viajes aéreos a Rusia y sus alrededores se están reduciendo porque muchos de sus aviones comerciales eran en realidad propiedad de empresas de arrendamiento irlandesas y ni Airbus ni Boeing darán servicio a las aeronaves propiedad de Rusia. Mientras tanto, miles de rusos jóvenes que trabajan en el sector tecnológico están manifestando su rechazo a la guerra con sus pies, y simplemente abandonan el país, todo esto después de que solo ha pasado un mes desde que Putin comenzó esta guerra mal concebida.

“Más de la mitad de los bienes y servicios que ingresan a Rusia provienen de 46 o más países que han impuesto sanciones o restricciones comerciales, con Estados Unidos y la Unión Europea a la cabeza”, informó The Washington Post, citando a la firma de investigación económica Castellum.ai.

El artículo del Post agregó: “En un discurso televisado que apareció el jueves, un desafiante presidente Vladimir Putin pareció reconocer los desafíos del país. Dijo que las sanciones generalizadas obligarían a realizar arduos “cambios estructurales profundos en nuestra economía”, pero prometió que Rusia superaría “los intentos de organizar una guerra relámpago económica”.

The Post añade: “‘Es difícil para nosotros en este momento’, dijo Putin. ‘ Las compañías financieras rusas, las grandes empresas, las pequeñas y medianas empresas se enfrentan a una presión sin precedentes’”.

Así que la pregunta del momento es: ¿la presión sobre los países de la OTAN de todos los refugiados que la maquinaria de guerra de Putin está creando —más y más cada día— será mayor que la presión —más y más cada día— que se está creando sobre su estancado ejército en Ucrania y sobre su economía en casa?

La respuesta a esta pregunta deberá determinar cuándo y cómo termina esta guerra, ya sea con un claro ganador y perdedor o, quizá con mayor probabilidad, con algún tipo de concesión turbia a favor o en contra de Putin.

Digo “quizá” porque es probable que Putin sienta que no puede tolerar ningún tipo de empate o concesión turbia. Tal vez sienta que todo lo que no sea una victoria total es una humillación que socavaría su control autoritario del poder. En ese caso, podría optar por un plan C, que, supongo, implicaría ataques aéreos o con misiles a las líneas de suministro militar ucranianas a lo largo de la frontera con Polonia.

Polonia es miembro de la OTAN y cualquier ataque a su territorio requeriría que todos los demás miembros de la OTAN acudieran en defensa de Polonia. Putin puede creer que si es capaz de forzar esa situación y algunos miembros de la OTAN se niegan a defender a Polonia, la OTAN podría fracturarse. Sin duda, esto desencadenaría acalorados debates dentro de todos los países de la OTAN —en especial en Estados Unidos— sobre la posibilidad de involucrarse directamente en una posible Tercera Guerra Mundial con Rusia. Pase lo que pase en Ucrania, si Putin lograra fracturar a la OTAN, eso sería un logro que podría enmascarar todas sus otras pérdidas.

Si los planes A, B y C de Putin fracasan, me temo que se convertiría en un animal acorralado y podría optar por el plan D: lanzar armas químicas o la primera bomba nuclear desde Nagasaki. Es una frase difícil de escribir y aún peor de contemplar. Pero ignorar esta posibilidad sería extremadamente ingenuo.

Fuente:https://www.nytimes.com/es/2022/03/23/espanol/opinion/putin-zelenski-rusia-ucrania.html?campaign_id=42&emc=edit_bn_20220325&instance_id=56650&nl=el-times&regi_id=81324072&segment_id=86519&te=1&user_id=bb281aa3f4934b6008dc70d26566dd6c

domingo, 20 de marzo de 2022

«LA SANTIDAD DEL CRISTIANO DEBE SER EUCARÍSTICA, SER EUCARISTÍA CON JESÚS Y HACER DE NUESTRA VIDA UN DON»

 


Segunda predicación de Cuaresma, 18 de marzo de 2022
Cardenal Raniero Cantalamessa, OFMCap

El objeto de nuestra catequesis mistagógica de hoy es la parte central de la Misa, la Plegaria eucarística, o Anáfora, que tiene en su centro la consagración. Hacemos dos tipos de consideración sobre ella: una litúrgica y ritual, la otra teológica y existencial.

