(Otro importante fenómeno sociológico de nuestros días, es la apertura de la jerarquía anglicana a las
innovaciones de su sector progresista a partir de 1970 -especialmente en Estados Unidos y Canadá-, con ordenación de mujeres,
designación de obispas a partir de 1990, aceptación de homosexuales en cargos eclesiásticos, designación de un obipo gay, bendición de uniones entre personas del
mismo sexo.)
Por Jorge E. Traslosheros, doctor en Historia*
Sábado 26 de enero de 2013
La participación de los cristianos en el espacio público siempre causa polémica, en especial cuando se tocan puntos sensibles del debate cultural. En esta ocasión quiero ocuparme del lado menos visible, pero más trascendente, como es lo que sucede al interior de la cristiandad.
Escucho dos voces, en apariencia extremas, entre mis hermanos en la fe. Ya no son dominantes, pero reflejan tendencias que siempre están ahí, por lo que es importante analizarlas. Por un lado, dicen que deberíamos condescender con la agenda cultural de los grupos “progres” para no pasar desapercibidos en la sociedad. Por otro, dicen que si contáramos con el apoyo de los gobiernos a través de legislaciones a modo, nuestro trabajo sería más sencillo. Ambas posturas comparten, en mi opinión, el miedo a ser irrelevantes. Parecen gustar del canto de las sirenas por miedo a navegar.
Lo cierto es que Jesús marcó una ruta nada sencilla. A Dios y al César hay que darles lo que les corresponde. Esto quiere decir, en buena exégesis, que el César no es Dios. Así, no podemos renunciar a nuestra palabra en temas neurálgicos del debate cultural como son la dignidad y la vida humanas, la familia y el matrimonio, la justicia social y la libertad religiosa; como tampoco debemos esperar del Estado algo más que el simple reconocimiento de nuestros derechos ciudadanos para hacer la tarea a la cual Cristo nos llama, según talentos y carismas.
Lo que conduce a la irrelevancia no es decir nuestra palabra en fidelidad a la Palabra, sino dejarse llevar por el temor a navegar en aguas procelosas. Con tristeza, observamos un dramático ejemplo de esto en la crisis de nuestros hermanos anglicanos, cuya Iglesia se encuentra dividida, golpeada y ninguneada. El rechazo a la ordenación episcopal para las mujeres hizo evidente su tragedia, pero no la generó. Veamos.
Las grandes decisiones disciplinares y doctrinales de la comunión anglicana se toman por acuerdo de la representación de sus tres sectores: episcopal, presbiterial y laical. Hace poco se reunieron para decidir sobre la cuestión y los laicos se opusieron. Las reacciones fueron variopintas: estupor entre los promotores provenientes del liderazgo clerical de Inglaterra, Estados Unidos y Canadá; alegría en el resto (mayoritario) de la comunión anglicana, con fuerte presencia en África; burla en no pocos medios de comunicación, y enojo entre los políticos ingleses, quienes, con groseras intervenciones, amenazaron a los anglicanos con expulsarlos del parlamento inglés, donde tienen centenaria representación por ser la Iglesia oficial del reino, y otras sanciones legales por violar el “acta de igualdad”. Se trata de un documento por el cual se renuncia al principio de equidad como fundamento de la justicia, a favor del igualitarismo que interpreta cualquier matiz o diferencia como un acto de discriminación. En suma, les exigieron acoplarse a la agenda cultural de las élites que controlan el Estado de Inglaterra, bajo amenaza de excomunión civil. La intolerancia de los tolerantes es algo que nunca dejará de sorprenderme.
Sin embargo, los problemas de los anglicanos no empezaron en fechas recientes, ni se limitan a lo arriba expuesto. Es necesario abordarlos con calma para reflexionar sobre la libertad, Dios y el César, en un ambiente realmente democrático. Seguiremos.
Lecciones de la tragedia anglicana
Sábado 2 de febrero de 2013
La Comunión Anglicana se desgarra. Por un lado, algunas de sus congregaciones —minoritarias, pero con megáfono en los medios— se han tragado, sin mediar crítica, la agenda cultural “progre”.
