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miércoles, 27 de octubre de 2021

LA JUNTA PROVISIONAL GUBERNATIVA DEL IMPERIO EMPIEZA A FUNCIONAR (OCTUBRE DE 1821)

 




Se adjudicará a incondicionales de Iturbide como el sargento Pío Marcha su proclamación como emperador, pero esta era una inquietud que tenían también las gentes comunes y corrientes y las gentes pensantes y así ante <<Un temor de que la anarquía pronto afligiera al país indujo a Fernández de Lizardi, el 29 de septiembre, a dirigir al presidente de la regencia un panfleto en el cual argüía que dicho funcionario debería ser aclamado como jefe supremo. “El ejército y el pueblo desean que vos lleguéis a ser emperador”, decía el panfletista. “Sé bien que Don Fernando VII no puede venir a México, pues tendría que abdicar al trono de España a favor de uno de los infantes… no creo que la elevación de vuestra Excelencia al trono mexicano provocaría los celos de los comandantes del ejército imperial.”[1]

La comunicación para Iturbide era importante y así dispuso que una vez que los soldados victoriosos fueran acuartelados en la capital, se publicará la gaceta oficial. El primer número de este periódico apareció el 2 de octubre de 1821, en el segundo número se hizo la declaración de que sería publicada regularmente por la prensa imperial los martes, jueves y sábados.

La regencia decidió el 4 de octubre que se establecieran cuatro departamentos ejecutivos: la Tesorería, Guerra y Marina, Relaciones Interiores y Exteriores y Justicia y Asuntos Eclesiásticos. Un antiguo agente fiscal llamado Rafael Pérez Maldonado fue pronto nombrado secretario del Tesoro; Antonio de Medina quien tenía algunos conocimientos sobre asuntos navales, fue designado secretario de Guerra y Marina; quien fuera en una época secretario de Iturbide, José Domínguez, fue colocado a la cabeza del Departamento de Justicia y Asuntos Eclesiásticos y José Manuel de Herrera llegó a ser secretario de Relaciones.

<<Declarando que toda autoridad emanaba ahora del imperio, el 5 de octubre la junta decretó que los funcionarios del gobierno que estuvieran en ejercicio de la autoridad de acuerdo con el Plan de Iguala y los Tratados de Córdoba, quedaban confirmados en sus puestos.

El 10 de octubre O’Donojú fue enterrado en la capilla de los reyes de la catedral metropolitana. Vicente Guerrero confesó “que las palabras eran inadecuadas para expresar su tristeza por la muerte de un hombre que había dado tan inequívoca prueba de su amor por México”[2]. Fernández de Lizardi lamentó la muerte de “un valiente general, sabio publicista y, sobretodo, un hombre estimable que era nuestro amigo”[3]. <<Como símbolo de aprecio, la Junta otorgó a la viuda de O’Donojú una pensión de 12,000 pesos al año, por tanto tiempo como permaneciera en México […] Como O’Donojú fue proscrito por el gobierno de Madrid, su viuda permaneció en México, donde murió muchos años más tarde, víctima del abandono y la pobreza. >>[4]

A instancias de su presidente, el 12 de octubre la regencia decretó que ciertos oficiales que habían desempeñado papeles influyentes en la lucha por la independencia, fueran reconocidos significativamente. Entre otras promociones que consecuentemente fueron hechas, Pedro negrete fue nombrado teniente general; Anastasio Bustamante, Luis Quintanar y Vicente Guerrero recibieron cada uno el título de mariscal. Además Guerrero fue designado capitán general del Distrito del Sur. El mismo día la junta dispuso que se otorgara al comandante en jefe de las fuerzas de tierra y mar un salario de 120,000 pesos por año comenzando el 24 de febrero de 1821. En una extensa carta a la regencia, sin embargo, Iturbide declaró de inmediato que sus sacrificios por la libertad de México habían sido ampliamente recompensados por el feliz término de la campaña por la liberación. Rehusó el estipendio que se le concedía por el período comprendido entre el 24 de febrero y el 29 de septiembre de 1821, en el que no había desempeñado cargo alguno conferido por el gobierno mexicano. Deseaba que esta suma, que ascendía a 71,000 pesos, fuera usada en beneficio del ejército.


Los símbolos fundacionales de nuestra nacionalidad mexicana.

 


La Junta pronto ordenó que todos los habitantes del Imperio prestaran el juramento de apoyar su independencia. Típica tal vez de un sentimiento nacionalista creciente fue la acuñación en la capital de una medalla conmemorativa de la última declaración de Independencia. La medalla llevaba por un lado una inscripción con la fecha 27 de octubre de 1821 en que la independencia sería solemnemente proclamada en la Ciudad de México. En la otra cara, inspirada por una leyenda azteca, se representaba a un águila coronada devorando una serpiente sobre un nopal que crecía sobre una roca dentro de un lago. En un desplegado emitido a principios de 1822, la regencia anunciaba que esta divisa, con omisión de la serpiente, remplazaría al escudo de armas español a través del imperio. Tal vez en anticipo a la adopción de una forma monárquica de gobierno, la autoridad legislativa estipulaba que el águila debería llevar una “corona imperial”. Más aún, la junta decidió que tanto la bandera nacional, como el estandarte militar deberían ser perpetuamente tricolores y llevar en secciones verticales los colores verde, blanco y rojo, mismo que de acuerdo con la tradición, habían sido utilizados en el estandarte del ejército patriota. En la sección blanca sería estampada un águila coronada.” […]


La gran fiesta nacional por la Independencia


<<Aunque muchos pueblos y ciudades habían proclamado su intención de apoyar al nuevo gobierno y aunque la junta y la regencia habían sido instaladas en la Ciudad de México, tuvo lugar una demora antes de que los dignatarios imperiales rindieran el juramento de mantener la independencia. De acuerdo con una decisión de la junta y la regencia, el 13 de octubre, Gutiérrez del Mazo, jefe político de la capital, ordenó que se hiciera la preparación para la solemne proclamación de la independencia ahí. Iturbide designó una comisión para censurar las piezas teatrales propuestas para dicha ocasión. El 27 de octubre, los edificios públicos y las residencias particulares fueron brillantemente decorados. Miembros del cabildo y de ciertas corporaciones juraron apoyar el Plan de Iguala y el Tratado de Córdoba. Sonaron las campanas en las torres de la catedral. Se publicó un manifiesto anunciando que se había otorgado una amnistía general. Alrededor de la voluminosa estatua de Carlos IV en la Plaza de Armas, se exhibieron estatuas alegóricas. Entre ellas estaba un águila sobre un nopal, representación que simbolizaba la libertad de la nación. Otra figura representaba un trono cerca del cual se mostraba un cetro y una corona imperial. Una de las rúbricas junto al pedestal del trono era la siguiente: “Al solio augusto asciende,/ Que ya de nadie tu corona pende”.

Por adaptación de una práctica colonial, durante la tarde se llevó a cabo el paseo del pendón imperial, procesión que paso a través de las calles importantes de la capital llevando en alto el estandarte imperial. Cuando el desfile regresó a la plaza central, el primer alcalde anunció en voz alta que la ciudad había jurado apoyar la independencia del imperio mexicano, de acuerdo con las bases proclamadas en Iguala y Córdoba. El espíritu nacional fue estimulado al llegar noticias a la ciudad capital de que el 27 de octubre el puerto de Veracruz había caído en manos de los patriotas. El mismo día se expidió un edicto de la regencia que anunciaba que el escritor que atacara alguna de las Tres Garantías sería considerado culpable de lesa nación.

A mediados de noviembre, Iturbide se convenció de que el Plan de Iguala estaba siendo aceptado a través de todo México. En una carta privada a un amigo llamado José Trespalacios expreso los siguientes sentimientos: “Es mi deber asegurar que todas aquellas persona que están trabajando por la libertad del país se den cuenta de que afortunadamente nuestra independencia de España ha sido irrevocablemente declarada y de que nunca más estaremos de acuerdo en ser tratados como colonizados”.>>[5]

Jorge Pérez Uribe


[1] El Pensador Mexicano al Excmo. Señor general del ejército imperial americano D. Agustín de Iturbide, pp. 4-6

[2] Carta de Guerrero del 9 de octubre en el Noticioso General, 12 de octubre de 1821, p.4

[3] Pésame que el Pensador Mexicano da al excelentísimo Señor generalísimo de las armas de América, Don Agustín de Iturbide, pp. 6-7

[4] Spence Robertson William, Iturbide de México, México, FCE, 2012, pág. 206

[5] Spence, op. cit. págs. 210-212


domingo, 26 de septiembre de 2021

LA CONSUMACIÓN DE LA INDEPENDENCIA: 27 Y 28 DE SEPTIEMBRE DE 1821







La entrada triunfal del Ejército Trigarante a la Ciudad de México


<<Desde Tacubaya, el 25 de septiembre, Melchor Álvarez, la cabeza del Estado Mayor. Dio órdenes para la entrada en la Ciudad de México de los soldados victoriosos, los cuales sumaban alrededor e 15,000. El día señalado, 27 de septiembre, era el trigésimo octavo cumpleaños de Iturbide. Álvarez 0rdenó que la división del ejército que se encontraba bajo las órdenes del general Anastasio Bustamante encabezara la vanguardia, mientras las tropas de Filisola deberían dejar los cuarteles en la capital para unirse a la procesión. Los miembros del Estado mayor militar deberían montar al lado de Iturbide, quien había ordenado que no obstante la falta de uniformes, los jubilosos soldados entraran a la ciudad en el mejor orden posible. Deberían tratar a los habitantes con la debida consideración, “dando así prueba de su disciplina, subordinación y buena conducta”. Una advertencia hecha por orden del generalísimo expresaba la esperanza de que la gente mantuviera el mismo orden que se había observado en todas las otras ciudades que habían sido ocupadas por el ejército de liberación.