Desde el punto de vista ritual y litúrgico, tenemos hoy un nuevo recurso que no tenían los Padres de la Iglesia y los doctores medievales. El nuevo recurso del que disponemos hoy es el acercamiento entre cristianos y judíos. Desde los primeros días de la Iglesia, diversos factores históricos llevaron a acentuar la diferencia entre cristianismo y judaísmo, hasta el punto de contraponerlos entre sí, como ya hace Ignacio de Antioquía [1]. Distinguirse de los judíos —en la fecha de la Pascua, en los días de ayuno y en muchas otras cosas—, se convierte en una especie de consigna. Una acusación dirigida a menudo a los propios adversarios y a los herejes es la de «judaizar».

La tragedia del pueblo judío y el nuevo clima de diálogo con el judaísmo, iniciado por el Concilio Vaticano II, han hecho posible un mejor conocimiento de la matriz judía de la Eucaristía. Igual que no se entiende la Pascua cristiana si no se la considera como el cumplimiento de lo que preanunciaba la Pascua, tampoco se entiende a fondo la Eucaristía si no se la ve como el cumplimiento de lo que hicieron y dijeron los judíos durante su comida ritual. Un primer resultado importante de este punto de inflexión ha sido que hoy ningún estudioso serio plantea la hipótesis de que la Eucaristía cristiana se explique a la luz de la cena en boga entre algunos cultos mistéricos del helenismo, como se ha intentado hacer durante más de un siglo.

Los Padres de la Iglesia consideraban las Escrituras del pueblo judío, pero no su liturgia, a la que ya no tenían acceso, después de la separación de la Iglesia de la Sinagoga. Por eso, utilizaron las figuras contenidas en las Escrituras —el cordero pascual, el sacrificio de Isaac, el de Melquisedec, el maná—, pero no el contexto litúrgico concreto en el que el pueblo judío celebraba todos estos recuerdos, es decir, la comida ritual celebrada una vez al año en la cena pascual (el Séder) y semanalmente en el culto de la sinagoga. El primer nombre con el que Pablo designa la Eucaristía en el Nuevo Testamento es el de «comida del Señor» (kuriakon deipnon) (1 Cor 11,20), con evidente referencia a la comida judía de la que ahora difiere por la fe en Jesús. La Eucaristía es el sacramento de la continuidad entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, entre el judaísmo y el cristianismo.


La Eucaristía y la Beraka judía


Esta es la perspectiva en la que se sitúa Benedicto XVI en el capítulo dedicado a la institución de la Eucaristía en su segundo volumen sobre Jesús de Nazaret. Siguiendo la opinión de los eruditos prevaleciente ahora, acepta la cronología joánica según la cual la Última Cena de Jesús no fue una Cena de Pascua, sino que fue una solemne comida de despedida (¡la «Última Cena»!) y mantiene que es posible «trazar el desarrollo de la eucaristía cristiana, es decir, del canon, de la beraka judía»[2].

Por diversas razones culturales e históricas, desde la Escolástica en adelante, se ha intentado explicar la Eucaristía a la luz de la filosofía, en particular de las nociones aristotélicas de sustancia y accidentes. Esto también era poner al servicio de la fe el nuevo conocimiento del momento y, por lo tanto, imitar el método de los Padres. En nuestros días, debemos hacer lo mismo con los nuevos conocimientos de orden, esta vez, histórico y litúrgico más que filosófico. Tienen la ventaja de ser las categorías con las que Jesús pensaba y hablaba, que ciertamente no eran los conceptos aristotélicos de materia y forma, sustancia y accidentes, sino los de signo y realidad y de memorial.

Siguiendo algunos estudios recientes, especialmente el de L. Bouyer [3], me gustaría tratar de mostrar la luz brillante que cae sobre la Eucaristía cristiana cuando colocamos los relatos evangélicos de la institución en el trasfondo de lo que sabemos sobre la comida ritual judía. La novedad del gesto de Jesús no disminuirá, sino que será exaltada al máximo.

El vínculo entre el rito antiguo y el nuevo lo da la Didachè, un escrito de la era apostólica que podemos considerar como el primer borrador de la anáfora eucarística. El rito de la sinagoga estaba compuesto por una serie de oraciones llamadas «berakah» que en griego se traduce como «Eucaristía». Al comienzo de la comida, cada uno, por turno, tomaba una copa de vino en la mano y, antes de llevársela a los labios, repetía una bendición que la liturgia actual nos hace repetir casi literalmente en el momento del ofertorio: «Bendito seas, Señor, Dios nuestro, Rey de los siglos, que nos has dado este fruto de la vid».

