Parroquia de San Felipe |
Los buenos historiadores nos llevan a conocer el pasado y entender la mentalidad, las costumbres y a los personajes; tal es el caso del Dr. Carlos Herrejón Peredo, fuente de este trabajo.
Si han seguido las entregas anteriores, les será evidente que tanto a peninsulares como a criollos, les encantaba el chismorreo y el darle vuelo a la imaginación, levantando toda clase de infundios y que Hidalgo siendo un personaje sobresaliente por su preparación e ingenio, era objeto de la envidias y de toda clase de suposiciones.
En esta entrega trataremos brevemente de las denuncias que sufrió ante la Inquisición. El proceso inquisitorial de Hidalgo tuvo dos partes bien diferenciadas: la primera previa a la insurrección, de julio de 1800 a abril de 1809 y la segunda, posterior al levantamiento, del 8 de octubre de 1810 a 1811. La primera sólo consistió en denuncias, declaraciones de testigos e informaciones, con la determinación de los inquisidores respecto a que no había pruebas para proseguir el proceso y que por tanto esos papeles se archivaran; de manera que esos documentos no pasaron entonces al fiscal, ni hubo calificación, cita a comparecer, defensa o sentencia.
La vida en San Felipe
Independientemente de los decisivos sucesos que se vivían en Francia y en la Madre Patria, debemos considerar dos períodos en la estancia de Hidalgo en esta parroquia. Uno festivo y que podemos denominar como el de “la Francia chiquita” de 1793 a 1800 y otro de austeridad, originado por la enormes deudas contraídas por Hidalgo, de fines de 1800 a septiembre de 1803, cuando viene su remoción a la Parroquia de Dolores.
“La Francia chiquita”
Además de las representaciones de El tartufo, la otra gran afición de Hidalgo era la música; por lo que juntando los músicos del pueblo y sus alrededores, formó una orquesta que puso bajo la dirección de José Santos Villa y que habría de amenizar comidas en el curato, así como fiestas y agasajos. Abrió las puertas de su casa a gente de toda condición, ofreciendo comida, música, baile y teatro. El mote de “Francia chiquita” fue por la igualdad con la que todos eran tratados. Igual que ahora, <<hubo quienes escandalizados por el barullo que había a menudo en el curato de San Felipe, redujeron a eso la existencia de Hidalgo, ignorando su ministerio y estudio. Uno de ellos fue un dominico peninsular, fray Ramón Casaús, quien sólo de paso por San Felipe y de oídos se formó este dictamen de Hidalgo y sus invitados: su vida escandalosa y de la comitiva de gente villana que come y bebe, baila y putea perpetuamente en su casa… >>.[1] El testimonio de una de las concurrentes a los bailes por tres días, Claudia Bustamante, afirmó por el contrario “que nada vio que le disonara”.
Detrás de otras acusaciones “de oídas y sin que les constara”, estaba la envidia por ejemplo del cura de San Miguel el Grande, Ignacio Palacios, que no podía aceptar que se tuviera por el mejor teólogo a Miguel, además de que los Hidalgo eran sus rivales en los concursos de beneficios. Contraria, pero tampoco favorable a Hidalgo era la opinión de Francisco Antonio de Unzaga, comisario del Santo Oficio en San Miguel, que afirmaba de Hidalgo: <<reside en una laborcita poco distante de la villa de San Felipe, sin venir a su parroquia, sino los días de precepto a oír misa. Que si algún tiempo asiste al curato, no por esto lo hace al confesionario ni al púlpito>>.[2]
Interior casa de Hidalgo en san Felipe (hoy museo) |
Nuevamente la acusación de jugador
Los testimonios <<provienen los más de la misma fuente, Ramón Pérez de Anastariz, comisario de la Inquisición y émulo de Hidalgo como rector del Seminario Tridentino. Dice primero que “se atrasó su salida [de Hidalgo]” a beneficios “acaso por jugador”; luego consigna dos veces lo que dice escuchó al provisor Juan Antonio de Tapia: “juegos, minas, abandono de sus obligaciones, esto hallará usted en él”, e informa, refiriéndose a los años que lo conoció en Valladolid: “digo que fue un jugador de profesión, tan disipado, que tenía olvidado cuanto tenía a su cargo”, Más llama la atención que al principio del informe el propio Ramón Pérez declara enfáticamente que “jamás lo he tratado de cerca [a Hidalgo], ni me acuerdo haber estado en su vivienda, ni haberle visto en la mía, sino de puro cumplimiento a convidar para alguna función literaria; tampoco he tenido con él conversación alguna”. Tal es la fuerza del testimonio.