La procesión empezó a entrar en la ciudad como a las 10 de la mañana. A la cabeza iba el Primer Jefe, quien era seguido por sus ayudantes, su Estado Mayor y su comitiva. Al llega al arco triunfal que había sido erigido cerca del convento franciscano, desmontó para recibir los saludos de los más destacados magistrados municipales. El alcalde mayor José Ormaechea, le presentó unas llaves de oro sobre una charola de plata. Como símbolo de la libertad de la ciudad. Con unas breves palabras, Iturbide regresó las llaves y montó nuevamente su caballo. […]

Iturbide encontró a O’Donojú esperándolo. Desde el balcón principal del palacio de los virreyes, con el español a su lado, el héroe de la independencia entonces pasó revista al más grande ejército que se hubiera visto alguna vez en la Ciudad de México. […]

Acompañado de su comitiva, Iturbide entró a la espaciosa catedral. Ataviado con vestiduras pontificales, el arzobispo Fonte lo escoltó hacia el altar, Iturbide tomó el asiento ordinariamente reservado para el virrey, Mientras los músicos interpretaban un Te Deum, él dio las gracias a Dios Todopoderoso por haber favorecido a los partidarios de la independencia. El cabildo sirvió después un banquete en el Palacio en honor de Iturbide, de sus principales oficiales y de otros personajes. Uno de los regidores declamó una oda que contenía estas líneas: “¡Vivan por don celestial clemencia, la Religión la Unión, la Independencia!”>>[1]

En un manifiesto que emitió al pueblo de México, Iturbide afirmo que desde que él había proclamado la independencia mexicana en Iguala, los mexicanos habían pasado de la esclavitud a la libertad, que había llegado a la capital de un imperio opulento sin dejar tras él “sí arroyos de sangre, ni campos talados, ni viudas desconsoladas, ni desgraciados hijos…” Entonces fue cuando agregó la siguiente exhortación: “Ya sabéis el modo de ser libres; á vosotros toca señalar el de ser felices… Yo os exhorto a que olvidéis las palabras alarmantes y de exterminio, y sólo pronunciéis unión y amistad íntima… y si mis trabajos, tan debidos a la Patria, los suponéis dignos de recompensa, concededme sólo vuestra sumisión á las leyes, dejad que vuelva al seno de mi amada familia, y de tiempo en tiempo haced una memoria de vuestro amigo Iturbide”. En agudo contraste con esta obsequiosa profesión de humildad, estaba la opinión expresada por uno de sus críticos en el sentido de que sólo circunstancias imprevistas habían frustrado un plan para proclamarlo emperador de México al tiempo de su entrada triunfal en la capital.>>[2] Éste comentario fue de Vicente Rocafuerte, expresidente de Ecuador –quien recibió dinero de Estados Unidos, en especial de la masonería yorkina de Filadelfia, para evitar el reconocimiento del imperio–. Para más Rocafuerte no estuvo en México en septiembre de 1821, sino en Nueva York.


La firma del Acta de Independencia



Muy temprano ese 28 de septiembre, los personajes que habían sido seleccionados por Iturbide para integrar la junta especificada en el Plan de Iguala, se reunieron en el Palacio Virreinal. Aquellos 38 hombres, dijo Alamán, “incluían a las personas más notables de la capital en virtud de su nacimiento, de los puestos que ocupaban y de la reputación de que gozaban”. Entre los miembros estaban Iturbide, el capitán general O’Donojú, el obispo de Puebla Antonio Pérez (diputado a las Cortes de Cádiz en 1812 y orador de la sesión inaugural), el Lic. Juan Francisco de Azcárate, regidor del Ayuntamiento de México en 1808, encarcelado por su apoyo a la organización de una junta de gobierno en Nueva España conjuntamente con fray Melchor de Talamantes, Jacobo de Villaurrutia, Francisco Primo de Verdad y Ramos y el virrey Iturrigaray.



<<El nuevo primer magistrado pronto demostró cualidades de liderazgo político. Declarando que el día de la libertad y la gloria de su tierra nativa acababa de amanecer, en un discurso a la junta, se propuso delinear las funciones de ésta dentro del nebuloso Estado: Nombrar una Regencia que se encargue del poder ejecutivo, acordar el modo con que ha de convocarse el cuerpo de diputados que dicten las leyes constitutivas del Imperio y ejercer la potestad legislativa mientras se instala el Congreso Nacional… Acaso el tiempo que
permanezcáis al frente de los negocios no os permitirá mover todos los resortes de la prosperidad del Estado, pero nada omitiréis para conservar el orden, fomentar el espíritu público, extinguir los abusos de la arbitrariedad, borrar las rutinas tortuosas del despotismo, y demostrar prácticamente las indecibles ventajas de un gobierno que se circunscribe en la actividad, a la esfera de lo justo.>>


Integración de la Junta Provisional Gubernativa


Nuevamente fue Vicente Rocafuerte, quien a pesar de no haber estado en el mes de septiembre en México, escribió: <<Esta junta se componía de sus más adictos aduladores, de los hombres más ineptos, o más corrompidos, más ignorantes o más serviles; en fin, y de la gente más odiada o desconceptuada de México…>>[3].

Ahora veamos que criterio siguió Iturbide al seleccionar miembros de las ramas que generaban la riqueza, así como eclesiásticos relevantes y sobre todo letrados (abogados); de esta manera la composición fue:

· 7 militares (dos españoles)
· 7 eclesiásticos (dos españoles, un criollo rector de la universidad)
· 5 terratenientes
· 2 mineros
· 3 comerciantes (uno español)
·14 abogados (un venezolano y un argentino ambos con experiencia en la Real Audiencia y otros con experiencia como abogados de la Audiencia o regidores de ayuntamiento).

De estos, 8 eran miembros de la sociedad secreta de “Los Guadalupes”, creada a raíz de la represión del movimiento autonomista de 1808 y que estuvo en estrecho contacto con el movimiento insurgente, sobre todo después de Hidalgo, proporcionándoles, hombres, armamento e imprenta.

<<Durante la tarde del mismo día la junta se reunió de nuevo para escoger a las personas que fungirían como regentes. En lugar de seleccionar a tres de sus miembros como lo especificaba el Tratado de Córdoba, decidió designar cinco. Además de los dos personajes que habían firmado aquella convención nombró como regentes al cura filósofo Manuel de la Bárcena, a Isidro Yáñez, quien fuera miembro de la Audiencia de México y a Manuel Velázquez de León, en algún tiempo secretario del Virreinato. Como Iturbide fue designado presidente de la regencia, la junta seleccionó al obispo de Puebla para sucederle como su presidente. La junta nombró también a Iturbide comandante el jefe militar y naval del nuevo Estado.

Durante su segunda sesión, la junta estructuró las reglas que definían sus funciones. Declaró que, hasta que se reuniera un congreso, la junta sería la autoridad legislativa, como lo establecía la constitución española, en la medida en que dicha ley orgánica no contraviniera el Tratado de Córdoba. La autoridad legislativa debería ser ejercitada de acuerdo con lo previsto en el Tratado. La autoridad ejecutiva sería función de la regencia. Un diario manuscrito, que registró los procedimientos de la regencia, muestra que ésta generalmente aprobó las nominaciones para cargos públicos que le fueron sometidas por su presidente, así como las designaciones que el mismo había hecho durante la campaña de liberación. […]

De inmediato Iturbide tomó el timón del barco del Estado. Actuando como miembro de la junta, el 28 de septiembre dirigió una carta a O’Donojú. “Un miembro de la Suprema Junta Gubernativa del Imperio Mexicano”, no sólo para notificarle que se había establecido un gobierno independiente en concordancia con el Plan de Iguala, sino también para decirle que los lazos que habían unido al reino de la Nueva España con la nación española habías sido desatados. Además, el presidente de la regencia declaraba que en virtud de esta acción, las funciones del capitán general y jefe político superior de Nueva España habían cesado. Iturbide añadía que ya que O’Donojú había demostrado “moderación, justicia, integridad, exactitud y amor hacia la humanidad”, su memoria sería honrada por todo México. Sonetos impresos en la Ciudad de Puebla elogiaban los logros de los signatarios del Tratado de Córdoba. La soberanía que España había ejercido sobre el Virreinato mexicano llegó así virtualmente a su fin el 28 de septiembre de 1821.