Pero la comida comenzaba oficialmente solo cuando el padre de familia, o el jefe de la comunidad, había partido el pan que se debía distribuir entre los comensales. Y, de hecho, Jesús toma el pan, recita la bendición, lo parte y lo distribuye diciendo: «Esto es mi cuerpo…» Y aquí el rito —que era sólo una preparación—, se convierte en realidad.

Después de la bendición del pan, se servían los platos habituales. Cuando el almuerzo está a punto de terminar, los comensales están listos para el gran acto ritual que concluye la celebración y le da el significado más profundo. Todos se lavan las manos, como al principio. Habiendo terminado esto, teniendo ante sí una copa de vino mezclada con agua, invita a hacer las tres oraciones de acción de gracias: la primera por Dios Creador, la segunda por la liberación de Egipto, la tercera para que continúe su obra en el presente. Terminada la oración, la copa pasaba de mano en mano y todos bebían. Este es el antiguo rito realizado tantas veces por Jesús durante su vida.

Lucas dice que, después de la cena, Jesús tomó la copa diciendo: «Este cáliz es la nueva Alianza en mi Sangre que se derrama por vosotros». Algo decisivo sucede cuando Jesús añade estas palabras a la fórmula de las oraciones de acción de gracias, es decir, a la beraka judía. Ese rito era un banquete sagrado en el que se celebraba y agradecía a un Dios salvador, que había redimido a su pueblo para estrechar una alianza de amor con él, concluida en la sangre de un cordero. La comida diaria bendecía a Dios por esa Alianza, pero ahora, es decir, en el momento en que Jesús decide dar su vida por los suyos como el verdadero cordero, declaró concluida esa antigua Alianza que todos juntos estaban celebrando litúrgicamente.

En ese momento, con pocas y sencillas palabras, estrecha con sus seguidores la nueva y eterna Alianza en su Sangre. Al agregar las palabras «haced esto en memoria mía», Jesús da un alcance duradero a su don. Desde el pasado, la mirada se proyecta hacia el futuro. Todo lo que ha hecho hasta ahora en la cena es puesto en nuestras manos. Al repetir lo que hizo, se renueva ese acto central de la historia humana que es su muerte para el mundo. La figura del cordero pascual que en la cruz se convierte en acontecimiento, en la cena se nos da como sacramento, es decir, como un memorial perenne del acontecimiento.

Sacerdote y víctima



Esto, decía, por lo que se refiere al aspecto litúrgico y ritual. Pasemos ahora a la otra consideración, la de tipo personal y existencial, en otras palabras, al papel que nosotros, sacerdotes y fieles, desempeñamos en dicho momento de la Misa. Para comprender el papel del sacerdote en la consagración es de vital importancia conocer la naturaleza del sacrificio y del sacerdocio de Cristo, porque de ellos deriva el sacerdocio cristiano, tanto el sacerdocio bautismal común a todos, como el de los ministros ordenados. Ya no somos, en realidad, «sacerdotes según el orden de Melquisedec»; somos sacerdotes «según el orden de Jesucristo»; en el altar actuamos «in persona Christi», es decir, representamos al Sumo Sacerdote que es Cristo.

La Carta a los Hebreos explica en qué consiste la novedad y unicidad del sacerdocio de Cristo: «Él entró en el santuario de una vez por todas, no mediante la sangre de cabritos y toros, sino en virtud de su propia sangre, obteniendo así una redención eterna» (Heb 9,12). Todo sacerdote ofrece algo externo a sí mismo, Cristo se ofreció a sí mismo; cualquier otro sacerdote ofrece víctimas, ¡Cristo se ofreció como víctima! San Agustín resumió en pocas palabras la naturaleza de este nuevo tipo de sacerdocio en el que sacerdote y víctima son la misma persona: «Ideo sacerdos quia sacrificium», sacerdote porque víctima [4].

En Cristo es Dios quien se hace víctima. Ya no son los seres humanos los que ofrecen sacrificios a Dios para aplacarlo y hacerlo favorable; es Dios quien se sacrifica a sí mismo por la humanidad, entregando a la muerte por nosotros a su Hijo unigénito (cf. Jn 3,16). Jesús no vino con la sangre de otros, sino con su propia sangre; no puso sus pecados sobre los hombros de otros —animales o criaturas humanas— sino que puso los pecados de los demás sobre sus hombros: «Él llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero de la cruz» (1 Pe 2,24). Todo esto significa que en la Misa debemos ser al mismo tiempo sacerdotes y víctimas.