La Comunión Anglicana se desgarra. Por un lado, algunas de sus congregaciones —minoritarias, pero con megáfono en los medios— se han tragado, sin mediar crítica, la agenda cultural “progre”.
Por otro, la mayoría de sus comunidades ha decidido rechazarla en aquellos elementos que se agarran a cachetadas con el derecho natural y la fe en Jesús, de manera especial en temas de vida, familia, matrimonio y libertad religiosa, uniéndose así al común de la cristiandad. La situación se agrava por la presión de los políticos ingleses quienes chantajean para que se sume a su programa cultural, paseándoles por la cara su condición de Iglesia de Estado.
Lo cierto es que, desde sus inicios, arrastra problemas de identidad. Su nacimiento no deriva de grandes dilemas doctrinales o de un celo evangélico apasionado. Fue creada en 1534 por el capricho de Enrique VIII, un rey veleidoso, en el contexto de la reforma protestante. Al principio, quienes le acompañaron en su aventura no pretendían sumarse a aquel movimiento, pero la deriva les hizo adoptar algunas de sus enseñanzas.
Desde entonces, tres preguntas permanecen sin clara respuesta: ¿Es una Iglesia de tradición apostólica equiparable a la de Roma, las ortodoxas y las orientales? ¿Es otra fundación protestante, pero con ciertos elementos de tradición apostólica? Dos preguntas que han marcado las diferencias entre la llamada High Church, en busca permanente de sus vínculos apostólicos, y la Low Church, más cercana al protestantismo. Corre la broma entre ellos de ser una constelación de confesiones unidas por el “Book of Prayers”. [1]
Sin embargo, es la tercera pregunta la que escuece: ¿Son acaso una Iglesia al servicio del Estado? El problema parecía resuelto con el colapso del imperio británico cuando se definieron, de manera más precisa, como Comunión Anglicana. Sin embargo, era el muerto que andaba de parranda y ahora goza de cabal salud. Así, algunas comunidades de Estados Unidos, Canadá y Gran Bretaña con poder cierto, identidad débil y temor grande, se han mostrado vulnerables a los embates de las modas culturales y centros de decisión política generando inmensa presión al interior de la Comunión.
La deriva “políticamente correcta” de esas influyentes congregaciones generó dos vigorosas respuestas. Por un lado, comunidades mayoritarias, sobre todo de África, decidieron resistir los embates del “modernismo progre” reservándose futuras acciones que podrían llegar a la ruptura definitiva. Por otro, motivó que prominentes líderes profundizaran la búsqueda de sus raíces apostólicas siguiendo los pasos de Newman y Chesterton hasta llegar a la misma conclusión. Por eso solicitaron a Benedicto XVI ser recibidos, con sus congregaciones, en la Iglesia católica. El Papa respondió con la constitución “Anglicanorum Coetibus”[2], por la cual se han formado comunidades en las que sus miembros gozan de su herencia anglicana en plena comunión con Pedro.
La Comunión Anglicana parece acercarse a un punto sin retorno. Será una pérdida lamentable para la cristiandad. Ha sido cuna de grandes testigos, como Florence Nightingale y el arzobispo Desmond Tutu, así como de notables intelectuales y académicos, como C.S. Lewis (una de las mentes más brillantes en la historia del cristianismo) y, más reciente, del biblista James Dunn.
Las lecciones que deja su tragedia son claras. No es diluyendo la fe como los cristianos nos hacemos más modernos, ni sujetándonos al Estado como mejor predicamos el Evangelio.
[1] "Libro de Oración Común y Administración de los Sacramentos y otros Ritos y Ceremonias de la Iglesis" (1549)
[2] Sobre la institución de Ordinariatos Especiales para Anglicanos que entran en la plena comunión con la Iglesia Católica (4 de noviembre de 2009)
* Miembro del Instituto Nacional de Investigaciones Históricas de la U.N.A.M., analista del Diario La Razón
Fuente: www.razon.com.mx/spip.php?page=columnista&id
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