Poco después de llegar a la capital, el último capitán general de Nueva España cayó enfermo. Aunque su nombre aparece junto al del obispo de Puebla, entre los signatarios del Acta de Independencia, sin embargo, […] su firma no aparecía realmente al lado de las firmas de Iturbide y Pérez al pie del acta original. Declarando que era de la mayor importancia preservar la vida de O’Donojú, con quien él había hecho una amistad íntima, el 1° de octubre Iturbide ordenó al cuerpo oficial de los médicos del Virreinato que hiciera un cuidadoso diagnóstico del caso y recomendara medidas curativas. No obstante, siete días después, el paciente español murió. […] Alamán asentó que la enfermedad era pleuresía.>>[4]

Jorge Pérez Uribe


Bibliografía:
  • Revista Relatos e historias de México, Los firmantes, Los padres de la patria que no fueron, México, año 9, N° 102
  • Rocafuerte, Vicente, Bosquejo ligerísimo de la revolución de Mégico desde el grito de Iguala hasta la proclamación imperial de Iturbide. Por un verdadero Americano, Filadefia, 1822
  • Spence Robertson William, Iturbide de México, México, FCE, 2012
Notas:
[1] Spence Robertson William, Iturbide de México, México, FCE, 2012, págs. 198-200
[2] Vicente Rocafuerte, Bosquejo ligerísimo de la revolución de Mégico, págs.113-115
[3] Rocafuerte,, págs.111-112
[4] Spence, op. cit, págs. 203-205

miércoles, 15 de septiembre de 2021

ENTRE LA VILLA DE CÓRDOBA Y LA CIUDAD DE MÉXICO

 



El mismo día de la firma del Tratado una junta en Chihuahua en nombre de la Provincias Internas de Occidente (Arizpe y Durango y los gobiernos de Nuevo México, Baja California, y Alta California) se declaró en favor del Plan de Iguala.

También en Sudamérica los caudillos José de San Martín y Simón Bolívar seguían con interés lo que sucedía en la Nueva España y así el 10 de octubre de 1821 Simón Bolívar dirigió una carta a Iturbide para darle su pláceme con que se había enterado del logro de la independencia mexicana y que la República de Colombia estaba a punto de enviar un representante ante su gobierno "de tal manera que Colombia y México se mostraran ante el mundo unidas por sus manos y hasta por sus corazones.” [1]

No obstante en una carta José de San Martín expresaba su aprehensión acerca del Tratado de Córdoba, en cuanto a que si se establecía en México un principado europeo, el gobierno español buscaría de hacer lo mismo a los territorios liberados y a los que estaban aún en guerra; por lo que razonaba que, debido a ello era imperativo completar la expulsión de los españoles de todo el continente sudamericano.

<<Otros contemporáneos consideraron la convención desde otros puntos de vista. ¿Qué otra cosa podría haber hecho cualquier otro hombre sensible que no deseará inundar el suelo mexicano con sangre patriota, acerca de las relaciones entre España y México, preguntaba la señora O’Donojú, sino conservar las vidas y propiedades de numerosos compatriotas que habitaban el país, obteniendo así las más grandes ventajas posibles para ambas naciones? Al hacer una análisis en busca de los motivos que pudieron haber animado al signatario español de la Convención de Córdoba, Lucas Alamán, el historiador mexicano de este período que tenía el mejor conocimiento de las condiciones imperantes en España, justificaba el paso dado por O’Donojú afirmando que éste había sido denunciado como traidor a pesar de que había hecho por su país el único servicio que era posible hacer en tales circunstancias. Un periodista español contemporáneo declaró que su único pesar era que O’Donojú no hubiera obtenido mayores beneficios para su país por medio del tratado. Por otro lado un biógrafo español de Iturbide razonaba más tarde que España no obtuviera ninguna ventaja que no le hubiera sido concedida por el Plan de iguala. >>[2]

Mientras tanto Iturbide continuó con su campaña de liberación y así el 26 de agosto desde Orizaba, solicitó al capitán general O’Donojú, quien todavía se encontraba en Córdoba, que ordenara al comandante del fuerte de Perote rindiera esa fortaleza a Antonio de Santa Anna. Ese mismo día escribió otra carta a O’Donojú para informarle acerca de los movimientos de las tropas e invitarlo a dirigirse a Puebla, por lo que pronto pondría carruajes a su disposición, para que pudiera viajar a donde quisiera.

En Puebla, Iturbide publicó el acuerdo alcanzado el 29 de agosto entre el comandante de las Provincias Internas del Oriente y los indios Comanches. Los Comanches no sólo estuvieron de acuerdo en reconocer la independencia del Imperio Mexicano, sino también de abstenerse en ayudar a sus enemigos.

Novella al conocer de la convención, la cual O’Donojú le envió desde Córdoba, convocó a representantes de las organizaciones civiles y eclesiásticas destacadas de la capital, para determinar qué acción habría de tomarse, respondiendo a O’Donojú, que dicha junta tenía dudas respecto a su autoridad para firmar un acuerdo obligatorio y cuestionaba las ventajas propuestas por el tratado; además no estaba de acuerdo con las primeras medidas del capitán general, ni había sido aprobado por las Cortes. <<Durante una conferencia que se llevó a cabo en Puebla entre O’Donojú y agentes de Novella, el primero estigmatizaba como criminal la conducta de aquellas personas que habían depuesto al virrey Venadito. Más aún, afirmaba que el procedería a entrar en la capital con el objeto de establecer un gobierno provisional que sentaría las bases del nuevo imperio de manera que de acuerdo con el Tratado de Córdoba, un príncipe de la dinastía española reinante pudiera ocupar el trono mexicano. El 7 de septiembre Iturbide y Novella acordaron un armisticio que establecía se trazará una línea de demarcación entre las fuerzas virreinales y el Ejército de las tres Garantías. La tregua permanecería en vigor por seis días, dependiendo de la capitulación de la Ciudad de México. […]

El 9 de septiembre Iturbide notificó a O’Donojú que al discutir una armisticio con los comisionados de Novella, no sólo había rehusado reconocer a dicho mariscal como virrey y capitán general de México, sino que también había insistido en que podía designarlo meramente como comandante de los soldados de la ciudad de México, Guadalupe y lugares adyacentes. “Muy pronto –añadía Iturbide- espero tener el placer de abrazarlo en Tacubaya. Saldré para allá esta tarde porque en ese lugar tendremos mejores alojamientos. >>[3]

Declarando que el era la única autoridad en México, el 11 de septiembre O’Donojú propuso que él y Novella tuvieran una entrevista. A lo que Novella, rehusando de nuevo la aceptación del Tratado de Córdoba, insinuó que su corresponsal podría tener que usar la fuerza para tomar posesión de la capital. A ello O’Donojú replicó que él no reconocía la autoridad de Novella; prometió que las instrucciones que autorizaban sus actos serían eventualmente publicadas; lo acusó de oponerse a su autoridad, exigiendo que los soldados virreinales fueran puestos a su disposición. Más aún, declaró que si al término de la tregua él no había recibido respuesta a su demanda, consideraría a todas las personas que obedecieran a Novella como merecedores del mismo castigo que correspondiera al mariscal mismo.

En tanto las tropas trigarantes se habían apostado en una línea que se extendía de Tepeyac a Chapultepec.

Al fin de armisticio, el día 13 de septiembre; Novela acompañado de su escolta y el ayuntamiento de la ciudad capital, viajó a la hacienda de Patera, cerca de la Basílica de Guadalupe y discutió con O’Donojú ampliamente la situación, reconociéndolo como representante real y capitán general y jefe político superior de la Nueva España, colocándose a sí mismo y a la guarnición de la capital bajo las órdenes de O’Donojú.

Novella pronto tomó medidas para ceder su autoridad, convocando a una reunión de funcionarios públicos en el palacio virreinal, en la cual les informó de los resultados de la reunión de Patera y a instancias del nuevo primer magistrado, Ramón Gutiérrez del Mazo, el intendente local notificó a los funcionarios coloniales que en tanto se producía la llegada de O’Donojú, a la Ciudad de México, el fungiría como su jefe político. El día 17 Gutiérrez del Mazo anunció que por orden de O’Donojú, había asumido la autoridad política de la ciudad capital, de acuerdo con la Constitución española y los decretos de las Cortes. Ese mismo día, el general Liñán dio la noticia a los soldados realistas, de que quedaban bajo su mando. Iturbide, en tanto había emitido un llamado a la guarnición expresando su deseo de paz e invitándola a unirse al estandarte de la libertad.