A la luz de esto, reflexionemos sobre las palabras de la consagración: «Tomad, comed: esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros». Quiero decir, a este propósito, mi pequeña experiencia, es decir, cómo llegué a descubrir el alcance eclesial y personal de la consagración eucarística. Así vivía el momento de la consagración en la Santa Misa los primeros años de mi sacerdocio: cerraba los ojos, inclinaba la cabeza, trataba de alejarme de todo lo que me rodeaba para identificarme con Jesús que, en el Cenáculo, pronunció esas palabras por primera vez: «Accipite et manducate: Tomad, comed…». La liturgia misma inculcaba esta actitud, haciendo pronunciar las palabras de la consagración en voz baja y en latín, inclinados sobre las especies.

Luego vino la reforma litúrgica del Vaticano II. La misa comenzó a celebrarse mirando a la asamblea; ya no en latín, sino en el idioma del pueblo. Esto me ayudó a entender que mi actitud, por sí sola, no expresaba todo el significado de mi participación en la consagración. ¡Ese Jesús del Cenáculo ya no existe! Ahora existe el Cristo resucitado: para ser exactos, el Cristo que estaba muerto, pero ahora vive para siempre (cf. Ap 1,18). Pero este Jesús es el «Cristo total», Cabeza y Cuerpo inseparablemente unidos. Por lo tanto, si es este Cristo total quien pronuncia las palabras de consagración, yo también las pronuncio con él. Las pronuncio, sí, «in persona Christi», en nombre de Cristo, pero también «en primera persona», es decir, en mi nombre.

A partir de ese día en que entendí esto, comencé a dejar de cerrar los ojos en el momento de la consagración, y a mirar —al menos alguna vez— a los hermanos frente a mí, o, si celebro solo, pienso en aquellos a quienes debo encontrarme durante el día y a quienes debo dedicar mi tiempo, o incluso pienso en toda la Iglesia y, dirigiéndome a ellos, les digo con Jesús: «Tomad, comed todos de él: esto es mi cuerpo que quiero dar por vosotros… Tomad, bebed: esta es mi sangre que quiero derramar por vosotros».

Más tarde vino san Agustín a quitarme todas las dudas. «En lo que ofrece, la Iglesia se ofrece a sí misma» [5], escribe en un famoso pasaje del De civitate Dei. La consecuencia que se deriva de ello es que, en el plano existencial, cuanto más participan un obispo y un sacerdote en el sacerdocio de Cristo, más participan en su sacrificio; cuanto más perfectamente se ofrece uno al Padre con Cristo, más verdaderamente ofrece a Cristo al Padre. En el altar el sacerdote actúa en el lugar de Cristo Sumo Sacerdote, pero también en el lugar («in persona») de Cristo Víctima Suprema.

San Gregorio Nacianceno escribe: «Sabiendo que nadie es digno de la grandeza de Dios, de la Víctima y del Sacerdote, si no se ha ofrecido primero el mismo como sacrificio vivo y santo, si no se ha presentado como oblación razonable y agradable (cf. Rom 12,1) y si no ha ofrecido a Dios un sacrificio de alabanza y un espíritu contrito —el único sacrificio cuya entrega pide el autor de todo don— ¿cómo me atreveré a ofrecerle la ofrenda exterior en el altar, que es la representación de los grandes misterios?»[6]

Todo esto se aplica no sólo a los obispos y sacerdotes ordenados, sino a todos los bautizados. Un famoso texto del Concilio se expresa así: «Los fieles, en virtud de su sacerdocio regio, concurren a la oblación de la Eucaristía… Participando del sacrificio eucarístico, fuente y cumbre de toda la vida cristiana, ofrecen a Dios la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con ella. Y así, sea por la oblación o sea por la sagrada comunión, todos tienen en la celebración litúrgica una parte propia, no confusamente, sino cada uno de modo distinto» [7].

Hay dos cuerpos de Cristo en el altar: está su cuerpo real (el cuerpo «nacido de la Virgen María», muerto, resucitado y ascendido al cielo) y está su cuerpo místico que es la Iglesia. Pues bien, en el altar está presente realmente su cuerpo real y está presente místicamente su cuerpo místico, donde «místicamente» significa: en virtud de su unión inseparable con la Cabeza. No hay confusión entre las dos presencias, que son distintas pero inseparables.