Otra declaración proviene de José Vicente de Ochoa, quien dice de Hidalgo: “haber este jugado comúnmente aun desde mozo”. Alguna más, que ya mencionamos, es la de Francisco Antonio de Unzaga, no por observación directa sino por terceros: “La vida que lleva dicho señor cura me aseguran es una continua diversión, o estudiando historia, a lo que se ha dedicado con empeño, o jugando o en músicas, pues tiene asalariada una completa orquesta cuyos oficiales son sus comensales y los tiene como de familia”.
Estos datos vagos en cuanto al juego, reciben alguna precisión de alguien que lo trató de cerca, Martín García: “Aunque Hidalgo, según supe, antes de salir de Valladolid, estaba entregado al vicio del juego, más cuando yo fui a San Felipe, no lo tenía, aunque algunas ocasiones lo vide también jugar”.
En conclusión, Miguel Hidalgo, había sido jugador habitual en San Nicolás. Después llegó a jugar de manera eventual, tal vez en Colima, según señalamos, y alguna vez en San Felipe, pero no fue una afición característica aquí>>.[3]
La opinión de quienes si trataron a Hidalgo
El clérigo José Luis Guzmán, residente en San Miguel el Grande y que conocía bien a Hidalgo, opinaba que <<”su conducta es buena y ajustada y en todo conforme a sus pastorales obligaciones”. Si algo se decía en contra, era porque los vecinos de San Felipe eran cavilosos, chismosos. Otro clérigo de San Miguel que trataba a Hidalgo con familiaridad, Pedro Díaz Barriga aseguraba de nuestro cura: “aunque no le observaba devoción alguna visible, sí lo vio celebrar, oír misa cuando no celebraba y predicar en los sermones que se le encomendaban […] En el largo rato y comunicación que ha tenido con dicho cura Hidalgo, le ha llevado su admiración hasta términos de admirarse la suma docilidad y humildad que se observa en él, sin embargo de su sabiduría, prendas que todos le confiesan”. Y otro más diría que “como quince años ha conoce a Hidalgo y nunca ha advertido en él malas costumbres ni cosa que desdiga a la religión cristiana”>>. [4]
Sobre los bailes de la “Francia chiquita”, además de la ya mencionada Claudia Bustamante, otras dos damas concurrentes externaron su opinión, Josefa López Portillo, dijo “nadie le ha visto a dicho cura nada malo”. La otra, María Merced Enríquez, vivió un tiempo en la hacienda del Jaral, de dónde acudía a San Felipe, <<asistiendo a las diversiones de baile y música que tenía, siendo muy frecuentes, y sin embargo de no haber notado en la persona del cura exceso notable, advirtió mucho desorden en la casa, entre los concurrentes de personas de ambos sexos; que le vio danzar y bailar, y tratar aunque con política y sin descompostura, a las señoras y mujeres que concurrían […] ni supo mantuviese amistades ilícitas con mujeres […] que su conducta era generalmente reputada de buena; y que lo único que decían era de su suma alegría, amante de diversiones de música y de baile, censurándole sólo su permisión a la demasiada libertad que había en su casa>>.[5]
Si bien la parroquia de San Felipe era un beneficio más rico que el de Colima, pues al año otorgaba alrededor de 3,500 pesos netos, los gastos de la música y comida frecuente para tantos invitados, tenían un costo; y esta situación se agravaría con las deudas que exigirían su pago.