<<Desde Tacubaya, el 17 de septiembre O’Donojú emitió una proclama a los mexicanos en la cual declaraba que debían la libertad de la que gozaban a uno de sus propios compatriotas. Agregaba que una vez que el régimen delineado en el Tratado de Córdoba fuera establecido, el sería el primero en ofrecer sus respetos al mismo “Mis funciones –continuaba- se reducirán a representar al gobierno español, a ocupar un cargo en vuestro gobierno de acuerdo con los términos del Tratado de Córdoba, a ayudar a los mexicanos al máximo de mi capacidad y a sacrificarme gustosamente por el bien de mexicanos y españoles”. Desde el mismo lugar, dos días más tarde Iturbide expidió una proclama felicitando a los mexicanos por el hecho de que en siete meses habían erigido un imperio sin el derramamiento de la sangre de sus compatriotas. Ahí en su cuartel general, el 20 de septiembre pronunció un discurso dirigido al pueblo de la Ciudad de México, invitándolo a dar una cordial bienvenida a los soldados que, para liberarlo, habían sufrido hambre, miseria y desnudez. Como para colocar la piedra angular de la estructura que trataba de erigir, el comandante patriota publicó, al día siguiente, las instrucciones que Pelegrín había mandado a O’Donojú respecto a la política de pacificación que debería seguirse en México. En explicación de esta acción, Iturbide declaró que este documento, el cual O’Donojú acababa de mandarle, se había publicado para animar a aquellos mexicanos que deseaban ver a España reconocer la independencia de su país, sea cual fuere el tiempo, la ocasión y los motivos de este reconocimiento. El 25 de septiembre O’Donojú mandó una nota a Iturbide informándole que como la Ciudad de México había sido evacuada por los soldados realistas, él había cumplido con el artículo XVII del Tratado de Córdoba y que en vista de que la capital había sido ocupada por insurgentes, no podía ostentar otro cargo que el de capitán general hasta que el nuevo gobierno fuera establecido. Razonaba que de acuerdo con la Constitución española, su autoridad política se había volcado sobre el intendente local. El mismo día notificó a la diputación provincial que entraría a la ciudad capital el 26 de septiembre en plena posesión de su autoridad.

Mientras tanto Iturbide había tomado las riendas del gobierno. El 25 de septiembre había informado a Gutiérrez del Mazo que éste continuara ejerciendo la autoridad política hasta que una junta fuera instalada. Al día siguiente le ordenó que la acostumbrada libertad de prensa había sido restituida. Ya que los soldados realistas se habían retirado de la capital, las tropas de Filisola ocuparon sus cuarteles y otros soldados insurgentes tomaron posesión del Castillo de Chapultepec. Desde Tacubaya, el comandante en jefe, envió una carta al arzobispo de México informándole que el 27 de septiembre su ejército marcharía dentro de la ciudad capital. Iturbide afirmaba También que pronto serían instaladas una junta provisional legislativa y una regencia. Tan importantes eventos añadía, reclamaban extraordinarias manifestaciones de reconocimiento al Árbitro Supremo de las Naciones. Por consiguiente, sugería al arzobispo Fonte que un Te Deum debería ser cantado a las 12.30 en la catedral, el día en que tuviera lugar la entrada triunfal a la capital y que además debería celebrarse una misa solemne en la misma catedral antes de que la junta rindiera juramento de obediencia al nuevo gobierno.>>[4]

Reflexiones finales


Meses después se imprimió un reportaje sobre la llegada a La Habana del supuesto virrey Novella, en un balandro procedente de Veracruz, con cerca de 300 pasajeros y tres millones y medio de dólares. ¡La tesorería virreinal se había quedado sin fondos!

<<Antes de la mitad de octubre de 1821, parcialmente como resultado de un tratado no ratificado negociado por un oficial realista, quien no había sido autorizado para convenir la independencia del Virreinato, los movimientos revolucionarios que habían perturbado a México desde 1810 estaban aquietados. Poco más que el Castillo de San Juan de Ulúa y la ciudad de Veracruz permanecían en manos de los realistas. Muy bien puede ser imaginada la reacción que O’Donojú podría haber tenido si se hubiera enterado de la actitud desfavorable de su gobierno hacia a la convención que él se había sentido constreñido a negociar con Iturbide. Es posible que él pudiera haber llegado a convertirse completamente a la causa de la independencia. Por otro lado si el gobierno español hubiera acordado aceptar el Tratado de Córdoba, la Nueva España tal vez habría permanecido por lo pronto unida a la Madre Patria como en una especie de protectorado.

Parece claro, sin embargo, que la aceptación de un príncipe borbón como gobernante no habría agradado a algunos mexicanos. A principios de septiembre de 1821, en una oración pronunciada en la Iglesia donde el Héroe de la Independencia había sido bautizado, Manuel de la Bárcena, arcedeán de esa catedral de Valladolid, hoy Morelia, comparo a los mexicanos libertados con los israelitas después de que había cruzado el Mar Rojo. La divina Providencia, declaró había guiado al Libertador de la Nación Mexicana. El dedo de Dios había dirigido el movimiento revolucionario. “¡Religión, unión e independencia –exclamó- son las tres garantías celestiales, las tres columnas indestructibles que el artífice ha establecido, para que sobre ellas se pueda construir con solidez el edificio nacional que ha de perdurar eternamente!”

Las elocuentes exhortaciones que se hacían elogiando el triunfo de la larga lucha por la separación de España generalmente ignoraban la devastación que había dejado. En un informa oficial el secretario de Justicia Domínguez esbozó un cuadro lóbrego de los efectos sociales y económicos de 10 años de guerra. Domínguez afirmaba que todas las clases sociales habían sufrido pérdidas. Los negocios estaban paralizados. Las fuentes de prosperidad y riqueza habían sido drenadas completamente. Muchos campos yacían sin cultivarse. El ganado había desaparecido de los apacentaderos. El país estaba amenazado con verse inundado por juicios entre deudores y acreedores. Las carreteras y puentes se encontraban en un estado ruinoso. Mucho antes de que Iturbide se encontrara con O’Donojú. El establecimiento eclesiástico había caído en decadencia. Algunas parroquias estaban sin sacerdotes; los santos sacramentos no eran administrados regularmente en todas partes. Las tres cuartas partes de las prebendas, afirmo el secretario Pablo de la Llave en 1823 habían sido arrebatadas. El tesoro del Virreinato que los líderes revolucionarios habían heredado, estaba completamente vacío. Un viajero inglés, que visitó la provincia natal de Iturbide tres años después del triunfo de la revolución, notó que muchas haciendas aún permanecían en condiciones ruinosas. Durante la guerra, una parte considerable de la población masculina había sido desarraigada, lisiada o muerta>>[5]

Jorge Pérez Uribe


[1] Bolívar, Cartas II, 404
[2] Spence William Robertson, Iturbide de México, México, FCE, 2012, págs. 187-188
[3] Ibíd.págs.191-192
[4] Ibíd.págs.193-195
[5] Ibíd.págs.195-197

domingo, 5 de septiembre de 2021

LOS TRATADOS DE CÓRDOBA DEL 24 DE AGOSTO DE 1821





Introducción


Desde la educación primaria conocí este tema en plural y siempre me intrigó cuantos tratados fueron y por qué. Sin embargo al analizar la evidencia histórica supe que sólo fue uno y con pocas cláusulas, pero que se transcribió en plural y del que sólo se elaboraron dos tantos, uno para España y otro para el Ejército Trigarante.

Cambios en el Reino de la Nueva España


Desde que en marzo de 1820 se restableciera “la Pepa” (Constitución de 1812), quedaron suprimidos todos los antiguos virreinatos coloniales. La Constitución los sustituyó por provincias, de la misma categoría que las que se crearon en la Península, gobernadas por los llamados “jefes políticos superiores”. Juan Ruiz de Apodaca y Eliza, Conde de Venadito, fue el 61º y último virrey de la Nueva España nombrado como tal (1816-1820), y en 1820 se le cambió el título de virrey por el de 3er. jefe político superior de la Provincia de Nueva España (1820-1821).

Antecedentes.


Como habíamos visto en el post: “Juan O´Donojú (entre España y el Imperio Mexicano)”, O’Donojú, llega a Veracruz como capitán general y jefe superior político, ya no como Virrey, el 30 de julio de 1821, cuando España tiene como últimos reductos las ciudades de México, Veracruz, Durango, Chihuahua, Acapulco y la fortaleza de San Carlos de Perote, plazas desprotegidas y sin capacidad para resistir un sitio bien organizado. El día 28 de julio había capitulado la Ciudad de Puebla ante el Ejército Trigarante y su general Agustín de Iturbide.