Puesto que hay dos «ofrendas» y dos «dones» en el altar —el que debe convertirse en el Cuerpo y la Sangre de Cristo (el pan y el vino) y el que debe convertirse en el cuerpo místico de Cristo—, también hay dos «epiclesis» en la Misa, es decir, dos invocaciones del Espíritu Santo. En la primera dice: «Te suplicamos que santifiques por el mismo Espíritu estos dones que hemos separado para ti, de manera que se conviertan en el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo»; en la segundo, que se recita después de la consagración, se dice: «con el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu. Que él nos transforme en ofrenda permanente».

Así es como la Eucaristía hace a la Iglesia: ¡la Eucaristía hace a la Iglesia, haciendo de la Iglesia una Eucaristía! La Eucaristía no es sólo, genéricamente, la fuente o causa de la santidad de la Iglesia; es también su «forma», es decir, el modelo. La santidad del cristiano debe realizarse según la «forma» de la Eucaristía; debe ser una santidad eucarística. El cristiano no puede limitarse a celebrar la Eucaristía, debe ser Eucaristía con Jesús.


El cuerpo y la sangre


Ahora podemos sacar las consecuencias prácticas de esta doctrina para nuestra vida diaria. Si en la consagración somos también nosotros quienes, dirigiéndonos a los hermanos, decimos: «Tomad, comed: esto es mi cuerpo. Tomad, bebed: esta es mi sangre», debemos saber qué significan «cuerpo» y «sangre», para saber lo que ofrecemos.

La palabra «cuerpo» no indica, en la Biblia, un componente, o una parte, del hombre que, unida a los demás componentes que son el alma y el espíritu, forman el hombre completo. En el lenguaje bíblico, y por lo tanto en el de Jesús y Pablo, «cuerpo» indica todo el hombre, en la medida en que vive su vida en un cuerpo, en una condición corpórea y mortal. Por lo tanto, «cuerpo» indica toda la vida. Jesús, al instituir la Eucaristía, nos dejó toda su vida como don, desde el primer instante de la Encarnación hasta el último momento, con todo lo que había llenado concretamente dicha vida: silencio, sudor, fatigas, oración, luchas, humillaciones…

Luego Jesús dice: «Esta es mi sangre». ¿Qué añade con la palabra «sangre» si ya nos ha dado toda su vida en su cuerpo? ¡Añade la muerte! Después de habernos dado la vida, también nos da la parte más preciosa de ella, su muerte. El término «sangre» en la Biblia no indica, de hecho, una parte del cuerpo, es decir, una parte de una parte del hombre; indica un acontecimiento: la muerte. Si la sangre es la sede de la vida (así se pensaba entonces), su «derramamiento» es el signo plástico de la muerte. ¡La Eucaristía es el misterio del Cuerpo y de la Sangre del Señor, es decir, de la vida y de la muerte del Señor!

Ahora bien, viniendo a nosotros, ¿qué ofrecemos, ofreciendo nuestro cuerpo y nuestra sangre, junto con Jesús, en la Misa? También ofrecemos lo que Jesús ofreció: la vida y la muerte. Con la palabra «cuerpo», damos todo lo que concretamente constituye la vida que llevamos en este mundo, nuestra vivencia: tiempo, salud, energías, capacidades, afecto, tal vez solo una sonrisa. Con la palabra «sangre», también expresamos la ofrenda de nuestra muerte. No necesariamente la muerte definitiva, el martirio por Cristo o por nuestros hermanos. En nosotros es muerte todo lo que prepara y anticipa la muerte: humillaciones, fracasos, enfermedades que inmovilizan, limitaciones debidas a la edad, a la salud, en una palabra, todo lo que nos «mortifica».

Todo esto requiere, sin embargo, que, tan pronto como salgamos de la Misa, trabajemos para lograr lo que hemos dicho; que realmente nos esforzamos, con todas nuestras limitaciones, por ofrecer nuestro «cuerpo» a nuestros hermanos, es decir, el tiempo, las energías, la atención; en una palabra, nuestra vida. Es necesario, por tanto, que, después de haber dicho a los hermanos: «Tomad, comed», nos dejemos realmente «comer» y nos dejemos comer sobre todo por quien que no lo hace con toda la delicadeza y gracia que cabría esperar.

San Ignacio de Antioquía, yendo a Roma a morir mártir, escribía: «Yo soy trigo de Cristo: que sea molido por los dientes de las ferias, para convertirme en pan puro para el Señor» [8]. Cada uno de nosotros, si miramos bien alrededor, tiene estos dientes afilados de fieras que lo muelen: son críticas, conflictos, oposiciones ocultas o abiertas, divergencias de puntos de vista con quienes nos rodean, diversidad de carácter.