Hacienda san Antonio de las Alazanas |
El “cura empresario” se endeuda peligrosamente
Uno de los principales adeudos fue el originado por las tres haciendas que su hermano Manuel, el abogado, había adquirido por Taximaroa. Manuel trabajaba en la Audiencia y en la Inquisición en la ciudad de México por lo que tenía la dificultad de ausentarse de sus cargos laborales; por lo que se ayudó de Hidalgo para su recepción en febrero de 1791. Acudió a ellas en marzo para tramitar su avalúo, y luego a Valladolid para nombrar administrador. Con ese avalúo y el poder conferido a Miguel en junio, éste obtuvo del Juzgado de Testamentos y Capellanías, un préstamo de 7,000 pesos a cinco años con un interés anual del 5%, para su fomento y mejoría. Pero el administrador no fue eficiente, lo que Miguel informó a su hermano, quien decidió donarlas a Miguel, por no poder atenderlas, lo que se formalizó el 12 de marzo de 1794. Miguel estimó que él podría estar más al pendiente de las fincas si contara con mejor administrador y visitándolas una o dos veces por año; por lo que asumió el débito del préstamo con sus intereses. Sin embargo como el préstamo de 7,000 pesos había dado pobres resultados, procedió a solicitar otro préstamo, ante el susodicho Juzgado de Testamentos y Capellanías, para habilitarlas o quizá para pagar a su hermano la donación. De esta forma recibió un préstamo hipotecario a 5 años, el 2 de mayo de 1794, con réditos de 400 pesos anuales, que aunados al préstamo anterior sumaban 750 pesos de réditos al año. Además Hidalgo aprovechó la cercanía de las minas de Angangueo para que en ella se beneficiaran metales preciosos; pero al parecer no se logró mayor beneficio, por lo que Hidalgo no pago los réditos de los préstamos de aquellas haciendas ni otros débitos que se fueron acumulando, como las pensiones y cargas fiscales que iban aparejadas a los beneficios eclesiásticos del obispado, como eran la contribución para el sostenimiento del Seminario Tridentino y para el colegio femenino de Las rosas, en Valladolid. Además la corona le imponía la mesada (un mes de sueldo), y a través de la Comisaría de la Bula de la Santa Cruzada se le exigía un subsidio por la obtención y disfrute de los mismo beneficios. A esto se agregaron las deudas insolutas de Colima por 1,650 pesos. Y para colmo la cosecha de 1794 en la región fue pésima. Escribía el cura: <<“con el motivo de haber sido el año sumamente estéril se halla mi curato tan escaso, que con dificultad me da para mi precisa manutención”. Así empezaron a ser frecuentes los reclamos de los acreedores a Miguel Hidalgo, quien cubría unos pagos, ignoraba otros y, al final, muchos se le juntaban. De tal suerte que en 1795, al año escaso de haber adquirido las haciendas y el segundo préstamo, ya se hablaba de concurso de acreedores. >>[6]
El “cura empresario” sufre obstrucción de la justicia
Había asuntos en los que Hidalgo debía de estar al pendiente, como era el dinero que se había de cobrar de los bienes dejados por un señor Velarde de San Felipe para entregar al Convento de Santa Catarina. Era el juez civil de primer voto, Joaquín Alderete, quien había de hacer previamente el inventario y formalizar el pago. Más como había concurso de acreedores a tales bienes, a pesar de la preferencia del Convento, algún otro interés hizo que el alcalde diera largas al asunto y luego se ausentara. Hidalgo suponía que el alcalde de segundo voto, arreglaría el asunto; pero el que quedó haciendo las funciones de alcalde, fue el regidor alguacil “peor por todos los títulos que Alderete”; así es que el asunto pasaba hasta el siguiente año.
Apremios y amenazas de embargo
Obtuvo un respiro cuando su hermano Joaquín obtuvo la parroquia de Dolores y empezó a saldar algunas cuentas propias. A fines de 1796 su hermano Miguel le facilitó 1,710.40 pesos con lo que cubrió un crédito vencido de éste.
Por esos días las cuentas de la tesorería de San Nicolás fueron revisadas dos veces; en la primera, de 1797, el saldo a favor de Hidalgo se modificó de 1,282.10 pesos a sólo 400.03. Pero en la segunda revisión de 1799, resultó que adeudaba 7,069.30 pesos. La diferencia principal estaba en el criterio del gasto, ya que el segundo contador tuvo por exceso 4,512 por concepto de cocina y alimentos, no le parecieron unas condonaciones de colegiaturas por 422 pesos y le cobraba 1,820 pesos de réditos porque Hidalgo había dispuesto de capitales del Colegio para el gasto corriente. Lo que realmente pasaba, es que esta revisión fue promovida, por un sucesor en el puesto de rector y tesorero, que había optado por una austeridad contraria a la prodigalidad de Hidalgo, quien había dispuesto que lo estudiantes comieran carne todos los días. Al enterarse Hidalgo, manifestó que nombraría apoderado, al que daría instrucciones.
Entre 1798 y 1799 Miguel contrajo una deuda tan significativa como indocumentada hasta ahora en sus orígenes, proveniente de un hombre de apellido Aguirre, avecindado en San Felipe, quien obtuvo un crédito de Ignacio Soto Saldaña, arrendatario del diezmo en el lugar. Hidalgo se ofreció como fiador, pero por muerte u otro motivo de Aguirre, debió asumir el compromiso que lo perseguiría aún después de su muerte.