El gobierno español sólo señaló a 16 individuos seleccionados por el rey para acompañar a O’Donojú, un capellán, un médico y 14 militares. <<Con respecto a la insuficiente fuerza expedicionaria enviada para restaurar en dominio español en México, el ministro de las Colonias explicó subsecuentemente a las Cortes que su gobierno había hecho todo lo que se podía hacer en tales circunstancias. “¿Qué ayuda puede dar la Península –preguntaba con tono desesperanzado- para llevar a cabo la guerra contra la independencia de las colonias?”.>>[1]

Cuando atraca el navío español Asia en el castillo de San Juan de Ulúa, sus pasajeros se asombran al enterarse de que los insurgentes habían efectuado un asalto a la ciudad de Veracruz, encontrándose ésta sitiada. Ante esto el gobernador Dávila no tiene empacho en reconocer a O’Donojú como capitán general de la Nueva España.

<< O’Donojú había ya indicado que tenía intenciones de apoyar a los partidarios del dominio español. Envió un despacho a Madrid describiendo las condiciones deplorables en las que encontró a México, sin dinero, sin provisiones y sin tropas.

Afirmó que si el gobierno no podía enviarle ayuda militar todo estaría perdido y que, consecuentemente el se regresaría a España. Mientras tanto, había escrito al capitán general de Cuba en apoyo a una requisición hecha por el cabildo de Veracruz para la ayuda de fuerzas armadas de dicha isla. Además, pidió que se le transfiriera un destacamento de soldados realistas de Venezuela a México. Con extrema angustia, hasta consideró reclutar a la tripulación del Asia bajo su servicio.>>[2]

Las instrucciones reservadas dadas a O’Donojú por el Ministro de las Colonias Ramón López Pelegrín, señalaban hacer cumplir la Constitución y los Decretos de Reforma. Sólo debería permitirse el funcionamiento de las organizaciones y asambleas permitidas por la Constitución. Debería promoverse la agricultura, el comercio y la minería. Novohispanos y españoles deberían de alternarse en el desempeño de los puestos públicos, acabando con la lucha sanguinaria entre ellos. A los líderes de la rebelión se les ofrecerían puestos públicos, honores y otras recompensas, en caso contrario debería perseguírseles castigárseles rigurosamente. La intención del gobierno era preferir las medidas suaves, en lugar de los actos de fuerza y derramamiento de sangre. O’Donojú dudó más de una vez en aceptar el cargo y hasta deseo declinar tan importante puesto. No obstante, no sospechaba la inmensa rebelión que se venía extendiendo sobre el virreinato de México, por lo que se embarcó con su esposa y algunos familiares y con su secretario Francisco de Paula Álvarez.

Primeras comunicaciones entre los caudillos


<<Desde la ciudad sitiada, el 3 de agosto O’Donojú emitió una proclama que exhalaba sentimientos liberales. Decía que él no dependía de un rey tiránico ni de un gobierno déspota; que no procedía de gente inmoral ni había llegado a México para convertirse en un pashá o para acumular riquezas. Afirmaba que el nuevo régimen en España había erradicado el despotismo, que su mente estaba llena de ideas filantrópicas y que estaba ligado por la amistad con los diputados mexicanos quienes lo habían animado para hacer el largo viaje a Veracruz. Declarando que no tenía fuerza armada, afirmó abiertamente que si su gobierno no era adecuado para los mexicanos, ante el menor signo de insatisfacción les permitiría elegir libremente a su propio gobernante. Sin embargo, sugería que debería suspender los proyectos que estaban meditando hasta que recibieran noticias frescas de España. Tan impresionado quedó el comandante del Ejército de las Tres Garantías con el espíritu conciliador de esta proclama que, al llegar a la ciudad de Puebla, mandó que se reimprimiera para que sus conciudadanos pudieran darse cuenta de las ideas liberales del nuevo agente español. Iturbide informó al director de su imprenta militar que dos oficiales a quienes había enviado a tratar con O’Donojú no iban a discutir si México podía aspirar a ingresar en el rango de las naciones libres sino a tratar sobre la manera de sancionar su independencia.>>[3]

Poco después de haber pisado tierra novohispana, O’Donojú conoció al capitán Manuel López de Santa Anna, hermano de Antonio López de Santa Anna, por lo que pronto llegaron noticias a los Trigarantes. El 5 de agosto el coronel Joaquín Leaño informó a Iturbide, que O’Donojú había llegado sin ninguna fuerza militar y que había recibido informes de que estaba animado por los más filantrópicos sentimientos y que debía su nombramiento a los diputados novohispanos.

Cuando O’Donojú se dio cuenta de las condiciones existentes en el Virreinato, especialmente de la impresionante extensión de la rebelión iturbidista, sus puntos de vista sobre la Nueva España fueron modificados. El hecho de que algunos de sus acompañantes, incluyendo dos sobrinos fueran atacados por la fiebre amarilla[4], la cual era endémica en Veracruz, indefectiblemente afectó su juicio, sobre las posibilidades de triunfo y así lo y informó al gobierno español: <<Todas las provincias de Nueva España habían proclamado su independencia. Ya sea por la fuerza o en virtud de capitulaciones, todas las fortalezas habían abierto sus puertas a los campeones de la libertad. Ellos tenían una fuerza de 30 mil soldados de todas las armas, organizada y disciplinada, […] Este ejército estaba dirigido por hombres de talento y carácter. A la cabeza de estas fuerzas estaba un comandante que sabía como darles inspiración y como obtener su favor y su amor. Este comandante siempre las había conducido a la victoria, Tenía de su lado todo ese prestigio que se otorga a los héroes.

El capitán general, como a veces era designado, dirigió una carta a Iturbide el 5 de agostó, asentando que había designado a dos agentes para conferenciar con él. Al día siguiente O’Donojú presentó sus opiniones acerca de la condición de México en una carta dirigida al comandante insurgente al que daba el tratamiento de “amigo”. Declarando que su gobierno acariciaba sentimientos liberales, el recién llegado magistrado se mostraba a sí mismo en favor de las ideas de Iturbide tal como las asentó en la epístola de 18 de marzo a Venadito. Adjunto copias de su primera proclama. En particular O’Donojú expresó su deseo de negociar un tratado que mantendría la tranquilidad en México, quedando pendiente su aprobación por el rey y las Cortes. Confiando la carta al coronel Manuel Gual y el capitán Pedro Vélez, quienes fueron autorizados para tratar con el líder revolucionario los asuntos ahí mencionados, el español le pedía un salvoconducto para que pudiera proceder a sostener una conferencia con él.

El generalísimo replicó que los informes que le habían llegado acerca de las ideas liberales y el talento político de O’Donojú lo habían convencido de que el español usaría esta oportunidad para conseguir ciertos beneficios para los mexicanos, mismos que el mariscal Novella no podía obtener. Iturbide razonaba que éste último no tenía autoridad para celebrar acuerdos legales y obligatorios.>>[5]

Mientras tanto había llegado a la ciudad de México un informe formal en donde O’Donojú informaba a Novella que viajaría de Veracruz a la capital para hacerse cargo de la administración política y militar de la Nueva España como capitán general y jefe superior político; sin embargo los intentos de contactar a O’Donojú por parte de Novella, resultaron infructuosos, ya que los correos eran interceptados por las fuerzas de Iturbide. En tanto Iturbide instruía a Antonio López de Santa Anna de que escogiera una escolta militar de honor formada por sus granaderos y carruajes para conducir a O’Donojú a la villa de Córdoba.

Para el 13 de agosto O’Donojú en sus despachos al gobierno español, << había llegado a la conclusión de que no podría hacer más que conseguir tantas ventajas para la Madre Patria como fueran congruentes con la independencia de la Nueva España, la que consideraba inevitable. Consecuentemente, sugería que se le debían dar nuevas instrucciones que fueran adecuadas a la alterada condición del país o de otra manera que debería ser llamado por su gobierno. Parece que nunca se escribió una respuesta a este comunicado.>>[6]

Como se dio el Tratado


El día 23 de agosto, O’Donojú arribó a Córdoba acompañado por la escolta de Puebla enviada por Iturbide y fue recibido “con el decoro correspondiente”, por el coronel Villaurrutia, el conde de San Pedro del Álamo y el marqués de Guardiola; por la noche llegó Iturbide a la villa de Córdoba. Carlos M. de Bustamante refiere sobre el hecho: A pesar de estar “lloviendo salió mucha gente al camino a recibirlo, la cual quitó las mulas del coche y a brazo lo condujo hasta su posada, encontrándose iluminada la villa. Aguardábanlo en su misma habitación el señor O'Donojú. Ambos jefes, rodeados de un brillante concurso, se abrazaron y dieron muestras de un cordial cariño”.

El día, 24 de agosto por la mañana, oyeron misa cada uno por su cuenta, luego Iturbide fue a la casa de O'Donojú y antes que nada Iturbide dijo: "Supuesta la buena fe y armonía con que nos conducimos en este negociado, supongo que será muy fácil cosa que desatemos el nudo sin romperlo”.