Tratemos de imaginar lo que sucedería si celebráramos la Misa con esta participación personal, si realmente dijéramos todos, en el momento de la consagración, algunos en voz alta y otros en silencio, según el ministerio de cada uno: «Tomad, comed». Un sacerdote, un párroco y, con mayor razón, un obispo, celebra así su Misa, luego va: reza, predica, confiesa, recibe a la gente, visita a los enfermos, escucha… Su día es también Eucaristía. Un gran maestro de espíritu francés, Pierre Olivaint (1816-1871), decía: «Por la mañana, en la Misa, soy sacerdote y Jesús es víctima; a lo largo del día, Jesús es sacerdote y yo soy víctima». Así, un sacerdote imita al «Buen Pastor», porque realmente da su vida por sus ovejas.


Nuestra firma en el don


Quisiera resumir, con la ayuda de un ejemplo humano, lo que sucede en la celebración eucarística. Pensemos en una gran familia en la que hay un hijo, el primogénito, que admira y ama sin medida a su padre. Para su cumpleaños quiere hacerle un regalo precioso. Pero antes de presentárselo, pide, en secreto, a todos sus hermanos y hermanas que pongan su firma en el regalo. Por lo tanto, esto llega a las manos del padre como signo del amor de todos sus hijos, sin distinción, incluso si, en realidad, solo uno ha pagado el precio de ello.

Esto es lo que sucede en el sacrificio eucarístico. Jesús admira y ama ilimitadamente al Padre celestial. A él quiere darle cada día, hasta el fin del mundo, el regalo más preciado que se puede pensar, el de su propia vida. En la Misa invita a todos sus «hermanos» a poner su firma en el don, de manera que llega a Dios Padre como don indistinto de todos sus hijos, aunque sólo uno ha pagado el precio de este don. ¡Y a qué precio!

Nuestra firma son las pocas gotas de agua que se mezclan con el vino en la copa. Son nada más que agua, pero mezcladas en el vaso se convierten en una única bebida. La firma de todos es el solemne Amén que la asamblea pronuncia, o canta, al final de la doxología: «Por Cristo, con Él y en Él, a ti Dios Padre omnipotente en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y gloria por los siglos de los siglos… ¡Amén!»

Sabemos que quien ha firmado un compromiso tiene el deber de honrar su propia firma. Esto significa que, al salir de la Misa, también nosotros debemos hacer de nuestra vida un don de amor al Padre y a nuestros hermanos. Repito, no sólo estamos llamados a celebrar la Eucaristía, sino también a hacernos Eucaristía. ¡Que Dios nos ayude en esto!

Cardenal Raniero Cantalamessa OFM Cap.

___________________________________________________________

©Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco

[1] Ignacio de Antioquía, Carta a los Magnesios, 10,3.
[2] J. Ratzinger – Benedicto XVI, Gesù di Nazaret, vol. II (LEV, Roma 2011) 132-163 [trad. esp. Jesús de Nazaret (BAC, Madrid 2021); Cf. L. Bouyer, Eucharistie. Théologie et spiritualité de la prière eucharistique (Desclée, Tournai 1966) [trad. esp. Eucaristía. Teología y espiritualidad de la plegaria eucarística (Herder, Barcelona 1969)].
[3] Más allá del libro citado de L. Bouyer, cf. A. Baumstark, Liturgie comparée (Chevetogne 1953); L. Alonso Schoekel, Meditaciones bíblicas sobre la Eucaristía (Sal Terrae, Santander 1986); Seung Ai Yang, «Les repas sacrés dans le Judaisme de l’époque hellénistique», en Encyclopedie de l’Eucaristie (Cerf, París 2000) 55-59 [trad. esp. M. Brouard (Ed.) Enciclopedia de la Eucaristía (Deslcée de Brouwer, Bilbao 2004)].
[4] Agustín, Confesiones, X, 43.
[5] Agustín, De civitate Dei, X, 6: «In ea re quam offert, ipsa [Ecclesia] offertur».
[6] Gregorio Nacianceno, Oratio, 2, 95: PG 35, 497.
[7] Lumen gentium, 10-11.
[8] Ignacio de Antioquía, A los romanos, 4, 1.

https://caminocatolico.com/2a-predicacion-de-cuaresma-del-cardenal-cantalamessa-al-papa-18-03-2022-la-santidad-del-cristiano-debe-ser-eucaristica-ser-eucaristia-con-jesus-y-hacer-de-nuestra-vida-un-don/