Además tenía el cura otros apremios inaplazables, pues su acreedor principal, el Juzgado de Testamentos y Capellanías, le reclamaba 1,080 pesos de réditos caídos del préstamo de 8,000 pesos, y como no se tenía esperanza de que los pagara, el colector solicitó el embargo de las haciendas al titular del Juzgado, Manuel Abad Queipo, quien lo aprobó. Miguel se apresuró a suplicar la suspensión de los trámites del embargo proponiendo como vía de pago que le fuera descontado lo adeudado de los emolumentos de su parroquia. Además marcharía a las haciendas, para encargarse de ellas y hacerlas producir bien. Abad aceptó las dos propuestas, nombrándose a uno de los vicarios, el bachiller Juan Olvera para que efectuara los descuentos y pagos y se gestionaron los permisos para justificar la ausencia de Hidalgo en su parroquia.
Hidalgo hacendado y conversión a la austeridad
Así pues de enero a julio de 1800, Hidalgo estuvo en sus haciendas de Taximaroa: Santa Rosa, Xaripeo y parte de San Nicolás. Parece que la presencia de Hidalgo logró algo, pero insuficiente para saldar lo adeudado.
<<A su regreso a San Felipe, en noviembre de 1800, debió ocurrir algo importante que le hizo cambiar de manera notoria. A partir de entonces se acabó el jolgorio en la casa rural de San Felipe, la Francia chiquita. Redujo los gastos al mínimo, encomendando el manejo del dinero a un vicario “con orden –decía- de que solo me ministre lo necesario para el plato”. Era palpable la mutación del polifacético párroco, como lo asegura este testimonio: “en el día está haciendo una vida ejemplar en su curato, reducido a la compañía de un solo eclesiástico, retirado de toda tertulia y comercio con las gentes, y entregado al confesionario y demás negocios de su preciso ministerio” […].
Tal vez recibió una reprimenda de su hermano Joaquín, de su tío Vicente, de su amigo Abad e, incluso de su máximo protector, el propio obispo. Miguel tenía que esforzarse por cubrir sus deudas, pero estas eran demasiadas. Los abonos del préstamo de 8,000 pesos, la pensión conciliar de la que se le habían juntado 330 pesos en 1801, el subsidio de la Santa Cruzada y, en espera como espada de Damocles, las cuentas del Colegio, a cuya segunda revisión aún no respondía; además, ahora llegaba el reclamo de lo que había quedado a deber en Colima: 1,750, pero lo peor era que por ser fiador del insolvente Aguirre por cantidad de diez mil pesos frente a Ignacio Soto Saldaña, éste había logrado que para su pago por vía ejecutiva la mitra de Valladolid secuestrará la tercera parte de sus emolumentos del cura de San Felipe, con lo cual efectivamente nuestro cura no tenía más que para el plato, el suyo, sin músicos ni invitados.>>[7]
La buena influencia de su hermano Joaquín
<<Mientras estuvo en san Felipe, Miguel contó con apoyo y vigilancia que contribuyeron a moderar su carácter inquieto, pródigo en gastar y desentendido en pagar, brillante de ordinario y en ocasiones imprudente. Tal apoyo y vigilancia recaía en su hermano Joaquín, cura de la limítrofe parroquia de Dolores desde febrero de 1794, según vimos.
Joaquín era un modelo de pastor: asiduo predicador y catequista, cuidadoso del culto divino y benefactor incansable de sus feligreses, en particular de los indios. Sin duda que también era de sólida formación e inteligencia, pero menos brillante que Miguel, y si bien le gustaba la música y sabía tocar el violín, no parece que tales aficiones hayan sido en él una pasión como lo fueron de Miguel. >>[8]
El 19 de septiembre de 1803, Joaquín falleció y el obispo San Miguel decidió que Miguel tomará el puesto de párroco en Dolores con carácter de interino, de tal forma que el 6 de octubre de 1803 asumió el cargo. Hay que agregar que el obispo San Miguel, protector de Hidalgo murió el 18 de junio de 1804. El nuevo obispo Marcos Moriana llegaría hasta el 10 de febrero de 1809.
Jorge Pérez Uribe
[1] Carlos Herrejón Peredo, Hidalgo: maestro, párroco e insurgente, Ed. Clío, libros y videos, S.A. de C.V., México, 2014, pág.113
[2] Ibíd, pag.114
[3] Ibíd, pags.114, 115
[4] Ibíd, pag.115
[5] Ibíd, pag.116
[6] Ibíd, pags.120, 121
[7] Ibíd, pag.127
[8] Ibíd, pag.144
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