Iturbide expresaría a su secretario José Domínguez: <<Encontré en a un jefe animado de buenas intenciones. Hasta noté que estaba ansioso de ser generoso conmigo, que haciendo justicia al carácter de honestidad que distingue a los mexicanos había entrado entre ellos con confianza y había confiado la seguridad de su persona a sus virtudes. Apenas había expresado yo los puntos de vista que había asentado en el Plan de Iguala, cuando noté con admiración tanta deferencia de su parte hacia mis ideas, como si él mismo me hubiera ayudado a trazar ese plan. Esto difícilmente era de esperarse de un general respecto de quien habían circulado rumores acerca de su naturaleza conservadora, completamente contraria a la liberalidad de sus principios. Por lo tanto me parecía aún más justo que político vincular con el Plan de nuestra felicidad a un oficial que mostraba por las cicatrices de su cuerpo las más convincentes pruebas de su filantropía y no consideraba como demasiado costoso registrar su voto entre los más ardientes patriotas de México.

Después de alguna discusión, el acuerdo entre los dos hombres fue asentado por escrito por el secretario de Iturbide. El borrador de un tratado fue presentado entonces a O'Donojú, quien altero sólo unas cuantas frases, que se dijo eran alabanzas a él mismo. El preámbulo del tratado declaraba que los firmantes habían discutido los pasos que, bajo las condiciones existentes, se requerían para reconciliar los intereses de México y España, La celeridad con que habían llegado a un acuerdo el 24 de agosto de 1821 se debió en gran parte a la circunstancia de que advertido por sus comisionados que se habían reunido con O'Donojú, Iturbide había tenido la previsión de prepararse para la conferencia. […]

La convención dispuso que la nación mexicana, la que de ahí en adelante sería designada como “Imperio Mexicano”, debería ser reconocida como independiente. El gobierno sería una monarquía constitucional. En primer lugar, el rey Fernando VII sería invitado a gobernar sobre el antiguo Virreinato, En caso de qué el aceptara declinar la corona mexicana, esta sería ofrecida en turno al príncipe Carlos, al príncipe Francisco de Paula y al príncipe Carlos Luis. Si ninguno de estos príncipes aceptaba la corona, se ofrecería en seguida a una persona designada por la Cortes del Imperio Mexicano. El nuevo monarca establecería su Corte en la ciudad de México, la cual sería la capital imperial.

Dos comisionados elegidos por O'Donojú procederían a la Corte de Madrid para poner en las manos de Fernando VII una copia de la convención acompañada de una memoria. Se pediría al rey que permitiera a un príncipe de su familia venir a México. De conformidad con el Plan de Iguala, se formaría de inmediato un consejo al que O'Donojú debería pertenecer. Esta junta elegiría a su presidente y seleccionaría de entre sus miembros una regencia de tres personas que formarían el poder ejecutivo de la nación. La autoridad legislativa sería investida en las Cortes convocadas por la junta. Los europeos domiciliados en México estarían en libertad de irse con sus personas y propiedades. Los opositores a la independencia mexicana serían requeridos para partir. O'Donojú estuvo de acuerdo en utilizar su influencia para conseguir la evacuación de la capital por las tropas realistas, sin derramamiento de sangre.

El Tratado de Córdoba, consiguientemente aprobó el Plan de Iguala con ciertas modificaciones. Excluía de la membresía al virrey depuesto, pero incluía a O'Donojú. Sólo implícitamente endosaba la abolición de las distinciones de castas y la preservación de los privilegios clericales, según se especificaba en el Plan de Iguala. No contenía estipulación alguna para el efecto de que el futuro monarca debiera ser seleccionado entre los miembros de una dinastía europea. En verdad su cláusula más significativa era la que disponía que si ninguno de los personajes nombrados en el tratado se dignaba aceptar la corona, el emperador debería ser elegido por el Congreso de México. […] Por lo pronto, sin embargo, la autoridad gubernamental sería depositada en un consejo que presumiblemente sería elegido por el comandante del Ejército de las Tres Garantías.

Una semana más tarde O'Donojú se dio a la tarea de justificar el Tratado de Córdoba ante la Corte de Madrid. Declaró abiertamente que prefería la muerte que ser responsable de la pérdida, para la corona española, de un rico y hermoso país. Declarando que nada podía evitar la independencia mexicana, sostuvo que una monarquía constitucional limitada era la mejor forma de gobierno para un país cuya población no poseía las virtudes requeridas para el éxito de una república o de una federación. Aunque admitió que un pueblo tenía el derecho de elegir a su propio gobernante, afirmo sin embargo, que el artículo del tratado que establecía que un príncipe español debería ser el emperador de México, llegaría a ser una de las glorias de la Madre Patria. Dejó establecido que él había nombrado una comisión para notificar a Fernando VII de esta convención. […] Respecto a sus propias funciones, declaró que cesarían en el momento en que se reuniera el primer Congreso de México, pero que permanecería ahí hasta la llegada del monarca elegido o hasta que el gobierno español decidiera de otra manera.

Consciente de que había negociado un tratado sin la autorización expresa de su gobierno, el 26 de agosto, cuando envió una copia del mismo al gobernador de Veracruz, O'Donojú explicaba que el convenio tenía por objeto la felicidad de ambas Españas, la Vieja y la Nueva, y que también pretendía poner fin a los horribles desastres de una guerra sanguinaria… >>[7]

Yendo aún más lejos explicó la actitud de España hacia las independencias de Iberoamérica al momento de su designación:

<<En verdad, antes de mi partida de la Península, la legislatura nacional consideró prepararse para la independencia mexicana, y en uno de sus comités, con la asistencia de los ministros de Estado, se prepararon y aprobaron las bases para tal acción. No hay duda de que antes de cerrar sus sesiones, las cortes ordinarias deberían de haber arreglado este asunto el cual es importante tanto para la Vieja como para la Nueva España, asunto en el que está comprometido el honor de ambas partes y sobre el que los ojos de toda Europa están puestos. […] Sin embargo, cuando los funcionarios del Ministerio español de las Colonias se enteraron de la interpretación de O'Donojú acerca de la política de su gobierno, declararon que era falsa.

Desafortunadamente para el triunfo inmediato y completo de la revolución, ni el gobernador Dávila ni el mariscal Novella aprobaron el Tratado de Córdoba.>>[8] 
Igual ocurriría con el español Fonte Arzobispo de México, que no acabó aceptando la voluntad de los novohispanos.

Finalmente el destino no jugó a favor de estos Tratados, ya que su suscriptor O'Donojú, moriría el 8 de octubre de pleuresía. El 7 de diciembre de 1821 se firmó en Madrid la respuesta al escrito de O’Donojú, negándole cualquier facultad para “celebrar convenios que reconocieran la independencia de ninguna provincia americana”. Las Cortes españolas, el 13 de febrero de 1822, rechazaron la firma del Tratado y del Plan e incluso, algo después, cuando en mayo de 1824 Fernando VII publicó el “indulto y perdón general” por actuaciones contra la Monarquía cometidas en América, se incluyó una cláusula de exclusión específica, destinada a “los españoles europeos que tuvieron parte en el convenio o tratado de Córdoba” y más concretamente a Juan O’Donojú, “de odiosa memoria”, por haberlo celebrado.

Colofón


Algún día cuando la mentalidad liberal-masónica que la dictadura priísta de más de 71 años, nos inculcó mediante su libro de texto obligatorio y su grupo de artistas, intelectuales e historiadores en nómina, se reconocerá a Agustín de Iturbide como el "Padre de la Patria". Ese día se deberá reconsiderar también el papel de Juan O’Donojú, quizás como un padrino del México independiente...


Jorge Pérez Uribe


[1] Spence William Robertson, Iturbide de México, México, FCE, 2012, pag.170
[2] Ibíd.pags.171, 172. 
[3] Ibíd.pag.172
[4] Para más. la mitad de los 14 militares que le acompañaban y sus dos sobrinos murieron de fiebre amarilla.
[5] Ibíd.pags.174, 175
[6] Ibíd.pag.175
[7] Ibíd.pags.179, 182
[8] Ibíd.pags.183, 184

domingo, 15 de agosto de 2021

JUAN O’DONOJÚ (ENTRE ESPAÑA Y EL IMPERIO MEXICANO)


(Sevilla, 30-ago-1762 –México, 8-oct-1821)

Por Manuel Ortuño Martínez

Militar, político, secretario de Guerra en la Regencia, capitán general de Andalucía, jefe político de Sevilla, capitán general de las provincias de Nueva España, primero y único jefe político de Nueva España.

Nacido en Sevilla, de origen irlandés, forma parte del amplio conjunto de hispano-irlandeses que nacieron y desarrollaron su vida y actividades en España. Estudió la carrera militar y se especializó en el Arma de Caballería, y en 1807 era oficial comandante de la Real Escuela Veterinaria. Al producirse la invasión francesa, fue ascendido a coronel del Regimiento de Olivenza, 3º de Húsares […]

Preso el propio O’Donojú de los franceses, lo salvó de la muerte la intervención de fray Servando Teresa de Mier, que logró hacerle escapar junto con otros oficiales. Ascendido a teniente general, participó en numerosas acciones durante la Guerra de la Independencia. Destacado por sus méritos y miembro de la Masonería española, entre mediados de 1813 y la primavera de 1814 ejerció de secretario del Despacho de Guerra en el gabinete de la Regencia.

En representación del Ministerio, tuvo que presentar ante las Cortes Ordinarias, en las sesiones correspondientes a 1813 (de octubre a febrero) y 1814 (de marzo a mayo), las Memorias ministeriales que daban cuenta del “estado en que se halla la Nación”, informes que los secretarios estaban obligados a rendir por escrito ante la Cámara, según el Reglamento para la Regencia aprobado el 8 de abril de 1813.

En la sesión del 3 de octubre, en el informe de O’Donojú sobre la rebelión en Ultramar, se describía la situación en que “se encuentran las desgraciadas revoluciones que los agitan”, así como las medidas que en cada territorio se habían tomado “para hacer frente a las mismas”. Pasado el informe a la correspondiente comisión, ésta propuso numerosas actuaciones de política militar, que fueron aprobadas. Se afianzaba así el régimen de control parlamentario de las Cortes de Cádiz, confirmado al repetirse la misma representación durante la siguiente sesión de Cortes. Se ha subrayado el interés de la segunda Memoria de O’Donojú, llena de cuadros estadísticos, que reflejan perfectamente la situación militar de la Monarquía. En cuanto a las provincias de América, y en concreto a Nueva España, se calificaba su estado de “dramático”, por la cantidad de “robos y saqueos a cargo de las gavillas de insurgentes”. A lo largo de los últimos años, la política de la Regencia en relación con la “cuestión americana” había sido incapaz de superar la visión simplista que asimilaba las provincias de ambos lados del Atlántico, para aplicar la misma solución a situaciones diferentes. Según la doctrina oficial, se había desarrollado una amplia conspiración general que “seducía a los buenos españoles”, convirtiéndolos en víctimas de los caprichos y la ambición de unos cuantos “facciosos descarriados”.

El golpe de Estado de mayo de 1814, mediante el que Fernando VII recuperó la Corona, significó la persecución y enjuiciamiento de los comprometidos con las instituciones constitucionales. A partir de aquel verano, tras una serie de encuentros en Madrid, se inició una cadena de pronunciamientos, encabezados por los de Espoz y Mina y Porlier. Perseguido y encausado, al haber aparecido su nombre en la conspiración del comisario de guerra Vicente Richart, la llamada “conspiración del Triángulo”, se condenó a O’Donojú a cuatro años de prisión en el castillo de San Carlos de Mallorca “y a que no vuelva a Madrid y sitios reales por otros cuatro años”, declarándole inhábil para cualquier tipo de mando. Sin embargo, liberado por falta de pruebas, regresó a Sevilla, donde residió a partir de entonces. Miembro destacado de la Masonería española recientemente constituida (en 1816 el conde de Montijo había establecido el Gran Oriente en Granada), se integró inmediatamente en el desarrollo de la red de conspiradores civiles y militares, que actuaba en el entorno del contingente expedicionario concentrado en Andalucía.

Cumplidos los cincuenta años, se le consideraba miembro del cuerpo de oficiales que había ascendido por méritos militares, por lo que recibió la Gran Cruz de Carlos III en 1817 y la de San Hermenegildo en 1819. En enero de 1820, en apoyo al golpe de Las Cabezas de San Juan, dirigió en Sevilla el levantamiento popular constitucionalista y, tras la aprobación del Real Decreto de 7 de marzo de 1820, que reponía la Constitución de Cádiz, dado su rango de teniente general, se le nombró sucesivamente jefe político de la provincia el 10 de marzo, capitán general de Andalucía el 20 de marzo y ayudante de campo de Su Majestad el 24 de abril. Al constituirse el primer ministerio constitucionalista, se convirtió en corresponsal y ejecutor de la política de Argüelles y del marqués de las Amarillas en la zona sur. […]

En enero de 1821, como resultado de las noticias que llegaban de la rebelión en Nueva España, apaciguados al parecer los levantamientos y controlada la situación de los focos guerrilleros por la actuación de los mandos militares al servicio del virrey Apodaca, quien por su parte solicitaba que se le sustituyera, las Cortes recientemente constituidas discutieron una nueva política americana y decidieron el envío de un capitán general (se había cancelado el cargo de virrey) que fuera al mismo tiempo jefe político de la Nueva España. Incapaces de separar el mando político del militar, las Cortes estaban dispuestas a aplicar en América las mismas fórmulas liberales que se pretendían para España: establecimiento de diputaciones, nombramiento de delegados del poder ejecutivo, jefes políticos de las provincias, etc. Tratando de buscar al hombre mejor capacitado para su ejecución, tanto el Ministerio como los componentes de la Asamblea, y en especial el mexicano Ramos Arizpe que lo conocía muy bien, apostaron por O’Donojú, que resultó elegido en medio de una abierta controversia.

El 2 de marzo, la Secretaría de Gobernación de Ultramar le entregó las instrucciones reservadas y le encargó “la normalización y pacificación de las provincias de la Nueva España”. Los informes llegados de México daban cuenta de enfrentamientos y defecciones entre los altos mandos militares y movimientos políticos de resistencia a la reimplantación de la Constitución liberal de Cádiz. Aniquilados casi todos los focos guerrilleros, predominaba en México una corriente tradicionalista y conservadora, que siempre había rechazado las pretendidas reformas liberales. O’Donojú, por su parte, al aceptar la misión que se le encomendaba, expresó “su amor y admiración al Rey y a la Constitución, por cuya conservación estoy pronto a sufrir toda clase de sacrificios”.

Entre tanto, en México, la situación evolucionaba de manera muy distinta. El 24 de febrero de 1821, reunidos los representantes de diferentes tendencias, entre ellos algunos generales realistas, más dirigentes guerrilleros, líderes de las corrientes autonomistas, autoridades eclesiásticas y otros grupos, aceptaron el llamado “Plan de Iguala”, propuesto por Iturbide y el “Ejército de las Tres Garantías”, que recogían los presupuestos de un gobierno provisional que sería necesario instaurar “con el objeto de asegurar nuestra sagrada religión y establecer la Independencia del Imperio Mexicano” […]

El Plan de Iguala provocó una grave crisis institucional en el virreinato, la división más profunda entre los mandos del Ejército realista —algunos generales, entre ellos Celestino Negrete, gobernador de Guadalajara, se pasaron al bando independentista— y un enfrentamiento interno que cristalizó en la demanda de dimisión del virrey Apodaca y su sustitución por un general —se discutió entre Pascual de Liñán y Pedro Francisco Novella, siendo este último quien dirigió el arresto y sustitución del virrey, conde de Venadito, el día 5 de julio de 1821—.

Pedro Francisco Novella

O’Donojú, acompañado de su esposa y de un grupo de colaboradores, entre los que destacaban Manuel Codorníu, periodista liberal y masón que colaboró con él en Sevilla, y Francisco de Paula Álvarez, su secretario en Capitanía General, embarcaron en Cádiz el 30 de mayo, rumbo a La Habana y Veracruz. En la comitiva, además de ayudantes y colaboradores, viajó también Miguel Muldoon, sacerdote irlandés que había estudiado y residía en Sevilla y que posteriormente se instaló en Texas como misionero.

La comitiva llegó al fuerte de San Juan de Ulúa el día 30 de julio, encontrando que Veracruz se encontraba sitiada por el rebelde coronel López de Santa Anna. Tras varios días de negociación pudo desembarcar el 3 de agosto, dispuesto O’Donojú a tomar posesión de sus cargos. Pero la situación en el virreinato parecía caótica.

El coronel Novella, que había asumido mediante un golpe de fuerza el cargo de virrey, trató de gobernar con medidas enérgicas, creó una Junta Militar que preparó la defensa de la ciudad, lanzó un manifiesto dirigido a la población reconociendo “días peligrosos y circunstancias críticas” y puso en marcha una batería de resoluciones de censura, restricción y control. Se llamó al servicio a todos los hombres y dirigió dos proclamas: una “a los españoles” comparando la situación de España con la de Nueva España y a Iturbide con Napoleón y pidiéndoles participar en la guerra “contra la traición, la cobardía y el egoísmo, hasta la victoria o la muerte”; y otra proclama titulada “a los egoístas”, que se refería a quienes se ocultaban o desertaban de sus obligaciones, porque “serían tratados como reos y condenados a la perdición eterna”.

Por su parte, el hasta entonces coronel Iturbide había conseguido reunir en torno suyo a las fuerzas moderadas, conservadoras y antiliberales, a la vez que a los más destacados dirigentes de la vieja y la nueva insurgencia, así como organizar el “Ejército de Las Tres Garantías”, basado en la estructura del hasta entonces Ejército realista, que se estaba pasando en su mayoría al bando de la independencia. Al mando de Vicente Guerrero y Nicolás Bravo, este nuevo Ejército tomó la ciudad de Puebla el día 3 de agosto y se encontraba poco después acampado frente a la Ciudad de México. […]

La escala de mando del nuevo Ejército se estableció de este modo: un “generalísimo”, Iturbide, criollo de conocida raigambre vizcaína; un teniente general, Pedro Celestino Negrete, español y hasta entonces al servicio del virrey; cinco mariscales de campo, Bustamante, Quintanar, Guerrero, de la Sota y Luaces; y once brigadieres, entre los que se encontraban Nicolás Bravo y el español José Antonio de Echávarri.

Novella trató de hacerse fuerte en la Ciudad de México y, mientras el virrey Apodaca se retiraba a una mansión privada, la mayoría de los oficiales españoles dudaron entre la lealtad al Rey o la aceptación de la nueva situación, y en estas dramáticas circunstancias apareció Juan O’Donojú en Veracruz. Tomó posesión de sus cargos (capitán general y jefe político superior) del mejor modo posible y se enfrentó en seguida a las circunstancias que conoció de inmediato. En su primera proclama al pueblo de Nueva España, fechada el mismo día 3 de agosto, se declaraba liberal, explicaba la novedad que suponía el restablecimiento de la Constitución de 1812 y afirmaba que el nuevo régimen estaba dispuesto a atender las demandas de las provincias y a convenir su futuro, de común acuerdo con los ciudadanos. Era cuanto podía decir en aquel momento.

Pero la realidad corría en otra dirección. El Plan de Iguala, el posicionamiento de las fuerzas civiles y de los mandos militares, la desconfianza que suscitaba la Constitución entre los grupos conservadores y la decisión de la jerarquía eclesiástica, constituía un bloque monolítico imposible de vencer. Al conocer que el “generalísimo” Iturbide estaba cerca de allí, O’Donojú convino una entrevista y ambos se encontraron en la ciudad de Córdoba, a la vista del Pico de Orizaba, la montaña más alta de México. Tras un encuentro en el Portal de Cevallos, una casona del siglo xvii situada en el centro de la ciudad, firmaron el llamado Tratado de Córdoba, el día 24 de agosto. […]

La tarea inmediata de O’Donojú consistió en tratar de explicar por escrito al secretario de Estado las razones por las que había firmado este tratado, a la vez que se enfrentaba a Novella en México y al general José Dávila, gobernador de San Juan de Ulúa, que se mantenía reticente a la entrega de la fortaleza, tratando de que depusieran su actitud.

Escribió al secretario de Estado, en carta fechada el 31 de agosto: “Todas las provincias de la Nueva España habían proclamado la Independencia, todas las plazas habían abierto sus puertas por fuerza o por capitulación a los sostenedores de la libertad; un ejército de treinta mil soldados…, un pueblo armado en el que se han propagado las ideas liberales…, dirigidos por hombres de conocimientos y de carácter y puesto a la cabeza… un Jefe que supo entusiasmarlos”.

Al referirse a la resistencia de los militares y civiles realistas y defensores de mantenerse en el seno de la Monarquía española, añadía: “Restaba aún México, ¡pero en qué estado! El virrey depuesto por sus mismas tropas, éstas ya indignas por este mismo atentado…, su número que no pasaba de dos mil y quinientos veteranos y otros dos mil patriotas; una autoridad intrusa... La Independencia ya era indefectible sin que hubiese fuerza en el mundo capaz de contrarrestarla; nosotros mismos hemos experimentado lo que sabe hacer un pueblo que quiere ser libre. Era preciso, pues, acceder a que la América sea reconocida por Nación soberana e independiente y se llame en lo sucesivo Imperio Mexicano”. Con los enviados que llevaban el texto del tratado a Madrid, escribió al ministro: “Espero que se digne recibirle con benignidad, conceder su alta aprobación, si no a mi acierto a mis buenos deseos..., accediendo a la pretensión de estos pueblos que anhelan ser dirigidos por S.M. o un príncipe de su Casa”.

Entre tanto, se ocupó de resolver los dos problemas pendientes. Al general Dávila, fortificado en San Juan de Ulúa, le comunicó que el tratado tenía por objeto “la felicidad de ambas Españas y poner de una vez fin a los horrorosos desastres de una guerra intestina; él está apoyado en el derecho de las Naciones; a él le garantizan las luces del siglo; la opinión general de los Pueblos ilustrados; el liberalismo de nuestras Cortes; las intenciones benéficas de nuestro Gobierno y las paternales del Rey”. La respuesta de Dávila fue inmediata y tajante: no rendiría la plaza. Y continuó en la fortaleza durante algunos años más, incluso después de proclamarse la República en 1824.

Con Pedro Francisco Novella tuvo que discutir por más tiempo, a través de un intenso intercambio de correspondencia, ya instalados Iturbide y O’Donojú en Tacubaya, a las puertas de la Ciudad de México.

En primer lugar, le afeó su conducta y amenazó con formarle causa por “el atentado que había perpetrado contra la autoridad del virrey legítimo que era Ruiz de Apodaca”, pero enseguida le obligó a reconocerle como capitán general del Ejército real y jefe político y consiguió que se entrevistara con Iturbide. El 16 de septiembre publicó una Proclama a los mexicanos, anunciando la terminación de la guerra. O’Donojú se instaló en la Ciudad de México el día 26 de septiembre.

Los puntos del Tratado de Córdoba se iban cumpliendo uno tras otro. El día 27 de septiembre tuvo lugar el solemne desfile de un contingente de dieciséis mil soldados del Ejército Trigarante por las calles de la Ciudad de México, rodeado del fervor popular, y encabezado por Iturbide y O’Donojú, lo que significaba al mismo tiempo el reconocimiento de la autoridad de Iturbide, triunfante y ganador final del largo enfrentamiento de más de una década. Inmediatamente se constituyó la Regencia, compuesta de cinco personas, en la que figuraban Iturbide, O’Donojú, Manuel de la Bárcena (arcediano de la Catedral de Valladolid —hoy Morelia— y gobernador del obispado), José Isidro y Áñez (oidor de la Audiencia de México) y Manuel Velásquez de León (secretario en las oficinas del virreinato y director de Hacienda Pública).

Al día siguiente quedó constituida también la Junta Provisional Gubernativa formada por treinta y ocho personas, […], y a continuación pasaron a redactar el Acta constitutiva del Imperio […]

Su publicación, firmada por Juan José Espinosa de los Monteros, secretario de la Junta, tuvo lugar el día 6 de octubre, cuando O’Donojú se encontraba recluido en su residencia, aquejado de una pleuresía fulminante.

Manuel Codorníu

Entre tanto, se habían designado cuatro ministerios y se habían creado cinco regiones militares. Dos días después, el 8 de octubre falleció Juan O’Donojú. Sus familiares y amigos, sin embargo, se mantuvieron en México, unos a la espera de la respuesta de Madrid, otros plenamente incorporados a la vida política, como el doctor Manuel Codorníu, acreditado masón del rito escocés, fundador de la logia “El Sol” y del periódico del mismo nombre, que apoyaba la independencia y excluía al clero de cualquier intervención en la educación de la juventud, fomentando la difusión en México de las escuelas lancasterianas.

La temprana muerte de O’Donojú (nunca se acreditó el rumor de envenenamiento) fue un golpe muy duro para el proyecto autonomista y monárquico de algunos grupos comprometidos con el Plan de Iguala y el Tratado de Córdoba, que, por otra parte, aunque con gran retraso, resultó absolutamente rechazado por las Cortes españolas y el Rey. El 7 de diciembre de 1821 se firmó en Madrid la respuesta al escrito de O’Donojú, negándole cualquier facultad para “celebrar convenios que reconocieran la independencia de ninguna provincia americana”. Las Cortes españolas, el 13 de febrero de 1822, rechazaron la firma del Tratado y del Plan e incluso, algo después, cuando en mayo de 1824 Fernando VII publicó el “indulto y perdón general” por actuaciones contra la Monarquía cometidas en América, se incluyó una cláusula de exclusión específica, destinada a “los españoles europeos que tuvieron parte en el convenio o tratado de Córdoba” y más concretamente a Juan O’Donojú, “de odiosa memoria”, por haberlo celebrado.

Real Academia de la Historia España

Bibliografía: J.Delgado, “La misión a México de don Juan O’Donojú”, en Revista de Indias (Madrid), n.os 35/36 (1949); J. Delgado, España y México en el siglo XIX, Madrid, Ed. de Cultura Hispánica, 1950; J. I. Rubio Mañé, “Noticias biográficas del teniente general don Juan O’Donojú, último gobernador y capitán general de Nueva España”, en Boletín del Archivo General de la Nación (México), vol. VI.1 (1965); T. E. Anna, La caída del gobierno español en la ciudad de México, México, Fondo de Cultura Económica, 1981.